EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL FIN DEL IMPERIO DE ESPAÑA EN AMÉRICA": 💥 EL IMPERIO INGLÉS CONTRA EL ESPAÑOL por CESÁREO JARABO JORDÁN 💥

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martes, 8 de agosto de 2023

LIBRO "EL FIN DEL IMPERIO DE ESPAÑA EN AMÉRICA": 💥 EL IMPERIO INGLÉS CONTRA EL ESPAÑOL por CESÁREO JARABO JORDÁN 💥


El fin del Imperio de España en América
El Imperio inglés contra el español


La obra definitiva que explica la operación geoestratégica que culminó con la desaparición del Imperio español. ¿Cómo lo lograron? ¿Quiénes fueron sus actores principales? ¿Qué estrategias llevaron a cabo?
«Aquellos que hayan recorrido los pueblos y ciudades de la España peninsular y de la América española, podrán comprobar esa grandeza que todavía late bajos las piedras, tras los muros y en los magníficos escritores americanos, que nos hablan de un pasado de gloria y fortaleza cimentada en milenios de historia.» Patricio Lons
Los territorios de Hispanoamérica fueron siempre entidades diferenciadas entre sí, pero unidas todas ellas a la Corona española. A la Patria se la identificó como «Reino de las Españas» hasta la constitución del año 1869, cuando pasó a denominarse Reino de España.

El fin del Imperio de España en América es el libro que acaba de publicar Cesáreo Jarabo en el sello Sekotia de la editorial Almuzara. Una que explica cómo el siglo XIX fue el escenario de una magna operación geopolítica y estratégica que culminó en la disolución de uno de los más grandes imperios de la historia, el Imperio español, tanto por su extensión geográfica como por su duración en el tiempo.
Una disolución que fue, según el estudio de Jarabo, fruto de la política de desestabilización y desgaste llevada a cabo por los ingleses desde el siglo XVI, y que culminó en el siglo XIX con las guerras separatistas de los territorios españoles, previa supervisión y financiación de los británicos, que no dudaron en adiestrar a los “libertadores” y alentar la conformación de un ejército de auto conquista bajo las órdenes de los principales españoles que traicionaron a España, motivados por intereses personales.

Así, la división de los dominios españoles en América en una veintena de territorios “independientes” fue el victorioso resultado final del plan que presentará en 1800, el militar escocés Sir Thomas Maitland al primer ministro británico William Pitt. Entre los hechos históricos que avalan esta tesis, el autor narra uno de los menos conocidos como fue el que aconteció durante la Guerra de la Independencia (1808–1813). Según Jarabo, Gran Bretaña llevaba a cabo un doble juego. Por un lado, los ejércitos de Wellington luchaban contra las tropas de Napoleón, mientras que, por otro, destruían la incipiente industria española americana. De esa forma, los ingleses se extendían comercialmente en el Nuevo Mundo y comenzaban con el control del poder político en las provincias españolas. “Una traición perpetrada de la que jamás pedirán perdón”, afirma el autor de este libro.

Este libro cuenta cómo el siglo XIX fue el escenario de una magna operación geopolítica y estratégica que culminó en la disolución de uno de los más grandes imperios de la historia, el Imperio español, tanto por su extensión geográfica como por su duración en el tiempo.
Desde el siglo XVI, Inglaterra buscó la forma constante de implicación para la desestabilización de España. El autor demuestra que los ingleses fueron la causa principal de las guerras separatistas de los territorios españoles en América, con el previo adiestramiento de los “libertadores” y la conformación de un ejército de auto conquista bajo las órdenes de los principales españoles que traicionaron a España por ciertos intereses demasiado personales, y lo hicieron con la permanente supervisión de militares británicos y la financiación de las campañas.

La división de los dominios españoles en América en una veintena de territorios “independientes” fue el victorioso resultado final del plan que presentará en 1800, el militar escocés Sir Thomas Maitland al primer ministro británico William Pitt.

Uno de los hechos históricos menos conocidos de las estrategias inglesas para la disolución española de América, fue que durante la Guerra de la Independencia (1808-1813) Gran Bretaña mantuvo el doble juego de que los ejércitos de Wellington luchaban contra las tropas de Napoleón mientras que los ingleses destruían la incipiente industria española americana. De esa forma, se extendían comercialmente en el Nuevo Mundo y comenzaban con el control del poder político en las provincias españolas. Una traición perpetrada de la que jamás pedirán perdón.

¿ESPAÑA O LAS ESPAÑAS?

POR PATRICIO LONS

Es la gran incógnita que presenta este libro en las esclarecidas palabras de Cesáreo Jarabe Jordán.
Cada 12 de octubre tenemos la obligación de celebrar el nacimiento de nuestra patria común que abarca a España y a todo un continente.
Fuimos el mayor imperio en tierras y mares, nuestra moneda imperial, la onza de plata castellana do­minaba el comercio en Asia y en el mundo y el taler español fue la base del dólar estadounidense. Entre los siglos XVI a principios del XIX, nuestra flota era la Señora del Océano Pacífico. La superficie que do­minábamos cubría espacios en los cinco continentes con más de veinte millones de kilómetros cuadra­dos sin contar mares ni hielos. Nuestros ejércitos, Tercios españoles y soldados de provincias y reinos de ultramar, hicieron temblar al enemigo.

