Del libro "LA IGLESIA QUE QUISO EL CONCILIO"
de Jose María Castillo, sj
Doctor en teología por la U. Gregoriana de Roma
Acabo de leer el libro "La Iglesia que quiso el Concilio Vaticano" del teólogo José Mª Castillo y no me he podido resistir a la tentación de escanear algunos trozos que me han resultado interesantes para releerlos y tratar de asimilarlos mejor. Los pongo a tu consideración por si también a ti te resultan de interés. Son citas sacadas del contexto, por lo que algunas quizás no reflejen todo lo que ha querido decir el autor del libro. Me temo que no sean quizás las más significativas. De todas formas lo mejor es que compres el libro y lo leas. No tiene desperdicio. Está publicado en PPC.
Una realidad
El Concilio Vaticano II,. se sigue citando en documentos eclesiásticos, en libros de teología, en determinadas charlas o conferencias, en alguna que otra homilía... pero el que se cite un texto del Concilio o se haga alguna alusión a él no significa que el Concilio esté presente y actuante hoy en la Iglesia como tendría que estar. Aquella explosión de entusiasmo, de libertad, de esperanza e ilusiones que desencadenó este acontecimiento, el más importante desde el punto de vista eclesiástico que ha acontecido en todo el siglo XX, en buena medida ha quedado para unos desconocido, para otros incomprendido y, para una mayoría, algo que pertenece al recuerdo, porque la Iglesia sigue siendo sustancialmente lo que era antes del Concilio. Han cambiado algunas cosas ... pero hay cuestiones muy vitales en las que tenemos no la sospecha sino la convicción de que estamos peor que antes del Concilio
Sobre el poder
Cualquier persona que, por una parte lee desapasionadamente los evangelios y por otra, ve como está organizada y la forma como se ejerce el poder en la Iglesia, enseguida advierte una distancia y, en determinadas cosas, una contradicción que resulta alarmante.
La institución eclesiástica, tal como de hecho está organizada y tal como se comporta , es uno de los impedimentos más serios con que tropieza la gente (sobre todo la mayor de los jóvenes) cuando se trata de buscar y encontrar sentido último de la vida y, en definitiva, al Dios de vida
El Concilio introdujo cambios profundos en cuestiones muy determinantes de la teología de la Iglesia, pero dejo prácticamente intacta la organización eclesiástica y la forma cómo ésta puede ejercer el poder que tiene. Y, nos guste o no, la Iglesia a partir del Concilio ha estado y sigue estando obsesionada con el problema de su propio poder y de su propio prestigio. Y es, en como se visualiza ese poder y ese prestigio, donde pone la clave del éxito o fracaso del Evangelio en el mundo. Más que místicos y profetas lo que le interesa es organizar acontecimientos donde se haga ver su grandeza y su prestigio y sobre todo tener teólogos, obispos, sacerdotes y cristianos sumisos .
La razón de ser del papado en la Iglesia es mantener la unidad en la fe y en la comunión. Unidad y comunión de toda la multitud de creyentes. Pero esa unidad y comunión no se puede conseguir dando decretos, imponiendo normas, prohibiendo cosas y fijando sus poderes para obligar a sus súbditos a someterse a la fe y a la comunión. Por este camino se podrá conseguir un alto nivel de sometimiento externo e incluso de notable uniformidad en ciertos comportamientos más o menos externos, pero no se podrá conseguir una unión en la fe y menos todavía la comunión de vida, porque eso es algo que no brota de lo jurídico sino que son acontecimientos y experiencias de carácter estrictamente teológico. Si algo está claro en el gran relato de los evangelios es que Jesús "puso el comienzo de la Iglesia" predicando la Buena Noticia, es decir el Reino de Dios, pero no dando decretos ni imponiendo normas y prohibiciones
Un hombre que se constituye en punto de encuentro y de coincidencia de gentes, mentalidades y tradiciones tan diversas y, a veces contrapuestas, como se dan en el mundo entero, que se propone ir por la vida con la pretensión de ser el centro en el que coincidan todos, de manera que, quienes no coincidan, deben considerarse así mismos malas personas, es pretender algo imposible en nuestra cultura de la postmodernidad. Tal figura producirá necesariamente la atracción de unos, el rechazo de otros y la indiferencia de los más.
Precisamente cuando en nuestros días observamos como la figura del Papa ha alcanzado el culmen de la popularidad, de la estima en grandes sectores de la opinión pública y, sobre todo, cuando el control que ejerce el Papa sobre la Iglesia, a través de la Curia Romana, es más fuerte que en los pontificados anteriores, cuando se ha conseguido la mayor uniformidad de todos los cristianos... es cuando la fe se ve más cuestionada que nunca, la Iglesia pierde credibilidad, el pensamiento teológico es cada vez más marginal en la cultura dominante, la unión de los cristianos no se consigue, y las crisis en el interior de la misma Iglesia se acentúan, como es el caso de las vocaciones sacerdotales y religiosas, el abandono creciente de católicos que dejan la iglesia, la impopularidad de la institución entre las generaciones jóvenes, la pérdida de los valores éticos en la sociedad y un largo etcétera de cosas demasiado tristes que están sucediendo, sin que se advierta una preocupación sería por buscar remedios eficaces a tal situación.
Cuando el Código de Derecho Canónico vigente afirma que el Papa (y en su nombre la Curia Romana) tiene una potestad "plena, (legislativa, judicial y punitiva) inmediata y universal" que además "puede ejercer siempre libremente" ante la que "no cabe apelación ni recurso alguno" cuyas decisiones "no pueden ser juzgadas por nadie", sin que "haya autoridad alguna a la que tenga que someterse, ni ante la cual tenga que dar cuenta" y ante la cual si "alguien recurre debe ser castigado con una sensura o un entredícho o una suspensión a divinis"... hace que en la Iglesia todos sin excepción tengan que ir por donde va el Papa y que nadie tenga en ella derechos adquiridos, derechos que pueda defender eficazmente... Es demencial el que la Iglesia se haya organizado de tal forma que la Buena Noticia de Jesús esté totalmente condicionada para todos los cristianos del mundo por la mentalidad, las preferencias y hasta la salud de un solo hombre. Es una situación insostenible y que mina de raíz cualquier intento de renovación
Una Iglesia de iguales
El Concilio al poner el capítulo del «pueblo de Dios» antes que los capítulos dedicados a la jerarquía, a los religiosos y a los laicos, quiso afirmar con fuerza que lo más básico en la Iglesia es la igualdad radical de todos los bautizados. Los tres sacramentos de la iniciación cristiana: el bautismo, la confirmación y la eucaristía, tienen tanta densidad teológica y llevan consigo tales exigencias, que todo lo demás en la Iglesia se queda en un plano enteramente secundario. Mientras esto no esté totalmente asimilado por todos los cristianos, la Iglesia andará desdibujada y su ser mismo se verá dañado en algo que es esencial.
