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domingo, 3 de agosto de 2025

LA MESA COMO TRINCHERA: 👪 LA COMENSALIDAD O SOBREMESA FAMILIAR, EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA

 

LA MESA COMO TRINCHERA:

EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA
PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA.
Si hay un complot para atomizar la sociedad y dejar inermes a los ciudadanos, entonces ese complot tiene que pasar sí o sí por destruir las comidas en familia y las sobremesas con amigos. Frente al ritmo vertiginoso de la vida actual, la mesa de la cocina o del comedor son trincheras contraculturales que sostienen vínculos, sanan heridas emocionales y reconstruyen el sentido de comunidad desde lo cotidiano. Lo dice la experiencia. Y también la ciencia.

NILO VIEJO 

(Revista "LA ANTORCHA" Nº 8: LA MESA)

No es casual que en el castellano antiguo, hogar y cocina fuesen sinónimos. La mesa -ese altar cotidiano donde se cruzan miradas, se comparten historias y se transmite la vida- ha sido durante siglos el corazón palpitante de la familia. Y España ha dado al mundo un nombre propio para ese espacio en el que la comida se digiere mejor, porque lo nutritivo son los lazos que se construyen en torno a ella: la sobremesa. Un tiempo suspendido, ajeno al reloj, en el que tanto los comentarios como los silencios saben a complicidad, y las palabras tejen pertenencia. Hoy, sin embargo, ese reloj se ha roto en demasiados hogares.
La cultura de la prisa, los horarios fragmentados, la omnipresencia de pantallas y la crisis de sentido han desplazado las comidas familiares al terreno de lo ocasional. Ya no cocinamos juntos ni conversamos con lentitud. Se come de pie, se cena viendo una serie o se pica algo sin mirar a nadie. Y sin darnos cuenta, en ese proceso hemos perdido algo más que un hábito: hemos extraviado un a de las columnas invisibles que sostenía nuestra salud emocional y nuestra vida en común.

La mesa como protección

Puede parecer una exageración, pero las investigaciones más recientes lo confirman: comer juntos no es solo una costumbre entrañable, es una herramienta con la capacidad de prevenir enfermedades mentales -ese gran mal de nuestros días-, proteger la infancia y reconstruir el maltratado tejido familiar.
Un estudio de la Universidad de Oxford demuestra que quienes comen en compañía con frecuencia se sienten más felices, conectados y satisfechos con su vida. El dato, lejos de ser trivial, apunta a una de las raíces del malestar contemporáneo: el aislamiento afectivo y la soledad encubierta, incluso dentro de la familia.
España ha tenido históricamente un antídoto contra ese fenómeno: la sobremesa. A diferencia de otras culturas, aquí la comida no termina cuando se recoge el plato, sino que continúa en la conversación, la risa, el debate o la confidencia. Es un rito que enseña a esperar, a escuchar y a mirar a los ojos. Y ese pequeño milagro diario ha demostrado ser, además, un factor protector frente a trastornos como la ansiedad, la depresión o los comportamientos adictivos.
"Comer en familia es un acto profundamente contracultural. Y, por tanto, profundamente cristiano"
Cómo como, cómo comemos

La antropóloga Margaret Mead decía que uno de los signos más reveladores de una civilización es cómo y con quién se come. Comer en familia es, en este sentido, un acto de civilización: nos humaniza, nos pone en relación, nos recuerda que no somos autosuficientes.
En muchas familias, además, la comida es también un espacio sagrado, iniciado con una oración y vivido como un momento de gratitud y entrega. Así lo vivieron generaciones enteras, donde el pan se partía como se partía el tiempo: para darlo. Ese espíritu de donación está en la raíz de toda mesa cristiana. No en vano, la eucaristía -centro de la vida católica- es, al fin y al cabo, una cena.
La crisis de la mesa es también una crisis espiritual. Cuando los padres comen solos en la cocina, los adolescentes cenan en su cuarto y los niños aprenden a entretenerse con la tableta mientras mastican, se rompe la cadena de transmisión. No solo de la fe, sino del idioma afectivo, de la historia familiar, de la experiencia compartida. Y sin eso, ninguna comunidad resiste.

La ciencia lo confirma: comer juntos protege

Las evidencias empíricas sobre los beneficios de las comidas familiares son abrumadoras. El Family Dinner Project, una iniciativa académica nacida en Harvard, documenta que los niños que cenan con sus padres de forma regular tienen mayor autoestima, mejor rendimiento escolar, menor probabilidad de consumir drogas o alcohol, y una relación más sana con la comida y con su cuerpo.
En España, un estudio realizado en Terrassa (Cataluña) mostró que los adolescentes que cenaban en familia tenían una menor probabilidad de experimentar inseguridad alimentaria y presentar comportamientos peligrosos o dañinos fuera del hogar. Otro estudio publicado en la revista "Nutrients" concluyó que las comidas familiares frecuentes están asociadas con una menor incidencia de trastornos alimentarios entre los adolescentes.

Comer juntos enseña más que hablar

La mesa no es solo un espacio de conversación. Es también un lugar de silencios respetuosos, gestos que hablan y ru1inas que educan. Sentarse en torno a la mesa implica asumir un ritmo común, respetar turnos, aprender a ceder y a comportarse de forma cívica. Son aprendizajes pequ eflos, pero necesarios. Como lo son también las tareas de poner la mesa, servir al otro, recoger juntos. Pequeñas liturgias domésticas que enseñan el arte de vivir en comunidad.
En este sentido, la comida conjunta es una escuela de humanidad en la era de la tecnocracia y la fascinación adolescente de la Inteligencia Artificial.
"La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo"
Un acto contracultural que reconstruye 

Recuperar las comidas en familia puede no parecer una pequeña revolución. Pero lo es. En un tiempo que glorifica la productividad la velocidad y el rendimiento individual detenerse para cocinar, servir, pone la mesa y comer en común es un acto profundamente contracultura!. Y, por tanto profundamente cristiano.
Porque una cultura sin vínculos estables, sin memoria y sin raíces no puede generar hombres fuertes, capaces de amar, venía a decir Benedicto XVI en Caritas in veritate. Y lo decía de forma expresa en Spe Salvi

"Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencia están en profunda comunión entre entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal".


La mesa es precisamente uno de los espacios donde se cultivan las raíces, se genera memoria común y se aprende el arte del amor concreto: servir, escuchar, compartir, esperar.
Las consecuencias sociales son evidentes. Allí donde se pierde la mesa común, se multiplican las patologías del alma. El aumento de los problemas de salud mental en niños y adolescentes no es ajeno a la disolución del vínculo familiar cotidiano. Tampoco lo es el auge de la polarización social, el vacío espiritual o la banalización del sufrimiento.

La sobremesa: patrimonio emocional

No existe en inglés una palabra para sobremesa. Ni en francés. Es un invento español -como el tapeo, la siesta o la tertulia- que dice más de nuestra alma que los tratados de sociología o la cocina del CIS. La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo. Cuando ya no hay platos, hay historias.
En muchas familias, es el espacio donde los hijos escuchan relatos de sus abuelos, donde se comentan las noticias, donde se debaten temas de fe o de actualidad, donde se pregunta al otro cómo está. Donde se construye un "nosotros" que no nace de la sangre, sino del encuentro.
Big Think, una plataforma que difunde investigaciones sobre  desarrollo humano, subraya que la sobremesa representa un sistema de valores: prioriza la conexión personal frente al aislamiento digital, el tiempo compartido frente a la eficiencia técnica, la escucha frente al monólogo.

Claves prácticas para restaurar la mesa familiar

Volver  a  la  mesa  requiere  intención. No ocurre solo porque se desee. Hace falta orden, renuncias, decisiones pequeñas pero firmes. Algunas claves prácticas, señala el Family Dinner Project, pueden ayudar:
  • Establecer una comida diaria común. Aunque sea solo una, que tenga horario fijo y sea prioridad. La cena suele ser la más viable.
  • Involucrar en la preparación. Que los niños ayuden a poner la mesa, que se planifique el menú en familia, que cada uno tenga una responsabilidad.
  • Eliminar distracciones. Sin televisión, sin móviles, sin pantallas. Solo personas.
  • Cultivar el arte de conversar. Hacer preguntas abiertas, evitar discusiones innecesarias, escuchar con atención.
  • Valorar la sobremesa. Aunque sea breve, que no se levante nadi e hasta compartir al menos unos minutos de charla o agradecimiento.
Una mesa que sostiene a las familias 

Porque en última instancia, la mesa no es solo un lugar donde se alimenta el cuerpo. Es, o puede ser, un santuario cotidiano donde se alimenta el alma, se refuerza la identidad y se cultiva la pertenencia. Es uno de los pocos espacios donde  todavía  se  puede  resistir al desarraigo, al individualismo, a la prisa. Donde se puede enseñar a vivir.
Tal vez por eso, como señalaba Chesterton: "el hogar sigue siendo la última fortaleza de la civilización. Y en el centro del hogar, siempre, hay una mesa.

