Desconfianza
"El que tiene miedo de hacer el primo,
corre el riesgo de no ejercer como hermano"
La desconfianza es lo opuesto a la confianza. Es la raíz de la incredulidad hacia Dios. No confiamos en su voluntad, es decir, que los motivos que hay detrás de sus acciones, son siempre amor. Tal actitud provoca la ira de Dios, quien sólo planea el amor para sus hijos. Podemos ver esto cuando observamos a los israelitas en el desierto. Ellos no confiaron en Dios y afirmaron que morirían por el hecho de que Él los estaba dirigiendo a través del desierto. Esta conducta provocó tanto la ira de Dios que Él dijo: "¿Hasta cuándo va a seguir menospreciándome este pueblo? ¿Hasta cuándo van a seguir dudando de mí a pesar de los milagros que he hecho entre ellos?" (Números 14: 11).
Desconfiar de Dios significa que tenemos una imagen falsa de Él en nuestros corazones. Le atribuimos a Dios malas intenciones porque tenemos nosotros tales propósitos en nuestros corazones. Cuando desconfiamos de Dios, descubrimos que Él nos trata de la misma forma que trató al pueblo de Israel en el desierto: "Yo, el Señor, juro por mi vida que voy a hacer que les suceda a ustedes lo mismo que les he oído decir" (Números 14: 28). Dios permitirá que experimentemos lo que hemos pensado o dicho con desconfianza, por ejemplo, que Dios nos olvida, que el modo como está dirigiendo es difícil y no recibiremos ayuda. Descubrimos que Él nos trata tal como pensamos que lo haría. Cualquiera que piense que Dios tiene malas intenciones, experimentará males. Ese es su juicio contra nuestra desconfianza aquí en la tierra, ¡y cuán grande será este juicio en la eternidad!
Detrás de todo pensamiento de desconfianza, aún hacia otras personas, hay algo serio, una acusación que no se expresa con palabras. Pensamos que la otra persona no tiene en mente los mejores intereses; no quiere que tengamos nada bueno. Este veneno de la desconfianza destruye la relación de confianza con nuestro Padre Celestial y también con nuestro prójimo. Porque, si desconfiamos del amor y de la sabiduría de Dios, sin que lo hagamos intencionalmente, entraremos en la misma actitud de desconfianza y de prejuicio hacia nuestros semejantes y seremos culpables con ellos. Esta culpa nos acusará ante el tribunal de Dios, si no la sacamos a la luz, nos arrepentimos y recibimos el perdón por medio de la sangre de Jesús.
Pero si somos desconfiados hacia nuestros semejantes, seremos juzgados en nuestra vida cotidiana. Porque al destruirse la relación de confianza, ya no recibimos las cosas buenas que, de otro modo, nos hubieran dado. De esta manera llegamos a ser infelices. Esta es la consecuencia del pecado.
La desconfianza nos separa de Dios y del hombre y envenena nuestra vida. Por esta razón debemos apartarnos de este pecado. Pero esa no es la única razón. Nuestras cortas vidas sobre la tierra son una preparación para la eternidad. Si somos desconfiados, ¿cómo podremos quedar de pie ante Dios? Sabemos que la desconfianza fue una de las razones por las cuales Adán y Eva fueron echados del huerto de Edén. Ellos pensaron que Dios quería retenerles algo bueno. Esta desconfianza fue avivada por Satanás, la serpiente. Así que el hombre se rindió a la tentación y cayó bajo el dominio del príncipe de este mundo. La desconfianza nos lleva a estar sometidos al poder del enemigo. Los desconfiados ponen su confianza en Satanás, en vez de ponerla en Dios; oyen la voz seductora del maligno.
Este pecado requiere una conversión radical. No podemos seguir escuchando esta voz del acusador, que quiere sembrar el veneno de la desconfianza en nuestros corazones, o que ya lo ha hecho. Nos sugiere que Dios nos está reteniendo las mejores cosas. Tenemos que odiar la desconfianza como al mismo diablo y comenzar a pelear la batalla hasta el punto de derramar sangre, si no queremos llegar a ser propiedad del enemigo. En la lucha contra la desconfianza, primero debemos conocer la raíz de nuestra desconfianza en Dios, la cual se manifiesta normalmente en la relación con nuestro prójimo. Esa es una preocupación excesiva de nuestro ego. ¿Recibimos lo que merecemos? ¿Seremos suficientemente amados y respetados?
