EL Rincón de Yanka: mayo 2023

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miércoles, 31 de mayo de 2023

ELECCIONES DEL FEUDALISMO PARTIDOCRÁTICO Y CACIQUIL DEL DICTADOR ABSOLUTISTA DE OLEIROS QUE LLEVA MÁS TIEMPO QUE FRANCO ✋🙋


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ELECCIONES DEL FEUDALISMO 
PARTIDOCRÁTICO 
Y CACIQUIL DE OLEIROS

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"SIN ÉTICA NO HAY DEMOCRACIA: 
La cleptocracia partitocrática 
quiere un pueblo amoral y corrupto 
para seguir gobernándoles. 
Mientras los gobernantes no entiendan 
que son nuestros servidores 
y no viceversa, no progresaremos". 
Yanka

Había más apoderados "margaritas" del cacique de Gelo que los súbditos de Kim Jong-un de NorCorea. CLIENTELISMO PURO Y DURO.

Es muy lamentable que siendo OLEIROS, un municipio de EMIGRANTES OLEIRENSES a hispanoamérica (VENEZUELA, CUBA, MÉXICO...) y de INMIGRANTES hispánicos NO HAYAN VOTADO EN CONTRA de los partidos COMUNISTAS, SOCIALISTAS Y NAZIONALISTAS (O FUESEN ABSTENCIONARIOS) QUE HAN SIDO CÓMPLICES DE LA REPRESIÓN DE LOS PUEBLOS. Es repugnante y repulsivo. Pero la Tierra gira. Todo da la vuelta.
La sangre de los inocentes cubanos, nicaragüenses y venezolanos caerá sobre todos aquellos que permanecen indolentes mientras avanzan los tanques de la represión castrochavista. Los gobiernos y sobre todo sus ciudadanos tienen que pronunciarse, y la presión internacional materializarse en una condena efectiva. Pero, sobre todo, urge conminar a los tibios de toda la vida, a los indiferentes que nunca se pronuncian, porque las dictaduras también sirven como termómetro para identificar a los verdaderos demócratas, tan distintos de esos falsos profetas que se esconden bajo el ropaje de la ideología partidista y el bien común, mientras se hacen ricos...

Ese es el gran problema de LA FALTA DE EDUCACIÓN CÍVICA Y POLÍTICA EN ESPAÑA Y SOBRE TODO EN GALICIA: creen que porque votan, viven en DEMOCRACIA. No se dan cuenta de que viven en una OLIGARQUÍA PARTIDOCRÁTICA FEUDALISTA DE ESTADO. Porque los partidos representan al estado y no a la nación. Los partidos se representan ellos mismos. No somos soberanos, ni elegimos ni decidimos nada de nada. SÓLO VOTAMOS, PERO NO ELEGIMOS NI MANDAMOS.

Cree el siervo, que si no vota, no tiene derecho a quejarse. El ciudadano sabe que votando, sólo legitima la corrupción y alimenta la partitocracia.

DIFERENCIAS ENTRE PUEBLO SÚBDITO 
Y CIUDADANÍA SOBERANA

Hay mucha incultura democrática en España y más en Galicia. Hay mucha ignorancia de la FILOSOFÍA DE LA POLÍTICA. Ya que el conocimiento nos hará más libres y despiertos. Que no se dejarán comprar ni ser sometidos con corruptelas.

"Pueblo" es un término que, por lo menos desde un punto de vista ético, tiene implicaciones reñidas con el concepto de ciudadanía. Mientras ser ciudadano denota ejercicio de derechos, y no es una concesión benévola del gobernante de turno, ser pueblo implica mendigar un favor de alguien que se encuentra en una posición de autoridad mayor que la propia.
El Pueblo Español tiene, pues, derecho a dejar de ser el hazmerreír de la clase política que lo desprecia, porque es el legítimo propietario de la Soberanía, el que todo lo sufraga con su sudor y el que pone hasta los muertos, cuando son precisos.

La concepción de ciudadanía como distinta a pueblo, por lo tanto, tiene como requisito entender al gobernante o autoridad como servidor público, por esto es preocupante que en el léxico cotidiano de la realidad nacional, incluso en el que se supone "intelectual", se vaya imponiendo el uso intercambiable de pueblo y ciudadano. Esto traduce el terrible estado en el que se encuentra nuestra autoconcepción más dirigida a sentirnos pueblo, por lo tanto servidumbre, que ciudadanos, sujetos de derechos, capaces de exigirlos y de hacerlos respetar.

La dignidad de las personas necesita, por ello, deshacerse de la pesada herencia que nos hace pensar que el gobernante es un privilegiado. Deberíamos comenzar ya a convencernos que ejercer nuestros derechos lleva implícita la exigencia de reubicar la función de gobierno en la esfera del servicio a la ciudadanía, la que se hace efectiva en la esfera de los derechos, no de los caprichos ni de las dádivas.
Ya que la ciudadanía es la condición que se otorga al ciudadano de ser miembro de una comunidad organizada (y autoreguladora).
"Si la ciudadanía es algo que remite a un proceso histórico, siempre vamos a estar hablando de una construcción de ciudadanía y de que haya también una reconstrucción constante de esa ciudadanía. La ciudadanía es la expresión de pertenencia que una persona tiene hacia una sociedad determinada en la que "participa":

(La participación ciudadana es la intervención de la ciudadanía en la toma de decisiones respecto al manejo de los recursos y las acciones que tienen un impacto en el desarrollo de sus comunidades. Es un legítimo derecho de los ciudadanos y para facilitarla se requiere de un marco legal y de mecanismos democráticos que propicien las condiciones para que las personas y las organizaciones de diversos sectores de la sociedad hagan llegar su voz y sus propuestas a todos los niveles de gobierno.
El Estado, al asumir los problemas e intereses de la sociedad, tiene la tarea de generar políticas eficaces de desarrollo en diferentes ámbitos, considerando el derecho de la ciudadanía para potenciar sus capacidades de control y responsabilidad, ya que el desarrollo de una nación democrática se logrará únicamente con activa participación de todos los sectores de la sociedad. Aquí es donde entran los "valores de la participación ciudadana", que se clasifican en 3 Partes: responsabilidad, solidaridad, tolerancia.
Una ciudadanía bien informada sobre los problemas de la comunidad podrá participar activamente en el logro del bienestar presente y futuro, ya sea colaborando con acciones simples hasta involucrarse y ejercer sus derechos en favor de la solución de los problemas, poniendo en práctica los valores de la participación ciudadana, pues una sociedad responsable, solidaria y tolerante es una sociedad justa en todos los sentidos. En la tradición occidental el ciudadano es un conjunto de atributos legales y a la vez un miembro de la comunidad política).




EL ENGAÑO Y LA DESINFORMACIÓN HAN PERMITIDO AL LOS DÉSPOTAS GARANTIZARSE MAYORÍAS PARA REALIZAR SUS INTERESES PERSONALES Y LOS DE “SU GRUPO”

La obligación por ley, el engaño y la desinformación han sido siempre armas rentables para no pocos déspotas a la hora de garantizarse las mayorías respectivas, para realizar sus intereses personales y los de “su grupo”. Recuerden que más del 60% de los representantes políticos en nuestra pseudo-democracia ya está decidido mucho antes de ustedes puedan votar: es la magia de los partidos y sus listas de candidatos.