VER+:



miércoles, 2 de julio de 2025

LIBRO "INDIOS, ESPAÑOLES Y NUESTRAMERICANOS": TRES IDENTIDADES, UNA HISTORIA EN COMÚN Y LA V REVOLUCIÓN INDUSTRIAL por MÓNICA LUAR NICOLIELLO

Indios, españoles 
y nuestramericanos
(Tomo I)

Tres identidades, una historia en común 
y la V Revolución Industrial

Hablar de «nuestramericanos» es remitirse a un gentilicio, un espacio geográfico y una forma de concebir a los países americanos.
En este trabajo académico, Mónica Luar Nicoliello Ribeiro sugiere, desde enfoques múltiples e interdisciplinarios, una posible respuesta al dilema que preocupa a la filosofía hispanoamericana: cuál es el camino para consolidar el desarrollo de nuestra comunidad en una región del mundo que, lejos de ser pobre, está muy bien dotada de recursos estratégicos. Este camino no puede hacerse a ciegas; requiere de un cambio cultural profundo sobre cómo nos vemos y cómo vemos el mundo.
El sistema técnico y económico del cual formamos parte está entrando en la V Revolución Industrial, cuyo secreto responde a la sinergia o combinación de energías que superan la suma de las esferas tecnológicas, sociales y culturales, la articulación de países, territorios y bloques en redes comerciales y en las diversas cadenas de valores.
Ante la pérdida de identidad regional, la autora plantea también la urgencia de reconstruir los nexos culturales e impulsar una mejor comprensión de nuestras profundas raíces civilizatorias, volver por los fueros de nuestros orígenes. Allí es donde encontraremos las primeras revoluciones auténticamente tecnológicas, las primeras formas de mundialización y, lo más importante, una mirada humanista para la cual cada vez más individuos son considerados como personas con un origen común y con una misma condición humana.
PREFACIO

El desafío de un diálogo, entretejido de múltiples dificultades, lo asume la historiadora Mónica Nicoliello en Indios, españoles y nuestramericanos (Tomo I). 
Es el intento complejo e incon­cluso, abierto al futuro, de tender puentes entre corrientes de pensamiento y prácticas latinoamericanas o nuestramericanas, dirigidas a la emancipación a través de la realización de la Patria Grande, así como de la tradición hispanoamericana de raíz his­panista. Esta es, a veces, desvirtuada por la nostalgia de viejas glorias imperiales, en lugar de cultivar lo realmente vivo de la cultura compartida.

La civilización de civilizaciones nuestramericana, de cuá­druple raíz civilizatoria (indígena, afrodescendiente, hispa­no-latina y mestiza, o de síntesis), sigue a la búsqueda de la definitiva independencia a través de la concreción de una pa­tria común, unida en un Estado federal plurinacional, como el proyecto de los Pueblos Libres de José Artigas, liberado de las potencias hegemónicas que históricamente han promovido su disgregación.

Aunque lo logremos, no marcará el fin de la historia. La mundialización continuará. En ella, seguiremos interactuando con otras civilizaciones, culturas, naciones y pueblos, en medio de conflictos sociales, renovadas luchas geopolíticas e innumerables desafíos tecnológicos. En consecuencia, en cualquier caso, estaremos en comunicación con los demás pueblos hispanoha­blantes del mundo: los de Europa, África y Asia. Nos espera, co­mo una nueva esfinge, la interrogación abierta por el sentido y la posibilidad del encuentro que nos arroja la escritora Nicoliello, en tanto seamos parte de la fraternidad o de la comunidad hu­mana universal (Fratelli tutti).
Luis Vignolo 
Director General 
de la Fundación Vivian Trías 
(Uruguay)

INTRODUCCIÓN
¿Puede uno proyectarse hacia el futuro sin un adecuado cono­cimiento y valoración del pasado? ¿Es posible que se consoli­de ese prospecto sin un ambiente cultural que lo fomente? ¿Ese futuro está asegurado si las nuevas generaciones no toman la bandera de las anteriores? ¿Puede haber estabilidad política sin instituciones prestigiosas comunes, fundadas en valores claros, reconocidas por todos más allá de la pluralidad de opiniones y las diferencias de intereses? ¿Puede mantenerse esa estabili­dad política sin integración económica y social, sin crecimiento y desarrollo?
La presente obra es una compilación de notas revisadas y ordenadas por la autora en los tres ejes temáticos que le dan nombre. Fueron escritas entre 2015 y 2020 como fruto de una militancia hispanoamericanista cuyo objetivo es afirmar los lazos de simpatía entre pueblos que tienen una historia común.1 Estos textos forman parte ele una primera entrega y quisieran ser un aporte para el fortalecimiento de una sensibilidad colectiva imprescindible para otras realidades, objetivas y necesarias, co­mo la formación de mercados comunes o mecanismos de confe­deración política que potencien nuestras capacidades y recursos, procesos que,con interrupciones y frustraciones, hace siglos que están en curso. Entre esas realidades se encuentra, aunque no únicamente, una V Revolución Industrial y tecnológica, donde ya no es viable mantener un modelo agroexportador (de «desa­rrollo hacia afuera») en un contexto de balcanización, y cada vez es más importante la inversión conjunta de tecnología en secto­res llamados «de punta». Por otro lado, las materias primas que interesan ya no son las tradicionales, sino las que resultan estra­tégicas para las nuevas fases de la Revolución Tecnológica.

Resolver las necesidades objetivas es imposible sin una cons­trucción subjetiva, vale decir, ideas, creencias y actitudes. Como afirma Peter Birle, la superación de prejuicios y creencias; entre ellos, una forma de entender la soberanía para la cual un orga­nismo supranacional implica una pérdida grave de soberanía lo­cal. Es el mismo diagnóstico de Juan Bautista Alberdi en 1844. Es verdad que hay un componente de imperiofobia en esto, co­ mo dice María Elvira Roca Barea.2 Por la misma razón es funda­mental superar el desconocimiento y la desconfianza recíprocos entre países; trascender la tendencia a mirar fuera de la región buscando tablas de salvación, o, en el extremo opuesto, resolver los problemas en solitario. Factores subjetivos son también los ideológicos, el tipo de relato histórico distorsionado por diver­sos motivos; una imagen degradada de nuestros procesos polí­ticos y sociales, en especial, una suerte de leyenda negra de los orígenes, pero también de la historia reciente, sobre todo si se piensa en el contraste que significa nuestra riqueza cultural e histórica con visiones negativas y autodestructivas introyectadas y naturalizadas. porque no somos suficientemente conscientes del valor de nuestro patrimonio histórico en el mundo.

Toda gran comunidad tiene algunas potentes imágenes orientadoras -y estimulantes para la autoestima de sus miem­bros- que cohesionan a millones de personas. Las tienen Rusia, China o el mundo anglosajón -la anglósfera-; sin esa cohesión se desmembrarían en débiles Rusias, Chinas o territorios anglo­sajones aislados, con grandes dificultades para la conservación de su patrimonio común, cultural y económico. Las federaciones o imperios que han implosionado han sido sustituidos de forma rápida por otros mecanismos de integración política y económi­ca, como es el caso de la URSS. en lugar del Imperio ruso. reem­plazada, a su vez, por la Comunidad de Estados Independientes, entre Europa Oriental y Siberia; el Imperio británico por la commonwealth -literalmente «Patrimonio común» formado por una misma herencia cultural y material- y su «relación especial» con EUA; o el Imperio chino por la República Popular China, con sus 1400 millones de habitantes; todos ellos con gran influencia política y económica en el mundo actual. Esto no ocu­rrió cuando se desmembró la monarquía hispánica. Aquí la ten­dencia fue la profundización de la desintegración entre países y dentro de los países.

La realidad es que América no se independizó de España ni de Filipinas ni de Guinea: la comun idad hispanohablante, en su conjunto, se desintegró.3 Sin embargo, la geopolítica nos muestra -decía Methol Ferré- la trascendencia de los estados continentales para los pueblos continentales 4 -como Canadá, EUA, Rusia y China considerados por separado-, y las uniones continentales del tipo de la Unión Europea, la Unión Africana o el Tratado Rusia-China para la Cooperación, de Shanghái.

Por otro lado, las talasocracias, producto de la conexión entre rutas marítimas, comerciales, y posiciones estratégicas, como el Imperio Británico y sucesores, son otro sistema de re­laciones que domina el mundo. Es lo que fueron -además de Inglaterra-, Holanda, Portugal, España, Arabia, el este de África y Malasia. La comunidad hispanohablante cuenta con ambas po­sibilidades -tiene salida a más mares y océanos que cualquier otra-, pero, como factor subjetivo, por nuestra débil conciencia geopolítica, las hemos ido cediendo a las que ahora son grandes potencias.5 (...)

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2 Cfr. Roca Barea, Maria Elvira, Imperiofobia y leyenda negra. Editorial Si­ruela, Madrid, 2019. La pregunta ya se la planteaba Juan Bautista Alberdi en una memoria del 12 de noviembre de 1844: ¿qué impide la reunión de un congreso hispanoamericano? El diagnóstico era muy parecido al actual:
la desconfianza a las instituciones continentales. Todavía es un obstáculo, nos dice Peter Birle en «Muchas voces, ninguna voz. "Las dificultades de América Latina para convertirse en un verdadero actor internacional" en Nueva Sociedad, N.º 214, marzo-abril de 2008. www.nuso.org.
4 Cfr. Methol Ferré, Alberto, "Los Estados continentales y el Mercosur". Edi­torial Hum, 2013. La idea de "Estados continentales" es elaborada por el político y docente chileno Felipe Herrera (1922-1996), militante de la integración hispanoamericana, al escribir sobre Estado Nación Continental o Pueblos Continentes. En esto fue sucesor de Joaquín Edwards Bello, quien en 1925 publicó "Nacionalismo continental", y de Antenor Orrego, con "Pueblo continente", en 1937. Alberto Methol Ferré (1929-2009) toma y desarrolla la idea, que recoge desde su planteo.
5 Esto es muy claro en el caso de México, sucesor de Nueva España, con dominio sobre los actuales estados del sur y oeste de los EUA. el Caribe, Centroamérica, el océano Pacífico y una serie de puntos estratégicos en Asia, como Filipinas, que fue Capitanía del Virreinato. pero también en el caso del Río de la Plata, con dominio sobre el Atlántico Sur, hasta Guinea, la Patagonia e islas australes como Malvinas y la Antártida.

