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viernes, 20 de junio de 2025

LIBROS "LEOVIGILDO, REY DE LOS HISPANOS" y "PELAYO": EL HÉROE QUE SALVÓ HISPANIA: ⚔ LA RESISTENCIA QUE DIO VIDA A UN REINO Y FORJÓ UNA LEYENDA ⚔ por JOSÉ SOTO CHICA

Pelayo: 
la resistencia que dio vida a un reino y forjó una leyenda. 
La novela del héroe que salvó Hispania.

En 718, al pie de la santa cueva de la Virgen, Pelayo y sus recios astures, que no hace mucho lo han designado rey, acaban de conseguir lo imposible: rechazar al gran ejército del valí al-Hur. Así, Asturia se ha convertido en un reducto incómodo para enemigos y también para presuntos amigos. Ni siquiera su vecino y rival por linaje, Pedro, duque de Cantabria, tiene claro que haya de unirse a él; además, ¿quién es ese advenedizo Pelayo? 
La victoria en Covadonga tiene una cara aún más amarga: el jefe de exploradores, Addi, el lobo de los banu ifran, ha dado con un tesoro en su búsqueda de cautivos que esclavizar. Es un niño pequeño, sí, pero es Favila, el hijo de Pelayo, y bien sabe el moro lo que vale. Tanto como Marina, casada con el ambicioso emir Munuza, a quien ella odia, aunque no tanto como a su hermano, ahora rey de los astures: no parará hasta que acabe con su vida y la de su familia.

En la Hispania del siglo VIII, mientras Pelayo guerrea, un moro cruel custodia a un niño, un guerrero fuerte como un oso sucumbirá al embrujo de unos ojos negros y una hechicera busca la fuente para volver con su hijo. Tras Egilona, reina de Hispania, llega Pelayo, una extraordinaria novela armada como un reloj de precisión por José Soto Chica, cronista contemporáneo de un tiempo olvidado y magnífico narrador de la gesta de los que no se rindieron. Honremos a Pelayo pues el héroe que salvó Hispania.

«En aquel tiempo el rey Rodrigo perdió la gloria del reino. 
Con razón se mantuvo la espada árabe. Cuya plaga, 
por tu diestra, Cristo, expulsaste por medio de tu siervo Pelayo. 
El cual al principio, haciéndose con el poder, 
victoriosamente golpeó a los enemigos que combatía y, 
alzándose victo­rioso, defendió al pueblo de los astures y de los cristianos».

TESTAMENTO DE ALFONSO II, 
BISNIETO DE PELAYO
(originalmente redactado en 812)

PRÓLOGO


Febrero de 783 en un pequeño monasterio de los Pirineos

A García le duelen las manos de frío. Con la diminuta llama de una lucerna descongela la tinta solidificada en el tintero de hierro. Sabe que se está demorando más de lo nece­ sario en ese menester, pues la tinta ya fluye de nuevo y, sin embargo, sigue aplicando la vacilante llama al metal que la contiene, con el inconfesable propósito de calentarse las ateridas manos. Y es que García se ha propuesto mortificar su cuerpo y someterlo al frío y al hambre,pero está comprobando, una vez más, que una cosa es proponerse algo y otra muy distinta cumplirlo. Por suerte, bien lo sabe él, la conciencia de un hombre es tan acomodaticia como lo es la tinta sobre el pergamino: la misma tinta cuenta una cosa y la contraria, la misma conciencia reniega de algo y luego lo justifica con vehemencia.

Pero los hombres no son ángeles y, además de la voluntad, también tienen frágil la memoria. Por eso Dios quiere que haya personas como él que escriban sobre el pa­sado. Un pasado hecho de pecado.
Pecado...Por su culpa se perdió el reino de los godos. Pues sin duda fue un castigo divino el que asoló Hispania y la sometió al imperio de los árabes.

Pero se está extraviando en pensamientos oscuros y tiene mucho trabajo por delante. Pues, ahora que ha completado la historia de cómo la ruina se abatió sobre los godos, debe narrar cómo Pelayo reunió a los últimos de ellos y, sumándolos a las gentes de las montañas del Norte, sostuvo, contra toda esperanza, un último estan­darte de rebeldía en Hispania.

Disciplinado, García anota las fechas y repasa lo ya escrito. Fue en el año 749 de la era hispana, el año 711 desde el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, cuando el rey Rodrigo sucumbió con su gran ejército ante el poder de las armas de árabes y moros... Pelayo sobrevivió a esa batalla y, durante un tiempo, cabalgó junto a la reina de Hispania, Egilona. Fue esta última mujer seductora y pecadora, que terminó casán­dose con Abd al-Aziz, el hombre que había dado muerte a su primer esposo, Rodrigo, pero que, loado sea nuestro Señor, recibió al fin justo castigo por sus faltas.

En cuanto a Pelayo, vagó mucho tiempo por Hispania, combatiendo unas veces, huyendo otras, hasta terminar en Asturias. Allí creyó poder olvidarse del mundo y vivir tranquilo, pero el emir Munuza, el mismo que se había casado con su hermana, le tendió una trampa para darle muerte y así poder apoderarse de sus tierras. Para sobrevivir y librar a su gente de la servidumbre, Pelayo subió a los montes y vagó por ellos peleando sin cesar, acosado como una fiera y soportando hambre y penalidades sin cuento ni medida.

Al cabo, pasados cinco años, y cuando ya hacía siete desde que llegaron a Hispa­nia los conquistadores enviados a ella por el califa de Damasco, las gentes de la mon­taña eligieron a Pelayo como a su príncipe, pues ya no querían seguir viviendo bajo el pesado yugo que los árabes habían puesto sobre su cerviz.

En ese punto, García se detiene. Una racha de viento helado abre el postigo del ventanuco que airea la pequeña estancia. La luz vacila primero, y luego se aviva e ilumina el cuenco de piedra que hay junto al tintero de hierro. Lleva más de sesenta años sin separarse de aquel pequeño y excepcional recipiente, pues parece preservar su vida y aliviar su atormentada conciencia de traidor. Es un objeto precioso que des­ entona en la celda de un monje, pues está hecho con una ágata translúcida tallada y pulida en forma de sencillo cáliz con la maravillosa habilidad de los días antiguos y que, acunada, traspasada por la luz, libera su mágico misterio avivando el blanco de sus vetas y desplegando entre ellas cálidas tonalidades que peregrinan por el rojo, el castaño y el dorado.

Acaricia el cuenco con doloridos dedos castigados por la artritis y de inmediato cree recibir alivio. Los retira y sonríe cansadamente, pues sabe que esa piedra semipre­ ciosa, finamente trabajada, vale más que un reino. 
¿Quién conoce su valor? Solo él y sus cinco hermanos, y a ellos, a los otros monjes, se lo reveló tras hacerles jurar, sobre el Evangelio de san Juan, que guardarían el secreto.

De hecho, García está convencido de que sus hermanos en Cristo lo tomaron por loco y no lo creyeron. En cualquier caso había de hacerlo, pues de un día para otro mo­ rirá y ellos tendrán entonces que preservar y custodiar el cuenco.

¿Qué hace pensando en estas cosas mientras el viento gélido entra en la celda y se empeña en congelarle el encogido cuerpo y en apagarle la lucerna? Se levanta ha­ ciendo un gran esfuerzo, pues no en vano son ochenta y seis años los que tienen sus condenados huesos. Hubo un tiempo, uno muy lejano, en que podía correr durante horas cargado con su armadura y, a continuación, sin pausa alguna, entablar batalla sin que le flaquearan las fuerzas... ¿Para qué lamentarse recordando esas cosas? Para nada.

