DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA:
Una reivindicación de la verdadera enseñanza
de la Iglesia sobre el matrimonio, la familia y el Estado
En un siglo dominado por el desarrollo de las ideologías y de los partidos políticos, la Iglesia supo sortear el riesgo de ideologizarse y de pronunciarse como formación política, humana.
Muchos aún no se han enterado y creen que la réplica que dio la Iglesia, su Doctrina Social, constituye una suerte de «ideología católica» o un programa político más. Nada más lejos de la realidad. Y Anthony Esolen lo deja muy claro en este libro. Ahora bien, si la Doctrina Social de la Iglesia no es una ideología política más, entonces ¿qué es?
Uno de los logros de Esolen es que, para dar respuesta a tal interrogante, no rehúye la profundidad que merece. Un texto dedicado a reivindicar la Doctrina Social de la Iglesia podría haberse limitado a presentar propuestas sociales, reflexiones socioeconómicas, críticas sociopolíticas. Pero he aquí la primera gran diferencia entre el enfoque ideológico y el enfoque católico. Lo comprobará usted mismo, amigo lector, en cuanto comience la lectura de este volumen. (Del prólogo de Miguel Ángel Quintana Paz)
La Doctrina Social de la Iglesia nos ofrece un rico tesoro de ideas sobre la naturaleza del hombre, su destino eterno, la santidad del matrimonio y el papel de la familia en la construcción de una sociedad armoniosa. Es necesario reivindicarla si queremos transformar nuestra sociedad en el ideal trazado por la Iglesia. El lector terminará estas páginas con una profunda comprensión de las causas de los males que afligen a nuestra sociedad y, lo que es más importante, bien equipado para proponer soluciones convincentes.
Una de las demandas de la enseñanza social católica es que debería haber sociedades, y una de las características más obvias de la vida contemporánea es que es destructiva de las sociedades.
Una de las exigencias de la enseñanza social católica es que debería haber sociedades, grupos de seres humanos. Seres que se reúnen para promover el bien común, o para disfrutar de un bien que sólo se puede obtener, o que se puede obtener mejor, si estamos en grupos, especialmente si estamos unidos por el parentesco, la amistad, el amor común o la adoración de Dios. Y una de las características más obvias de la vida contemporánea es que es destructiva para las sociedades.
Muchas son sus armas de destrucción social. El individualismo es uno, ya sea en su forma de búsqueda de riqueza, ambición o poder, o en su forma de acción sexual sin tener en cuenta el matrimonio y el bienestar de los niños.
El colectivismo, el hermano gemelo que el individualismo pretende despreciar, es otro, ya que el Estado intenta mejorar la disolución social que ha ayudado a causar en primer lugar, por medios que untan las heridas pero que exacerban y prolongan la enfermedad. En poco tiempo, la gente ya no recuerda cuántas y variadas eran las cosas que solían hacer por sí mismos, sus parientes, sus vecinos y sus compañeros feligreses. Y la familia, a la vez la sociedad humana fundamental y el fin principal por el cual establecemos muchas de nuestras otras sociedades, se vuelve frágil y enfermiza.
Las enseñanzas de la Iglesia sobre el sexo y el matrimonio son inerradicables de sus enseñanzas sociales en general, como usted mismo podrá descubrir si lee, por ejemplo, las encíclicas del Papa León XIII. Venderse como defensor de sus enseñanzas sociales mientras niega o menosprecia lo que ella dice sobre la fornicación, el adulterio, la homosexualidad, el aborto y el divorcio es vender vitaminas mezcladas con arsénico. Las vitaminas son buenas, pero el arsénico asegurará que haya menos cuerpos que las vitaminas puedan vigorizar. O es como construir una casa sin cimientos: se caerá con la próxima tormenta.
Lo que quiero señalar aquí, sin embargo, es la decadencia de la vida social en general, una decadencia que ha afectado a la Iglesia y que ya es de larga duración. Y aquí busco un ejemplo para la parroquia de mi infancia, en Archbald, Pensilvania. Cuando tenía nueve años, en 1967, justo cuando se avecinaban nubes oscuras y ya habían azotado terribles tormentas en otros lugares, el corto tramo de carretera llamado Calle de la iglesia era, desde septiembre hasta principios de junio, un hervidero de actividad.
Teníamos misas todas las mañanas, al menos dos, y eso significaba que el monaguillo a quien le tocaba tenía que llegar a las 6:45 a. m. Sin embargo, no había problema; la escuela parroquial estaba al otro lado de la calle, y tanto la iglesia como la escuela estaban justo en el centro del barrio más densamente poblado del barrio, pero no en el tráfico de la Calle Principal.
