EL Rincón de Yanka: LIBRO "LOS AMOS DEL VALLE": LA SOBERBIA CLASISTA DE LOS MANTUANOS DE CARACAS EN TIEMPOS DE LA CAPITANÍA GENERAL DE VENEZUELA por FRANCISCO HERRERA LUQUE

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viernes, 24 de mayo de 2024

LIBRO "LOS AMOS DEL VALLE": LA SOBERBIA CLASISTA DE LOS MANTUANOS DE CARACAS EN TIEMPOS DE LA CAPITANÍA GENERAL DE VENEZUELA por FRANCISCO HERRERA LUQUE

 
LOS AMOS DEL VALLE

La novela relata la historia de una ficticia rama de la familia mantuana Blanco (familia que también es protagonista de otras dos novelas anteriores del autor: Boves, el Urogallo y En la Casa del Pez que Escupe el Agua) en particular de los avatares de uno de sus miembros: Don Juan Manuel de Blanco y Palacios, descrito como el arquetipo del noble provinciano mantuano de la época de la Capitanía General; es conservador, arrogante y muy orgulloso de su casta y abolengo. En el trance de su muerte es transportado a una especie de limbo con características pesadillescas en donde se encuentra con miembros de su familia futura y pasada; conoce ahí a una vieja esclava llamada Rosalía, de la época de la conquista del valle de Caracas, que le revela poco a poco el verdadero origen y carácter poco edificante de sus ancestros, muy diferentes a las que, por tradición, había tomado como gente noble y ejemplar.

En la primera parte del libro uno, se comienza por establecer quiénes son los veinte amos del valle, dueños de un espacio geográfico cuya matriz está en los antepasados que conquistaron las tierras a fuerza de valentía y arrojo y que a lo largo de dos siglos hicieron posible la conformación de un grupo social oligárquico conocido como mantuanos,1 cuya esencia sólo puede ser comprendida por quien haya nacido dentro del mismo, puesto que la mezcla de sangres entre las familias principales y el poder ejercido por ellos está por encima de la autoridad monárquica de la cual dependía el país. 

En los primeros capítulos, la trama se ubica en los años finales del siglo XVIII cuando los amos del valle hacen los primeros intentos de organizar una insurrección para alcanzar la liberación de España, influenciados por la independencia de Estados Unidos. Este año coincide con el nacimiento de Simón Bolívar (1783-1830), lo que pasa a ser un motivo de gran celebración por ser el hijo varón anhelado por Don Juan Vicente Bolívar, uno de los más connotados amos del valle. 

Este nacimiento augura también un nuevo tiempo para Venezuela, que se anuncia desde las primeras líneas cuando Don Juan Manuel, mantuano de ocho cuarteles, “se bambolea con sus gorgueras, con sus creencias, con sus ideas” (15, tomo I). A primera vista y dada la ubicación cronológica de los primeros capítulos (1783) los cambios se asocian a la transformación política que se empieza a planificar a raíz de que la corona española despojó a los amos del valle de ciertos privilegios y éstos deciden organizar un movimiento de independencia. Los aires libertarios que comienzan a soplar, atentan contra una sólida estructura social que había permanecido inalterable desde los primeros asentamientos de los conquistadores. 

El narrador coloca en voz del Marqués del Valle la respuesta a lo que sucedería luego de la independencia: “La desolación, la muerte y la guerra… vosotros seréis los culpables, por vuestra codicia y vanidad, de los cientos de males que están por venir. Perderéis el chivo, el mecate, la postura y hasta el modo de caminar” (36, tomo I). 

Hasta ese momento todo parece enfilarse hacia el desarrollo de tales acontecimientos, sin embargo en los capítulos siguientes se empieza a crear una atmósfera que va a cambiar las expectativas del lector acerca del discurrir de la obra, ya que lo que se pensaba iba a ser una mirada prospectiva de los amos del valle, se transforma en el regreso a la génesis de la creación de una estirpe, lo cual se observa en los siguientes títulos: “Acarantair”, “Caracas era una bruja caníbal” y “La hoguera que daba frío”. El narrador empieza a entrecruzar los hilos temporales de la trama, valiéndose de la unión entre sueño y realidad para que el personaje de Don Juan Manuel de Blanco pueda transitar los siglos anteriores, y después de haber hecho ese recorrido, el lector observa que la comprensión del nuevo tiempo, que se inicia con la llegada de Simón Bolívar, sólo es posible desde el conocimiento de lo que empezó a ocurrir en os primeros tiempos de la conquista cuando Caracas “estaba limpita y recién fundada” [título del capítulo 14 del libro uno]. 

Por tanto, la narración se remonta a un tiempo pretérito: La fundación de Caracas por Diego de Lozada en 1567, quien después de explorar los alrededores del territorio decide que la ciudad se ha de fundar entre tres ríos (Guayre, Caroata y Catuche o río de las Guanábanas). Los conquistadores se convierten así en los amos del valle, dueños y señores de un territorio propiedad de los indígenas quienes desde el principio se negaron a entregar a extraños sus legítimas posesiones. Por ello, el mismo día que Lozada y sus hombres empiezan la construcción de la ciudad, el narrador (El Cautivo) señala: “más de mil quinientos indios cual cigarrones de regreso al panal cayeron sobre nosotros” (68, tomo I). 

En sucesivas ocasiones, la narración dará cuenta de los enfrentamientos entre europeos e indígenas, así como de las trampas urdidas por los españoles para poner en contra las tribus vecinas y así lograr que muchos de ellos contribuyeran con su trabajo al levantamiento de los muros de la ciudad. El exterminio de los indígenas como consecuencia de los crueles tratos a que eran sometidos es notable: “Los tarmas morían de a veinte y a treinta por día. A los negligentes se les azotaba y a los que se les veía arrestos de levantiscos se les ahorcaba sin fórmulas de juicio” (73, tomo I). La fuerza de trabajo es poca para lo que aspira Lozada, por eso decide apresar miles de indígenas más para que trabajen como esclavos y así poder fundar la ciudad el 29 de julio día de Santiago Apóstol. 

A sangre y fuego, los españoles se mantienen en el territorio del valle, tarea que no fue fácil porque como lo relata uno de los Cronistas de Indias, (Oviedo y Baños2, 2004, 374): “Grande fue sin duda el trabajo que tuvieron aquellos primeros conquistadores… pues sin permitir lugar para el descanso ni quietud para el reposo, anduvieron mudando siempre la guerra de unas naciones a otras, hasta lograr la sujeción de todas”. 

Las tribus indígenas son derrotadas, gracias al uso de técnicas como el empalamiento de los caciques más notables, como se ve a continuación: 

Chaima enverdeció de miedo cuando los sayones con caperuzas de locos, a falta de las del verdugo, cayeron sobre él, y en sillita de la reina lo llevaron a la primera estaca que hasta veintitrés y en forma de cruz, sembró en la Plaza el Capitán Fundador. Un alarido desgarró la tarde cuando el palo afilado le entró por el recto y reventó sus entrañas. Ante el silencio expectante de la muchedumbre los sayones fueron empalando uno a uno a los veintidós caciques restantes. …. Los empalados, por horas se mantuvieron vivos, hieráticos, estatuarios. Al menor movimiento se adentraba la estaca sacando lustres de muerte (Herrera Luque, 152-153, tomo I).