Los políticos y los funcionarios dominan nuestra “democracia” exactamente igual que lo hacían antiguamente los barones, condes y marqueses. Sólo hay que ver la “legitimidad democrática” de tantas y tantas decisiones que alguien toma por nosotros sin más justificación que números paupérrimos de participación o párrafos escondidos en remotos lugares de un programa electoral. Sobre la capacidad cognitiva y profesional de muchos de nuestros “representantes democráticos” a la hora de tomar decisiones prefiero no hablar ahora. Estoy de buen humor.

DE LA DEMOCRACIA A LA FRACTOCRACIA

Puesto que siempre habrá más pobres que ricos, más arrendatarios que propietarios, más empleados que empresarios, más miedosos que valientes, más colectivistas que individuos responsables y más personas incultas que cultas, resulta facilísimo para los numerosos «héroes políticos», con su falta de escrúpulos, de sentido de la responsabilidad y su avidez por todo lo que huela a poder, adueñarse de la correspondiente mayoría para expropiar, recortar en sus derechos a la minoría sometiéndola por vía democrática a su voluntad.

Si prefieren que lo exprese de forma más polémica: hazte con la masa de los estúpidos mediante promesas populistas y agitación demagógica y excluyente, y será fácil dominar de “manera legítima y democrática” a cualquier grupo minoritario que pueda amenazar tu privilegio de poder. Es la fórmula mágica que tantas veces ha funcionado en la larga historia de la humanidad, ora disfrazada de despotismo, ora de feudalismo, ora de democracia. Por eso me niego a aceptar que vivo en una sociedad democrática. La nuestra es más bien una democracia fracturada.

Jamás se ha alcanzado por la vía democrática una verdadera reforma de nada. Es cierto que la utilización irresponsable del oportunismo, la comodidad y del continuo estado de dependencia de las masas generó en no pocas ocasiones el espejismo de enormes modificaciones en la situación de la humanidad (revoluciones, derechos humanos, acuerdos de Kioto, Naciones Unidas, …), pero todos esos cambios (explicados a continuación penosamente por los historiadores) se deben principalmente a la acción de unos pocos que supieron hacer uso de las sociedades fragmentadas para, inculcando primero y recogiendo los parabienes de la mayoría adoctrinada después, alcanzar sus propios objetivos; unas veces loables, otras no.

No son el fruto del “gobierno de todos”, sino más bien el del gobierno de unas mayorías manipuladas y cebadas en promesas, por lo general no involucradas en el proceso más allá de lo que les permitieron los prometedores de turno. No asistimos a una democracia: se trata de una fractocracia (el poder de una parte del demos).

Desde los tiempos de la Ilustración los pensadores y filósofos europeos se devanan las neuronas (en ocasiones con irrisorios resultados) sobre la madre de todas las preguntas: ¿qué reglas y leyes han de regular la base de un Estado moderno y democrático? Situados al principio frente a la negación de cualquier sistema que pretendiese usurpar las prerrogativas de la nobleza, Hegel y Kant carecieron de la fuerza necesaria para llevar sus tesis a buen puerto. Fracasaron ante el desinterés de las masas, a las que no consiguieron comunicar, ni con las palabras ni con sus escritos, la necesidad de asumir responsabilidad por la propia vida, los propios actos.

Otros fueron retirándose a la esquina apolítica (Goethe, Schopenhauer, Nietzsche) incluso prefiriendo ahogarse en un mar lírico e insustancial (Schiller). Los representantes de la llamada “Escuela de Frankfurt”, peligrosísimos pseudodemócratas cuyo pensamiento nace del socialista y criminal Marx (de quien como “pensador” sólo cabe decir que nunca entendió ni una sola palabra de “su” Hegel), apenas si pueden ser denominados colaboracionistas a la hora de implantar una conciencia pseudodemocrática por la que se concede a las masas ignorantes el espejismo de ejercer el poder. Todos ellos olvidaron uno de los principios básicos de la democracia clásica: la demos debe ser capaz de compartir cualificadamente (no cuantificadamente) las decisiones que le afectan.

EN UNA VERDADERA DEMOCRACIA LOS MENTIROSOS CRÓNICOS QUE HOY GOBIERNAN JAMÁS HABRÍAN DURADO MÁS DE TRES MESES EN SUS PUESTOS

Los individuos deben ser escuchados y deben inmiscuirse en las labores de gobierno. Todos los individuos. Según su capacidad en esta o aquella tarea. No existen los inútiles totales. En una verdadera democracia no existiría un sólo modelo educativo, o sanitario, o agrícola, o de seguridad. En una verdadera democracia los mentirosos crónicos que hoy gobiernan y opositan en nuestro país jamás habrían durado más de tres meses en sus puestos.

Sólo de la libertad individual nacen los derechos democráticos personales. Del mismo modo, los derechos democráticos de cada uno exigen un ejercicio individual de autocrítica a la hora de ejercer el derecho a voto: ¿soy consciente, me he informado suficientemente, dispongo de capacidad real para emitir un juicio sobre aquello que se me pregunta? ¿O prefiero unirme a una masa vociferante y esconderme así de mi propia responsabilidad, cediendo mis derechos a los políticos de turno?

La verdadera democracia presupone una entidad social pequeña, agrupada generalmente en torno a unos objetivos comunes y que protege tanto el derecho de cada uno de sus miembros a someterse a la voluntad de la mayoría como el derecho a la disidencia, sin ver por ello amenazada su existencia dentro del grupo. La verdadera democracia protege y alienta la individualidad, pues sólo desde ella es posible generar pluralidad y sólo desde la pluralidad es posible dar solución al mayor número imaginable de cuestiones. De forma cualificada y no cuantificada.

Miren a su alrededor. ¿Qué ven? Exacto: somos niños peleándonos por los caramelos que nos arrojan los políticos desde sus boyantes carrozas. ¿Hasta cuándo?


¿Qué es el fraude?
- Elecciones aseguradas.
¿Qué son las elecciones aseguradas?
- Felicidad de la democracia.
¿Qué es la democracia?
- El reinado de los mercaderes por medio del lucro, soborno y fraude.
¿Qué es un partido?
- Es la liga de los que quieren vivir sin trabajar, comer sin producir, ocupar empleos sin estar preparados y gozar honores sin merecerlos (LA CASTA FEUDAL).
¿Qué es el sufragio universal?
- La manivela del hacer opinar al pueblo de lo que no entiende para no darle mano en lo que no entiende.
¿Qué es el liberalismo¿
- El enemigo de Dios y el amigo interesado del pueblo.
¿Qué es el Estado?
- La burocracia erigida en dios.
¿Qué es la defensa de las instituciones liberales?
- Un judío detrás.



VER+:




EL BUENISMO ECLESIAL: APOSTASÍA, SOFISMAS Y ENLABIOS 😚


Traditionis Custodes 
Damnatio Memoriae

No se puede imponer la contradicción ni la incoherencia. La inobservancia de este tipo de normas no es desobediencia, y se convierte, según el autor, en un deber.
EL QUE OBEDECE A BERGOGLIO Y A SU AGENDA SATÁNICA 2030 DESOBEDECE A DIOS Y A LA IGLESIA.