Cerrar la exigua ventana le roba el aliento y tiene que quedarse un momento allí, apoyado en el postigo, antes de juntar de nuevo suficiente energía como para dar los tres pasos que lo separan de la mesa donde estaba escribiendo.
Cuando logra sentarse de nuevo, está tan fatigado que cree estar a punto de per­ der el sentido. Murmura una oración y, poco a poco, su agitado pulso recupera, el débil ritmo de un corazón viejo.
¿En qué andaba? Ah, sí, con Pelayo se hallaba antes de que el viento frío abriera la ventana.

Pocos conocen por entero la gesta de Pelayo. Es una historia violenta, plena de aventura y sembrada de acontecimientos extraños.Una de esas historias que muchos prefieren olvidar y que otros adornan con leyendas o sepultan bajo mentiras, conde­ nas y maledicencias.
Sí, se cuentan muchas cosas sobre Pelayo y los extraños días que le tocaron vivir... Pero contar la verdad, la verdad de lo que realmente hizo y vivió Pelayo, eso es otra cosa y solo alguien como él, un viejo monje medio loco y cansado de vivir, puede atreverse a hacerlo.

¿Valdrá la pena el esfuerzo? Probablemente no. Pero le pesan mucho los años y presiente que la muerte se apresura ya a buscarlo y, quizá por todo ello, se ha pro­puesto cumplir al fin el último juramento que tantos años atrás le hizo a Pelayo.

Pelayo... fue su hombre y, antes que él, lo fue su padre. Ambos combatieron por Pelayo y lo obedecieron en todo. ¿En todo? Bueno, él, nunca se lo ha confesado a nadie, lo desobedeció, le falló, lo traicionó. Sí, traicionó a su Señor y lo hizo dos veces y por dos mujeres distintas. Primero por una que movió la tierra bajo sus pies y que le de­mostró que nada, nada dentro de él, era tan fuerte como el deseo que sentía por ella.

Ella... ¿Cómo es posible que aún recuerde tan vivamente su hermoso rostro? La amó más que a su vida y, sin embargo, nunca supo su nombre. Cuando se fue, solo quedó tras ella un vacío que nadie pudo llenar. Por ella mató, por ella arriesgó cien veces la vida, por ella traicionó...

Sí, y otro tanto hizo por la segunda mujer que era para él tan querida como una hermana pequeña y de la que siempre recibió cariño, amistad y comprensión. Ella le sanó las heridas que tenía por dentro, ella fue su confidente, su cómplice... sí, esa última palabra, «Cómplice» es la que más le cuadra y la que más le atormenta a él el alma. Y el recuerdo de la desobediencia, de la traición, es a su vez tan fuerte como el que le dejaron esas dos mujeres y quizá por eso es a su vez tan fuerte como el que ella le dejó y tal vez por eso García se ve obligado afijar de nuevo la mirada en el cuenco de piedra que, guardián de maravillas, sigue haciendo danzar colores y luz en el interior de su alma pétrea y perfecta.

-Ojalá hubiera sido como tú -murmura con infinita tristeza, y ni siquiera él sabe si se dirige a la tallada ágata o al espíritu de Pelayo.

Vivimos unos tiempos en los que hay 
que recordar a esos valientes.

PELAYO, EL HÉROE QUE SALVÓ HISPANIA - Con José Soto Chica

En 718, al pie de la santa cueva de la Virgen, Pelayo y sus recios astures, que no hace mucho lo han designado rey, acaban de conseguir lo imposible: rechazar al gran ejército del valí al-Hur. Así, Asturia se ha convertido en un reducto incómodo para enemigos y también para presuntos amigos. Ni siquiera su vecino y rival por linaje, Pedro, duque de Cantabria, tiene claro que haya de unirse a él; además, ¿quién es ese advenedizo Pelayo? La victoria en Covadonga tiene una cara aún más amarga: el jefe de exploradores, Addi, el lobo de los banu ifran, ha dado con un tesoro en su búsqueda de cautivos que esclavizar. Es un niño pequeño, sí, pero es Favila, el hijo de Pelayo, y bien sabe el moro lo que vale. Tanto como Marina, casada con el ambicioso emir Munuza, a quien ella odia, aunque no tanto como a su hermano, ahora rey de los astures: no parará hasta que acabe con su vida y la de su familia.

¿QUIÉN FUÉ PELAYO? El Guerrero que Encendió la Llama de la Reconquista-José Soto Chica

¿Quién fue realmente Pelayo? ¿Un noble visigodo, un caudillo astur o un mito fundacional de la Reconquista? En este episodio conversamos con el historiador y novelista José Soto Chica sobre su nueva obra “Pelayo”, una novela que reconstruye con rigor y épica los orígenes del Reino de Asturias y la resistencia cristiana en el siglo VIII. Desde la batalla de Covadonga hasta los conflictos internos entre astures y cántabros, exploramos la figura del hombre que encendió la llama de la resistencia frente al avance islámico en la Hispania post-visigoda. Descubre la verdad tras el mito, la historia tras la leyenda y la novela que da voz a los olvidados.

Tempora Belli (TIEMPO DE GUERRA) - Marcha Cristiana


LEOVIGILDO
REY DE LOS HISPANOS 


Esta es la historia del hombre que, en su propio tiempo, mereció que se le diera el título de rey de los hispanos. Un hombre que fue señor de la guerra invencible, legislador sagaz, estadista genial… y padre fracasado. Cuando subió al disputado trono visigodo, Hispania era una tierra sumida en la violencia y el caos, fraccionada en múltiples señoríos y reinos, donde los godos, en verdad, no eran dueños sino de la tierra que sombreaban sus lanzas. Cuando murió, dejaba tras de sí un reino poderoso y bien gobernado, en el que godos e hispanorromanos se regían por una misma ley, y en el que su voluntad se había impuesto desde el Fines Terrae hasta el Ródano, y desde el Cantábrico hasta las proximidades de las Columnas de Hércules. 

Si Leovigildo hubiera sido rey en las contemporáneas Britania o Escandinavia, su vida hubiera sido leyenda. Pero fue rey en Hispania, y sus hechos son historia. Porque fueron historia, el gran rey se merece una biografía en la que se aborden no solo los hechos de su reinado, sino que también rescate su personalidad para tratar de comprenderlo no únicamente como guerrero y soberano, sino también como ser humano, con sus claroscuros, que en él fueron muchos. Y no solo a él, ni no también a su poderosa e intrigante esposa, la reina Gosvinta, y a sus enfrentados hijos, Hermenegildo y Recaredo, que, junto a su padre y los demás señores del Occidente postromano, tejieron una roja red de conspiraciones y traiciones, de batallas y asesinatos, que desembocarían en una terrible tragedia familiar. Esta nueva biografía de Leovigildo del gran especialista en el mundo visigodo José Soto Chica nos permite asomarnos a lo más tenebroso del alma humana y al bélico estruendo de una Hispania peligrosa, a un agitado y hostil mundo en el que todos pugnaban por sobrevivir, pero en el que solo uno, Leovigildo, supo triunfar y persistir.