Este método de tortura, excesivamente cruel, fue común en distintas partes del continente americano como una forma de amedrentar a los indígenas para que cesara su lucha contra los conquistadores. Al exponer a sus principales líderes al suplicio enviaban un mensaje para aterrorizar a los restantes miembros de las tribus. Este tipo de atrocidades se fundaba en el hecho de que al inicio de la conquista se pensaba que los indígenas no tenían alma. Por tanto, podían ser objeto de crímenes violentos sin ser esto considerado un pecado para aquellos quienes profesaban la religión cristiana. 

No obstante, en oportunidades se produce un cambio en la narración, en el tono del lenguaje, se pasa de la descripción cruenta y descarnada a la exhibición de visos poéticos, esto se sugiere en los adjetivos que se utilizan para destacar el valor y el ingenio de los indígenas a través de la comparación con fenómenos de la naturaleza y de la adjudicación de características de distintos animales. Tales recursos evitan la monotonía en el texto novelesco, el cual no está centrado únicamente en mostrar el lado despiadado de las acciones desarrolladas por los europeos para diezmar a las tribus, sino que además refleja la cosmovisión de los aborígenes. Así veremos la descripción del cacique Tamanaco como: Un rayo de luz que sabes que está ahí, pero no lo puedes agarrar. Es como la serpiente coral (…) de apariencia hermosa, pero temible como la boa. (…) Es como el río y la noche que ampara pero también mata. Afirman que tiene mil formas. A veces es puma, otras colibrí. Algunas flor de mayo (148, tomo I). 

De este valeroso guerrero también se dirá que es capaz de transformarse en oruga, tigre, murciélago o cocuyo, porque sus poderes son infinitos, es hijo del terremoto y en su bautizo estuvieron presentes el rayo y el huracán. La novela pone en evidencia dos ópticas de los indígenas, desde la postura eurocéntrica son bárbaros, caníbales, irracionales, entre otros, pero también exhibe la concepción de los indígenas como líderes aguerridos que luchan para impedir la profanación de su cultura. Combate desigual por demás, mientras ellos se defendían con arcos y flechas, los españoles contaban con sofisticadas armas de guerra como arcabuces y culebrinas, aparte de tener cuerpos de caballería e infantería dispuestos a aniquilar las tribus indígenas, haciendo uso de una violencia desmedida, no era sólo darles muerte, sino someterlos a toda clase de suplicios como se puede notar en la cruda descripción del empalamiento de los veintitrés caciques. 

Este planteamiento da lugar a que el lector forme su matriz de opinión acerca de lo que representó todo ese proceso de pugnacidad que se vivió a inicios de la Conquista y durante los dos primeros siglos de vida colonial, época que no fue tan “apacible” como se ha querido hacer ver desde la historiografía oficial, dado que los enfrentamientos entre españoles e indígenas es la nota dominante durante la segunda parte del primer libro. Se destaca el espíritu de resistencia de los indígenas, quienes ante una derrota volvían a sobreponerse para seguir en la contienda aunque, como ya lo señalamos, estaban en una posición de desventaja al no poseer armas de fuego. 

Asimismo, se aprecia el constante combatir contra los piratas y corsarios que atacaban la ciudad, con la finalidad de apropiarse de las riquezas que había en ella e integrar su territorio al dominio de las monarquías que éstos representaban. La narración, en diversas ocasiones, describirá los conflictos entre los españoles, franceses, holandeses e ingleses y en las páginas de la novela desfilarán personajes como: Sir Francis Drake, Henry Morgan, Jhon Hawkins, Amyas Preston, entre otros, quienes se dieron a la tarea no sólo de saquear los galeones que transportaban los tesoros a España, sino de cometer toda clase de desafueros en los poblados donde desembarcaban. 

La participación de otras naciones europeas en el proceso de conquista y colonización de América va a estar determinada por una constante complicidad entre los blancos criollos y los piratas, porque aun cuando desde lo oficial los primeros estaban sujetos a las normas impuestas por la corona española, por el otro lado comerciaban con franceses, holandeses e ingleses con el fin de acrecentar su peculio a través del contrabando de productos como el cacao. Estas transgresiones a la norma se describen de manera prolija en Los amos del valle y van a mostrarle al lector los detalles, conflictos y ardides que urden los mantuanos en pro de que prevalezcan sus intereses personales antes de lo que se supone es el “deber ser”. Es una doble moral que se manifiesta en el hecho de que ante las autoridades se declara un determinado monto en la producción de cacao y luego tras el amparo de la noche y utilizando toda suerte de escondrijos en bahías y ensenadas clandestinas se vende una mayor cantidad a los extranjeros. 

En la novela de Herrera Luque, Caracas pasa a ser el escenario donde los primeros viajeros de Indias dan inicio a un forzado proceso de mestizaje, que tiene como resultado una prole gestada desde la violencia, porque lo que se da es un apareamiento para satisfacer una necesidad fisiológica. Por tanto, los conquistadores desprecian a los hijos que procrearon en madres indígenas o negras. El Cautivo señala: 

¿Cómo es posible que ese mochuelo triste, ese mestizo amarillo lleve mi propia sangre, como lo proclama en su culpa sus girones de pelo amarillo o mis ojos color de cielo? ¿Puedo llamar hijo a los seres que por un momento de cachondez engendré con sus madres, que son poco menos que bestias? Folgar con una india es como folgar con una mula, como fuerza es confesar que lo he hecho en momentos premiosos. ¿Cómo voy a ser padre de un vástago por una revolcada que me haya echado con una de estas indias andrajosas, herejes y bestiales, por buenos culos y tetas que tengan? (125, tomo I). 

El Cautivo demuestra el profundo desprecio que siente ante el hecho de verse obligado a descender de su condición de “superioridad” para realizar un acto carnal, privado de cualquier gesto de amor hacia esa otra persona, es una necesidad instintiva que hay que satisfacer a toda costa, aun cuando sea con seres considerados inferiores, lo cual se evidencia en la forma como valora su apariencia física, él posee ojos color de cielo mientras las mujeres indígenas aparte de ser como mulas son andrajosas, herejes y bestiales. Sin lugar a dudas, el resultado de este mestizaje no puede ser otro que seres contrariados ante un mundo que los desprecia, forzados a convivir en un espacio donde no tienen cabida porque poseen una sangre impura. Sin embargo, resulta contradictorio que algunos conquistadores, cuando ya no queda otra salida, aceptan que son padres de un “mestizo”, pero no puede ser cualquiera, sino alguno que haya merecido su afecto y fenotípicamente tenga mayores rasgos caucásicos. A partir de allí, se valen de todos los medios para ocultar el verdadero origen. Es lo que hace El Cautivo con Soledad: 

No serás india, hija mía- me prometí- porque pareces blanca. Y borracho como estaba me llegué hasta la iglesia y hablé con el cura. Cuando salimos Soledad ya no era hija de Acarantair, sino de Doña Soledad Manrique, „quien la parió al morir‟. Cuando le enseñé a Don Alonso Andrea de Ledesma la partida de bautismo, y éste me riñó por falsario, díjele: En pueblo nuevo nadie tiene memoria. Dentro de algunos años vendrán los buscadores de entuerto. Cuando ellos lleguen nadie se acordará que a Soledad la parió una india llamada Acarantair. -¿Y por qué no hacéis otro tanto con vuestro hijo Diego? Porque es y parece indio (Subrayado nuestro, 345, tomo I). 