Después de que los rumores constantes lo dieran ya como algo hecho, hemos conocido hoy el motu proprio del Papa Francisco en el que establece una nueva disciplina para el uso de la antes llamada «forma extraordinaria» del Rito Romano. En el momento en el que escribo estas líneas ignoro si el uso de la expresión «forma extraordinaria» ha sido prohibido o si, en esta maravillosa Iglesia de la Liberación, todavía podemos expresarnos libremente.
Sobre el breve texto habría mucho que decir. Tanto que va acompañado de una carta a los obispos en la que el Papa explica las razones que han llevado a realizar este cambio disciplinar. Aunque la he leído y se podrían comentar cada uno de los puntos, no voy a entrar en ese tema.
Después de leer el nuevo motu proprio he publicado un hilo de tuits que me parece necesario explicar, para evitar malentendidos. Los reproduzco, subsanando alguna errata que se me había colado:

«Creo que lo más inteligente ahora es, de forma tranquila y sosegada, defender la verdad por encima de las leyes inicuas. El Papa no puede cambiar la Tradición por decreto ni decir que la liturgia posterior al Vaticano II sea la única expresión de la lex orandi en el Rito Romano.
Como eso es falso, la legislación que brota de ese principio es inválida y, de acuerdo con la moral católica no debe ser observada, lo cual no implica desobediencia. Bastaría simplemente con ignorarla, pero creo que en este caso no es suficiente.
Creo que es nuestro deber como sacerdotes fieles ejercer la obligación moral de defender la verdad pública y notoriamente, arrostrando las posibles consecuencias. Y así invito a todos mis hermanos fieles a que lo hagan.
Hasta hoy no he sentido la necesidad de celebrar la Misa Tradicional. Sí he asistido y he rezado el breviario anterior a la reforma, pero por mis labores parroquiales, no me parecía imprescindible hacerlo. Pero eso, gracias a Francisco, cambia desde hoy.
Me propongo empezar a celebrar cuanto antes de forma privada la Misa Tradicional. Obviamente no se la puedo imponer a mis fieles, pero sí puedo hacerlo cuando no interfiera con mis obligaciones parroquiales.
Además, considero que es necesario hacer público este hecho de alguna manera. Lo estoy haciendo aquí, pero me parece que sería muy conveniente que se organizara algún tipo de iniciativa que diera notoriedad a los que hiciéramos este gesto».

Vamos con la explicación.

Motivos por los que la nueva disciplina no puede ser observada

Ya he explicado en otra ocasión cómo entiendo yo la obediencia, siguiendo a San Ignacio y a Santo Tomás. En lo que se debe obediencia y es obedecible, al Papa hay que obedecerle en todo. Pero hay cosas que son simplemente «inobedecibles». Algunas pueden serlo por ser pecado, como si el Papa ordenara cometer un homicidio. Otras por no constar un mandato claro. Hay otras en las que se vulnera directamente la fe de la Iglesia, como la disciplina que brota de la lectura heterodoxa de Amoris Laetitia respecto a la comunión de los adúlteros impenitentes. Por último, no se puede obedecer en lo contradictorio, es decir, cuando la autoridad manda a la vez una cosa y la contradictoria.

Traditionis custodes es un documento escrito de forma un poco, digamos, peculiar. Lo digo siendo consciente de que no es el Papa Francisco quien lo ha escrito, sino algún subalterno deseoso de medrar en un contexto en el que el servilismo hacia el líder es el mejor ascensor. Podría haber sido escrito como un desarrollo de Summorum Pontificum que en la práctica consiguiera lo que pretende el documento actual: la desaparición de la liturgia tradicional en la pastoral ordinaria de la Iglesia. Sin embargo, se le ha querido dar una forma de corrección a la postura de Benedicto XVI en este tema, lo que, al hilo de lo que ha señalado recientemente el Cardenal Sarah, supondría una damnatio memoriae sobre el anterior pontificado.

Esto queda claramente reflejado en los primeros artículos de ambos documentos, que es donde recae, a mi entender, el mayor de los problemas del documento.

El Papa Benedicto XVI había escrito como artículo primero de su motu proprio:

«El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la «Lex orandi» («Ley de la oración»), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante, el Misal Romano promulgado por san Pío V, y nuevamente por el beato Juan XXIII, debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma «Lex orandi» y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la «Lex orandi» de la Iglesia en modo alguno inducen a una división de la «Lex credendi» («Ley de la fe») de la Iglesia; en efecto, son dos usos del único rito romano».

El nuevo documento, en cambio dice lo siguiente en el mismo artículo primero:

«Los libros litúrgicos promulgados por los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, son la única expresión de la lex orandi del Rito Romano».

Es decir, que lo que enseña Benedicto XVI que es expresión extraordinaria de la «lex orandi», ahora Francisco enseña que no lo es, porque si la «única expresión» son los libros promulgados después del Vaticano II, eso quiere decir que los anteriores no lo son. Aquí no hay una contrariedad, sino una absoluta contradicción.

Es evidente en ambos documentos que todo el desarrollo disciplinar posterior brota de los respectivos artículos primeros. En el caso de Summorum Pontificum, si la liturgia anterior a la reforma de los 60 es expresión extraordinaria de la lex orandi del Rito Romano, lo lógico es que los sacerdotes puedan celebrarla con libertad en tanto no interfiera con los derechos de los fieles, que pueden libremente elegir también la forma ordinaria.

En el caso de Traditionis Custodes, si aquella liturgia no es expresión de la lex orandi del Rito Romano, sino que la única expresión son los nuevos libros, entonces la medida lógica sería proscribir completamente la liturgia precedente. Sin embargo, lo que hace el documento es regular aquello que, según la lógica del mismo documento, debería ser prohibido. Es evidente que si se hace así es porque se cuenta con que los obispos prohibirán o harán casi imposible que se pueda utilizar la liturgia antigua, pero eso no esquiva el problema de la incoherencia del documento.

Entonces tenemos dos problemas distintos. Por un lado, hay una contradicción entre las enseñanzas de Benedicto XVI y Francisco. ¿Cuál es la enseñanza verdadera? En el tiempo que ha pasado la liturgia tradicional no ha cambiado, por lo que, si ahora no es expresión de la lex orandi del Rito Romano, cuando Benedicto XVI dijo que sí lo era estaba enseñando una falsedad. En este sentido, prestar asentimiento a las palabras de Francisco equivale a negar las palabras de Benedicto. Alguno dirá que al fin y al cabo es Francisco el que manda ahora. Pero la Iglesia no funciona así. La hermenéutica de que lo más reciente es lo que vale es la del Islam, no la de la fe Católica.

El segundo problema es la incoherencia interna de Traditiones Custodes, que permite aquello que, según su propia lógica, debería estar prohibido.

No se puede imponer la contradicción ni la incoherencia

Aceptar con docilidad pastueña el nuevo documento, como muchos sugieren, equivale a aceptar la imposición por la fuerza de dos contradicciones o, al menos, una contradicción y una incoherencia. El mismo Magisterio que antes nos decía que la liturgia tradicional sí era expresión de la lex orandi del Rito Romano, nos dice ahora, sin que haya cambiado ni la liturgia tradicional ni la lex orandi ni el Rito Romano, que no lo es. Pero algo no puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido, y es una iniquidad tratar de imponer algo así. Por eso he dicho que esta ley es inicua, es decir, que como injusta no tiene fuerza de ley.