La civilización humana creció y completó la circunvalación del orbe con el imperio encarnado en la monarquía católica universal de los reyes de España, uniendo así a todos los habitantes de la Tierra y «no dejando un palmo de tierra en el mundo, sin una tumba española».
Nuestro peso económico y nuestra enorme riqueza cultural, se han esfumado junto con nuestra im­portancia política a partir de la secesión de las Españas americanas. Es el resultado de doscientos años de decadencia gracias a la intención política de Inglaterra, la connivencia de las burguesías coloniales, la impericia de las cortes y las acciones «libertadoras» que convirtieron a buena parte del imperio al que pertenecíamos, en territorio enemigo, como sucedió con la ocupación norteamericana de Guam, Filipinas, Islas Marshall, Puerto Rico, Cuba y República Dominicana, la ocupación inglesa de Jamaica y Grenada y el alineamiento político a favor de Inglaterra del resto del imperio español totalmente subdivi­dido en estados inviables. 

Una política diagramada a partir de 1711 y descrita en ese panfleto de triste memoria «Una propuesta para hunüllar a Espafia».
La civilización creció con nuestro imperio y decayó con los imperialismos anglosajones.
¿¡Cómo entender que el imperio más grande del mundo donde no se ponía el sol, se desmembrase en más de veinte partes hasta convertirnos en estados de escasa relevancia política?!

Para eso es imprescindible definir que era aquel imperio. Pues era, nada más y nada menos, que la con­tinuación civilizadora de Roma, el transporte universal de dos milenios de cristianismo y de veintisiete siglos de filosofía griega. Y los enemigos de la civilización humana no lo podían soportar en la codicia más profunda de sus almas.
Aquellos que hayan recorrido los pueblos y ciudades de la España peninsular y de la América española, podrán comprobar esa grandeza que todavía late bajos las piedras, tras los muros y en los magníficos es­critores americanos, que nos hablan de un pasado de gloria y fortaleza cimentada en milenios de historia.
Esa Hispania latente cada tanto se subleva en alguna parte del globo, como en las resistencias indíge­nas contra la separación o como en 1982 en la gloriosa guerra por las islas Malvinas; momentos en que retomamos conciencia de cuál es nuestra identidad y nos decidimos a luchar por ella.

Meditemos que nuestras hazañas no fueron compradas, sino que fueron el resultado de grandes con­ quistas ganadas a fuerza de coraje, sangre, convicciones y principios irrenunciables.
Si nos decidimos a retoma r el rumbo de nuestra historia y a resistir juntos en una nueva hispanidad que tome lo mejor de cada etapa de nuestra historia, podremos enfrentar un destino común que nos permita resistir a los embates violentos del siglo XXI y recuperar la importancia política que tuvimos, para volver a marcar el paso de la civilización que hoy tanto necesita la humanidad.
Los invito a meditar y a disfrutar de este libro, con el ánimo insuflado de amor patrio y orgullo de per­ tenecer a una comunidad de varios cientos de millones de hispano hablantes, que todavía tienen mucho que dar en el gran libro de la historia universal hasta que este se cierre en la Parusía final.

AMERICA, PARTE SUSTANCIAL DE LA PATRIA HISPANICA

La separación de España en entidades menores que con el tiempo se van subdividiendo parece una mal­dición que pesa sobre España desde hace ya casi cuatro siglos. La pregunta es si esa realidad que nos tiene divididos en dos docenas de países independientes es positiva para alguno de nosotros, y si la misma es consecuencia de nuestra voluntad o acaso hemos sido abocados por los intereses de otros.

La primera gran división, la acaecida en 1640, es objeto de estudio aparte en el monográfico "La crisis del siglo XVII". Ahora nos centraremos en la acaecida durante la segunda década del siglo XIX, que dio al traste con una organización jurídica global que garantizaba el bienestar y la prosperidad de medio mundo, y cuya acción significó la caída en el foso de la involución a todos los pueblos hispánicos.
América siempre fue una entidad política diferenciada y unida por la Corona a la España europea.

De hecho, a la patria se la identificó como Reino de las Españas hasta la constitución del año 1869, cuando finalmente pasó a denominarse Reino de España. Sin embargo, la propaganda ilustrada, base de los conceptos políticos e ideológicos de las potencias europeas, se esmera desde ya siglos en obviar este asunto, presentando los reinos de Indias como colonias, pero lo cierto es que las leyes siempre hablaron de «provincias», «reinos», «señoríos», «repúblicas», «imperios» o «territorios de islas y tierra firme» incorporados a la corona de Castilla, que no podían enajenarse. Así, en el libro tercero, título primero, ley primera de la Recopilación de Leyes de Indias puede leerse:
El Emperador Don Carlos, en Barcelona, á 14 de Septiembre de 1519. El mismo, y la Reina Doña Juana, en Valladolid á 9 de Julio de 1520. En Pamplona, á 22 de Octubre de 1523.Y el mismo Emperador, y el Príncipe Gobernador, en Monzón de Aragón á 7 de Diciembre de 1547. Don Felipe II, en Madrid, á 18 de Julio de 1563. Don Carlos II, y la Reina Gobernadora, en esta Recopilación. Que las Indias Occidentales estén siem­ prereunidas á la Corona de Castilla, y no sepuedan enajenar.
Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas por nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte ni a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasa­llos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte sus ciudades ni poblaciones por ninguna causa o razón a favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación contra lo susodicho, sea nula y por tal la declaramos (Real Cédula de Carlos V. Año 1519).
Ese principio humanista que se refleja desde los primeros momentos del descubrimiento implicaba el reconocimiento de la igualdad que la Corona aplicaría en todo su imperio; aspecto que es reconocido por la Academia de la Historia de la República Argentina cuando señala:
El principio de la incorporación de estas Provincias implicaba el de la igualdad legal entre Castilla e In­ dias, amplio concepto que abarca la jerarquía y dignidad de sus instituciones, por ejemplo, la igualdad de los Consejos de Castilla y de Indias, como el reconocimiento de iguales derechos a sus naturales y la potestad legislativa de las autoridades de Indias, que crearon el nuevo Derecho Indiano, imagen fiel de las nece­ sidades territoriales.