Desde esa ambivalencia entre ser realmente blanca o parecerlo se empieza a forjar la “verdad” oficial, lo significativo es la apariencia. De allí que Soledad tenga ventajas con respecto al hermano porque detrás de su fisonomía se oculta la sangre indígena. En cambio, Diego sí exterioriza los rasgos de la madre lo cual anula cualquier posibilidad de acceder a un estatus superior [se gesta así el principio de desigualdad y diferencia como origen social de la organización que prevalecerá durante la Colonia, con sus subsecuentes secuelas]. No en vano, el Cautivo como fundador de la estirpe es quien impone lo que posteriormente debe ser asumido como válido para las generaciones postreras. 

La novela pone en entredicho, no sólo la validez del documento histórico reconocido como oficial, sino que además desmantela la autoridad de la iglesia, la cual pasa a ser una institución susceptible de ser manipulada por los entes de poder. En consecuencia, lo que está escrito en la partida de bautismo de Soledad Guerrero, es lo que será legítimo, dado que viene refrendado por un miembro de la comunidad eclesiástica, cuya actuación no se puede cuestionar. 

Los grandes señores prefieren que sus hijas se casen con “las águilas chulas”, es decir, ibéricos de nacimiento sin ninguna fortuna, pero que aportan sangre española a la consolidación de una casta poderosa, porque: 

Nuestras son las tierras de la mar al Orinoco, de Guanare al río Uchire. Nuestro es el Cabildo. Nuestro es el cacao. Nuestros son los negros. Nuestros son los blancos. Somos los dueños. Somos los amos. Dueño es el que tiene. Amo el que retiene, acrecienta y tala. Amo es buril, piedra y mecenas; masa, cocinero y boca. Somos el paisaje y el pintor. El sol que alumbra y la cosa iluminada. Somos la vendimia, el tabernero y el borracho. Somos el padre eterno. Somos el hijo. Somos los hacedores de un mundo y también sus dueños. ¡Veinte somos los amos del Valle….! (16, tomo I). 

El fragmento anterior resume la esencia de lo que implica ser un amo del valle, mantuanos de ocho cuarteles, dueños absolutos de un mundo creado bajo sus propias leyes, que a pesar de estar bajo el dominio de la corona española, el poderío del monarca era sólo una referencia y no impedía que cada uno actuara en sus posesiones como le diera “la real gana”. El poder se fundamenta en la aparente pureza y predominio de una raza, que a medida que avanzan las páginas se desvirtúa, porque fue una gran mentira sostenida a partir del falseamiento de documentos de nacimiento y el pago de grandes cantidades de dinero que demostraran que los aspirantes a títulos nobiliarios no tenían ascendientes “oscuros”, bien sea negros o indígenas, de allí que en el caso de Don Juan Manuel de Blanco se haga necesario “podar las ramas torcidas de su mantuano ancestro” (34, tomo I) y cancelar cien mil reales para alcanzar el título de Conde de la Ensenada3

En tal sentido, la intrahistoria es una de las vías que permiten la recreación del tiempo pretérito en la novela herreraluqueana, por cuanto el narrador traspone el umbral del espacio público para explorar los detalles íntimos de los más connotados amos del valle, costumbres, tradiciones gastronómicas, mitos fundacionales, pugnas familiares, traiciones, se conjugan para re-crear en forma detallada la historia de los primeros siglos de la Conquista y la Colonia, especialmente, se centra en describir de manera minuciosa cómo los parentescos entre las familias de los conquistadores se van estrechando para intentar anular a aquellos de condición mestiza, en pro de mantener un estatus. 

La Intrahistoria o la Historia Vista desde los Intersticios 

Pacheco (2001, 213) refiere que “la opción por la intrahistoria implica sobre todo la percepción del acontecer de la Gran Historia, desde las perspectivas locales, domésticas o personalísimas de personajes comunes sin especial relevancia” El manejo de la interdiscursividad está asociado con lo intrahistórico puesto que a través de lo que Rivas (2004) denomina „discursos de la intimidad‟ (cartas, autobiografías, diarios) se pueden recoger múltiples perspectivas del pasado, pero desde las voces de personajes históricamente marginales o subalternos. 

La crítica venezolana aclara que el término intrahistoria es tomado de Unamuno y gracias a la resemantización que ha tenido sirve para adjetivar un subtipo de novela histórica, en donde se le otorga el derecho de contar a personajes que hasta entonces fueron considerados al margen por ser incapaces de realizar grandes proezas, entre ellos: el bufón, la mujer, los indígenas, quienes muestran una “lectura” de la historia desde una perspectiva íntima que refleja las versiones de quienes no ostentan, ni ostentaron posiciones privilegiadas, pero sus experiencias, aunque son relatos parciales dan cuenta de su referente inmediato, es decir, cómo se dan las relaciones económicas, políticas, sociales, religiosas en el contexto del cual forman parte. 

El manejo de lo intrahistórico se asume, en muchos casos, desde la primera persona narrativa, sin embargo, éste no puede ser un criterio absoluto, por cuanto en el análisis de la novela vamos encontrar cómo, desde el uso de la tercera persona, se va a develar la vida secreta de los miembros de un grupo social hegemónico que en la cotidianidad de sus casas oculta un conjunto de hechos en apariencia insignificantes, desde la mirada tradicional de la historia, pero, a fin de cuentas son éstos datos „irrelevantes‟ los que van a describir el proceso de conformación de una casta poderosa que cierra a los “otros” considerados inferiores las posibilidades de acceso. Ese manejo que Herrera Luque hace de la vida común de los amos del valle, está ligado inexorablemente al devenir del país desde la Conquista hasta nuestros días, pero, tal comprensión del pasado se hace desde lo intrahistórico, o lo que Veyne (1989, 24) llama los noacontecimientos, los cuales están en abierta oposición a lo considerado importante para la historiografía tradicional que: 

Se ceñía demasiado al estudio exclusivo de los acontecimientos que siempre se han considerado importantes; se ocupaba de la "historia-tratados y batallas", pero quedaba por roturar una inmensa extensión de "no acontecimientos" de la que ni siquiera distinguimos los límites. 

Dentro de ese espectro de no-acontecimientos entran la historia de las comarcas, de las mentalidades, de la locura, de las tradiciones culinarias, mitos y expresiones populares que configuran el acervo cultural de todo pueblo. La posición de Veyne es compartida por Vattimo (1990, 11) cuando refiere que la escuela como institución del Estado ha sido la encargada de perpetuar en la memoria colectiva las fechas conmemorativas de acontecimientos militares, en detrimento de conocimientos como la forma de alimentarse, de vivir la sexualidad, entre otros. Asimismo, sólo los nobles, reyes o príncipes eran considerados importantes porque los pobres “no hacen historia”. 

