EL Rincón de Yanka: HUMILDAD

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miércoles, 13 de noviembre de 2024

"LA HISTORIA DE LATIF" por JORGE BUCAY ❓

"LA HISTORIA DE LATIF"
Jorge Bucay

Latif era el pordiosero más pobre de la ciudad , dormía en el zaguán de una casa diferente. Sin embargo, Latif era considerado el hombre más sabio del pueblo. Una mañana el rey apareció en la plaza, hasta que tropezó con Latif y sus súbditos le contaron de el.
El rey, divertido, se acercó al mendigo y le dijo:

- “Si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro”.
- ¿Cuál es tu pregunta?
Y el rey se sintió desafiado, entonces, se despachó con una cuestión que hacía días lo angustiaba y que no podía resolver.
La respuesta de Latif fue justa y creativa.
El rey se sorprendió, dejó su moneda a los pies del mendigo.
Al día siguiente el rey volvió y le hizo otra pregunta y otra vez Latif la respondió rápida y sabiamente.
- “Latif, te necesito” - le dijo el rey. 
- Te pido que vengas a palacio y seas mi asesor". Te prometo que no te faltará nada juro el rey.
Lafit aceptó la propuesta del rey.

Durante las siguientes semanas las consultas del rey se hicieron habituales.
Obviamente esto desencadenó los celos de todos los cortesanos.
Un día todos los demás asesores pidieron audiencia al rey y le dijeron:
- “Tu amigo Latif, como tú le llamas, está conspirando para derrocarte".
- “No puede ser, no lo creo” - dijo el rey.
- “Puedes confirmarlo con tus propios ojos”
El rey se sintió defraudado y dolido.
Debía confirmar esas versiones. Esa tarde a las cinco, aguardaba oculto en el recodo de una escalera.
Desde allí vio cómo, en efecto, Latif llegaba a la puerta, miraba hacia los lados y con la llave que colgaba de su cuello abría la puerta de madera y se escabullía sigilosamente dentro del cuarto.
- “¿Lo has mirado ?” - gritaron los cortesanos.
Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta.
- "¿Quién es?” - dijo Latif desde adentro.
- “Soy yo, el rey”- dijo el soberano... - “ábreme”.
Latif abrió la puerta.
No había nadie, salvo Latif. Ninguna puerta, o ventana, ninguna puerta secreta, ningún mueble que permitiera ocultar a alguien.
Solo había en el piso un plato de madera desgastado, en un rincón una vara de caminante y en el centro de la pieza una túnica raída colgando de un gancho en el techo.

- “¿Estás conspirando contra mí Latif?”
- “ ¿Cómo se te ocurre, majestad"- contestó Latif- “De ninguna forma, ¿por qué lo haría?”
- “Pues vienes aquí cada tarde en secreto. ¿Qué es lo que buscas si no te ves con nadie? ¿Para qué vienes a este cuchitril a escondidas?
Latif sonrió y se acercó a la túnica rotosa que pendía del techo. La acarició y le dijo al rey: 
- "Hace seis meses cuando llegué a tu castillo, lo único que tenía eran esta túnica, este plato y esta vara de madera” -dijo Latif. “Ahora me siento tan cómodo en la ropa que visto, es tan confortable la cama en la que duermo, es tan halagador el respeto que me das y tan fascinante el poder que regala mi lugar a tu lado… que vengo cada día para estar seguro de una sola cosa... no olvidar nunca:

“QUIÉN SOY Y DE DÓNDE VINE”.

EL MENDIGO MÁS SABIO

miércoles, 19 de junio de 2024

NECESITAMOS VOLVER AL ESPÍRITU DE LA IGLESIA PRIMITIVA 🐟🕀

Necesitamos volver al espíritu de la Iglesia primitiva

VOLVER  A  LA  IGLESIA  PRIMITIVA

Cuando surgen las dificultades, las dudas y las incertidumbres en la fe, debemos volver al origen. Esto es lo que tenemos que hacer cuando nos planteamos los objetivos (misión) de nuestra comunidad cristiana: echar la mirada atrás a las primeras comunidades de la Iglesia primitiva (visión).
El Nuevo Testamento, en el libro de los Hechos de los apóstoles, nos da una idea de cómo los primeros cristianos comenzaron a proclamar el Evangelio, lo que hacían y nos muestra numerosos rasgos esenciales de la
Iglesia de Cristo que debemos imitar:

Llenarse de Espíritu Santo

"Se les aparecieron como lenguas de fuego,
que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos.
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo
y comenzaron a hablar en lenguas extrañas,
según el Espíritu Santo les movía a expresarse".
(Hechos 2, 3-4 ).


Los cristianos no sólo hablamos de Dios; le experimentamos. Esto es lo que hace que la iglesia sea diferente de cualquier otra organización en el planeta: que tenemos el Espíritu Santo.
Nuestro gobierno no tiene el Espíritu Santo. Las ONGs no tienen al Espíritu Santo. Ninguna otra organización tiene el poder de Dios en ella. Dios prometió su Espíritu para ayudar a su Iglesia. La Iglesia tiene y se llena del poder de Dios.

Cuando se refiere a "hablar en lenguas extrañas" quiere decir hablar en el idioma de quienes nos escuchan. La gente realmente escuchaba a los primeros cristianos hablar en sus propios idiomas, ya fuese en farsi, en swahili, en griego o lo que fuera.

El Plan de Dios es para todos. No es sólo para los judíos. Pero no sólo se refiere a idiomas de sus países de origen sino a hablar en el lenguaje que cada persona entiende.
¿Estamos usando otros "lenguajes" para llegar a la gente?

Utilizar los dones de todos

"Entonces Pedro, en pie con los once,
les dirigió en voz alta estas palabras:
"Judíos y habitantes todos de Jerusalén: percataos
bien de esto y prestad atención a mis palabras. ...
Y haré aparecer señales en el cielo y en la tierra:
sangre, fuego y columnas de humo. ...
Pero el que invoque el nombre del Señor se salvará".
(Hechos 2, 14, 19, 21).

En la iglesia inicial no había espectadores; el 100% de las personas participaban en proclamar el Evangelio de Jesús. Y, aunque igual que entonces, no todos estamos llamados a ser sacerdotes, todos estamos llamados a servir a Dios. Por tanto, debemos esforzarnos para que todos participen. La pasividad no es una opción. Si alguien quiere sentarse y ser servidos por los demás, que busquen otro sitio.

Ofrecer una verdad que transforma


La iglesia primitiva no ofrecía una nueva psicología, ni un moralismo cómodo, ni una espiritualidad agradable. Ofrecía la verdad del Evangelio que tiene el poder de cambiar vidas. Ningún otro mensaje transforma vidas. Cuando la verdad de Dios entra en nosotros, es cuando nos transformamos.