Idea que también es recogida por otros estudiosos del derecho hispánico, quienes, como Héctor Gros Espiell, nos señalan:
La tradición jurídica española en lo que se refiere a los derechos humanos, fruto de un proceso que afirmó en la Península ibérica, quizá antes que en otros estados europeos, las ideas de libertad e igualdad y ase­ guró su reconocimiento y protección jurídicos y que luego, en el momento del descubrimiento, reiteró y universalizó estos conceptos aplicándolos a la nueva situación, por obra, en especial, de los grandes teólo­gos católicos del siglo XVI, formó la base del pensamiento americano, fundado siempre en la afirmación teórica de la igualdad esencial de todos los seres humanos, sin distinción de origen, raza o color, en la liber­tad consustancial con la naturaleza del hombre y en la necesidad de procedimientos y garantías adecuados para la protección de estos derechos inalienables (Gros:60).
Conforme a estos principios, una ley de Indias mandaba que por justas causas convenía que en todas las capitulaciones que se hicieran para nuevos descubrimientos:

Se excuse esta palabra conquista y en su lugar se use de las de «pacificación y población», para que aque­ lla palabra no se interprete contra la intención superior (Recopilación de las Leyes de Indias, libro IV, título I, ley VI).

Remarcando el hecho que venimos destacando, el profesor Bernardino Bravo Lira señala:

Políticamente las Indias fueron incorporadas a la Corona y no al reino de Castilla. Esto significa que no se las consideró como simple suelo, sin personalidad política propia y, por tanto, susceptible de sometimiento a una potencia extranjera. Antes bien, se las consideró como otros reinos, similares a Castilla y a los demás europeos, dotados de los mismos atributos que ellos. Por esta razón se las calificó y organizó bajo la forma de Estado -o Estados- de las Indias y no de colonias, sometidas a una metrópoli, como posteriormente lo hicieron otras potencias europeas en su expansión ultramarina desde el siglo XVII hasta el XX. Los reinos de Indias contaron con todos los elementos que entonces configuraban un Estado: territorio, población y naturaleza (es decir, nacionalidad), instituciones, gobierno y legislación propios (Bravo. El derecho: 26).

Ese reconocimiento de identidad es un hecho significativo propio de la tradición cristiana y de la cul­ tura grecolatina de la que España fue clara continuidad, y, consiguientemente, calificar como «colonia» a la América española no es sino un anacronismo, un reduccionismo a intereses ajenos particularmente representados por las actuaciones llevadas a término por Francia y por Inglaterra desde el siglo XVII.
Y hasta se puede afirmar que un acto de mala fe por parte de quienes han tenido y tienen voluntad de mantener separado lo que por justicia histórica jamás debió separarse.

Así, el decreto de 22 de febrero de 1809, que es citado por los autores británicos como un logro de los constitucionalistas, en ningún momento representa una variación en el estatus de América, sino un nuevo reconocimiento de una realidad que venía siendo efectiva desde el descubrimiento.

Los vastos y preciosos dominios, dice, que la España posee en las Indias no son propiamente colonias ó factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial é integrante de la monarquía española (O'Leary: 58).
En ese orden de cosas, los autores que, como Cayetano Núñez Rivera, acuden a las fuentes historiográ ­ficas, no dudan en señalar que:

La primera calificación que se da en Castilla a los territorios americanos es el de señorío de Islas y Tierra firme del Mar Océano, pasando a denominarse Reinos durante el mandato de Carlos I, denominación que se posibilitó en gran medida, en virtud de la transformación de la Monarquía hispánica en Imperio, primero con Carlos V, y posteriormente con el concepto de Monarquía Universal Católica, instaurado por Fe­lipe II y continuado por los siguientes monarcas de la Casa de Habsburgo españoles (Núñez Rivero: 6).
Siendo así, nunca fueron entendidos los territorios conquistados por España como carentes de dere­chos, y sus habitantes fueron considerados, ya con la reina Isabel, vasallos de la Corona.
Por ello, las Indias, a las que desde el siglo XVII se las viene conociendo como América, debían fidelidad solo al rey, que gobernaba a través de las instituciones creadas al efecto, regidas por los funcionarios de­signados a tal efecto.

Estos funcionarios, que no actuaban como posteriormente actuarían los funcionarios de Francia o de Inglaterra en sus dominios, que sí eran colonias, lo hacían como funcionarios de sus respectivos reinos, sujetos, no a una metrópoli, como era el caso de aquellos, sino a la autoridad del rey, al mismo nivel que lo hacían los demás virreinatos que componían la monarquía hispánica, dentro y fuera de la península ibérica. Formaban parte del entramado administrativo de la monarquía hispánica, y los vasallos de los virreinatos americanos no poseían derechos inferiores a los gozados por los vasallos de Cataluña o de Castilla.
Con esos principios, los caciques eran equiparados a los nobles o hijosdalgos de Castilla. Un derecho que nos confirma un hecho trascendente que no se limita a las más altas estructuras de los reinos pre­hispánicos, sino que permea toda la sociedad.

