EL ALMA EN LA PIEDRA
Altamira, 13.000 a.C.
El clan Tiznado lucha por
sobrevivir en un entorno hostil.
Altamira, 13000 a. C. El clan Tiznado se reúne en torno a la hoguera, frente a la gran cueva que los protege del mundo. Ibo Huesos de Liebre, hábil rastreador, también experto en representar imágenes en los techos y paredes del sagrado refugio, trae noticias sobre la próxima cacería: ha localizado el cubículo donde se guarecen una osa y sus dos oseznos. La joven Ojos Grises escucha encandilada el relato del cazador. Abajo, en el valle, tribus de ancestrales adversarios del clan Tiznado esperan la menor oportunidad para acabar con sus enemigos. El destino de lucha y supervivencia está marcado, aunque Ibo Huesos de Liebre intuye que para los suyos no hay futuro sin conocimiento, sin saber quiénes son y por qué habitan en este lado de la existencia, el territorio de los Aún Vivos. El drama de la vida, la esperanza y la muerte, aguardan como siempre a unos y otros.
«La gente entiende fácilmente que los “primitivos”
cimenten su orden social mediante creencias
en fantasmas y espíritus, y que se reúnan
cada luna llena para bailar
juntos alrededor de una hoguera.
Lo que no conseguimos apreciar
es que nuestras instituciones modernas
funcionan exactamente sobre la misma base».
Yuval Noah Harari, Sapiens
«Me gustaría saber qué es lo cierto.
No me gusta no saber».
Carl Sagan, Cosmos
Nota del autor
Todos los períodos históricos han tenido épocas de esplendor. El Paleolítico superior es una «edad dorada», previa a la escisión entre el ser humano y la naturaleza que supuso el inevitable avance neolítico.
La Biblia, en el mito de Caín y Abel (por citar un texto clásico, de todos conocido), da buena cuenta de este paso traumático y decisivo en la evolución de nuestra especie. Existe un continuo cultural en la historia que pone de manifiesto la intervención de la conciencia como necesario agente de progreso y, al mismo tiempo, elemento de reflexión sobre sí misma.
Al homo sapiens paleolítico le inquietaban las mismas preguntas trascendentes que a nosotros: el porqué del mundo, de los fenómenos y las cosas; y, sobre todo, el porqué de ellos mismos, su razón de ser y su motivo de estar: su causa y su propósito.
Desde su origen como disciplinas científicas, hasta hace poco, la historiografía y la descriptiva estudiaban el arte prehistórico como expresión de inquietudes mágico-religiosas y, en todo caso, ornamentarias. Sin embargo, las últimas aportaciones de la arqueología y la antropología dirigen su atención hacia un aspecto inédito: el arte rupestre expresivo del interrogante humano, la mirada introspectiva y la posibilidad cognitiva; una representación de conocimientos avanzados por medio de las utilidades tecnológicas al alcance de la humanidad en aquel tiempo.
Dichas propuestas de investigación trabajan sobre la hipótesis de que el arte parietal, así como algunas muestras de artesanía objetuaria, intentaron representar y reproducir el movimiento por medio de desarrollos gráficos combinados con efectos de luz y sonido.
El arqueólogo y divulgador Marc Azéma, tras años de investigación sobre numerosos escenarios minuciosamente observados, ofrece una conjetura plausible al tiempo que novedosa acerca de esta cuestión: «Desde el principio, el hombre hizo su cine», escribe en su libro Origines paléolithiques de la narration graphique. Según esta teoría, desarrollada en varias publicaciones y documentales, muchos siglos antes de Edison y los hermanos Lumière, las paredes de las cuevas y los objetos decorados por artistas paleolíticos dieron testimonio de la creación de procesos gráficos, técnicas y narrativas que caracterizan una verdadera «prehistoria de la tecnología descriptiva».
