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domingo, 3 de agosto de 2025

LA MESA COMO TRINCHERA: 👪 LA COMENSALIDAD O SOBREMESA FAMILIAR, EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA

 

LA MESA COMO TRINCHERA:

EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA
PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA.
Si hay un complot para atomizar la sociedad y dejar inermes a los ciudadanos, entonces ese complot tiene que pasar sí o sí por destruir las comidas en familia y las sobremesas con amigos. Frente al ritmo vertiginoso de la vida actual, la mesa de la cocina o del comedor son trincheras contraculturales que sostienen vínculos, sanan heridas emocionales y reconstruyen el sentido de comunidad desde lo cotidiano. Lo dice la experiencia. Y también la ciencia.

NILO VIEJO 

(Revista "LA ANTORCHA" Nº 8: LA MESA)

No es casual que en el castellano antiguo, hogar y cocina fuesen sinónimos. La mesa -ese altar cotidiano donde se cruzan miradas, se comparten historias y se transmite la vida- ha sido durante siglos el corazón palpitante de la familia. Y España ha dado al mundo un nombre propio para ese espacio en el que la comida se digiere mejor, porque lo nutritivo son los lazos que se construyen en torno a ella: la sobremesa. Un tiempo suspendido, ajeno al reloj, en el que tanto los comentarios como los silencios saben a complicidad, y las palabras tejen pertenencia. Hoy, sin embargo, ese reloj se ha roto en demasiados hogares.
La cultura de la prisa, los horarios fragmentados, la omnipresencia de pantallas y la crisis de sentido han desplazado las comidas familiares al terreno de lo ocasional. Ya no cocinamos juntos ni conversamos con lentitud. Se come de pie, se cena viendo una serie o se pica algo sin mirar a nadie. Y sin darnos cuenta, en ese proceso hemos perdido algo más que un hábito: hemos extraviado un a de las columnas invisibles que sostenía nuestra salud emocional y nuestra vida en común.

La mesa como protección

Puede parecer una exageración, pero las investigaciones más recientes lo confirman: comer juntos no es solo una costumbre entrañable, es una herramienta con la capacidad de prevenir enfermedades mentales -ese gran mal de nuestros días-, proteger la infancia y reconstruir el maltratado tejido familiar.
Un estudio de la Universidad de Oxford demuestra que quienes comen en compañía con frecuencia se sienten más felices, conectados y satisfechos con su vida. El dato, lejos de ser trivial, apunta a una de las raíces del malestar contemporáneo: el aislamiento afectivo y la soledad encubierta, incluso dentro de la familia.
España ha tenido históricamente un antídoto contra ese fenómeno: la sobremesa. A diferencia de otras culturas, aquí la comida no termina cuando se recoge el plato, sino que continúa en la conversación, la risa, el debate o la confidencia. Es un rito que enseña a esperar, a escuchar y a mirar a los ojos. Y ese pequeño milagro diario ha demostrado ser, además, un factor protector frente a trastornos como la ansiedad, la depresión o los comportamientos adictivos.
"Comer en familia es un acto profundamente contracultural. Y, por tanto, profundamente cristiano"
Cómo como, cómo comemos

La antropóloga Margaret Mead decía que uno de los signos más reveladores de una civilización es cómo y con quién se come. Comer en familia es, en este sentido, un acto de civilización: nos humaniza, nos pone en relación, nos recuerda que no somos autosuficientes.
En muchas familias, además, la comida es también un espacio sagrado, iniciado con una oración y vivido como un momento de gratitud y entrega. Así lo vivieron generaciones enteras, donde el pan se partía como se partía el tiempo: para darlo. Ese espíritu de donación está en la raíz de toda mesa cristiana. No en vano, la eucaristía -centro de la vida católica- es, al fin y al cabo, una cena.
La crisis de la mesa es también una crisis espiritual. Cuando los padres comen solos en la cocina, los adolescentes cenan en su cuarto y los niños aprenden a entretenerse con la tableta mientras mastican, se rompe la cadena de transmisión. No solo de la fe, sino del idioma afectivo, de la historia familiar, de la experiencia compartida. Y sin eso, ninguna comunidad resiste.

La ciencia lo confirma: comer juntos protege

Las evidencias empíricas sobre los beneficios de las comidas familiares son abrumadoras. El Family Dinner Project, una iniciativa académica nacida en Harvard, documenta que los niños que cenan con sus padres de forma regular tienen mayor autoestima, mejor rendimiento escolar, menor probabilidad de consumir drogas o alcohol, y una relación más sana con la comida y con su cuerpo.
En España, un estudio realizado en Terrassa (Cataluña) mostró que los adolescentes que cenaban en familia tenían una menor probabilidad de experimentar inseguridad alimentaria y presentar comportamientos peligrosos o dañinos fuera del hogar. Otro estudio publicado en la revista "Nutrients" concluyó que las comidas familiares frecuentes están asociadas con una menor incidencia de trastornos alimentarios entre los adolescentes.

Comer juntos enseña más que hablar

La mesa no es solo un espacio de conversación. Es también un lugar de silencios respetuosos, gestos que hablan y ru1inas que educan. Sentarse en torno a la mesa implica asumir un ritmo común, respetar turnos, aprender a ceder y a comportarse de forma cívica. Son aprendizajes pequ eflos, pero necesarios. Como lo son también las tareas de poner la mesa, servir al otro, recoger juntos. Pequeñas liturgias domésticas que enseñan el arte de vivir en comunidad.
En este sentido, la comida conjunta es una escuela de humanidad en la era de la tecnocracia y la fascinación adolescente de la Inteligencia Artificial.
"La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo"
Un acto contracultural que reconstruye 

Recuperar las comidas en familia puede no parecer una pequeña revolución. Pero lo es. En un tiempo que glorifica la productividad la velocidad y el rendimiento individual detenerse para cocinar, servir, pone la mesa y comer en común es un acto profundamente contracultura!. Y, por tanto profundamente cristiano.
Porque una cultura sin vínculos estables, sin memoria y sin raíces no puede generar hombres fuertes, capaces de amar, venía a decir Benedicto XVI en Caritas in veritate. Y lo decía de forma expresa en Spe Salvi

"Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencia están en profunda comunión entre entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal".


La mesa es precisamente uno de los espacios donde se cultivan las raíces, se genera memoria común y se aprende el arte del amor concreto: servir, escuchar, compartir, esperar.
Las consecuencias sociales son evidentes. Allí donde se pierde la mesa común, se multiplican las patologías del alma. El aumento de los problemas de salud mental en niños y adolescentes no es ajeno a la disolución del vínculo familiar cotidiano. Tampoco lo es el auge de la polarización social, el vacío espiritual o la banalización del sufrimiento.

