FANTASÍA ABANDONADA
En 2006 se estrenó "Más extraño que la ficción", un largometraje protagonizado por el cómico estadounidense Will Ferrell. En él, Ferrell interpreta a Harold Crick, un aburrido funcionario de Hacienda que de repente comienza a escuchar una voz que va describiendo en tiempo real todos y cada uno de sus pensamientos, sentimientos y acciones, como si fuera el personaje de un libro. El descubrimiento de esta voz que solo él puede escuchar le lleva al psiquiatra. La terapeuta, tras darse cuenta de que el problema de su paciente no puede atribuirse a la esquizofrenia que se había apresurado en diagnosticar en un acto tan humilde como perspicaz decide derivarlo a un experto en literatura para que le ayude a comprender lo que le ocurre. A partir de allí la película se pone todavía más interesante. Una buena opción de mantita y sofá.
En cierto modo, el argumento de esta película me ahorra mucho trabajo ya que resume estupendamente el propósito de este artículo. La experiencia de este triste funcionario que una mañana cualquiera descubre que se trata del personaje de un libro, simboliza metafóricamente la realidad más importante que una persona puede llegar a descubrir y representa exactamente el quid de la cuestión que pretendo exponer en este número de "La Antorcha".
¿Cual es esta realidad que todos estamos llamados a descubrir? Que no somos los autores de nuestra propia historia. Aceptar esto implica reconocer algo muy difícil: que por mucho que nos empeñemos, tenemos un control limitadísimo sobre las cosas que nos ocurren, sobre nuestro día a día, sobre nuestro futuro, sobre las vidas de nuestros hijos, nuestras carreras, nuestra salud, nuestras relaciones o nuestra suerte. No somos los autores de nuestras vidas. Somos, como Harold Crick, los protagonistas de una historia que Otro está escribiendo.
Una historia sin Autor
Sin embargo, cada vez con más virulencia, esta sociedad nos obliga a creer que no hay autor. Que como no hay Otro, somos nosotros los autores de nuestras vidas. Esto, por lógica, nos conduce al individualismo egoísta más brutal. Si el autor eres tú, entonces no hay nada que te impida autodeterminarte, ser lo que quieras ser, forjar tu propio destino, conseguir todos tus sueños... ¿Le suena esta cantinela?
Quizá usted o su nieta tenga una agenda con algún mensaje de este tipo escrito con purpurina sobre un arcoíris o un unicornio kawaii. Desde aquí el mantra va degenerando. Puede que el unicornio tenga su gracia, pero que las servilletas con mensajes happy del bar de la esquina ("¡Si puedes soñarlo puedes hacerlo!") no te dejen ni tomar el café en paz o que la tía Engracia te machaque diariamente con memes del tipo "El único que te va a salvar del fondo del pozo eres tú mismo" o "Crear una vida extraordinaria depende de ti" porque "si tienes éxito es por ti, si fracasas es por ti, si eres feliz es por ti, si estás triste es por ti, si vives bien es por ti, si vives mal es por ti" la mañana de un lunes de lluvia, ya no tiene gracia ninguna. Al menos, digo yo, que no me exijan ser mi mejor versión porque sí, por lo menos que me lo pidan por favor. Todos estos mensajes, en el fondo, son terribles, porque todos dicen lo mismo: que si no eres feliz es porque no quieres. Y lo dicen, atención, en una sociedad y en una época en la que nadie es feliz.
¿Cuál es esta realidad que todos estamos llamados a descubrir? Que no somos los autores de nuestra propia historia.
Así que el recrudecimiento de los síntomas de una crisis emocional que ya pululaba en el ambiente mucho antes de la pandemia, el dramático aumento de los trastornos mentales, sobre todo en jóvenes y niños, de depresión, ansiedad e insomnio además de un empeoramiento generalizado de los trastornos mentales graves junto al aumento de autolesiones, disturbios emocionales, de conducta alimentaria e ideación suicida junto al incremento de consumo de drogas y alcohol que está dejando a buena parte de nuestros jóvenes severamente dañados, ¿se debe a que la gente no quiere ser feliz?
¿De verdad nos creemos eso? A ver si el problema no va a ser ese. A ver si el problema va a ser que la sociedad el simple hecho de sufrir es una enfermedad. Miremos si no, la definición de salud que establece la Organización Mundial de la Salud (OMS): "La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades".