Por su parte, los funcionarios virreinales cumplirían su misión atendiendo la enorme extensión de las nuevas provincias, que iban creciendo al compás de los tiempos. En 1534 se creaba el virreinato de Nueva España, que incluía la Capitanía General de Guatemala, cuya jurisdicción se extendía a toda la América Central; su extensión: sobre los 2,5 millones de km². En 1542 fue creado el virreinato del Perú, que con una extensión de unos 2.000.000 de km² incluía la Capitanía General de Chile. El virreinato de la Nueva Granada, con una extensión de 2.000.000 de km², incluía la Capitanía General de Venezuela.

Finalmente, en 1776 fue creado el virreinato del Río de la Plata, que, con una extensión de 5.000.000 de km², se extendía por los actuales Argentina, Paraguay, Uruguay, Bolivia y regiones del actual Brasil.
Es interesante volver a destacar la calificación jurídica de los territorios: virreinatos, gobernados por un virrey. La misma calificación y la misma actuación que la llevada en la península. Estamos reite­rando algo que resulta evidente, pero la verdad es que resulta difícil dejar de caer en la reiteración al afir­mar constantemente que no estamos hablando de «Colonias» sino de «reinos», cuando ante semejantes evidencias, y de forma también reiterada, se viene insistiendo en el tratamiento contrario por parte de propagandistas, en ocasiones desinformados y en ocasiones desinformadores, que dan la sensación de servir a algo que no cuadra exactamente con la verdad histórica.

No obstante, algún cambio llegó a producirse tras la guerra de sucesión, en la segunda década del siglo XVIII . La estructura política que aportó la dinastía borbónica, en la península, sustituiría los virreinatos por las provincias, manten iendo y multiplicando aquellos en América.
Y, como consecuencia, América no dependió nunca de España, sino que, en igualdad jurídica con Es­paña, contaba con un mismo monarca, gozando todos los territorios de un estatus jurídico en igualdad de plano.
Esa verdad queda reflejada en el dilatado cuerpo legislativo generado a lo largo de los años en que fue formándose el corpus de las Leyes de Indias, producto del profundo debate jurídico que se formó desde el mismo momento del descubrimiento, y en el que ni tan solo una vez se ve reflejada la palabra «Colo­nia» o «factoría».

Las leyes hablan siempre de reinos, provincias, territorios, virreinatos... Alguien puede argüir que ese estatus estaba reservado a los peninsulares. La respuesta, aun teniendo en cuenta los conflictos que inexcusablemente existieron, la dieron los indios con su actuación y confianza en el sistema legal, lo su­ ficientemente arraigada como para iniciar procesos en cortes, donde con no poca frecuencia obtenían sanción favorable, dado que los tribunales, salvo en cuestiones de flagrante alteración del orden natural, reconocían la validez de las leyes nativas. Y no podía ser de otro modo, cuando las leyes recogían capítu­ los como las siguientes órdenes:

Tengan muy especial cuidado del buen tratamiento, conservación y aumento de los indios (Recopilación de las Leyes de Indias, libro III, título III, ley II).
Mandamos á los Virreyes, Presidentes y Oidores de nuestras Audiencias, que ordenen á los Alcaldes ordi­narios de las ciudades donde residieren las Audiencias, que no cumplan ni ejecuten auxilio invocado por cualesquiera Jueces eclesiásticos contra indios ni otros, y los Jueces de los demás lugares vean si los autos están justificados por informaciones, y estándole, los cumplan y ejecuten, y no de otra forma (Recopilación de las Leyes de Indias, libro III, título I, ley II).

Mandamos que los Visitadores jueces de grana en las visitas que hicieren no puedan vender ni comprar, ni hacer otros contratos con los indios sobre los frutos de sus cosechas niotros ningunos, aunque repre­senten que es conveniencia y utilidad de los indios, y los Virreyes de la Nueva España procuren excusar es­ tos jueces y escribanos, y lo encarguen á los Corregidores, Alcaldes mayores y otras personas que tengan ministerios públicos (Recopilación de las Leyes de Indias, libro IV, título XXXI, ley XLV).

Algunas estancias que los españoles tienen para sus ganados se les han dado en perjuicio de los indios por estar en sus tierras, ó muy cerca de sus labranzas y haciendas, y á esta causa los ganados les comen y destruyen los frutos y les hacen otros daños. Mandamos que los Oidores que salieren á la visita de la tierra lleven á su cargo visitar las estancias sin ser requeridos, y ver siestán en perjuicio de los indios ó en sus tie­rras, y siendo así, llamadas y oídas las partes á quien tocare breve y sumariamente ó de oficio, como mejor les pareciere, las hagan quitar luego y pasar á otra parte, todo sin daño y perjuicio de tercero (Recopilación de las Leyes de Indias, libro IV, título XXXI, ley XIII).

Cuando saliere el Visitador á cumplir su turno, visite con particular atención las encomiendas, minas, cualidad que tenía el rey de España como rey de las Indias, y esto no por derecho de conquista, sino como resultado del pacto existente entre las élites indígenas con el rey y no con el Estado. Pactos que lle­varon a reconocer a las dinastías indígenas los mismos derechos que tenía la nobleza castellana. Si la di­nastía Moctezuma llegó a dirigir el virreinato de México (José Sarmiento y Valladares, conde de Mocte­zuma), la dinastía de los incas fue asociada al trono en el mismo rango que la nobleza de la España europea.