La sobremesa: patrimonio emocional

No existe en inglés una palabra para sobremesa. Ni en francés. Es un invento español -como el tapeo, la siesta o la tertulia- que dice más de nuestra alma que los tratados de sociología o la cocina del CIS. La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo. Cuando ya no hay platos, hay historias.
En muchas familias, es el espacio donde los hijos escuchan relatos de sus abuelos, donde se comentan las noticias, donde se debaten temas de fe o de actualidad, donde se pregunta al otro cómo está. Donde se construye un "nosotros" que no nace de la sangre, sino del encuentro.
Big Think, una plataforma que difunde investigaciones sobre  desarrollo humano, subraya que la sobremesa representa un sistema de valores: prioriza la conexión personal frente al aislamiento digital, el tiempo compartido frente a la eficiencia técnica, la escucha frente al monólogo.

Claves prácticas para restaurar la mesa familiar

Volver  a  la  mesa  requiere  intención. No ocurre solo porque se desee. Hace falta orden, renuncias, decisiones pequeñas pero firmes. Algunas claves prácticas, señala el Family Dinner Project, pueden ayudar:
  • Establecer una comida diaria común. Aunque sea solo una, que tenga horario fijo y sea prioridad. La cena suele ser la más viable.
  • Involucrar en la preparación. Que los niños ayuden a poner la mesa, que se planifique el menú en familia, que cada uno tenga una responsabilidad.
  • Eliminar distracciones. Sin televisión, sin móviles, sin pantallas. Solo personas.
  • Cultivar el arte de conversar. Hacer preguntas abiertas, evitar discusiones innecesarias, escuchar con atención.
  • Valorar la sobremesa. Aunque sea breve, que no se levante nadi e hasta compartir al menos unos minutos de charla o agradecimiento.
Una mesa que sostiene a las familias 

Porque en última instancia, la mesa no es solo un lugar donde se alimenta el cuerpo. Es, o puede ser, un santuario cotidiano donde se alimenta el alma, se refuerza la identidad y se cultiva la pertenencia. Es uno de los pocos espacios donde  todavía  se  puede  resistir al desarraigo, al individualismo, a la prisa. Donde se puede enseñar a vivir.
Tal vez por eso, como señalaba Chesterton: "el hogar sigue siendo la última fortaleza de la civilización. Y en el centro del hogar, siempre, hay una mesa.

VER+:



lunes, 14 de julio de 2025

LIBRO Y PELÍCULA DE OESTE "LOS COLONOS DE SILVERADO (ADVENTURES IN SILVERADO) por ROBERT LOUIS STEVENSON

Los colonos de Silverado


Los colonos de Silverado describe las andanzas y peripecias acaecidas durante la nada convencional luna de miel de Stevenson y su mujer –Fanny Osbourne– por las montañas de California, donde se alojaron en una mina de plata abandonada de la legendaria Silverado, rodeada de escoria y herrumbre, aunque en un marco natural de belleza incomparable, contando como única compañía con un extravagante grupo de vecinos –entre los cuales destacan los Hanson, pertenecientes a la «Escoria Blanca Pobre»–, las agazapadas serpientes de cascabel y el fantasma melancólico de algún viejo minero.

En "Los colonos de Silverado", Robert Louis Stevenson relata una inusual aventura que sirve como luna de miel junto a su esposa Fanny Osbourne. La pareja decide alojarse en una abandonada y solitaria mina de plata en las montañas de California, en el mítico pueblo de Silverado. Este libro no solo captura la belleza rústica y salvaje del paisaje, sino también la peculiaridad de su estancia, rodeados de personajes y criaturas que convierten cada día en una experiencia única.

La narración comienza con la llegada de Louis y Fanny a Silverado, donde rápidamente se ven sumergidos en un mundo completamente ajeno a cualquier convencionalismo social. Entre sus vecinos se encuentran los Hanson, una familia de la "Escoria Blanca Pobre" que añade color y dificultad a su vida diaria. Además, la presencia constante de serpientes de cascabel y el espíritu melancólico de un antiguo minero que parece rondar la mina, enriquecen la atmósfera con un sentido de misterio y peligro constantes.

El libro no solo es un relato de supervivencia y adaptación, sino también una profunda reflexión sobre la relación de la pareja, que se fortalece y evoluciona en medio de circunstancias tan desafiantes. La interacción con la naturaleza y los inesperados vecinos también ofrece a Stevenson material abundante para explorar temas de aislamiento, comunidad y la eterna lucha del hombre contra el entorno.

La edición está enriquecida con un relato biográfico de Stevenson escrito por su hijastro Lloyd Osbourne, quien no solo comparte recuerdos personales, sino que también ofrece una mirada íntima a la vida y obra del autor. Esta sección concluye conmovedoramente con la narración de los últimos días de Stevenson en Samoa, destacando su impacto perdurable como el "Tusitala", o "el que cuenta historias", amado por todos quienes lo conocieron.

"Los colonos de Silverado" es, en esencia, un testimonio del espíritu aventurero de Stevenson y una invitación a explorar la profundidad de las relaciones humanas en medio de la más impresionante de las soledades. 
Un libro que no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión sobre lo que realmente significa ser parte de este mundo y cómo interactuamos con aquellos que nos rodean.


Adventures in Silverado 1948 | Starring William Bishop, 
Gloria Henry & Edgar Buchanan | Full Movie

miércoles, 2 de julio de 2025

LIBRO "INDIOS, ESPAÑOLES Y NUESTRAMERICANOS": TRES IDENTIDADES, UNA HISTORIA EN COMÚN Y LA V REVOLUCIÓN INDUSTRIAL por MÓNICA LUAR NICOLIELLO

Indios, españoles 
y nuestramericanos
(Tomo I)

Tres identidades, una historia en común 
y la V Revolución Industrial

Hablar de «nuestramericanos» es remitirse a un gentilicio, un espacio geográfico y una forma de concebir a los países americanos.
En este trabajo académico, Mónica Luar Nicoliello Ribeiro sugiere, desde enfoques múltiples e interdisciplinarios, una posible respuesta al dilema que preocupa a la filosofía hispanoamericana: cuál es el camino para consolidar el desarrollo de nuestra comunidad en una región del mundo que, lejos de ser pobre, está muy bien dotada de recursos estratégicos. Este camino no puede hacerse a ciegas; requiere de un cambio cultural profundo sobre cómo nos vemos y cómo vemos el mundo.
El sistema técnico y económico del cual formamos parte está entrando en la V Revolución Industrial, cuyo secreto responde a la sinergia o combinación de energías que superan la suma de las esferas tecnológicas, sociales y culturales, la articulación de países, territorios y bloques en redes comerciales y en las diversas cadenas de valores.
Ante la pérdida de identidad regional, la autora plantea también la urgencia de reconstruir los nexos culturales e impulsar una mejor comprensión de nuestras profundas raíces civilizatorias, volver por los fueros de nuestros orígenes. Allí es donde encontraremos las primeras revoluciones auténticamente tecnológicas, las primeras formas de mundialización y, lo más importante, una mirada humanista para la cual cada vez más individuos son considerados como personas con un origen común y con una misma condición humana.
PREFACIO

El desafío de un diálogo, entretejido de múltiples dificultades, lo asume la historiadora Mónica Nicoliello en Indios, españoles y nuestramericanos (Tomo I). 
Es el intento complejo e incon­cluso, abierto al futuro, de tender puentes entre corrientes de pensamiento y prácticas latinoamericanas o nuestramericanas, dirigidas a la emancipación a través de la realización de la Patria Grande, así como de la tradición hispanoamericana de raíz his­panista. Esta es, a veces, desvirtuada por la nostalgia de viejas glorias imperiales, en lugar de cultivar lo realmente vivo de la cultura compartida.