A las 8 de la mañana, cuatrocientos niños, 50 en cada una de las ocho clases, se reunían en la iglesia o merodeaban por el “patio de juegos”, un área asfaltada al lado de la escuela. Tampoco fueron los únicos jóvenes. La escuela secundaria del distrito era la esquina de la escuela parroquial, porque en ese momento, el distrito escolar consolidado de los tres distritos aún no había destruido la pequeña escuela en favor de un nuevo complejo lejos de casi todos.
Iglesia, escuela parroquial, escuela secundaria pública; Las escuelas tampoco eran antagónicas entre sí. Teníamos, en el tercer piso, la cancha de baloncesto que usaban los estudiantes de la escuela pública, y los maestros de la escuela pública se aseguraban de que sus estudiantes católicos acudieran en tropel a la escuela parroquial una vez a la semana, fuera de horario, para recibir instrucción religiosa. Sin embargo, eso no fue todo. Del otro lado del patio de recreo, los Caballeros de Colón tenían su pequeño edificio, donde se podía ir a comprar algún dulce o refresco. Y esos 500 jóvenes no estuvieron encerrados dentro de sus edificios todo el tiempo y luego enviados a casa en autobuses. Teníamos una hora real para almorzar y la mayoría de nosotros caminábamos hacia y desde la escuela.
Eso significaba que 500 jóvenes, cinco días a la semana durante nueve meses al año, estarían aquí y allá, tomando un sándwich en una cafetería (que ya no existe), o deteniéndose para tomar un capricho o comprar un cómic en una de las dos farmacias (que ya no existen), o ir a cortarse el pelo a una de las dos barberías (que ya no existen); en general, siendo ellos mismos, personas pequeñas como miembros de familias que tal vez nunca se reunirían excepto esas personas pequeñas; y eso no llega al juego informal que harían por sí solos, una parte no pequeña de la vida de un niño sano y un rasgo nada despreciable de una sociedad real.
La escuela parroquial fue comprada por el municipio después de que la matrícula colapsara repentinamente y la orden de hermanas religiosas que solía dirigir la escuela (el Inmaculado Corazón de María) se agotó, habiendo Tengo el error de la autorrealización. La escuela tuvo que cobrar una matrícula, que los feligreses mimados no estaban dispuestos a pagar; y además, les estaban aumentando los impuestos para pagar la nueva escuela pública. Y de todos modos había menos hijos, porque ¿quién quiere tener hijos cuando puedes tener... lo que sea?
Así que ahora, la escuela St. Thomas Aquinas es el edificio del municipio, y los Potestades han colocado entradas baratas en la puerta principal y en las puertas laterales, junto con un letrero ruidoso, sin ningún sentido de ironía o tristeza, que proclama la Sociedad Histórica Archbald. El edificio de C de C fue derribado para ampliar el estacionamiento, que es donde estaba el patio de recreo. La escuela secundaria pública, un hermoso edificio, fue derribada hace mucho tiempo, y un pequeño jardín con una especie de lápida marca el lugar donde alguna vez estuvo su lugar.
La colmena de actividad ya no existe. No es que se haya trasladado a otra parte. En ningún lugar de la ciudad encontrarás una sombra de la vida social que alguna vez prosperó, simplemente por la acción natural de los niños y sus padres reunidos en los lugares que eran más importantes para ellos.
Al parecer, casi todas las innovaciones sociales de mi época han tenido el mismo tipo de efecto destripador. La estación de bomberos, a unos cientos de metros de nuestra casa, solía albergar bailes, con música a cargo de bandas de rock locales. Eso ya era una corrupción de lo que había sido: porque el ruido, la oscuridad típica y la extraña lujuria furiosa de muchas de las canciones hacían impensable que personas de todas las edades se reunieran allí. Porque cuando el sexo parece fácil y gratuito, impone un costo exorbitante a muchas actividades humanas saludables; éstos se vuelven peligrosos, y el peligro los pone en peligro, y la muerte llega poco después.
Teníamos un autocine en nuestra ciudad, pero las películas posteriores a 1965 se alejaron marcadamente de lo que una familia podría ver sin preocupaciones; y el comportamiento de los jóvenes en sus coches ya no era decente ni alegre. Algunos de los autocines recurrieron luego al porno para mantenerse en el negocio, lo que era como tomar opio para remediar el alcoholismo. En poco tiempo ellos también fueron cosa del pasado.