Indios, españoles y nuestramericanos. Con Mónica Nicoliello Ribeiro

viernes, 27 de junio de 2025

LIBRO "POR QUÉ EL FUTURO ES HISPANO": EL PODER GLOBAL DE LA HISPANIDAD A TRAVÉS DE LA POBLACIÓN, LA LENGUA Y EL CIBERESPACIO 🌍🌎 por CARLOS LEÁÑEZ ARISTIMUÑO


POR QUÉ 
EL FUTURO 
ES HISPANO

EL PODER GLOBAL DE LA HISPANIDAD 
A TRAVÉS DE LA POBLACIÓN, 
LA LENGUA Y EL CIBERESPACIO


La historia nos demuestra que hemos sido grandes. La realidad nos revela que podemos volver a serlo.
Quinientos millones de hispanohablantes, una lengua perfectamente equipada y un ciberespacio que anula fronteras conforman el trinomio que puede convertir al mundo hispánico en una potencia global del siglo XXI. Carlos Leáñez Aristimuño, uno de los más lúcidos pensadores del hispanismo actual, nos presenta en esta obra una visión audaz y realista del potencial escamoteado de la hispanidad y nos indica cómo activarlo.
Este libro explora con rigor las raíces de nuestra grandeza histórica y desmonta los relatos inhabilitantes que nos mantienen fragmentados e irresolutos. Analiza el papel fundamental de la lengua española como nuestro verdadero territorio común y revela el poder transformador del ciberespacio, que nos permite superar distancias y barreras para forjar una comunidad hispánica global.

«Carlos Leáñez Aristimuño es quizás la persona que más y mejor ha reflexionado sobre el español como herramienta de futuro para los quinientos millones de personas que lo hablamos, desde su uso en internet hasta la inteligencia artificial. Este libro recoge sus ideas y sus estudios, y nos invita a pensar en las inmensas posibilidades de nuestra lengua común. Si quiere saber por qué, este es el libro que necesita». María Elvira Roca Barea, autora de Imperiofobia y leyenda negra.

«En el pensamiento de Carlos Leáñez Aristimuño acerca de la hispanidad, siempre ha primado la esperanza. Atento al futuro, nos desvela en este libro que se está gestando algo mayor que nosotros. Léanlo».  José Luis López-Linares, director de Hispanoamérica, canto de vida y esperanza.

«Leáñez es una de las voces más incisivas y reputadas del panorama hispanista. Como profesor venezolano afincado en España, su detallado conocimiento de las dos orillas le permite vencer los complejos que suelen atenazar en nuestras elites académicas cualquier intento serio de defender lo obvio: la comunidad hispánica sería imparable a nivel global si administrásemos la lengua española sin complejos, con método, claridad de miras, recursos y un centro coordinador neto». Alberto G. Ibáñez, autor de El Sacro Imperio Romano Hispánico.

Prólogo 

Hispanidad: 
la lengua como eje de un futuro promisorio 

«Queda la lengua materna» 
Hannah Arendt (1964), respondiendo a Günter Gauss 
al preguntar este qué queda tras el horror nazi. 

«En Hispanoamérica somos víctimas de un relato que es completamente falso… ¡y muy peligroso!». Con esta frase, que resuena ya en la conciencia de muchos amantes de la Hispanidad, se inicia la película Hispanoamérica, canto de vida y esperanza, de José Luis López-Linares. Evidentemente, en esta decisión del director no hay ninguna casualidad. Con elegante precisión, la oración enuncia y condensa en sí misma la esencia de este magnífi co largometraje. La formulación, además, se ve potenciada con el efecto que ejercen la voz incisiva de su autor y la cadencia particular que este le imprime a sus palabras. En este sentido, es llamativo que el correlato visual ofrecido por López-Linares sea el de un río que se abre paso en medio de la jungla, conduciéndonos sigilosamente hacia lo remoto y lo desconocido. Desde el comienzo queda planteada así toda la gravedad del tema, mientras se siembra una profunda expectativa con respecto a lo que viene a continuación.

Puedo decir con orgullo que el autor de esa frase ya célebre es mi gran amigo, el profesor Carlos Leáñez Aristimuño. En ella se reconocen todos los rasgos característicos de su estilo particular, plasmado por igual a lo largo de sus textos y conferencias. Muchas veces he podido constatar el efecto que su estilo singular es capaz de ejercer ante nutridos auditorios. Carlos Leáñez sabe expresar lo profundo y signifi cativo con sencillez y brevedad, dotando de color y textura lo que de otro modo podría resultar árido y opaco. Se vale, para ello, no solo de un gran manejo de los tiempos y las pausas, del énfasis y del humor, sino también de un sabio uso de las metáforas y las vivencias personales. Detrás de esa panoplia de recursos discursivos subyace el hábito y el ojo experto del buen lingüista. Leáñez comprende a cabalidad el poder performativo que las palabras ejercen sobre los seres humanos y lo emplea con maestría. Acostumbra hurgar en cada vocablo, diseccionándolo para extraer de allí novedosas líneas de signifi cado. En otras palabras, analiza, refl exiona, piensa. Desarma y rearma los edifi cios lógicos sobre los que solemos discurrir de modo inadvertido. 

A partir de esa base, y mediante referencias constantes a vivencias concretas experimentadas en el mundo, nos plantea una nueva manera de entenderlo. De ahí ese eureka que muchas veces he visto refl ejarse en los rostros de quienes lo leen o escuchan; esa sensación de que ante ellos siempre hubo una realidad otra a la que previamente no habían tenido acceso. Pero nada son los conocimientos, capacidad y estilo personales si no cuentan con un objeto que fi je su atención, sin una pasión que los motorice. Los afectos más profundos han llevado a nuestro autor a concentrar sus talentos en el estudio, defensa y promoción de la Hispanidad. 

Desde su Venezuela natal, reconoce su hogar en cada rincón de ese inmenso continente que es la lengua española. Recordemos que, para los antiguos griegos, padres de la civilización occidental de la que la Hispanidad es una frondosa rama, la polis era aquel topos específico regido por un logos concreto; el territorio en el que la razón humana, materializada en palabras, le permite al ser humano levantar un universo dotado de sentido frente al caos exterior. 

En concordancia con lo anterior, Leáñez examina y defi ende la polis panhispánica desde los cimientos de su lengua común. De todos los pilares que han sustentado alguna vez la unidad panhispánica (la fe católica, la corona, las leyes comunes, la unión monetaria, etc.), la más profunda y enraizada de todas; la que mejor ha resistido los embates extranjeros y las pulsiones suicidas; la que ha preservado mejor la Hispanidad porque opera desde un estrato previo a la conciencia es la lengua española. Se ha mantenido allí, regularmente empleada pero en el fondo inaccesible para quienes, en vez de pensar, suelen discurrir a través de fórmulas importadas y prefabricadas (práctica asidua y recurrente, por desgracia, entre nuestras élites). 

La Hispanidad sigue siendo un hecho colosal, a menudo contra sí misma, gracias a su lengua; esa lengua que opera como una buena madre que vela por la vida de sus hijos aún inmaduros, inconscientes todavía del tesoro que en suerte heredan. 

Como hispanista devoto y lingüista consumado, Leáñez conoce, aprecia y se maneja con soltura en varias lenguas europeas, pero al mismo tiempo, sin que medie en ello contradicción alguna y precisamente por ello, defi ende la nuestra con pasión y fundamento. Así como su compatriota Andrés Bello —venezolano por nacimiento, chileno por adopción e hispanoamericano por herencia y convicción— se aferró a nuestra unidad lingüística como último e inexpugnable reducto para eludir la fragmentación total del imperio común, Leáñez propone ahora convertirla en el pilar para una ofensiva civilizacional. 

Una ofensiva que, tal como nos explica nuestro autor, solo será posible tras experimentar una necesaria anagnórisis; ese (re) conocimiento de sí, esa comprensión de la propia grandeza a la que solo podremos acceder al identifi carnos con la dimensión panhispánica que hoy custodia, de forma tan inadvertida como solitaria, el insólito vigor de nuestra lengua común. Anagnórisis que a su vez requiere la victoria de esa fuerza común sobre los pequeños intereses de élites parroquianas; los ánimos apocados  de quienes no han sido enseñados a pensar en grande; la ignorancia insulsa del idiota que vive ajeno a las dinámicas que lo dominan; y las agendas externas que operan sigilosamente al abrigo de la subordinación cultural disfrazada de prestigio social. 