PRÓLOGO

Es curioso el destino de los pueblos germanos. Durante la Edad Media, los vikingos fundaron asentamientos en la inhóspita Groenlandia; cultivaron el arte de las sagas, semejantes a la novela moderna; practicaron la religión de Odín y la de Cristo; sus naves alcanzaron el continente americano. Todo esto pasó inadvertido para la historia universal y apenas se menciona como una curiosidad. Muchos siglos antes, los visigodos realizaron gestas paralelas: derrotaron a los orgullosos romanos y fundaron un nuevo reino: Hispania, dictaron un código de leyes que perduró hasta el siglo XIX, practicaron la religión de Arrio y de Roma, lucharon contra los ejércitos del lejano emperador de Bizancio. También el devenir histórico los entregó al olvido y los visigodos se convirtieron en una curiosidad para especialistas. Incluso el conocimiento de los nombres de sus reyes se propone hoy con sorna como ejemplo de inutilidad. Borges decía con acierto que los pueblos tienen su destino y que el destino de los pueblos germanos es parecido a un sueño. Sin embargo, acaso más que de ninguna otra, la historia de España surgió de esa ensoñación. 

En raras ocasiones, el drama de un individuo coincide con el drama de un pueblo. En este libro, el más completo que se haya escrito acerca del tema, se recoge la vida de uno de los reyes de esta lista proscrita, Leovigildo, vida que es también la de Hispania, reino al límite entre Roma y Germania, entre la Antigüedad y la Edad Media, entre el poder y la anarquía. Iba a cumplirse el centenario de la caída de Roma y nuevos caudillos combatían entre los escombros de la civilización. En consecuencia, se nos dice que «nació Leovigildo en un mundo catastrófico de frío, guerra y hambre». Se trataba de un hombre al límite, que ignoró el descanso y se entregó a la práctica de las artes destructoras (el autor, acertadamente, llama a la guerra «el arte del engaño»). Así, en los dieciocho años que duró su reinado en solitario, solo tuvo un año de paz. 

Acaso el lector podría juzgar por esto que era un hombre atroz y despiadado. Sería inexacto. No lo fue más que los otros monarcas y probablemente lo fue menos. El emperador Justiniano no dudó en aniquilar a treinta mil partidarios de los equipos Verde y Azul en el hipódromo de Constantinopla, quienes, a su vez, habían sembrado la ciudad de muerte y destrucción durante una semana. Los reyes de Austrasia y Neustria –vinculados con Leovigildo a través de su mujer, Gosvinta– se entregaron con desenfreno al exterminio y tortura de sus familias. Etelfrido de Bernicia (uno de los plurales y efímeros reinos de Inglaterra) asesinó a mil doscientos monjes que rezaban por la victoria de sus enemigos, de donde se infiere que era hombre piadoso, pues creía en la eficacia de la oración. 
El libro señala magistralmente que «en el siglo VI no se toleraba la debilidad». 

Dicen los Proverbios de Salomón que «la altura del cielo, la profundidad de la tierra y el corazón de los reyes son inescrutables». Sin embargo, mediante la lectura de esta obra, atisbamos una idea –o mejor, una obsesión– que guía la conducta de Leovigildo: la unificación de Hispania. Apenas hay una nación que no haya soñado a lo largo del tiempo con recuperar la unidad, esto es, revertir la descomposición que el tiempo impone: en Irlanda, el alto rey Brian Boru la alcanzó con su vida y la perdió con su muerte. En China, son célebres los casos del primer emperador y de los Tres Reinos. En Leovigildo parece como si todos sus esfuerzos y acciones estuvieran encaminados a este único propósito. Destruía para construir algo más resistente. No era el único en el siglo VI. En Bizancio, el emperador Justiniano intentó conjurar la destrucción del mundo antiguo recuperando los territorios del Imperio romano de Occidente. Así fue como el sur de Spania se convirtió de nuevo en provincia romana. Por su parte, Leovigildo quiso hacer frente al caos del mundo ordenando su reino. Así, en torno al año 570, desató contra el Imperio romano de Oriente su primera guerra. Toda esta campaña, con sus intrigas políticas y su decurso bélico, está perfectamente descrita. Aduciremos tan solo una consideración. Ese mismo año, en La Meca, muy lejos de las cortes bizantina e hispana, nació Mahoma, profeta del islam. Es decir, al mismo tiempo empezaron a actuar dos fuerzas históricas: una que buscó la unificación del reino de Hispania y otra que la destruyó casi un siglo y medio más tarde. Cuando estos paralelos acontecen en la épica o en la novela, sentimos la presencia del destino; cuando acontecen en la historia, los llamamos coincidencia. 

A continuación, se narra que Leovigildo tuvo una actividad bélica anormal. El ataque a Bizancio fue solo el comienzo de una larga serie. Citemos solo algunos casos de cuantos vienen detallados: se dirigió contra el reino de los suevos, en el noroeste. Luego contra Corduba, Sabaria, Cantabria, Aregia y la Oróspeda. Hizo frente a rebeliones de ciudades y rebeliones de aristócratas y a la traición de sus familiares. Hermenegildo, su hijo mayor, asociado al trono y gobernador de la Bética, se rebeló contra su padre e intentó secesionar gran parte del reino. 

Por aquel entonces no había un único tipo de cristianismo (en realidad, y a pesar de las pretensiones romanas, nunca lo ha habido). Los cristianos hispanos se distinguían entre católicos y arrianos. Los primeros creían que la relación que vincula al Hijo con el Padre era la generación en la eternidad; los segundos creían que dicha relación era de creación. Leovigildo era arriano –lo que quiere decir que todos los cronistas le son adversos, puesto que no han llegado a nuestros días crónicas arrianas de este periodo–, aunque no era dado a las sutilezas de la teología y mantuvo una política de tolerancia. Por el contrario, Hermenegildo se convirtió al catolicismo y se alzó en armas. En realidad, no se trató de una cuestión religiosa, sino de algo mucho más antiguo que aparece en la vida de múltiples gobernantes: un príncipe se rebela contra su padre para descubrir que no era mejor que él y que con la derrota ha perdido el trono que hubiera alcanzado sin hacer nada. 

Este episodio se nos relata con todos sus entresijos políticos y militares, nacionales e internacionales, personales y familiares. Pero lo más destacable es que Leovigildo, en contra de su costumbre, tarda en reaccionar. Por primera vez, lo vemos titubear y asoma ante nosotros no ya un rey combatiente, sino una persona que se debate entre la idea rectora de su vida y el amor a su hijo. 

Cuando logra reaccionar nos queda claro que Leovigildo, al igual que sus antepasados, pertenecía a la casta de los guerreros. No obstante, y a diferencia de nuestra época contemporánea, la especialización no volvía inútil para las demás materias. En medio del naufragio del mundo antiguo fundó dos ciudades: Recópolis y Victoriaco; fue el único monarca germano que lo hizo. No ignoraba la importancia de los símbolos. Fue el primero en adoptar la diadema, el cetro y el protocolo del trono, hasta entonces reservados al emperador, rey de reyes. Acuñó moneda y mantuvo el uso de las calzadas. 

El libro es perfectamente veraz y estricto en el manejo de las fuentes, pero, lejos de incurrir en el frío mecanismo narrativo de las obras históricas, tiene el acierto de no rechazar los momentos líricos y heroicos. El autor es consciente de que reconstruir la historia es, de alguna manera, cantarla. Se relaciona con el pasado como un historiador riguroso, ciertamente; pero también como un escaldo, los antiguos poetas nórdicos, cuya misión era cantar las batallas para que perdurasen en el recuerdo. Permítansenos algunos ejemplos. Así se nos profetiza la traición de Hermenegildo: «El dragón sentado en el trono de Hispania podía ser herido en el corazón», imagen no indigna de los poetas germanos. 
Para describir cuando Leovigildo entra en combate para sofocar la rebelión, señala: «Aquel día arriesgó su vida como cuando era joven y el acero, codicioso, lo tentaba». La codicia es del rey, pero desplazarla sobre el acero que empuña es propio de los grandes poemas épicos. Además, se afirma que dicha batalla tuvo lugar «en la embarrada orilla del Betis, ahíta de sangre de hombre y caballo». Por último, después de narrar con precisión la muerte de Leovigildo y sus consecuencias, se nos dice, como si se pusiera fin a un cantar de gesta: 
«Un hombre así merece ser recordado». Estamos seguros de que nada lo hará mejor que este libro.


