EL Rincón de Yanka: LIBROS "LOS VALORES, CON HUMOR" por LANDRISCINA Y MENAPACE. Y OTROS LIBROS...

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viernes, 11 de agosto de 2023

LIBROS "LOS VALORES, CON HUMOR" por LANDRISCINA Y MENAPACE. Y OTROS LIBROS...

LOS VALORES, CON HUMOR

LANDRISCINA Y MENAPACE

Mamerto Menapace es sacerdote católico y monje de semi-clausura (porque puede salir de vez en cuando) en la abadía benedictina ubicada a 22 kilómetros al sur de la ciudad de Los Toldos, en la provincia de Buenos Aires. De muy joven se erigió en un reconocido contador de cuentos camperos, a través de los cuales hasta hoy nos hace reflexionar sobre nuestra relación con lo sagrado, con la naturaleza y como seres en comunidad.
Mamerto llegó a aconsejar que para llegar a ser sacerdote argentino había que tomar mate y usar poncho –él luce uno rojo con guardas negras, que le regalaron hace muchos años-, dos recomendaciones que hay que entender de modo metafórico. Es decir, que lo importante para ser “profeta” en la tierra de uno, es hablar y vivir como la propia gente y además, hablar de modo sencillo para que entiendan todos.
Este cura gaucho es poeta, escritor y narrador de cuentos criollos, en su mayoría, en un lenguaje gauchesco y campero. Ha escrito 52 libros y llegó a escribir los salmos de la Biblia en versos criollos. Una vez, al aire en radio, Luis Landriscina le preguntó si su apellido se pronunciaba “Menapache”, a lo que él le respondió: “Si Usted me dice ‘Menapache’, yo a Usted lo debería nombrar como ‘Landrichina’” (risas). Y cuando se presenta suele ironizar con el humor que lo caracteriza: “Soy Mamerto, pero no ejerzo” (más risas).


Mamerto Menapace
Del libro "Esperando el Sol"

Recuerdo, de pequeño, cómo hacíamos el pan.
Por la noche, antes de acostarnos, mamá dejaba preparada en un fuentón la harina para 4 ó 5 panes grandes. Además descolgaba del alero del rancho un pequeño atado, en el que estaba guardada la levadura reseca. En realidad era un pedazo de masa cruda e incomible que se había extraído de la que fuera destinada al pan horneado en la semana anterior.

Tomaba ese bollo de un color pálido amarillento, y endurecido por estar colgado del alero de la cocina, al aire libre y envuelto en aquel lienzo. Lo colocaba en una taza grande y de boca ancha, echándole un chorro de agua tibia, de la que había sobrado en la pava del mate del atardecer. Luego colocaba la taza sobre la plancha de la cocina económica ya sin fuego, pero con brasas. Ella tendría que conservar la tibieza de la levadura hasta el amanecer.

Y después nos íbamos a dormir.

Muchas veces acompañé a mamá en la liturgia del pan que se realizaba en los amaneceres. Ella me despertaba, y juntos íbamos a la cocina. Nos alumbrábamos con una lámpara de querosén y a mecha, con fino tubo de vidrio y pantalla lateral de hojalata brillante. Yo prendía el fuego amontonando ramitas y astillas sobre un marlo empapado en querosén. Y mientras calentaba el agua en la pavita renegrida, mamá amasaba la harina para el pan.

En un determinado momento, tomaba la levadura. Esta se había convertido en un bollo húmedo, hinchado y frágil. Lo desmenuzaba entre sus manos callosas, desparramándola por sobre la masa y nuevamente comenzaba el trabajo de amasar. Esta operación se repetía varias veces, hasta que masa y levadura quedaban totalmente confundidas en una sola realidad.
Por aquel entonces yo aún no sabía que ese poco de levadura era en realidad un poderoso hervidero de vida, que estallaría prodigiosamente al multiplicarse en la masa. Simplemente le creía a mamá. Me asombraba el cuidadoso respeto en ser fiel a cada gesto de esa liturgia del amanecer. Mientras todos los demás aún dormían, ella realizada aquellos gestos maternales, simples y eficaces.