Leáñez observa que esa reacción está en marcha, por etapas, a través de lo que llama la rebelión hispanista en curso. Una rebelión encabezada por un puñado de autores y divulgadores que, sin embargo, crece sin cesar, y que hoy afronta su oportunidad dorada, en un mundo en el que las principales distancias no son ya temporales ni geográfi cas, sino culturales e idiomáticas. En ese mundo nuevo que emerge con toda celeridad, dominado por las dinámicas que imponen la interconexión permanente y la inteligencia artifi cial, el continente de la lengua española enfrenta retos y oportunidades de las que solo saldrá airoso si la Hispanidad cobra plena conciencia de sí, y si se decide a plantarles cara unida, como bloque civilizacional fi rmemente articulado en torno a su lengua común. 

Es importante, además, señalar que Leáñez es un venezolano del último entresiglo. Su vida, como la de tantos compatriotas nuestros que a menudo dicen «venir del futuro», está marcada por el drama de la destrucción absurda y total a la que nos pueden arrastrar no las guerras, no los desastres naturales, sino las ideas aviesas y las voluntades torvas. Ideas y voluntades que en el seno de la Hispanidad suelen seguir, invariablemente y al pie de la letra, las patrañas forjadas al calor de la leyenda negra antiespañola. 
Siglos después, esas patrañas nos siguen arrastrando al odio pueril, a la vergüenza absurda, al acomplejamiento lacerante, injustifi cado y vengativo. 

La Venezuela de este primer cuarto de siglo es, por desgracia, una muestra de los desvíos y peligros que le aguardan a cada hispano, a la vuelta de la esquina, como no seamos todos capaces de rescatar una visión común y equilibrada de nuestro pasado, apta para entender quiénes somos en realidad y las enormes potencialidades que tenemos aún por desarrollar.

Leáñez forma parte de la vanguardia que avanza indetenible en ese rescate del hispanismo. Aporta elementos de juicio imprescindibles en un ámbito crucial como es el de la lengua, en el que ha venido refl exionando durante décadas. En este libro, y con su acostumbrada elocuencia, nos ofrece sus mejores recursos y argumentos para ayudarnos a comprender el hecho inmenso de la Hispanidad, el valor colosal de su lengua común, la naturaleza de los retos que afrontamos en el mundo de hoy, y las grandes oportunidades que podemos aprovechar si nos decidimos a actuar conjuntamente. Y lo hace con el mayor de los optimismos. Para Leáñez, el futuro es hispano porque entiende y confía en el potencial gigantesco de la lengua española. 

En ese gran buque que es nuestra realidad panhispánica, la lengua lo es hoy casi todo. Es casco que contiene; velamen que se hincha y propulsa; mástil que sostiene las velas, y timón que marca la dirección. Solo hacen falta tripulación y gobierno dotados de ánimo y visión, con el corazón henchido de bravura y ambición, dispuestos a emprender una travesía que los lleve a descubrir y levantar nuevos continentes. Sopla el viento de popa. Es hora de soltar lastre y cortar amarras. 

Miguel Ángel Martínez Meucci
Madrid, 16 de marzo de 2025 

* Dr. en Conflicto Político y Procesos de Pacificación 
por la Universidad Complutense de Madrid. 
Politólogo y consultor político, ha sido profesor 
en diversas universidades de Hispanoamérica.

Nosotros, los hispanos 

A finales de los setenta del siglo pasado vivía yo en Alemania, en la primorosa ciudad de Friburgo de Brisgovia, lejos de mi Caracas natal. Todos los días almorzaba en el muy funcional e industrial comedor universitario. Una vez depositada la bandeja sobre la cinta transportadora que llevaba platos y cubiertos a un lavado automático fascinante, se abría para los estudiantes una bifurcación: cafetería o salida. 

Con frecuencia optaba por la primera. Era una cafetería bulliciosa, grande, informal y llena de humo de cigarrillos. La mayoría de la gente —alemanes— estaba en mesas aisladas o en la barra. Pero, hacia un extremo, había casi siempre un reagrupamiento de mesas y sillas del que emanaban carcajadas, apiñamiento, voz alta, mucho contacto físico. Allí había de todo —mexicanos, uruguayos, peruanos, españoles, colombianos…— con tal de que hablase español. Era un recodo de afecto, solidaridad, nostalgias y una suerte de ejercicio constante de comparaciones en donde con frecuencia el tema era la sorpresa que nos causaba el modo de ser alemán. 

Es decir, ellos, una cosa; nosotros, otra. Ellos, los alemanes; nosotros, los hispanos. Cuando estamos ante los otros, como en esa cafetería alemana, queda claro que somos un nosotros; cuando estamos entre nosotros, queda claro que somos argentinos, salvadoreños, venezolanos; cuando estamos entre venezolanos, queda claro que somos orientales, maracuchos, andinos, caraqueños; cuando estamos entre caraqueños… y así podemos subdividir adscripciones hasta llegar a cada individuo en concreto. 

Cada persona se mueve a todos los niveles, desde la humanidad, que a todos nos contiene, hasta, pasando por toda una serie de instancias intermedias, su individualidad irreductible. Pero la humanidad no es un idílico paraíso: es un terreno de tensiones en el que grupos y entidades de todo tipo se despliegan para ser más poderosos que otros, buscando con frecuencia dominar, o peor, eliminar a los otros. 

Es decir, la hispánica mesa de la cafetería en Alemania, esa casa grande común, podría desaparecer a manos de esos grupos. Cabe entonces preguntarse: ¿podemos los hispanohablantes en modo archipiélago hacer frente a los retos de la globalización sin correr el riesgo de que nuestros rasgos se evaporen, sin que, dolorosamente, veamos cómo se desfigura nuestra lengua, se desdibujan nuestras costumbres, se alejan los referentes de todo tipo que articulan nuestras vidas? Separados nunca. 

Debemos arrimarnos al más grande paraguas común disponible —el nosotros de la mesa en Alemania— para ser fuertes ante los gigantes e impedirles que sigan condicionando el timón de nuestra nave, manteniéndonos en coordenadas de fragmentación, subordinación y alienación; arrinconándonos en una periferia de hostelería, materias primas y maquila. 

Por encima de cada uno de nuestros países y antes de diluirnos en la humanidad toda, está nuestro nivel óptimo de inserción en el mundo: la civilización hispánica. Óptimo porque en él estamos ante un grupo inmenso —500 millones— con rasgos básicos comunes absolutamente tangibles —lengua española, historia y tradiciones compartidas, una cultura de base católica— que crean unas coordenadas —específicas y comunes— lingüísticas, religiosas, políticas, familiares y relacionales que generan una manera distinta de estar en el mundo. Dada la potencia que implica nuestro gigantesco tamaño y extraordinario legado cultural, si logramos reajustarnos y operar razonablemente unidos ante el mundo, podemos encontrarnos entre las culturas que generan lo nuevo y se adaptan a los cambios sin perder su rostro en el camino. Pero los hispanohablantes vivimos sumidos en relatos inhabilitantes que —desde comienzos del siglo XIX y hasta hoy—nos mantienen irresolutos, desatinados y claramente dispersos. Y no solo eso: a coro con el resto de Occidente, ha cundido también entre nosotros, ya en el siglo XXI, una posmodernidad gaseosa y nihilista alérgica a todo lo que huela a grandeza. La plaza del pueblo y la subjetividad radical parecen ser los nuevos —y únicos— horizontes lícitos e imaginables. 

Pero surgen en el horizonte signos robustos que envían señales de detección, tanto de los relatos inhabilitantes, como del nihilismo. También de sus lamentables consecuencias. Lo que antes era vivido como una condición real permanente es hoy percibido por muchos como una condicionante improbable e inducida que puede —y debe— ser combatida. Y, en efecto, lo está siendo: ha surgido una auténtica rebelión de hispanistas, divulgadores, escritores, documentalistas, asociaciones, yutuberos y otros que está generando un contraflujo de opinión que mucho nos ocupará en las líneas siguientes. No, no somos estandartes de la maldad, el atraso y la irracionalidad. Los hispanos somos esa porción de Occidente que, de verse a sí misma con nitidez, será clave para proponer una alternativa civilizacional que supere los darwinismos, nihilismos, colectivismos, relativismos, totalitarismos y fundamentalismos que arrinconan al mundo. Hemos simplemente de, por un lado, reconectar —actualizándola— con nuestra grandeza histórica olvidada de amplísimos horizontes y ejecutorias, y, por otro lado, percibir cabalmente nuestro increíble potencial actual, hoy desperdiciado. 

Pasaremos entonces de la periferia al centro, de la subordinación al liderazgo, del victimismo al protagonismo, de la impotencia a la fuerza, de la dispersión a la unidad, de la alienación a la autenticidad, de la vergüenza al orgullo, del resentimiento a la gratitud. La plenitud hispana es factible como nunca antes y es lo que busca hacer evidente este libro. 
El futuro será hispano.