En Hechos 2, Pedro dio el primer sermón cristiano, citando el libro de Joel del Antiguo Testamento y afirmando que la iglesia primitiva se dedicó a la "enseñanza de los apóstoles".

Crear comunidad

"Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles,
en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones".
(Hechos 2, 42). 

 

En la iglesia del primer siglo, los cristianos se amaban y cuidaban unos a otros. La iglesia no es un negocio, ni una ONG ni un club social. La Iglesia es una familia. Para que nosotros experimentemos el poder del Espíritu Santo como en la Iglesia primitiva, tenemos que convertirnos en la familia que ellos eran.

Vivir la Eucaristía

"Todos los días acudían juntos al templo,
partían el pan en las casas,
comían juntos con alegría y sencillez de corazón"
(Hechos 2, 46).

Cuando la Iglesia primitiva se reunía celebraban la Eucaristía, conmemorando la última cena "con alegría y sencillez de corazón". Debemos entender y enseñar que la Eucaristía es una celebración. Es un festival, no un funeral. Es el banquete de Dios. Cuando la Eucaristía es alegre (y litúrgicamente rigurosa), la gente quiere estar allí porque buscan alegría.
¿Crees que si nuestras iglesias estuvieran llenas de corazones alegres, de palabras alegres y de vidas llenas de esperanza, atraeríamos a los alejados?

Compartir según la necesidad

"Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común;
vendían las posesiones y haciendas, y las distribuían entre todos,
según la necesidad de cada uno" (Hechos 2, 44-45).


La Biblia nos enseña a hacer generosos sacrificios por el bien del Evangelio.
Los cristianos durante el Imperio Romano fueron la gente más generosa del imperio y eran famosos por su desprendimiento.
Literalmente lo compartían todo, "según la necesidad de cada uno". Incluso la vida. Muchos murieron por la fe en el Coliseo romano.

Crecer exponencialmente

"Alabando a Dios y gozando del favor de todo el pueblo.
El Señor añadía cada día al grupo a todos
los que entraban por el camino de la salvación"
(Hechos 2,47).

Cuando nuestras iglesias demuestran las primeras seis características de la iglesia primitiva, el crecimiento es automático. La gente veía a los primeros cristianos como extraños, pero les gustaba lo que éstos hacían.
Veían el amor que se tenían los unos por los otros, los milagros que ocurrían delante de ellos y la alegría que irradiaban. Querían lo que los cristianos tenían. Y
la Iglesia crecía exponencialmente

 VER+:

EL CLERO Y EL LAICADO NO EVANGELIZAN
PORQUE NO ESTÁN EVANGELIZADOS


VOLVER AL COMIENZO: LA NOVEDAD DE JESÚS.
TODOS SOMOS SACERDOTES
Y COEXISTENCIA DE DOS ECLESIOLOGÍAS

domingo, 26 de mayo de 2024

LIBRO Y PELÍCULA "REMANDO COMO UN SOLO HOMBRE" (The Boys in the Boat): LA HISTORIA DEL EQUIPO DE REMO QUE HUMILLÓ A HITLER por DANIEL JAMES BROWN


REMANDO  COMO   
UN   SOLO   HOMBRE
(THE   BOYS  in   the   BOAT)
La historia del equipo de remo   
que humilló a Hitler

«En un deporte como este -de mucho trabajo, 
poco reconocimiento y una gran tradición-, 
tiene que haber algo que a los hombres 
normales se les escapa, pero que los hombres 
extraordinarios captan». 
George Yeoman Pocock

“Cuando el bote de ocho asientos consigue el ritmo justo, estar dentro es un auténtico placer. No es duro cuando se alcanza el ritmo, el SWIMG, como lo llaman. He oído gritos de placer entre los remeros cuando el bote lo alcanza; es algo que no olvidarán mientras vivan”. George Yeoman Pocock.
“El valor espiritual del remo está en el sacrificio y la abnegación de uno mismo por el esfuerzo colectivo de la tripulación”. George Yeoman Pocock
“Todos era hábiles, duros y decididos, pero también eran todos buenas personas. Cada uno había aprendido que en la vida había fuerzas que superaban a la fuerza, belleza y juventud. Los retos que se habían enfrentado juntos les había enseñado la humildad”.
Es esta una fascinante historia de perseverancia, superación individual y espíritu de equipo. Con orígenes en la depresión americana y a pocos años de la Segunda Guerra Mundial, Daniel James Brown narra la epopeya del equipo de ocho remeros y su timonel de la Universidad de Washington y su épica misión de ganar la medalla de oro en 1936 en los Juegos Olímpicos del Berlín de Hitler. El equipo de remo estadounidense que sorprendió al mundo y que transformó este deporte atrajo la atención de millones de personas. Fue una misión improbable desde el principio. Con un equipo compuesto por hijos de madereros, trabajadores de los astilleros y agricultores, el equipo de la Universidad de Washington no esperaba poder derrotar a los equipos de élite de la Costa Este y Gran Bretaña; sin embargo lo hizo, y llegó a sorprender al mundo al derrotar al equipo alemán de remo de Adolf Hitler. Partiendo de los propios diarios de los chicos y de los vívidos recuerdos de un sueño, Brown ha creado el retrato inolvidable de una era, una celebración de un logro notable y una crónica de búsqueda personal a través de la visión de uno de estos jóvenes extraordinarios.
"Había una razón muy sencilla para explicar lo que pasaba. A los chicos del Clipper se les había seleccionado con una competencia muy dura, y de la selección había surgido una especie de personalidad común: todos eran hábiles, todos eran duros y todos eran muy decididos, pero todos eran también buenas personas. Todos tenían orígenes humildes o habían sufrido una cura de humildad debido a los estragos de la época. Cada uno a su manera, habían aprendido que en la vida no se podía dar nada por supuesto, que, a pesar de su fuerza, belleza y juventud, en el mundo había fuerzas que los superaban. Los retos a los que se habían enfrentado juntos les habían enseñado la humildad -la necesidad de integrar sus egos individuales en el bote conuunto- y la humildad era la puerta de entrada común a través de la cual ahora podían juntarse y empezar a hacer lo que no habían podido hacer antes". (p.282)

Este libro nació un día de primavera, frío y lloviznoso, en el que trepé por encima de la cerca de cedro que rodea mi prado y me abrí camino a través del bosque húmedo hasta la modesta casa de madera donde John Rantz agonizaba.
Solo sabía dos cosas de Joe al llamar ese día a la puerta de su hija Judy. Sabía que, con setenta y tantos, arrastró él solo un montón de troncos de cedro montaña abajo, que los partió a mano, cortó los postes e instaló los 667 metros lineales de la cerca por la que acababa de trepar; una tarea tan hercúlea que, cada vez que pienso en ella, muevo la cabeza maravillado. También sabía que había sido uno de los nueve jóvenes del estado de Washington -agricultores, pescadores y leñadores- que conmocionaron tanto al mundo del remo como a Adolf Hitler al ganar la medalla de oro en la modalidad de ocho con timonel en los Juegos Olímpicos de 1936.