El trabajo de campo en «museos» prehistóricos como Altamira, la cueva del Castillo y los yacimientos del valle de Vézêre, entre otros lugares, e igualmente el examen minucioso del «figurativo analítico» rupestre con ayuda de potentes medios científicos, confirman la hipótesis de que en las paredes y techos de aquellos ancestrales refugios están ciertamente representadas (pintadas) las inquietudes cotidianas del homo sapiens en torno a la actividad cinegética y la supervivencia; pero también están escritos los primeros libros de filosofía y ciencia de la humanidad.
El alma en la piedra es una obra de ficción que aborda desde esta exclusiva vertiente —la pura ficción— unos momentos trascendentales de la historia: cuando, florecida la conciencia en caudalosa curiosidad sobre su hábitat y sentido último, se empeña el ser humano, como siempre ha hecho, en comprender el mundo y entenderse a sí mismo. Por simple motivo de cercanía cultural, y porque la de Altamira es la única cueva donde se alberga arte prehistórico que he tenido oportunidad de visitar (hace de eso muchísimos años), he ambientado la acción de la novela en este entorno, o muy parecido. Si bien, los hechos narrados en El alma en la piedra podrían haberse desarrollado en cualquier lugar del sur de Europa y en cualquier momento entre 14000 y 10000 a. C.
Sobre el uso del lenguaje en esta novela, tanto por la voz narradora como por los personajes integrados en el argumento, creo conveniente anticipar la siguiente explicación: He reflexionado mucho en el tono de la historia —lo que sin duda acrecienta mis posibilidades de equivocarme—: cómo debía expresarse el narrador y cómo debían hacerlo los personajes. Tal como señala Yuval Noah Harari en su estimulante ensayo Sapiens, el lenguaje es simultáneamente un elemento generador fundamental en la revolución cognitiva humana y el resultado más eficiente de esta, en razón de las necesidades y anhelos que aunaban la actividad común de nuestros primitivos antepasados.
Señala Harari, creo que con acierto: «Nuestro lenguaje evolucionó como un medio de compartir información sobre el mundo. Pero la información más importante que era necesaria transmitir era acerca de los humanos, no acerca de los leones y los bisontes. Nuestro lenguaje evolucionó como una variante de chismorreo. El homo sapiens es ante todo un animal social. La cooperación social es nuestra clave para la supervivencia y la reproducción. No basta con que algunos hombres y mujeres sepan el paradero de los leones y los bisontes. Para ellos es mucho más importante saber quién de su tribu odia a quién, quién duerme con quién, quién es honesto y quién es un tramposo».
Evidentemente, no sabemos ni por lo remoto cómo hablaban los seres humanos 15000-10000 años a. C, aunque tenemos sobrada constancia de que se comunicaban entre ellos por medio de signos complejos, tanto fónicos y gestuales como gráficos, además de recurrir a abundante objetuario simbólico. Si aceptamos el principio elemental de que cuanto más desarrollada tecnológicamente es una sociedad más sofisticado es el idioma en que sus miembros interactúan, no resulta difícil imaginar que los habitantes del Paleolítico superior disponían de un acervo lingüístico nada despreciable.
Sabemos que desarrollaron técnicas ornamentales y fabriles avanzadas, que bastantes miembros del mismo grupo humano debían ponerse de acuerdo para organizar cacerías masivas, que sanaban heridas y trataban enfermedades con métodos rudimentarios aunque en ocasiones muy eficaces; y también sabemos que habían ingeniado todo un mundo de referencias sagradas, de carácter mágico-religioso, por medio del cual intentaban no solo conjurar los peligros e inconvenientes que pudieran surgirles en su entorno cotidiano, sino también dotar de sentido y trascendencia la vida de los individuos.