Por qué el futuro es hispano. Con Carlos Leáñez Aristimuño

De Tierra de Fuego 🔥 hasta Alaska ❄️ nuestra raíz es hispana. 
Un adelanto de 🎥 WE THE HISPANOS, 
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domingo, 25 de mayo de 2025

"EL COLAPSO DE OCCIDENTE ES INMINENTE" por STEFNO ABBATE 💥


LA COMUNIDAD GNÓSTICA:
UNA LECTURA DE 
LA POSMODERNIDAD



Stefano Abbate
Universitat Abat Oliba CEU
En esta investigación se aplica el patrón gnóstico para entender algunos fenómenos de la posmodernidad. En la línea de Hans Jonas y Eric Voegelin, se pretende dar una interpretación de los cambios que se están produciendo a nivel antropológico y social a través de la ruptura gnóstica con la realidad y la naturaleza; del dualismo entre cuerpo y alma; de la impermeabilidad intelectual; de la recreación onírica de la realidad; de la prohibición de preguntar; y de la creación de nuevos tabúes. Especialmente, la investigación se centra en el concepto de desarraigo (Heidegger) y una posible reconstrucción de una “comunidad en la sociedad” (Agamben).
1. Introducción

La pérdida de la comunidad es uno de los efectos más evidentes del contexto posmoderno. Siendo la comunidad el lugar en el cual el hombre socializa e introyecta el significado de su misma existencia, la pérdida de esta referencia no puede no crear una desorientación acuciante e imposible de sobrellevar sin una recreación artificial. Al no poder vivir sin comunidad, la imperiosa necesidad de obtener significado del mundo exterior pone en marcha una serie de mecanismos de huida y de defensa que a modo compulsivo tratan de ofrecer un atisbo de la realidad perdida. 

Cuando Aristóteles afirmaba que aquel que no vivía en comunidad era un ángel o una bestia2, no solamente había que entenderlo en el sentido de que lo propio del hombre era la vida comunitaria, sino que, en un contexto de desmoronamiento de la civilización y de los lazos humanos, el hombre debe comenzar a bestializarse para poder sobrevivir a aquello que es lo propiamente suyo. La insensibilidad o la distancia con el otro, como si este fuera algo distinto de nosotros en su absoluta atomización, se convierte en un rasgo típico del hombre bestializado. 

Si la comunidad es el reconocimiento de una alteridad capaz de diálogo y vida en común, la comunidad actual parece desvanecerse bajo el peso de una inmunidad que ya ha sobrepasado el punto de no retorno3. La reciente crisis pandémica y su carga de inmunidad frente al otro, así como el distanciamiento social como medida de vida pública, parecen haber resquebrajado los últimos vestigios de una vida en común. La reducción de la vida comunitaria a un conjunto de solipsismos narcisistas nos introduce a un desorden que es principalmente, como enseña Voegelin, “una enfermedad en la psique de sus miembros”4 hasta la destrucción de su alma. Esta experiencia vital no deja de ser una vivencia inmediata del caos. 

La fundación de una comunidad política es una cierta reedición del acto de la creación: para el hombre habitar un lugar significa extraerlo del caos de la vastedad material del universo e instalándose en él “lo trasforma simbólicamente en cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía”5. 

Vivir en la comunidad es entonces hacer propio el mundo, consagrarlo y repetir un acto que se asemeja a un nuevo nacimiento del mundo, pues lo que era ya no es y de lo oculto de la informidad se ha pasado a la realidad de la forma. Esta nueva creación es así portadora de un microcosmo de orden frente a “la inmensidad informe de los deseos humanos en conflicto”6 y ofrece un refugio en el cual el hombre encuentra sentido a las cosas. En esta línea, la posmodernidad es el fracaso de habitar un lugar, pues el orden ha sido dinamitado por un nihilismo agónico y cínico. 

La comunidad política es así sustituida por no-lugares, “un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico”7 y que la red de internet ha trasladado a una dimensión aún más etérea e informe. La pérdida de este refugio conduce a una visión del mundo no solamente desencantada, en el sentido de la reducción del mundo a mera vastedad asimbólica, sino también a una creciente vivencia angustiosa de la existencia que se presenta como una violencia hacia el ser. 

Vivir en un medio que no comunica nada a nuestra experiencia vital y que si lo hace es solamente para manifestar su más obscena indiferencia nos introduce en lo que podemos denominar “patrón gnóstico”8, es decir, en la reedición de una antigua herejía del primer siglo del cristianismo como subyacente a las trasformaciones de la posmodernidad. Puede parecer arriesgado usar una categoría como la gnosis para explicar un contexto aparentemente secularizado y postcristiano. 

Sin embargo, como señala Eliade: La gran mayoría de los ‘sin religión’ no se han liberado, propiamente hablando, de los comportamientos religiosos, de las teologías y mitologías. [...] El proceso de desacralización de la existencia humana ha desembocado más de una vez en formas híbridas de magia ínfima y de religiosidad simiesca9. La pérdida de la comunidad en la posmodernidad puede entenderse mejor en el contexto de una revolución gnóstica que corroe la existencia como orden cósmico y promete una liberación de un mundo que ella misma ha empujado hacia el caos, pues se ha convertido, en su entereza, en un no-lugar. 

2. La trasformación de la comunidad por la revolución gnóstica 

La persistencia de las ideas gnósticas en el pensamiento contemporáneo ha sido estudiada en profundidad por varios autores10. Las extrañas elaboraciones mitológicas de esta doctrina, que cobra fuerza con el origen del cristianismo, suponen una dificultad añadida a la dificultad metodológica de relacionar fenómenos tan lejanos en el tiempo como la gnosis y la modernidad y la posmodernidad. Sin embargo, una serie de constantes de esta doctrina11 permite ofrecer un patrón suficientemente homogéneo y sólido para rastrear su presencia en el pensamiento contemporáneo. Para nuestro estudio acerca de la comunidad posmoderna, la gnosis nos da un marco de comprensión de algunos fenómenos que caracterizan el tipo de vida que se desarrolla en esta. 

La gnosis, en este sentido, ofrece una cosmovisión esencialmente desgraciada que tiene cierto parecido con la posmodernidad. A través del testimonio de San Ireneo de Lyon y de los textos descubiertos en el siglo pasado en NagHammadi, se puede reconstruir un patrón gnóstico. Según la gnosis, la vida sobre la tierra es un exilio involuntario que está marcado por la experiencia de no ser parte de este mundo. La autopercepción revela que, en realidad, no hay participación alguna con la esencia del mundo exterior y la vida en común adquiere por tanto un rasgo más bien iniciático y de desafío a la estructura del mundo. 

El comienzo de todo camino gnóstico es la comprensión prerracional, intuitiva e imaginativa de un sí-mismo como radicalmente distinto a la estructura natural, psíquica y normativa del mundo exterior. A tal punto llega su sentimiento de extrañeza con respecto al medio que habita que la vida en la carne se concibe como radicalmente injusta y obra de un engaño cósmico. La vida es así un destierro y la angustia existencial permea los actos y las vivencias del gnóstico pues este ya es lo que debería ser y, sin embargo, su lugar en el mundo manifiesta continuamente una disonancia insanable. Encerrado en su comprensión superior que no encuentra salida ni comprensión en el saeculum presente, tiene que liberarse gradualmente de las ataduras que le vinculan al mundo. La relación con el cuerpo, la vida psíquica, la conciencia moral, las normas de comportamiento establecidas resultan una carga para quien ha entendido que no pertenece al orden ontológico presente. 

Esta experiencia tiene un cierto semblante al carácter de desarraigo de la posmodernidad que anteriormente se ha descrito. La imposibilidad de habitar un lugar engendra, a través de la angustia y la desnormativización propia de la vivencia gnóstica, la irrefrenable necesidad de modificar el mundo que no se habita. La comunidad gnóstica comparte con la comunidad posmoderna, por un lado, la angustia vivencial y, por el otro, la necesidad de modificar el mundo para que llegue a convertirse en un lugar habitable. Para este cometido, el mundo ya no debe guardar relación alguna con el mundo anterior y debe conformarse a la interioridad insondable y superior del sujeto gnóstico. 

A partir de aquí podemos entender mejor lo que explica Voegelin acerca de la “revolución gnóstica” y de cómo esta plasma una nueva comunidad en orden a su transformación12. 

El paradigma usado por el filósofo alemán se centra en la revolución puritana y puede ser posteriormente aplicado a otras revoluciones de carácter gnóstico. La creación de una comunidad gnóstica revolucionaria tiene como punto de partida la elección de una “causa”, una motivación para entrar en la acción transformativa del mundo y llamar así a la multitud a fijar su atención en ese aspecto concreto de la realidad. La “causa” tiene un doble poder: por un lado, congrega a la multitud y le da un principio de unidad; por el otro, crea una conciencia del mal del mundo a través de la individuación de la causa. En un contexto decadente, una causa proporciona un objetivo y la sensación de estar haciendo algo útil para cambiar la propia condición de malestar. El mundo posmoderno tiene ciertamente sus causas: el ecologismo, la cuestión de género, la inmigración, el progreso tecnocientífico, el animalismo, el veganismo y un largo etcétera. Cada causa conlleva una serie de críticas a los males que afectan a la sociedad que acrecientan el sentido de pertenencia a un grupo social y de integridad moral por experimentar la necesidad de la causa que se defiende con tanto ahínco. Los líderes, influencers, activistas de diferentes causas dedican sus vidas al progreso de estas y difunden la idea, entre sus oyentes, de ser personas profundamente nobles e intachables porque solo personas muy magnánimas pueden indignarse con tanta virulencia por la causa. 

Esta nueva comunidad unida por la causa y que pretende solucionar el malestar angustioso del individuo (y, más en general, con el mundo) necesita codificar su doctrina, simplificarla para que las grandes masas puedan sentirla como propia y comenzar así a propagar la idea sutil de que la razón de semejante intuición es fruto de una superioridad de los integrantes, de una iluminación de que los demás no pueden participar. Los argumentos racionales pueden llegar a mermar hasta el rechazo completo de la realidad y del sentido común. Ante la iluminación de los partidarios a la causa no hay argumento posible, dado que se trata de un proceso íntimo de reconocimiento de sí sin mediación racional. 