Cuando Judy me abrió la puerta y me acompañó hasta la acogedora sala de estar, Joe estaba echado en un sillón reclinable con los pies levantados, con todos sus 188 centímetros de altura. Llevaba un chándal gris y unos botines afelpados de un rojo in­tenso. Lucía una barba blanca y corta. Tenía la piel cetrina y los ojos hinchados, debido a la insuficiencia cardíaca congestiva que le aquejaba. Cerca había una bombona de oxígeno. El fuego crepitaba y silbaba en la estufa de leña. 
Las paredes estaban cubiertas de viejas fotografías de familia. Una vitrina atestada de muñecas, caballos de loza y porcelana con motivos florales descansaba contra la pared del fondo. La lluvia salpicaba una ventana que daba al bosque. En la minicadena, sonaban con suavidad canciones de jazz de los años treinta y cuarenta.

Judy me presentó y Joe me tendió la mano, extraordinariamente larga y delgada. Judy le había leído en voz alta uno de mis li­bros y él quería conocerme y hablar del texto. Se daba la casualidad de que, de joven, había sido amigo de Angus Hay Jr., hijo de un personaje determinante en la historia que cuenta ese libro. Así que estuvimos hablando un rato del tema. Luego la conversación fue derivando hacia su propia vida.
Tenía la voz aflautada, frágil y debilitada casi hasta el límite. De vez en cuando se quedaba en silencio. Sin embargo, poco a poco, incitado con suavidad por su hija, se puso a tirar de algunos hilos de su vida. Al recordar su infancia y sujuventud durante la Gran Depresión, habló con la voz entrecortada, pero con decisión, sobre las privaciones que soportó y los obstáculos que superó: una historia que, mientrasyo tomaba notassentado, empezó por sorprenderme y luego me asombró.

Sin embargo, no fue hasta que empezó a hablar de su dedicación al remo en la Universidad de Washington cuando se puso a llorar de cuando en cuando. Habló del aprendizaje del arte de remar, de botes y remos, de tácticas y técnica. Rememoró las largas y frías horas pasadas en el agua, bajo cielos grises como el acero; las victorias cosechadas y las derrotas evitadas por los pelos; el viaje a Alemania y la entrada en el Estadio Olímpico de Berlín bajo la atenta mirada de Hitler; y al resto de compañeros de tripula­ción. Sin embargo, ninguno de estos recuerdos le arrancó una lágrima. Fue en un intento de hablar del «bote» cuando se le empe­zaron a entrecortar las palabras y los ojos, todavía vivaces, se le llenaron de lágrimas.

En un primer momento, pensé que se refería al Husky Clipper, el bote de competición con el que saltó a la fama. ¿O tal vez se refería a sus compañeros de equipo, un grupo inverosímil que consiguió uno de los grandes hitos del remo? Finalmente, al ver a Joe esforzándose una y otra vez en no perder la compostura, me di cuenta de que «el bote» era algo más que la embarcación o los remeros. Para Joe, incluía ambas cosas pero las trascendía: era algo misterioso y casi imposible de definir. Era una experiencia compartida, algo singular que pasó en una época dorada y lejana, en la que nueve jóvenes generosos lucharon juntos, trabajaron codo con codo, como un solo hombre, y dieron todo lo que tenían los unos por los otros, unidos para siempre por el orgullo, el res­peto y el afecto. Joe lloraba, como mínimo en parte, por la pérdida de ese momento, pero mucho más, creo, por la pura belleza del mismo.

Cuando ya estaba a punto de irme, Judy sacó la medalla de oro de Joe de la vitrina y la puso entre mis manos. Mientras la ad­miraba, me contó que años atrás desapareció. La familia buscó y rebuscó en la casa de Joe, pero finalmente se rindió y la dio por perdida. No fue hasta al cabo de muchos años, al reformar la casa, cuando por fin la encontraron escondida entre el material ais­lante del desván. Al parecer, una ardilla le cogió afición a los destellos del oro y escondió la medalla en su nido como si de un tesoro se tratara. Mientras Judy me lo contaba, se me ocurrió que la historia de Joe, igual que la medalla, llevaba demasiado tiempo oculta.

Estreché de nuevo la mano de Joe y le comenté que me gustaría volver otro día y hablar un poco más con él, y que me gusta­ría escribir un libro sobre su época de remero. Joe me agarró otra vez de la mano y dijo que a él le parecía bien, pero entonces se le volvió a entrecortar la voz y me advirtió con delicadeza: «Pero no tiene que ser solo sobre mí. Tiene que ser sobre el bote».




REMANDO COMO UN SOLO HOMBRE TRAILER SUBTITULADO

viernes, 29 de diciembre de 2023

LA LECCIÓN ESPIRITUAL DEL 'KINTSUGI': RÍOS DE ORO PARA ALMAS ROTAS por WILHELM 🙌 y DESMONTANDO EL PSICOANÁLISIS: "PARA FREUD, EL SANTO ES EL MAYOR NEURÓTICO"

La lección espiritual del 'Kintsugi': 
ríos de oro para almas rotas
"Thereis a crack, a crack in everything /
That's how the light gets in"
Leonard Cohen, 'Anthem'
"Hay una grieta, una grieta en todo (en cada cosa) / 
Así entra la luz" 
Leonard Cohen, 'Himno'

Cuentan que un día, durante la ceremonia del té, al sirviente del gran señor feudal Hideyoshi se le cayó al suelo un valiosísimo bol de cerámica. Los trozos saltaron por los aires en todas direcciones. No era una pieza cualquiera, sino una de las favoritas del daimyō, que alzó con furia la mano para castigar al criado. Uno de sus invitados, el samurái poeta Yusai Hosokawa decidió intervenir. Con una canción improvisada calmó los ánimos de su señor, asumiendo la responsabilidad por la falta del mayordomo.

Hosokawa recogió los pedazos de cerámica y los unió de nuevo, aplicando laca en las fisuras y cubriendo las "heridas" con oro. La belleza del resultado conmovió a Hideyoshi, que perdonó a su sirviente, y la historia -convertida en fábula- se extendió por todo Japón. Con el tiempo, esta técnica se popularizó entre los artesanos nipones, recibiendo el nombre de Kintsugi, unión de las palabras japonesas "oro" y "reconectar''.

"El Kintsugi no solo repara un recipiente roto, sino que transforma la cerámica rota en algo más hermoso aún que la pieza original'; reflexiona el pintor Makoto Fujimura en su libro Art + Faith. A Theology of Making. Para él, esta técnica tradicional no se limita a las tazas o los cuencos, sino que emerge como una metáfora perfecta para comprender la acción de Dios en nuestras vidas: 
"El ejemplo del Kintsugi captura y amplifica esta promesa [del Evangelio]. (...) Cristo no vino a repararnos, no vino solamente a restaurarnos, sino a convertirnos en una nueva creación"; escribe.