Luis Gonzaga Roger Castillo
Profesor de Derecho en la Universitat Oberta de Catalunya,
doctor en Filosofía, graduado en Teología, licenciado en Derecho.

LEOVIGILDO, REY DE LOS HISPANOS: La Hispania Visigoda **JÓSE SOTO CHICA**

Esta es la historia del hombre que, en su propio tiempo, mereció que se le diera el título de rey de los hispanos. Un hombre que fue señor de la guerra invencible, legislador sagaz, estadista genial… y padre fracasado. Cuando subió al disputado trono visigodo, Hispania era una tierra sumida en la violencia y el caos, fraccionada en múltiples señoríos y reinos, donde los godos, en verdad, no eran dueños sino de la tierra que sombreaban sus lanzas. Cuando murió, dejaba tras de sí un reino poderoso y bien gobernado, en el que godos e hispanorromanos se regían por una misma ley, y en el que su voluntad se había impuesto desde el Fines Terrae hasta el Ródano, y desde el Cantábrico hasta las proximidades de las Columnas de Hércules.

Leovigildo la espada que forjó la Hispania visigoda

Leovigildo, rey visigodo que gobernó desde el 568 hasta su muerte en el 586, desempeñó un papel crucial en la historia de los visigodos y dejó un impacto duradero en la historia de España. En primer lugar, Leovigildo se enfrentó la tarea de unificar un reino fragmentado y débil después de la guerra civil que siguió a la muerte de Atanagildo. Logrando durante su reinado consolidar el poder y reforzar la autoridad central. Durante sus 14 años de reinado, continuamente estuvo haciendo campañas militares para expandir los territorios visigodos y consolidar el control sobre la Península Ibérica. Sus acciones militares, como la conquista de señoríos como Córdoba, Sabaria o Oróspeda y la derrota de los suevos, contribuyeron a la expansión del reino. También sus enfrentamientos y pactos tanto con el Imperio Bizantino, como con los reinos franco-merovingios. 
El reinado de Leovigildo marcó un punto de inflexión en la historia visigoda y dejó un legado significativo en la configuración política, militar y religiosa de la España medieval. Su enfoque en la unificación y expansión territorial influyó en el desarrollo posterior de la península, y su impacto se refleja en las dinámicas que darían forma a la España medieval y más allá.


lunes, 5 de mayo de 2025

LIBRO Y PELÍCULA "LOS CONTRABANDISTAS DE MOONFLEET 🎬

LOS CONTRABANDISTAS 
DE MOONFLEET

Moonfleet, luna, reflejo ondeante, Mohune, flota, mar. John Meade Falkner, que hubiera podido ser Stevenson, supo elegir el título de la única novela por la que se le recuerda. Moonfleet, rodeado de brumas y leyendas, habitado por los fantasmas de la siniestra casa de los Mohune, es la verdadera meta de los protagonistas: volver a los orígenes, volver a Moonfleet.
Esta novela merecería su fama siquiera por el límpido monólogo con que John Trenchard nos cuenta su historia en busca de un padre, la de Elzevir en busca de un hijo, y su mutua adopción con un vínculo más fuerte que el de la sangre. En él apoyaría Fritz Lang su célebre película "Los contrabandistas de Moonfleet".

La esencia de la aventura tiene nombre... 
Moonfleet

Un mar embravecido, las olas rompiendo con fuerza contra las rocas, la música de Miklos Rozsa punteando las imágenes y unos rótulos que van pasando cuya ultima frase dice ...”en un anochecer de octubre de 1757 un niño llegó en busca de un hombre al que creía su amigo”. Así comienza “Los contrabandistas de Moonfleet”. Obra de encargo -rodada íntegramente en estudio- se ha convertido con el tiempo en un film de culto y en una de las cumbres del cine de aventuras y de la filmografía de Fritz Lang.

El pequeño John Mohune (Jon Whiteley) irrumpe en la vida de Jeremy Fox (Stewart Granger) como un huracán y con el su pasado. El recuerdo de la madre del niño reabre viejas heridas del alma torturada de Fox y su mundo se derrumba, se rompe, se hace añicos y ya nada volverá a ser igual para el a partir de ese momento. Hermoso canto a la amistad teñido de un profundo romanticismo poético, a través de la mirada inocente y limpia del niño asistimos fascinados a un doble viaje mediático, el del pequeño John que ira descubriendo la vida, como si de un juego lleno de aventuras se tratara, de la mano de su amigo y el de Fox, que con sus esquemas vitales rotos camina de forma consciente y plenamente asumida hacia un destino inexorablemente fatalista, en el que sin duda alguna es uno de los finales más bellos y líricos de toda la historia del cine.

Un brillante guión adaptado, la soberbia dirección artística, la inspirada partitura del gran Miklos Rozsa y la atmósfera fantasmagórica que le confiere la gótica fotografía en color de R. Planck, bajo la magistral dirección y puesta en escena de un Fritz Lang que despliega ante nuestros ojos un auténtico master de sabiduría narrativa de ritmo y pulso implacables, hacen de la visión de este film intimista, profundamente triste y de una belleza visual apabullante una de las experiencias más excitantes y gratificantes que se pueden vivir en la oscuridad de una sala de cine. Menospreciada en el momento de su estreno, “Los contrabandistas de Moonfleet” emerge hoy como una joya indiscutible del séptimo arte y guarda celosamente en cada uno de sus fotogramas el milagro y el misterio más profundo de la creación artística y la esencia más pura de la aventura jamás vista en una pantalla de cine. Intemporal obra maestra total y absoluta del cine.



Moonfleet (ilustrado) by watermark_

VER+:



jueves, 26 de diciembre de 2024

¡FELIZ NAVIDAD! en CRISTO, EN SANTA MARÍA Y EN SAN JOSÉ con "EL TAMBOLERO" 🎵🎶🎷🎹🎺



¡FELIZ NAVIDAD!
EL TAMBOLERO
La bella canción navideña del medioevo “El Tamborilero”
fusionada con “El Bolero de Ravel” 
con arreglo de Juan José (Juanjo) Colomer
en un afortunado contraste de siglos y de épocas.
Bendiciones

martes, 29 de octubre de 2024

MÚSICA E INSPIRACIÓN: VIDA SECRETA DE LOS GRANDES MAESTROS: 🎶CONVERSACIONES TRASCENDENTES CON BRAHMS, PUCCINI, STRAUSS Y OTROS GENIOS por ARTHUR M. ABELL


VIDA SECRETA DE LOS 
 GRANDES MAESTROS
🎶
Conversaciones trascendentales 
con Brahms, Puccini, Strauss y otros genios

El libro «Vida secreta de los grandes maestros” de Arthur M. Abell nos habla de la capacidad de conectar con una fuerza espiritual superior a la hora de componer y estar inspirados los grandes músicos del siglo XIX cómo Brahms, Puccini, Strauss o Wagner.
«Los compositores somos proyectores del infinito en lo finito»

¿Qué inspira la creatividad?