Limpiaba cuidadosamente por dentro cuatro o cinco recipientes para repartir en ellos la masa. Recuerdo aún esas viejas fuentes, renegridas por fuera, sin enlozado en los lugares donde se veían los machucones. Y entre ellas, algún antiguo envase redondo de dulce de batata.
La cantidad de masa que se colocaba en cada una, no parecía mucha. Apenas un bollo que quedaba ocupando poco espacio en el recipiente. Luego colocaba los cinco moldes en el centro de la mesa y los cubría con cariño con un trozo de manta vieja, que se tenía para eso.

Recuerdo nítidamente ese gesto. Era casi como el que se hacía cada noche cuando se llevaba en brazos a un niño dormido, para dejarlo en su cama. No solo se cubría los moldes con cuidado, sino que se cerraba el par de ventanas, y se trancaba la puerta para evitar que hubiera corrientes de aire. Se echaba bastante astillas en la cocina, para que encendida, mantuviera la tibieza necesaria. En ese ambiente así preparado, algo misterioso iría sucediendo con los panes.
Y ya no había más nada que hacer. La cosa se haría por si misma. Cualquier manipulación hubiera sido un impedimento, y no una ayuda. Tendrían que pasar al menos un par de horas de espera inactiva.
Lo más frecuente era que nos fuéramos nuevamente a dormir. Al menos en invierno. Las urgencias vendrían recién con la luz de la mañana.

Cuando ya amanecía, la cocina era el centro de la reunión que se iba formando con el mate compartido, primer rito familiar de cada día. Desde allí partiría cada uno a su tarea: ordeñar, traer agua, atar los animales, limpiar.
Papá se conseguía un banquito petizón y se colocaba frente al horno, que elevaba su piso de ladrillos a un metro de altura, sostenido por cuatro patas de quebracho fuerte. Lo teníamos a la sombra de un paraíso, entre el portillo y la batea.
Encender el horno también era un rito. Y no cualquiera lo podría hacer bien. De ello dependería que el pan no saliera medio crudo, ni corriera el riesgo de quemarse. La ancha boca del horno se abría hacia el lado del rancho, y en su lomo curvo estaba el respiradero que apuntaba a la copa del árbol, por el lado de atrás. Para el horno no se podía usar combustible. Hubiera dejado mal gusto al pan. Se utilizaba leña seleccionada y cortada de antemano en trozos más bien chicos.

El fuego crepitaba en el interior, calentando las paredes, lo mismo que el piso. Cuando la llama terminaba de iluminar el interior, y solo quedaba un montón de brasas rojas, entonces comenzaban las urgencias.
Para ese momento algo misterioso ya había sucedido con la masa colocada en los moldes. Había crecido tanto, que ocupando todo el lugar disponible, sobresalía por los bordes, hinchando su lomo. Una corteza dura, como si fuera de piel fuerte, cubría toda su superficie. Ese crecimiento siempre me intrigaba, y más de una vez nuestros dedos infantiles se tentaban apretando aquellos lomos hinchados y tersos.

Pero el tiempo apremiaba. Hasta ese momento todo había tenido un ritmo quieto, incluido el largo tiempo de espera en que no había nada que hacer. Pero ahora, de repente, todo adquiría un sentido de urgencia.
Se retiraban del horno las rojas brasas, mediante un palo que tenía en su punta un fleje curvo de hierro. Se las arrastraba hasta la boca del horno dejando que cayeran al suelo, donde inmediatamente eran apagadas con un balde de agua. Calor, humo, vapor: todo se confundía por un momento, desdibujando la figura de papá que en ese momento presidía los ritos del fuego.