A Cristo por la belleza y el martirio

Fujimura se encontró con Cristo cuando tenía 27 aüos, en Tokio. El joven artista había viajado a Japón tras graduarse en la universidad en EE.UU. y estaba aprendiendo el arte del Nihonga, una antigua técnica de pintura japonesa que emplea materiales preciosos como la malaquita o la azurita como base para los pigmentos. En esta búsqueda artística, Fujimura se topó con su propio límite. 
"Me di cuenta de que no había un lugar en mi corazón -un estante- para sostener aquella belleza, aquella misma belleza que estaba creando"; recuerda en un testimonio filmado por el canal Explore God.

El pintor identifica varios momentos cruciales en su camino espiritual, como la lectura del poema épico Jerusalem, de William Blake, (compuesto en himno) el que hay un diálogo entre el personaje simbólico Albión y Jesús en la cruz: 
"En aquel momento Jesús ya no era una figura histórica, sino quien me había estado llamando desde siempre a través de mi creatividad": 
El Kintugi no solo repara un recipiente roto, sino que lo transforma en lago más hermoso aún que la pieza original".
Otros hitos en su proceso de conversión -según relata en una entrevista para Religion News Service- fueron la relación con un grupo de misioneros protestantes o una visita a un museo en Tokio donde se topó con algo inesperado. Frente a él se alineaban docenas de losetas con la imagen de Jesús o de la Virgen, pero no se trataba de una simple colección de arte sacro, sino que eran testimonios de algo mucho más doloroso. Durante doscientos cincuenta años, los cristianos fueron perseguidos en Japón: los magistrados forzaban a los creyentes a pisotear aquellos iconos bajo la amenaza de la tortura y la muerte, llevando a muchos al martirio por mantenerse fieles.

Fujimura vio en aquellas imágenes un "misterio profundamente marcado por las cicatrices'; que le tocó en lo más hondo de su ser: 
"Todo lo que he hecho deriva de aquello"; confiesa. Hoy, Fujimura tiene 63 años, y se ha convertido en uno de los pintores contemporáneos de arte sacro más reconocidos en todo el mundo. Su obra, que aúna la tradición japon esa, el expresionismo abstracto y una fe profunda y meditada, cuelga en las paredes de iglesias y museos de todo el mundo. Y en todo ello -vida, obra, fe­ late como un hilo dorado una intuición: 
"El Dios artista se comunica con nosotros antes que el Dios profesor".
La teología del hacer

En el citado Art + Faith, Fujimura plantea las bases de lo que él llama "teología del hacer"; un modo de comprender la relación con Dios y con el mundo basado en la misericordia y la belleza. Para el pintor, vivimos en un mundo caído, pero "cuando creamos, invitamos a la abundancia del mundo de Dios a entrar en la realidad de la escasez que nos rodea". Leyendo el Antiguo Testamento, Fujimura identifica guiños en la importancia de esta actitud: constata por ejemplo que Adán, poniendo nombre a los animales en el Jardín del Edén, realiza un acto de creatividad, o que las primeras personas en ser citadas como "llenados" por el Espíritu Santo son dos artesanos, Bezalel y Oholiab, los autores materiales del Arca de la Alianza.

Frente a una concepción utilitarista o mecanicista de la relación con Dios, Fujimura escribe que "Dios no necesita ninguna de nuestras instituciones para existir, punto; pero su amor exuberante nos invita a nosotros, vasijas rotas elegidas por Dios, a cocrear en la nueva creación a través de Jesús". La imagen de las vasijas rotas nos devuelve a la metáfora del Kintsugi, una concepción que parte de reconocer u na verdad: no somos perfectos.
"Cuando creamos, invitamos a la abundancia del mundo de Dios a entrar en la realidad de la escasez que nos rodea".
"No podemos mantener las promesas que hacemos, y mucho menos las promesas que Dios nos mandó mantener. (...) Somos fragmentos rotos de algo que una vez fue hermoso": comenta Fujimura, apuntando al pecado original y destacando que a los apóstoles les ocurría lo mismo. Pero también que este no es el final: 
"A aquellos que traicionaron, que huyeron, que no pudieron ser valientes cuando era necesario serlo... A aquellos corazones miserables les pasó algo después de la resmrección".

La resurrección de Cristo -elemento nuclear de la fe cristiana y también de esta "teología del hacer"- no es, para Fujimura, una mera restauración. No es un viaje atrás en el tiempo a un estado sin pecado ni maldad, sino una transfiguración del mundo y de cada uno, una nueva creación. El ejemplo más claro de ello -escribe- es el propio Cristo: su cuerpo resucitado no está impoluto, sino que -como descubrieron santo Tomás y los otros­ conserva las llagas y las heridas de la pasión.

"Cuando el hacer honra la ruptura -continúa el artista-, las formas quebradas pueden revelarse como componentes necesarios del nuevo mundo por venir"; y sigue: 

"Esta es la promesa más escandalosa de la Biblia, y está en el corazón de nuestro camino hacia lo nuevo: no solo somos restaurados, sino que estamos llamados a participar en la cocreación de lo nuevo a través de nuestras heridas y dolor". La sangre de Cristo, como el oro que fluye por las grietas en el Kintsugi, no tapa ni borra el pasado, sino que -concluye Fujimura- "es precisamente a través de nuestras fisuras donde puede brillar la gracia de Dios".

"El hombre no está hecho para la derrota 
-se dijo el viejo pescador 
en medio de la lucha-. El hombre puede ser destruido, 
pero no derrotado (gracias a Jesucristo)".
(El viejo y el mar, E. Hemingway)

Desmontando el psicoanálisis: 
«Para Freud, 
el santo es el mayor neurótico»


Analiza la figura del «padre del psicoanálisis», una doctrina anclada en el pesimismo antropológico

Pocos autores han tenido tanta influencia en las ciencias de la salud mental contemporáneas como Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. Sobre su figura han escrito muchos; entre ellos el psicólogo y doctor en Filosofía Joan d’Àvila Juanola, profesor de la Universidad Abat Oliba CEU, que entiende el psicoanálisis freudiano «más como doctrina y no tanto como hipótesis científica», como apunta en Antropología cristiana y ciencias de la salud mental. En esta entrevista, aborda a fondo la cuestión del psicoanálisis: sus postulados, su validez y –también– su relación con la tradición cristiana.

–Empecemos definiendo el objeto de estudio: ¿en qué consiste el psicoanálisis y cuáles son sus postulados principales?
–Es una explicación acerca del funcionamiento psíquico humano que elaboró Sigmund Freud, basándose en las investigaciones acerca del origen y tratamiento de la histeria que se estaban llevando a cabo en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière bajo la dirección de Jean-Martin Charcot. Su postulado principal es que la vida psíquica está dirigida desde pulsiones psíquicas inconscientes e irracionales.