Si esto es cierto, como sufrir, sea por lo que sea, es algo que te aleja del completo bienestar físico, mental y social, por consiguiente, es una enfermedad. O sea que para la OMS estar embarazada supone estar enferma, ya que no deja disfrutar del completo bienestar físico y no llegar a fin de mes o estar en desacuerdo con el poder establecido supone también estar enfermo, ya que no permite disfrutar del completo bienestar social. El que no tiene dinero es un enfermo, el critico es un enfermo, el que sufre porque acaba demorir un ser querido o por ver como hacen acoso escolar a su hijo es un enfermo también. Cualquiera que de cualquier modo no experimente un completo bienestar, para la OMS está enfermo.
Así que probablemente usted esté enfermo y yo también junto a toda la sociedad, que está enfermo porque es imposible vivir sin experimentar algún tipo de sufrimiento. Cada vez es más común ver en las noticias a muchos de los que han intentado vivir sin sufrir vagando como zombis por las calles de Norteamérica, hasta arriba de fentanilo.
Y es que en la cuestión del sufrimiento se encuentra la raíz de todo el problema. Desde el mayor de los respetos por aquellos que cargan con la cruz de sufrir una enfermedad mental y necesitar por ello de una verdadera ayuda profesional, es necesario preguntarse seriamente si uno está de acuerdo con la definición de salud de la OMS o sí esta puede estar conduciendo, inevitablemente, a una sobrediagnosticación de las enfermedades mentales.
En 1897, un sociólogo (ateo) llamado Durkheim describió en su tratado "El suicidio", el llamado suicidio por anomía. Anomía significa ausencia de normas. El suicida por anomía es aquel que no ha sabido aceptar los límites impuestos; aquel que aspira a más de lo que puede y cae, por lo tanto, en la desesperación. En una sociedad en la que hasta las servilletas te dicen que eres dios parece casi inevitable caer en la anomía porque ¿qué clase de dios es aquel que no es capaz de quitarse el más mínimo sufrimiento? Nos empeñamos en relacionar los suicidios con la incapacidad de soportar sufrimientos tenibles. Pero quizá esa no sea siempre la verdad. Quizá la persona caiga en la desesperación no por causa de un sufrimiento exagerado sino porque no consigue no sufrir.
Los mensajes como "Si puedes soñarlo puedes hacerlo" son terribles, porque todos dicen lo mismo: que no eres feliz es porque no quieres.
¿Cómo no va a estar la sociedad cada vez más triste si le han dicho auno que el sufrimiento es una enfermedad? Curiosamente, "Más extraño que la ficción", nos muestra una vez más el camino que esta cuestión debería tomar. La psiquiatra de la película comprenderá que el problema del protagonista no se resuelve con terapia porque no está originado por ninguna enfermedad mental. Harold Crick tiene un problema de otro tipo. Un verdadero problema narrativo. Por eso será derivado a un experto en literatura, para que pueda comprender el sentido de todo lo que le ocurre. Para que pueda comprender que existe un Autor que no es él. Que existe de verdad.
La necesidad de educar héroes
Esta es la cuestión. El problema fundamental de la mayoría de las personas no es un problema de salud mental sino de sentido. Para encontrar cierto equilibrio, necesitamos descubrir el sentido de las cosas que nos pasan y sentirnos amados por el Autor. Conseguir esto implica educar la imaginación narrativamente. Mi paisano Francisco de Goya definió esta cuestión con acierto al decir que "la fantasía abandonada de la razón produce monstruos". Creer que uno es el autor de su propia vida, y que todo, sea lo que sea, depende de su propio esfuerzo y voluntad es la perfecta expresión de una fantasía abandonada de la razón. Creer que uno es dios y que puede con todo es un síntoma de psicosis. Es una auténtica locura. Y cualquiera puede ver los monstruos que esta locura produce en las estadísticas de salud mental. El que oye la voz de un Autor, como el protagonista de "Mas extraño que la ficción" no es el que está loco, el loco es el que se empeña en considerar esa voz fruto de la locura.