La novela intrahistórica, como ya se ha afirmado, se narra desde una primera persona que ocupa un rol subalterno, Los amos del valle se aparta de ese “modelo” y nos propone una mirada intrahistórica que se hace desde la tercera persona. La utilización de esta instancia narrativa está asociada con la extensa temporalidad que abarca la novela [doscientos dieciséis años de historia] y con el hecho de que la trama no sigue una linealidad en el desarrollo de los acontecimientos. Por ello, a efectos de la verosimilitud que caracteriza todo texto literario resulta necesario que el narrador [desde una perspectiva externa] dé las pistas fundamentales para que el lector pueda hilvanar todas las piezas del rompecabezas que conforman la saga familiar de los amos del valle. Asimismo, otro factor que contribuye a esa lectura intrahistórica es el hecho de que a quienes se les otorga voz dentro del relato están ajenos al estatus de personajes históricos reconocidos y lo narrado no deja de ser una historia cercana, porque no se percibe ajena a éstos pues la viven y la padecen, evidenciando una gran carga de afectividad, porque lo que se cuenta es la historia familiar. 

Desde este planteamiento se puede afirmar que en la novela se aprecian la estructuras del sentir propuestas por Williams (citado por Rivas, 2004, 94) a partir de las cuales se establecen relaciones estrechas entre lo que ocurre en el contexto y cómo tales acontecimientos son sentidos por quienes participan de ellos. Rivas afirma que en la novelas intrahistóricas la lectura individual que cada personaje hace de su cotidianidad se conjuga con la subjetividad y “permiten visualizar el componente emotivo, la manera como ellos se vinculan con los acontecimientos históricos, con las premisas morales de sus sociedades, con los rituales, con las creencias y las tradiciones”. 

Por tanto, desde esa lectura intrahistórica vamos a observar lo que ocurre tras las puertas de las casas de los amos del valle. El interés que existe por tratar de „limpiar‟ la sangre heredada de indígenas y africanos, porque ésta es signo de oprobio para alcanzar un estatus social. Sin embargo, la novela revela que aunque se pretendía alcanzar una supuesta pureza, los ancestros dignos de menosprecio siempre estaban presentes, por ello se urden distintos ardides para ocultarlo, pero finalmente la verdad se revela y sale a la luz. 

Ello se aprecia en la discusión sostenida entre Rodrigo Blanco, el águila dragante, y Petronila: Ya basta de que nos escarnezcas llamándonos negros y gente asquerosa. Al cabo tu hija Juana Francisca lleva su misma sangre. Y para que no me quede nada en el buche, ahora mismo te voy a cantar por todas las verdades que no sabes, manque yo salga con las patas pa‟ lante. ¿Tú crees que los hijos que has tenido con tu mujer están libres de tacha? Pues es bueno que sepas que Doña Soledad Guerrero era hija del Cautivo y de una india bruja llamada Acarantair y que después se le fue con un negro llamado Julián, el abuelo de Ño Miguel, el zambo de Naiguatá (90-91, tomo II). 

Allí el personaje de Rodrigo Blanco se conmociona ante una verdad que afrenta y destroza sus más caras aspiraciones de que sus descendientes, nacidos de matrimonio con una criolla principal, „blanca por los cuatro costados‟, regresaran a España a reclamar sus derechos como nobles. El desprecio hacia los hijos de Ana María Mijares de Solórzano, su esposa, se acrecienta pues su linaje se ha ensuciado, sus hijos son “biznietos de mestizas, tataranietos de piojosas salvajes, comedoras de carne humana” (91, tomo II). 
El enfrentamiento con la madre de sus hijos era inevitable, pero en el contraataque sale a relucir otra historia silenciada: 

Tú estás muy ufano del matrimonio de Juana Francisca; de que se haya casado con un español. Crees que ella te engendrará hijos blancos dignos de tu estirpe y no los míos que llevan sangre india. Es probable que lleven sangre india; pero negra jamás. ¡Óyelo bien! Ese yerno tuyo es más embustero que Juana Francisca, que ya es bastante decir. Él no nació en Canarias como te ha dicho, sino aquí en Venezuela. Es hijo, en efecto, de su padre, hidalgo canario y busca fortuna, que después de mucho merodear terminó casándose con la Mordida. ¿Tú sabes quién era la Mordida? Trata de que no se te olvide. Era una cuarto e‟ zamba de lo más cutuperta. Su padre, Lazarito Vásquez, era hijo de un español y de una loca mestiza llamada Leonor, quien terminó amancebada con los caribes. Y por parte de su madre, la abuela de la Mordida era una esclava que se sacó Andrés Machado en una rifa en Caraballeda. De modo que te felicito chico-le soltó burlona-. Ahora sí podrás reclamar para tus nietos, aunque sean bastardos y mulatos, el título de Conde de Torre Pando de la Vega (Subrayado nuestro, 133, tomo II).

Los diálogos entre los personajes reflejan la oralidad, el uso de los signos de puntuación y la obligada entonación que debe darse a los textos remiten a una confrontación familiar donde se dan a conocer “verdades” que se distancian de lo escrito en los documentos oficiales, tanto en el contenido como en la forma. Lo que se descubre es la historia soterrada de los amos del valle y el modo como se expresa es consecuencia de sentimientos de ira que hacen aflorar la necesidad de vengarse del otro burlándose de sus orígenes. Todo ello crea una atmósfera de intimidad que se construye puertas adentro, en el espacio privado. Por lo que el narrador irrumpe en la vida doméstica para develar la historia “otra”, ajena al rigor académico, a la institución, lo que prevalece es la manera como es sentida por cada uno de los personajes. 

Por tal razón, el personaje de Ana María se complace en ir enumerando la genealogía del esposo de Juana Francisca, haciendo énfasis en las características de cada uno de ellos, el desprecio por la sangre negra es evidente, por eso prefiere que sus hijos tengan sangre indígena. No se puede olvidar, que durante la Colonia “el ojo de Occidente se posó sobre África y juzgó a este continente, a sus hombres, mujeres y niños como primitivos, como salvajes, como brujos” (Ascencio Chancy, 2001, 13). Por ello, millones de africanos fueron traídos a América como esclavos con el fin de desarrollar las tareas más duras, se les consideró bestias de trabajo que rendían más que los indígenas, desde su llegada fue notoria la marginación social que recibieron no sólo por el color de su piel, sino porque culturalmente eran considerados seres inferiores. 

En tal sentido, esta óptica del negro se establece como cierta y se va a reflejar en la narración tal menosprecio, como se observa en la argumentación que el personaje de Ana María hace ante Rodrigo Blanco, aun cuando negros e indígenas eran víctimas del desprecio de los blancos erigidos como la raza dominante, los primeros eran vistos como un producto comercial que tenía un precio estipulado y que como tal debía rendir frutos. Asimismo, era más fácil esconder los rasgos indígenas que los negroides, por eso surge el llamado „blanqueamiento‟, que consistía en tratar de ir diluyendo las facciones de las “razas inferiores” a través del cruce con gente blanca. 

Es justamente lo que hace el personaje de Ño Miguel cuando se opone a que su hija Dorotea emparente con el mulato Ruperto Bejarano, él no quería más descendientes de africanos en su familia, ya que ha “sufrido en carne propia lo que significa ser negro en este país”. De allí que, hasta llega a agradecerle a Pedro de Montemayor (Conquistador, ficcionalizado en la obra) “la violentada en una pasadita” que le hizo a su madre porque “de no ser así no tendría estos ojos verdes que me dan prestigio” (405, tomo II) y le otorgan a sus hijas el aspecto de mujeres principales que les acentuó al seleccionarles “madres españolas por los cuatro costados. Zambo no es pendejo y siempre tira pa‟ arriba” (405, tomo II). Ese „tirar hacia arriba‟ implicaba la ascensión hacia un estatus superior el cual se iniciaba con cambiar la apariencia física (parecer blanco) o dicho en términos más coloquiales “mejorar la casta”. 