–¿Cuál es el papel de la sexualidad en la teoría freudiana?
–Para Sigmund Freud, la vida humana se interpreta desde la pulsión de vida (eros), cuya energía es la libido. La descarga energética es necesaria para evitar la tensión psíquica y esta es objetual, empezando por el pecho materno y terminando con el coito. La transicionalidad de los objetos de descarga erótica marca las conocidas distintas fases del desarrollo psico-sexual: oral, anal, fálica y sexual. En las neurosis podrían identificarse comportamientos interpretables como fijación en etapas previas del desarrollo psico-sexual o regresiones. Una anamnesis completa de la historia del paciente permite establecer conexiones entre eventos del pasado y conflictos presentes. Sin embargo, yo nunca he trabajado desde estas interpretaciones freudianas, sino que he preferido dialogar con los pacientes sobre sus consideraciones respecto de estas conexiones. Prefiero trabajar desde la introspección consciente del paciente y su juicio al respecto.
Freud quiere evitar cualquier intervencionismo sobre este proceso del paciente, para evitar la transferencia
–La imagen típica es la del diván, donde el paciente habla y habla mientras el psicoanalista le escucha.
–La escucha activa, al generar la convicción en el paciente de que se le está escuchando y de que se está empatizando con su situación, es una herramienta terapéutica muy eficaz. En el psicoanálisis que plantea Freud no se trata tanto de tener una escucha activa del paciente como de darle un espacio para que pueda asociar libremente las ideas que le vengan a la mente y, de esta forma, expresar cosas reprimidas al inconsciente. A través de este soliloquio asociativo, se irían haciendo conscientes los complejos reprimidos que son causa del malestar psíquico del paciente y, consecuentemente, se rebajaría su tensión psíquica, su neurosis. Freud quiere evitar cualquier intervencionismo sobre este proceso del paciente, para evitar la transferencia: es decir, que el paciente empiece a establecer vínculos afectivos con el terapeuta y estos complejicen más la situación terapéutica.

–Freud aseguraba que este método daba buenos resultados, pero en el libro Antropología cristiana y ciencias de la salud mental, usted advierte que este éxito «no es necesariamente atribuible a esta forma de terapia».
–En esta concepción hay una serie de presupuestos que deben tenerse en cuenta, como que el origen del malestar psíquico es resultante de un complejo reprimido y que se alivia al hacerse consciente. Es probable que el espacio de libertad que brinda la asociación libre redunde en cierto desahogo, pero no necesariamente mejorará su salud psíquica si no se discuten sus interpretaciones sesgadas de la realidad. Se deja al paciente tranquilo con su versión, consciente y sin censura, de la historia. Sin embargo, cabe considerar que las interpretaciones de un paciente neurótico sean discutibles y que sea precisamente esta discusión lo que permita al paciente ver la situación más objetivamente. No se puede disociar la salud psíquica de la realidad de las cosas y hacerla depender de representaciones reprimidas. Los autores neopsicoanalistas se han ido alejando del énfasis en lo irracional para centrarse más en el «Yo», aunque esto ha sido tachado de heterodoxo por los autores fieles a Freud.

–En este mismo capítulo usted señala que «el quid de la cuestión es antropológico». ¿El psicoanálisis trae consigo una visión propia del hombre?
–Freud escribe que para el psicoanalista no hay ningún aspecto del psiquismo que sea azaroso, y que la labor psicoterapéutica pretende encontrar sus causas. Los fenómenos más banales deben interpretarse como signos, o síntomas. Sueños, olvidos o tartamudeos son tomados como indicios de represión psíquica; son síntomas neuróticos. Este determinismo psíquico puede dar cierta seguridad, pero esta premisa es incompatible con la libertad humana; de ahí la necesidad de psicoanalizarse para descubrir las causas reprimidas del malestar. Las relaciones pretendidamente altruistas, desinteresadas, amorosas también son relaciones objetales; es decir, relaciones con objetos que permiten la descarga libidinal de la pulsión erótica del sujeto. Por eso, coloquialmente, se dice que para Freud todo es sexual. La práctica del psicoanálisis lleva a que el paciente tome conciencia de la naturaleza pulsional de su vida psíquica, y negarlo es interpretado como un síntoma neurótico, represión que ejercen los principios morales introyectados en el «superyó” (o «superego») del paciente.
Existe una conexión entre la teología de Martín Lutero y el psicoanálisis de Freud
–El poeta Tomás Segovia veía el psicoanálisis «más una religión que una tendencia en psicología». Freud se consideraba un ateo acérrimo, pero ¿tiene el psicoanálisis algo de sustitutivo de la fe?
–Existe una conexión entre la teología de Martín Lutero y el psicoanálisis de Freud: su pesimismo antropológico. Lutero entiende que el ser humano no juega ningún papel en su propia salvación, sino que es por pura voluntad divina, pues su naturaleza humana está completamente corrompida y cualquier pensamiento sobre el mérito es sospechoso de pecaminoso, por soberbio. Análogamente, Freud defiende que negar la naturaleza pulsional, irracional, de la vida psíquica es de hipócritas pretenciosos. En ambos casos, la salud-salvación humana proviene de una toma de conciencia. El psicoanálisis, por otra parte, se ha considerado religioso porque afirma dogmáticamente el Complejo de Edipo como primer complejo reprimido y, por lo tanto, la interpretación psicoanalítica de la primera causa de la neurosis está determinada a priori.

–En esta línea, Freud considera que la ascesis cristiana es un proceso neurótico.
–Sí, para Freud el santo es el mayor neurótico porque se niega a aceptar la naturaleza pulsional del sujeto. El santo pretendería superar su naturaleza pulsional a través de la adquisición de la virtud y la unión con Dios, pero, en realidad lo que estaría haciendo es sublimar energía pulsional (libido) mediante la ascética. En todo caso, tampoco la sublimación resolvería del todo la tensión neurótica puesto que solo permitiría una descarga parcial de la libido. Desde el planteamiento cristiano se entiende que la ascética es necesaria para vencer la concupiscencia resultante del pecado original, y que la tensión psíquica por el conflicto entre la razón y las pasiones es una condición que se tiene que asumir desde la humildad y la confianza en Dios. Hay una diferencia sustancial entre ambos planteamientos porque, según el psicoanalítico, el santo actúa contra natura y, según el cristiano, el santo logra restaurar la naturaleza humana a la que remite Jesús cuando dijo: «Al principio no era así».
Bien se dice que quien no vive como piensa, acaba pensando como vive
–¿Es compatible el psicoanálisis con la fe católica? Es decir, ¿cabe plantear un «psicoanálisis católico», una conciliación -como tratan de defender algunos-, o la ruptura se plantea en la raíz?
–Ha habido autores que han intentado separar el método psicoanalítico del trasfondo psicoanalítico. Sin embargo, no se pueden separar porque el método aplicado es consecuente con el trasfondo antropológico. El método psicoanalítico por excelencia es la asociación libre de ideas, como decía antes. Hasta cierto punto, tener un momento para pensar y decir libremente las cosas que vienen a la mente puede permitir que la persona se aclare, pero cabe considerar que las personas trastornadas caigan en sus propias trampas mentales y no logren una conclusión saludable en sus monólogos. Bien se dice que quien no vive como piensa, acaba pensando como vive.

