LA MESA COMO TRINCHERA:
EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA
PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA.
Si hay un complot para atomizar la sociedad y dejar inermes a los ciudadanos, entonces ese complot tiene que pasar sí o sí por destruir las comidas en familia y las sobremesas con amigos. Frente al ritmo vertiginoso de la vida actual, la mesa de la cocina o del comedor son trincheras contraculturales que sostienen vínculos, sanan heridas emocionales y reconstruyen el sentido de comunidad desde lo cotidiano. Lo dice la experiencia. Y también la ciencia.
(Revista "LA ANTORCHA" Nº 8: LA MESA)
No es casual que en el castellano antiguo, hogar y cocina fuesen sinónimos. La mesa -ese altar cotidiano donde se cruzan miradas, se comparten historias y se transmite la vida- ha sido durante siglos el corazón palpitante de la familia. Y España ha dado al mundo un nombre propio para ese espacio en el que la comida se digiere mejor, porque lo nutritivo son los lazos que se construyen en torno a ella: la sobremesa. Un tiempo suspendido, ajeno al reloj, en el que tanto los comentarios como los silencios saben a complicidad, y las palabras tejen pertenencia. Hoy, sin embargo, ese reloj se ha roto en demasiados hogares.
La cultura de la prisa, los horarios fragmentados, la omnipresencia de pantallas y la crisis de sentido han desplazado las comidas familiares al terreno de lo ocasional. Ya no cocinamos juntos ni conversamos con lentitud. Se come de pie, se cena viendo una serie o se pica algo sin mirar a nadie. Y sin darnos cuenta, en ese proceso hemos perdido algo más que un hábito: hemos extraviado un a de las columnas invisibles que sostenía nuestra salud emocional y nuestra vida en común.
La mesa como protección
Puede parecer una exageración, pero las investigaciones más recientes lo confirman: comer juntos no es solo una costumbre entrañable, es una herramienta con la capacidad de prevenir enfermedades mentales -ese gran mal de nuestros días-, proteger la infancia y reconstruir el maltratado tejido familiar.
Un estudio de la Universidad de Oxford demuestra que quienes comen en compañía con frecuencia se sienten más felices, conectados y satisfechos con su vida. El dato, lejos de ser trivial, apunta a una de las raíces del malestar contemporáneo: el aislamiento afectivo y la soledad encubierta, incluso dentro de la familia.
España ha tenido históricamente un antídoto contra ese fenómeno: la sobremesa. A diferencia de otras culturas, aquí la comida no termina cuando se recoge el plato, sino que continúa en la conversación, la risa, el debate o la confidencia. Es un rito que enseña a esperar, a escuchar y a mirar a los ojos. Y ese pequeño milagro diario ha demostrado ser, además, un factor protector frente a trastornos como la ansiedad, la depresión o los comportamientos adictivos.
"Comer en familia es un acto profundamente contracultural. Y, por tanto, profundamente cristiano"
Cómo como, cómo comemos
La antropóloga Margaret Mead decía que uno de los signos más reveladores de una civilización es cómo y con quién se come. Comer en familia es, en este sentido, un acto de civilización: nos humaniza, nos pone en relación, nos recuerda que no somos autosuficientes.
En muchas familias, además, la comida es también un espacio sagrado, iniciado con una oración y vivido como un momento de gratitud y entrega. Así lo vivieron generaciones enteras, donde el pan se partía como se partía el tiempo: para darlo. Ese espíritu de donación está en la raíz de toda mesa cristiana. No en vano, la eucaristía -centro de la vida católica- es, al fin y al cabo, una cena.
La crisis de la mesa es también una crisis espiritual. Cuando los padres comen solos en la cocina, los adolescentes cenan en su cuarto y los niños aprenden a entretenerse con la tableta mientras mastican, se rompe la cadena de transmisión. No solo de la fe, sino del idioma afectivo, de la historia familiar, de la experiencia compartida. Y sin eso, ninguna comunidad resiste.
La ciencia lo confirma: comer juntos protege
Las evidencias empíricas sobre los beneficios de las comidas familiares son abrumadoras. El Family Dinner Project, una iniciativa académica nacida en Harvard, documenta que los niños que cenan con sus padres de forma regular tienen mayor autoestima, mejor rendimiento escolar, menor probabilidad de consumir drogas o alcohol, y una relación más sana con la comida y con su cuerpo.