Jane Jacobs, criada en mi condado, sugirió, en La muerte y la vida de las grandes ciudades americanas (1961), que los niños, al aire libre, no controlados directamente por adultos sino bajo su supervisión general e informal, eran esenciales para una vida urbana próspera. Donde no hay hijos –porque nadie los tiene, o porque el Estado ha absorbido cada vez más de su tiempo, o porque la plaza pública está erizada de graves riesgos morales– puedes hablar todo lo que quieras sobre la enseñanza social católica; no habrá una sociedad real a la que aplicarlo. Esa no debería ser una lección difícil de aprender para nosotros.
Prólogo
Qué es (y qué no es)
la Doctrina Social de la Iglesia
El siglo XIX nos legó la locomotora, las novelas de Dostoievski y un montón de pinturas impresionistas. Pero también nos procuró algo a lo que nos hemos acabado acostumbrando tanto, que hoy vivimos en ello como peces en el agua. Pese a que se trate de aguas un tanto estancadas. El siglo XIX nos legó también las ideologías políticas.
Decía Antaine Louis Claude Destutt que la ideología formaba parte de la zoología; y algo debía de saber él, pues fue el primero en acuñar tal término. Pongámonos pues a diseccionar, someros, esos animalitos. Nos ayudará a entender mejor qué es (y qué no es) la Doctrina Social de la Iglesia. En nuestro empeño fisiológico, enseguida nos encontraremos con que, por diversa que sea su anatomía, todas las ideologías comparten al menos dos elementos.
En primer lugar, cada ideología nos proporciona una explicación de cómo funciona ese dispositivo llamado sociedad. Esa explicación ha de ser lo bastante compleja como para que no resulte evidente a primera vista (no puede quedarse en perogrulladas, como «todo el mundo es bueno» o «todo el mundo va a lo suyo»). De esta manera, aquel al que se le «Comunica» o se le «enseña» la ideología podrá sentir que ha atrapado algo novedoso, importante, revelador. Y tenderá a agarrarse a ello con devoción. Ahora bien, por otra parte, tal explicación ideológica de «cómo funciona nuestra sociedad» no deberá ser en exceso compleja, intrincada, sesuda. Pues, en ese caso, correría el riesgo de quedarse en una mera teoría académica: una especulación que sus expertos analizarán en seminarios universita rios o apoltronados sobre los sillones Chester de algún club de intelectuales, ante la perplejidad del camarero que sirva a estos eruditos y del ebanista que fabricó esos sillones. Las buenas ideologías son comprensibles tanto por el profesor, como por su barman o su carpintero. El ideal es que, incluso, tanto uno como los otros las puedan difundir.
El segundo factor que comparte toda ideología es que nos debe equipar con un programa político que especifique cómo lograr que la sociedad marche mejor. Llevamos tanto tiempo viviendo en una época ideológica que es fácil olvidar lo peculiar que resulta esta noción: que todos debamos saber al dedillo cuáles son las instrucciones para que el mundo, con todo lo que contiene -trabajadores, vagos, ricos, pobres, virtuosos, viciosos, ambiciosos, generosos, sabios, ignaros-, mejore. También es peculiar la idea de que ese «programa» para regenerarlo todo sea un plan que se puede atrapar activando solo nuestras cabezas. Y antes incluso de ponernos manos a la obra. Volvamos a nuestro camarero y nuestro ebanista del párrafo anterior: si son buenos en su oficio, ambos sabrán que no hay más que instrucciones muy generales acerca de cómo tratar bien a tu cliente o cómo domeñar la madera. Muchas decisiones solo pueden tomarlas sobre la marcha y sin obedecer ningún método predefinido; la experiencia es lo único que les orientará ahí.
En cambio, los intelectuales a los que atienden tanto el camarero como el ebanista resultan ser, por lo común, bastante más pretenciosos: ellos sí que creen que hay una «ideología» concreta, escrita en libros y proclamada en discursos, que nos explica cómo mejorar el mundo entero. Aunque a menudo cuanto hayan aprendido de tal mundo se reduzca a lo es cuchado en sus aulas o leído en sus bibliotecas. Dentro de una ideología las ideas (nomen ornen) sustituyen a la experiencia; los políticos pragmáticos, cautos, que calibran y recalibran sus planes según marchan las cosas, que aprenden, en suma, de la acción, suelen ser despreciados por los ideólogos: es tos prefieren goberna ntes dispuestos a obedecer sus planes de pe a pa.
