EL ARTE DE ATENDER Y EL PENSAMIENTO ERRÁTICO (Mt 24, 37-44)
En dos pequeñas parábolas, el texto del evangelio insiste en la actitud de la vigilancia.
En la primera de ellas, parece advertirse una intencionalidad clara: el mayor enemigo de la vigilancia es la inconsciencia, revestida de rutina y apego a lo acostumbrado (“comer, beber, casarse”).
En la segunda, la insistencia se sitúa en la importancia de “estar en vela”, porque lo que se halla en juego es nada menos que la seguridad de la “casa”, es decir, la consistencia de la propia persona.
Tanto en los sueños, como en los cuentos y en las parábolas, la casa es un símbolo arquetípico de la persona. Desde esta perspectiva, el mensaje de Jesús es una llamada a tomar conciencia de quienes somos, favoreciendo la actitud que nos permite “construirnos” –la vigilancia- y estando atentos a aquella otra que nos “rompe” o arruina –la inconsciencia-.
Podemos comprender mejor a lo que apuntan ambas actitudes si las relacionamos con la atención, entendida como la capacidad de vivir en el momento presente.
La inconsciencia es el estado habitual de quien se halla identificado con sus pensamientos, sentimientos, emociones o reacciones. En esa identificación consiste lo que llamamos ego: la creencia de que somos esos contenidos mentales y emocionales, en la ignorancia más completa de nuestra verdadera identidad.
El pensamiento ha sustituido a la conciencia y el automatismo a la comprensión.
La vigilancia, por el contrario, se refiere a la capacidad de no perdernos en la maraña de los pensamientos ni caer en la trampa de identificarnos con ellos. Requiere, por tanto, la actitud de observar todo lo que pasa por nuestra mente, tomando distancia de ello.
Gracias a esa distancia y observación, venimos a descubrir que en nosotros hay pensamientos, sentimientos, emociones, reacciones…, pero que no somos eso.
Como escribe Eckhart Tolle, cuando me hago consciente de… “que lo que yo percibo, experimento, pienso o siento no es en definitiva lo que yo soy, y que no puedo encontrarme a mí mismo en todas esas cosas que pasan continuamente…, cuando me conozco como tal [como la Conciencia, en la que van y vienen las percepciones, experiencias, sentimientos y pensamientos]lo que ocurra en mi vida ya no tendrá una importancia absoluta, sino sólo relativa” (E. TOLLE, Todos los seres vivos somos uno, Debolsillo, Barcelona 2009, p. 137).
Sin distancia, nos vemos confundidos y perdidos en nuestros pensamientos: son ellos, con sus vaivenes, los que guían nuestra vida y los que dictan nuestra felicidad o infelicidad; somos marionetas en sus manos.
No sólo eso. Sin distancia de ellos, vivimos convencidos de que somos el “yo” que nuestra mente piensa que somos; es decir, quedamos reducidos y constreñidos a una identidad puramente mental.
Cuando ponemos atención, no sólo quitamos importancia a todos nuestros contenidos mentales –sean los que sean, no son más que “objetos” en nuestra conciencia; un conjunto de pautas o patrones condicionados por nuestra historia psicológica, que se nos repiten una y otra vez-, sino que empezamos a percibir que somos más que ellos.
No somos los pensamientos, sino la Conciencia que está detrás y que es consciente de ellos. Porque no somos nunca lo observado, sino “Eso” que observa.
Así leídas, esas dos pequeñas parábolas encierran una profunda sabiduría. Todo se juega en la atención.
El maestro G. Gurdieff decía:
“La atención es la moneda más valiosa que tengo para pagar la libertad interior”.
Y tenía razón: donde pongamos la atención, estará nuestra vida (o nuestra falta de vida). La manera en que enfocamos nuestra atención es fuente de equilibrio o de desequilibrio, ya que nuestras emociones serán radicalmente diferentes.
Dicho de un modo más tajante: la serenidad no viene de vivir en unas supuestas circunstancias “ideales”, sino de la capacidad de mantener centrada la atención, aun en medio de la dificultad, en aquello que es lo más constructivo.