Entre los años 1890 y 1917, Arthur M. Abell entabló conversaciones largas y sinceras con los mejores compositores de su época: Johannes Brahms, Giacomo Puccini, Richard Strauss, Engelbert Humperdinck (hablando sobre Wagner), Max Bruch y Edvard Grieg, sobre lo intelectual, lo psíquico y espiritual de sus grandes esfuerzos creativos. El resultado es una obra maestra donde se revelan la agonía, los triunfos y la religiosidad inherente a la mente creativa.
Los seis compositores acordaron explorar con Abell sus pensamientos más íntimos sobre la psicología del proceso creativo. Sin embargo, Brahms insistió en que sus divulgaciones no se publicaran hasta cincuenta años después de su muerte, porque, dijo, «no encontraré mi verdadero lugar en la historia musical hasta al menos medio siglo después de que me haya ido».

Esta obra es un homenaje a la inspiración creativa, y brilla por su ingenio, sinceridad, humor y, sobre todo, por dar a conocer la genialidad de los compositores más apreciados de todos los tiempos.
El proceso creativo es una mezcla de técnica, entendimiento, fuerza de voluntad, don de la imaginación, fantasía, determinación, deseo ardiente. Y por muy buena que sea la ejecución, no habrá ninguna composición que perdure si no tiene inspiración. Cuando viene, la inspiración es de tal sutileza y finura (como un fuego fatuo) que escapa a casi toda clasificación.

La inspiración es un despertar, una activación de todas las facultades humanas. El gran secreto de todos los genios creadores se encuentra en el hecho de que poseen la fuerza de apropiarse de la belleza, riqueza, grandeza y excelsitud que hay dentro de su alma y, al mismo tiempo, de comunicar tal riqueza a los demás. En este libro, Arthur M. Abell recoge el testimonio de seis importantes figuras de la música occidental —Brahms, Strauss, Puccini, Humperdinck, Bruch y Grieg— en relación con sus experiencias espirituales, psíquicas y mentales en el momento del impulso creador. Además, nos invita a conocer el contexto cultural europeo de principios del siglo xx a partir de la experiencia vital de sus protagonistas.

Arthur M. Abell, músico y periodista norteamericano, entrevistó entre 1890 y 1917 a varios grandes compositores sobre la psicología del proceso creativo, conversaciones de las que escribió un libro publicado cincuenta años después, en 1947, por expreso deseo de Brahms y que ahora recupera la editorial Luciérnaga.

Abell mantuvo una larga conversación con Brahms en 1896 sobre la creatividad gracias a la intermediación de un amigo íntimo del músico, Joseph Joachim, y que fue transcrita por un taquígrafo bilingüe de la embajada estadounidense en Viena.
“Toda inspiración verdadera emana de una fuerza espiritual que es Dios, y que los psicólogos modernos llaman el subconsciente, una experiencia que pocas personas pueden sentir y es por ello que hay tan pocos grandes compositores”, según Brahms.
Para el músico austriaco, “cuando voy a componer atraigo hacia mí el creador y primero le formuló las tres preguntas más importantes relativas a nuestra vida en este mundo: desde dónde, por qué y hacia dónde”.
“Inmediatamente noto vibraciones que me estremecen y que es el poder iluminador del Espíritu y, en este estado de exaltación, distingo con claridad lo que está oscuro en mi interior. Después me siento capaz de sacar inspiración de ello, como hizo Beethoven”.

El compositor lo explica como un entrar en un estado ensoñación similar a un trance, un momento en el que las ideas emergen con tal fuerza y rapidez que le es imposible retener todas, ya que llegan como flashes instantáneos y desaparecen rápidamente a no ser que las haya plasmado en un papel.

Wagner coincide con Brahms en que componer es captar “una energía universal que conecta el alma humana con la fuerza suprema del universo, de la que todos formamos parte”.
El compositor alemán decía que había descubierto que este poder transmitido por el espíritu no se manifestaba a través de la fuerza de la voluntad, sino de la imaginación y la fantasía. 
“A través del ojo de mi mente, veo visiones muy concretas de los personajes de mis dramas musicales”, explicó.
También él entraba en un estado de trance, “que es el requisito para cualquier intento creativo. Siento que me fundo con esta fuerza, que es omnisciente, y que puedo recurrir a ella con mis capacidades como única limitación”.

Strauss dijo a Abell que componer es un procedimiento que no es fácil de explicar y la inspiración es algo “tan sutil, tan tenue, que casi desafía definirla. Cuando estoy inspirado, tengo visiones muy persuasivas y claras que me envuelven y siento que estoy bebiendo de la fuente de energía infinita y eterna de la que todas las cosas proceden. La religión lo denomina Dios.”

Según Puccini, la inspiración es algo tan intangible, “que no puedo definirla. Me llega cuando me llega, pero no sé expresarlo con palabras. Por experiencia sé que cuando compongo es porque una influencia sobrenatural permite que reciba las verdades divinas y que las pueda comunicar al público a través de mis óperas”.

En lo que también coinciden todos es en el trabajo y la necesidad de evitar distracciones y ruidos. Para Brahms, “mis composiciones no son solo el fruto de la inspiración sino también de una dedicación laboriosa y minuciosa” y Puccini trabajaba de noche porque decía que durante el día había demasiado ruido en su casa.

Brahms y Joachim hablan de la inspiración 

Una tarde, Johannes Brahms y Joseph Joachim se sentaron en el estudio de la casa del famoso compositor de Viena para hablar de la fuente de inspiración en los grandes genios de la creación. Era finales del otoño de 1896 y el encuentro había sido concertado por el famoso violinista como un favor especial para mí, estando él también muy interesado en mi intención de escribir un libro sobre la genialidad y la inspiración. 

Yo estaba totalmente hechizado porque el tema siempre me había fascinado, y el lugar del encuentro no podía ser mejor, pues estábamos en una habitación en la que habían nacido muchas de las obras inmortales de Brahms. Sin la cooperación de Joachim, nunca habría logrado convencer a Brahms para que me revelara sus secretos acerca de cómo componía, inspirado con la fuerza de su alma e iluminado por el espíritu del Todopoderoso. 

En los repetidos empeños míos por convencerle, me di cuenta de que escondía algún tipo de tema sagrado y que no quería hablar de ello. De hecho, al inicio de la conversación esa tarde, Brahms le dijo a Joachim: 

—Joseph, todavía no he olvidado que tú y Clara Schumann a menudo me habíais hecho preguntas similares a aquellas con las que el señor Abell ha estado incordiándome los últimos cuatro años, y que siempre he rehusado contarte mi experiencia interior al componer. Es un tema del que no me apetece nada hablar, pero dado que Clara falleció el mes de mayo pasado, he empezado a ver las cosas de forma distinta. De hecho, siento que mi muerte se está acercando velozmente. Al final, quizá en el futuro pueda tener algo de interés saber cómo el espíritu habla cuando tengo la urgencia de crear. Por ello, te revelaré ahora mi proceso intelectual, físico y espiritual al componer. Beethoven declaró que sus ideas procedían de Dios, y yo puedo decir lo mismo. ¿Qué opinión tienes sobre la valía del libro que el señor Abell quiere escribir, Joseph? 

—Johannes, no hay duda de su valía. Tal libro, basado en tus propias experiencias, puede tener una incidencia cultural inmensa, no solo para el mundo de la música, sino para cualquiera que esté interesado en grandes valores estéticos. La inspiración pertenece a todos los genios creadores, desde poetas, pintores, escultores y dramaturgos hasta los compositores. 
¿No te gustaría leer con todo lujo de detalle el proceso espiritual de Mozart, Bach y Beethoven si nos hubieran dejado dicha crónica? 
—Por supuesto que sí, Joseph, y es una pena que lo poco que haya de ellos sea tan escaso. Entonces ¿crees realmente que merece la pena que mi propio proceso espiritual esté registrado en un libro? 