El siglo XIX nos fue persuadiendo también de algo que se deriva con sencillez de este segundo rasgo que comparten todas las ideologías: si lo ideológico persigue hacer de la sociedad «Un lugar mejor», necesitará encarnarse en este o aquel proyecto político preciso. Y un proyecto político requerirá, a su vez, una formación que lo abandere. Suum cuique: ya a inicios del siglo XX, Lenin extrajo, por su experiencia política, buenas conclusiones sobre ello. Las ideologías demandan partidos políticos que las implanten; los partidos políticos, ideologías que embarguen a sus afiliados e ilusionen a sus votantes. Como en la película "Siete novias para siete hermanos", se diría pues que ideologías y partidos están hechos las unas para los otros.
Dado que, a su vez, un partido político debe contar con dirigentes y con un líder -las experiencias de dirección asamblearia suelen traer demasiado quebraderos de cabeza; Robert Michels consideró una ley de hierro esta verdad-, entonces ya tenemos entre las manos varios de los silogismos temibles que proliferan en el campo político cuando este se ha ideologizado. Resumámoslos a manera de conclusión:
Hay una teoría, algo complicada ma non troppo, que nos explica bien cómo funciona todo todito todo en nuestra sociedad. Se llama ideología.
Esa misma teoría, por fortuna, nos otorga además las instrucciones precisas para conseguir que la sociedad mejore muchísimo, con solo estudiarla lo suficiente.
Si te convence una ideología, deberás ser fiel al partido que la propugna y que quiere aplicar las medidas mentadas en el punto 2.
Y, ya puestos, deberás ser fiel seguidor del líder que encabeza tal partido.
Estos cuatro puntos no solo sintetizan el funcionamiento de las ideologías, sino que además descri ben bien cuáles fueron las amenazas que afrontaba la Iglesia católica una vez avanzado el siglo XIX. Amenazas que cabe compendiar en un riesgo típicamente decimonónico: el riesgo de ideologizarse.
¿Debía la Iglesia también dar una descripción acabada de cómo opera la sociedad entera? ¿Tenía que proporcionar también un programa político para la misma, con el cual reclutar a partidarios y con vencer a nuevos feligreses? ¿Debía dejarse absorber por la política de masas, como un partido político más? ¿Su líder (el papa, o los obispos) tenían que ser respetados y actuar como los de cualquier otra fuerza política en juego?
El siglo XIX entero conspiraba para que la contestación a estas cuatro interrogantes fuera un sí ro tundo. La maestría de la Iglesia católica -y del papa León XIII en particular- fue justamente escabu llirse de dar esas respuestas. Aunque no de plantearse semejantes preguntas. Por desgracia, muchos aún no se han enterado de ello, y creen que la réplica que sí dio la Iglesia, esto es, su Doctrina Social, constituye una suerte de «ideología católica», o sucedáneo ideológico, o un programa político al uso más. Y que el papa o los obispos son reverenciables (por sus feligreses) o denostables (por sus rivales) como los líderes de cualquier partido político. Nada más lejos de la realidad. Y Anthony Esolen lo deja muy claro en este libro que prologamos aquí.
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Ahora bien, si la Doctrina Social de la Iglesia no es una ideología política más, entonces ¿qué es? Si el Concilio Vaticano II afirmó que los hombres «pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes» a la hora de buscar el bien de su «comunidad política» (Gaudium et spes, 74) y que «el cris tiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes» (ibídem, 75), en tonces ¿qué es esa Doctrina Social que la Iglesia propone por encima de tanta pluralidad ideológica? Una vez admitido que «la Iglesia (...) no está ligada a sistema político alguno» ( ibídem, 76), ¿qué es en tonces lo que sí liga a la Iglesia a la hora de hablar de política y sociedad?
Uno de los logros de esta obra de Anthony Esolen es que, para dar respuesta cumplida a tales interrogantes, no rehúye la profundidad que merecen. Un texto dedicado a reivindicar la Doctrina Social de la Iglesia podría haberse limitado a presentarnos lo que tal rótulo aparenta indicar: propuestas sociales, reflexiones socioeconómicas, críticas sociopolíticas. Pero he aquí la primera gran diferencia entre el enfoque ideológico y el enfoque católico.