–Le cito una última vez: «[La salud mental] no debería considerarse desvinculada de la madurez humana, de la felicidad ni tampoco de la santidad». En un sentido más general, ¿la psicología contemporánea ha reducido su campo de visión a lo biológico, excluyendo la relación con lo trascendente?
–La psicología contemporánea considera que la salud es el bienestar emocional, por herencia del planteamiento homeostático de la salud mental que propone Freud —es decir, la necesaria descarga de la energía pulsional para volver a un punto de equilibrio—. Pero cabría puntualizar que el bienestar emocional debe provenir de la salud y no al revés. La salud está en el orden de los procesos que constituyen la vida humana. Los avances en el campo de la neurobiología han permitido conocer mejor la materialidad de la actividad psíquica, pero no pueden dar una respuesta suficiente a la pregunta por la felicidad humana. Biológicamente, tengo salud cuando no estoy enfermo ni tengo hambre. Humanamente considerada, la felicidad no puede solo tener en cuenta la salud neurobiológica sino el cumplimiento de mi naturaleza humana, que implica vivir racionalmente, en sociedad y con un sentido de la propia existencia.


Venid a mí los que estáis cansados por el hermano Carlos María

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viernes, 25 de agosto de 2023

👉 PELÍCULA "MARTY" 1955: LA GRANDEZA DE LA GENTE SENCILLA 💕👫


👉"MARTY" 1955👈
La grandeza de la gente sencilla


A esta película no le resulta fácil llegar al gusto de mucha gente. Primero, por ser en blanco y negro; después, porque la pareja protagonista, en nada se parece él a un galán o ella a una diva. Tampoco se verá ni una sola escena de espectaculares acciones, ni tipos requetemalos que le amarguen la vida a nadie. No tiene efectos especiales... y vestuario, escenografía e iluminación son casi neorrealistas. Es decir, fue clara y decididamente hecha como televisión para el cine, o si se quiere, cine para pasar en la televisión.
Pero bien mirado, ésta es la clase de filme que debería interesarle a muchísima gente, porque nos enseña a personas comunes como nosotros; sencillas como las que nos gustan de veras y como las que apreciamos en nuestro barrio; con problemas de socialización como algunos de los nuestros, y con serias oportunidades de mejoramiento que están dispuestas a enfrentar a la primera ocasión que se presente. La ausencia de riqueza material la suplen con una gran riqueza humana y espiritual, pues, tanto Marty como Clara, saben de solidaridad, de tolerancia y respeto como muy pocos en este mundo... ¡Y esto es ejemplar!

El guión de, Paddy Chayefsky –ganador del Oscar y del premio en Cannes- consigue extraer y dar brillo a la grandeza de lo simple; nos deja sentir cuán diáfano es aquello que fluye del corazón sin prevención ni malicia alguna; y sin reproches ni condenas, nos convida a revisar los parámetros de belleza y de valoración personal que discriminan e imponen reglas que nunca hacen justicia a la pluralidad humana.
Ernest Borgnine y Betsy Blair, resultan encantadores e inmejorables como aquel carnicero de 34 años y aquella maestra de 29 que, a punto de alcanzar la llamada edad de la soltería eterna, de pronto se encuentran en un salón de baile y sienten renacer la esperanza el uno con el otro.
Con gran tino para los detalles, el director Delbert Mann, va entremezclando sus debilidades, contradicciones y grandísimos valores... y al final deja bordada una preciosa semblanza de dos seres humanos a los que se consigue amar sin restricción alguna… y es entonces, cuando uno se da cuenta de que, en definitiva, la verdadera belleza va sensiblemente ligada al conocimiento.

Muy merecidamente, "MARTY" recibió también el premio Oscar como Mejor película; Borgnine se llevó a casa el Oscar al mejor actor; y Delbert Mann -entonces un notable debutante-, fue premiado como mejor director.

Y tú, que ya tienes 30... 35 años... ¡¿Qué esperas para casarte?!


viernes, 11 de agosto de 2023

LIBROS "LOS VALORES, CON HUMOR" por LANDRISCINA Y MENAPACE. Y OTROS LIBROS...

LOS VALORES, CON HUMOR

LANDRISCINA Y MENAPACE

Mamerto Menapace es sacerdote católico y monje de semi-clausura (porque puede salir de vez en cuando) en la abadía benedictina ubicada a 22 kilómetros al sur de la ciudad de Los Toldos, en la provincia de Buenos Aires. De muy joven se erigió en un reconocido contador de cuentos camperos, a través de los cuales hasta hoy nos hace reflexionar sobre nuestra relación con lo sagrado, con la naturaleza y como seres en comunidad.
Mamerto llegó a aconsejar que para llegar a ser sacerdote argentino había que tomar mate y usar poncho –él luce uno rojo con guardas negras, que le regalaron hace muchos años-, dos recomendaciones que hay que entender de modo metafórico. Es decir, que lo importante para ser “profeta” en la tierra de uno, es hablar y vivir como la propia gente y además, hablar de modo sencillo para que entiendan todos.
Este cura gaucho es poeta, escritor y narrador de cuentos criollos, en su mayoría, en un lenguaje gauchesco y campero. Ha escrito 52 libros y llegó a escribir los salmos de la Biblia en versos criollos. Una vez, al aire en radio, Luis Landriscina le preguntó si su apellido se pronunciaba “Menapache”, a lo que él le respondió: “Si Usted me dice ‘Menapache’, yo a Usted lo debería nombrar como ‘Landrichina’” (risas). Y cuando se presenta suele ironizar con el humor que lo caracteriza: “Soy Mamerto, pero no ejerzo” (más risas).


Mamerto Menapace
Del libro "Esperando el Sol"

Recuerdo, de pequeño, cómo hacíamos el pan.
Por la noche, antes de acostarnos, mamá dejaba preparada en un fuentón la harina para 4 ó 5 panes grandes. Además descolgaba del alero del rancho un pequeño atado, en el que estaba guardada la levadura reseca. En realidad era un pedazo de masa cruda e incomible que se había extraído de la que fuera destinada al pan horneado en la semana anterior.