Por otro lado, tampoco puede aceptarse la incoherencia de que se diga que la forma extraordinaria del Rito Romano no es expresión de la lex credendi del mismo, pero que a la vez establezca que los obispos pueden permitir que un sacerdote utilice tal forma. Eso querría decir que los obispos que lo permitieran, como acaba de hacer públicamente Mons. Cordileone en San Francisco, estarían avalando lo que, de acuerdo con la lógica (ilógica) del documento sería un abuso litúrgico en toda regla. ¿Se utilizará el hecho de que avalen un abuso litúrgico para luego ser removidos de sus cargos? Visto el nivel de retorcimiento que está adquiriendo todo esto, no sería raro. En cualquier caso, una ley que tiene tal incoherencia interna, tampoco puede tener fuerza de ley, al menos mientras no se elimine tal incoherencia.

Solución

La única solución a este dilema es, según mi entender, rechazar el primer artículo de Traditiones Custodes, que únicamente tiene la función de realizar una damnatio memoriae sobre Benedicto XVI y, por tanto, es prescindible. Haciendo esto, el documento sí es comprensible: la liturgia tradicional sigue siendo forma válida, aunque no ordinaria, de expresión de la lex orandi del Rito Romano y únicamente cambian las condiciones en las que se puede desarrollar esta forma, dado que es extraordinaria.

Pero claro, esto es exactamente lo mismo que hacía Summorum Pontificum, que establecía como consecuencia primera de su planteamiento que cualquier sacerdote puede celebrar libremente la forma extraordinaria del Rito Romano «en las Misas celebradas sin el pueblo». Ojo, Misas celebradas sin pueblo no son Misas a puerta cerrada, sino Misas en las que no se prevé que acudan fieles. Por eso establecía a continuación que los fieles que desearen podrán acudir a esas Misas.

En mi opinión, si se entiende que Traditiones Custodes prohíbe este tipo de Misas, el documento es inobedecible por las causas antes mencionadas. Si la interpretación que se hace del mismo es que estas Misas siguen siendo lícitas, entonces podría valorarse como más o menos conveniente el endurecimiento de la legislación, pero la legislación que no tiene los problemas antes mencionados hay que observarla. En mi caso, sólo puedo aceptar la segunda opción.

Resistencia ante las leyes inicuas

Bruno Moreno ha hecho uno de sus afilados comentarios en su magnífico blog, advirtiendo contra los que, como yo estoy haciendo, defienden la inobservancia de esta nueva legislación. En mi opinión cae en el error de haberse dejado distraer por la carta que acompaña el motu proprio que es exactamente eso: una distracción. Me gustaría que me explicara cómo puede aceptarse una normativa que equivale a obligar a admitir que 2+2=5 desde el momento que niega directamente algo que Benedicto XVI ha afirmado con claridad hace tan solo unos años.

Mientras que él u otros, todos más inteligentes que yo, no me demuestren que esos dos problemas que veo insalvables en el documento no lo son, tendré que ponerme en la misma actitud que he mantenido ante Amoris Laetitia: la pacífica inobservancia de normas que son evidentemente inicuas. Por favor, no dejen de intentar sacarme de mi hipotético error en los comentarios, siempre que se mantengan las formas adecuadas y se den argumentos que respondan a los que yo he dado.

Cuando digo que son inicuas no me refiero a que sean pecaminosas o a que hayan sido redactadas con una maldad, sino simplemente a que son injustas, a que carecen de forma de ley porque no tienen alguno de los elementos fundamentales que debe tener una ley. Inicuo viene de in y aequus, es decir, lo que carece de equidad. Se utiliza como sinónimo de injusto porque la primera definición de justicia, dar a cada uno lo que le corresponde, se entiende en la justicia conmutativa como equidad. Así que nadie se escandalice diciendo que yo afirmo que el Papa es un malvado que da leyes inicuas. Lo que digo es que la redacción del actual motu proprio, hecha por quien haya sido, hace que la norma sea inicua porque pretende imponer como ley algo que no lo puede ser.

La obediencia ante un mandato que es injusto es, así la llama Santo Tomás, una «obediencia indiscreta», que es evidentemente desordenada. Por tanto, la inobservancia de este tipo de normas no es desobediencia, y se convierte, creo yo, en un deber. Esto puede hacerse de modo discreto, si la prudencia manda evitar las consecuencias dañinas para el bien común que podría tener una inobservancia pública.

Sin embargo, pienso que aquí es necesario dar un paso más. Y puedo perfectamente equivocarme. Yo hasta ahora no he tenido necesidad ni ocasión de celebrar la Misa Tradicional. Simplemente ha sido incompatible con la vida pastoral hasta ahora he tenido. Tenía pensado en el futuro aprovechar que suelo dejarme un «día libre» en el que no hay Misa con pueblo en la parroquia para ir celebrando algunas veces la Misa en forma extraordinaria. Sin embargo, me he propuesto no dejar pasar más tiempo: 
a partir de agosto comenzaré a hacerlo con regularidad. Lo digo aquí y se lo comunicaré oportunamente a mi obispo, no para pedir permiso, porque entiendo que no debo pedirlo, sino porque me parece que la toma de postura debe ser pública, venga lo que venga.

No es que yo pretenda dar una lucha encarnizada por la Misa Tradicional, como ha dicho un querido amigo sacerdote gallego (difamado junto conmigo en los comentarios de un blog alojado en esta web), seguramente lo más inteligente e incluso divertido sería volver a la clandestinidad que había antes de Benedicto XVI. Lo que no pienso aceptar es que me hagan tragarme una contradicción a fuerza de decreto. Si hay que desenvainar la espada por afirmar que la forma extraordinaria del Rito Romano es expresión válida de la lex orandi de éste, aunque solo sea para hacerse una especie de «harakiri eclesial», sea.

El hablapaja de Bergoglio fija su postura ante 
el tema LGBT, feminismo y personas no binarias.


La obediencia al romano pontífice 
en el contexto actual

Poner el grado supremo de obediencia en aquel ser movido el entendimiento por la devota voluntad en cuanto ésta pueda hacerlo, hace que sea más fácil explicar cuáles son los límites de la obediencia, que distinguen la verdadera y virtuosa de la falsa y viciosa

Hace algunos días, debido a que estábamos comentando los problemas que se derivan de la falta de claridad de la Amoris Laetitia y las interpretaciones que se están haciendo de ella, un compañero me preguntaba sobre mi comunión con el Romano Pontífice. Mi respuesta, sin pensarlo mucho fue, poco más o menos: «en esto no estoy en comunión con el Romano Pontífice, ni creo que tenga que estarlo». Evidentemente, la apreciación de mi compañero era en tono de crítica fraternal, y como me tomo las críticas muy en serio, he estado reflexionando estos días sobre ello.

A los que expresamos posiciones críticas con todo lo que está pasando últimamente en la Iglesia nos suelen recordar que debemos ser obedientes al Romano Pontífice, y los que lo hacen tienen razón. Pero, ¿en qué sentido hay que ser obediente? ¿es ciega la obediencia? ¿se debe obedecer contra el propio criterio? Siempre he sido defensor de la «obediencia ciega» en sentido ignaciano, por lo que he decidido repasar un poco lo que dice San Ignacio sobre esta obediencia, completando su reflexión con algunas cosillas de Santo Tomás, que me parece que están en consonancia.

Pero, antes de empezar, ¿se debe obediencia al Romano Pontífice? 
La respuesta evidente es que sí. De manera especialmente enérgica lo enseña Santa Catalina de Siena:
«Yo os digo que Dios lo quiere y así lo tiene mandado: que aunque los Pastores y el Cristo en la tierra fuesen demonios encarnados y no un padre bueno y benigno, nos conviene ser súbditos y obedientes a él, no por sí mismos, sino por obediencia a Dios, como Vicario de Cristo» (Sta. Catalina de Siena – Carta 407, I, 436).