—Esta es una pregunta extraña, Johannes. Cuarenta y tres años antes, cuando solo tenías veinte años y estabas en el umbral de tu carrera, Schumann dijo que tú eras el nuevo mesías musical, y treinta y cinco años después, en 1888, nada menos que Hans von Bülow te comparó con Bach y Beethoven. A través de tu ego espiritual vibran armonías celestiales; estás dejando a la humanidad una herencia incalculable, Johannes, y el mundo musical se enriquecerá inmensamente si dejas testimonio de cómo el Espíritu te emociona cuando estás creando tus obras maestras. 
—Muy bien [es sei denn]. Os contaré a ti y a tu joven amigo cómo es mi método para comunicar con el infinito, para inspirarme ideas procedentes de Dios. Beethoven, que es mi modelo, lo conocía muy bien.

Brahms toma a Beethoven como guía 

—Beethoven siempre ha sido mi modelo. Las pocas cosas que sabemos acerca de cómo se inspiraba a través del Gran Creador han sido de una ayuda incalculable para mí. Bach y Mozart también son grandes fuentes de inspiración, pero la atracción de Beethoven es más universal. 

En ese momento, Brahms se giró hacia Joachim y dijo: 

—Joseph, háblale al señor Abell acerca de Beethoven y Schuppanzigh. 

A lo que Joachim me contó la siguiente historia: 

—Cuando era un niño estudié violín aquí, en Viena, durante tres años con Joseph Böhm, que también era el profesor de Ernst. Viví en casa de Böhm, y frau Böhm siempre supervisaba mi práctica. Con frecuencia se hospedaba en esta casa tan acogedora un violinista muy mayor que se llamaba Grünberg, que había tocado durante muchos años en la orquesta de Beethoven. Grünberg contó que, durante el primer ensayo de una nueva obra, Schuppanzigh, el concertino, se quejaba a Beethoven de que había una parte que estaba tan mal compuesta para la mano izquierda que resultaba casi imposible tocarla. A lo que Beethoven le respondió chillando: 

«Cuando compuse este pasaje, era plenamente consciente de estar siendo inspirado por Dios Todopoderoso. ¿Crees que puedo tener en cuenta tu violinito cuando Él me está hablando?». 
El violinista anciano citó las propias palabras de Beethoven con un gran entusiasmo y me impresionó profundamente. —Igual que yo, cuando cuentas esta historia, Joseph —exclamó Brahms—. Beethoven se sentía como yo cuando compuse el concierto para violín. 
¿Recuerdas cómo toda la comunidad de violinistas se escandalizó y Hellmesberger declaró que «el concierto de Brahms no está escrito para, sino contra el violín»? 
—Por supuesto que lo recuerdo, Johannes, y también recuerdo cómo Hellmesberger predijo que rápidamente caería en el olvido porque era intocable. 
—Beethoven hizo declaraciones similares —prosiguió Brahms—, en particular, a Bettina von Arnim en 1810. A esta mujer remar cable le confesó que era consciente de estar más cerca de su Creador de lo que estaban otros compositores. Declaró: 

«Sé que estoy más cerca de Dios que el resto de los compositores. Me acerco a él sin temor». Esta es una afirmación extraordinaria del mejor de los compositores, y corrobora lo que dijo Jesucristo, embebido de la presencia de Dios, en Juan 14, 10: «Las palabras que yo les digo no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí es el que hace las obras». Jesús proclamó una gran verdad cuando dijo esto, y cuando estoy en mi punto álgido componiendo, también siento un poder superior que trabaja a través de mí. Es interesante remarcar que estas palabras de Beethoven, expresadas ciento cuarenta y cinco años atrás, todavía se citan de vez en cuando. Por ejemplo, Ernest Newman, el destacado musicólogo inglés, las menciona en un artículo sobre Beethoven que apareció en The Atlantic Monthly, en marzo de 1953. 

Cómo Brahms contactó con Dios 

—Señor Brahms, ¿cómo contacta con la Omnipotencia? —le pregunté—. 
La mayoría de la gente la siente bastante distante. 

—Esta es una gran pregunta —contestó Brahms—. No se puede hacer con fuerza de voluntad, con un deseo que se busca a través de la conciencia, que es un producto de la evolución del reinado de lo físico y que desaparece con la muerte. Solo puede alcanzarse con el poder del alma, con el ego auténtico que sobrevive a la muerte del cuerpo. Este poder es inalcanzable para la conciencia, a no ser que esté iluminada por el Espíritu. Además, Jesús nos enseñó que Dios es el Espíritu, y también dijo: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10, 30). 

«Darse cuenta de que se es uno con el Creador, como hizo Beethoven, es una experiencia maravillosa e impresionante. Pocas personas pueden sentir esto, y es por ello que hay tan pocos grandes compositores o genios. Siempre pienso en eso antes de empezar a componer. 
Es el primer paso. Cuando siento la necesidad, empiezo atrayendo hacia a mí al Creador, y primero le formulo las tres preguntas más importantes relativas a nuestra vida en este mundo: desde dónde, por qué y hacia dónde. »Inmediatamente noto vibraciones que me estremecen —prosiguió Brahms—. 
Es el poder iluminador del Espíritu y, en este estado de exaltación, distingo con claridad lo que está oscuro en mi interior. Después me siento capaz de sacar inspiración de ello, como hizo Beethoven. Por encima de todo, en esos momentos me doy cuenta de la extraordinaria importancia de la mayor revelación de Jesús: 

“Yo y el Padre somos uno”. Estas vibraciones toman la forma de distintas imágenes mentales tras haber formulado mi deseo y escoger lo que quiero (en concreto, inspirarme para componer algo que eleve y beneficie a la humanidad): algo con un valor imperecedero. 

»De inmediato empiezan a brotar ideas de mí, directamente dictadas por Dios, y no solo puedo distinguir melodías con el ojo de mi mente, sino que toman formas específicas, armonías y orquestaciones. Poco a poco, se me va revelando el producto final en un estado de inspiración, como los que tuvo Tartini cuando compuso su mejor obra, la sonata El trino del diablo. Debo mantenerme en un estado de semitrance para alcanzar tales resultados; un estado en el que la conciencia está temporalmente en suspensión y el subconsciente toma el control, dado que es a través de este, que forma parte de la Omnipotencia, que llega la inspiración. Sin embargo, tengo que ser cuidadoso y no perder la consciencia, porque en tal caso las ideas se desvanecen. 

Brahms toma a Mozart como modelo 

—Este es el modo en el que Mozart componía. Una vez le preguntaron cuál era su proceso para componer, y respondió: «Es geht bei mir zu wie in einem schönen, starken Traume» [‘Mi proceso es como un sueño vívido’]. »Después prosiguió describiendo cómo las ideas, vestidas con la puesta en escena adecuada, se iban construyendo a través de él, gual que lo hacen conmigo. Por supuesto que es indispensable que un compositor domine las técnicas de composición, la teoría, la armonía, el contrapunto, la instrumentación…, pero cualquier persona puede hacer esto con su correcta aplicación. Sin embargo, tengo que decir que dominar la orquesta en la forma en que lo hace mi joven amigo Richard Strauss requiere una habilidad excepcional. Acuérdate de lo que te estoy diciendo, Joseph, llegará lejos. —Sigue, Johannes —dijo Joachim—. 

Estoy fascinado con tus revelaciones. Para mí es tan nuevo como lo es para el señor Abell. Por favor, sigue contándonos cómo el Espíritu trabaja a través de ti para componer obras. 
—El Espíritu es la luz de mi alma —prosiguió Brahms—. El Espíritu es universal. El Espíritu es la energía creativa del cosmos. El alma del hombre no es consciente de su poder hasta que el Espíritu la ilumina. De este modo, para crecer y evolucionar, el hombre tiene que aprender a usar y a desarrollar la fuerza de su propia alma. Todos los genios creadores lo hacen, aunque algunos son más conscientes del proceso que otros. 