Que el monstruo existe lo sabemos todos. Lo sabemos desde muy pequeños, casi desde que tuvimos la capacidad de razonar. Quizá lo vimos por primera vez deslizándose entre las sombras que dibujó en la pared aquella discusión de nuestros padres, esa que atisbamos desde la habitación de al lado y cuyos ecos no pudimos amortiguar por mucho que hundiésemos la cabeza en la almohada.
Es necesario preguntarse seriamente si uno está de acuerdo con la definición de salud de la OMS o si esta puede estar conduciendo, inevitablemente, a una sobrediagnosticación.
El monstruo existe, sí, no es ningún secreto. Todos lo conocemos íntimamente. Vive en nuestras heridas y desde ellas ruge, se retuerce y vomita a diario su fuego mortal. Casi todos compartimos heridas similares: rechazo, abandono, humillación, traición, injusticia... Cargamos con ellas, configuran nuestra personalidad, en buena medida nos hacen ser como somos y actuar como actuamos. Nos inclinan al mal, nos fastidian, nos hacen desdichados, nos hacen sentir miserables.
Antes, cuando había héroes, las personas normales luchaban contra el monstruo, porque eso es lo que había que hacer, porque su imaginación estaba educada asi Los héroes habitaban en las películas, los libros, las series y el cómic. Encendían luces en medio de la oscuridad, luces que iban más allá del interés narcisista y angustioso por la propia felicidad. Como dice Mark Manson: "La valentía es algo común. La resiliencia es algo común. Pero la heroicidad posee cierto componente filosófico. Existe un gran '¿por qué?' que los héroes ponen sobre la mesa: una convicción que se ve inalterada pase lo que pase. Y por eso nosotros, como cultura, necesitamos tanto un héroe, porque hemos perdido ese '¿por qué?' tan claro que motivaba a las generaciones anteriores".
Este por qué es lo que hace del héroe una figura lógica, perfectamente razonable. Obedece a la necesidad, como largamente explicará René Girard, del chivo expiatorio, de aquel que está dispuesto a cargar con la responsabilidad de salvar. Nuestra imaginación se educa cuando vemos una película en la que el héroe salva al mundo a costa de su propio sacrificio. Quizá entonces comprendemos, a nuestra pequeña escala, por qué visitar a nuestra madre anciana es mejor que quedamos en casa viendo una maratón de la nueva serie de moda. Aunque llueva, aunque me sienta víctima porque siempre quiso más a mi hermano, aunque no sienta verdadero amor por ella.
Para encontrar cierto equilibrio, necesitamos descubrir el sentido de las cosas que nos pasan y sentirnos amados por el Autor.
Pero ahora nadie educa así nuestra imaginación. Ahora la narrativa ha sido abandonada de la razón, de la posibilidad de un héroe, de la lógica del chivo expiatorio, de un por qué. No interesa hablar de héroes porque estos pequeños chivos expiatorios recuerdan al héroe verdadero, al que ha sobrellevado físicamente nuestras cargas y ha sacrificado su bienestar y hasta su propia vida para otorgamos a nosotros la felicidad que jamás hemos logrado encontrar cuando nos hemos propuesto conseguirla por encima de todo.
Abandonada así de la razón, la fantasía ha abandonado la fe. Ahora los héroes han muerto, han sido deconstruidos. Ahora los sentimientos son la nueva conciencia. Ahora nada me sacará de casa para ir a ver a mi madre porque no siento que deba hacerlo. Ahora nadie acepta sufrir. Necesitamos educar la imaginación para comprender el sentido del sufrimiento. Más aún, con palabras de C.S. Lewis, necesitamos bautizarla.
Preocupados por lo académico y lo moral, quizá no nos hemos dado cuenta de lo importante que es la imaginación. Es por medio de ella con la que revisitamos aquellos momentos que nos hacen permanecer en el rencor porque tiene la capacidad de hacemos re-senti tan vívidamente como la primera vez, aquello que nos hizo daño, agrandando así los traumas. La imaginación es la vía de la rumiación mental y esta, el castigo del que sufre depresión. Nos hace vencer discusiones que perdimos hace tiempo dejándonos más tristes con cada supuesta victoria. Nos despierta a medianoche y nos encierra en círculos viciosos que pueden volvemos paranoicos altransformar en certezas cosas más que dudosas.