Bonifacio VIII lo afirmaba como necesario a para la salvación:
«Así pues, declaramos, afirmamos, determinamos y proclamamos que es necesario a toda creatura para su salvación sujetarse a la autoridad del pontífice romano» (Bula Unam Sanctam).

Y de manera más reciente, el Concilio Vaticano II lo ha recordado así, refiriéndose a los laicos, pero de manera que vale para todos:
«Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (Lumen Gentium, 37).

Es evidente que si esta obediencia se debe a los Pastores en general, mucho más al Romano Pontífice, en comunión con el cual actúan los Pastores como maestros y gobernantes.

Algunos, ante esta obligación de la obediencia replican que la obediencia no debe ser ciega. No estoy de acuerdo. Es cierto que el nombre «obediencia ciega» no es el más afortunado para definir la que yo llamaría «obediencia perfecta», pero en esencia la obediencia puede perfectamente ser ciega, si esto se entiende correctamente. Para explicar esto echaremos mano de la famosa Carta de la obediencia, de San Ignacio de Loyola, que es una carta escrita en 1553 a los Padres de la Compañía de Portugal que, al parecer, tenían problemas para vivir esta virtud fundamental en la vida religiosa. No voy a comentar la carta completa, que conviene leer enteramente, sino resumir un poco su doctrina y aplicarla al caso que nos ocupa.

Doctrina de San Ignacio sobre la obediencia

Explica San Ignacio que existen tres grados de obediencia:
Obediencia de simple ejecución. Consiste en hacer lo mandado. No se puede decir que sea verdadera obediencia.
Obediencia de voluntad. Consiste en que haya, además de ejecución de lo mandado, «conformidad en el afecto con un mismo querer y no querer» con el superior. Es importante señalar que se debe hacer lo mandado, porque no faltan los que se olvidan de esa parte.

Suspensión del juicio u «obediencia ciega». San Ignacio indica que no basta entregar la voluntad, sino que hay que llegar al punto en el que se suspenda el juicio sobre la materia en que se obedece. San Ignacio lo expresa así: «Pero quien pretende hacer entera y perfecta oblación de sí mismo, ultra de la voluntad es menester que ofrezca el entendimiento (que es otro grado y supremo de obediencia), no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mismo con su Superior, sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento». Se trata, por tanto, de ofrecer no sólo la voluntad sino también el entendimiento, de tal manera que, aunque uno juzgue intelectualmente de forma distinta al superior sobre la cosa mandada, se acepte intelectualmente el juicio del superior por la moción de la voluntad. Se basa esta obediencia en la fe en la Providencia divina, que dispone un superior concreto con un juicio concreto. Es decir, no se pretende que el superior tenga razón, sino que en cuanto que Dios permite que sea superior, incluso cuando se equivoca está mandando lo que Dios quiere que mande.

San Ignacio presenta este tipo de obediencia como la perfección de la obediencia sobre el segundo grado, que es ya obediencia verdadera. Es decir, quizá no se pueda decir que este tercer tipo de obediencia sea exigible, pero desde luego no se puede decir que esté mal obedecer ciegamente. Es más, San Ignacio presentará la conveniencia de este tercer grado de obediencia, diciendo que «si no hay obediencia de juicio, es imposible que la obediencia de voluntad y ejecución sea cual conviene».

No es necesario extendernos en este punto, pues se ve claramente lo violento que es someter la voluntad propia a la voluntad del superior teniendo el juicio propio en contra. A la larga, explica San Ignacio, esto hará que, si se sigue manteniendo la obediencia de ejecución, aparezcan las quejas, las murmuraciones, etc. En el último párrafo de la carta vienen señaladas dos precisiones importantes que complementan la doctrina anterior: Este tercer tipo de obediencia debe ser buscado, «donde pecado no se viese manifiestamente».

Si el súbdito ve claramente algo diferente a como lo ve el Superior, puede manifestárselo, estando en indiferencia sobre ello antes y después de hacerlo. Algunos, esto no lo dice San Ignacio, señalan que esta «representación» sería casi una obligación para el súbdito, que no obraría con recta intención si, a sabiendas, permite al superior equivocarse.

Algunas precisiones desde Santo Tomás

Es evidente que la presentación que hace San Ignacio del tema no es exhaustiva, sino que son precisiones sobre una doctrina común sobre la obediencia tal como es entendida en su época. Además, está hablando en concreto de la obediencia en la vida religiosa, que, por la fuerza del voto, adquiere una dimensión particular, no extensible en algunos aspectos al resto de fieles. Me parece interesante, sin embargo, la referencia a la inteligencia, aunque sea, para disgusto de muchos, para decir que ha de ser suspendida. Si San Ignacio hubiera estado poseído del espíritu nominalista de la época, esta precisión hubiera sido innecesaria, pues el nominalismo no tiene tan claro como el tomismo que la voluntad ha de seguir a la razón.

Lo que hace San Ignacio es apelar a la visión sobrenatural. Nosotros no podemos conocer de manera absoluta la razón por la que Dios hace las cosas, por lo que en aquello sometido a la obediencia nuestra inteligencia queda en cierta indiferencia frente a las diversas opciones respecto a lo que hacer. Es ahí donde hay un espacio para que la voluntad pueda mover a la inteligencia (un movimiento similar a aquel en que consiste el acto de fe) a aceptar como válido el juicio del superior, dado que Dios providencialmente ha permitido que ese juicio se nos presente a través de la obediencia.

Ahora bien, es imposible que la voluntad mueva al entendimiento si éste no se encuentra en cierta «libertad» respecto a su objeto. Santo Tomás precisa esto respecto de la fe, enseñando cómo no se puede tener fe de aquello que es evidente, puesto que en la fe es necesario que la voluntad mueva al entendimiento a asentir con certeza y sin temor a una verdad que no mueve suficientemente al objeto (cf. STh II-II, q. 1, a. 4, co.). En el caso de la fe, esto es así porque la verdad de fe es superior a la razón; en el caso de la obediencia sucedería así porque en la materia sobre la que se obedece uno no puede saber con evidencia cuál es la voluntad de Dios.

Ayudados de esto, por tanto, presentamos dos salvedades para el principio de la obediencia ciega de San Ignacio:

1ª) La primera salvedad, contemplada por él en la carta, sería que es imposible obedecer cuando lo mandado es un pecado. No sólo es que no se deba obedecer, sino que la obediencia es imposible, porque aunque no podemos conocer la voluntad de Dios de manera suficientemente clara en los preceptos positivos (qué hay que hacer), sí podemos conocerla en los negativos (qué no se debe hacer). Si a uno le mandan, por ejemplo, matar, es evidente que esa no es la voluntad de Dios, por lo que jamás podría la voluntad mover al entendimiento para considerar que la voluntad de Dios es que mate por obediencia.
2ª) La segunda salvedad es semejante, solo que, en lugar de entender la evidencia en el orden práctico, como en el caso anterior, se trata de la evidencia en el orden especulativo. Es decir, la obediencia puede suponer la suspensión de juicio en las materias sujetas a la opinión, es decir, en las que, como hemos dicho, el objeto no mueve suficientemente al entendimiento, sin estar ya puesto con certeza en él por la fe. Mas no puede suspenderse el juicio en las cuestiones evidentes en el orden teórico. Es decir, es imposible aceptar, tanto por obediencia como por fe, que dos y dos puedan ser cinco, como en aquel tweet del P. Spadaro que citaba Bruno Moreno en este estupendo artículo.