En España, un estudio realizado en Terrassa (Cataluña) mostró que los adolescentes que cenaban en familia tenían una menor probabilidad de experimentar inseguridad alimentaria y presentar comportamientos peligrosos o dañinos fuera del hogar. Otro estudio publicado en la revista "Nutrients" concluyó que las comidas familiares frecuentes están asociadas con una menor incidencia de trastornos alimentarios entre los adolescentes.
Comer juntos enseña más que hablar
La mesa no es solo un espacio de conversación. Es también un lugar de silencios respetuosos, gestos que hablan y ru1inas que educan. Sentarse en torno a la mesa implica asumir un ritmo común, respetar turnos, aprender a ceder y a comportarse de forma cívica. Son aprendizajes pequ eflos, pero necesarios. Como lo son también las tareas de poner la mesa, servir al otro, recoger juntos. Pequeñas liturgias domésticas que enseñan el arte de vivir en comunidad.
En este sentido, la comida conjunta es una escuela de humanidad en la era de la tecnocracia y la fascinación adolescente de la Inteligencia Artificial.
"La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo"
Un acto contracultural que reconstruye
Recuperar las comidas en familia puede no parecer una pequeña revolución. Pero lo es. En un tiempo que glorifica la productividad la velocidad y el rendimiento individual detenerse para cocinar, servir, pone la mesa y comer en común es un acto profundamente contracultura!. Y, por tanto profundamente cristiano.
Porque una cultura sin vínculos estables, sin memoria y sin raíces no puede generar hombres fuertes, capaces de amar, venía a decir Benedicto XVI en Caritas in veritate. Y lo decía de forma expresa en Spe Salvi:
"Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencia están en profunda comunión entre entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal".
La mesa es precisamente uno de los espacios donde se cultivan las raíces, se genera memoria común y se aprende el arte del amor concreto: servir, escuchar, compartir, esperar.
Las consecuencias sociales son evidentes. Allí donde se pierde la mesa común, se multiplican las patologías del alma. El aumento de los problemas de salud mental en niños y adolescentes no es ajeno a la disolución del vínculo familiar cotidiano. Tampoco lo es el auge de la polarización social, el vacío espiritual o la banalización del sufrimiento.
La sobremesa: patrimonio emocional
No existe en inglés una palabra para sobremesa. Ni en francés. Es un invento español -como el tapeo, la siesta o la tertulia- que dice más de nuestra alma que los tratados de sociología o la cocina del CIS. La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo. Cuando ya no hay platos, hay historias.
En muchas familias, es el espacio donde los hijos escuchan relatos de sus abuelos, donde se comentan las noticias, donde se debaten temas de fe o de actualidad, donde se pregunta al otro cómo está. Donde se construye un "nosotros" que no nace de la sangre, sino del encuentro.
Big Think, una plataforma que difunde investigaciones sobre desarrollo humano, subraya que la sobremesa representa un sistema de valores: prioriza la conexión personal frente al aislamiento digital, el tiempo compartido frente a la eficiencia técnica, la escucha frente al monólogo.
Claves prácticas para restaurar la mesa familiar
Volver a la mesa requiere intención. No ocurre solo porque se desee. Hace falta orden, renuncias, decisiones pequeñas pero firmes. Algunas claves prácticas, señala el Family Dinner Project, pueden ayudar:
- Establecer una comida diaria común. Aunque sea solo una, que tenga horario fijo y sea prioridad. La cena suele ser la más viable.
- Involucrar en la preparación. Que los niños ayuden a poner la mesa, que se planifique el menú en familia, que cada uno tenga una responsabilidad.
- Eliminar distracciones. Sin televisión, sin móviles, sin pantallas. Solo personas.
- Cultivar el arte de conversar. Hacer preguntas abiertas, evitar discusiones innecesarias, escuchar con atención.
- Valorar la sobremesa. Aunque sea breve, que no se levante nadi e hasta compartir al menos unos minutos de charla o agradecimiento.
Una mesa que sostiene a las familias
Porque en última instancia, la mesa no es solo un lugar donde se alimenta el cuerpo. Es, o puede ser, un santuario cotidiano donde se alimenta el alma, se refuerza la identidad y se cultiva la pertenencia. Es uno de los pocos espacios donde todavía se puede resistir al desarraigo, al individualismo, a la prisa. Donde se puede enseñar a vivir.
Tal vez por eso, como señalaba Chesterton: "el hogar sigue siendo la última fortaleza de la civilización. Y en el centro del hogar, siempre, hay una mesa. •
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