El cometido es alcanzado. Dorotea se casa con Nicolás García de la Madriz, aunque nieto bastardo del Cautivo ha alcanzado cierto respeto dentro de la nobleza caraqueña, ésta gracias a cuatro ducados se transforma, desde el documento “oficial”, en una mujer totalmente blanca nativa de Coro, hija de un capitán español y de su esposa María Teresa, quien murió al nacer la niña. Asimismo, cambia su nombre al de Melchorana y pasa a ocupar un lugar en una sociedad fundada sobre la mentira, porque, aun cuando los amos del valle están conscientes de su verdadero origen se niegan a aceptarlo, ello constituiría un signo de debilidad que fragmenta la solidez de una casta. Por tanto, será siempre más fácil desechar lo que no conviene para proyectar una imagen genuina de una supuesta pureza cuando lo cierto es que “todos” forman parte de un híbrido. 

Todos estos detalles acerca de la oligarquía caraqueña los describe de manera detallada la novela en esa imperiosa labor de ver, desde la cotidianidad, las grietas que la historia ha dejado abiertas, buscar en esos espacios ignorados por la historiografía oficial, lo que no fue contado, ver en toda su esencia de dónde nace la estructura social y política que permea el imaginario del venezolano, a partir de lo que (Rivas, 2004, 98) llama “deconstruir la historia dada y las identidades preconstruidas, de reencontrar segmentos perdidos, valores que no se asocien a los oficiales”, porque en esa confrontación con la alteridad, el latinoamericano busca apropiarse de la identidad mutilada por un discurso de poder que ha hecho posible la pervivencia de un “complejo de subalternidad” que se percibe en esa constante recurrencia por depurar un origen, que después de quinientos dieciséis años todavía avergüenza a muchos. 

Son esas miradas desde lo intrahistórico las que se privilegian en Los amos del valle, la narración va desde lo íntimo (establecimiento de los europeos en el valle de Caracas) hacia la concepción global de cómo tales acontecimientos van a signar el posterior desarrollo de la vida colonial. Por ello, el narrador se detiene en detallar cómo se produce la escogencia de un territorio favorecido por su ubicación geográfica y recursos naturales, en cuyo espacio otros conquistadores habían intentado establecerse sin éxito. Caracas está ubicada: 

En un hermoso valle, tan fértil como alegre y tan ameno como deleitable, que de Poniente a Oriente se dilata por cuatro leguas de longitud y poco más de media latitud, en diez grados y medio de altura septentrional, a pie de unas altas sierras, que con distancia de cinco leguas la dividen del mar en el recinto que forman cuatro ríos, que porque no le faltase circunstancia para acreditarla paraíso, la cercan por todas partes, sin padecer sustos que la aneguen tiene (…) un temperamento tan del cielo, que sin competencia es el mejor de cuantos tiene la América, pues además de ser muy saludable parece que lo escogió la primavera para su habitación continua… (Oviedo y Baños 2004, 304). 

El cronista se regodea en la descripción del valle, desde el estilo bucólico destaca las condiciones naturales del paisaje. No obstante, dos siglos atrás éste había sido el escenario donde se midieron las fuerzas de indígenas contra los europeos hasta lograr la dominación de los primeros, para fundar así la ciudad planificada por Lozada, la cual se fortifica a través de una muralla para protegerse del ataque de los indígenas. Los esclavos se confinan a las sentinas y las habitaciones principales, obviamente eran para los conquistadores quienes imponen sus reglas y determinan cómo había de estar organizada la estructura social que va a perdurar por mucho tiempo y que va a ser el origen de prejuicios raciales que se agudizan a medida que transcurren los siglos y el mestizaje se hace más evidente.

Asimismo, la situación estratégica en la cual se encuentra Caracas da lugar al establecimiento de un grupo cerrado que por su posición geográfica excluye a las provincias consideradas “menores”, erigiéndose los amos del valle como el modelo a seguir, no en vano ésta será posteriormente la ciudad más importante de Venezuela desde la cual se dirigirá todo lo que ocurre en este territorio. Por ello, durante la Guerra de Independencia veremos a Simón Bolívar, un descendiente directo de los amos del valle, añorando su terruño y pensando en El Ávila: “ante cuya sombra nacieron y murieron siete generaciones de Bolívar cuando en el Valle se dijeron las primeras palabras en español” (Herrera Luque, El vuelo del alcatraz, 2001, 157). 

La novela se detiene en detallar cómo se va armando ese entramado social que será posteriormente Venezuela, es decir, cómo los amos del valle logran ganarse la adhesión de la “oligarquía provinciana” para que juntos persigan los mismos fines, es decir oponerse al Rey para salvaguardar sus intereses económicos y constituir una unidad territorial, tomando como criterio la organización política que se hizo a partir de la creación de la Capitanía General de Venezuela. Por tanto, los nobles caraqueños con habilidad y falsos halagos descienden de su rango para codearse con los “otros” que aun cuando no se les equiparan en abolengo, les conviene tenerlos de su lado para alcanzar sus propósitos. Es así como, utilizando la máxima de Maquiavelo: “la mano que no puedes cortar bésala” (477, tomo II) comienzan su “política de apertura” con el fin de no ver desvanecido su poder. El personaje de Don Juan Manuel de Blanco refiriéndose a algunos miembros de familias cumanesas como los Bermúdez de Castro, Sucre, Guillén, Silva, Berrizbeitia y los Urbaneja, señala que la estrategia fue visitar sus casas y tratarlos con deferencia, aceptando sus invitaciones a comer “a pesar de aquellos abominables pasteles de morrocoy y de aquella mala manía de llamar a todo el mundo mi amor” (478, tomo II). 

En otras palabras, compartir con los nobles de provincia era un ejercicio estoico para los nobles caraqueños4, porque tenían que fingir que aceptaban las costumbres y forma de ser de éstos, cuando en realidad no era así, pero por el poder, bien valía la pena hacerlo. Como lo devela la narración, aparentemente el número de amos del valle ascendió a sesenta, cuando la verdad es que siguieron siendo veinte: Palacios, Bolívar, Herrera, Blanco, Gedler, Ascanio, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…“los otros cuarenta se sintieron dichosos de sólo creer que lo eran” (478, tomo II).

Son precisamente estos detalles, los que develan los más ocultos aspectos de la vida privada, los que se recrean con detenimiento en la novela y hacen que el lector siga con interés el desarrollo de la trama, además de establecer una visión panorámica del pasado que explora aspectos no contados desde la oficialidad, el texto literario deja entrever que la llamada lucha independentista que se empieza a fraguar desde el siglo XVIII, no constituía en modo alguno un afán por alcanzar ideales libertarios para todos los venezolanos, sino que responde a la necesidad imperiosa del mantuanaje caraqueño por preservar sus intereses económicos y sus privilegios de casta, puesto que la Corona española a través de la Compañía Guipuzcoana establecida en 1728, limitaba el comercio con otros países porque monopolizaba la exportación del cacao que se cultivaba en las haciendas venezolanas. De allí que, para los amos del valle se haga necesario zafarse de la tutela del reino español con la intención de tener así el control absoluto del poder económico y político. En tal sentido, los miembros de la población mayoritaria (pardos, zambos, negros e indígenas) ubicados en una escala social inferior no recibirían beneficios por ello, todo este conflicto que se desarrollará posteriormente se presagia a través de las señales que emite el pez que escupe el agua. 