Hay que señalar que esta segunda salvedad es negada textualmente por San Ignacio en un famoso lugar, al final de los Ejercicios Espirituales. En las reglas para sentir con la Iglesia dice:

«La terdécima. Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina; creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y señor nuestro que dio los diez mandamientos es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia».

Es difícil encontrar salida a este texto, pues el ejemplo dado por San Ignacio presenta una evidencia sensible, comparable con la lógica del dos y dos son cuatro, que sería incompatible con la obediencia tal como la explicamos. Yo creo que en este caso San Ignacio usa un ejemplo desafortunado para referirse a materias en las que puede haber una opinión bien formada, pero nunca una evidencia racional o sensible. Y creo válida esta interpretación por el texto de la Carta de la obediencia en la que, como hemos citado, dice que la suspensión del juicio debe hacerse «sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento».

Pues bien, la voluntad no puede inclinar el entendimiento a decir que dos y dos hacen cinco, o que lo blanco que yo veo es negro. Y si en esta materia no puede darse la obediencia perfecta, quiere decir que no puede darse obediencia alguna.

Otra precisión importante que podemos hacer desde la doctrina tomista es la que se refiere a la materia de la obediencia. Santo Tomás presenta la virtud de la obediencia en la cuestión 104 de la II-II de la Suma Teológica, en la que no se refiere únicamente a la obediencia religiosa o en el marco de la Iglesia, sino a la obediencia de los súbditos a los superiores en todos los órdenes. Cuando se refiere a los religiosos, señala que éstos están obligados a obedecer en lo que corresponde a la vida regular. Si quieren obedecer más allá, lo podrán hacer en virtud de la búsqueda de una perfección mayor. Pero también admite Santo Tomás que habría un tipo de obediencia, que llama «indiscreta», que obedece incluso en las cosas ilícitas (cf. STh II-II, q. 104, a. 5, ad 3). En el orden natural, por ejemplo, el Angélico señala que:

«No están obligados ni los siervos a obedecer a sus señores ni los hijos a sus padres en lo tocante a contraer matrimonio o guardar virginidad y en otros asuntos semejantes. Pero en lo que se refiere a la disposición de los actos y asuntos humanos, el súbdito está obligado a obedecer a su superior según los distintos géneros de superioridad: y así, el soldado debe obedecer a su jefe en lo referente a la guerra; el siervo, a su señor en la ejecución de los trabajos serviles; el hijo, a su padre en lo que tiene que ver con su conducta y el gobierno de la casa; y lo mismo en otros casos» (STh II-II, q. 104, a. 5, co.).

Aplicación de lo dicho al caso de la obediencia al Romano Pontífice en la situación actual

Llegamos al punto en el que podemos tratar de aplicar lo dicho a la cuestión de la obediencia al Santo Padre, y de si caemos en desobediencia los que mantenemos una posición crítica a la interpretación que va siendo cada vez más oficial de la Amoris Laetitia, o los que pensamos que el Santo Padre debería contestar las dubia presentadas por algunos cardenales al respecto.
El primer problema que se debe aclarar es si se puede obedecer sin saber exactamente qué es lo que se manda. Hemos dicho que el primer grado de la voluntad es la «ejecución de lo mandado». Sólo a partir de este primer grado se puede ascender a los otros grados de obediencia hasta la obediencia ciega. Es decir, que la unión de la voluntad o la suspensión del juicio se realizan en virtud del cumplimiento del mandato concreto. Es evidente que, si no hay mandato concreto, la obediencia es simplemente imposible.

En esto nos puede ayudar la analogía que hemos presentado de la obediencia ignaciana con la fe como la entiende Santo Tomás. El acto de fe, para éste, tiene un objeto material y uno formal. El objeto material (per se) de la fe son los artículos de la fe, proposiciones concretas que se refieren a Dios, Verdad Primera, en cuanto puede ser conocido por nuestro intelecto de forma imperfecta y fragmentaria; el objeto formal es la razón por la que se creen esas verdades, que es porque son reveladas por Dios (cf. STh II-II q. 1, a. 1, co.; a. 6, ad 2). Sin el objeto material, esto es, sin las verdades concretas de la fe no se puede tener fe. Por eso mismo, sin conocimiento del mandato no se puede obedecer.

La concepción fiducial de la fe en el protestantismo entendería la fe como una confianza que no necesita de ese objeto material, pero esta no es la visión católica. Por lo mismo, tampoco se puede decir que uno obedece al Papa si no sabe qué es lo que el Papa manda en concreto. Uno puede mantener la disposición habitual de obedecer, pero esa disposición no se podrá actualizar si no consta con claridad el mandato. Ojo, esto no quiere decir que el mandato tenga que ser expreso. Santo Tomás dice que la obediencia es una virtud especial y «su objeto especial es el mandato tácito o expreso» (STh II-II q. 104, a. 2, co.). Pero una cosa es que el mandato sea tácito y haya de ser inferido por el súbdito y otra cosa es que no sea claro. Si el superior dice un día un cosa y después la contraria, no se puede hablar de un mandato tácito, sino de una ausencia de mandato.

Yendo a nuestro problema concreto, ¿quiere el Santo Padre que los sacerdotes demos la Sagrada Comunión a los que permanecen obstinadamente en un pecado objetivo? Si es así tendrá que decirlo claramente, porque, como ha señalado acertadamente el Card. Caffarra, eso no está claro en absoluto. De hecho, desde esta perspectiva, para poder obedecer al Papa resulta necesario que se aclare qué es lo que se manda en Amoris Laetitia, más allá de lo que quieran interpretar unos u otros sobre el tema, dado que a quién se obedece es al Papa o aquellos a los que él haya designado expresamente para ello (aquí estaría la analogía con el objeto formal de la fe).

En el mismo sentido parece expresarse el Concilio Vaticano II cuando, refiriéndose a la aceptación del Magisterio del Papa, dice que: «Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo» (Lumen Gentium, 25).

Ahora bien, pongamos que uno pudiera tener una claridad suficiente como para afirmar que lo que el Papa está mandando es algo como lo que han escrito los dos obispos de Malta, y que ha sido publicado en la portada de L’Osservatore Romano, esto es, que los adúlteros que no se arrepienten pueden comulgar si «se sienten en paz con Dios». Éste sería un segundo problema. Aquí podríamos decir en primer lugar que uno no estaría obligado a «obedecer» al Santo Padre en esto, dado que existe una autoridad mayor que manda positivamente lo contrario. Esa autoridad es el Código de Derecho Canónico, que en su c. 915 manda que no se dé la comunión en esa situación. ¿Es mayor la autoridad del Derecho Canónico que la del Papa? 

El Código de Derecho Canónico recibe su autoridad de haber sido promulgado por el Santo Padre por medio de una Constitución Apostólica, que es un documento de altísimo rango magisterial, en un lenguaje claro e inequívoco. Es evidente que la sugerencia en sentido contrario en una nota al pie de una Exhortación Apostólica, aunque sea también del Santo Padre, no obliga por encima del Código. Además, de acuerdo con el Pontificio Consejo para la Interpretación de los textos legislativos, en documento aprobado también por el Papa, este canon responde al derecho divino, por lo que no podría ser modificado.

