EL Rincón de Yanka: 📕📒📕 "A FAVOR DE ESPAÑA: EL COSTE DE LA RUPTURA" Y "LA LEYENDA NEGRA: HISTORIA DEL ODIO A ESPAÑA"

inicio









CALENDARIO CUARESMAL 2024

CALENDARIO CUARESMAL 2024





martes, 2 de octubre de 2018

📕📒📕 "A FAVOR DE ESPAÑA: EL COSTE DE LA RUPTURA" Y "LA LEYENDA NEGRA: HISTORIA DEL ODIO A ESPAÑA"

A FAVOR DE ESPAÑA
EL COSTE DE LA RUPTURA



Este libro surge de la necesidad de llenar un vacío. Frente a una estrategia claramente meditada y pensada, así como bien financiada, de fabricación de un potente discurso nacionalista, millones de españoles se encuentran huérfanos de planteamientos para defender algo muy sencillo: que la idea de España, una realidad con más de quinientos años de historia, ha sido un proyecto exitoso y que sigue siendo la plataforma más segura y potente para navegar por las aguas turbulentas de un mundo globalizado, complejo e incierto. Los distintos gobiernos de la nación y los grandes partidos nacionales han estado hasta ahora en otra cosa: en el pacto, en el parche, cuando no en la más pura indolencia cómplice con el chantaje y el victimismo permanente que representa la obsesión identitaria. Los autores de este ensayo, ante una de las mayores crisis históricas, se han planteado con A favor de España y abrirse a esa parte de la sociedad civil preocupada por lo que está sucediendo y la falta de una respuesta de las instituciones a la altura del desafío. Con este ánimo ha convocado a expertos y académicos independientes, junto a otros colaboradores habituales (varios de ellos procedentes tanto del País Vasco como de Cataluña), con el objetivo de analizar con serenidad todas las contradicciones y falacias que se encuentran tras la estrategia secesionista, así como valorar los costes directos e indirectos (económicos, sociales, políticos) que este proceso tendría para todos los españoles, incluidos los propios ciudadanos catalanes y vascos. 

PREFACIO

Esta obra colectiva surge para reflexionar sobre el riesgo y los costes de la hipotética ruptura de España desde diferentes perspectivas -histórica, política, psicológica, jurídica, cultural-, y también para proponer soluciones. Reflexionar, debatir y proponer alternativas que eviten ese desastre es fundamental, y más aún en un momento de lamentable debilidad del debate político, sustituido por la consigna, la propaganda y el improperio sectario.

Todos sus autores, que por lo demás tienen sus propias ideas sobre multitud de cosas, coinciden en que la ruptura de España seda un desastre para todos nosotros, los ciudadanos españoles, y no solo para los separatistas partidarios de la secesión, sumergidos en un sueño narcótico que da la espalda a la realidad y desprecia la razón democrática.

La ruptura de España es un riesgo cierto que no cabe ignorar, como se ha hecho tantas veces desde el establishment político, económico y mediático, hasta que ha sido imposible seguir ignorando que «el dinosaurio seguía allí». Pero la ruptura no es inevitable: ni ha sucedido ni tiene por qué ser inexorable. Al contrario, si ha llegado a ser una amenaza real es como consecuencia de una prolongada desidia y pasividad que ya son intolerables.

La resignación, la neutralidad, la pereza y el inmovilismo son los mejores aliados de esa amenaza. Un peligro nacido en buena medida del desistimiento, la incomparecencia o el ninguneo, durante muchos años, de una defensa activa y razonada de lo mucho que une y tienen en común los ciudadanos españoles de todas las comunidades y territorios que componen España. 



Mientras que el localismo, el regionalismo y el nacionalismo separatista eran vistos y reivindicados con comprensión y simpatía, para hablar de España parecía obligado empezar pidiendo perdón primero. Lo común, desde la lengua hasta la historia y la cultura, ha sido visto como sospechoso y reaccionario, mientras cualquier localismo o tradición particularista, auténtica o recién inventada, era elevada a la categoría de bien cultural amenazado, a defender contra la «uniformidad».

Quizá el mayor logro conseguido por los partidarios de la desunión, la ruptura y la segregación basada en el narcisismo de las pequeñas diferencias haya sido un triple mensaje inoculado con indudable éxito en amplios sectores de la opinión pública española, y especialmente entre los que se consideran más progresistas, abiertos y ajenos a cualquier sospechoso «nacionalismo español»: la nación española es una ficción impuesta por la dictadura franquista (las naciones verdaderas son las étnico-lingüísticas de los nacionalistas: vascos, catalanes, gallegos, etc.); la secesión de una parte, como Cataluña o el País Vasco, es asunto exclusivo de ellos, porque tienen «derecho a decidir»; la obligación de los demás será aceptar ese ejercicio unilateral de un derecho del que aquellos están excluidos.

En resumidas cuentas, el mensaje es que la ruptura de España no tendría ningún coste para los ciudadanos de lo que quedara de ese extraño Estado sin nación. Y sin duda le iría mucho mejor al territorio separado, liberado de la intromisión española. Así que todo el mundo contento: «Aquí paz y después gloria».
La verdad es muy diferente:en un proceso de secesión y ruptura de la nación española perdemos todos. Y no solo, que también, en términos económicos -seríamos más pobres, especialmente los separados-, sino políticos, históricos, culturales, morales y emocionales.