La fuente del pez que escupe el agua, el retrato embrujado de Don Feliciano, así como la mujer del manto, son elementos mágicos que se incorporan dentro de la novela, pero cobran verosimilitud en la medida en que se asumen como parte de la cotidianidad de la familia Blanco. Cada uno de ellos augura los cambios positivos o negativos que se avecinan tanto para la familia como para la provincia. Su aparición da lugar a la creación de una atmósfera particular en la narración porque alerta al lector acerca de los acontecimientos que iban a sobrevenir. 

El pez es traído de la isla La Tortuga por Rodrigo Blanco, según la historia que le refiere el caballero Lavasseur, ya había estado en poder de los reyes de Francia y de Inglaterra quienes se deshicieron de él porque un duende lo animaba. Se cree que el pez es el príncipe Piscis, hijo del rey Arturo y de una ondina, se encuentra condenado a ser una fuente de piedra por el hechizo que le hizo el mago Merlín cansado de sus burlas. Dado su aspecto de sirénido vivía en una bañera desde donde podía observar las discusiones del Rey con sus consejeros y mostrar entre “chiflidos y juegos de agua su protesta o burla cuando alguno de ellos desbarraba o mostraba talento lisonjero” (60, tomo II). Aunque los caballeros no lo soportaban, el Rey se negaba a trasladarlo a otro sitio, puesto que las mofas y travesuras del príncipe le servían para contener a sus consejeros cuando pretendían extenderse en discursos demasiado largos o en la explicación de cosas sin importancia. 

Después de regresar de La Tortuga, el águila dragante coloca la fuente en un sitio estratégico de la casa, desde el cual sus habitantes podían observar la variedad de formas que adquiría el chorro de agua y los sonidos que emitía. La primera aparición del pez en la novela ocurre cuando algunos de los mantuanos principales se reúnen con el Comisionado de los Estados Unidos, en casa de Don Juan Manuel de Blanco, para tramar la posible insurrección contra España. Al verlos pasar hacia un extremo de la casa “el pez pitó agorero, recogió el chorro y lo puso en umbrella” (30, tomo I). Esta primera señal da lugar a la creación de una atmósfera de expectativas acerca de lo que podrá ocurrir en la novela. Aunque los “acontecimientos fáusticos para la familia o para la provincia [que] estaban por venir” (36, tomo I) no pueden ser apreciados por el lector, porque como referimos con anterioridad, el narrador regresa al origen de los amos del valle, en las páginas finales se infiere que ese presagio se va a materializar en el caos que sobrevendrá luego de que se declare la Guerra de Independencia, cuando muchos de los miembros de la oligarquía caraqueña serán desplazados de sus cargos de poder y un río de sangre inunde al país producto de la venganza de quienes por mucho tiempo fueron sometidos. El hombre que va a liderar esta guerra no es otro, sino el terrible asturiano José Tomás Boves, quien es anunciado por el pez de la siguiente manera: 

-Desaparecerá la civilización cristiana. -Toc, toc, toc-responde el pez. -Los nuevos amos del país impondrán como leyes sus bárbaras creencias. -Si ellas existen somos los responsables. Un chiflido largo soltó el pescado. No se puede hacer un país con amos y esclavos. Fumamos sobre un barril de pólvora. El odio es infinito. El mestizaje, multicolor y acuartelado. -Tchac, tchac, tchac, toc, toc, toc. -España cavó su tumba al dictar las leyes de casta. -Tchac, tchac, tchac, toc, toc, toc (p.520, tomo II). 

Aun cuando el nombre de Boves no se dice de manera explícita, dado que la novela cierra su cronología en 1783, el sonido que repite el pez constantemente es la onomatopeya del canto del urogallo, epíteto con el cual se conocerá al caudillo5

Por su parte, el retrato de Don Feliciano fue sentenciado por un artista brujo a hacer morisquetas por toda la eternidad motivado a una broma que éste le hiciera cuando posaba para el cuadro. Sus características: 

“Poner la boca en hociquillo, guiñar los ojos y sacar la lengua eran sus señas más asiduas aparte de tirar trompetillas, mostrar higas o descolgarse de su percha profiriendo tacos o carcajadas, según lo atosigara la ira o el júbilo” (30, tomo I). 

Conjuntamente con el pez, el retrato vaticina lo que le ocurrirá a los Blanco, tal como sucede a la llegada de los factores de la Compañía Guipuzcoana y el nuevo Gobernador de la Provincia. Antes de su arribo, el cuadro de Don Feliciano tenía tres días llorando, este hecho sentencia un acontecimiento negativo, después de muchos años de abandono, España vuelca su interés hacia Venezuela para llenar sus reales arcas con el dinero que produciría la venta del cacao cultivado en estas tierras. Además de suprimir, a través de un edicto, el derecho el derecho que los alcaldes tenían de dirigir la provincia en ausencia del gobernador y de sustituir a éste último. 

La compañía de los vascos también pone restricciones al contrabando que los mantuanos tenían con franceses, ingleses y holandeses y a la postre será la responsable de la muerte de Martín Esteban Blanco, el gran amo del valle, gracias a la trampa que urde Don Iñigo en colaboración con Ño Cacaseno. Todo esto afecta los intereses de los oligarcas caraqueños que ven menguado su poder y la conclusión de Don Feliciano es: “se ha muerto un tiempo del que nace otro para mostrarnos los dientes” (250, tomo I). 

En cuanto a la mujer del manto o la Dama Blanca de los Habsburgo, es el fantasma tutelar de la Real familia que se transforma en una doncella para anunciarle la muerte a los de la casa. Al sugerirse que el personaje de Rodrigo Blanco, el águila dragante, pudiera ser hijo bastardo de Carlos V, explicaría el porqué de la aparición de ésta a sus descendientes. La muerte de los amos del valle sólo puede ser advertida por alguien de su linaje, ello constituye una reafirmación del poder que éstos ostentan. No se puede olvidar que los negros se preguntaban si era cierto que “cuándo los Amos rezan, llaman a Cristo primo y se los llevan al cielo en palanquines de plata” (18, tomo I). 

La diferencia radica en el hecho de que en el contexto venezolano la doncella europea se „criolliza‟, es decir, adopta la fisonomía de una mantuana caraqueña para dar lugar a un juego lúdico donde se destaca de manera irónica y hasta jocosa el valor que tiene la “nobleza criolla”. Don Juan Manuel no puede explicarse: 

¿Por qué el trasgo, antes de tener la grácil figura de la célebre dama, era gorda, rechoncha y vieja sin más atributo de grandeza que el negro pañolón de las mantuanas? ¿Sería por la misma razón que en Venezuela menguan los toros de lidia, los caballos de paso y las instituciones? Sin duda alguna que este país es cosa seria (50, tomo I). 

La transformación de la doncella está en correspondencia con la estirpe de los amos del valle, en la medida en que la grandeza de sus mujeres sólo puede medirse por la utilización de un accesorio externo y no porque sus características físicas así lo denoten. 