La civilización de civilizaciones nuestramericana, de cuá­druple raíz civilizatoria (indígena, afrodescendiente, hispa­no-latina y mestiza, o de síntesis), sigue a la búsqueda de la definitiva independencia a través de la concreción de una pa­tria común, unida en un Estado federal plurinacional, como el proyecto de los Pueblos Libres de José Artigas, liberado de las potencias hegemónicas que históricamente han promovido su disgregación.

Aunque lo logremos, no marcará el fin de la historia. La mundialización continuará. En ella, seguiremos interactuando con otras civilizaciones, culturas, naciones y pueblos, en medio de conflictos sociales, renovadas luchas geopolíticas e innumerables desafíos tecnológicos. En consecuencia, en cualquier caso, estaremos en comunicación con los demás pueblos hispanoha­blantes del mundo: los de Europa, África y Asia. Nos espera, co­mo una nueva esfinge, la interrogación abierta por el sentido y la posibilidad del encuentro que nos arroja la escritora Nicoliello, en tanto seamos parte de la fraternidad o de la comunidad hu­mana universal (Fratelli tutti).
Luis Vignolo 
Director General 
de la Fundación Vivian Trías 
(Uruguay)

INTRODUCCIÓN
¿Puede uno proyectarse hacia el futuro sin un adecuado cono­cimiento y valoración del pasado? ¿Es posible que se consoli­de ese prospecto sin un ambiente cultural que lo fomente? ¿Ese futuro está asegurado si las nuevas generaciones no toman la bandera de las anteriores? ¿Puede haber estabilidad política sin instituciones prestigiosas comunes, fundadas en valores claros, reconocidas por todos más allá de la pluralidad de opiniones y las diferencias de intereses? ¿Puede mantenerse esa estabili­dad política sin integración económica y social, sin crecimiento y desarrollo?
La presente obra es una compilación de notas revisadas y ordenadas por la autora en los tres ejes temáticos que le dan nombre. Fueron escritas entre 2015 y 2020 como fruto de una militancia hispanoamericanista cuyo objetivo es afirmar los lazos de simpatía entre pueblos que tienen una historia común.1 Estos textos forman parte ele una primera entrega y quisieran ser un aporte para el fortalecimiento de una sensibilidad colectiva imprescindible para otras realidades, objetivas y necesarias, co­mo la formación de mercados comunes o mecanismos de confe­deración política que potencien nuestras capacidades y recursos, procesos que,con interrupciones y frustraciones, hace siglos que están en curso. Entre esas realidades se encuentra, aunque no únicamente, una V Revolución Industrial y tecnológica, donde ya no es viable mantener un modelo agroexportador (de «desa­rrollo hacia afuera») en un contexto de balcanización, y cada vez es más importante la inversión conjunta de tecnología en secto­res llamados «de punta». Por otro lado, las materias primas que interesan ya no son las tradicionales, sino las que resultan estra­tégicas para las nuevas fases de la Revolución Tecnológica.

Resolver las necesidades objetivas es imposible sin una cons­trucción subjetiva, vale decir, ideas, creencias y actitudes. Como afirma Peter Birle, la superación de prejuicios y creencias; entre ellos, una forma de entender la soberanía para la cual un orga­nismo supranacional implica una pérdida grave de soberanía lo­cal. Es el mismo diagnóstico de Juan Bautista Alberdi en 1844. Es verdad que hay un componente de imperiofobia en esto, co­ mo dice María Elvira Roca Barea.2 Por la misma razón es funda­mental superar el desconocimiento y la desconfianza recíprocos entre países; trascender la tendencia a mirar fuera de la región buscando tablas de salvación, o, en el extremo opuesto, resolver los problemas en solitario. Factores subjetivos son también los ideológicos, el tipo de relato histórico distorsionado por diver­sos motivos; una imagen degradada de nuestros procesos polí­ticos y sociales, en especial, una suerte de leyenda negra de los orígenes, pero también de la historia reciente, sobre todo si se piensa en el contraste que significa nuestra riqueza cultural e histórica con visiones negativas y autodestructivas introyectadas y naturalizadas. porque no somos suficientemente conscientes del valor de nuestro patrimonio histórico en el mundo.

Toda gran comunidad tiene algunas potentes imágenes orientadoras -y estimulantes para la autoestima de sus miem­bros- que cohesionan a millones de personas. Las tienen Rusia, China o el mundo anglosajón -la anglósfera-; sin esa cohesión se desmembrarían en débiles Rusias, Chinas o territorios anglo­sajones aislados, con grandes dificultades para la conservación de su patrimonio común, cultural y económico. Las federaciones o imperios que han implosionado han sido sustituidos de forma rápida por otros mecanismos de integración política y económi­ca, como es el caso de la URSS. en lugar del Imperio ruso. reem­plazada, a su vez, por la Comunidad de Estados Independientes, entre Europa Oriental y Siberia; el Imperio británico por la commonwealth -literalmente «Patrimonio común» formado por una misma herencia cultural y material- y su «relación especial» con EUA; o el Imperio chino por la República Popular China, con sus 1400 millones de habitantes; todos ellos con gran influencia política y económica en el mundo actual. Esto no ocu­rrió cuando se desmembró la monarquía hispánica. Aquí la ten­dencia fue la profundización de la desintegración entre países y dentro de los países.

La realidad es que América no se independizó de España ni de Filipinas ni de Guinea: la comun idad hispanohablante, en su conjunto, se desintegró.3 Sin embargo, la geopolítica nos muestra -decía Methol Ferré- la trascendencia de los estados continentales para los pueblos continentales 4 -como Canadá, EUA, Rusia y China considerados por separado-, y las uniones continentales del tipo de la Unión Europea, la Unión Africana o el Tratado Rusia-China para la Cooperación, de Shanghái.

Por otro lado, las talasocracias, producto de la conexión entre rutas marítimas, comerciales, y posiciones estratégicas, como el Imperio Británico y sucesores, son otro sistema de re­laciones que domina el mundo. Es lo que fueron -además de Inglaterra-, Holanda, Portugal, España, Arabia, el este de África y Malasia. La comunidad hispanohablante cuenta con ambas po­sibilidades -tiene salida a más mares y océanos que cualquier otra-, pero, como factor subjetivo, por nuestra débil conciencia geopolítica, las hemos ido cediendo a las que ahora son grandes potencias.5 (...)