En este sentido, el de la proteccón del indio, pero también en el sentido más amplio de defensa de los derechos de todos, Bernardino Bravo Lira señala:

La nota distintiva del Estado indiano es lajuridicidad. Es decir, la sujeción de gobernantes y gobernados a un derecho que es supraestatal. Así se entendió el Estado y el gobierno en América, desde la llegada de Co­lón hasta la introducción del constitucionalismo (Bravo Lira. Ejército: 10).
Cuando tras la dislocación de la Patria, ya en el siglo XIX, los Gobiernos liberales impuestos por la oli­garquía al servicio de los colonialistas británicos introdujeron leyes de desamortización y abolieron fue­ ros, no solo en América, sino también en la España europea.
Pactos que desde siempre se llevaban a efecto incluso con los llamados «indios bravos», y que, como en el caso de los mapuches, se concretarían en lo que es conocido como las Paces de Quilín, en las que se acordó:
  • Que los mapuches conservarían su absoluta libertad, sin que nadie pudiera molestarlos en su territorio ni esclavizarlos o entregarlos a encomenderos.
  • Que su territorio tenía como frontera norte el Biobío.
  • Que los españoles destruirían el fuerte de Angol, que quedaba dentro del territorio mapuche.
  • Que los mapuches debían liberar a los cautivos españoles que retenían .
  • Que dejarían entrar a sus tierras a los misioneros que fueran en son de paz a predicarles el cristianismo.
  • Que se comprometían a considerar como enemigos a los enemigos de España y que no se alia­rían con extranjeros que llegaran a la costa (Parlamento de Quilín, 164 1)1.
Estos tratados, y en concreto el firmado en tiempos de Felipe IV, serían argumentados por los mapu­ ches cuando los Gobiernos chilenos y argentinos del siglo xx atacaron sus derechos. Es de destacar la ac­ tuación de los 8000 guerreros araucanos que combatieron junto al regimiento Talavera en defensa de los derechos de España contra los separatistas americanos (San Martín, O'Higgins) en las guerras sepa­ratistas que acabaron con España en 1822.

Algo que tiene reflejo en el derecho; y en un derecho que tenía presente la idiosincrasia de los adminis­trados. Así, las Ordenanzas de 1573 sobre «descubrimiento, nueva población y pacificación de las In­dias» reconocen aspectos que hoy parecen novedosos a la mayoría, y que hoy son reconocidos por los historiadores.
La diversidad cultural, religiosa y política de las comunidades americanas, y se promueve la integración de las «Repúblicas» de «españoles» y de «indios» sobre la base deljusto título de «Sociedad y comunicación natural» (Nicoliello. Los héroes).

El fin principal reconocido era la evangelización y, al respecto, las Leyes imponían condiciones para lle­varla a cabo. En las mismas se ordena:

Asienten amistad y alianza con los señores y principales (...) procuren los pobladores que sejunten y co­miencen los Predicadores (...) y no comiencen a reprenderles sus vicios, ni idolatrías, ni les quiten las mu­ jeres, ni ídolos, porque no se escandalicen (Recopilación de Leyes de Indias, libro IV, título IV, leyes I y II).
Todo ese derecho acabaría siendo eliminado por los libertadores.
Curioso cuando menos es el hecho del presidente Benito Juárez, liberal y republicano mexicano de ori­gen zapoteca, que acabó con los bienes comunales de los indios y de los mestizos mediante la imposi­ción de una reforma agraria que solo beneficiaba a los ávidos por los territorios que bajo la monarquía hispánica eran privativos de aquellos.
Efectivamente, lo primero que hicieron los libertadores tras la separación fue quitar a los indios estas prerrogativas... con el sano fin de difundir la igualdad, lo que les permitió hacerse con las tierras de los indígenas.
Pero una de las cuestiones que aducían los libertadores para lanzarse a la aventura de la separación era que los altos cargos de administración no recaían en americanos; algo que es del todo falso. Como mues­tra, un botón : el primer mestizo que llegó a virrey en la Nueva España fue José Sarmiento y Valladares, conde de Moctezuma y de Tula, quien gobernó de 1696 a 1701. Sarmiento obtuvo los títulos nobiliarios al casarse, en España, con María Andrea Jerónima Moctezuma, tercera condesa de Moctezuma. La boto­nadura completa no podremos exponerla. Solo señalar lo apuntado tres párrafos atrás: ¡el 70 % de los cargos más encumbrados de la Administración provincial estaba detentado por indígenas!

Pero si de lo que hablamos es de la presencia de criollos en la Administración, que parece era el argu­mento de los libertadores, pueden encontrarse bastantes ejemplos que también tiran por tierra el argu­mento. Uno de ellos puede ser la familia Sánchez de Orellana, quizá la más poderosa de la Presidencia de Quito durante los siglos XVII y XVIII.