Esa es la razón por la cual desconfiamos de la dirección de Dios. Por eso sospechamos de nuestro prójimo. Siempre pensamos que estamos en peligro de ser “aprovechados”, o de que se digan cosas negativas acerca de nosotros, o de no ser objetos del amor o del respeto que pensamos que merecemos. Por esta razón, la persona desconfiada imagina que aquellos que tienen apariencia de ser amigos, en realidad están contra ella. El desconfiado siempre supone que los otros tienen dobles intenciones. De este modo no puede ser feliz. Pero por ello él no sólo amarga su propia vida sino también la de su prójimo y llega a ser culpable ante él, porque desconfía de los que le dicen y hacen el bien. Y cada vez que surge un mal entendido, inmediatamente supone una mala intención. La desconfianza impide que se aten los lazos de amor, porque el amor todo lo cree y no piensa mal de su prójimo, y aún corre el riesgo de ser decepcionado.
Como el egoísmo nutre la desconfianza, es muy importante, si queremos ser liberados de este pecado, hacer un compromiso serio como el siguiente: “No quiero ser respetado por ciertas personas, ni quiero ser popular, Señor, acepta hoy mi compromiso. No quiero preocuparme en cuanto a si obtengo lo suficiente o no; no quiero estar envuelto en mí mismo. Quiero confiar en que Tú no dejarás que me suceda nada que no sea para mi bien. Siempre quiero pensar lo mejor de mi prójimo y no dejar lugar a ningún pensamiento de desconfianza…” Luego debemos ir y buscar la forma de llevar amor y confianza a aquellos de quienes hemos dudado. Eso nos ayudará; porque sí damos amor a otros, ya no podremos centrarnos en nosotros mismos.
Pero experimentaremos algunas derrotas en nuestra vida de fe, por el hecho de que este veneno de la desconfianza es muy fuerte en nuestra sangre. No será fácil deshacernos de nuestros pensamientos. Sólo hay una medicina que nos ayudará: la sangre de Jesús. Debemos reclamar su efecto sobre nosotros y contar con el hecho de que Su amor confiado obrará por dentro nuestro. Jesús fue constantemente decepcionado por sus discípulos, sin embargo, confió en ellos hasta el fin. Después de que ellos lo abandonaron tan deshonradamente en su Pasión, Él volvió a confiar en ellos después de su resurrección. Él les permitió seguir siendo sus discípulos e incluso les dio nuevas comisiones. Él logró la victoria de este amor confiado para nosotros aunque le costó mucho. Él quiere garantizarnos este amor que nos permite confiar en Dios y en el hombre.
Pensemos en lo que hizo nuestro Padre celestial. El amor para Sus hijos fue tan inconcebiblemente grande que no sólo entregó a Su Hijo, sino que aún lo entregó a los pecadores, los cuales lo maltrataron, lo ridiculizaron y lo crucificaron como un criminal. Todo esto lo hizo para salvarnos y hacernos felices. Tenemos que decirnos; “Así es mi Padre celestial. Él sólo tiene pensamientos de amor y paz para mí, pues Él me ha probado Su amor”. Por tanto debemos avergonzarnos y pedirle concedernos un espíritu de arrepentimiento muy profundo por haber herido al amoroso corazón de Dios con nuestra desconfianza. Renunciemos a la desconfianza, a Satanás y a sus malas obras, porque él sólo quiere llevarnos al infortunio tanto aquí como en la eternidad. Cada vez que tengamos pensamientos de desconfianza, debemos decir: “En el nombre de Jesús, y por el poder de Su sangre redentora, apártense de mí, no quiero nada que tenga que ver con Satanás y sus pensamientos seductores. Yo pertenezco a Jesús, quien ganó para mí una confianza de niño en el amor del Padre”.
Si seguimos este camino, seremos libres del pecado de la desconfianza, así como es cierto que Jesús nos redimió de todo pecado en el Calvario.