Por esta razón, las identidades posmodernas se presentan, no solamente a modo líquido, sino de una forma eminentemente prerracional, sin necesidad de una justificación moral o lógica. Para moldear y reforzar esta pertenencia se necesitan otros dos factores: el primero es la síntesis de la nueva causa en un argumentario básico que hoy podemos reencontrar en eslóganes o símbolos accesibles en las marcas de ropa, en los tatuajes, banderas o cualquier otro signo distintivo que remita inmediatamente al significado sintetizado; el segundo es la aparición de un “caudillo”, que cohesiona y dirige simbólicamente a la nueva comunidad. A partir de aquí el proceso de impermeabilización de la nueva comunidad queda completado. El mundo, a modo maniqueo, se ha dividido entre la nueva comunidad y los otros hombres con su antiguo modo de vivir. Se instaura la lógica del nosotros contra ellos, de los que han alcanzado un estado de tal superioridad que ya no necesitan de la vida en común con los otros. De hecho, progresivamente la comunidad antigua en todas sus formas (política, cultural, histórica y social) pasa a ser culpabilizada de la situación actual y se requiere su demolición para un nuevo inicio. 

Una dinámica victimaria se apodera de la sociedad: la presencia de los otros, su mera existencia, se percibe como una amenaza vital para el nuevo mundo naciente. Los nuevos gnósticos son víctimas y perciben la existencia de la comunidad antigua como una amenaza que necesitan impugnar, culpabilizándola del mal del tiempo presente. Al mismo tiempo, la víctima se convierte en verdugo que justifica el linchamiento del chivo expiatorio, que termina por coincidir con cualquier referencia, sobre todo simbólica, de la antigua comunidad y su antiguo modo de ser. 

La nueva comunidad ya vive en su sistema cerrado de creencias y es imposible romper su nuevo ambiente social a través de la persuasión. Para sortear la dificultad de mantener la simplificación dualista del mundo en medio de la complejidad de la contingencia, la revolución gnóstica se sirve de dos elementos fundamentales para su apuntalamiento. 

El primero es lo que Voegelin denomina “koran”13, una codificación de la verdad compartida, una interpretación dogmática del mundo que puede ser contenida en un libro, un documento o un estudio científico. Esta transcripción de la verdad desactiva el mecanismo de la crítica. Resulta imposible poder abrir una grieta en ese dique infranqueable en el que se ha convertido la explicación de toda la realidad. Esta realidad es filtrada por el tamiz de la nueva cosmovisión por la cual todo puede ser explicado y puede contar con la censura voluntaria de sus seguidores. 

En la reciente historia, esta función fue desarrollada, según el contexto, por la dialéctica opresor-oprimido, por la exaltación de la raza, por el determinismo histórico o por el surgimiento de la nación. El segundo elemento señalado por Voegelin, vinculado al primero, es el “tabú”14, es decir, la proscripción de pensar y preguntar a través de los instrumentos críticos. La consecuencia más directa del tabú es controlar el diálogo público, y en la sociedad moderna, según Voegelin, se ha visto en los medios de comunicación y en la educación. En definitiva, la revolución gnóstica compacta la sociedad a modo esclerótico, creando una distancia insalvable con la realidad y reconstruyendo a modo artificial los vínculos entre los miembros de la comunidad. 

Así como la gnosis se presentó como la “sombra maligna”15 del cristianismo, así la comunidad gnóstica es un simulacro de una sociedad sana. Aparenta unidad, pero en el fondo ha destruido los vínculos naturales entre las personas y la realidad. La causa con la cual se dio comienzo a la revolución gnóstica, en verdad, escondía la insatisfacción general con la vida en el mundo. La causa era solo una excusa para aquellos que experimentaban ya en su interior la distancia con un mundo injusto. Ciertamente, el malestar interior se exterioriza a través de una causa, pero la disociación que se alberga es de carácter vital y tiene que ver con sentirse otro respecto al medio que se habita. 

3. Gnosis y desarraigo: “estar en línea” 

La comunidad gnóstica percibe su presencia en el mundo como un destierro injusto. La experiencia de este destierro marca la vida de esta nueva comunidad y coincide en cierto modo con la experiencia vital de la posmodernidad. A tal respecto, a partir de su reflexión sobre el olvido del ser, Heidegger afirma que el “desterramiento deviene un destino universal”16. La experiencia de un mundo hostil y sin respuestas reduce progresivamente los vínculos con la realidad y produce la sensación de estar arrojados a la existencia17. 

La posmodernidad nace de la conciencia de que en un mundo desencantado ya no hay grandes relatos18 para enmascarar la realidad. No existe nada en el mundo que pueda ofrecer una mínima analogía con lo que se experimenta internamente y tampoco existe el engaño de las narrativas que hasta el momento han intentado ordenar la vida con un sentido. Estos son los grandes relatos que han permitido a la modernidad filosófica mover grandes masas hacia la revolución y que en la posmodernidad se evaporan. Ningún lugar (ni físico ni simbólico) es habitable para la experiencia gnóstica. Tanto la realidad inmediata como el espacio simbólico y cultural se tornan ajenos a la propia vida. Delante de la destrucción de toda capacidad de analogía con el mundo, el hombre experimenta el universo simplemente a través de su magnitud intimidatoria, como un cosmos que asusta por su inmensidad sin sentido y que a la vez manifiesta una suma indiferencia —si no hostilidad— con respecto a las aspiraciones humanas19. 

En este silencio pavoroso emerge la conciencia radicalmente distinta del gnóstico, el cual “incluso cuando es aplastado, es consciente de ser aplastado”20, a diferencia de la materia que habita el mundo. Esta situación de no poderse sentir parte del kosmos conduce al desarraigo, a la imposibilidad de formar parte física y simbólicamente del mundo que se habita. Se ha roto irremediablemente la pertenencia analógica con la realidad y se pierde la capacidad de un arraigo en el kosmos, como explica Simone Weil: 
Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro. 

Participación natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de que forma parte naturalmente21. La comunidad gnóstica niega por principio cualquier tipo de arraigo. 

La “participación real” en la colectividad se ha truncado irremediablemente, dado que constituye un engaño que justifica la vida según las categorías actuales. La cultura y la tradición no dejan de ser una mentira que se transmite de generación en generación. Para que un mundo nuevo tenga comienzo, las raíces deben ser amputadas; solamente así el mundo puede ser reconstruido y liberado del engaño. En este sentido, la comunidad gnóstica está asentada sobre un profundo nihilismo. Fue Jonas, al entender con claridad este trasfondo nihilista del gnosticismo, quien lo resumiría en la fórmula “el Dios del cosmos ha muerto”22. Es decir, no existe ya ningún valor en el mundo que pueda comunicarse y, desde las profundidades del caos, el pneuma gnóstico se atribuye la misión recreadora de la realidad. 

Es esta la línea de Jünger que Heidegger interpretó como el “ámbito del nihilismo consumado” que es el “meridiano cero [...] que apunta a la nada”23 y que, citando a Nietzsche, constituye el proceso de la devaluación de los supremos valores. La comunidad gnóstica necesita hacer un gran reseteo para poder habitar el mundo. El pasado, la tradición, la cultura, la religión, el sistema de valores no son más que la perpetuación de una injusticia. Siendo una enmienda a la totalidad del ser, la comunidad gnóstica experimenta el desarraigo en su máximo potencial. Es así como “la pérdida de significados en estos campos origina un conjunto de incomprensiones que la gente no puede soportar, y acucian, con carácter de urgencia, a la búsqueda de nuevos significados”24. 

Estos nuevos significados son las recreaciones oníricas que la revolución gnóstica pone en marcha con su revolución. La percepción de la propia presencia en el mundo debe ser continuamente paliada por la violencia hacia cualquier atisbo del mundo simbólico anterior y someterlo a la propia voluntad. Pero “el mundo, tal y como nos ha sido prescrito, no está bajo la voluntad del hombre” y, para que esto le parezca posible, el gnóstico “tiene que construir una imagen del mismo en la que se supriman todos los caracteres de la estructuración de la existencia que pudiesen demostrar que el programa es absurdo y estéril”25. 

Ahora se comprende mejor la tarea de la comunidad gnóstica: al haberse lanzado más allá de la “línea” y a causa del desarraigo existencial que perciben, experimentan la necesidad de eliminar todo lo que pueda presentarse ante sus ojos como una posibilidad de arraigo. Por esta razón, “el desarraigo es de lejos la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas, pues se multiplica a sí mismo”26 y puede decantarse tanto por una “inercia del alma” como por “una actividad tendente siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, a quienes aún no lo están o lo están solo en parte”27. A más desarraigo, más violencia; a más violencia, más desarraigo. 

El bucle gnóstico es una espiral que conduce a la destrucción del mundo para terminar con la falta de sentido que produce el desarraigo. Aunque el nuevo mundo que se quiera habitar solamente exista en la fantasía de la dimensión onírica, la violencia se ejerce sobre un mundo que debe ser destruido. Se asiste a la agonía de la comunidad28 porque han sido dinamitados los lazos simbólicos con el mundo y la falta de sentido por el desarraigo desemboca en un intento desesperado de eliminar el mundo y trasladar la fantasía a la realidad. En la terminología de Toynbee, estaríamos delante de la desintegración de la civilización como reflejo de un cisma en el alma, de una grieta espiritual que emerge en la superficie de las sociedades. 