Alcaldes ordinarios, Tenientes de Corregidores, Corregidores, Justicias Mayores, Regidores perpetuos, Maestres de Campo, Generales de Caballería, Capitanes de Caballería ligera de Milicias de Quito, etc. Remi­támonos, nada más, a tres ejemplos de esta familia que figuraron como las máximas autoridades políticas en la Provincia de Quito. 
1) Antonio Sánchez de Orellana y Ramírez de Arellano, I Marqués de Solanda, na­cido en Zaruma (1651), fue Maestre de Campo, Gobernador y Capitán General de Mainas y Corregidor y Jus­ticia Mayor de Loja. 
2) Fernando Félix Sánchez de Orellana y Rada, III Marqués de Solanda, nacido en Lata­ cunga (1723), fue el único quitense (criollos de otras partes de América los hubo) que ocupó la Presidencia de la Real Audiencia de Quito -a pesar de haber estado prohibido por la Corona que los nacidos en las jurisdicciones pudieran llegar a esos cargos en los mismos lugares a fin de evitar nepotismo y tráfico de influencias- (1745-1753), es decir, llegó a la presidencia a los 22 años, quizá el más joven en ese puesto, el máximo cargo político en nuestro territorio entonces. 
3) Clemente Sánchez de Orellana y Riofrío, I Marqués de Villa Orellana, nacido en Cuenca (1709), además de haber sido Alcalde Ordinario de su población natal varias veces, fue Corregidor de Cuenca, Gobernador del Cabildo de Quito, Alguacil Mayor de la Inquisición en Loja, además Maestre de Campo. Clemente Sánchez de Orellana sería uno de los más significados sepa­ ratistas (Núñez Proaño, Quito fue España: 187-188).

Lo que sí era corriente, con alguna excepción, desde tiempos de los Reyes Católicos, es que ningún vi­rrey, de ningún virreinato de la Corona, ejerciese su función en el territorio del que era originario, y con el claro objetivo de minimizar la posibilidad de corruptelas.
Algo que, por cierto, hacía que los naturales se sintieran protegidos de las pretensiones de la oligarquía criolla, hasta el extremo de llegar a producirse conflictos sociales en defensa de esta medida. Así, el nombramiento de Diego de los Reyes Balmaceda dio lugar en 1717 a un levantamiento comunero en Asunción por considerar la población que el gobernador no podía ser originario del lugar.

Sin lugar a duda, hay muestras de que se actuaba en orden al iusnaturalismo que siempre marcó las le­ yes, y que se refleja, en el siglo XVI, en la proclamación de los derechos del hombre y en la creación del derecho internacional, dos siglos antes de la Revolución francesa2.
Se podrá aducir, sin embargo, que estamos hablando de una época en la que el absolutismo era el sis­ tema imperante en el Imperio. Pero resulta que el absolutismo no significa que el poder del rey sea ilimi­tado, siendo que el repaso de las anteriormente citadas Leyes de Indias puede resultar un buen ejercicio para abonar esta afirmación.

Monarquía absoluta existía en España y monarquía absoluta existía, por ejemplo, en Francia, pero no estamos hablando de la misma casuística, porque la monarquía absoluta española estaba mucho más li­mitada que la francesa. Por ejemplo, en el caso español, una eventual incapacidad del rey hacía que la soberanía recayese en el pueblo; algo que fue ampliamente utihzado en 1808, en toda la nación, con el secuestro o sometimiento de la casa real a Napoleón.

Esa situación produjo que se creasen juntas reasumiendo la soberanía de la nación. Primero fue Astu­ rias, y a ella se fueron sumando las otras regiones: Galicia, Murcia, Andalucía ...; y, en América, Quito, Caracas, Buenos Aires ...
Así, al hablar del absolutismo, debemos considerar el caso español en su casuística, del mismo modo que al estudiar la Edad Media no podemos aplicar la casuística europea, donde, tomando solo un aspecto llamativo como es el vasallaje, las diferencias son absolutas. Así, también en la Edad Moderna, en el régi­men absolutista español, el poder real está encuadrado en un derecho que es anterior y superior al gobernante3. Aspecto que además tiene reflejo en la literatura, de la que es un exponente de referencia Calderón de la Barca.
Y la legislación generada se precavía contra vicios como la prevaricación y el tráfico de influencias. As­ pectos que quedan reflejados en las propias leyes cuando decretan:

Prohibimos, y expresamente defendemos, que ahora ni en ningún tiempo pueda ser Abogado en ninguna de nuestras Audiencias Reales de las Indias ningún Letrado donde fuere Oidor su padre, suegro, cuñado, hermano ó hijo, pena de que el Letrado que abogue contra esta prohibición, incurra por ello en pena de mil castellanos de oro para nuestra Cámara y fisco. Y mandamos que no sea admitido á la Abogacía el que estu­viere impedido por esta razón; y todo lo susodicho también se entienda sifuere pariente en los grados referidos del Presidente ó Fiscal de la Audiencia (Recopilación de las Leyes de Indias, libro IV, título XXV, ley XXVIII).

El derecho era la base de las relaciones dentro de la Corona y tomó forma en las Cortes de Indias, simi­lares a las Cortes peninsulares, donde eran jurados los herederos del trono de las Españas. Estas cortes estaban extendidas por toda América, con cuatro sedes: Santo Domingo, Santiago de Cuba, México y Cuzco. Se argüirá que a las mismas tenían acceso las personas que estaban más de acuerdo con el poder establecido y cumplían las expectativas del sistema, pero esa es cuestión que merece tratamiento aparte4.

Vivimos en un mundo que desde la Ilustración tiende a la uniformidad. Frente a ella debe ser desta­ cada la organización política de la monarquía española, que se basaba en la existencia de unos virreina­tos, dotados de gran autonomía para su funcionamiento, en los que el aparato del Estado tomaba cuerpo en la persona del virrey como representante directo, pero también en consejos y órganos de gobierno con atribuciones concretas.
El virrey era el máximo representa nte de la Corona, pero con atribuciones de gobierno propio, separado del resto y dependiente directamente del rey, con la asistencia especializada del Supremo Consejo de In­ dias, creado en 1524, y con atribuciones similares a las que tenía el Consejo de Castilla, el de Aragón o el de Sicilia.