Lo comprobará usted mismo, amigo lector, en cuanto comience la lectura de este volumen que se apresta a comprender. Pues Esolen dedica los capítulos iniciales a hablarnos de los primeros principios, o del hombre como imagen de Dios, o de la libertad humana. No son reflexiones a las que estemos habituados en los manifiestos de los partidos o en las declaraciones de los políticos. Pero son reflexiones imprescindibles si no olvidamos que las sociedades humanas están formadas por eso, por humanos: no por átomos, ni por agentes maximizadores de su beneficio, ni por almas cándidas, ni por meros votantes, ni por lobos. Y que los humanos son in comprensibles si prescindimos de lo más profundo de su alma: su libertad, su dignidad, ese valor profundo que en cada cual supera todo precio; eso que la tradición cristiana ha expresado siempre, desde el Génesis (1,27), con la metáfora de que somos imágenes de lo más Alto posible. Imágenes de Dios.
Por eso resulta erróneo fijar la fecha de origen de la Doctrina Social de la Iglesia en el siglo XIX, aun que suela reconocerse al papa León XIII, con su encíclica Rerum novarum de 1891, el honor de ser pionero a la hora de formularla explícita e incorporarla al debate público. Como bien afirma Esolen, «a él le horrorizaría tal consideración». Pues la verdad es que las fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia manan de mucho más lejos. ¿Desde dónde? Pues desde los mismos veneros de los que brota el propio catolicismo: el Evangelio, el Magisterio de la Iglesia y la Tradición apostólica. Son estos los surtidores a los que acudir si uno se pregunta cómo podríamos acercar nuestra sociedad a las palabras de al guien que comprendió como ningún otro todo el drama y gozo de lo humano. Su nombre fue Jesús de Nazaret.
Ahora bien, ni el Evangelio ni el Magisterio ni la Tradición son una mera cantinela que repetir cual monserga irreflexiva; tampoco son un listado de sentencias que aplicar, con obsesión literalista, a cuanto nos encontremos por delante. «La letra mata, el Espíritu vivifica», advirtió ya San Pablo (2 Cor 3-6). ¿Cómo comprenderlos, pues? En su encíclica Caritas in veritate el papa Benedicto XVI nos da la respuesta: mediante la fe y la razón, con una fe razonada y una razón que no le hace ascos a lo reli gioso. Dejémosle a él mismo la palabra:
La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad (ibídem, 56).
Una prueba de que la Doctrina Social de la Iglesia tiene hondas raíces en la historia es que ya a inicios del cristianismo, hacia el año 200, Clemente de Aleja ndría no nos proporciona ría una idea muy dife rente a esta del pontífice alemán. «Parece que la mayoría de los que se llaman cristianos» se lamen taba este maestro eclesial en sus Stromata (VI, 11, 89, 1), «Se comportan como los compañeros de Ulises: se acercan a la razón como gente burda que ha de pasar junto al canto de las sirenas [y) taponarse los oídos con ignorancia, porque creen que [si no] perderían el rumbo de vuelta a casa». Pero ese desprecio de la razón, que también Benedicto XVI deplorará en 2006 durante su Discurso de Ratisbona, Clemente tiene claro que resulta ajeno al verdadero creyente, que «Sabe recoger de entre lo que oye toda flor buena para su provecho (y) no tiene por qué huir de la razón a la manera de los animales irracionales» (Stromata, ibidem).
«Todo lo bueno y hermoso nos pertenece», había avanzado ya san Justino (Apología, 11, 13). Y, en otro pasaje, Clemente resultará aún más tajante: a quienes teman usar la razón por miedo a perder entonces su fe... les invitará incluso a dejar que esta «Se pierda, pues con eso sólo ya confiesan que no tienen la verdad» (íbidem, VI, 10, 80, 5).
A estas alturas creo que puede irse haciendo nítida ya la distancia entre las ideologías y la Doctrina Social de la Iglesia; o entre el hombre ideologizado y el hombre cristiano. En vez de limitarse al estudio de la economía, la sociología, la historia o la politología, el que se interese por la Doctrina Social de la Iglesia aprenderá también del Evangelio, el Magisterio y la Tradición, aunque no renunciará en modo alguno a las buenas razones que le faciliten asimismo esas otras disciplinas académicas, o cua lesquiera otras, sobre lo humano. En vez de un programa preciso para organizar toda la sociedad, el foco de la Doctrina Social de la Iglesia está siempre en un manantial de sabiduría inabarcable, que se remonta hasta la vida y palabras de Jesús, y que debe saber aplicarse con prudencia a situaciones siempre novedosas, sin mecanicismo alguno. Y en vez de una utopía que solucione todos nuestros problemas, la Doctrina Social de la Iglesia, más modesta, se limitará a darnos pistas, a marcar límites razonables que nunca hay que traspasar, a establecer bases desde las cuales orientarnos.