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2 Cfr. Roca Barea, Maria Elvira, Imperiofobia y leyenda negra. Editorial Si­ruela, Madrid, 2019. La pregunta ya se la planteaba Juan Bautista Alberdi en una memoria del 12 de noviembre de 1844: ¿qué impide la reunión de un congreso hispanoamericano? El diagnóstico era muy parecido al actual:
la desconfianza a las instituciones continentales. Todavía es un obstáculo, nos dice Peter Birle en «Muchas voces, ninguna voz. "Las dificultades de América Latina para convertirse en un verdadero actor internacional" en Nueva Sociedad, N.º 214, marzo-abril de 2008. www.nuso.org.
4 Cfr. Methol Ferré, Alberto, "Los Estados continentales y el Mercosur". Edi­torial Hum, 2013. La idea de "Estados continentales" es elaborada por el político y docente chileno Felipe Herrera (1922-1996), militante de la integración hispanoamericana, al escribir sobre Estado Nación Continental o Pueblos Continentes. En esto fue sucesor de Joaquín Edwards Bello, quien en 1925 publicó "Nacionalismo continental", y de Antenor Orrego, con "Pueblo continente", en 1937. Alberto Methol Ferré (1929-2009) toma y desarrolla la idea, que recoge desde su planteo.
5 Esto es muy claro en el caso de México, sucesor de Nueva España, con dominio sobre los actuales estados del sur y oeste de los EUA. el Caribe, Centroamérica, el océano Pacífico y una serie de puntos estratégicos en Asia, como Filipinas, que fue Capitanía del Virreinato. pero también en el caso del Río de la Plata, con dominio sobre el Atlántico Sur, hasta Guinea, la Patagonia e islas australes como Malvinas y la Antártida.

Indios, españoles y nuestramericanos. Con Mónica Nicoliello Ribeiro

jueves, 22 de mayo de 2025

LIBRO "LA EPOPEYA DE GRECIA Y ROMA": EL MUNDO CLÁSICO por ROBIN LANE FOX 🌍

 La epopeya de Grecia y Roma

EL MUNDO CLÁSICO

ROBIN LANE FOX

En la Grecia continental (y estamos tratando de la tradición continental), la época arcaica fue un tiempo de extrema inseguridad personal. Los diminutos estados con exceso de población estaban sólo empezando a superar la miseria y el empobrecimiento que habían dejado tras de sí las invasiones dorias, cuando surgieron nuevas dificultades: la crisis económica del siglo VII arruinó clases enteras, y fue seguida, a su vez, por los grandes conflictos políticos del VI que convirtieron la crisis económica en asesina lucha de clases ... Tampoco es accidental que sea en esta época cuando la ruina que amenaza a los ricos y poderosos se convierte en un tema tan popular para los poetas... E. R. DODDS, The Greeks and the Irrational (1951), 54-55 

La íntima relación personal que mantenían las clases más elevadas de la época supuso una fuerza tremenda que facilitó la rapidez verdaderamente pasmosa con que se produjeron los cambios introducidos por aquel entonces; en el ámbito intelectual parece que la clase alta no se arredró ante prácticamente ninguna novedad. Con una apertura mental y una falta de prejuicios sorprendente fue el sostén de la expansión cultural que subyace a los grandes logros de la época clásica y de gran parte de la civilización occidental posterior. La superstición y la magia de la primitiva Época Oscura se abrieron paso hasta los tiempos plenamente históricos ... Ese pasado, ejemplificado en la épica, no fue repudiado en sus aspectos más fundamentales, pero los escritores, los artistas y los pensadores se sintieron perfectamente libres para explorar y ensanchar sus horizontes. La causa inmediata fue sin duda alguna el dominio de la vida que ejercía la aristocracia. CHESTER G. STARR, The Economic and Social Growth of Early Greece, 800-500 BC (1977), 144
El encanto de la mejor narrativa histórica.


Robin Lane Fox enseña historia antigua en Oxford y es, además, un gran narrador. De esta afortunada combinación ha surgido un libro de historia del mundo clásico distinto, que tiene el rigor del buen trabajo académico —y ha merecido por ello los elogios de un especialista como Peter Jones— y la amenidad de un relato del que los críticos han dicho que es «increíblemente entretenido» y «más épico que la mejor película de romanos». Porque, si algo caracteriza este fascinante recorrido del mundo de la antigüedad clásica desde Homero a Adriano, es precisamente la presencia constante del toque humano: su capacidad de evocar figuras como Sócrates, Alejandro, Cicerón o César y de hablarnos, a la vez, de la vida cotidiana de los ciudadanos, de los últimos días de Pompeya o de los juegos del circo, en unas páginas que nos devuelven el encanto de la mejor narrativa histórica.

PRÓLOGO

Es todo un reto que le pidan a uno escribir una historia de casi novecientos años, especialmente cuando los testimonios son tan fragmentarios y diversos, pero es un reto con el que he disfrutado mucho. No he dado por supuesta en el lector ninguna familiaridad con el tema, pero espero que tanto los que la tienen como los que no la tienen se sientan atraídos y entretenidos por lo que me ha dado tiempo a estudiar en estas páginas. Abrigo la esperanza de que dejen el libro, como me ha pasado a mí, con la sensación de lo variada que resulta esa historia, pero al mismo tiempo de cuánta coherencia puede llegar a tener. Espero también que haya partes en las que deseen profundizar, sobre todo aquellas (y no son pocas) que me he visto obligado a comprimir. 

No he seguido la presentación temática convencional de la civilización clásica que analiza en un solo capítulo un determinado tema («Un mundo marcado por los géneros», «Cómo se ganaban la vida») a lo largo de mil años. Por motivos teóricos he preferido adoptar una estructura de tipo narrativo. Yo creo que las relaciones de poder cambiantes, profundamente modificadas por los acontecimientos, alteraron también el significado y el contexto de casi todos esos temas y que dichos cambios se pierden de vista si se toman atajos temáticos demasiado cómodos. Mi enfoque lo adoptan también actualmente algunas áreas de la teoría médica («Medicina basada en pruebas»), de las ciencias sociales («teoría de la coyuntura crítica») y de los estudios literarios («análisis del discurso»). Mi decisión se debe más bien al duro método histórico consistente en hacer preguntas a los testimonios, interpretándolos a la luz de lo que son (no de lo que no son) con el fin de sacar más jugo a lo que dicen y teniendo siempre en cuenta los puntos de inflexión y las decisiones cruciales cuyos resultados se vieron determinados, pero no predeterminados, por su contexto. 