Esto se hacía rápidamente y con precisión, a fin de tener todo listo para la llegada de los moldes con la masa leudada. Desde la cocina partíamos los chicos llevando en nuestras manos aquello crecido en la espera del amanecer. Papá los iba colocando en el interior del horno, distribuyéndolos cuidadosamente en el piso caliente, empujándolos con aquella pala curva.
Luego se tapaba la boca del horno con una puertita de madera protegida por una chapa en su parte interior, y envuelta en una arpillera empapada en agua. Un palo afirmado en el suelo, apoyaba su otro extremo en la puerta a fin de mantenerla firmemente cerrada. Un ladrillo, también recubierto de bolsa mojada, cerraba el pequeño respiradero de la parte trasera. Se terminaban de apagar las brasas sacadas del horno. Aquellos carbones servirían luego para ser usados en la plancha con que mis hermanas componían la ropa limpia.
Por un rato aún se veía humear el suelo, junto con la boca y el respiradero del horno. Un olor especial inundaba el patio sombreado de paraísos. Y así todo entraba en la normalidad cotidiana, como si la cosa se hubiera concluido allí. Sabíamos que algo importante y misterioso sucedía dentro del horno, pero a nosotros ya no nos correspondía hacer más nada.

Estaba gestándose el pan.

Ni siquiera se volvía a abrir el horno para observar cómo se iba desarrollando la cocción. Mucho menos hubiera sido posible ya, añadirle fuego o quitarle calor. No cabía para ese entonces otra actitud que la de creer y esperar, al menos en cuanto al pan se refiriera.
Pero en todo lo demás, nuestras manos continuaban comprometidas con las tareas de cada uno. De nada hubiera servido contar al mediodía con el pan si no hubiéramos también ordeñado la vaca, barrido el patio o arado el campo. Había que tener preparada la comida para cuando los mayores regresaran de la chacra y los más chicos se estuvieran preparando para ir a la escuela. La vida continuaba por fuera con la misma intensidad con la que las cosas se desarrollaban dentro del horno. Y exigía la misma fidelidad.

Hacia el mediodía se daba finalmente el encuentro de ambas. Una media hora antes de la comida se abría el horno y se retiraban los moldes calientes, ayudándonos de un trapo para no quemarnos.
Un nuevo aroma llenaba otra vez el patio: el olor a pan recién horneado. Grandes, dorados, humeantes, eran transportados hacia el interior del rancho. Mientras se guardaban tapados con un lienzo los que tendrían que ir siendo consumidos durante la semana, se elegía uno de ello para la mesa de ese mediodía. Cortado en rodajas se compartía, acompañando el guiso fuerte o el estofado de papas, el puchero o la carne asada. Sin pan no hubiera habido comida, o al menos no se la hubiera considerado completa.

Tanto el que estaba en la mesa, como los que se guardaban, eran colocados en la misma posición en que habían sido hechos y horneados. El pan no podía ser colocado boca abajo, sino mirando al cielo. Quizá porque tenía algo de celestial, no se si en su origen o en su destino. Y hubiera sido una grave falta el tirarlo o negárselo a alguien. Ya no nos pertenecía privadamente. Pan cocido no tiene dueño.

Lo sentíamos claramente como un don. Un don sagrado que pedíamos con fe en el Padre Nuestro de cada día, al acostarnos y al levantarnos. Y sin embargo lo sabíamos tan nuestro como lo más cotidiano de nuestra vida.

Mamerto Menapace
"Entre el brocal y la Fragua"

Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.

Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.

Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?

Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.

Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.

Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.

Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.

En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.

Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.

Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.

Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.

Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.

Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:

- Perdóname. Llegué demasiado tarde.

Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:

-Hoy estarás conmigo en el paraíso.

Mamerto Menapace
"Sufrir: pasa" 
Reflexiones para la cuaresma
Juan 12, 20-36

Estaban acercándose a la fiesta de la Pascua: la Grande entre las fiestas. Y Jesús había resuelto decididamente ir a Jerusalén. Sabiendo que allí le esperaba la cruz y la muerte.

Pero quería cumplir la voluntad del Tata. Para eso había venido al mundo. Y nada, ni nadie habría de apartarlo de esta misión. Sabía que se acercaba la Hora. Esa que habían anunciado los profetas desde antiguo. Y la que el Viejo Simeón le previniera a María en el templo cuando acudieron a Jerusalén por primera vez.