Tomaba ese bollo de un color pálido amarillento, y endurecido por estar colgado del alero de la cocina, al aire libre y envuelto en aquel lienzo. Lo colocaba en una taza grande y de boca ancha, echándole un chorro de agua tibia, de la que había sobrado en la pava del mate del atardecer. Luego colocaba la taza sobre la plancha de la cocina económica ya sin fuego, pero con brasas. Ella tendría que conservar la tibieza de la levadura hasta el amanecer.

Y después nos íbamos a dormir.

Muchas veces acompañé a mamá en la liturgia del pan que se realizaba en los amaneceres. Ella me despertaba, y juntos íbamos a la cocina. Nos alumbrábamos con una lámpara de querosén y a mecha, con fino tubo de vidrio y pantalla lateral de hojalata brillante. Yo prendía el fuego amontonando ramitas y astillas sobre un marlo empapado en querosén. Y mientras calentaba el agua en la pavita renegrida, mamá amasaba la harina para el pan.

En un determinado momento, tomaba la levadura. Esta se había convertido en un bollo húmedo, hinchado y frágil. Lo desmenuzaba entre sus manos callosas, desparramándola por sobre la masa y nuevamente comenzaba el trabajo de amasar. Esta operación se repetía varias veces, hasta que masa y levadura quedaban totalmente confundidas en una sola realidad.
Por aquel entonces yo aún no sabía que ese poco de levadura era en realidad un poderoso hervidero de vida, que estallaría prodigiosamente al multiplicarse en la masa. Simplemente le creía a mamá. Me asombraba el cuidadoso respeto en ser fiel a cada gesto de esa liturgia del amanecer. Mientras todos los demás aún dormían, ella realizada aquellos gestos maternales, simples y eficaces.

Limpiaba cuidadosamente por dentro cuatro o cinco recipientes para repartir en ellos la masa. Recuerdo aún esas viejas fuentes, renegridas por fuera, sin enlozado en los lugares donde se veían los machucones. Y entre ellas, algún antiguo envase redondo de dulce de batata.
La cantidad de masa que se colocaba en cada una, no parecía mucha. Apenas un bollo que quedaba ocupando poco espacio en el recipiente. Luego colocaba los cinco moldes en el centro de la mesa y los cubría con cariño con un trozo de manta vieja, que se tenía para eso.

Recuerdo nítidamente ese gesto. Era casi como el que se hacía cada noche cuando se llevaba en brazos a un niño dormido, para dejarlo en su cama. No solo se cubría los moldes con cuidado, sino que se cerraba el par de ventanas, y se trancaba la puerta para evitar que hubiera corrientes de aire. Se echaba bastante astillas en la cocina, para que encendida, mantuviera la tibieza necesaria. En ese ambiente así preparado, algo misterioso iría sucediendo con los panes.
Y ya no había más nada que hacer. La cosa se haría por si misma. Cualquier manipulación hubiera sido un impedimento, y no una ayuda. Tendrían que pasar al menos un par de horas de espera inactiva.
Lo más frecuente era que nos fuéramos nuevamente a dormir. Al menos en invierno. Las urgencias vendrían recién con la luz de la mañana.

Cuando ya amanecía, la cocina era el centro de la reunión que se iba formando con el mate compartido, primer rito familiar de cada día. Desde allí partiría cada uno a su tarea: ordeñar, traer agua, atar los animales, limpiar.
Papá se conseguía un banquito petizón y se colocaba frente al horno, que elevaba su piso de ladrillos a un metro de altura, sostenido por cuatro patas de quebracho fuerte. Lo teníamos a la sombra de un paraíso, entre el portillo y la batea.
Encender el horno también era un rito. Y no cualquiera lo podría hacer bien. De ello dependería que el pan no saliera medio crudo, ni corriera el riesgo de quemarse. La ancha boca del horno se abría hacia el lado del rancho, y en su lomo curvo estaba el respiradero que apuntaba a la copa del árbol, por el lado de atrás. Para el horno no se podía usar combustible. Hubiera dejado mal gusto al pan. Se utilizaba leña seleccionada y cortada de antemano en trozos más bien chicos.

El fuego crepitaba en el interior, calentando las paredes, lo mismo que el piso. Cuando la llama terminaba de iluminar el interior, y solo quedaba un montón de brasas rojas, entonces comenzaban las urgencias.
Para ese momento algo misterioso ya había sucedido con la masa colocada en los moldes. Había crecido tanto, que ocupando todo el lugar disponible, sobresalía por los bordes, hinchando su lomo. Una corteza dura, como si fuera de piel fuerte, cubría toda su superficie. Ese crecimiento siempre me intrigaba, y más de una vez nuestros dedos infantiles se tentaban apretando aquellos lomos hinchados y tersos.

Pero el tiempo apremiaba. Hasta ese momento todo había tenido un ritmo quieto, incluido el largo tiempo de espera en que no había nada que hacer. Pero ahora, de repente, todo adquiría un sentido de urgencia.
Se retiraban del horno las rojas brasas, mediante un palo que tenía en su punta un fleje curvo de hierro. Se las arrastraba hasta la boca del horno dejando que cayeran al suelo, donde inmediatamente eran apagadas con un balde de agua. Calor, humo, vapor: todo se confundía por un momento, desdibujando la figura de papá que en ese momento presidía los ritos del fuego.

Esto se hacía rápidamente y con precisión, a fin de tener todo listo para la llegada de los moldes con la masa leudada. Desde la cocina partíamos los chicos llevando en nuestras manos aquello crecido en la espera del amanecer. Papá los iba colocando en el interior del horno, distribuyéndolos cuidadosamente en el piso caliente, empujándolos con aquella pala curva.
Luego se tapaba la boca del horno con una puertita de madera protegida por una chapa en su parte interior, y envuelta en una arpillera empapada en agua. Un palo afirmado en el suelo, apoyaba su otro extremo en la puerta a fin de mantenerla firmemente cerrada. Un ladrillo, también recubierto de bolsa mojada, cerraba el pequeño respiradero de la parte trasera. Se terminaban de apagar las brasas sacadas del horno. Aquellos carbones servirían luego para ser usados en la plancha con que mis hermanas componían la ropa limpia.
Por un rato aún se veía humear el suelo, junto con la boca y el respiradero del horno. Un olor especial inundaba el patio sombreado de paraísos. Y así todo entraba en la normalidad cotidiana, como si la cosa se hubiera concluido allí. Sabíamos que algo importante y misterioso sucedía dentro del horno, pero a nosotros ya no nos correspondía hacer más nada.

Estaba gestándose el pan.