He tenido que tomar duras decisiones y hablar poco de algunas áreas que creo conocer bastante bien. Una parte de mí sigue mirando hacia Homero, pero otra mira hacia los jardines siempre verdes de las inmediaciones de Lefkadia, en Macedonia, donde mi tumba abovedada, decorada con pinturas de mis tres grandes caballos, rosas de sesenta pétalos, bailarinas bactrianas y mujeres aparentemente de la mitología, espera a ser descubierta en 2056 por los diligentes éforos del Servicio Griego de Arqueología. He decidido dedicar un poco más de espacio al relato de una época trascendental, los años comprendidos entre 60 y 19 a.C. y ello no sólo por la importancia que tienen para el papel de mi presunto lector, el emperador Adriano. Son además sumamente decisivos incluso para mi mirada postmacedonia. Corresponden además en buena parte a la época en que fueron escritas las cartas de Cicerón, esa recompensa inagotable para todos los estudiosos de la historia del mundo antiguo. 

Estoy extraordinariamente agradecido a Fiona Greenland por la experta ayuda que me prestó con las ilustraciones. Lo que describen las ilustraciones de la obra es en su mayoría responsabilidad mía. Estoy también muy agradecido a Stuart Proffitt por los comentarios que realizó a la Primera Parte y que me obligaron a repasarla, y a Elizabeth Stratford por su experta labor como correctora del manuscrito. Y sobre todo estoy agradecido a dos ex discípulos míos que convirtieron el manuscrito en disco, primero a Luke Streatfeildy sobre todo a Tamsin Cox, cuya pericia y paciencia han sido un apoyo esencial para la elaboración del presente libro.
ROBÍN LANE FOX
New College, Oxford 

Prefacio - ADRIANO Y EL MUNDO CLÁSICO

El consejo y el pueblo de los ciudadanos de Tiatira... [decidieron]: Inscribir este decreto en una estela de piedra y colocarla en la Acrópolis (de Atenas) para que quede patente ante todos los griegos cuántos beneficios ha recibido Tiatira del más grande de los reyes... [Adriano] benefició a todos los griegos en general cuando convocó, como regalo para todos y cada uno de ellos, un consejo de todos los helenos en la ilustrísima ciudad de Atenas, la Benefactora... y cuando, con ese fin, [los romanos] aprobaron [por decreto] del senado [el] venerabilísimo Panhelenion e individualmente [Adriano concedió] a las tribus y a las ciudades una participación en ese venerabilísimo consejo...
Inscripción encontrada en Atenas con un decreto de ca. 119/20 d. C. acerca del Panhelenion de Adriano

El «mundo clásico» es el mundo de los antiguos griegos y romanos, unas cuarenta generaciones anterior a la nuestra, pero capaz aún de suponer un reto al compartir con nosotros una misma humanidad. La palabra «clásico» es de origen antiguo: deriva de la palabra latina classicus, que se aplicaba a los reclutas de la «primera clase», la infantería pesada del ejército romano. Lo «clásico», pues, es «lo de primera clase», aunque no lleve ya una armadura pesada. Los griegos y los romanos tomaron prestadas muchas cosas de otras culturas, iranios, levantinos, egipcios o judíos, entre otros. Su historia enlaza a veces con esas otras historias paralelas, pero es su arte y su literatura, su pensamiento, su filosofía y su vida política lo que con razón se considera «de primera clase» en su mundo y en el nuestro. 

En esta larga historia del mundo, dos períodos y dos lugares han pasado a ser considerados particularmente clásicos: por un lado la Atenas de los siglos V y IV a.C. y por otro la Roma que va desde el siglo I a.C. hasta el año 14 d. C, el mundo de Julio César y luego de Augusto, el primer emperador romano. Los propios antiguos tenían esta perspectiva. En tiempos de Alejandro Magno ya reconocían, como seguimos haciendo ahora nosotros, que algunos dramaturgos de la Atenas del siglo V a.C. habían escrito obras «clásicas». Durante la época helenística (ca. 330-30 a.C.) los artistas plásticos y los escultores adoptaron un estilo clasicizante que tomaba como modelo al arte clásico del siglo V. Posteriormente Roma, a finales del siglo I a.C. se convertiría en el centro de ese arte y ese gusto clasicizantes, mientras que el griego clásico, especialmente el ateniense, era ensalzado por su buen gusto frente a los excesos del estilo «oriental». Los emperadores romanos posteriores respaldaron ese gusto clásico y, con el paso del tiempo, añadieron una nueva época «clásica»: la era del emperador Augusto, el personaje que fundó su Imperio. 

Mi historia del mundo clásico comienza con un clásico preclásico, el poeta épico Homero, al que los antiguos, como siguen haciendo los lectores modernos, consideraban un caso singular. Sus poemas son las primeras manifestaciones de la literatura griega que se conservan. A partir de ese momento, estudiaré cómo evolucionó y qué representó la Grecia clásica de los siglos V y IV a.C. unos cuatrocientos años después de la fecha (probable) en que vivió Homero (ca. 730 a. C). Luego pasaré a Roma y al desarrollo de su propio mundo clásico, desde César hasta Augusto (desde ca. 50 a.C. hasta 14 d. C). Mi historia termina con el reinado de Adriano, emperador romano de 117 a 138 d. C, justo la época inmediatamente anterior al primer testimonio que se nos ha conservado del empleo del término «clásico» para calificar a los mejores autores: lo encontramos en la conversación de Frontón, tutor de los hijos del sucesor de Adriano en Roma.1 Pero ¿por qué la decisión de detenerme en Adriano? Un motivo es que la «literatura clásica» termina con su reinado, del mismo modo que comienza con Homero: en latín, el poeta satírico Juvenal es su último representante reconocido por todo el mundo. Pero este motivo es más bien arbitrario, determinado por un canon que cuesta trabajo admitir a los aficionados a leer a autores posteriores y a cuantos abordan a los autores de los siglos IV y V d. C. con mentalidad abierta. Un motivo más relevante es que el propio Adriano fue el emperador con unos gustos clasicizantes más evidentes. Dichos gustos pueden apreciarse en los planes que desarrolló para la ciudad de Atenas y en muchos de los edificios cuya construcción patrocinó, así como en ciertos aspectos de su carácter personal. 

Él mismo se inspiraba conscientemente en un mundo clásico, aunque en sus tiempos lo que llamamos el «mundo romano» ya había sido pacificado y su extensión era enorme. Adriano constituye además un hito porque fue el único emperador que llegó a tener una visión de primera mano de todo ese mundo, una visión que nos habría encantado compartir. Durante la década de 120 y los primeros años de la de 130 emprendió varios grandes viajes por un imperio que se extendía desde Gran Bretaña hasta el mar Rojo. Pasó algún tiempo en Atenas, el centro clásico de ese imperio. Viajó en barco y a caballo, pues a sus cuarenta y tantos años era un jinete experimentado que aprovechaba cualquier ocasión que se le presentara de salir de caza. Llegó hasta territorios muy lejanos del Imperio Romano que ningún ateniense «clásico» había visitado nunca. Tenemos la posibilidad verdaderamente única de seguir su itinerario porque poseemos las monedas especialmente encargadas para la ocasión que se acuñaron para conmemorar sus viajes. Incluso en lugares que no tienen nada de clásicos estas piezas constituyen un testimonio vivo del sentido que tenían Adriano y sus contemporáneos de su admirado pasado clásico. 