El propio Benedicto XVI (Caritas in veritate, 17) junto con Juan Pablo 11 (Centesimus annus, 25) nos dotaron también de un buen motivo para esta actitud humilde, antiideológica, ayuna de utopismo, cuando un católico se pone a meditar sobre lo político: al fin y al cabo, razonaban ambos pontífices, para conseguir de veras un Estado perfecto haría falta excluir del ser humano toda opción de que actuase mal; pero eso solo podría lograrse en un sistema que anulase la libertad humana, que nos con virtiera en meros robots programables. Así que no se trataría ya de un sistema tan loable. De hecho, estaríamos ante una distopía tan opresiva como inhumana. En sus Coros de La Rocca, el poeta T. S. Eliot había lanzado ya una advertencia similar: «Los hombres siempre tratan de evadirse de la oscuridad exterior e interior, soñando con sistemas tan perfectos que en ellos nadie necesitaría ser bueno». Se trata de una evasión ilusa. El mensaje cristiano es que siempre necesitaremos ser buenos. (Y, por cierto, que tal cosa es imposible de lograr sin Jesús).
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Ahora bien, una vez sorteada la Escila de abalanzarse contra el mundo con una presunta «ideología política cristiana» que habría de conducir, automática, hacia un sistema cristiano perfecto, es importante (si queremos entender de qué va la Doctrina Social de la Iglesia) esquivar también la Caribdis de lo que podríamos llamar cierto «Cristianismo burgués», casi «epicúreo», preocupado solo por una cierta «paz del alma» de sus sostenedores, pero ajeno a la batalla por una civilización más justa, más decente, más cristiana. Esolen ha captado con nitidez este riesgo. Y, por ello, este libro puede reputarse todo un bastión en la guerra cultural que nuestro autor ansía librar contra esos sedicentes cristianismos que se desentienden de la lucha por una sociedad mejor. La religión no es solo «Un hermoso ornamento añadido a la sociedad civil», aseverará en el capítulo 6; antes, ya en el capítulo 1, nos ha brá recordado, con san Agustín, que «la historia de la humanidad es una sempiterna batalla entre dos ciudades: la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios». No tiene sentido encerrarte en tu jardín, en tu templo o en tu casa familiar para cultivar tus virtudes más suaves, mientras el enemigo destroza tu población, tu país, tu planeta en derredor.
En este punto, he de confesar que me resulta difícil entender a los cristianos que piensan lo contra rio; aquellos que gustan de dar una impresión mansurrona al mundo (sobre todo cuando el mundo en que hoy vivimos anda tan desencajado), aquellos que creen que preservar la «paz social» o la «concordia» es un valor absoluto, por encima, por ejemplo, de defender la Doctrina Social de la Iglesia y tratar de aplicarla. Tengo dificultades a la hora de comprender a esas personas que han reducido su religiosidad a «Caer bien» y no «Ser conflictivos», a quedar como idiotas bondadosotes ante el resto de la humanidad, sobre todo si se dicen inspirados por alguien, como Jesús de Nazaret, que armó el suficiente conflicto como para terminar crucificado.
Y aquí me temo que he de hacer una segunda confesión, en este caso de un pecado mayor: creo que a menudo yo mismo me he equivocado, como otros tantos, y hemos intentado convencer a estos cris tianos aburguesados, simpaticotes, de lo errado de su actitud mediante el expediente de recalcar los vicios que, en nuestra opinión, les conducen a ser tan blanduchos. Les hemos llamado moderaditos, por ejemplo. O les hemos recordado aquel versículo 16 del capítulo tercero del Apocalipsis: «¡Solo eres tibio! ¡No eres ni frío ni caliente! Así que por eso te vomitaré de mi boca». Hemos afrontado su yerro como si se tratara de un defecto moral. Cuando en realidad es probable que se trate solo de un dislate intelectual.
En efecto, quien no se siente interpelado a la lucha por defender la herencia cristiana de nuestra civilización y por fortalecerla, para legársela con algo más de vigor a las nuevas generaciones, es bien probable que simplemente no haya entendido cosas que es preciso entender.