En América, a lo largo de la Conquista, España literalmente se expandió en todos los ámbitos, incluidos los relativos a la organización social y política, justo en un momento de gran ebullición social que consi­guientemente también propició en esencia los mismos grandes cambios en la propia península, en una acción que remarca la esencial unidad entre las Españas.
Y es que, en esencia, ese trasplante que señalamos existió en América lo era de una esencia nueva, in­ cluso en aquellos términos que, como la encomienda, se implantaban en América mientras eran erradi­cados en la España peninsular.

La implantación del nuevo derecho no representó así la eliminación del derecho autóctono, sino la or­ ganización jurídica que acabó vertebrando toda la sociedad, y que procuraba facilitar la vida civil con el reconocimiento como «república de indios» a aquellos que deseaban permanecer más apegados a sus costumbres ancestrales.
Repúblicas de indios que, como las villas y las ciudades, estaban dotadas de un cabildo cuyas resolucio­ nes tenían validez legal tras haber sido aprobadas por el corregidor.
Contrariamente a lo que luego haría el espíritu de la Ilustración, tanto el derecho consuetudinario indí­ gena como ciertos aspectos de la organización social y política de las comunidades eran debidamente atendidos y no en pocas ocasiones asumidos, aun chocando con los intereses de determinados sectores de la población española.

La ley era explícita al respecto:

Los Virreyes y Presidentes gobernadores hagan recoger y reconocer las Ordenanzas que hubieren hecho sus antecesores para el bueno y político gobierno de las repúblicas y comunidades de los indios, y se infor­ men del modo y forma con que se han guardado (Recopilación de las Leyes de Indias, libro II, título I, ley LXIV).

Y este respeto por las leyes de las comunidades locales era llevado hasta el extremo de incumplir orde­nanzas reales que pudiesen ser contrarias a las leyes propias de las poblaciones, hasta el extremo de que existía un principio que marcaba que las disposiciones reales hechas contra derecho o contra ley o fuero no fuesen válidas ni fuesen cumplidas.
Se preservaba así, en todo lo que no contradecía el iusnaturalismo, las costumbres locales, que en no pocos casos prevalecían sobre la legislación específica para Indias.
Podrá argumentarse que, no obstante, todas estas medidas estaban dirigidas desde la España peninsu­ lar, ya que las leyes de las que dependían eran inequívocamente elaboradas a la sombra de la Corte. Y hay más, pues la propaganda británica de la segunda década del siglo XIX afirmaba:

Los sur-americanos no tenían existencia política, y casi se les negaba el derecho de pensar (O'Leary:37).

Ante semejante pensamiento, totalmente plausible, se impone la realidad que ya ha sido expuesta pá­rrafos más arriba y que queda completada con el hecho de la redacción de las leyes, siendo que el estudio científico del derecho se inicia en 1551 en las Universidades de México y Lima fundadas ese mismo año. La de México contó con Cátedras de Cánones, Decretos, Leyes e Institutas; y la de Lima, de Leyes, Institu­tas, Prima y Víspera de Cánones. Estudios que no tuvieron parangón en las universidades que los euro­peos fundaron en América... sencillamente porque no fundaron ninguna.
De todo lo expuesto, y siguiendo a Fernando Álvarez Balbuena, se deduce que, en 1808, como en 1520:

En aquellas tierras gobernaba el rey por medio de las mismas instituciones que en España: Virreinatos, capitanías generales, reales audiencias y reales chancillerías, igual que lo hacía en Valladolid, en Cataluña o en Sevilla, por lo tanto su separación de España fue una dolorosa y traumática ruptura de la gran unidad nacional que componía aquel imperio, hoy triste e injustamente denostado aún por los propios españoles (Álvarez Balbuena: 2).

Y en el momento de la invasión napoleónica, cuando las comunicaciones transatlánticas estaban casi decapitadas, los españoles americanos tuvieron especial significación en las instituciones, siendo que hasta seis de ellos fueron presidentes de las Cortes en otros tantos períodos; otros seis fueron vicepresi­ dentes; y uno, secretario; y tres participaron en la redacción de la constitución (ver anexo).

Trece novohispanos asumieron la más alta representatividad en las Cortes de Cádiz, en la explosión de la gran asonada francesa, y al mismo tiempo:

Los ayuntamientos de América del Sur expresaron de inmediato su lealtad y apoyo a la Monarquía espa­ñola. En septiembre de 1808, el Ayuntamiento de Santiago de Chile, por ejemplo, declaró: 

«La lealtad de los habitantes de Chile en nada degenera de la de sus padres... Solo queremos ser españoles y la dominación de nuestro incomparable rey» (Collier, 1967, pp. 50). El 22 de noviembre de 1808, el Ayuntamiento de Guayaquil accedió a enviar comisionarios «a los pueblos de... esta provincia» con el fin de obtener ayuda para «nuestros hermanos españoles que se hallan peleando por la defensa de nuestra Religión Santa y del Rey legítimo que nos ha dado la Providencia». Los ayuntamientos de otras ciudades capitales y de pueblos más pequeños a lo largo y ancho de América del Sur también expresaron su compromiso con la fe, el rey y la pa­tria, y recaudaron fondos para apoyar la lucha de las fuerzas españolas contra los franceses (Rodríguez O., México...: 7).