Imagínese la siguiente situación. Usted ha robado dinero junto con un cómplice y la policía le ofrece un trato. Si denuncia a su compinche y él no le delata, usted saldrá libre y a su colaborador le caerán diez años de reclusión. Por supuesto, puede ser que a él también se le ocurra denunciarle: en ese caso, compartirían el castigo yendo cinco años a la cárcel cada uno… Usted duda. El papel de delator no le convence. Pero, de repente, se da cuenta de que está metido en una trampa, porque a su compañero le van a ofrecer el mismo pacto. Si él le denuncia y usted no lo hace, va a tener que pasar diez largos años de reclusión.
Para tener todos los datos, acaba por preguntar al juez: ¿Qué ocurriría si ninguno de los dos nos denunciamos? El letrado mira hacia abajo y le confiesa apesadumbrado que, si no encuentran pruebas, cada uno cumpliría un año de prisión. ¿Denunciaría usted a su cómplice o se callaría esperando que él no le delatara?
Esta es una posible versión del “dilema del prisionero”. Desde que fue formulado por el matemático Albert W. Tucker, este tipo de escenario ha sido utilizado para simbolizar las decisiones en las que la confianza en los demás se convierte en el factor clave. Pactos entre países, medidas contra el calentamiento global, acuerdos de comunidades de vecinos y conflictos de pareja son ejemplos de situaciones en las que elegiremos una opción u otra en función de lo que esperamos que haga el otro. Si decidimos fiarnos, buscaremos la mejor opción para las dos partes (“No denunciar” en el dilema del prisionero). Si desconfiamos, intentaremos asegurar nuestros intereses aunque eso suponga renunciar a una mejor alternativa conjunta. En el problema anterior, la falta de seguridad en nuestro compañero nos llevaría a delatarle.
La fe en los demás está en la base de nuestra vida social. Es tanta su importancia, que uno de los grandes analistas de nuestra sociedad, el sociólogo alemán Niklas Luhmann, dedicó enteramente uno de sus libros a este tema. Según este investigador, “sin confianza no podríamos levantarnos de la cama por la mañana, porque seríamos asaltados por un miedo indeterminado que nos impediría hacerlo”. Todos somos incautos a veces y nos ponemos en manos de los demás: es imposible desconfiar siempre. Lo que nos diferencia a unos de otros es cuánto confiamos y qué criterio utilizamos para decidir si nos fiamos o no de los demás.
El primer factor, la cantidad de fe que depositamos en el prójimo, depende de nuestro patrón de personalidad. El psicólogo Silvan Tomkins divide a los seres humanos en normativos y humanistas. Los primeros tienden a pensar que los demás son peligrosos (“El infierno son los otros”, decía Sartre). Por eso los normativos ocultan sentimientos y emociones: creen que estar en continua alerta es la actitud más racional. Sólo parecen confiar en el lado oscuro del ser humano. Están de acuerdo con William Faulkner, que afirmó que “se puede confiar en las malas personas: no cambian jamás”.En el otro extremo están los humanistas, personas que piensan que los seres humanos son habitualmente honestos y van a resultar, casi siempre, positivos para su desarrollo. Son empáticos y se preocupan de los problemas ajenos porque creen que la mayoría de la gente hará lo mismo. En general, tienden a atribuir intenciones benévolas a los que tienen alrededor, y por eso suelen tener una actitud conciliadora en los conflictos.
De hecho, somos tan tozudos en nuestro grado de escepticismo o credulidad que muchos investigadores buscan un origen genético de este factor de personalidad. John Loehlin, profesor de Psicología de la Universidad de Texas en Austin, calcula en un 50% el grado de herencia en este carácter.
El problema de que este rasgo sea tan estable es que acaba produciendo la “profecía autocumplida”. No revisamos la estrategia porque elegimos personas y ambientes que refuerzan nuestra hipótesis previa. Las personas desconfiadas tienden a elegir ambientes en los que la traición es habitual y, además, tienden a provocar el desapego de los demás por su forma de comportarse. A los más confiados les ocurre todo lo contrario: acaban relacionándose con personas que disimulan bien y saben aparentar que les son fieles… aunque les estén traicionando. Las dos tácticas son poco adaptativas: sufre igual un ejecutivo que no puede confiar en nadie porque se ha rodeado de tiburones (y convertido en uno de ellos) que un amable artista que cree estar rodeado de amigos de la profesión hasta que contempla atónito como ellos ascienden dejándole abajo después de haberle robado sus ideas.