Es preciso entender, por ejemplo, al propio León XIII, que acompaña rá al lector, de la mano de Esolen, a lo largo de estas páginas. Hay que captar su empeño en dar solución a los males de su época, en dar una respuesta válida para todos sus contemporáneos y todos los hombres de su futuro, no solo para feligreses y habituales de la misa dominical.
Pero es también preciso entender los orígenes mismos del cristianismo. Es preciso entender que ya en sus primeros siglos los creyentes buscaban configurar una sociedad, la Cristiandad, que reflejara bien aquello que habían aprendido de Cristo. Que el cristianismo nunca se redujo a unas pocas comu nidades de «puros», muy contentos de ser tan diferentes a la plebe degenerada que les rodeaba, a la cual contemplaban desde lejos y sin la menor intención de intervenir en sus leyes, en sus gobiernos, en sus instituciones, en todo lo que andaba degenerado también.
Por eso, cuando cristianos como san Policarpo de Esmirna, por ejemplo, van al martirio, no conde nan sin más el imperio que les conduce al patíbulo, como si el campo de lo político y lo legal fuera de por sí un terreno depravado del que, en suma, qué te vas a esperar; sino que solo lamentan que ese im perio, por el cual rezan y para el cual trabajan, posea aún taras, como la de obligarles a apostatar, que les impiden adaptarse del todo a él.
Por eso también, cuando el paga no Celso se ría de los cristianos y les critique que son unos advenedizos, cuando les reproche que resultarían incapaces de cimentar sociedad ni civilización alguna, los padres cristianos de su tiempo -por ejemplo, Orígenes en su Contra Celso- no le tomarán la palabra ni le replicarán que tanto da, que su mensaje no es de este mundo ni para estos desvelos políticos, que ellos solo quieren consolar almas y quedarse tranquilitos en sus parroquias y comunidades purita nas; sino que aducirán el ejemplo de Moisés, y de la venerable antigüedad del pueblo judío, del cual proceden, para atestiguar que ya la primicia de su mensaje -el del Antiguo Testamento- sí fue capaz de sostener todo un pueblo y una civilización, como la hebrea, no limitada solo a «Cabreros y pastores». Y, con tal argumento, los padres de la Iglesia pretenderán demostrar, siempre contra Celso, que ahora que ya poseen un mensaje completo -el del Nuevo Testamento-, con aún mayor motivo po drán sustentar ese otro pueblo que es el romano y esa otra civilización que es la imperial.
Y por eso también, durante la era de las persecuciones, los cristianos irán pese a las dificultades edi ficando toda una sociedad cristiana, una civilización dentro de su civilización, por así decirlo. Es lo que llamamos Iglesia. Irán construyendo una red de apoyo a los desfavorecidos. Irán organizando una estructura de gobierno a través de presbíteros, de diócesis, de patriarcados, del papado. Irán reconociendo que la unidad de todos no va en detrimento de la peculiaridad de cada uno. Irán estableciendo reglas para evitar tanto a los gorrones como la falta de misericordia, para resolver disputas, para aco ger a nuevos miembros o expulsar a algunos, para retomar el contacto con los que se fueron y ahora de nuevo ansían volver. Irán emulando la ambición romana por el universalismo, sin por ello sucumbir a la crueldad que, para alcanzarlo, aquel Imperio empleaba. Irán, en suma, erigiendo una administración de lo mundano dentro de esa otra inmensa administración de lo mundano que era el princi pado romano, al que copiarán incluso algunos oficios, como el de pontífice máximo. La Iglesia, ro mana y universal, se va configurando dentro del Imperio que también era roma no y universal. Y, por eso, cuando este segundo finalmente se ponga en manos de la primera, en el siglo IV, entre los emperadores Constantino y Teodosio, el tránsito de un imperio pagano a uno cristiano será más bien suave, no un terremoto salvaje como si la Cristiandad de repente tuviese que cargar sobre sus hombros con algo, hasta entonces, por completo ajeno a ella: la gestión política de lo mundano.
Nunca existió, pues, un cristianismo encerrado en sus conciliábulos ni en sus catacumbas, empe ñado en conservar una comunidad de puros en medio de una mundanidad a la que habían dado por perdida. Ya Tertuliano (Apología, 42) quiso refutar tal caricatura de los creyentes como «desterrados de la vida».