Pero no es solo la representación; no es solo el derecho de los españoles americanos (indios y criollos incluidos). También en el terreno de la cultura podemos citar a quienes forman parte del Siglo de Oro de la literatura española. El Inca Garcilaso de la Vega, mestizo que nace en América y va a morir a España... y otros apellidos nos muestran la grandeza: Tezozómoc, Ixtlilxochitl, Guarnan Poma, Pachacuti Yam­qui... Y Mateo Alemán ..., nacido en la España europea y que terminó su vida en México.
¿Quién puede tener dudas al respecto de esa realidad? Parece manifiesto que, de no haber sido ese el sentimiento general, nunca España hubiese podido conformar el Imperio, porque como señala Felipe Ferreiro:

España no tenía tropas de ocupación en sus colonias y, por lo tanto, si antes de 1810 los americanos hu­ bieran sentido verdaderos deseos de independizarse, no tenían por qué esperar a que España se hallara de­bilitada por la invasión napoleónica para proceder a un alzamiento. Otro ejemplo: a principios del siglo XIX, los peninsulares avecindados en la parte española del continente no alcanzaban a 300.000 mientras la po­blación total en esa zona era de 15 a 16 millones de hombres. De modo que los peninsulares podían ser aplastados literalmente cuando quisieran los americanos; y si eso no ocurrió es también porque unos con otros se llevaban perfectamente (Ferreiro: 15).

Pero es que, además, conjeturas y demostraciones de hechos aparte, tenemos testimonios del momento:

El doctor Santiago Arroyo Valencia (1773-1845), abogado neogranadino establecido en Popayán, recono­ció en sus Memorias personales que durante el año 1808 su provincia, y todas las del Virreinato de Santa Fé, gozaban de una paz tan completa «que parecía no poderse alterar jamás». Las periódicas ceremonias de jura de fidelidad a los reyes de las Españas, los besamanos de los virreyes, la sucesión ordenada de los go­ bernadores provinciales y la cotidianidad de las ceremonias eclesiásticas anunciaban un estado de reposo social que no parecía turbarse por suceso alguno (Actas de Formación de Juntas).

Alguien tan poco dudoso como Alfonso López Michelsen, presidente de la República de Colombia entre 1974 y 1978, dejaría escrito para la posteridad en su obra El Estado fuerte:

La paz, la cultura y el progreso de nuestro continente durante los siglos XVI, XVII y XVIII, fueron el fruto de un intervencionismo de estado antiindividualista en toda la acepción del vocablo (Corsi: 48).

Pero en 1805 Trafalgar da el golpe de gracia a las comunicaciones atlánticas de España, a partir del cual se desarrolló todo el proceso posterior. La aniquilación de la flota española en Trafalgar tuvo consecuen­cias nefastas al dejar el mar expedito únicamente a los barcos británicos, quienes no encontraron obs­táculos para difundir en América las noticias que resultaba n más favorables para la consecución de sus objetivos, tergiversándolas a placer y con gran garantía de éxito.
Y llegó 1814. Los americanos pensaron en la paz y la unidad con la restauración de la monarquía tradi­cional. Consecuencia de ello fueron las misiones como la que desde Buenos Aires encabezaron Belgrano y Sarratea, portadora de un memorial que decía:

El pueblo de España no tiene derechos sobre los Americanos. El Monarca es el único con el cual celebra­ ron contratos los colonos de América; de él solo dependen y él solo es quien los une a España... La Ley de Indias es la mejor prueba del derecho de las Provincias del Río de la Plata... La Ley en cuestión es el con­ trato que el Emperador Carlos V firmó en Barcelona el 14 de setiembre de 1519 a favor de los conquistadores y colonos... (Andregnette:2).
Y, a partir de entonces, la hecatombe.
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1. Es de señalar que los mapuches (o araucanos) protagonizaron un serio enfrentamiento a mediados del siglo XVI, rela­ tado por Diego de Ercilla en su epopeya La Araucana.
2. «Los esfuerzos por encuadrar el ejercicio del poder dentro de los marcos jurídicos se remontan a la Edad Media. En­contraron su máxima expresión en el Derecho Común, elaborado a partir del siglo XII en las universidades europeas y, desde el siglo XVI, también en las iberoamericanas (...) Una temprana manifestación de la lucha por la sujeción del gobernante al derecho, que conviene mencionar aquí por su incidencia en Chile hasta nuestros días, nos remite a la temprana Edad Media. En la España visigoda del siglo VII Isidoro de Sevilla recoge y actualiza el antiguo aforismo rex eris si rectefacias, si non facias, non eris: rey serás si obras rectamente, si no no serás rey» (Bravo Lira).
3. «Es preciso tener en cuenta, que las Leyes de Indias, denominadas por algunos "Constitución de Indias", se insertan en un contexto de Monarquía Absoluta y Antiguo Régimen, faltando todavía más de siglo y medio para las primeras re­ voluciones burguesas y la conformación del Estado de Derecho» (Núñez Rivero).
4. Sencillamente comparándola con la realidad actual en los distintos parlamentos que queramos tomar como ejemplo. En el peor de los casos, si acaso acababan constituyendo una casta, en ello no veremos grandes diferencias con lo que ocurre en la actualidad.

El Fin del Imperio de España en América

El Auge y El Ocaso Del Imperio Español en América 
Salvador de Madariaga

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