En los últimos años, el profesor de la London School of Economics Nicholas Elmer lleva a cabo un estudio general de la “psicología de la reputación”. Según este investigador, las relaciones de confianza ya no se establecen basándose en la familia o el grupo social del que provienen los que nos rodean. En una sociedad individualista, el antiguo “¿y tú de quién eres?” ha dejado de ser suficiente para fiarse de alguien. Por eso, según Elmer, los seres humanos se han convertido en “estudiantes de reputación” que investigan asiduamente la de los otros y “promotores de reputación” que intentan optimizar la propia. Encontrar criterios para saber de quién nos podemos fiar y generar confianza en nosotros es una de nuestras grandes tareas sociales.
Eso explica, por ejemplo, que en las redes sociales tengamos tendencia a exagerar la coherencia de nuestra propia conducta: queremos convertirnos en “personas fiables”. Y también explica la tendencia a convertirnos en un prototipo del grupo en el que queremos generar confianza. Si buscamos que se fíen de nosotros determinados ejecutivos, vestimos de determinada manera y adquirimos un coche específico. Pero si queremos resultar creíbles en un ambiente okupa, tenemos que cambiar nuestra forma de uniformarnos y cuidar la música que escuchamos delante de los demás. Todos sabemos que los seres humanos confiamos en aquellos que creemos que se parecen a nosotros.
En el mundo actual hemos cambiado criterios de confiabilidad arbitrarios (lugar de procedencia, familia, clase social…) por otros igualmente inconsistentes (similitud con nosotros basada en la ideología política, la vestimenta, la opción erótico-afectiva o los gustos musicales). Pero la gran ventaja actual es que tenemos suficiente información científica como para saber cuáles son esas inútiles variables inconscientes que todos usamos. Detectar esos sesgos ayuda a eliminarlos y abrirse a la única verdad: no hay señales que nos permitan confiar o desconfiar de los demás. Las personas hacen lo que hacen, no lo que parece que van a hacer. Y cualquier criterio que nos parezca útil puede ser falseado porque no somos la única persona a la que se le ha ocurrido.
Como decía el poeta Wallace Stevens, “La confianza, como el arte, nunca proviene de tener todas las respuestas, sino de estar abierto a todas las preguntas”. Aceptar esa incertidumbre y la necesidad de una continua revisión de nuestras relaciones en función de los actos ajenos es el gran reto que nos plantea el mundo moderno.
En el fondo de nuestra conciencia actúa lo que en el Diario de Ana Frank se denomina “la fe en el hombre”: en que tiene la capacidad de obrar bien, pues es libre y la libertad no debiera usarse mal. Este es, me parece, el núcleo de nuestro constante cuestionamiento acerca de la desconfianza y de los caminos para superarla. La libertad es algo maravilloso que nos iguala con los seres espirituales puros y, también, aunque de manera distinta, con Dios. Además, somos seres que vivimos con otros, no podemos vivir solos, y esa convivencia, para que sea firme y verdadera, necesita basarse en la confianza mutua. Sin embargo, a pesar de lo anterior, tenemos constantes experiencias de que se pierde cuando se usa mal la libertad.
Dice Tomás de Aquino algo muy luminoso al respecto. Después de confirmar algo de sentido común, que “La libertad respecto del bien es más libertad que la libertad respecto del mal” (II Sentencias, d. 25, a.5, ex. 150), pasa a concluir que “querer el mal ni es libertad ni parte de la libertad, aunque sea un cierto signo de la libertad” (De veritate, q. 22, a. 6, c). Aunque el poder elegir nos abra varias puertas, no todas abren perspectivas igual de adecuadas o de buenas, pues mientras unas nos perfeccionan como personas, otras, en cambio, lo dificultan, y no sólo a nosotros, sino en ocasiones también a otros. Valgan dos ejemplos: aunque sea para un pretendido bien, sucede que todo engaño genera desconfianza en los demás, o el uso de medios violentos, aunque sea para objetivos buenos, son dañinos porque no respetan a los otros en su dignidad.
