REMANDO COMO
UN SOLO HOMBRE
(THE BOYS in the BOAT)
La historia del equipo de remo
que humilló a Hitler
«En un deporte como este -de mucho trabajo,
poco reconocimiento y una gran tradición-,
tiene que haber algo que a los hombres
normales se les escapa, pero que los hombres
extraordinarios captan».
George Yeoman Pocock
“Cuando el bote de ocho asientos consigue el ritmo justo, estar dentro es un auténtico placer. No es duro cuando se alcanza el ritmo, el SWIMG, como lo llaman. He oído gritos de placer entre los remeros cuando el bote lo alcanza; es algo que no olvidarán mientras vivan”. George Yeoman Pocock.
“El valor espiritual del remo está en el sacrificio y la abnegación de uno mismo por el esfuerzo colectivo de la tripulación”. George Yeoman Pocock
“Todos era hábiles, duros y decididos, pero también eran todos buenas personas. Cada uno había aprendido que en la vida había fuerzas que superaban a la fuerza, belleza y juventud. Los retos que se habían enfrentado juntos les había enseñado la humildad”.
Es esta una fascinante historia de perseverancia, superación individual y espíritu de equipo. Con orígenes en la depresión americana y a pocos años de la Segunda Guerra Mundial, Daniel James Brown narra la epopeya del equipo de ocho remeros y su timonel de la Universidad de Washington y su épica misión de ganar la medalla de oro en 1936 en los Juegos Olímpicos del Berlín de Hitler. El equipo de remo estadounidense que sorprendió al mundo y que transformó este deporte atrajo la atención de millones de personas. Fue una misión improbable desde el principio. Con un equipo compuesto por hijos de madereros, trabajadores de los astilleros y agricultores, el equipo de la Universidad de Washington no esperaba poder derrotar a los equipos de élite de la Costa Este y Gran Bretaña; sin embargo lo hizo, y llegó a sorprender al mundo al derrotar al equipo alemán de remo de Adolf Hitler. Partiendo de los propios diarios de los chicos y de los vívidos recuerdos de un sueño, Brown ha creado el retrato inolvidable de una era, una celebración de un logro notable y una crónica de búsqueda personal a través de la visión de uno de estos jóvenes extraordinarios.
"Había una razón muy sencilla para explicar lo que pasaba. A los chicos del Clipper se les había seleccionado con una competencia muy dura, y de la selección había surgido una especie de personalidad común: todos eran hábiles, todos eran duros y todos eran muy decididos, pero todos eran también buenas personas. Todos tenían orígenes humildes o habían sufrido una cura de humildad debido a los estragos de la época. Cada uno a su manera, habían aprendido que en la vida no se podía dar nada por supuesto, que, a pesar de su fuerza, belleza y juventud, en el mundo había fuerzas que los superaban. Los retos a los que se habían enfrentado juntos les habían enseñado la humildad -la necesidad de integrar sus egos individuales en el bote conuunto- y la humildad era la puerta de entrada común a través de la cual ahora podían juntarse y empezar a hacer lo que no habían podido hacer antes". (p.282)
Este libro nació un día de primavera, frío y lloviznoso, en el que trepé por encima de la cerca de cedro que rodea mi prado y me abrí camino a través del bosque húmedo hasta la modesta casa de madera donde John Rantz agonizaba.
Solo sabía dos cosas de Joe al llamar ese día a la puerta de su hija Judy. Sabía que, con setenta y tantos, arrastró él solo un montón de troncos de cedro montaña abajo, que los partió a mano, cortó los postes e instaló los 667 metros lineales de la cerca por la que acababa de trepar; una tarea tan hercúlea que, cada vez que pienso en ella, muevo la cabeza maravillado. También sabía que había sido uno de los nueve jóvenes del estado de Washington -agricultores, pescadores y leñadores- que conmocionaron tanto al mundo del remo como a Adolf Hitler al ganar la medalla de oro en la modalidad de ocho con timonel en los Juegos Olímpicos de 1936.
Cuando Judy me abrió la puerta y me acompañó hasta la acogedora sala de estar, Joe estaba echado en un sillón reclinable con los pies levantados, con todos sus 188 centímetros de altura. Llevaba un chándal gris y unos botines afelpados de un rojo intenso. Lucía una barba blanca y corta. Tenía la piel cetrina y los ojos hinchados, debido a la insuficiencia cardíaca congestiva que le aquejaba. Cerca había una bombona de oxígeno. El fuego crepitaba y silbaba en la estufa de leña.