Además, como hemos observado, no se puede suspender el juicio en aquello en que la inteligencia ya está puesta en el objeto, bien sea por la evidencia del objeto mismo o por la fuerza de la fe. En esto no hay una evidencia racional, sino de fe. La evidencia es que el adulterio es pecado grave y que la dignidad del sacramento exige estar libre de pecado mortal para recibirlo. Ambas verdades son de fe, por lo que resultaría imposible que la inteligencia fuera movida por la voluntad para afirmar o que el adulterio podría no ser pecado (por ejemplo, dicen algunos, al tratar de evitar un mal que se considera mayor, como sería la inestabilidad de la unión adulterina en función del bien de la prole engendrada como consecuencia del adulterio), o que pueda recibirse la Eucaristía estando en pecado mortal. Sobre el argumento de la diferencia entre pecado grave y pecado mortal, ya presenté aquí mi respuesta.

Ante la hipotética existencia de este mandato al que, como se está mostrando, resultaría imposible obedecer, los cardenales han hecho lo que recomienda San Ignacio, que es presentar la dificultad a la autoridad superior. En este caso no se puede dar la indiferencia que pide San Ignacio, por las razones que hemos explicado anteriormente, dado que un mandato que fuera en la línea que han propuesto los obispos malteses simplemente sería imposible de obedecer.

Conclusión

Entiendo que a muchos les parezca poco conveniente la perspectiva de la obediencia ciega que propone San Ignacio a sus jesuitas. Es, en verdad, fácilmente caricaturizable como una obediencia que lleva a absurdos, como barrer las escaleras hacia arriba o regar un palo seco durante un año (ejemplo que presenta el mismo San Ignacio). Sin embargo, a mí me resulta muy sugerente la insistencia ignaciana de la necesidad de incorporar el juicio intelectual al acto de obediencia voluntaria, tal como la hemos querido mostrar en este artículo. Como hemos visto, poner el grado supremo de obediencia en aquel ser movido el entendimiento por la devota voluntad en cuanto ésta pueda hacerlo, hace que sea más fácil explicar cuáles son los límites de la obediencia, que distinguen la verdadera y virtuosa de la falsa y viciosa.

Para terminar, resulta importante considerar el contexto histórico de la Carta de la obediencia que hemos presentado. Se suele decir que San Ignacio se la mandó a los padres de la Compañía de Portugal por los problemas de disciplina que se estaban comenzando a dar. El problema no sólo venía, al parecer, por la rebeldía de los súbditos, sino por la falta de exigencia de los superiores. Pero ésta no es una carta de reprensión, sino de instrucción, en la que se explica a unos y a otros lo que es verdaderamente la obediencia, y la perfección hasta la que tiene que llegar. Y es que para que se dé la obediencia que da unidad y armonía al orden en el que se constituye el cuerpo Místico de la Iglesia no sólo es necesario que los súbditos sepan obedecer, sino también que los superiores sepan mandar, pues no pocas veces se da que es la comodidad y el deseo de ser estimados de estos lo que impide que los primeros puedan entregarse totalmente a Dios a través de la santa virtud de la obediencia.
Francisco José Delgado Martín, presbítero.



EL CRISTIANO ES APOLOGETA

La apostasía, 
el máximo pecado

Judas es el primero de todos los apóstatas. Él creyó en Jesús, y dejándolo todo, le siguió (en Caná «creyeron en Él sus discípulos», Jn 2,11). Pero avanzando el ministerio profético del Maestro, y acrecentándose de día en día el rechazo de los judíos, el fracaso, la persecución y la inminencia de la cruz, abandonó la fe en Jesús y lo entregó a la muerte.

La apostasía es el mal mayor que puede sufrir un hombre. No hay para un cristiano un mal mayor que abandonar la fe católica, apagar la luz y volver a las tinieblas, donde reina el diablo, el Padre de la Mentira. Corruptio optimi pessima. Así lo entendieron los Apóstoles desde el principio:

«Si una vez retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y se dejan vencer, su finales se hacen peores que sus principios. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados. En ellos se realiza aquel proverbio verdadero: “se volvió el perro a su vómito, y la cerda, lavada, vuelve a revolcarse en el barro”» (2Pe 2,20-22). De los renegados, herejes y apóstatas, dice San Juan: «muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,18-19).

La apostasía es el más grave de todos los pecados. Santo Tomás entiende la apostasía como el pecado de infidelidad (rechazo de la fe, negarse a creer) en su forma máxima, y señala la raíz de su más profunda maldad:

«La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres» (STh II-II,10, 1 ad3m). «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es lo que más aleja de Dios… Por tanto, consta claramente que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (ib. 10,3). Y la apostasía es la forma extrema y absoluta de la infidelidad (ib. 12, 1 ad3m).

Las mismas consecuencias pésimas de la apostasía ponen de manifiesto el horror de este pecado. Santo Tomás las describe:

«“El justo vive de la fe” [Rm 1,17]. Y así, de igual modo que perdida la vida corporal, todos los miembros y partes del hombre pierden su disposición debida, muerta la vida de justicia, que es por la fe, se produce el desorden de todos los miembros. En la boca, que manifiesta el corazón; en seguida en los ojos, en los medios del movimiento; y por último, en la voluntad, que tiende al mal. De ello se sigue que el apóstata siembra discordia, intentando separar a los otros de la fe, como él se separó» (ib. 12, 1 ad2m).

El fiel cristiano no puede perder la fe sin grave pecado. El hábito mental de la fe, que Dios infunde en la persona por el sacramento del Bautismo, no puede destruirse sin graves pecados del hombre. Dios, por su parte, es fiel a sus propios dones: «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Así lo enseña Trento, citando a San Agustín: «Dios, a los que una vez justificó por su gracia, no los abandona, si antes no es por ellos abandonado» (Dz 1537). Por eso, enseña el concilio Vaticano I, «no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica, y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa. Porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 3014).

Hubo apóstatas ya en los primeros tiempos de la Iglesia. Como vimos, son aludidos por los apóstoles. Pero los hubo sobre todo con ocasión de las persecuciones, especialmente en la persecución de Decio (249-251). Y a veces fueron muy numerosos estos cristianos lapsi (caídos), que para escapar a la cárcel, al expolio de sus bienes, al exilio, a la degradación social o incluso a la muerte, realizaban actos públicos de idolatría, ofreciendo a los dioses sacrificios (sacrificati), incienso (thurificati) o consiguiendo certificados de idolatría (libelatici). Y en esto ya advertía San Cipriano que «es criminal hacerse pasar por apóstata, aunque interiormente no se haya incurrido en el crimen de la apostasía» (Cta. 31).

La Iglesia asigna a los apóstatas penas máximas, pero los recibe cuando regresan por la penitencia. Siempre la Iglesia vio con horror el máximo pecado de la apostasía, hasta el punto que los montanistas consideraban imperdonables los pecados de apostasía, adulterio y homicidio, y también los novacianos estimaban irremisible, incluso en peligro de muerte, el pecado de la apostasía. Pero ya en esos mismos años, en los que se forma la disciplina eclesiástica de la penitencia, prevalece siempre el convencimiento de que la Iglesia puede y debe perdonar toda clase de pecados, también el de la apostasía (p. ej., Concilio de Cartago, 251). San Clemente de Alejandría (+215) asegura que «para todos los que se convierten a Dios de todo corazón están abiertas las puertas, y el Padre recibe con alegría cordial al hijo que hace verdadera penitencia» (Quis dives 39).