La primera vez que la mujer del manto se le aparece a Don Juan Manuel no tiene ningún rostro, “no hay ojos, ni nariz, ni boca. No hay rasgos ni imagen dentro del óvalo que circunda el manto. Hay tan sólo una negrura profunda que ciega. Una oquedad que succiona” (p. 91, tomo I). Pero, después que el personaje transita por todo el pasado del valle despierta en su habitación y señala que vio la cara de la mujer del manto, aun cuando no dice de quién era, el pez nuevamente emite el –Toc, toc, toc, tchac, tchac, tchac que alude a Boves. 
La imagen de la mujer del manto será recurrente en la producción herreraluqueana6, y su presencia indica de forma ineludible el cambio en la dirección política de Venezuela. Pero desde la esfera de lo privado representa con mayor fuerza los miedos por las consecuencias que tales cambios pudieran acarrearle a los descendientes de los amos del valle. Esto se expresa de manera explícita en lo señalado por Don Feliciano a raíz de la instauración de la Compañía Guipuzcoana:

Qué importa lo que en última instancia sucederá a los criollos, a los blancos de orilla y a los isleños. A mí, ¿qué carajo me importa lo que les pase a los De las Casas, a los López y a los Filardo? A mí lo que me importa es lo que le pasará a mi gente. A mí los que me importan son los Palacios, los Blanco, los Herrera, los de la Madriz, los Toro, los Bolívar y los Ascanio. Me importa lo que les pase a ellos. Me importa mi propia vida y mi propia muerte. Me importa el destino de nosotros los amos del valle (Subrayado nuestro, 217, tomo II). 

Desde esa reiteración hecha por el personaje acerca de que en realidad lo fundamental es el destino de los “suyos” se evidencia una separación con respecto a los “otros”, es decir, quienes no son parte de la casta porque su ubicación en una escala social así lo tipifica. La ruptura del orden interno sólo interesa en la medida en que afecte el modus vivendi de los amos del valle. 

Obviamente, los elementos mágicos (la fuente del pez que escupe el agua, el retrato embrujado y la mujer del manto) que Herrera Luque incorpora en la novela no se consideran válidos para la construcción de la historia oficial. Sin embargo, forman parte de esa cotidianidad de una de las familias más importantes del valle y „puertas adentro‟ ellos son indicadores de acontecimientos que se asumen como ciertos, porque afectan su día a día y el modo como se relacionan con el entorno. Además, la aparición de los mismos anuncia el cambio de rumbo que se da en la historia de Venezuela, desde los presagios que se ciernen en torno a los Blanco es posible leer todo el contexto. 

Lo que se va construyendo es esa noción de la historia doméstica de los personajes donde se conjugan elementos del imaginario que se nutre de creencias y tradiciones que se alejan de una visión racional, bien lo decía García Márquez “la realidad no termina en el precio de los tomates. La vida cotidiana especialmente en América Latina se encarga de demostrarlo” (Entrevista realizada por Durán, 1968, 31). Por tanto, la asunción de tales elementos como “normales” dentro del desarrollo de los quehaceres de la casa refleja una clara conciencia de que es posible creer en acontecimientos que no se ciñen al patrón de la lógica, no en la misma dimensión que tienen el pez, el retrato y la mujer del manto, pero sí hay hechos arraigados en la tradición popular que pueden predecir sucesos, entre ellos están los sueños, el canto de un ave, etc. 

Desde lo que se considera lo intrahistórico Los amos del valle es una novela prolífica en presentación de detalles cotidianos entre los que se encuentran la forma de alimentación de los indígenas y de los primeros europeos que se apropian del territorio. Así veremos el relato que propone un origen de la hallaca: 

Tiene la suculencia del hambre. En aquel tiempo la comida era poca y los muertos muchos. Don Sancho pidió sus sobras a los vecinos para hacer mazacote con el maíz. Donaron las sobras descompuestas que desechaban los cerdos. Fueron más los indios muertos por el potingue que los acallados por las culebrinas. Sucedió para Pascuas. El Obispo, severo, impuso por penitencia a los caraqueños que comieran en diciembre lo que tantas muertes hizo: Sobras y picadillos mezclados con maíz y guarnecidos en hojas de plátano hasta que Caracas fuese Caracas. Somos andaluces y avispados. Escamoteamos las penas. Hicimos el mazacote con los mejores vinos y dulces de la sacristía. ¡Vivos que somos los caraqueños! (518, tomo I).

Cierto o no, el relato resulta verosímil para el lector y aventura una explicación acerca de la creación de un plato típico de la cocina venezolana, el cual está inexorablemente ligado a las tradiciones decembrinas y forma parte de esa identidad cultural que no sólo se reconoce en símbolos como la bandera y el himno, sino también en las costumbres transmitidas de generación en generación. En este punto, el autor, a través de la imaginación, crea una historia posible, no se puede soslayar como lo postula Aínsa (2003, 25), en América Latina “la ficción no sólo reconstruye el pasado, sino que en muchos casos lo „inventa‟ al darle una forma y un sentido”. 
Asimismo, Herrera Luque utiliza el relato para dejar en evidencia una de las características propias del venezolano, que no es otra que la llamada “viveza criolla”, la cual lo lleva a burlarse de los aspectos más serios para obtener un provecho. Ello se percibe en el hecho de cómo un castigo impuesto por una autoridad del clero, deviene en la elaboración de una comida exquisita digna de celebrarse. Para Cabrujas (1995, artículo en Internet) la viveza del venezolano no es más que una falsedad porque: 

Hemos asociado la palabra vida, palabra hermosa, y la llegamos a confundir con viveza, pensamos que estar vivos es hacer una picardía, decir que una persona es viva o está viva es porque está en algo, está haciendo algo. Nuestra historia niega eso, ¿cuándo fuimos vivos?, ¿qué hicimos para merecer ese calificativo? 

El autor argumenta que no pueden ser „vivos‟ los habitantes de un país que en muchos años no han conseguido superar la crisis económica que los afecta, teniendo uno de los más altos ingresos de Latinoamérica, donde además no hay cultura del trabajo porque: “¿Qué es este bochornoso, caótico, incoherente pero amado país? Es la consecuencia de tres exilios, de tres personajes provisionales” (el indígena, el negro y el español) cuya unión configuró lo que somos actualmente y aun cuando cueste aceptarlo no hay viveza criolla, lo que existe “es un lento, dramático y desesperado esfuerzo de una sociedad por asumirse a sí misma, en un territorio y dentro de unas costumbres y unos códigos que ni le corresponden, ni la expresan y, en ocasiones, ni siquiera la sueñan” (Cabrujas). 

Esta imagen acerca de la supuesta astucia que nos caracteriza se ha reafirmado a lo largo de los siglos y constituye una mirada colectiva del “ser venezolano”, expresada de manera precisa por Herrera Luque en el relato acerca de la creación de la hallaca. Desde el texto ficcional se pone en evidencia de dónde nacen los valores que sustentan nuestro imaginario cultural. Ello se relaciona con la postura de Cabrujas acerca de que la explicación del presente hay que buscarla en el pasado, es decir, en el legado que dejaron lo que él llama los „tres personajes provisionales‟. 
Ahora bien, la novela analizada también incorpora explicaciones míticas que reflejan la cosmovisión de los indígenas, cuyas creencias fueron anuladas para imponer otras que resaltaran el papel de los europeos. Tal es el caso de la “montaña que los indios llamaban Guaraira Repano y el truhán de Gabriel de Ávila le usurpó el nombre para ponerle el suyo” (60, tomo I). 