En ese sentido, puede afirmarse que el cuidado de la atención es el precio de nuestra libertad; no se puede ser libre, si no se es dueño de la propia atención.
Planteado desde el ángulo inverso, significa reconocer que una mente vagabunda es fuente de esclavitud y de sufrimiento, que nos mantiene a merced de sus vaivenes sin sentido: es la “inconsciencia” de que habla la primera parábola.
Los maestros espirituales han insistido siempre en la importancia decisiva de ser dueños de la propia mente, es decir, de mantener una atención constante y, así, trascender el pensamiento gracias a la práctica perseverante de la meditación.
Eso es, exactamente, meditar: aquietar los movimientos mentales, gracias a la atención a aquello que está aconteciendo aquí y ahora; de ese modo, la práctica meditativa se convierte en una forma de vida, en una forma de ser, caracterizada por vivir habitualmente en el momento presente, del que surge la percepción de nuestra identidad más honda (transpersonal), que trasciende el yo mental o psicológico.
Lo más novedoso, sin embargo, es que ahora no son sólo los maestros espirituales, sino los profesionales de la salud mental –médicos, psiquiatras y psicólogos- los que están descubriendo la potencialidad de la meditación, de cara a garantizar una buena salud psicológica, previniendo el estrés, la ansiedad, la depresión y, en general, todos aquellos trastornos relacionados con un funcionamiento exageradamente cerebral.
¿Por qué es tan eficaz la atención? Si tenemos en cuenta que “atención plena” es exactamente lo opuesto a “divagación mental”, en la que nos vemos tan frecuentemente perdidos, traídos y llevados, arrastrados en definitiva por una “mente de mono” vagabunda y errática, podremos empezar ya a intuir sus beneficios.
A falta de esa atención, no somos en absoluto dueños de nuestra persona; ni siquiera usamos nuestra mente para pensar. Lo que ocurre realmente es que, más que pensar, “somos pensados”, a veces de una manera tan compulsiva e incontrolable como agudamente dolorosa.
La mente nos tiraniza en la misma medida en que “va por libre”, es decir, siempre que no es observada. De esa mente no observada es de donde surge todo sufrimiento emocional, incluidos los funcionamientos psicológicos y mecanismos mentales autodestructivos. Basta reconocer que los pensamientos perturbadores no pueden existir si no se les presta atención, es decir, si no se alimentan desde la propia mente.
La atención sanadora empieza, pues, con la observación de la propia mente. Observarla significa que hemos empezado a poner nuestra atención en ella y que, en esa misma medida, hemos tomado distancia de su cháchara interminable.
“Atención” y “pensamiento no observado” se excluyen mutuamente. Por eso, basta atender a la mente –sin dejarse involucrar en ella-, para que el pensamiento se detenga. Ahora bien, como decía antes, para que sea tal observación, es preciso mantener en todo momento la distancia con respecto a cualquier contenido mental que pueda aparecer.
Porque no se trata de querer modificarlos o eliminarlos, sino simplemente hacerse consciente de ellos. Si no se pierde la distancia, pronto caeremos en la cuenta de dos fenómenos igualmente importantes:
1) los pensamientos van ralentizándose, hasta silenciarse por completo;
2) emerge una percepción distinta y nueva de nuestra propia identidad: de pronto, constatamos, con una sensación de gran libertad interior, que no somos nuestra mente, sino “Eso” que la observa; no somos el pensamiento, sino la Conciencia en la que aparecen; no somos el “yo mental”, sino la Presencia atemporal e ilimitada, el “Yo Soy” universal, que compartimos con todo lo que es.
De la misma manera que observamos nuestra mente y, así, llegamos a reconocer su carácter de “objeto” –como un “órgano” más- dentro de lo que somos, podemos dirigir nuestra atención directamente hacia el “yo” que creíamos ser.