La Iglesia perdona al hijo apóstata que hace verdadera penitencia. Siendo la apostasía el mayor de los pecados, siempre la Iglesia evitó caer en un laxismo que redujera a mínimos la penitencia previa para la reconciliación del apóstata con Dios y con la Iglesia. De hecho, como veremos, las penas canónicas impuestas por los Concilios antiguos a los apóstatas fueron máximas.
Y siguen siendo hoy gravísimas en el Código de la Iglesia las penas canónicas infligidas a los apóstatas. «El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latæ sententiæ» (c. 1364,1). Y «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento, 1º a los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos» (c. 1184).

El ateísmo de masas es hoy un fenómeno nuevo en la historia. El concilio Vaticano II advierte que «el ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (GS 19a). «La negación de Dios o de la religión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y de la misma legislación civil» (ib. 7c). Y eso tanto en el mundo marxista-comunista, más o menos pasado, como en el mundo liberal de Occidente. Pero se da hoy un fenómeno todavía más grave.

La apostasía masiva de bautizados es hoy, paralelamente, un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia; la apostasía, se entiende, explícita o implícita, pública o solamente oculta. El hecho parece indiscutible, pero precisamente porque habitualmente se silencia, debemos afrontarlo aquí directamente. Vamos, pues, derechos al asunto. Imagínense ustedes a un profesor católico de teología –imagínenlo sin miedo, que no les va a pasar nada–, que, en un Seminario o en una Facultad de Teología católica, después de negar la virginidad perpetua de María, los relatos evangélicos de la infancia, los milagros, la expulsión de demonios, la institución de la Eucaristía en la Cena, la condición sacrificial y expiatoria de la Cruz, el sepulcro vacío, las apariciones, la Ascensión y Pentecostés, afirma que Jesús nunca pretendió ser Dios, sino que fue un hombre de fe, que jamás pensó en fundar una Iglesia, etc. Y pregúntense ustedes, si les parece oportuno: ¿estamos ante un hereje o simplemente ante un apóstata de la fe? Y tantos laicos, sacerdotes y religiosos –todos ellos bien ilustrados–, que reciben y asimilan esas enseñanzas ¿han de ser considerados como fieles católicos o más bien como herejes o apóstatas? La pregunta, deben ustedes reconocerlo, tiene su importancia. ¿O no?
José María Iraburu, sacerdote


«SOMOS HERMANOS: 
ESTA ES LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS»

Francisco sostiene que la comunión de los santos incluye a los apóstatas y blasfemos

«Catequesis sobre san José 10. San José y la comunión de los santos». Así titula la web del Vaticano la charla catequética del papa Francisco en la audiencia general de hoy. Charla que incluye la sorprendente afirmación de que también los pecadores «están en casa», forman parte de la comunión de los santos.

El Pontífice ha explicado qué dice el Catecismo y qué entiende él por la comunión de los santos:

Muchas veces decimos, en el Credo, «creo en la comunión de los santos». Pero si se pregunta qué es la comunión de los santos, yo recuerdo que de niño respondía enseguida: «Ah, los santos hacen la comunión». Es una cosa que… no entendemos qué decimos.

Y tras explicar que los santos no hacen milagros sino la gracia de Dios, ha afirmado:

¿Qué es la “comunión de los santos”? El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «La comunión de los santos es precisamente la Iglesia» (n. 946).
¿Qué significa esto? ¿Qué la Iglesia está reservada a los perfectos? No. Significa que es la comunidad de los pecadores salvados. La Iglesia es la comunidad de los pecadores salvados. Es bonita esta definición. Nadie puede excluirse de la Iglesia, todos somos pecadores salvados.

Siempre gracias a [Cristo] nosotros formamos un solo cuerpo, dice san Pablo, en el que Jesús es la cabeza y nosotros los miembros (cf. 1 Cor 12,12). Esta imagen del cuerpo de Cristo y la imagen del cuerpo nos hace entender enseguida qué significa estar unidos los unos a los otros en comunión: «Si sufre un miembro —escribe San Pablo— todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte de su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,26-27).

Esto dice Pablo: todos somos un cuerpo, todos unidos por la fe, por el bautismo, todos [...] unidos en comunión con Jesucristo. Y esta es la comunión de los santos.

Queridos hermanos y queridas hermanas, la alegría y el dolor que tocan mi vida concierne a todos, así como la alegría y el dolor que tocan la vida del hermano y de la hermana junto a nosotros me concierne a mí.

A continuación, el Papa ha hecho referencia a que la comunión de los santos incluye a todos los miembros de la Iglesia, tanto los vivos como los difuntos; añadiendo que también los pecadores «están en casa», de acuerdo con la afirmación primera de que la Iglesia es la comunidad de los pecadores salvados.
Yo no puedo ser indiferente a los otros, porque todos somos parte de un cuerpo, en comunión. En este sentido, también el pecado de una única persona concierne siempre a todos, y el amor de cada persona concierne a todos. En virtud de la comunión de los santos, de esta unión, cada miembro de la Iglesia está unido a mí de forma profunda [...], estamos unidos recíprocamente y de forma profunda, y esta unión es tan fuerte que no puede romperse ni siquiera por la muerte.

De hecho, la comunión de los santos no concierne solo a los hermanos y las hermanas que están junto a mí en este momento histórico, sino que concierne también a los que han concluido su peregrinación terrena y han cruzado el umbral de la muerte. También ellos están en comunión con nosotros. Pensemos, queridos hermanos y hermanas: en Cristo nadie puede nunca separarnos verdaderamente de aquellos que amamos porque la unión es una unión existencial, una unión fuerte que está en nuestra misma naturaleza [...]

“Padre, pensemos en aquellos que han renegado de la fe, que son apóstatas, que son los perseguidores de la Iglesia, que han renegado su bautismo: ¿también estos están en casa?”. Sí, también estos, también los blasfemos, todos. Somos hermanos: esta es la comunión de los santos. La comunión de los santos mantiene unida la comunidad de los creyentes en la tierra y en el Cielo.



225.- ¿Quiénes son los que no pertenecen a la comunión de los Santos? - No pertenecen a la comunión de los santos en la otra vida los condenados, y en ésta, los que están fuera de la verdadera Iglesia.
226.- ¿Quiénes están fuera de la verdadera Iglesia? - Está fuera de la verdadera Iglesia los infieles, los judíos, los herejes, los apóstatas, los cismáticos y los excomulgados".

DEMOLEDOR INFORME SOBRE EL BUENISMO, 
EL CÁNCER QUE CORROE A LA IGLESIA: DESTAPADO SU MÁXIMO PROMOTOR


LA GRAN TENTACIÓN DE MUCHOS SACERDOTES. 

Este vídeo deberían verlo todos los sacerdotes. También los que se metieron en la carrera eclesiástica sin fe o sin verdadera vocación, quizás especialmente ellos. O se arrepienten a tiempo, o el castigo será muy grande, porque "de Dios, nadie se burla" Gál.6,7. La gran tentación de muchos sacerdotes es la que tuvo y nos cuenta un sacerdote en este vídeo, tentación que le llevó a estar muy cerca de su condenación eterna. Su alma salió de su cuerpo tras un accidente de tráfico. Lo que luego por pura gracia y milagro vivió, nos lo cuenta para que todos, empezando por los sacerdotes, tomemos nota.