El Concilio quiso una Iglesia que se entiende, antes que ninguna otra cosa, a partir de la igualdad fundamental de todos los cristianos y no desde la consideración de superioridad de quienes ostentan el poder.
El Concilio quiso una Iglesia en la que todos nos sintamos Iglesia, nos sintamos iguales, nos sintamos responsables de lo que pasa en la Iglesia y todos nos sintamos con la obligación de hacer lo que esté de nuestra parte para mejorar esa Iglesia, porque todos podemos participar y de hecho participamos en lo que se piensa , se dice y se decide. El Concilio quiso una Iglesia que todos por igual sienten y viven como propio, como algo que les concierne vivamente y en lo que se sienten comprometidos.
Lo primero en la Iglesia es el Pueblo, las comunidades de creyente, y dentro de esas comunidades de creyentes , hay que replantearse el papel y los poderes que tiene la jerarquía. Una Iglesia en la que el clero acapara y monopoliza el poder de pensar, de decir y de decidir es la Iglesia que expresamente rechazó el Concilio.
Esta eclesiología, fundada no en la comunión de personas sino el sometimiento a unas leyes y consecuentemente a las personas que ostenta el poder de forma plena y absoluta, que expresamente rechazó el Concilio, y que ha sido la que posteriormente se ha impuesto, son los dos hechos que han hecho abortar de raíz el Concilio.
Son muchos los que tienen el convencimiento de que la salvación depende del sometimiento y de la obediencia debida al poder espiritual de la jerarquía y a lo por ella establecido No es eso lo que quiso el Concilio porque Jesús no asoció en ningún momento la salvación al sometimiento a nadie, ni al cumplimiento de ritos y preceptos. La asoció al amor, a la misericordia, al perdón, a la bondad, a la solidaridad con los que sufren, pero nunca al cumplimiento de unas normas, a la práctica de unos ritos y mucho menos al sometimiento de unas personas sobre otras.
Hoy no es raro encontrar jóvenes clérigos que les gusta volver a la dignidad, distinción y rango que es propio de hombres sagrados y consagrados. Que les gusta vestirse de manera distinta a como se viste el común de los mortales (Mc 12,38) a ser venerados en público (Lc 20,46) a ponerse en los primero puestos (Mc 12.39) a ser tratados como personas respetable (Mt 23-7) a dejarse llevar de interese económicos (lc.16.14) a cargar con faldos pesados las espaldas de lo demás ( Mt.23-4)
La Iglesia un pueblo de creyentes
Según el Concilio la Iglesia es un Pueblo formado por creyentes que se caracterizan por tres cosas: ser libres, querer a los demás y tener como fin en la vida el trabajo por el Reino de Dios. Son las características diferenciales de la autenticidad de la Iglesia. Hay Iglesia en la comunidad en que se dan hombre y mujeres con estas características.
La Estructura eclesiástica es necesaria, pero en tanto en cuanto sirve para la organización y buena marcha de este Pueblo y de estas comunidades de creyentes. Nunca la podemos entender como lo primero, lo más determinante de la Iglesia. Lo más determinantes es la presencia de comunidades de creyentes.
No se puede decir que la Iglesia va bien porque en ella haya un Papa ejemplar y clarividente que arrastra con su ejemplo, su poder de convocatoria, la excelencia de su doctrina o el vigor con que impone sus decisiones. Ni tampoco es más bella porque los Obispos que se nombran sean hombres de gran calidad espiritual, teológico y humana. Y menos depende de la bondad de sus sacerdotes y religiosos. Todos ellos son necesarios para que ese comunidad de creyentes marche. Pero la Iglesia estará e irá bien en la medida en que haya más y mejores cristianos - clérigos, religiosos y laicos - creyentes: hombres libres, que se aman y tienen como el gran proyecto de sus vidas trabajar por hacer presente el Reino.
No hemos entendido lo más nuclear del Concilio cuando aceptamos sin más, que los que entienden y saben de Dios y los que tienen capacidad de tomar decisiones en cuestiones de Iglesia son los Obispos y los sacerdotes, y que los laicos lo que tienen que hacer es aprender, aceptar, obedecer y cumplir.
Y estamos favoreciendo el clericalismo cuando nos obsesionamos con el tema clerical. Cuando nos preocupa el denunciar al Papa, a los obispos, al párroco. Cuando ridiculizamos todo lo que se mueve con hábitos, sotanas o indumentarias clericales, porque con ello lo que conseguimos es hacerlos el centro, lo más importante en la Iglesia, les damos una importancia que el Concilio no quiso que tuvieran en el Pueblo de Dios. Cuando nos quejamos de los males de la Iglesia, y le echamos la culpa al papa, a los obispos o al clero en general, estamos favoreciendo un modelo de Iglesia clerical que rechazó expresamente el Concilio.
Favorecemos igualmente una Iglesia clerical cuando luchamos porque las mujeres sean sacerdotes o los curas casados vuelvan al rol y al puesto que dejaron. El sacerdocio que Dios acepta como verdadero no es el del funcionario que ofrece ritos y ceremonias, sino el del creyente que ofrece su propia existencia. Jesús no ofreció a Dios unas ceremonias sagradas, sino una vida entera al servicio de quienes más sufren en la vida.
Hombres libres.
Según el Concilio se trata de "la libertad de los hijos de Dios", es decir, de la libertad "que rechaza todas las esclavitudes y respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión" Es una libertad que se enfrenta a las incontables esclavitudes que oprimen a las personas en " la Iglesia y en el mundo contemporáneo" No es una libertad que se nos da, sino más bien una libertad que conquistarnos, que brota desde dentro de uno mismo, de la propia conciencia. No es una libertad para "hacer lo que nos da la gana sino para "luchar contra todas las formas de esclavitud que oprimen a los seres de este mundo" Libertad que brota de la "dignidad de la conciencia y de su decisión libre.