Esas monedas muestran una imagen personificada de cada provincia del Imperio Romano de Adriano, al margen de que la región en cuestión hubiera tenido o no una época clásica. Muestran a Germania, que de clásica no tuvo nunca nada, como una guerrera con los pechos desnudos y a Hispania, también carente de pasado clásico, como una dama recostada en el suelo: lleva en sus manos una gran rama de olivo, símbolo del excelente aceite de oliva español, y un conejo a su lado, pues de todos era sabido lo prolíficos que eran los conejos españoles. Buena parte de España y la totalidad de Germania habían sido desconocidas para los griegos de la primera época clásica, pero las hermosas efigies representadas en estas monedas las ponen en relación con el gusto clásico al mostrarlas con elegantes rasgos clasicizantes. Detrás del gusto de Adriano y de los artistas de la «Escuela Adrianea» que diseñaron esas imágenes se oculta un mundo clásico cuya existencia ellos mismos reconocían. Dicho mundo se basaba en el arte clásico de los griegos de cuatrocientos o quinientos años atrás, cuyas grandes manifestaciones podían admirar a sus anchas los romanos porque sus antepasados las habían expoliado y se las habían traído a sus propios hogares y ciudades. 

Esos grandes viajes a Grecia o Egipto, a la costa occidental de Asia o a Sicilia y Libia dieron a Adriano la oportunidad de contemplar una panorámica global del mundo clásico. Se detuvo en numerosos grandes escenarios del pasado, pero mostró una veneración especial por Atenas. La consideró ciudad «libre» y la hizo beneficiaría de muchos regalos, uno de los cuales fue una gran «biblioteca», con centenares de columnas de mármoles raros. Concluyó las obras del magnífico templo dedicado al dios Zeus Olímpico, comenzadas seis siglos antes, pero nunca acabadas. Fue seguramente Adriano el que fomentó la nueva empresa del sínodo de todos los griegos, el Panhelenion, superando en este terreno incluso a Pericles, el estadista ateniense de época clásica. 3 El plan consistía en que se reunieran en Atenas delegados venidos de todos los rincones del mundo griego, y en que en adelante se celebrara cada cuatro años una gran fiesta de las artes y del atletismo. A los atenienses del pasado se les atribuían proyectos panhelénicos, pero éste sería incomparablemente grandioso. 

Los que idealizan el pasado suelen no entenderlo: al querer restaurarlo, lo mata con su cariño. Adriano compartía, desde luego, los gustos tradicionales de los aristócratas y reyes griegos del pasado. Le encantaba la cacería lo mismo que a ellos; adoraba a su caballo, el gallardo Borístenes, al que honró componiendo unos versos con motivo de su muerte en el sur de la Galia; 4 y sobre todo amó al joven Antínoo, en una espectacular manifestación de «amor griego». Cuando el muchacho murió prematuramente, Adriano erigió en Egipto una nueva ciudad en su honor y fomentó su culto como dios en todo el imperio. Ni siquiera Alejandro Magno había hecho tanto por el hombre al que amó toda su vida, Hefestión. Lo mismo que su característica barba, estos elementos de la vida de Adriano se hallaban profundamente enraizados en la cultura griega de tiempos pretéritos. Pero él nunca podría ser un griego clásico, pues eran muchas las cosas que lo rodeaban que habían cambiado desde los tiempos de la Atenas de los grandes clásicos, por no hablar de los del Homero preclásico. 

El cambio más perceptible era la difusión de la lengua. Casi mil años antes, durante la juventud de Homero, el griego había sido sólo una lengua hablada, sin tan siquiera alfabeto, y únicamente la utilizaban los habitantes de Grecia y de las islas del Egeo. También el latín había sido sólo una lengua hablada, originaria de una pequeña región de Italia situada en los alrededores de Roma, el Lacio. Pero Adriano sabía hablar y leer en ambas lenguas, aunque las dos ramas de su familia procedían del sur de España y las tierras de su padre se hallaban situadas al norte de la actual Sevilla, a miles de kilómetros de Atenas y del Lacio. Los antepasados de Adriano se habían establecido en España en calidad de italianos de lengua latina, en recompensa por los servicios prestados en el ejército romano casi trescientos años antes de que él naciera. 

Descendiente de una familia latinohablante, Adriano no era «español» en ningún sentido cultural. Se había criado en Roma y era partidario del estilo arcaico de la prosa latina. Como otros romanos cultos, hablaba también griego: lo llamaban incluso «grieguito» debido a su acendrada pasión por la literatura helénica. Así pues, lejos de ser español, Adriano era una prueba viviente de la cultura clasicizante común que caracterizaba a la clase más refinada del imperio. El centro de ese mundo estaba en las viejas cunas de las lenguas griega y latina, pero se extendía mucho más allá de sus fronteras. Como no habría podido hacer nunca Homero, Adriano tendría la posibilidad de pasar por Siria y Egipto hablando griego y de viajar a tierras tan lejanas corno, Britania hablando latín. 

Su mentalidad clasicizante le permitía contemplar un mundo de unas dimensiones muy distintas del de Homero. Durante la primera época clásica, Atenas, en el culmen de su apogeo, habría llegado a tener tal vez 300.000 habitantes en todo su territorio, la región del Ática, contando a los esclavos. En tiempos de Adriano, el Imperio Romano tenía (según se ha calculado) una población de unos sesenta millones de habitantes, y se extendía desde Escocia hasta España y desde España hasta Armenia. Ningún otro imperio, ni antes ni después, ha dominado sobre un territorio tan extenso, pero, según nuestra escala actual, la totalidad de su población no superaba la de la moderna Gran Bretaña. Dicha población se concentraba en manchas dispersas, llegando quizá a rondar los 8 millones de almas en Egipto, 5 donde el Nilo y la cosecha de grano permitían sostener una densidad tan elevada, y quizá al menos un millón en la megaciudad de Roma, que se alimentaba y sostenía también gracias a las cosechas de cereales de Egipto y a las exportaciones procedentes de este país. Fuera de estos dos puntos, había grandes franjas del imperio de Adriano que estaban muy poco pobladas para lo que son nuestros parámetros. No obstante, en todas las provincias se requerían destacamentos del ejército romano para mantener la paz. Durante sus viajes, Adriano concedió mercedes a muchas ciudades, pero también tenía que gobernar grandes zonas en las que sólo había aldeas, no ciudades clasicizantes. Cuando fue necesario, ordenó levantar murallas a lo largo de grandes extensiones de terreno con el fin de mantener a raya a los pueblos que habitaban más allá del Imperio, proyecto que desde luego no tenía nada de clásico. El ejemplo más famoso es el Muro de Adriano, al norte de Gran Bretaña, que iba desde Wallsend, cerca de Newcastle, hasta Bowness. Aquella barrera maciza medía unos tres metros de espesor y más de cuatro de altura, estaba en parte revestida de piedra, cada kilómetro y medio había un fuerte, entre fuerte y fuerte se levantaban dos torreones de vigilancia, y en el lado norte se abría un foso de tres metros de profundidad y nueve de anchura. Hubo otros «Muros de Adriano», aunque en la actualidad ninguno sea tan famoso como éste. En el norte de África, más allá de los montes Aures, en la actual Tunicia, Adriano aprobó la construcción de largas extensiones de murallas y fosos cuya finalidad era controlar los contactos con los pueblos nómadas del desierto a lo largo de una frontera de casi doscientos cincuenta kilómetros. En el noroeste de Europa, en Germania Superior, se dio perfecta cuenta del peligro que representaba la región: «Para cortar el paso a los bárbaros erigió grandes postes clavados profundamente en el suelo y atados unos a otros formando una especie de empalizada». 6 