Las paredes estaban cubiertas de viejas fotografías de familia. Una vitrina atestada de muñecas, caballos de loza y porcelana con motivos florales descansaba contra la pared del fondo. La lluvia salpicaba una ventana que daba al bosque. En la minicadena, sonaban con suavidad canciones de jazz de los años treinta y cuarenta.
Judy me presentó y Joe me tendió la mano, extraordinariamente larga y delgada. Judy le había leído en voz alta uno de mis libros y él quería conocerme y hablar del texto. Se daba la casualidad de que, de joven, había sido amigo de Angus Hay Jr., hijo de un personaje determinante en la historia que cuenta ese libro. Así que estuvimos hablando un rato del tema. Luego la conversación fue derivando hacia su propia vida.
Tenía la voz aflautada, frágil y debilitada casi hasta el límite. De vez en cuando se quedaba en silencio. Sin embargo, poco a poco, incitado con suavidad por su hija, se puso a tirar de algunos hilos de su vida. Al recordar su infancia y sujuventud durante la Gran Depresión, habló con la voz entrecortada, pero con decisión, sobre las privaciones que soportó y los obstáculos que superó: una historia que, mientrasyo tomaba notassentado, empezó por sorprenderme y luego me asombró.
Sin embargo, no fue hasta que empezó a hablar de su dedicación al remo en la Universidad de Washington cuando se puso a llorar de cuando en cuando. Habló del aprendizaje del arte de remar, de botes y remos, de tácticas y técnica. Rememoró las largas y frías horas pasadas en el agua, bajo cielos grises como el acero; las victorias cosechadas y las derrotas evitadas por los pelos; el viaje a Alemania y la entrada en el Estadio Olímpico de Berlín bajo la atenta mirada de Hitler; y al resto de compañeros de tripulación. Sin embargo, ninguno de estos recuerdos le arrancó una lágrima. Fue en un intento de hablar del «bote» cuando se le empezaron a entrecortar las palabras y los ojos, todavía vivaces, se le llenaron de lágrimas.
En un primer momento, pensé que se refería al Husky Clipper, el bote de competición con el que saltó a la fama. ¿O tal vez se refería a sus compañeros de equipo, un grupo inverosímil que consiguió uno de los grandes hitos del remo? Finalmente, al ver a Joe esforzándose una y otra vez en no perder la compostura, me di cuenta de que «el bote» era algo más que la embarcación o los remeros. Para Joe, incluía ambas cosas pero las trascendía: era algo misterioso y casi imposible de definir. Era una experiencia compartida, algo singular que pasó en una época dorada y lejana, en la que nueve jóvenes generosos lucharon juntos, trabajaron codo con codo, como un solo hombre, y dieron todo lo que tenían los unos por los otros, unidos para siempre por el orgullo, el respeto y el afecto. Joe lloraba, como mínimo en parte, por la pérdida de ese momento, pero mucho más, creo, por la pura belleza del mismo.
Cuando ya estaba a punto de irme, Judy sacó la medalla de oro de Joe de la vitrina y la puso entre mis manos. Mientras la admiraba, me contó que años atrás desapareció. La familia buscó y rebuscó en la casa de Joe, pero finalmente se rindió y la dio por perdida. No fue hasta al cabo de muchos años, al reformar la casa, cuando por fin la encontraron escondida entre el material aislante del desván. Al parecer, una ardilla le cogió afición a los destellos del oro y escondió la medalla en su nido como si de un tesoro se tratara. Mientras Judy me lo contaba, se me ocurrió que la historia de Joe, igual que la medalla, llevaba demasiado tiempo oculta.
Estreché de nuevo la mano de Joe y le comenté que me gustaría volver otro día y hablar un poco más con él, y que me gustaría escribir un libro sobre su época de remero. Joe me agarró otra vez de la mano y dijo que a él le parecía bien, pero entonces se le volvió a entrecortar la voz y me advirtió con delicadeza: «Pero no tiene que ser solo sobre mí. Tiene que ser sobre el bote».
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