Y su mayor impostura consiste en hacemos creer, contra toda lógica, que somos los autores de nuestras propias historias. Por eso, si no la educamos, si no la equipamos con un por qué, razonable como un héroe, si no la bautizamos llevándola a creer en el verdadero Autor, quedará irremediablemente abandonada de la razón y producirá monstruos.
Joseph Pearce suele citar una frase de Maurice Baring que resume todo el problema y que acierta con la solución: "el sentido de la vida está en aceptar la posibilidad de sufrir". Léala dos o tres veces y pregúntese: ¿por qué? Seguro que se da cuenta de todo lo que está fallando hoy día. De todo lo que implica.
De la imperiosa necesidad de educar héroes. ■
Despierta y vive
¿No os habéis sentido alguna vez como si fueseis personajes de un libro que alguna especie de fuerza superior estuviese escribiendo sobre vosotros? ¿No habéis sentido alguna vez que podríais pertenecer a una especie de mundo de ficción, en el que todos vuestros pensamientos, sentimientos y acciones estuviesen expuestos ante un ser omnisciente que los registra y que de algún modo los controla?
¿Y si lo que creemos libre albedrío, no lo es, o al menos no en toda su acepción? ¿Y si formamos parte de una novela?
¿Os habéis preguntado cómo se sentirían los personajes de una novela, si fuesen reales y descubrieran que están ligados a ella?
¿Hasta qué punto la realidad es tal, y hasta qué punto lo es la ficción?
Todos los que leemos novelas, y quienes nos hemos metido en la difícil tarea de escribir alguna, llegamos a un punto en que los personajes nos absorben de tal forma, parecen tan vivos, que si en ese momento se plantaran ante nosotros en carne y hueso, no nos sorprenderíamos demasiado. Esos seres podrían existir. ¿Por qué no?
Esta simpática, excéntrica y curiosa comedia plantea esa alternativa. Una autora de reconocido talento se embarca en la redacción de un libro cuyo protagonista existe fuera de las páginas del borrador. Pero con la salvedad de que ella no lo sabe.
Ella conoce exactamente todos los hábitos de Harold Creek. Describe sus meticulosas, maniáticas y milimetradas costumbres diarias. Como inspector de Hacienda y experto en números, todos sus días están perfectamente cronometrados. Siempre las mismas cosas, en los mismos momentos, todo calculado. Y su soledad. Porque Harold vive anestesiado tras el muro de protección de sus números y de sus acciones reiteradas. No se aventura más allá de ese muro, porque se ha acomodado en una rutina en la que cree que puede controlar las variables.
Y empieza a oír en su mente la voz de la autora, narrando todo lo que él hace. Y se asusta.
Su voz relatando sus hechos y pensamientos le está avisando, al igual que su reloj de pulsera, ese reloj que la escritora conoce mejor que su propio dueño.
Oyéndola hablar en su mente, Harold descubre que su muerte se aproxima.
Y reacciona.
Consultando a profesionales sobre su problema y haciéndose a la idea de que es un personaje tanto real como de ficción cuyo destino está sentenciado a menos que encuentre a la novelista y la convenza de que cambie el final, Harold empieza realmente a vivir.
A hacer lo que siempre quiso hacer y nunca se atrevió. A dejar de contar las veces que se cepilla los dientes o los escalones de los edificios. A buscar el amor. A tratar de hacer algo para mejorar el mundo.
Ninguno de nosotros sabe si le va a llegar pronto la hora, o no (afortunadamente). Pero si lo supiéramos, ¿qué haríamos?
¿Es necesario ser consciente de la propia muerte para empezar a vivir de verdad? ¿Por qué necesitamos ese aviso? ¿Por qué no vivir cada día como si supiéramos que todo se iba a acabar al día siguiente, o al otro?
Preciosa historia sobre el valor de cada momento, de cada pequeño detalle, de cada gesto. Preciosa historia que nos habla de que el destino nunca se escribe de antemano, se va redactando sobre la marcha.
A lo mejor necesitamos oír de vez en cuando esa voz dándonos la alarma, adivirtiéndonos de que estamos desperdiciando nuestras vidas.
Podemos elegir.
Todo puede cambiar si realmente lo deseamos.