En la Iglesia habrá más libertad, no en la medida no que los la dirigen y gobierne nos la vayan concediendo en asuntos concretos, sino en cuanto los cristianos seamos capaces de vivir en la libertad de los hijos de Dios y obrar en consecuencia
En la Iglesia todo poder que pretenda utilizarse para cosas que vayan en contra del Evangelio, que no sirven para asegurar el respeto a las personas, los derechos humanos de las personas , la dignidad de cualquier persona, no puede ser un poder que viene de Dios y no podemos sentimos obligados a aceptar sus exigencias. Si observamos en la Iglesia cosas que no nos gustan porque no pueden venir de Dios y nos dejamos llevar, no estamos actuando con la libertad de los hijos de Dios. Y si optamos por exigir o pedir a otros que cambien, estamos fomentando un clericalismo puro y duro, porque aceptamos que son ellos, los clérigos, los realmente importantes y determinantes en la Iglesia. No hay otro camino que el de actuar con la libertad de los hijos de Dios tratando de cambiar nosotros y actuar consecuentemente.
No podemos sentirnos más comprometidos con el Evangelio porque a todas horas arremetemos contra el clero. Comprometerse con el Evangelio, no es luchar contra los que dirigen la Iglesia, exigir a nuestros pastores cambios de mentalidad y actitudes. Comprometerse con el Evangelio es asumir apasionadamente la triple tarea que plantea el Concilio: vivir la fe desde la libertad, el amor y la causa del Reino. Ser libres ante las personas e instituciones que nos causan más esclavitud, querer a quienes con frecuencia no comprendemos e incluso nos resultan extraños, indiferentes y hasta odiosos, y andar por la vida curando todo achaque y todo sufrimiento, eso es lo que hace que un cristiano sea de verdad cristiano
Hombres que aman.
En la Iglesia tiene que haber necesariamente leyes, normas, directrices. Pero según el concilio lo que debe inspirar nuestras vidas y organizar el funcionamiento de la Iglesia es el amor. "La ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, de la transformación del mundo, es el amor" Un amor que "se expresa en la vida ordinaria" "en circunstancias concretas y, con frecuencia, insignificantes y pequeñas de cada día". Amor que es una precepto y es una necesidad. El querer y sentirse querido en las cosas pequeñas de cada día es una necesidad tan apremiante para la vida como el aire que respiramos, el agua que bebemos o el alimento que tomamos. Así como quien no oxigena su sangre mediante la respiración, termina envenenado y muere, así también el que no quiere a nadie, ni e siente querido por nadie termina envenenado y, aunque siga viviendo físicamente, en realidad su vida es una muerte.
Somos muchos los creyentes que dan más importancia a la observación de la leyes, a la fidelidad a unos superiores, a lo que dice el cura, el obispo... que a la fidelidad a la propia conciencia y al cariño entre las personas y crean así a su alrededor ambientes, no de vida, sino de muerte.
El proyecto del Reino
¿Para qué somos libres? ¿Cómo gastar la fuerza inmensa del amor? El Concilio habla de creyentes, hombre libres que aman y que se marcan un fin en la vida: la tarea, el trabajo y la lucha por hacer cada día más presente el Reino de Dios en este mundo.
Una persona que se siente libre, liberado de esclavitudes, y que quizás ha renunciado a todo para mejor amar, si su amor no está inspirado por el proyecto del Reino, ese amor no pasará de ser una autocomplacencia y no pocas veces podrá degenerar en autosuficiencia. Persona que canalizan así su entusiasmo, su generosidad y su heroísmo está a punto de convertirse en un "peligro público". Porque su vida puede terminar siendo una fuente de indecibles de sufrimientos para quienes tienen la desgracia de convivir con semejante "persona espiritual"
Sobre lo religiosos/as
Resulta llamativo que el capítulo sexto de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, dedicado todo él a la vida religiosa, no cita ni un solo texto del Nuevo Testamento. En ese capítulo, se habla de los «consejos evangélicos», -pobreza, obediencia y castidad- pero no aduce ni un pasaje evangélico en el que se basen tales consejos, porque en realidad no los hay. Por supuesto, en los evangelios hay palabras de Jesús que se pueden aplicar a sí mismos los religiosos. Pero también se las pueden y se las deben aplicar los cristianos en general. En este sentido, es claro que la teología de la vida religiosa se ha justificado, con frecuencia, de una manera insuficiente y, no raras veces, manipulando textos evangélicos que poco o nada tienen que ver con lo que se pretendía demostrar
Ninguna propuesta que busque definir la vida religiosa mediante un tipo de nota que, directa o indirectamente, implique superioridad o excelencia sobre los demás modos de vida cristiana, por disimuladas que éstas puedan resultar, no va por buen camino».
Se puede decir que los tres consejos citados constituyen la esencia de la vida religiosa. Y con esta convicción ha existido esta forma de vida en la iglesia durante más de quince siglos Ahora bien, el grave problema que hoy tiene que afrontar la vida religiosa está en que la castidad, la pobreza y la obediencia abarcan la vida entera de una persona, porque prometen de manera radical el amor (relación con lo demás), el dinero (relación con las cosas) y la libertad (relación consigo mismo). Pero, al mismo tiempo, se trata de compromisos que responden a valores que hoy no son apreciados por los más amplios sectores de la población, sobre todo entre los jóvenes. La experiencia de todos los días nos demuestra que especialmente las nuevas generaciones piensan y sienten así.
Porque la sexualidad no es vista como un peligro o como algo negativo, de lo que haya que privarse, sino como algo indispensable para que una persona se sienta como un ser normal y le vea sentido a su vida.
Porque la pobreza, como tal., no significa nada o, si acaso, lo que significa es desgracia y miseria. De ahí que ya nadie valora el amor a la pobreza, sino la solidaridad con los pobres, que es una cosa muy distinta y que, en cualquier caso, puede ser practicada hasta el heroísmo sin hacer voto alguno de pobreza. Lo que hoy se valora no es que tú seas pobres, sino que luches porque haya menos pobres, porque se organice la sociedad de forma que los pobres dejen de ser pobres.
Y, finalmente, porque la obediencia y el consiguiente sometimiento, no ya sólo a Dios, sino además a un ser humano al que hay que aceptar como «voz de Dios", mande lo que mande (con tal de que lo que manda pecado), es lo más opuesto al sentido de la libertad y responsabilidad inalienable que hoy tiene el común de los mortales. Si a esto añadimos que los tres citado consejos evangélicos se sustentan sobre una base bíblica insuficiente y, en no pocos puntos, discutible, no nos debería sorprender que nuestras campanas vocacionales terminen siendo voces en el desierto, por más que intentemos "maquillar" la propuesta con expresiones o imágenes más o menos atractivas.