La construcción global de murallas no había formado nunca parte del pasado clásico. En los días de mayor auge de Atenas, por no hablar de la época de Homero, no había habido nunca un gobernante como Adriano, un emperador, ni un ejército permanente como el de Roma, de unos 500.000 soldados repartidos a lo largo de todo el Imperio. En la época clásica de Roma, a mediados del siglo I a.C. tampoco había todavía emperador ni ejército permanente. Adriano era heredero de unos cambios trascendentales que habían transformado la historia de Roma. Veneraba el pasado clásico de Grecia y Roma y, allá donde fuera, visitaría sus grandes reliquias. ¿Pero entendía el contexto en el que se había desarrollado, cómo había evolucionado y cómo había surgido su propio papel de emperador? 

Desde luego Adriano era famoso por su pasión por las «curiosidades» y su estudio. 7 En el curso de sus viajes, subió a la cima del volcán Etna, en Sicilia, y a otras montañas igualmente singulares, consultó antiguos oráculos de los dioses, y visitó las maravillas turísticas del antiguo Egipto, periclitado hacía ya mucho tiempo. Debido a esa mentalidad de turista, se convirtió además en una especie de urraca cultural, que se apropiaba de todo lo que veía y luego lo imitaba. De regreso en Italia, construyó cerca de Tivoli una villa de enormes proporciones, compuesta por distintos elementos que aludían explícitamente a los grandes monumentos culturales del pasado griego antiguo. La villa de Adriano era un vasto parque temático que contenía edificios que evocaban Alejandría y la Atenas clásica. 8 

En esa villa, a la muerte de su amado Antínoo, se dedicaría a escribir su autobiografía. No se conserva casi nada de ella, pero podemos suponer que contenía cariñosos tributos a su joven amado y al mismo tiempo pasajes que contribuyeran a enaltecer su propia imagen urbana. A Adriano le interesaba la filosofía y tal vez, a la manera epicúrea, se consolara a sí mismo del temor de la muerte. 9 Lo que no habría hecho habría sido analizar los cambios históricos que pudieran ocultarse tras todo lo que había visto a lo largo de sus viajes, desde Homero hasta la Atenas clásica, desde la magna Alejandría de Alejandro Magno hasta el antiguo esplendor de Cartago (ciudad que fue rebautizada con el nombre de Adrianópolis en su honor). Tomó como modelo al primer emperador romano, Augusto, pero parece que nunca se preguntó cómo éste había impuesto en Roma un gobierno de un solo hombre tras más de cuatrocientos años de preciada libertad. 

El presente libro pretende contestar a estas cuestiones para Adriano, y para los numerosos herederos de esa devoción suya, para aquellos que viajan al mundo clásico, contemplan los lugares clásicos y están dispuestos a reconocer que existió una «época clásica», incluso frente a las afirmaciones de que ha habido muchas más culturas en el mundo. Es una selección de cuestiones significativas e interesantes y de lo que menos se habla en él es de los temas que menos le habrían interesado a Adriano: de los diversos reinos griegos surgidos tras la muerte de Alejandro Magno y, sobre todo, de los años de la república romana comprendidos entre la destrucción de Cartago (146 a.C.) y las reformas del dictador Sila (81-80 a. C). En cambio, la Atenas de Pericles y Sócrates y la Roma de César y Augusto reclaman su máxima atención, como puntales «clásicos» del pasado al que tan unido se sentía Adriano. 

Los historiadores del propio imperio de Adriano no desconocían los cambios que se habían producido desde aquellos tiempos. Algunos intentaron explicarlos y sus respuestas no se limitaron a enumerar las victorias militares o a los distintos miembros de la familia imperial de Roma. La historia del mundo clásico es en parte la invención y el desarrollo de la propia historiografía. En la actualidad, los historiadores intentan aplicar a la interpretación de esos cambios sofisticadas teorías relacionadas con la economía y la sociología, la geografía y la ecología, las teorías de clase y de género, el poder de los símbolos o los modelos demográficos por poblaciones y grupos de edad. En la Antigüedad, esas teorías nuestras no tenían una manifestación explícita o ni siquiera existían. En cambio, los historiadores tenían sus propios temas favoritos, entre los cuales destacaban especialmente tres: la libertad, la justicia y el lujo. Nuestras teorías modernas pueden profundizar en esos temas explicativos de los antiguos, pero no suplantarlos por completo. He decidido destacar esos tres porque estaban en la mente de los actores de la época y constituían un elemento importante de la forma que tenían de ver los acontecimientos, aunque resulten insuficientes para nuestra manera de entender los cambios históricos. 

Cada uno de ellos es un concepto flexible cuyo radio de acción varía. La libertad, por ejemplo, comporta elección y para mucha gente en la actualidad implica autonomía o facultad de tomar decisiones independientes. La «autonomía» es una palabra inventada por los griegos antiguos, pero para ellos tenía un contexto político claro: empezó siendo la palabra empleada para designar el autogobierno de una comunidad, un grado protegido de libertad frente a un poder exterior que era lo bastante fuerte como para infringirla. La primera aplicación de la palabra a un individuo que se conserva se refiere a una mujer, Antígona, en el drama que lleva su nombre. 10 La libertad era, además, un valor político, pero en todo momento se veía acentuada por el estatus contrario, la esclavitud. A partir de Homero, todas las comunidades valorarían la libertad frente a los enemigos, que, por lo demás, habrían querido esclavizarlas. Dentro de una comunidad, la libertad se convirtió luego en un valor de las constituciones políticas: cualquier otra alternativa era calificada de «esclavitud». Ante todo, la libertad era el preciado estatus de los individuos que se diferenciaban de los esclavos, susceptibles de ser comprados y vendidos. Pero, al margen de la esclavitud, ¿en qué consistía la libertad de un individuo? ¿Requería libertad de palabra o libertad para adorar a los dioses que cada uno quisiera? ¿Era la libertad de vivir como a cada uno le apeteciera, o simplemente una libertad frente a cualquier injerencia? ¿Cuándo se convertía la «libertad» en perverso «libertinaje»? Estas cuestiones ya habían sido estudiadas en tiempos de Adriano, que, entre todos sus súbditos, fue aclamado como libertador y como dios por los griegos. 

