"«La fe católica y el sentimiento religioso que de ella se engendra es, repetimos, el manantial de cuanto hay de verdaderamente grande y bello en la historia de nuestra patria». Ortí y Lara, 1877, pág. 252
"Una apología de la unidad religiosa tradicional implicaba una censura de la Restauración que la había sacrificado. La pérdida de esta unidad, fruto de tantas luchas y hazañas extensamente descritas en Jeromín, es una traición de la nación española católica por definición. En Pequeñeces, Coloma describe con mordaz ironía el estado de corrupción de una nobleza dispuesta a transigir con los principales actores de la Restauración. En este ambiente putrefacto sólo se salva el Marqués de Benhacel que corresponde a lo que debe ser un grande de España:
«Servir de ejemplo en los pensamientos, en las palabras, en las acciones y en las costumbres; sostener con dignidad de las glorias que representa [...] saber defender un trono cuando se hunde, como en España, el 68»". Coloma, 1975, pág. 438
En su comentario acerca de Jeromín, Alejandro Pidal evoca el arte del novelista que supo resucitar los momentos más gloriosos de la historia nacional y expresar «una verdad sincera, definitiva y final» (Pidal, 1908, pág. 54). Estas palabras recuerdan cuan útil puede resultar este «realismo sacado de los arcanos de la Historia» que permite extraer del pasado valores intemporales y perpetuar el pasado en el presente. La filosofía tradicionalista de la Historia que impregna este tipo de novela histórica exalta la tradición que abre un destino y cuya defensa es una misión.
En su época Jeromín era, sin lugar a dudas, el parangón de la novela edificante que revelaba el heroísmo y el genio de los que estaban predestinados a «las más gloriosas hazañas por las sencillas pero sublimes virtudes de la religión» (ibid.). Pero también era el ejemplo de una novela católica de finales de siglo que constituía una muestra ejemplar de «naturalismo al revés». Una novela que, según la Pardo Bazán, había sido capaz de sobrepasar los límites y las estrecheces de la ideología para aventurarse en la vía de una búsqueda formal y de una escritura más adaptadas a las exigencias de una sociedad y de un público que habían cambiado".
"Año 1554:
España domina el orden.
Sus invencibles banderas se despliegan agitadas por un viento de victoria. Son las banderas del emperador Carlos I. Con el fuego de nuestras bombardas y culebrinas y el filo resplandeciente de las picas de nuestros tercios la historia de España llevó a sus páginas una interminable letanía de nombres gloriosos:
Flandes, Nápoles, Túnez, Sajonia, Provenza, Argel.
Las victorias se sucedían al son de los clarines y al redoble de los tambores. Y sus ecos atravesaban el mundo, estremecido bajo aquel trueno de gloria.
Todo cedía ante el arrojo de los infantes, la bravura de sus capitanes y el ímpetu de la caballería española.
Carlos I fue el brazo armado de la cristiandad. Sus hazañas convirtieron en imperio la unidad lograda por los Reyes Católicos.
Bien pudo decirse de él que podía cruzar Europa de confín a confín pisando tierras de su soberanía.
Y para dominar aquel imperio, el más grande que conocieron los siglos, las mocedades de España habían salido a la gran aventura del mundo.
Los hombres hacían la guerra. Los niños jugaban a la guerra".
Hay que leer la Historia.
Si nos alimentamos únicamente de telegramas y crónicas actuales, vamos a caer, seguramente, en la ilusión desesperada de que nunca la humanidad ha sido tan cruel, tan loca, tan salvaje como ahora; de que el hombre jamás se ha demostrado tan inconsciente para correr a su propia destrucción ni tan inmoral para faltar a sus deberes más solemnes, a sus palabras, a sus compromisos...
Todo eso es pura falta de perspectiva, ignorancia de lo que ha sucedido.
Abramos una página cualquiera de la Historia; si queréis, de esta biografía histórica.
Y leamos:
"Había ante la tienda de Mustafá una ancha explanada, y en ella les fueron degollando uno a uno, con tal rabia y violencia, que la sangre salpicó más de una vez la sobreveste de púrpura de Bragadino: por tres veces hicieron arrodillar a éste sobre el tajo para cortarle la cabeza y otras tantas le retiraron por el solo gusto de angustiar su ánimo, contentándose al fin, por entonces, con quebrarle los dientes, cortarle la nariz y arrancarle las uñas y las orejas. Mientras tanto, arrojábase la marinería turca sobre los soldados y oficiales cristianos embarcados ya en las galeras, quitábanles las armas y atábanles a los bancos para convertirlos en esclavos remeros. Por doce días abrumaron los feroces turcos al noble Bragadino a fuerza de tormentos. Azotábanle todas las mañanas atado a un árbol y con dos cestas de tierra atadas al cuello hacíanle trabajar en aquellos mismos baluartes que el cuello hacíanle trabajar en aquellos mismos baluartes que el ilustre general supo defender con tan heroico denuedo: cuando encontraba a Mustafá al paso, obligábanle los soldados a postrarse de rodillas y besar el suelo con sus labios mutilados."