Jesús no se segregó ni se separó de nadie. Jesús no exigió a sus discípulo obedienia a ningún superior humano, ni les obligó a separarse de las mujeres con las que compartían la vida, ni les pidió amor a la pobreza, sino que se solidarizó con los enfermos, los pobres y los pecadores hasta el extremo de escandalizar a los hombres más religioso de su tiempo.
No vale la fácil escapatoria de atribuir las crisis de la vida religiosa a la falta de fe de los jóvenes, al materialismo imperante, a la perversión del mundo moderno o cosas por el estilo. En la actualidad, como ha pasado toda la vida, sigue habiendo jóvenes con una fe muy profunda y con generosidad a toda prueba. El problema está en que la vida religiosa nació en un contexto cultural que ya no es el nuestro. Y nosotros nos empeñamos en que los valores que le daban sentido a la vida de los creyentes en el siglo IV, sigan teniendo la misma fuerza y la misma significación ahora, cuando vivimos en una cultura y en una sociedad que no se parece casi en nada a aquella en la que hombres como Antonio Abad, Pacomio o Benito se fueron a los desiertos o a las cuevas solitarias para entregar sus vidas a Dios.
Lo decisivo hoy es que, efectivamente, haya personas en la Iglesia que vivan de tal manera que, por su misma forma de vivir, representen una interpelación, una llamada y un estímulo para el común de la gente. Ése fue el papel que cumplieron los mártires y las vírgenes en la Iglesia primitiva. A partir del siglo IV, fueron los monjes del desierto y más tarde las grandes órdenes religiosas en sus diversas formas y según el carisma de cada grupo. En este sentido, se puede y se debe decir que la vida religiosa es ahora más necesaria que nunca.
Cuando los grandes ideales, las grandes palabras, los grandes relatos y las utopías se hunden, arrasados por el huracán de la globalización y por la postmodernidad, se hace más apremiante que nunca la presencia, en la sociedad y en la Iglesia, de personas que digan algo distinto, radicalmente distinto, de las consignas que nos dicta a todas horas el «pensamiento único», esa forma de ver la vida que lo ha reducido todo a mercancía, bienestar y satisfacción plena, sin otro horizonte que la garantía de estar siempre como estamos. o mejor de lo que estamos, con tal de no salirse de lo establecido, resignadamente acomodados al sistema que se nos ha impuesto. Desde este punto de vista, la vida religiosa, con los tres votos de castidad, pobreza y obediencia y o sin ellos, tendrían que constituirse por grupos de personas libres, con la libertad de los hijos de Dios, que se quieren y quieren de verdad, y que hacen de su vida un grito de protesta - en la Iglesia y en la sociedad -, contra las incontables formas de agresión contra la vida y la esperanza que se cometen a diario por todas partes.
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Vivir el Concilio de cara al Tercer Milenio
Para nadie es novedad que después del Concilio sobrevino una enorme crisis cuyos ecos intensos aún se mantienen vivos, afectando a la vida y a la misión de la Iglesia. Precisamente por ello se ha hecho necesaria la convocatoria a una ardorosa y Nueva Evangelización.
Al poner de relieve la bendición que constituye el Concilio Vaticano II y el valor fundamental de sus documentos --como en este caso la Lumen gentium--, no nos situamos en una perspectiva ingenua. Nada de eso. Precisamente, es un tópico común afirmar que la "crisis" surgió con el Vaticano II, no a causa de éste. Y es verdad. No es el Concilio el que genera la "crisis", ella estaba ya latente lista para explotar. Más bien el Concilio se adelanta con su respuesta de "renovación en continuidad" para dar un horizonte y brindar salidas a la crisis. El problema es previo al Concilio, y lamentablemente avanza a pesar del Concilio, nunca a causa de él, como es obvio.
Ver así el Concilio, permite comprenderlo mejor, y descubrir sus ricas virtualidades, muchas aún esperando implementarse, y también permite conocer cómo es que se le achaca una culpa que jamás tuvo. La crisis antecedente se expresa en la reacción de aquellos que por apegarse a los rasgos accidentales del recorrido histórico de la Iglesia se muestran reacios a aceptar el Concilio, y ella va pareja con otra expresión, la de aquellos que carecen igualmente de una óptica realista, y se mueven en lo superficial, confundiendo lo accidental con lo fundamental, y quieren arrasar con todo lo que les parece no conforme a sus imágenes subjetivas de la Iglesia, ignorando la realidad ónticamente fundante del misterio de la Iglesia. Los cambios y reformas no pueden aplicarse «ni a la concepción esencial, ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia católica» (77), enseñaba en su momento el Papa Pablo VI.
Por lo dicho se ve que la "crisis" que ya estaba presente se expresa con ocasión de la recepción e interpretación del Concilio (78), precisamente porque él es portador de una recta visión que busca responder a los problemas de los creyentes y en general de la humanidad en horizonte de presente y futuro. El mostrar con claridad las inconsecuencias existentes en muchos, es fruto de la luz que arroja sobre la marcha de la comunidad. La guía es clara. La respuesta está librada a la libertad de cada cual.
El hoy Cardenal Ratzinger, hace veinticinco años se preguntaba: «¿Cómo se ha podido llegar a una tan extraña situación de confusión en el momento en que se esperaba un nuevo pentecostés? ¿Cómo ha sido posible que precisamente cuando el concilio parecía recoger los frutos maduros de los últimos decenios, esta plenitud haya dado paso de repente a un vacío desconcertante? ¿Qué ha sucedido para que del gran impulso hacia la unidad haya surgido la disgregación?» (79). Años después, Hans Urs von Balthasar ofrecía una respuesta con la que convengo plenamente: «Es lástima que los años posconciliares no parecen haber entendido toda la magnitud del programa (del Concilio), que, desde luego, sólo puede percibirse desde la óptica de su unidad» (80).
Hoy se hace indispensable recuperar la visión unitaria y comprender al Concilio en su integridad y en su sentido auténtico. Para ello la Lumen gentium, desde su perspectiva central de columna vertebral, permite apuntar algunas líneas de acción para acometer con mayor ardor y eficacia las tareas de la Nueva Evangelización. ¿Cómo, pues, no valorar y agradecer la realización del Concilio y de sus documentos?
1. La primera es tomar viva conciencia de la propia identidad, de lo que significa ser miembro de la Iglesia, ser hijo de la Iglesia. De aquella que es vista por la Constitución en una perspectiva que ofrece desde la profundidad dogmática un claro marco pastoral para aproximarse al ser humano de hoy, en el dinamismo de una Iglesia que se sabe convocada para la misión, para anunciar la Buena Nueva del Señor Jesús, y que está llamada a ser signo e instrumento de unidad, fermento de comunión y reconciliación para todos los seres humanos, viviéndolos en sí misma.