«Nosotros, los cristianos», escribiría, «no vivimos aparte del resto del mundo. Visitamos el foro, la carnicería, las termas, las tabernas, las oficinas, los mesones, las ferias y todos los espacios públicos» (la cursiva es mía). Si ya entre los siglos II y III era posible hablar así, ¿qué sentido tendría ahora renunciar a hacerlo? ¿Cómo justificar hoy una renuncia a implantar la Doctrina Social de la Iglesia en nuestros países? ¿Cómo poner reparos al esfuerzo por conservar la civilización cristiana que nos han legado tantas figuras mentadas (desde Orígenes a Constantino, desde León XIII a Benedicto XVI), así como otras muchas que se podrían mentar o que este libro de Esolen mentará?
La doctrina cristiana no puede ser hoy menos social que hace mil ochocientos o hace ciento treinta años. Tras leer esta iluminadora obra de Anthony Esolen el lector constatará que, si acaso, la urgencia pocas veces ha sido mayor que hoy. Para quien prefiera vivir su cristianismo en una catacumba, esto es, en la zona donde los romanos sepultaban a sus fallecidos, siempre resonará la frase de Jesús de «dejad que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8,22). Para los demás, en cambio, servirá siempre uno de sus razonamientos más repletos de lógica (Mt 5, 15):«No se enciende una lámpara para po nerla debajo de un cajón».
Miguel Ángel Quintana Paz
Lo que una sociedad católica
nunca debe ser
He intentado comprender la teoría social de León XIII como un todo. Se trata de algo que, a buen seguro, excede mis capacidades. No obstante, presentaré resumidamente ahora lo que sí he llegado a comprender.
Comenzaré diciendo lo que una sociedad católica nunca debería ser.
Jesús nos dice que una casa dividida contra sí misma no se sostiene. Una sociedad católica no puede dividirse contra sí misma. Se sostiene con nuestra madre y maestra, como dice Juan XXIII. Se sostiene con la Iglesia.
Jesús nos enseña que sería preferible para un hombre que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar que escandalizar a uno «de los pequeños». Una sociedad católica no soporta la seducción ni la corrupción de los niños. No tolera que los niños sean rehenes de los caprichos o deseos sexuales de los adultos, de los fornicadores, de los adúlteros, de los sodomitas. No crearía colegios como campos de entrenamiento de incrédulos y miserables. No sentenciaría a muerte a niños no deseados.
Jesús dice que Dios es el creador del matrimonio. Una sociedad católica no puede abrazar el divorcio. Jesús nos dice que lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre.
Jesús nos dice que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos. Una sociedad católica debe recelar siempre de la riqueza terrenal. Las riquezas pueden ser una bendición, pero lo sean o no, conllevan una obligación importante. El amor al dinero es la raíz de muchos males.
Jesús nos dice que hagamos lo que hagamos al más débil de nosotros, eso se lo hacemos también a Él. No podemos imponer nuestras obligaciones a los demás. Debemos alimentar al hambriento, vestir al desnudo, acoger al que no tiene casa, atender al enfermo, visitar al preso, enterrar a los muertos, asistir a las viudas y a los huérfanos. Debemos hacer todo esto; es una responsabilidad personal.
Jesús nos dice que los limpios de corazón están bendecidos y verá a Dios. Por eso no podemos vivir como puercos. No podemos soslayar la inmundicia, ni siquiera cuando esta proviene de una persona que no cree en Dios. No podemos tomar a la ligera la gran virtud de la pureza.
Jesús nos enseña con un ejemplo, y en un sentido misterioso, que los reinos de este mundo son el regalo del príncipe de las tinieblas. No significa que no debamos amar nuestra patria. Él mismo amaba a la oveja perdida de Israel. Pero los católicos aman de mejor manera a su patria si en primer lugar aman a Dios. Si no pueden ocupar cargos políticos, como sucedía en los tiempos anteriores a Constantino, deben recordar el caso de Poncio Pilato. Un poco de agua no puede limpiar la sangre derramada por los inocentes.
Jesús nos dice de sí mismo que es el pan de la vida, el torrente de agua viva que saciará nuestra sed. Él es el Buen Pastor; si lo tenemos a Él, no querremos nada más. No buscaremos más pastores, ni nos someteremos a ninguna ideología política ni a ningún otro sistema. No depositaremos nuestra esperanza en utopías progresistas. No adoraremos el supuestamente inevitable devenir de la historia. No adoraremos a ningún emperador, sea cual sea su nombre.
Jesús nos dijo que el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. Nos dijo que está en el mundo, pero que no es de este mundo. Y nosotros también debemos trabajar en este mundo, pero no pertenecer a él, porque lo amamos de mejor manera cuando tenemos el corazón volcado en el Creador y Redentor.
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