—Por ejemplo —interviene Joachim—, aquellos genios tan dotados, como Shakespeare, Milton y Beethoven, que fueron conscientes de que eran inspirados y que dejaron información sobre ello. Joachim hablaba el inglés casi tan bien como el alemán. Tenía un marcado acento de Oxford y una pronunciación fantástica. Su inglés era majestuoso, y su voz profunda impresionaba bastante. Poseía un gran conocimiento de los poetas británicos y, durante esa maravillosa tarde, citó varios versos de Milton, Wordsworth y Tennyson que ilustraban el tema que se estuviera hablando (primero a mí en inglés y, después, traducidos al alemán para Brahms). Es más, señaló que la «superalma» de Emerson había aportado un maravilloso análisis del alma del hombre, de ese poder omnisciente con el que Brahms conectaba tanto. Estaba tan impresionado con todos los conocimientos y la amplitud de vista de Joachim que le dije: 
—Profesor Joachim, ¿dónde obtuvo tal grado de dominio del inglés y tantos conocimientos acerca de la literatura inglesa?

A lo que me respondió: 
—Cuando era joven y estaba estudiando en la Universidad de Gotinga, hice una asignatura dedicada a ello. Mi profesor era inglés, graduado en la Universidad de Oxford, y de él adquirí el acento. Es más, he pasado mucho tiempo en Inglaterra. He tocado allí cada temporada durante cuarenta años. Cuando Mendelssohn me introdujo en Londres, en 1844, toqué el concierto de Beethoven con la orquesta filarmónica bajo su dirección, y experimenté amor por esa ciudad y por su idioma. Siempre he sido fiel a este sentimiento. 

Brahms y la invocación de la musa 

Brahms tenía un modo desconcertante de dar la vuelta a la conversación de forma abrupta, y su siguiente pregunta me cogió totalmente desprevenido. 

—¿Alguna vez ha leído la Odisea o la Eneida? 
—Sí, he estudiado tres años de griego y cuatro de latín, y he leído ambas obras en su idioma original. —Muy bien. Cíteme la primera línea de la Odisea. 
—«Háblame, musa, del varón de gran ingenio». 
—¿Qué significa para usted? ¿Cómo lo interpreta? ¿Qué pensaban sus compañeros de clase cuando leían a Homero? 
—Puesto que la musa griega era una entidad imaginaria que no existía realmente, pensábamos que era una mera forma poética de expresión. No le atribuíamos ningún significado especial. —¿Y sigue pensando igual? 
—Sí. De hecho, no he pensado en ello desde que hice el examen de admisión en Yale, en 1889. —Bueno, con esta declaración acaba de demostrar una profunda ignorancia acerca de la gran ley de la sugestión. Esta invocación a la musa expresa una realidad psicológica suprema, y Homero y Virgilio eran conscientes de ella. Sentían cómo les llegaba ayuda desde una entidad superior, una entidad externa a ellos mismos, cuando componían sus grandes obras épicas. En otras palabras, sentían cómo les llegaba la inspiración, como me pasa a mí cuando compongo y como le pasaba a Beethoven. 

Por supuesto que eran paganos; tenían muchos dioses y no habían alcanzado el grado de espiritualidad al que llegaron los antiguos profetas hebreos en el Antiguo Testamento cuando se dieron cuenta de que solo existía un Dios. La idea que se había sostenido de un dios monoteísta por parte de estos genios espirituales ancestrales fue uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, y créeme, Joseph, siempre reflexiono sobre este hecho antes de empezar a componer. 

Resulta más inspirador y estimulante pensar en estas cosas antes de entrar en un estado de trance a través del que llega la inspiración. »Como he dicho antes, cuando entro en un estado de ensoñación es como si estuviese en trance, entre estar despierto y dormido; estoy consciente, pero al borde de perder la consciencia, y en esos momentos es cuando llega la inspiración. Toda inspiración verdadera emana de Dios, y Él se revela a sí mismo ante nosotros a través de esta chispa divina (a través de lo que los psicólogos modernos llaman el subconsciente). En ese momento, Joachim dijo: 

—Siempre me ha parecido, Johannes, que el término subconsciente [Unterbewustein] es una apelación inadecuada para tal poder omnipotente. 
¿Qué piensas? —Estoy bastante de acuerdo contigo, Joseph. Es un término muy inapropiado para algo perteneciente a la divinidad. Superconsciencia sería un término más adecuado, pero la mejor respuesta a tu pregunta se halla en el versículo 11 del capítulo 14 del Evangelio de san Juan, en el que nada menos que a través de una autoridad como Jesús, Él dijo: «El Padre está en mí y yo en el Padre». 

—¿Crees que Jesús quería decir que ese poder omnipotente que él denominaba Padre está en todos nosotros, y que cualquier compositor puede entrar en ese estado de ensoñación que describes y crear obras inmortales como las que tú has hecho? 
—El propio Jesús responde a esta pregunta en el mismo capítulo. En el versículo 10, dice: «El Padre que mora en mí es el que hace las obras». Y, en el versículo 12 del mismo capítulo, añade:

«El que en mí cree, las obras que yo hago las hará también». 

Esta es una de las declaraciones más trascendentales de Jesús, y una que la Iglesia ortodoxa ignora. Entonces, girándose hacia mí, preguntó: 

—¿Alguna vez ha oído en misa este texto? 

El Brahms religioso, pero no ortodoxo 

—Nunca antes lo había pensado, habiendo crecido con la Iglesia ortodoxa —contesté—. Pero ahora que lo pienso debo confesar que nunca he escuchado un sermón basado en el texto de Juan 14, 12. 
—Y nunca lo hará —contestó Brahms—, porque es una gran contradicción con Juan 3, 16, que es la piedra angular sobre la que la Iglesia ortodoxa se ha construido. 
La importancia de ese versículo es que son las propias palabras de Jesús y no las de los evangelistas o las del apóstol Pablo de Tarso. Recuerde esto, amigo mío. En ese momento, Joachim interrumpió la conversación y dijo: 

—Me encanta verte, Johannes, hablando de nuevo de esas cuestiones cruciales de las que tanto habíamos hablado hace años en Hannover. Tus observaciones perspicaces me apartaron de las creencias ortodoxas y, desde entonces, he abrazado la fe cristiana. Luego, girándose hacia mí, prosiguió: 

—Como ve, señor Abell, crecí en la fe judía ortodoxa. Cuando era un niño, ni siquiera se me permitía leer el Nuevo Testamento. Pero después me convencí de que las enseñanzas de Jesús eran más elevadas y más universales para ser aplicadas a las necesidades de la humanidad que la antigua doctrina judía, así que me bauticé y me uní a la Iglesia cristiana ortodoxa. Sin embargo, nunca me he atrevido a decírselo a mi padre porque es un judío ortodoxo muy estricto y se habría horrorizado si hubiera descubierto la verdad. 

Pero, más adelante, encontré algunas cosas en las creencias y dogmas de la Iglesia cristiana ortodoxa con las que no estoy de acuerdo, como Juan 3, 16, y fue un gran alivio descubrir que mi amigo Brahms compartía mis reparos. Nunca pude interiorizar la idea de que Jesús es el «Hijo unigénito» de Dios, como se declara en Juan 3, 16. Este es el motivo por el que Johannes —en ese momento Joachim se giró hacia Brahms— ha citado el versículo 14, 12 del Evangelio de san Juan, que se contradice con el versículo 3, 16, pero no debemos olvidar que las del 14, 12 son las propias palabras de Dios, mientras que las del 3, 16 son las del evangelista. 