Este cisma, de modo parecido a la intuición de Simone Weil, puede declinarse en forma de abandono o de autocontrol. En el segundo caso, se trata de dominar la naturaleza dado que esta “no es la fuente de la creación sino su ruina”29. 

La comunidad gnóstica puede reaccionar al desarraigo de dos maneras distintas: la primera, a través de un rechazo a ser introducida en los mecanismos sociales y culturales vigentes, refugiándose en todo tipo de fuga mundi que haga patente la desconexión con el medio en el cual se vive; la segunda, en cambio, mediante una violencia directa contra el orden natural para dominarlo y recrearlo a imagen y semejanza del pneuma interior. En ambos casos, se deja e habitar el lugar porque no pudo ser “cosmizado”30, que es el proceso por el cual un espacio deja de ser expresión del caos y pasa a ser “nuestro mundo”. 

El mecanismo con el cual el hombre habita un lugar diferenciándolo de otro que es indistinguible, caótico y que para el gnóstico comunicaría solamente magnitud, es la consagración: Al ocuparlo y, sobre todo, al instalarse en él, el hombre lo transforma simbólicamente en cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía. Lo que ha de convertirse en «nuestro mundo» tiene que haber sido «creado» previamente, y toda creación tiene un modelo ejemplar: la creación del universo por los dioses. Pero el gnóstico ha roto la relación con la naturaleza y el Dios creador, no puede repetir la cosmogonía y ningún lugar puede ser suyo. La creación ha sido la mayor desgracia; su repetición es perpetuar el hechizo que condena al gnóstico. El mundo es desarraigo y no hay manera de habitarlo. 

4. Fenomenología de la comunidad gnóstica en la posmodernidad 

Ahora podemos comprender mejor una serie de elementos de la sociedad posmoderna asimilables al desarraigo producido por la revolución gnóstica. La tipología del nuevo desarraigado posmoderno se encuentra bien descrita por López Mondéjar bajo la denominación de “sujeto posmoderno”: 
Los individuos contemporáneos se adhieren al sentimiento de omnipotencia que facilita la tecnología para luchar contra los sentimientos de impotencia que produce la incertidumbre de la sociedad actual [...]. 

Expuestos al dolor inconmensurable del mundo, y sin poder hacer nada por evitar ese dolor, la impotencia es el sentimiento que se desprende de esta situación31. Para escapar de la propia vulnerabilidad causada por la pérdida del refugio que la comunidad política ofrece tradicionalmente a nivel simbólico, el sujeto posmoderno construye un “falso self”, apoyado sobre una “invulnerabilidad ilusoria” que esconde su ser “invertebrado”32. Como señala Voegelin, para esta tipología de persona invertebrada y desarraigada en su construcción simbólica, la recreación del mundo es más una cuestión de satisfacción de la fantasía que un dominio sobre la existencia. En general, la estructura de la existencia sigue siendo la misma, “fuera del alcance de las ansias de poder del pensador”33 y es irreformable. 

En este contexto, se insertan las varias ofertas simbólicas de la posmodernidad que se erigen en nuevos elementos vertebradores de la vida comunitaria. El movimiento que quizás encarna con más claridad la negación de la realidad y el intento de recreación es lo que se ha venido llamando movimiento woke, que entre sus manifestaciones más llamativas cuenta con estas: El derribo de estatuas; la quema de libros de Astérix, Tintín o Lucky Luke; el sándwich LGTB de Marks & Spencer; las matemáticas con perspectiva de género; el pulso entre Disney y el gobernador de Florida, Ron De Santis, por la ley conocida como «No digas gay»; o el cómic protagonizado por el hijo de Superman, un joven de 17 años que «lucha contra el cambio climático, participa en protestas contra la deportación de refugiados y es bisexual [...]. Como se intuye por estos ejemplos, la revuelta woke no va solo de luchar contra el racismo. Hay otras causas de por medio. Así, BLM combate la injusticia racial, pero también todo aquello que considera una fuente de opresión: la heteronormatividad, el «privilegio cisgénero», el modelo de familia nuclear, el capitalismo, etc.34 

Como se ha visto anteriormente, el movimiento woke cumple prácticamente todos los requisitos de una revolución gnóstica, incluyendo la necesidad de excluir cualquier herramienta crítica o de disensión que pueda poner en duda la recreación fantasiosa de la realidad. En este sentido, la corrección política actúa como un tabú de vigilancia permanente contra cualquier intento de pensar con categorías consideradas obsoletas, vejatorias y últimamente ilegales. Del mismo modo, el koran que describe Voegelin se puede adaptar con facilidad a la cultura de la cancelación que se promueve desde el movimiento woke y que incluye la reelaboración de la historia (si no su misma cancelación de los libros de historia) y la “cancelación total o parcial, de numerosas obras, afectando a autores clásicos como Platón, Aristóteles, Kant, Dante, Shakespeare, etc.”35. 

El odio al pasado es una condición para un nuevo futuro. El pasado persigue a la comunidad gnóstica recordando los fracasos de las anteriores revoluciones. Además, es el vínculo con las generaciones anteriores que han aceptado la realidad y han pactado con ella asumiendo el destino humano de finitud. Pero, más aún, el pasado es un espejo que posibilita el fracaso revolucionario porque no se despega del presente y mantiene la comunidad unida al mundo anterior. Una nueva creación requiere una nueva generación de vida que se desvincule de los lazos históricos sociales y personales. Solamente si se afirma que lo anterior fue equivocado se crea un espacio para la causa de la revolución gnóstica que ofrece significado a la existencia “invertebrada”. 

La nueva comunidad se funda así sobre una recusación del pasado y una negación de cualquier tipo de orden normativo. Esta negación alcanza también al orden biológico, en pos de la fluidez sexual, lo queer y lo trans. La necesidad de ir “más allá” encuentra una manifestación en la fantasía de hibridación del cuerpo humano con la técnica. Como signo de esta hibridación, el cuerpo se hace maleable y transformable y se convierte en testigo de la nueva naturaleza pneumática que se ha alcanzado. Como señalaba Weil, la violencia hacia el orden de la realidad genera más desarraigo. 

La nueva comunidad gnóstica gestiona la angustia de un mundo en el cual ya no puede reconocerse a través del ensueño del tecno-gnosticismo, la nueva sexualidad fluida y la trasformación del cuerpo. Como señala Braidotti, el horizonte de liberación de lo humano coincide con la realización comunitaria del pneuma interior que destruye todo tipo de vínculos para recrearlos en forma de interconexión virtual a través del flujo de datos. Se asoma así una comunidad nómada, incapaz de asentarse sobre nada estable o previo a la iluminación que ha alcanzado: 
Desvinculada de la linealidad cronológica y la fuerza gravitacional logocéntrica, la memoria, en la modalidad nómada posthumana, es la reivindicación activa de un sujeto felizmente discontinuo, entendido como opuesto al ser tristemente autosuficiente. 

[...] Éste es un proceso que invita a la reflexión, a través del cual el sujeto cognoscente se libera de la visión normativa dominante del ego, al cual se ha habituado, para evolucionar hacia un contexto de referencia posthumano. Abandonando, de una vez por todas, el cuadro vitruviano, el sujeto se vuelve relacional, de una manera compleja que lo conecta de nuevo con los múltiples otros.36. 

El nomadismo es el signo de este proceso de desarraigo incesante que está vinculado al activismo desenfrenado que busca una salida a la angustia del mundo hostil. Maffesoli ha denominado este neonomadismo como un vagabundeo capaz de ofrecer creatividad inclusive en la posmodernidad37 y es una actitud que “se expresa desde la búsqueda incesante de tribus urbanas a las que adherirse, el deambular interminable por internet, el vagabundeo por las calles y los centros comerciales, los deportes de aventura o la búsqueda de una sexualidad cambiante y diversa”38. Esta tendencia errática y discontinua ha sido acelerada y ampliada por la experiencia de la pandemia de la Covid-19, que ha socavado los vínculos sociales en la medida que ha vinculado la pertenencia a la comunidad política a través de la contagiosidad del cuerpo. 

Los lazos sociales se han deshecho y virtualizado, se han hecho etéreos al prescindir del cuerpo y de los rostros para ser sustituidos por la pantalla y los datos. La misma ciencia se ha convertido en el único vínculo de la nueva comunidad, iluminada por los expertos y los médicos. Esta nueva comunidad, al haber perdido los rituales como “procesos de incorporación y escenificaciones corpóreas”39, alejando de sí la interacción social para la comprensión simbólica del mundo que se habita, produce una “comunicación sin comunidad”40 donde solo aparentemente hay vida comunitaria. Se reproduce incesantemente, en cambio, un discurso autorreferencial sobre el nuevo mundo, a modo de espectáculo, que Debord definía como “el discurso ininterrumpido que el orden presente hace sobre sí mismo”41. 

5. Una (posible) solución a modo de cierre 

Cabe preguntarse cómo poder superar la tendencia gnóstica de la comunidad posmoderna y qué tipo de remedios se pueden proponer. Abrir una fisura en la impermeabilidad de este tipo de comunidad resulta una hazaña heroica. Al no poderse apelar a la razón, al sentido común y al pensamiento crítico, todo tipo de intento para revertir el hechizo gnóstico naufraga irremediablemente. El fracaso inevitable de la causa gnóstica puede coincidir con la aniquilación no solamente de la comunidad misma sino del mundo que se habita: es el derribo de una civilización. 