Por eso hemos de acostumbrarnos a un uso bueno de nuestra capacidad de elegir. Así lo hizo nuestro patrón, Tomás de Aquino, que veía en la virtud el mejor medio para perfeccionar el uso de la libertad porque nos habitúa a elegir el bien. O como también hizo nuestro personaje del Tema Sello del año, Martin Luther King, que luchó incansablemente por el reconocimiento de la dignidad e igual trato de los hombres, fuera cual fuera su color de piel, pero sin usar medios violentos, porque sabía claramente que el fin bueno no justifica el uso de medios malos. Dijo: “El grado en que somos capaces de perdonar determina el grado de nuestra capacidad de amor hacia nuestros enemigos. […] debemos reconocer que la mala acción de nuestro prójimo- enemigo, lo que nos ha herido, no le define en forma adecuada… existe algo bueno en el peor de nosotros y algo malo en el mejor”. En el fondo, estaba convencido que: “El odio multiplica el odio, la violencia multiplica la brutalidad en una espiral descendente de destrucción” (“Amad a vuestros enemigos”, La fuerza de amar, 49-50).
Sólo aquellos actos libres orientados desde y para el amor, permiten recuperar la confianza, en uno mismo y en los demás, por eso debemos acostumbrarnos a ellos.
Sobre el tema de confiar en los demás, el rey David dijo: "Mejor es confiar en el Señor que confiar en el hombre. Mejor es confiar en el Señor que confiar en príncipes" (Salmo 118:8-9). David habló de su experiencia, después de haber sido traicionado muchas veces por quienes estaban cerca de él (ver Salmo 41:9). En lugar de amargarse o considerar por naturaleza a todas las personas como poco fiables y que no merecían su tiempo, aprendió y enseñó una verdad muy simple: la gente pecadora nos fallará, pero siempre podemos confiar en Dios. El hijo de David, el rey Salomón, aprendió muy bien esa lección y añadió, diciendo que es mejor confiar en Dios que confiar en nuestra propia inteligencia (Proverbios 3:5-6 NVI).
Aunque en ocasiones otros nos fallen, y aunque nosotros no siempre somos confiables, aún podemos y debemos confiar en la gente hasta cierto punto. Sin confianza, es imposible tener verdaderas relaciones. Es precisamente porque sabemos que Dios nunca nos fallará, que podemos confiar en los demás. Nuestra máxima seguridad es en Él, por lo tanto, somos libres para confiar en los demás y experimentar el gozo que esto produce. Confiar y amar a los demás es casi inseparable. La verdadera intimidad sólo se puede lograr a través de la honestidad y la confianza. Se requiere confianza para sobrellevar los unos las cargas de los otros (Gálatas 6:2) y "para estimularnos al amor y a las buenas obras" (Hebreos 10:24). Se necesita confianza para confesar nuestros pecados unos a otros (Santiago 5:16) y compartir acerca de nuestras necesidades (Santiago 5:14; Romanos 12:15). La confianza es necesaria en muchas de las relaciones humanas, y especialmente para el funcionamiento saludable de la familia de Cristo.
Los cristianos deben esforzarse para ser confiables. Jesús fue claro en cuanto a que Sus seguidores deben mantener su palabra (Mateo 5:37). Santiago repite el mandato (Santiago 5:12). Los cristianos están llamados a ser discretos y evitar el chisme (Proverbios 16:28; 20:19; 1 Timoteo 5:13; 2 Timoteo 2:16). Al mismo tiempo, los cristianos están llamados a hablar cuando corresponda y ayudar a lograr la restauración por causa del pecado (Mateo 18:15-17; Gálatas 6:1). Los cristianos deben ser comunicadores de la verdad y hablar esta verdad con amor (Efesios 4:15; 1 Pedro 3:15). Tenemos que "procurar con diligencia presentarnos a Dios aprobados, como obreros que no tenemos de qué avergonzarnos, que usamos bien la palabra de verdad" (2 Timoteo 2:15). Se espera que los cristianos también se preocupen de las necesidades prácticas de los demás (Santiago 2:14-17; 1 Juan 3:17-18; 4:20-21). Todas estas acciones contribuyen para que seamos confiables. Los cristianos deben ser la clase de personas que otros puedan confiar. Esa confianza está empoderada por el Espíritu Santo que obra en la vida del creyente (2 Corintios 3:18; Filipenses 1:6; Gálatas 5:13-26).