Esta es una enorme diferencia. »Pero, por favor, sigue y cuéntale al señor Abell tus razones para creer que el gran Nazareno proclamó una verdad profunda cuando dijo: “El que en mí cree, las obras que yo hago las hará también, y hará otras todavía más grandes”. 
Entonces, me giré hacia Brahms y le pregunté: 

—Pero, señor Brahms, ¿qué tiene que ver la divinidad de Jesús con cómo se inspira cuando compone? 
—Tiene todo que ver, mi joven amigo, como verá si tiene un poco de paciencia. Todas estas cosas de las que estamos hablando mantienen una estrecha relación con lo que desea saber acerca de mi proceso mental, físico y espiritual cuando compongo. 
El poder desde el cual se inspiraron grandes compositores como Mozart, Schubert, Bach y Beethoven es el mismo poder que hizo posible que Jesús obrara sus milagros. Lo llamamos Dios, Omnipotencia, Divinidad, Creador, etc. Schubert lo llamó die Allmacht, pero, como bien preguntó Shakespeare: 

«¿Qué hay en un nombre?». «Es el poder que ha creado nuestra Tierra y todo el universo, incluyéndonos a usted y a mí, y este nazareno “intoxicado de Dios” nos enseñó que podemos apropiarnos de este poder para construirnos a nosotros mismos, aquí mismo y ahora, y también aprender de la vida eterna. 

Brahms cita a Mateo 7, 7  

—Jesús es muy explícito con esto al decir: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá». No se echarían a perder tantos intentos de componer buena música si se entendieran mejor estas palabras. Pero volvamos a Juan 14, 12. En ese instante, Brahms me sorprendió con una pregunta inesperada: 

—¿Alguna vez ha escuchado el prestigioso sermón de Dwight Moody? 
—Sí, vino a mi ciudad natal, Norwich, en 1886, con Ira Sankey, el tenor, que viajó con él a todas partes y cantó los himnos. Predicó su sermón cada noche durante una semana en la iglesia Broadway, en Norwich. 
—Bueno, debe provocar bastante revuelo, por lo que he leído en los periódicos de Viena. Él cree, según tengo entendido, que Jesús era el mismo Dios en forma humana, ¿verdad? 
—Sí, es lo que en Estados Unidos llamamos un fundamentalista; eso es que se cree, literalmente, todo lo que dice la Biblia. 
—Bueno, si lo que cree fuera verdad, los milagros de Jesús no tendrían nada de extraordinario, puesto que Él habría sido la gran excepción y no podríamos ni llegar a soñar en imitarlo. Pero, si lo que nos enseñó en Juan 14, 12 es verdad, hay mucha esperanza para nosotros. De acuerdo con las palabras de Jesús, él no era en este caso una excepción, sino el gran ejemplo para que nosotros lo imitáramos. —Entonces, ¿no cree que Jesús fuera el hijo de Dios? 
—Por supuesto que creo que era el hijo de Dios; todos lo somos, ya que no podemos haber salido de ninguna otra parte. Sin embargo, la gran diferencia entre Él y nosotros, mortales ordinarios, radica en que Él se apropió de más divinidad que el resto de nosotros. Entonces Joachim exclamó: 
—Johannes, estoy encantado de oírte decir el término apropiarse, porque me recuerda a un poema de solo dos estrofas que un autor británico famoso, Bulwer-Lytton, me dio en Londres, en 1853. Pasó mucho tiempo en la India y tenía un don especial para el misticismo, como revelaba en sus novelas.

Cómo Lao-Tse se apropia de la divinidad 

—En la India, Bulwer-Lytton conoció a un anciano monje budista que estaba totalmente entregado a la sabiduría tradicional oriental, y del que aprendió muchas «verdades eternas», en palabras del autor. Una de ellas forma parte de este poema pequeño, cuya traducción al inglés me dio. Dijo que su autor probablemente era Lao-Tse, el filósofo chino y fundador de la antigua religión taoísta. Voy a citar las palabras de Bulwer-Lytton tal y como las recibió del monje budista: Lao-Tse, que vivió en el año 500 a. C., era un hombre más importante que Confucio, pero no tan famoso. 

El confucianismo no es una religión, es un sistema ético que proporciona normas de conducta para nuestro mundo. En muchos aspectos es maravilloso, porque nos enseña a ser honestos, igual que hizo Jesús. Sin embargo, no hay ninguna mención a Dios o al Más Allá. Por otro lado, Lao-Tse era un hombre muy religioso. Creía firmemente en la vida después de la muerte y en el poder benevolente omnipotente del que nos podemos beneficiar todos nosotros para avanzar en la vida. Denominaba a este poder Espíritu, como Jesús haría quinientos años después, cuando declaró que «no podemos definir el Espíritu, pero podemos apropiarnos de él». 

—¡Eso es! —dijo Brahms—. Cuando compongo, siempre siento que me estoy apropiando del mismo Espíritu al que Jesús tanto se refiere. 
—¿Cuál es su proceso al apropiarse de él? —pregunté—. Debe de poseer una actitud especial hacia este poder, pero me gustaría saber cómo contacta con él. 
—En primer lugar, sé que este poder existe. No te lo puedes apropiar si no crees que este poder es una entidad viva real, y cuya fuente es nuestro propio ser. Esto no lo puedes saber desde tu mente consciente, que es un producto de la evolución en el reino de lo material. Solo se puede percibir con el eterno y real ego, el poder del alma.

Entonces Joachim intervino: 
—Johannes, antes de que nos digas nada más acerca de cómo contactas con este poder, deja que cite esas dos estrofas que proporcionan la fórmula de cómo Lao-Tse se apropió de él quinientos años antes de Cristo. Y, por cierto, Bulwer-Lytton me dijo que algunos investigadores creyeron que era un poema de origen hindú, otros que era de origen egipcio, y otros incluso lo atribuyeron a Zoroastro. Dice: 

La afirmación del yo 

Todo lo que necesitas está cerca de ti, 
Dios te provee de todo, 
confía, ten fe y escúchate, 
atrévete a afirmar tu yo. 

El poder está en ti, 
guíate por la luz de tu ojo. 
Nada puede derrotarte 
si te has atrevido a afirmar tu yo. 

—¡Espléndido! —exclamó Brahms—. 
Qué fórmula tan concisa y breve, y cómo se mantiene igual en el propio precepto que Jesús reveló a través del discurso de Dios, en el que encontramos siete súplicas, todas ellas una afirmación. Siempre me ha parecido que una afirmación es mucho más efectiva que una mera petición para atraer la inspiración cuando se está componiendo. En ese momento, Brahms se dirigió al piano y tocó tres fuertes acordes en do mayor, mientras exclamaba: 
—¡Esto es lo que opino de este poema!


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Giacomo Puccini cuando le preguntaban acerca de cómo había compuesto “La Bohème” o “Madama Butterfly” decía que “soy el obrero del todopoderoso. Es la conciencia primera la que me da nota por nota, campo por campo en el pentagrama, para que lo transmita a la humanidad”.
Y esto lo dijo no solo Puccini. También Brahms, Strauss, Griek, Beethoven, Mozart, Händel.
Arthur M. Abell, periodista norteamericano, entrevistó a músicos de renombre y todos llegaban a la misma conclusión. Que hay una conciencia interior a través de una conciencia primera y es la que les inspira a componer estas obras.

Platicando Con Johannes Bra... by Mafalda Mo