Y allí se encontraba con sus discípulos. Como si estuviera esperando un signo que le hiciera ver lo que Él mismo deseaba ardientemente. Y el signo llegó. Aparentemente muy sencillo. Casi fuera de contexto.

Tal vez Él mismo no conociera la hora de una manera tan clara como nosotros nos la imaginamos hoy. No hubiera sido humano, y Cristo lo era plenamente y sin trampas. Pero tenía una sensibilidad alertada en la atenta escucha de la voluntad del Tata. Intuía por los signos la llegada del momento. Lo mismo que el vegetal, cuando algo bulle por dentro en el silencio de su madera verde y el llamado de la primavera lo encuentra alerta.

Unos paganos, griegos, querían conocer a Jesús. Tal vez se sintieron algo descolgados en esa fiesta estrictamente judía. Como no pertenecientes al Pueblo de Dios, al menos por la sangre, les estaba prohibida la entrada al templo. Pero querían conocer a Jesús. No se animan a encararlo directamente. Dos apóstoles harán de intermediarios: Felipe y Andrés, quienes fueron a decírselo al Señor.

Quizá en el secreto de sus noches de oración había presentido que su misión en la tierra terminaría con la glorificación cruenta de su muerte. Y que ello sería la apertura a todos los pueblos. La lámpara que había alumbrado solamente a Israel, al ser sepultada por las tinieblas, dejaría paso al Sol de justicia que alumbra a todas las naciones.

Ya se había encontrado premonitoriamente con los paganos. Allá en su infancia, como se lo contara su Madre, había sido visitado por los Magos, y los egipcios lo habían acogido como prófugo. Más tarde fueron el centurión y la cananea. Los samaritanos y los sidonios también lo habían encontrado y recibido. Pero en el fondo, todos estos sólo habían participado de las sobras desperdiciadas por los niños caprichosos de la mesa de Israel.

Ahora, en cambio, los paganos pedían verlo. Los pueblos que andaban en tinieblas buscaban la luz que viene de lo alto. Y Jesús se da cuenta de que ha llegado la hora en que la antorcha sea elevada y arda en plenitud, para que pueda atraer todo hacia Sí.

Es consciente de que ello significa morir. Y humanamente todo su ser rechaza el sufrimiento y la muerte. Quisiera esquivar esta hora, y hasta se siente tentado de suplicar al Padre para que la suprima, sabiendo que sería escuchado. Pero también sabe que ha venido justamente para esto. Ante el dilema, opta decididamente por la voluntad del Tata. Toda su voluntad propia se pone en tensión y en disponibilidad para que sea glorificado el nombre de su Tata que está en los cielos. Nuevamente el Padrenuestro le brota de los labios, lo mismo que en el silencio del cerro en sus noches soledosas. Pero aquí está entre los hombres y en el corazón de la ciudad donde mueren los profetas. No es lícito el silencio. Por eso grita:

—¡Tata. Glorifica tu Nombre!

Y la Voz del Jordán y del Tabor vuelve a hacerse trueno. Él–que–Es, está. Yo – estaré no defraudó a Moisés ante una misión condenada humanamente al fracaso. Nuevamente el Tata se compromete a hacer del fracaso humano su camino de liberación.

Si el grano de trigo entregado a la tierra no acepta morir, se queda solo. Si se entrega, se hará trigal.

Crean en la Luz. Si la antorcha no se quema, se queda sola y a oscuras. Pero si se consume y arde, alumbra a todo hombre que llega a este mundo. Y atrae todo hacia sí.

Los valores con humor Luis Landriscina y Mamerto Menapace

Anécdotas, sucedidos y reflexiones compartidas entre estos dos maestros de la cultura oral y tradicional de la Argentina. “Dios nos regala un don a cada uno. Para agradecerle el mío, es que pongo mi humor a su servicio.”
Luis Landriscina
“No le pidamos a Dios más maravillas, sino más capacidad para maravillarnos. Los valores ya los tenemos, lo importante es descubrirlos”.

Mamerto Menapace

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