Confiar en los demás no siempre es fácil o natural. Debemos ser sabios para tomarnos el tiempo de conocer a los demás, y no darles toda nuestra confianza a la ligera. Jesús hizo esto cuando muchas veces se apartó de las multitudes (Juan 2:23-25; 6:15). Sin embargo, a veces es difícil distinguir entre ser sabios sobre nuestra confianza y ser excesivamente autoprotectores como resultado de heridas o temores del pasado. Si vemos que hasta cierto punto somos reacios a confiar en alguien, debemos ser sabios para hacer alguna introspección y, si es necesario, pedirle a Dios que sane nuestros corazones heridos.
La biblia da consejos acerca de la confianza en otras personas después de haber sido lastimados. El primer paso y el más importante es confiar en Dios. Cuando sabemos que sin importar lo que los hombres nos hagan, Dios siempre estará ahí, fiel, verdadero y confiable, es mucho más fácil lidiar con la traición o las decepciones. El Salmo 118:6 dice, "El Señor está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre". Leer la palabra de Dios, prestando atención a las maneras en que Él describe Su propia fidelidad y confianza, será útil para nosotros. La oración es vital. De manera particular, si sentimos como si Dios ha traicionado nuestra confianza al permitir que seamos lastimados, necesitamos recordar Su verdad y ser consolados con Su amor.
El segundo paso después de ser herido por confiar en otros, es el perdón. Como Jesús le dijo a Pedro, si un hermano peca contra ti setenta veces siete al día y vuelve pidiendo perdón, debemos perdonar (Mateo 18:21-22). El punto no es que no debemos perdonar la ofensa número setenta y ocho, sino que debemos ser la clase de personas que continuamente buscamos perdonar. Si una persona repetidamente traiciona nuestra confianza y no se arrepiente, no tenemos que seguir relacionándonos con ella, o mostrarle nuestra debilidad. Pero tampoco debemos albergar amargura o permitir que las acciones de esa persona impidan nuestras relaciones con otras personas (Hebreos 12:14-15). Si la persona está verdaderamente arrepentida, (incluso cuando se trata de traición y aprovechamiento de la confianza), estamos llamados a perdonar totalmente e incluso ir en pos de la restauración y construir nuevamente la confianza con el paso del tiempo. Como parte de la lección de Jesús sobre el perdón, Él habló de la parábola del siervo a quien se le había perdonado una gran deuda y luego salió, e inmediatamente se convirtió en una persona malvada y cruel con otro siervo que le debía una pequeña deuda. Las acciones despiadadas del siervo falto de misericordia, deben recordarnos de nuestra necesidad de perdonar. Dios nos ha perdonado una deuda mucho mayor que lo que cualquier otra persona nos deba (Mateo 18:23-35).
Por último, vale la pena repetir que, a medida que aprendemos a confiar en los demás, debemos esforzarnos continuamente para que nosotros mismos seamos confiables. Esto es bueno y piadoso. Debemos ser un lugar seguro para los demás (Proverbios 3:29) y mantener la confianza (Proverbios 11:13). Debemos ser conocidos por nuestra honestidad (Proverbios 12:22) y la disposición a sufrir con un amigo (Proverbios 17:17). Todas las personas pasan por momentos difíciles, y necesitamos nuestras amistades aún más cuando el sol no está brillando. Todos muchas veces decepcionamos a otros. Pero debemos siempre esforzarnos como dijo el apóstol Pablo: "os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor" (Efesios 4:1-2).
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Cuantos hermanos que entran en la iglesia vacía para encontrar "algo" o a "alguien" para hablar de su vacío, de su tristeza, de su soledad y no encuentra ninguna acogida, o algún letrero o un timbre de atención, de esperanza... Somos tan distantes, tan ocupados, tan encerrados en nosotros mismos...