"Convirtió Mustafá en mezquita la catedral de Famagusta, y para celebrar tan sacrílega ceremonia mandó traer a su presencia al mártir Bragadino. Hallábase Mustafá sentado en el altar mayor, sobre el ara misma, y condenóle desde allí a ser desollado vivo, gritándole con diabólica rabia:
— "¿Dónde está tu Cristo? Mírame sentado en su altar... ¿Por qué no me castiga? ¿Por qué no te libra?"
"Comenzaron a desollarle por los pies, temerosos de que no pudiera soportar todo el suplicio vivo, y así sucedió en efecto: al llegar los verdugos a la cintura, el heroico mártir tuvo un estremecimiento horrible y se quedó muerto." Creemos que basta.
La lectura de esta página, rigurosamente histórica, como todo el libro, nos ha de permitir, por lo menos durante algunos días, afrontar sin "un temblor de todos los miembros" el relato que la prensa y la radio nos hacen diariamente de lo que ocurre allá donde estas cosas ocurrían.
Bragadino, Marco Antonio Bragadino, era el gobernador veneciano de Famagusta que, tras un asedio de sesenta y cinco días, se había rendido a los infieles, previa la formal promesa de que a él y sus hombres se les permitiría embarcarse rumbo a la isla de Candía.
Pero el siglo XVI era así.
Mucho camino habían hecho el Cristianismo, el espíritu caballeresco y la cultura renacentista para domeñar algo a las fieras; pero quedaban todavía amplios brotes y rebrotes del furor primitivo y la amenaza constante de los bárbaros a la orilla de Europa, en acecho.
Esta noticia, sin embargo, produjo escalofríos y se cuenta entre los grandes resortes que impulsaron a la cristiandad a unirse para dar la que, después, figuró en la Historia como la batalla de Lepanto.
Porque entonces, también, los cristianos andaban mal avenidos y algunos hubo que no tuvieron escrúpulos en unirse a los bárbaros del Oriente.
Tal como ahora.
Se había estipulado la Liga Santa contra el turco entre la Santa Sede, la señoría de Venecia y el rey de España; pero quedaba por determinar quién mandaría la flota. Tenía el papa, por un lado, de candidato a Marco Antonio Colonna, duque de Paliano y gran condestable de Nápoles; Venecia, por el suyo, presentaba al viejo almirante Sebastián Veniero, y España, al demasiado joven príncipe don Juan de Austria, hijo natural del César Carlos V y hermano de don Felipe II.
La suerte del mundo dependía de la elección.
Y ésta, a su vez, de lo que dijera el papa... De ahí que el libro tercero de la obra se inicie con aquel impresionante cuadro de San Pío V tendido en el suelo de su oratorio particular, gimiendo y pronunciando entrecortadas frases para implorar la luz del Espíritu Santo. Historiador concienzudo, pero también hábil escenógrafo, el padre Coloma nos ofrece allí un cuadro que admirablemente serviría de escena inicial a una película impresionante. El recinto estrecho como ángulo de prisión, la lámpara de plata que alumbra trozos de artesonados y un gran Cristo de tamaño natural, encuadran a la visión del pontífice consumido por la penitencia y que se agita como un manojo de raíces de árboles, atormentadas.
Pasó de allí el pontífice a celebrar la misa con sus prelados, y se cuenta que, leyendo el Evangelio, con suma pausa, detúvose particularmente en una frase y la repitió como sopesándola, en tono distinto:
Fuit homo missus a Deo cui nomen erat Ioannes...Hubo un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan.
Ahí estaba la respuesta, y de ahí salió el nombramiento de don Juan de Austria para "la más gloriosa ocasión que vieron los siglos".
El padre Coloma toma al héroe desde cuando no se llamaba todavía Juan, ni pontífice alguno soñaba con entregarle los destinos de la cristiandad, sino que era un rapaz de ojos garzos, hijo presunto de Ana de Medina y el más audaz de los pilluelos que rompían sus primeros calzones en la villa de Leganés. Jugaba con los demás chicos del pueblo a los comuneros y se 'entretenía en descabezar de farsa moros fingidos cuando apareció en el pueblo aquel descomunal artefacto, una especie de casita con dos ventanas muy chicas y cuatro ruedas muy grandes arrastrada por dos parejas de muías que guiaban dos jayanes mediante un palo largo.