El papel central que tiene la fantasía en este proceso revolucionario impide ver el avance del derribo y contemplar la destrucción que se genera. Si se hace imposible revertir un proceso que parece destinado a ejercer una cantidad creciente de violencia hasta el propio suicido, se plantea la posibilidad de una disidencia vertebrada sobre el principio de realidad que mantenga una relación con el mundo fundada sobre la gratuidad y la verdad de las cosas. Esta disidencia conlleva inevitablemente un coste, pues la violencia de la revolución gnóstica ha encontrado otras formas de mantener el tabú y el koran, como por ejemplo el linchamiento mediático, la corrección política en los medios de comunicación y las palancas del derecho penal42. 

Esta disidencia podría seguir manteniendo una comunidad con vida y ejercer la función de refugio propia de una comunidad, como indicaba Voegelin, aunque el macrocosmos colapse. La dificultad de este planteamiento consiste en seguir viviendo en un entorno de completa aniquilación y de histeria colectiva y conseguir mantener al margen de este proceso la cordura y la sensatez para conservar una comunidad viva y solidaria. En los meses más difíciles de la gestión pandémica, Agamben ha indicado un camino: 
“Los disidentes deben pensar en crear algo así como una sociedad en la sociedad, una comunidad de amigos y vecinos dentro de la sociedad de la enemistad y la distancia”43. 

Una objeción a este planteamiento es el riesgo de crear burbujas comunitarias que fácilmente deslizan hacia el sectarismo de carácter tribal o mesiánico. Es una objeción que, sin ingenuidad alguna, corresponde a un grave peligro. La angustia de vivir y observar a un mundo que se aniquila a cámara lenta produce daños psíquicos y anímicos también a los que no participan de la revolución gnóstica. El estado de tensión permanente y la conciencia de encarnar con la propia vida aquello que se pretende destruir son una experiencia desgarradora. Sin embargo, unas palabras de Tolkien dirigidas por carta a su hijo en agosto de 1944 nos recuerdan una verdad fundamental: 
“El futuro es impenetrable, especialmente para los sabios; pues lo que en verdad tiene importancia permanece siempre oculto para los contemporáneos, y las semillas de lo que ha de ser germinan en la oscuridad en algún rincón olvidado”44. 

Esta semilla es la que debe sobrevivir en medio de la oscuridad y la destrucción que avanza. Sigue válida la triada que Pasolini al final de su vida había tomado como máxima y que Giovanni Lindo Ferretti ha recientemente reivindicado: “Difendi, conserva, prega”45.

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1 CEU Universities, Barcelona, Spain. ORCID: 0000-0002-1844-422X
2 Cf. Aristóteles, Política, Gredos, Barcelona, 1988, pág. 50.
3 Cf. Esposito, R., Comunidad, inmunidad y biopolítica, Herder, Barcelona, 2009, pág. 18.
4 Voegelin, E., Orden and history: Plato and Aristotle, vol. III, University of Missouri Press, Columbia, 2000, págs. 123-124. Todas las traducciones del inglés son nuestras.
5 Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona, 1998, pág. 28.
6 Voegelin, E., History of political Ideas: Hellenism, Rome, and Early Christianity, vol. I, University of Missouri Press, Columbia, 1997, pág. 225.
7 Augé, M., Los no-lugares, Gedisa, Barcelona, pág. 83.
8 Sobre el patrón gnóstico, cf. Jonas, H., La religión gnóstica. El mensaje del Dios extraño y los comienzos del cristianismo, Siruela, Madrid, 2003. En particular, en la introducción de Ciencia, política y gnosticismo, Voegelin reconstruye el desarrollo de los estudios acerca del carácter gnóstico del pensamiento contemporáneo. Cf. Voegelin, E., Las religiones políticas, Trotta, Madrid, págs. 79-84.
9 Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, op. cit., pág. 150.
10 Destacamos, en este sentido, los estudios de Jonas, Voegelin, Samek Lodovici e Innocenti. Cf. Jonas, H., La religión gnóstica. El mensaje del Dios extraño y los comienzos del cristianismo, op. cit.; cf. Voegelin, E., Ciencia, política y gnosticismo, Madrid, Rialp, 1973; cf. Samek Lodovici, E., Metamofosi della gnosi. Quadri della dissoluzione contemporanea, Ares, Milán, 1991; cf. Innocenti, E., La gnosi spuria. Dall’Ottocento ai nostri giorni, Città Ideale, Roma, 2013.
11 Cf. Ramelli, I., “Gnosi-Gnosticismo”. En Nuovo Dizionario patristico e di antichità cristiane (Vol. 2, F-O), editado por Angelo di Berardino, Marietti Editore, Génova, pág. 2.368.
12 Marx, C., Engels, F., Tesis sobre Feuerbach (XI), en Obras escogidas, Progreso, Moscú, vol I, pág. 7. “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es transformarlo”. La interpretación de Voegelin sobre Marx es muy sugerente. Le define como un “gnóstico especulativo” cuya especulación pretende “desvincular el ser de su fuente en el ser trascendente, y considerar al hombre como un ser que se crea a sí mismo”. Cf. Voegelin, E., Las religiones políticas, op. cit., pág. 90. Acerca de la revolución gnóstica, el texto de referencia es: Voegelin, E., Nueva ciencia de la política, Rialp, Madrid, 1968, págs. 206-224.
13 En el análisis de Voegelin, siguiendo a Hooker, la función de koran fue asumida por las Instituciones de Calvino, el Evangelium aeternum de Joaquín de Fiore, la Encyclopedie Française de Diderot y D’Alembert o las obras de Comte y Marx.
14 Según Voegelin, en la revolución puritana, el tabú recayó sobre la filosofía clásica y la teología escolástica.
15 Ratzinger, J., La unidad de las naciones, Madrid, Cristiandad, 2011, págs. 35-38.
16 Heidegger, M., Carta sobre el humanismo, Madrid, Alianza, 2006, págs. 53.
17 Cf. Sartre, J.P. El existencialismo es un humanismo, Edhasa, Madrid, 2009, pág. 43.
18 Cf. Lyotard, J. F., La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 2000, pág. 109.
19 Cf. Jonas, H., La religión, op. cit., págs.339; 341. “Porque la extensión, o lo cuantitativo, es el atributo esencial que le queda al mundo, y, por tanto, si el mundo tiene algo divino que comunicar, lo comunicará a través de esta propiedad: y lo que la magnitud puede comunicar es poder”.
20 Ibid., pág. 339.
21 Weil, S., Echar raíces, Trotta, Madrid, 1996, pág. 51.
22 Jonas, H., La religión, op. cit., pág. 348.
23 Jünger, E.; Heidegger, M., Acerca del nihilismo, Paidós, Barcelona, 2008, pág. 74.
24 Bell, D., Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1994, pág. 43.
25 Voegelin, E., Los movimientos de masas gnósticos como sucedáneos de la religión, Madrid, Rialp, 1966, pág. 28.
26 Weil, S., Echar raíces, op. cit., pág. 54.
27 Ibidem.
28 Cf. Tonnies, F., Comunidad y sociedad, Madrid, Biblioteca Nueva, 2011.
29 Cf. Toynbee, A. J., Estudio de la historia, vol. V, Buenos Aires, Emecé Editores, 1957, págs. 385-386.
30 Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, op. cit., pág. 27.
31 López Mondéjar, L., Invulnerables e invertebrados, Anagrama, Barcelona, 2022, pág. 30.
32 Ibidem, pág. 36-38. 8
33 Cf. Voegelin, E., Los movimientos, pág. 37.
34 Meseguer, J., “El gran despertar: qué es y por qué importa la revuelta woke”, Nueva revista de política, cultura y arte 181, 2022, págs. 5-6.
35 Sánchez Garrido, P., «(Don’t) be woke, my friend: ¿defensa de las minorías o tiranía distópica?”, Nueva revista de política, cultura y arte 181, 2022, págs. 36-37.
36 Braidotti, R., Lo posthumano, Gedisa, Barcelona, 2015, págs. 198-199.
37 Cf. Maffesoli, El nomadismo. Vagabundeos iniciáticos, Fondo de cultura económica, México D. F., 2004, p. 65.
38 Barraycoa, J., “Nómadas y adiestrados: dualidades del autocontrol social”, Posmodernidad y control social, Tirant lo Blanch, Barcelona, 2021, pág. 122.
39 Han, B. C., La desaparición de los rituales, Herder, Barcelona, 2020, pág. 23.
40 Ibidem, pág. 25.
41 Debord, G., La sociedad del espectáculo, Naufragio, Santiago de Chile, 1995, pág. 15.
42 Cf. Gónzalez de León, A., “Control social al derecho: paradigmas de una sumisión contra natura”, Posmodernidad y control social, op. cit., pág. 157 y ss.
43 Agamben, G., “Una comunità nella società”, 2021, https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-una-comunit-14-ella-societa (Acceso actualizado: 28/02/2023)
44 Tolkien, J. R. R., Cartas de J.R.R. Tolkien, Minotauro, Barcelona, 1993, pág. 146.
45 Lindo Ferretti, G., Óra, Aliberti, Reggio Emilia, 2022, pág. 10.


















Esperanza y revolución || Stefano Abbate

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