Ni siquiera se volvía a abrir el horno para observar cómo se iba desarrollando la cocción. Mucho menos hubiera sido posible ya, añadirle fuego o quitarle calor. No cabía para ese entonces otra actitud que la de creer y esperar, al menos en cuanto al pan se refiriera.
Pero en todo lo demás, nuestras manos continuaban comprometidas con las tareas de cada uno. De nada hubiera servido contar al mediodía con el pan si no hubiéramos también ordeñado la vaca, barrido el patio o arado el campo. Había que tener preparada la comida para cuando los mayores regresaran de la chacra y los más chicos se estuvieran preparando para ir a la escuela. La vida continuaba por fuera con la misma intensidad con la que las cosas se desarrollaban dentro del horno. Y exigía la misma fidelidad.

Hacia el mediodía se daba finalmente el encuentro de ambas. Una media hora antes de la comida se abría el horno y se retiraban los moldes calientes, ayudándonos de un trapo para no quemarnos.
Un nuevo aroma llenaba otra vez el patio: el olor a pan recién horneado. Grandes, dorados, humeantes, eran transportados hacia el interior del rancho. Mientras se guardaban tapados con un lienzo los que tendrían que ir siendo consumidos durante la semana, se elegía uno de ello para la mesa de ese mediodía. Cortado en rodajas se compartía, acompañando el guiso fuerte o el estofado de papas, el puchero o la carne asada. Sin pan no hubiera habido comida, o al menos no se la hubiera considerado completa.

Tanto el que estaba en la mesa, como los que se guardaban, eran colocados en la misma posición en que habían sido hechos y horneados. El pan no podía ser colocado boca abajo, sino mirando al cielo. Quizá porque tenía algo de celestial, no se si en su origen o en su destino. Y hubiera sido una grave falta el tirarlo o negárselo a alguien. Ya no nos pertenecía privadamente. Pan cocido no tiene dueño.

Lo sentíamos claramente como un don. Un don sagrado que pedíamos con fe en el Padre Nuestro de cada día, al acostarnos y al levantarnos. Y sin embargo lo sabíamos tan nuestro como lo más cotidiano de nuestra vida.

Mamerto Menapace
"Entre el brocal y la Fragua"

Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.

Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.

Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?

Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.

Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.

Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.

Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.

En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.

Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.

Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.

Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.

Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.

Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:

- Perdóname. Llegué demasiado tarde.

Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:

-Hoy estarás conmigo en el paraíso.

Mamerto Menapace
"Sufrir: pasa" 
Reflexiones para la cuaresma
Juan 12, 20-36

Estaban acercándose a la fiesta de la Pascua: la Grande entre las fiestas. Y Jesús había resuelto decididamente ir a Jerusalén. Sabiendo que allí le esperaba la cruz y la muerte.

Pero quería cumplir la voluntad del Tata. Para eso había venido al mundo. Y nada, ni nadie habría de apartarlo de esta misión. Sabía que se acercaba la Hora. Esa que habían anunciado los profetas desde antiguo. Y la que el Viejo Simeón le previniera a María en el templo cuando acudieron a Jerusalén por primera vez.

Y allí se encontraba con sus discípulos. Como si estuviera esperando un signo que le hiciera ver lo que Él mismo deseaba ardientemente. Y el signo llegó. Aparentemente muy sencillo. Casi fuera de contexto.

Tal vez Él mismo no conociera la hora de una manera tan clara como nosotros nos la imaginamos hoy. No hubiera sido humano, y Cristo lo era plenamente y sin trampas. Pero tenía una sensibilidad alertada en la atenta escucha de la voluntad del Tata. Intuía por los signos la llegada del momento. Lo mismo que el vegetal, cuando algo bulle por dentro en el silencio de su madera verde y el llamado de la primavera lo encuentra alerta.

Unos paganos, griegos, querían conocer a Jesús. Tal vez se sintieron algo descolgados en esa fiesta estrictamente judía. Como no pertenecientes al Pueblo de Dios, al menos por la sangre, les estaba prohibida la entrada al templo. Pero querían conocer a Jesús. No se animan a encararlo directamente. Dos apóstoles harán de intermediarios: Felipe y Andrés, quienes fueron a decírselo al Señor.

Quizá en el secreto de sus noches de oración había presentido que su misión en la tierra terminaría con la glorificación cruenta de su muerte. Y que ello sería la apertura a todos los pueblos. La lámpara que había alumbrado solamente a Israel, al ser sepultada por las tinieblas, dejaría paso al Sol de justicia que alumbra a todas las naciones.

Ya se había encontrado premonitoriamente con los paganos. Allá en su infancia, como se lo contara su Madre, había sido visitado por los Magos, y los egipcios lo habían acogido como prófugo. Más tarde fueron el centurión y la cananea. Los samaritanos y los sidonios también lo habían encontrado y recibido. Pero en el fondo, todos estos sólo habían participado de las sobras desperdiciadas por los niños caprichosos de la mesa de Israel.

Ahora, en cambio, los paganos pedían verlo. Los pueblos que andaban en tinieblas buscaban la luz que viene de lo alto. Y Jesús se da cuenta de que ha llegado la hora en que la antorcha sea elevada y arda en plenitud, para que pueda atraer todo hacia Sí.

Es consciente de que ello significa morir. Y humanamente todo su ser rechaza el sufrimiento y la muerte. Quisiera esquivar esta hora, y hasta se siente tentado de suplicar al Padre para que la suprima, sabiendo que sería escuchado. Pero también sabe que ha venido justamente para esto. Ante el dilema, opta decididamente por la voluntad del Tata. Toda su voluntad propia se pone en tensión y en disponibilidad para que sea glorificado el nombre de su Tata que está en los cielos. Nuevamente el Padrenuestro le brota de los labios, lo mismo que en el silencio del cerro en sus noches soledosas. Pero aquí está entre los hombres y en el corazón de la ciudad donde mueren los profetas. No es lícito el silencio. Por eso grita:

—¡Tata. Glorifica tu Nombre!

Y la Voz del Jordán y del Tabor vuelve a hacerse trueno. Él–que–Es, está. Yo – estaré no defraudó a Moisés ante una misión condenada humanamente al fracaso. Nuevamente el Tata se compromete a hacer del fracaso humano su camino de liberación.

Si el grano de trigo entregado a la tierra no acepta morir, se queda solo. Si se entrega, se hará trigal.

Crean en la Luz. Si la antorcha no se quema, se queda sola y a oscuras. Pero si se consume y arde, alumbra a todo hombre que llega a este mundo. Y atrae todo hacia sí.

Los valores con humor Luis Landriscina y Mamerto Menapace

Anécdotas, sucedidos y reflexiones compartidas entre estos dos maestros de la cultura oral y tradicional de la Argentina. “Dios nos regala un don a cada uno. Para agradecerle el mío, es que pongo mi humor a su servicio.”
Luis Landriscina
“No le pidamos a Dios más maravillas, sino más capacidad para maravillarnos. Los valores ya los tenemos, lo importante es descubrirlos”.

Mamerto Menapace

Mamerto Menapace - Cuentos ... by Oscar Andres Vasquez


LIBRO Madera Verde - Mamert... by Atilio Fischer