Para los indígenas el origen de esta montaña tenía una explicación cosmogónica, que se expresa en el diálogo entre Acarantair y el Cautivo. Ella le pregunta: 

-¿No se te parece, mi señor, a una inmensa ola a punto de reventar? Pues así fue en un tiempo. Antes la montaña no estaba ahí. Antes todo era plano, como el patio de tu casa. Antes los hombres del valle se asomaban al mar. Pero un día la mar, que era nuestra diosa, se encabronó-como tú dices- , la tierra fue sacudida. Los ríos rugieron por los cañaverales. Un trueno largo y seguido se oyó a lo lejos. El ruido crecía. Era una ola, la más grande y alta que ojos hubiesen visto. Tanto, que alcanzó a las gaviotas. Mi gente se hincó de hinojos y fue tan fuerte su llanto, que apagaron el trepidar del agua. La diosa se apiadó y en el momento en que la ola coronábase de espuma para reventar, el agua ya encorvada se cuajó en tierra y monte. Guaraira Repano es la mar hecha tierra. Observa que, como ella, cambia de colores según los caprichos del sol y el viento (304-305, tomo I). 

La poeticidad que caracteriza al relato expresa la relación que los indígenas siempre han tenido con la naturaleza, la cual se percibe mediante su fe en las montañas, en los ríos. Desde su concepción mítica, se expresa el respeto y la veneración, puesto que para ellos eran divinidades y sólo a través del medio natural tenía sentido su existencia. Ello se aprecia en la historia, cargada de imágenes literarias, que Acarantair, poseedora de los saberes ancestrales de su pueblo le narra al Cautivo. Su reacción es calificarla de loca como una forma de anular esa „verdad‟ que ha sido transmitida de generación en generación, pero que desde la visión del mundo del Cautivo es inadmisible. Por tanto, como los europeos detentan el poder, prevalecerá el nombre que uno de los conquistadores le dio a la montaña. 

Consideraciones Finales 

En la novela analizada predomina la dimensión intrahistórica y a partir de esa mirada que se „infiltra‟ en la vida cotidiana de los amos del valle el lector puede enterarse de los detalles domésticos, conocer cuáles son sus creencias, sus rituales, su manera de ver el mundo. En fin, la diversidad de elementos que convergen en el día a día de los personajes permite una visualización de la historia desde los intersticios del discurso oficial, desde lo no contado. Ello hace que el texto cobre un carácter complejo, porque lo intrahistórico generará una visión inclusiva, esto es, nutrida por diversas esferas y saberes, puesto que desde esa narración de la cotidianidad se amalgaman mitos, tradiciones, se cuestiona lo establecido y se amplía así, la comprensión del devenir de la sociedad venezolana a partir de la re-creación ficcional. 
Asimismo, lo que se pone en tela de juicio no son los sucesos más notables del ámbito político y militar sino la "verdad‟ acerca de la conformación de un grupo oligárquico conocido como los amos del valle. La historia que se cuenta es la del escenario privado, la que se superpone a la verdad "oficial‟ asentada en los documentos forjados gracias al dinero de los nobles criollos. Por ello, lo que se inicia con las Memorias de Diego García es la escritura de los relatos familiares no divulgados porque constituyen una afrenta al poder establecido. 

Al ser una recreación de la cotidianidad de los personajes, el discurso se distancia de la rigurosidad académica y utiliza otras formas de escritura distintas a las establecidas por el discurso oficial. En tal caso, se privilegia la oralidad para mostrarle al lector los conflictos familiares donde salen a relucir las verdades silenciadas. Aun cuando se hace desde la tercera persona, el “otro” que no ha tenido cabida en los discursos hegemónicos asume su espacio en el texto y ello se manifiesta en los diálogos entre los llamados subalternos (indígenas, negros, mujeres y otros que no poseen el estatus de personajes históricos reconocidos), quienes en un lenguaje coloquial expresan sus vivencias con una gran carga de emotividad. 

Finalmente, es desde la novela histórica contemporánea desde donde se vindica la posibilidad que tiene un personaje común de contar sus vivencias, aun cuando no haya participado en hechos militares es necesario oír todas esas voces hasta entonces silenciadas, que ofrecen miradas particulares y válidas acerca de lo que ha sido el devenir de las naciones. Desde la intrahistoria es posible hurgar en la vida íntima de personajes anónimos, exhibir su desenvolvimiento ante los avatares del acontecer diario, saber cómo duermen, en qué creen, cómo viven, qué sueñan, en fin ver, como dice un poema de Alicia Torres (1989) cuyo título es Mujeres de Atenas: “somos unas combatientes admirables/ aunque nuestros heroísmos estén hechos/ a la medida de un libro que nunca se escribió”. Libro de las heroicidades cotidianas de las cuales está llena la vida, aunque la poetisa venezolana toma como inspiración a la mujer, históricamente excluida, la novela histórica contemporánea le da cabida a todas esas voces silenciadas no sólo por motivos de género, sino por razones económicas, biológicas, étnicas, entre otras, pero que finalmente también tienen su historia que contar.

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Se considera mantuanos a los descendientes de los españoles fundadores del valle, sólo las mujeres de esta clase tienen derecho a utilizar mantos para asistir a misa. Asimismo, los mantuanos constituyen un grupo cerrado donde la unión endogámica entre las familias principales se hace intrincada, hasta constituir una noción de casta.
2 Obra original publicada en 1723
3 Además de mantuanos, los descendientes de los amos del valle serán conocidos como “grandes cacaos” porque el dinero con el cual compraban los títulos nobiliarios provenía de la venta de este cultivo.
4 Aun cuando no existía una unidad territorial, Caracas se erigía así en el centro donde se organizaban las acciones de Venezuela. La importancia estratégica y política de ésta la convierte no sólo en la sede del poder, sino en paradigma de lo que debe ser considerado el canon en cuanto a los rituales sociales, forma de vestirse, alimentarse, entre otros. Todo lo que esté fuera de sus márgenes será considerado periférico. Por ello veremos, en las novelas criollistas y regionalistas la oposición entre civilización/barbarie. La ciudad, no sólo Caracas, desde el pensamiento ilustrado será el símbolo de educación, cultura y poder mientras el ámbito rural será bárbaro, salvaje, ignorante. De allí que para alcanzar el progreso es fundamental que quienes habitan en estos lugares logren su inserción en la vida civilizada.
5 El referente ya existe porque la primera novela de Herrera Luque publicada en 1972 se titula "Boves el urogallo".
6 En Boves el urogallo, también es el asturiano quien se le aparece a Doñana, hija de Don Juan Manuel. Asimismo, En la casa del pez que escupe el agua la mujer que ve Eugenia Blanco tiene los rasgos de Juan Vicente Gómez. En esta misma obra, Carolina Blanco dirá que el fantasma tiene “cara de chácharo” para aludir al hecho de que otro andino ocupará la presidencia. Finalmente, la mujer del manto que se le aparece a Gonzalo Machado no tendrá rostro, pero sí la voz de Rómulo Betancourt.

Referencias

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