Es otra escena de biógrafo, otro pasaje impresionante y gráfico, aunque no de macabro claroscuro como el del pontífice, sino impregnado en ternura melancólica y una especie de tristeza risueña. Jeromín es todavía Jeromín, un chico del pueblo y tan cándido como los labradores mismos de aquel entonces, que sé espantaban ante la aparición de la calesa. La gente grave sólo viajaba en carreta tirada por bueyes, y aquel coche o carrocilla de las que se usaban en Flandes hacía salir a las ciudades enteras para verle con admiración. "Esto sucedía en aquel tiempo, dice un cronista, refiriéndose al año 1577; pero dentro de poco fué necesario prohibir los coches por pragmática. Tan introducido se hallaba ya este vicio infernal que tanto daño ha causado en Castilla"
Quien busque curiosos espectáculos, hechos reveladores de un estado social diverso y detalles psicológicos de personalidades poderosas, atrayentes e influyentes, no tiene sino que asomarse a cualquier ventana del siglo XVI
En esa centuria se reúnen todo lo pintoresco, lo fuerte, lo bárbaro y también lo delicado de la Edad Media, de las costumbres caballerescas y del sentimiento religioso, con los albores de la Edad Moderna, que ponen todo aquello de relieve y lo traducen, en cierto modo, a nuestro idioma contemporáneo.
Es el reflujo del Renacimiento y el drama interior del hombre que empieza.
El padre Luis Coloma, aficionado a estas vastas y nobles decoraciones históricas, con gran sentido del drama y poderosa intuición para seguir los movimientos interiores, escogió dos de las figuras más novelescas en la historia del siglo XVI: María Estuardo, la Reina Mártir, la víctima de Isabel, la degollada trágica, infinitamente bella, que triunfará perpetuamente de su rival victoriosa, y este Jeromin, hijo del azar, con una madre poco digna de tal hijo y un padre que apenas alcanzó a acariciarlo con ternura de abuelo en el monasterio de Yuste y que se crió al lado de su sombrío hermano mayor, Felipe II.
Hubo un momento en que la política concertó el matrimonio de María de Escocia y don Juan de Austria.
No lo quiso la suerte.
Ella era ya la prometida del cadalso. El marchaba hacia un destino misterioso, que nunca se ha descifrado enteramente, después de haber subido en Lepanto a la más alta cumbre de la gloria humana, cuando tenía sólo veinticuatro años de edad.
—Fuit homo missus a Deo cui nomen erat Ioannes...Hubo un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan.
Han dicho que esta obra, dada a luz en 1903, debe considerarse precursora del género en boga que llaman biografía novelesca; pero, ¿puede considerarse novelesca una obra que se ajusta del modo más estricto a los hechos documentales? Novela es la "historia fingida", y no hay aquí una sola palabra que autorice para hablar de ficción. Tampoco lo necesitaba el fondo del relato. Es de por sí ya bastante novelesco y hasta inverosímil su tejido para que fuera preciso añadirle pormenores falsos, y el autor, artista y psicólogo de los más finos que ha tenido España, se ha limitado a poner de relieve los contrastes que naturalmente se presentan en el curso de la narración, cronológicamente seguida.
Los hechos mismos, por lo demás, parecen confabularse para ofrecerle todo lo que el novelista más amigo de efectos podría desear en materia de escenas, anécdotas, diálogos históricos y hasta cuadros de gran aparato, como los que la Inquisición ofrecía entonces y no han sido hasta ahora superados por institución alguna, civil ni religiosa.
Y aun, si se quisiera un contraste para hacer resaltar más todavía la figura de este don Juan salido de la nada, y que llegó a serlo todo, ahí estaría el lamentable príncipe don Carlos, su sobrino, heredero del trono más poderoso de la cristiandad, en cuyos dominios no se ponía el sol y que nunca pasó de la mentecatez reconocida, hasta sumergirse en la locura franca primero y, después, en la muerte más o menos procurada artificialmente.
Pero no vamos a anticipar la lectura.
En la chabacanería de la producción moderna, industrializada y estandarizada, "Jeromín", del padre Coloma, sobresale por su frescura permanente, que treinta y nueve años de fecha no han marchitado, y por su sello auténtico de historia verdadera, honrada y fuerte, asentada en una creencia honda, hecha con ciencia y conciencia de historiador y artista.