El concepto de justicia había sido discutido igualmente. Los gobernantes, empezando por el propio Adriano, se arrogaban el título de justos, e incluso en tiempos de Homero se hablaba de comunidades «justas» idealizadas. ¿Estaba la justicia en manos de los dioses o la cruda realidad era que la justicia no era un valor determinante de las relaciones de las divinidades con los mortales? 

Los filósofos se habían preguntado desde hacía mucho tiempo qué era la justicia. ¿Era «dar a cada uno lo que se le debe» o era recibir cada individuo su merecido, quizá como consecuencia de su comportamiento en una vida anterior? ¿Era justa la igualdad? Y en tal caso, ¿qué clase de igualdad?
¿Lo «mismo para todos y cada uno» o una «igualdad proporcional», que variaba según la riqueza y la clase social de cada individuo? 11 ¿Qué sistema la garantizaba? ¿Uno de leyes aplicadas por jurados de ciudadanos elegidos al azar, o bien uno de leyes aplicadas y creadas por un solo juez, acaso un gobernador o incluso el propio emperador? Adriano dedicó gran parte de su energía a juzgar y atender peticiones, y ésa es la faceta a través de la cual lo conocemos mejor. Se conservan algunas respuestas a ciudades y súbditos de su imperio que los interesados se encargaron de conmemorar en inscripciones. 12 Otros decretos suyos han sobrevivido en diversas colecciones latinas de dictámenes legales. Existe incluso una colección aparte de «dictámenes» de Adriano, que son las respuestas dadas por el emperador a diversos peticionarios y que fueron reunidas en forma de ejercicios escolares para su traducción al griego. 13 En la época clásica griega, ni Pericles ni Demóstenes habían contestado a las peticiones de nadie ni habían dado respuestas que tuvieran fuerza de ley. 

Lo mismo que la justicia y la libertad, el lujo era un término con una historia muy flexible. ¿Dónde empieza exactamente el lujo? Según la novelista Edith Wharton, el lujo es la adquisición de algo que no se necesita, ¿pero dónde acaban las «necesidades»? Para la diseñadora de modas Coco Chanel, el lujo era un valor más positivo, cuyo contrario, solía decir, no es la pobreza, sino la vulgaridad; en su opinión «el lujo no es ostentoso». Desde luego es un concepto que invita a utilizar dobles raseros. A lo largo de la historia, desde Homero hasta Adriano, fueron aprobadas leyes destinadas a limitarlo y los pensadores lo consideraron algo muelle o corruptor o incluso subversivo desde el punto de vista social. Pero las variedades del lujo y su demanda fueron multiplicándose a pesar de las voces levantadas en su contra. En torno al lujo podemos escribir toda una historia de los cambios culturales facilitada por la arqueología, que nos proporciona pruebas de su extensión, ya sean las cuentas de lapislázuli importadas del mundo prehomérico (por su origen, todas ellas procedentes del nordeste de Afganistán) o de los rubíes de Oriente Próximo importados a partir de la época de Alejandro (tras su análisis, se ha demostrado que procedían en último término de Birmania, entonces desconocida). 

En tiempos de Adriano y su pasión por el clasicismo, las libertades políticas de la pasada época clásica se habían visto muy mermadas. La justicia, a nuestros ojos, se había vuelto menos justa, pero, en cambio, los lujos, desde los alimentos al mobiliario, habían experimentado una gran proliferación. ¿Cómo se habían producido esos cambios y cómo, en todo caso, se relacionaban unos con otros? Habían tenido lugar en un ambiente marcado intensamente por la política, pues el contexto de poder y de derechos políticos fue modificándose de manera tumultuosa a lo largo de las generaciones, hasta un punto que sitúa esta época al margen de los siglos de monarquía u oligarquía de gran parte de la historia subsiguiente. Si se hace un estudio temático de esta época, por capítulos dedicados al «sexo», «el ejército» o «la ciudad-estado», el período en cuestión se ve reducido a una unidad estática falsa, y la «cultura» queda desgajada de su contexto formativo, las relaciones de poder cambiantes y contrapuestas. Por eso nuestra historia sigue el hilo de un relato cambiante, dentro del cual esos tres temas principales tienen unas resonancias asimismo cambiantes. A veces es una historia de grandes decisiones, tomadas por individuos (varones), pero siempre en un escenario de miles de vidas individuales. Algunas de esas vidas, ajenas a la «gran narración», las conocemos por las palabras que se inscribieron en materiales duraderos, las vidas de los atletas victoriosos o los orgullosos propietarios de caballos de carrera cuyos nombres se conservan, la señora de la ciudad natal de Alejandro Magno que escribió una maldición contra el amante que ella deseaba y contra la muchacha a la que éste prefería, Tétima («¡Que no se case con otra más que conmigo!»), o el infortunado propietario de un lechoncillo que había ido corriendo junto al carro de su amo por la carretera de Tesalónica, para ser atropellado en Edesa y perecer en un accidente en un cruce de caminos. 14 

Decenas de personajes de este estilo salen a la luz cada año en las inscripciones griegas y latinas recientemente estudiadas, cuyos fragmentos exigen a los especialistas agudizar su talento al máximo, pero cuyo contenido realza la diversidad del mundo antiguo. Desde Homero hasta Adriano, nuestro conocimiento del mundo clásico no ha dejado de evolucionar, y el presente libro es un intento de seguir sus puntos de mayor interés como Adriano, el gran viajero global de aquel mundo, no pudo seguir nunca.

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1 AuloGelio, 19.8.5. 
2 J. M. C. Toynbee, The Hadrianic School: A Chapter in the History of Greek Art (1934). 
3 A. Spawforth, S. Walter, en Journal of Román Studies (1985), 78-104, y (1986), 88-105, siguen siendo los principales estudios. 
4 Corpus Inscriptionum Latinar um 12.1122. 
5 Josefo, Guerra de los judíos 2.385. 
6 Historia Augusta, Vida de Adriano 12.6. 
7 Tertuliano, Apología 5.7. 
8 William J. Macdonald, John A. Pinto, Hadrian's Villa and Its Legacy (1995). 
9 R. Syme, Fictional History Oíd and New: Hadrian (1986, conferencia), 20-21: «La idea de que Adriano era, si acaso, epicúreo puede provocar inquietud o disgusto». Hasta ahora no ha sido así. 
10 Sófocles, Antígona 821. 
11 F. D. Harvey, en Classica et Mediaevalia (1965), 101-146. 
12 Mary T. Boatwright, Hadrian and the Cities ofthe Román Empire (2000), un excelente estudio cuya bibliografía es muy importante para el presente libro. 
13 Naphtali Lewis, en Greek, Román and Byzantine Studies (1991), 267-280, con la historia del debate académico en torno a su autenticidad. 
14 G. Daux, en Bulletin de Correspondance Hellénique (1970), 609-618, y en AncientMacedonia II, Institute for Balkan Studies n.° 155 (1977), 320-323.