La religión en ese período (única filosofía posible) era sin duda animista, y la representación del mundo que ejecutaban y que observamos en las pinturas y demás vestigios rupestres así lo confirma. Todo ello requería la utilización de un lenguaje hablado que favoreciera la operatividad de elementos abstractos y la exposición de conceptos no tangibles aunque con capacidad para aglutinar idearios colectivos, así como de coordinar a la perfección acciones llevadas a cabo por grupos significativos de individuos en pos de una meta colectiva. Todo ello confirma mi convicción de que el lenguaje paleolítico integraba niveles superiores de la percepción y el conocimiento humanos, necesarios a la gran revolución cognitiva que facilitaría el advenimiento de la era neolítica. Ahora bien, en lo que concierne a la vida cotidiana y afanes espirituales de los pobladores paleolíticos, sabemos muy poco.
«Suponemos que eran animistas, pero este dato no es muy informativo. No sabemos a qué espíritus rezaban, qué festividades celebraban o qué tabúes observaban. Y, lo más importante, no sabemos qué relatos contaban. Esto constituye una de las mayores lagunas en nuestra comprensión de la historia humana». (Y. N. Harari). Cualquier conjetura descriptiva sobre los detalles de la espiritualidad arcaica es un ejercicio meramente especulativo, pues las muestras e indicios son muy escasos, y los pocos que tenemos —un número muy pequeño de objetos, ajuares funerarios y pinturas rupestres— pueden ser analizados y explicados de muchas y distintas maneras. Las teorías de los científicos y sabios en la materia que afirman conocer qué anhelaban y sentían los cazadores-recolectores nos hablan más de las ideas preconcebidas de estos estudiosos que sobre las religiones en la Edad de Piedra.
En vez de construir numerosas teorías sobre hallazgos esporádicos de restos y tumbas, pinturas rupestres y estatuillas de hueso, es mejor ser honesto y sincero y admitir que solo alcanzamos a tener ideas muy vagas y escasa certeza sobre las religiones, ritos, costumbres y lenguaje de los antiguos cazadores del Paleolítico. Es por todo lo anterior que determiné «hacer hablar» a los personajes de El alma en la piedra con la soltura y espontánea naturalidad de seres racionales contemporáneos —no olvidemos que entre los orígenes de nuestra cabal contemporaneidad neolítica y aquella humanidad prehistórica median tres milenios, a lo sumo—; si bien, en aras de la verosimilitud ficcionaria, he intentado mantener un estilo expresivo sencillo, simplificado, abundante en aliteraciones que, espero, no caigan en la reiteración.
También he evitado en lo posible la utilización de conceptos que solo han alcanzado sentido pleno en el transcurso de la modernidad. No estoy muy seguro, pero creo que ninguno de ellos se ha colado por alguna rendija de la novela. Aparte de la elegida, tenía dos opciones más para solventar esta cuestión.
La primera, hacer que mis personajes se expresasen a la manera de los indios en las películas del Oeste, lo que me parecía en exceso ridículo porque las tribus aborígenes americanas poseían idiomas bastante más perfeccionados que ese rejuntado de infinitivos, del todo absurdo, por el que los productores de Hollywood se han empeñado en hacerles hablar desde que se inventó el cine sonoro.
La segunda: sobredimensionar la descripción subjetiva en la narración e inventar un idioma para momentos especiales —diálogos— en el cual se expresarían los personajes excepcionalmente, lo cual quedó de inmediato fuera de toda consideración porque mi propósito al escribir "El alma en la piedra" no era formular una rigurosa reconstrucción antropológica de una época y una civilización, sino adentrarme justamente en los terrenos más privados de los individuos:
el florecer la conciencia y la interpretación del mundo conforme a la capacidad sapiencial de cada uno de ellos.
De tal forma, los personajes de El alma en la piedra hablarán entre sí y para el lector como los de cualquier otra novela, en la espera por mi parte de que su llaneza y claridad lexical no quiebre lo verosímil de su trazado; también acogiéndome, en última instancia, a la benevolencia del lector, ya prevenido de que se encuentra ante una obra de ficción histórica, no ante un compendio científico… Sobre el cual, por cierto, ya me gustaría estar en condiciones y tener conocimientos de escribir.
Vale.