2. La segunda, a partir de la conciencia del horizonte del designio divino y de la distancia que de él nos separa, buscar efectivamente, poniendo los medios proporcionales y adecuados, acercarnos a ese ideal en la concreta existencia temporal (81), buscando erradicar cuanto constituye obstáculo para la realización del Plan divino y la libre cooperación a él.
Así, pues, se trata de asumir un programa de renovación personal y colectiva tomando realmente en serio la vocación universal a la santidad, y la gran responsabilidad de las exigencias de sacramentalidad en la propia vida y en la vida de la comunidad eclesial.
En esto último, resulta fundamental recordar la comunión en torno a la verdad, a la fe de la Iglesia, aspirando a dar ante el mundo el testimonio de unidad al que nos invita el Señor Jesús.
3. Tercera. Inserción en el mundo, pero desde la propia identidad eclesial. Presencia, sí, pero sin confusión. Una vez más, el tema fue extensa y orientadoramente tratado por Pablo VI en su encíclica programática Ecclesiam suam, a la que se debe recurrir como uno de los instrumentos fundamentales para comprender bien el Concilio.
El dinamismo del mundo moderno nos lleva a prestar excesiva atención al momento que vivimos. Y nos olvidamos que ese momento es parte de una secuencia, que tiene antecedentes, en los cuales se funda y se basa, y que tiene proyecciones, hacia las cuales se dirige. No podemos jamás --para poder ser nosotros mismos, para poder ser personas conscientes, para poder ser consecuentes hijos de la Iglesia-- olvidar las propias raíces. Tenemos que partir de ellas. Y a la luz de ellas y en su dinamismo vivir el momento presente y proyectarnos hacia el futuro. Lo demás no tiene sentido. Es un absurdo. Precisamente, debemos recuperar la dimensión de historia en nuestras propias realidades personales y en nuestra realidad eclesial. Por allí está el camino para vivir la propia identidad, y ser coherentes con ella.
4. Cuarta. Asumir en serio la misión evangelizadora. La convocatoria incesante del Papa Juan Pablo II y de los Pastores latinoamericanos para una Nueva Evangelización brota del dinamismo de la reconciliación obrada en el Señor Jesús y que invita a la efusión gozosa de esa experiencia de encuentro con Dios y al anuncio de que sólo hay un salvador y portador de vida: el Señor Jesús.
Si no se parte de estas convicciones y del esfuerzo por cooperar con la gracia para responder, desde el núcleo de nuestro ser, a ese testimonio de vida cristiana y a ese anuncio, la Nueva Evangelización no será. Cada uno de nosotros tiene una tarea que cumplir, tiene una misión que debe asumir con coherencia, a pesar de las propias debilidades, confiando en la gracia de Dios, cooperando siempre con esa gracia de Dios, para cumplir con su Plan, para responder al horizonte que en cada tiempo aparece y que hoy tenemos ante nosotros con el nombre de Nueva Evangelización.
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Notas
77. #77 S.S. Pablo VI, Ecclesiam suam, 17.
78. #78 El Papa Pablo VI, en un discurso al Colegio de Cardenales sobre la renovación postconciliar, el 24 de junio de 1967, apunta a estas distorsiones diciendo: «Y, a fin de no faltar a Nuestro deber doctrinal y pastoral, muchas veces hemos tenido que rectificar --mediante Nuestros discursos-- las tendencias enderezadas a interpretaciones inexactas y arbitrarias de las enseñanzas conciliares, y estimular el sentido de una pura ortodoxia hacia la auténtica doctrina de la Iglesia, recomendando, por esta misma razón, la imprescindible necesidad de un continuado cotejo y de una leal adhesión al magisterio eclesiástico, en el que debe reconocerse el carisma de una perenne y activa asistencia del Espíritu que anima a la Iglesia y que es Maestro de cada verdad revelada» (n. 8).
79. #79 Joseph Ratzinger, ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, en Hans Urs von Balthasar y Joseph Ratzinger, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca 1974, p. 59. La versión original en alemán es de 1971.
80. #80 Hans Urs von Balthasar, Puntos centrales de la fe, ob. cit., p. 101.
81. #81 Ver S.S. Pablo VI, Ecclesiam suam, 14.
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MENSAJE DEL CONCILIO A TODA LA HUMANIDAD
7 de Diciembre de 1965
Venerables hermanos:
La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Ahora debéis abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad a difundir la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, por la que nosotros hemos trabajado juntos desde hacía cuatro años.
Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal, en este momento privilegiado en el tiempo y en el espacio, convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque abandonamos Roma para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con los prodigios conseguidos, sus valores, sus virtudes. El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en sus sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada; esto es precisamente lo que la Iglesia de Cristo puede y debe dar a los pueblos.
Nos parece escuchar por todo el mundo un inmenso y confuso clamor, la pregunta de todos los que miran al Concilio y nos preguntan con ansiedad: "¿No tenéis una palabra que decirnos... a nosotros los gobernantes, a nosotros los intelectuales, los trabajadores, los artistas; a nosotras las mujeres, a nosotros los jóvenes, a nosotros los enfermos y los pobres?".
Estas voces implorantes no quedarán sin respuesta. para todas las categorías humanas ha trabajado el Concilio durante estos cuatro años. para todas ellas ha elaborado esta constitución de la Iglesia en el mundo de hoy que Nos hemos promulgado ayer en medio de los entusiastas aplausos de la asamblea.
De nuestra larga meditación sobre Cristo y su Iglesia debe brotar en este instante una primera palabra anunciadora de paz y de salvación para las multitudes que esperan. El Concilio, antes de terminarse, debe llevar a cabo una función profética y traducir en breves mensajes y en un idioma más fácilmente accesible a todos la "buena nueva" que ha elaborado para el mundo y que algunos de sus más autorizados intérpretes van a dirigir de ahora en adelante, en vuestro nombre, a la humanidad entera.
1. A LOS GOBERNANTES
En este instante solemne, nosotros, los Padres del XXI Concilio Ecuménico de la Iglesia católica, a punto ya de dispersarnos después de cuatro años de plegarias y trabajos, con plena conciencia de nuestra misión hacia la humanidad, nos dirigimos, con deferencia y confianza, a aquellos que tienen en sus manos los destinos de los hombres sobre esta tierra, a todos los depositarios del poder temporal.