Al observar cualquiera de nuestros yoes –el yo sólo existe acompañado de un adjetivo: yo asustado, airado, triste, preocupado, juzgador, violento…-, nos veremos sorprendidos por el mismo descubrimiento: ese yo al que podemos observar no constituye nuestra verdadera identidad; es sólo el actor de una película que habíamos confundido con la realidad.
Por tanto, en la medida en que nos liberemos de la mente no observada, estaremos liberándonos del ego.
De un modo y otro, gracias a la observación-atención, empezamos a entrar por el camino de la calma y la serenidad, la ecuanimidad y el gozo, la maestría en ser dueños de nuestra vida y la libertad interior, la conciencia de quienes realmente somos y la plenitud…
La conclusión no puede quedar más patente: la clave radica en ganar el dominio de nuestra atención, manteniéndonos presentes en el aquí y ahora, poniendo los medios que, gracias a una práctica perseverante, nos vayan haciendo diestros en ese arte, en el que nos jugamos nada menos que la calidad de nuestra vida y el encuentro con nuestra verdadera identidad.
Es claro, por lo demás, que la atención únicamente puede vivirse en el momento presente. Cualquier escape al pasado o proyección al futuro no es sino una claudicación a la mente errática.
Eso no significa que no se pueda programar el futuro; significa, más bien, que la programación no requiere huir del presente. Estando conscientemente aquí y ahora, atendiendo a lo que ocurre, logramos salir de la maraña del pensamiento que nos aturde, del parloteo mental interminable y agotador, y vivimos en la atención que descansa: quitamos pensamiento inútil y ponemos conciencia en nuestra vida; dejamos de percibirnos como un “yo” a merced de la mente y nos experimentamos como Conciencia ecuánime, la Presencia que –más allá de todo parloteo mental- sencillamente es. Eso es el “despertar espiritual”.
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Anexo:
Según estudios neurológicos, mente errática es sinónimo de infelicidad.
Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert, dos especialistas del equipo de neurología de la Universidad de Harvard, han publicado, en la prestigiosa revista Science, las conclusiones de un estudio, que confirma, punto por punto, lo que los sabios nos han dicho siempre: el precio que pagamos por divagar es nada menos que la propia felicidad.
Según una reseña de este estudio, publicada en el diario El Mundo, el pasado día 11 de noviembre, Killingsworth y Gilbert afirman que “el cerebro es una especie de 'super ordenador', de funcionamiento complejo, del cual conocemos sólo una pequeña parte. Sabemos que tiene actividad consciente e inconsciente, ambas de igual importancia ya que permiten realizar acciones complejas a la vez y de forma fluida; y que es capaz de pensar en el menú de la cena mientras atendemos una llamada de trabajo, todo un logro evolutivo”.
Esta capacidad de divagación "parece ser el modo operativo por defecto del cerebro". Pero 'abusamos' de este recurso. Killingsworth y Gilbert se preguntaron si centrarse en el 'ahora mismo' y dejar a un lado el pasado y el futuro es bueno para la salud emocional.
En su estudio, analizaron los datos obtenidas a partir de 2.250 adultos representativos de las principales actividades laborales del mercado. Pero, fuera lo que fuera lo que hacía cada uno de ellos, sus mentes se dedicaban a divagar una media del 46,9% de las horas de vigilia.
Así que, "nuestra vida mental está dominada en un grado destacable por el no-presente". Cuando menos nos invaden estos pensamientos es durante la actividad sexual, el trabajo o en una conversación.
En los instantes en los que los participantes se ceñían a lo que estaban haciendo, es cuando eran más felices. Este fenómeno era cierto incluso cuando la actividad realizada no fuera especialmente entretenida e independientemente de si los pensamientos versaban sobre temas placenteros, neutros o negativos, aunque estos últimos eran los de peores consecuencias.
La conclusión a la que llegaron fue la siguiente: Divagar, 'per se', es una fuente de infelicidad. Y "el pensamiento errático es una excelente forma de predecir la infelicidad de la gente".
Enrique Martínez Lozano