Lo proclamamos en alto: honramos vuestra autoridad y vuestra soberanía, respetamos vuestras funciones, reconocemos vuestras leyes justas, estimamos los que las hacen y a los que las aplican. Pero tenemos una palabra sacrosanta y deciros: sólo Dios es grande. Sólo Dios es el principio y el fin. Sólo Dios es la fuente de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes.
A vosotros corresponde ser sobre la tierra los promotores del orden y de la paz entre los hombres. Pero no lo olvidéis: es Dios, el Dios vivo y verdadero, el que es Padre de los hombres, y es Cristo, su Hijo eterno, quien ha venido a decírnoslo y a enseñarnos que todos somos hermanos. El es el gran artesano del orden y la paz sobre la tierra, porque es El quien conduce la historia humana y el único que puede inclinar los corazones a renunciar a las malas pasiones que engendran la guerra y la desgracia.
Es El quien bendice el pan de la humanidad, el que santifica su trabajo y su sufrimiento, el que le da gozos que vosotros no le podéis dar, y la reconforta en sus dolores, que vosotros no podéis consolar.
En vuestra ciudad terrestre y temporal construye su cuidado espiritual y eterna: su Iglesia. ¿Y qué pide ella de vosotros, esa Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en sus relaciones con vosotros, las potencias de la tierra, qué os pide hoy? Os lo dice en uno de los textos de mayor importancia de su Concilio; no os pide más que la libertad. La libertad de creer y de predicar su fe. La libertad de amar a su Dios y servirlo. La libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida. No le temáis: es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no usurpa vuestras prerrogativas, pero que salva todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza.
Dejad que Cristo ejerza esa acción purificante sobre la sociedad. No lo crucifiquéis de nuevo; esto sería sacrilegio, porque es Hijo de Dios; sería un suicidio, porque es Hijo del hombre. Y a nosotros, sus humildes ministros, dejadnos extender por todas partes sin trabas la buena nueva del Evangelio de la paz, que hemos editado en este Concilio. Vuestros pueblos serán los primeros beneficiados porque la Iglesia forma para vosotros ciudadanos leales, amigos de la paz social y del progreso.
En este día solemne en que clausura su XXI Concilio Ecuménico, la Iglesia os ofrece por nuestra voz su amistad, sus servicios, sus energías espirituales y morales. Os dirige a vosotros, todos, un mensaje de saludo y de bendición. Acogedlo como ella os lo ofrece, con un corazón alegre y sincero, y transmitirlo a todos vuestros pueblos.
2. A LOS INTELECTUALES Y A LOS HOMBRE DE CIENCIA
Un saludo especial para vosotros, los buscadores de la verdad, a vosotros los hombres del pensamiento y de la ciencia, los exploradores del hombre, del universo y de la historia; a todos vosotros, los peregrinos en marcha hacia la luz, y a todos aquellos que se han parado en el camino, fatigados y decepcionados por una vana búsqueda.
¿Por qué un saludo especial para vosotros? Porque todos nosotros aquí, Obispos, Padres conciliares, nosotros estamos a la escucha de la verdad. Nuestros esfuerzo durante estos cuatro años, ¿qué ha sido sino una búsqueda más atenta y una profundización del mensaje de verdad confiado a la Iglesia y un esfuerzo de docilidad más perfecto al espíritu de verdad?
No podíamos, por tanto, dejar de encontraros. Vuestro camino es el nuestro. Vuestros senderos no son nunca extraños a los nuestros. Nosotros somos los amigos de vuestra vocación de investigadores, los aliados de vuestras fatigas, los admiradores de vuestras conquistas y, si es necesario, lo consoladores de vuestros descorazonamientos y fracasos.
También para vosotros tenemos un mensaje, y es éste: continuad, continuad buscando sin desesperar jamás de la verdad. Recordad la palabra de uno de vuestros grandes amigos, san Agustín: "Buscamos con el afán de encontrar y encontramos con el deseo de buscar aún más". Felices los que poseyendo la verdad la buscan aún, con el fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás. Felices los que no habiéndola encontrado caminan hacia ella con un corazón sincero; ellos buscan la luz de mañana con la luz de hoy, hasta la plenitud de la luz.
Pero no olvidéis: si pensar es una gran cosa, pensar, ante todo, es un deber; desdichado aquel que cierra voluntariamente los ojos a la luz. pensar es también una responsabilidad: ¡Ay de aquellos que obscurecen el espíritu por miles de artificios que lo deprimen, lo enorgullecen, lo engañan , lo deforman! ¿Cuál es el principio básico para los hombres de ciencia sino esforzarse en pensar rectamente?
Por esto, sin turbar vuestros pasos, sin ofuscar vuestras miradas, queremos la luz de nuestra lámpara misteriosa: la fe. El que nos la confió es el Maestro soberano del pensamiento, del cual nosotros somos los humildes discípulos; el único que dijo y puedo decir: "Yo soy la luz del mundo, yo soy el Camino y la Verdad y la Vida."
Esta palabra os toca a vosotros. Nunca, quizá, gracias a Dios, ha parecido tan clara como hoy la posibilidad de un profundo acuerdo entre la verdadera ciencia y la verdadera fe, sirvientes una y otra de la única verdad. No impidáis este preciado encuentro. Tened confianza en la fe, esa gran amiga de la inteligencia. Alumbraos en su luz para descubrir la verdad, toda la verdad. Tal es el saludo, el ánimo, la esperanza que os expresan, antes de separarse, los Padres del mundo entero, reunidos en Roma en Concilio.
3. A LOS ARTISTAS
A vosotros todos, artistas, que estáis prendados de la belleza y que trabajáis por ella; poetas y gentes de letras, pintores, escultores, arquitectos, músicos, hombres de teatro y cineastas... A todos vosotros, la Iglesia del Concilio dice, por medio de nuestras voz: Si sois los amigos del arte verdadero, vosotros sois nuestros amigos.
La Iglesia está aliada desde hace tiempo con vosotros. Vosotros habéis construido y decorado sus templos, celebrado sus dogmas, enriquecido su liturgia. Vosotros habéis ayudado a traducir su divino mensaje en la lengua de las formas y las figuras, convirtiendo en visible el mundo invisible.
Hoy, como ayer, la Iglesia os necesita y se vuelve hacia vosotros. Ella os dice, por medio de nuestra voz: No permitáis que se rompa una alianza fecunda entre todos. No rehuséis el poner vuestro talento al servicio de la verdad divina. No cerréis vuestro espíritu al soplo del Espíritu Santo.
Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza par ano caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello está en vuestras manos.
Que estas manos sean puras y desinteresadas. Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo, que esto baste para libraros de placeres efímeros y sin verdadero valor, así como de la búsqueda de expresiones extrañas o desagradables.
Sed siempre y en todo lugar dignos de vuestro ideal y seréis dignos de la Iglesia, que por nuestra voz os dirige en este día su mensaje de amistad, de salvación, de gracia y de bendición.
4. A LAS MUJERES
Y ahora es a vosotras a las que nos dirigimos, mujeres de todas las condiciones, hijas, esposas, madres y viudas; a vosotras también, vírgenes consagradas y mujeres solteras. Sois la mitad de la inmensa familia humana.
La Iglesia está orgullosa, vosotras lo sabéis de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, en la diversidad de sus caracteres, su innata igualdad con el hombre.
Pero llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora.
Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar.
Vosotras, las mujeres, tenéis siempre como misión la guardia del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte. Nuestra técnica lleva el riesgo de convertirse en inhumana. Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del hombre que en un momento de locura intentara destruir la civilización humana.
Esposas, madres de familia, primeras educadores del género humano en el secreto de los hogares, transmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las tradiciones de vuestros padres, al mismo tiempo que los preparáis para el porvenir insondable. Acordaos siempre de que una madre pertenece, por sus hijos, a ese porvenir que ella no verá probablemente.
Y vosotras también, mujeres solteras, sabed que podéis cumplir toda vuestra vocación de devoción. La sociedad os llama por todas partes. Y las mismas familias no pueden vivir sin la ayuda de aquellas que no tienen familia.
Vosotras, sobre todo, vírgenes consagradas, en un mundo donde el egoísmo y la búsqueda de placeres quisieran hacer la ley, sed guardianas de la pureza, del desinterés, de la piedad.
Jesús, que dio al amor conyugal toda su plenitud, exaltó también el renunciamiento a ese amor humano cuando se hace por el amor infinito y por el servicio a todos.
Mujeres que sufrís, en fin, que os mantenéis firmes bajo la cruz a imagen de María; vosotras, que tan a menudo, en el curso de la historia, habéis dado a los hombres la fuerza para luchar hasta el fin, para dar testimonio hasta el martirio, ayudadlos una vez más a guardar la audacia de las grandes empresas, al mismo tiempo que la paciencia y el sentido de los comienzos humildes.
Mujeres, vosotras que sabéis hacer la verdad dulce, tierna, accesible, dedicaos a hacer penetrar el espíritu de este Concilio en las instituciones, escuelas, hogares y en la vida de cada día.
Mujeres del universo todo, cristianas o no creyentes, a vosotras, que os está confiada la vida, en este momento tan grave de la historia, vosotras debéis salvar la paz del mundo.
5. A LOS TRABAJADORES
A lo largo del Concilio, nosotros los Obispos católicos de los cinco continentes, hemos reflexionado conjuntamente, entre muchos temas, respecto de las graves cuestiones que plantean a la conciencia de la humanidad las condiciones económicas y sociales del mundo contemporáneo, la coexistencia de las naciones, el problema de los armamentos, de la guerra y de la paz. Y somos plenamente conscientes de la repercusión que la solución dad a estos problemas puede tener sobre la vida concreta de los trabajadores y de las trabajadoras del mundo entero. Así, Nos deseamos, al término de nuestras deliberaciones, dirigirles a todos ellos un mensaje de confianza, de paz y de amistad.
Hijos muy queridos: estad seguros, desde luego, de que la Iglesia conoce vuestros sufrimientos, vuestras luchas, vuestras esperanzas; de que aprecia altamente las virtudes que ennoblecen vuestras almas: el valor, la dedicación, la conciencia profesional, el amor de la justicia; que reconoce plenamente los inmensos servicios que cada uno en su puesto, y en los puestos frecuentemente más oscuros y menos apreciados, hacéis al conjunto de la sociedad. La Iglesia se siente muy contenta por ello, y por nuestra voz os lo agradece.
En estos últimos años, la Iglesia,no ha dejado de tener presentes en su espíritu los problemas, de complejidad creciente sin cesar, del mundo y del trabajo. Y el eco que han encontrado en vuestras filas las recientes encíclicas pontificias ha demostrado cómo el alma del trabajador de nuestro tiempo marcha de acuerdo con la que sus más altos jefes espirituales.
El que enriqueció el patrimonio de la Iglesia con esos mensajes incomparables, el Papa Juan XXIII, supo encontrar el camino hacia vuestro corazón. Mostró claramente en su persona todo el amor de la Iglesia por los trabajadores, así como también por la justicia, la libertad, la caridad, sobre las que se funda la paz en el mundo.
De este amor de la Iglesia hacia vosotros, los trabajadores,queremos, también por nuestra parte, ser testigos cerca de vosotros y os decimos con toda la convicción de nuestras almas: la Iglesia es amiga vuestra. Tened confianza en ella. Tristes equívocos en el pasado mantuvieron durante largo tiempo la desconfianza y la incomprensión entre Iglesia y la clase obrera, y sufrieron la una y la otra. Hoy ha sonado la hora de la reconciliación, y la Iglesia del Concilio os invita a celebrarla sin reservas mentales.
La Iglesia busca siempre el modo de comprenderos mejor. pero vosotros debéis tratar de comprender lo que es la Iglesia para vosotros, los trabajadores, que sois los principales artífices de las prodigiosas transformaciones que el mundo conoce hoy, pues bien, sabéis que si no les anima un potente soplo espiritual harán la desgracia de la humanidad en lugar de hacer su felicidad. No es el odio lo que salva al mundo, no es sólo el pan de la tierra lo que puede saciar el hambre del hombre.
Así, pues, recibid el mensaje de la Iglesia. Recibid la fe que os ofrece para iluminar vuestro camino; es la fe del sucesor de Pedro y de los dos mil Obispos reunidos en Concilio, es la fe de todo el pueblo cristiano. Que ella os ilumine. Que ella os guíe. Que ella os haga conocer a Jesucristo, vuestro compañero de trabajo, el Señor, el Salvador de toda la humanidad.
6. A LOS POBRES, ENFERMOS Y A TODOS LOS QUE SUFREN
Para todos vosotros, hermanos que sufrís, visitados por el dolor en sus diferentes modos, el Concilio tiene un mensaje muy especial. Siente vuestros ojos fijos sobre él, brillantes por la fiebre o abatidos por la fatiga; miradas interrogantes que buscan en vano el porqué del sufrimiento humano y que se preguntan ansiosamente cuándo y de dónde vendrá el consuelo.
Hermanos muy queridos: nosotros sentimos profundamente en nuestros corazones de padres y pastores vuestros gemidos y lamentos. Y nuestra pena aumenta al pensar que no está en nuestro poder el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos, que médicos, enfermeros y todos los que se consagran a los enfermos se esfuerzan en aliviar.
Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros, la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento y de daros un alivio sin engaño: la fe y la unión al Varón de dolores, a Cristo, Hijo de Dios, crucificado por nuestros pecados y nuestra salvación. Cristo no suprimió el sufrimiento y, al mismo tiempo, ni quiso desvelarnos enteramente el misterio, El lo tomó sobre sí y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor.
¡Oh vosotros, que sentís más el peso de la cruz! Vosotros, que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los perseguidos por la justicia; vosotros, los pacientes desconocidos, tened ánimo; vosotros sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; vosotros sois los hermanos de Cristo paciente y con El, si queréis, salváis al mundo.
He aquí la ciencia cristiana del dolor, la única que da la paz. Sabed que vosotros no estáis solos, ni separados, ni abandonados, ni inútiles; vosotros sois los llamados de Cristo, su viviente y transparente imagen. En su nombre,el Concilio os saluda con amor, os da las gracias, os asegura la amistad y la asistencia de la Iglesia y os bendice.
7. A LOS JOVENES
Finalmente, es a vosotros, jóvenes del mundo entero, a quienes el Concilio va a dirigir su último mensaje. Porque sois vosotros los que tenéis que recibir la antorcha de las manos de vuestros mayores y viviréis en el mundo en el momento de las mayores transformaciones de su historia. Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella.
La Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su Fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al final de esa impresionante "revisión de vida" se vuelve a vosotros; es para vosotros, los jóvenes, sobre todo para vosotros, que acaba de alumbrar en su COncilio una luz, una luz que alumbrará el porvenir, vuestro porvenir.
La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras.
Está preocupada, sobre todo, porque esa sociedad deje expandir sus tesoros antiguos y siempre nuevos, la fe, y que vuestras almas se puedan sumergir libremente en su bienhechoras claridades. Tiene confianza en que encontraréis tal fuerza y tal gozo que no estaréis tentados, como algunos de vuestros mayores, a ceder a las filosofías del egoísmo o del placer, o a aquellas otras de la desesperanza y de la negación, y que frente al ateísmo, fenómeno de laxitud y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da un sentido a la vida; la certidumbre de la existencia de un Dios justo y bueno.
En nombre de este Dios y de su Hijo Jesús, os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías. Jóvenes, luchad contra todo egoísmo, negaos a dar libre curso a vuestros instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores.
La Iglesia os mira con confianza y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que es la fuerza y el encanto de la juventud; la facultad de reunirse a lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas. Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo, el héroe verdadero, humilde y sabio, el Profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes. Es en hombre de Cristo que os saludamos, que os exhortamos y os bendecimos.
BREVE PONTIFICIO
''IN SPIRITU SANCTO''
PARA CLAUSURAR EL CONCILIO VATICANO II
PABLO VI
PARA PERPETUA MEMORIA
8 DE DICIEMBRE DE 1965
El Concilio Vaticano II, reunido en el Espíritu Santo y bajo la protección de la Bienaventurada Virgen María, que hemos declarado Madre de la Iglesia, y de San José, su ínclito esposo, y de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, debe, sin duda, considerarse como uno de los máximos acontecimientos de la Iglesia. En efecto, fue el más grande por el número de padres del globo, incluso de aquellas donde la jerarquía ha sido constituida recientemente; el más rico por los temas que durante cuatro sesiones han sido tratados cuidadosa y profundamente; fue, en fin, el más oportuno, porque, teniendo presente las necesidades de la época actual, se enfrentó, sobre todo, con las necesidades pastorales y, alimentando la llama de la caridad, se esforzó grandemente por alcanzar no sólo a os cristianos todavía separados de la comunidad de la sede apostólica, sino también a toda la familia humana.
Así, pues, finalmente ha concluido hoy, con la ayuda de Dios, todo cuanto se refiere al Sacrosanto Concilio ecuménico. Y con nuestra apostólica autoridad decidimos concluir a todos los efectos las constituciones, decretos, declaraciones y acuerdos, aprobados con deliberación sinodal y promulgados por Nos, así como el mismo Concilio ecuménico, convocado por nuestro predecesor, Juan XXIII, el 25 de diciembre de 1961, iniciado el día 11 de octubre de 1962 y continuado por Nos después de su muerte, mandamos y también ordenamos que todo cuanto ha sido establecido sinodalmente sea religiosamente observado por todos los fieles para gloria de Dios, para el decoro de la Iglesia y para tranquilidad y paz de todos los hombres. Hemos sancionado y establecido estas cosas, decretando que las presentes letras sean permanentes y continúen firmes, válidas y eficaces, que se cumplan y obtengan plenos, íntegros efectos y que sean plenamente convalidadas por aquellos a quienes compete o podrá competer en el futuro. Así se debe juzgar y definir. Y debe considerarse nulo y sin valor desde este momento todo cuanto se haga contra estos acuerdos por cualquier individuo o cualquier autoridad, conscientemente o por ignorancia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, el año 1965, tercero de nuestra pontificado.
PABLO, PAPA VI
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Yo soy cristiano comprometido como millones de personas, gracias al VATICANO II.
Al contrario, hay que poner de relieve la bendicion que constituye el Concilio Vaticano II y el valor fundamental de sus documentos --como en este caso la Lumen gentium--, no nos situamos en una perspectiva ingenua. Nada de eso. Precisamente, es un topico comun afirmar que la crisis surgio con el Vaticano II, no a causa de este. Y es verdad. No es el Concilio el que genera la crisis, ella estaba ya latente lista para explotar. Mas bien el Concilio se adelanta con su respuesta de renovacion en continuidad para dar un horizonte y brindar salidas a la crisis.
El problema es previo al Concilio, y lamentablemente avanza a pesar del Concilio, nunca a causa de el, como es obvio. La crisis antecedente se expresa en la reaccion de aquellos que por apegarse a los rasgos accidentales del recorrido historico de la Iglesia se muestran reacios a aceptar el Concilio, y ella va pareja con otra expresion, la de aquellos que carecen igualmente de una optica realista, y se mueven en lo superficial, confundiendo lo accidental con lo fundamental, y quieren arrasar con todo lo que les parece no conforme a sus imagenes subjetivas de la Iglesia, ignorando la realidad onticamente fundante del misterio de la Iglesia. Los cambios y reformas no pueden aplicarse ni a la concepcion esencial, ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia catolica, enseñaba en su momento el Papa Pablo VI.