Pensar que es posible romper sin coste alguno una comunidad unida por intrincados lazos seculares -tan reales como invisibles para quien no quiera verlos- es empeñarse en ignorar todo lo que la historia muestra y todo lo que sabemos de la naturaleza humana. La ruptura representada un trauma gigantesco y una frustración colectiva difícil de imaginar. Aunque no mediara violencia física, al estilo de la que bañó en sangre la desmembración de Yugoslavia (basada en argumentos no muy diferentes a los que manejan entre nosotros los partidarios de la secesión), la ruptura de España seria el resultado de ejercer una extremada violencia simbólica, ética y emocional: la indispensable para convertir en «extranjero» (y a menudo en «traidor») a un vecino, compañero, amigo o pariente.

Como demuestra el avance del separatismo allí donde se produce, la primera pérdida que provoca es la del pluralismo. No solo político, sino de cualquier otra clase. El separatismo necesita unanimidad y justificarse con la existencia de un enemigo opuesto a la «libertad» colectiva que invoca. Para eso necesita fabricar ese enemigo, que no es otro que el antiguo conciudadano y compatriota. Y para instaurar el colectivo propio como un pueblo enfrentado al otro, priva de libertad personal a sus propios miembros:o se está con el «nosotros» unánime y monolítico que se pretende emancipar, o se está con el enemigo que lo impide.

Esto requiere sacrificar la libertad cultural e intelectual de los individuos, que representa un gran inconveniente en ese proceso. El separatismo es siempre un «pensamiento único» que no admite alternativas. O se está con la independencia, o contra ella; o se pertenece al «nosotros», o se apoya al enemigo. Y con las alternativas excluye a las personas que las defienden. La exclusión de la disidencia siempre conduce a la exclusión del disidente y a su persecución. Como ha ocurrido en Cataluña, se comienza imponiendo la inmersión lingüística obligatoria en la escuela a los niños castellanohablantes (algo más de la mitad de los catalanes), y se acaba promoviendo el incumplimiento de la Constitución y de las leyes desde el gobierno de partidos implicados en numerosos casos de corrupción.
Ese mundo en blanco y negro de fervorosos patriotas y enemigos de la patria inventada es, en última instancia, incompatible con una democracia auténtica. Los «patriotas» se perdonan todo a sí mismos, incluyendo el crimen, pero a sus «enemigos» nada. Cuando todos los partidos defienden lo mismo, cuando todos los medios de comunicación comunican la misma línea editorial, cuando la educación y la cultura se ponen al servicio de ese mensaje único, entonces desaparece la «libertad de elegir» y, por tanto, esa libertad que es el requisito y objetivo de la democracia.

Donde solo hay una elección posible desaparece la libertad y, por tanto, la democracia. A veces incluso más, como advierte el siniestro eslogan del nacionalismo castrista en Cuba: Patria o muerte, copiado por ETA en el País Vasco (aberria ala hil) para justificar sus asesinatos.
Irónicamente, los partidarios de esa reducción de la democracia a una pura apariencia donde todo conflicto interno se «sacrifica» a la necesaria unanimidad contra el enemigo (ya discutiremos entre nosotros cuando seamos independientes) invocan, como fundamento de la erradicación de la «libertad personal de elegir», un presunto «derecho colectivo a decidir» que no es sino la exclusión del otro despojado de su derecho a la igualdad, tanto del que vive en otro territorio -los demás españoles, que no podrían decidir sobre su país- como del disconforme que vive en el interior. Como bien saben los vascos, en el lenguaje del nacionalismo, «españolista» es un simple sinónimo de «traidor» y, sobre todo, una amenaza si viene de los violentos.

Si España llegara a romperse, lo que se habría roto es no solo un Estado con siglos de historia, sino sobre todo una comunidad nacional democrática. Todos perderíamos y seriamos mucho más pobres. Lo que se empobrecería no es solamente la economía, sino las libertades personales y civiles, la igualdad jurídica y de oportunidades, la dignidad colectiva y la pertenencia a una comunidad frustrada y fracasada. Donde ahora solo hay líneas en un mapa de comunidades autónomas, habría fronteras muy reales. Donde existe la libertad de circular y vivir como ciudadano en un amplio y diverso país, se instaurada el confinamiento y la extranjería en pequeños territorios.
Ciertamente, en los territorios separados sería aún peor: nuestros actuales conciudadanos dejarían de serlo y perderían además la libertad de elegir y de pensar o sentir por su cuenta de modo diferente a la mayoría tribal. Habrían perdido la pertenencia a una gran comunidad de iguales -España y también la Unión Europea- para «ganar» en enemigos, extranjería, exclusión y pobreza. Muchos acabarían en el «exilio interior» de ser tratados como extranjeros en su propia casa. Y, finalmente, vendrían la frustración y el resentimiento de la mayoría al descubrir la falsedad del edén prometido, la marginalidad, debilidad y vulnerabilidad de los pequeños Estados en un mundo globalizado donde no tienen sitio, excepto algunos paraísos fiscales.

Ahora bien, nada de esto es inexorable. El antídoto consiste en recuperar y reforzar aquello que está amenazado por la disgregación, es decir, todo lo que nos ha unido material, política, cultural, moral y afectivamente. Para ello hay que hablar claramente y en voz alta a favor de España, nuestra auténtica comunidad nacional democrática, pero la única que, para algunos, no debería ni siquiera mentarse.
Hablar a favor de España es hacerlo a favor del pluralismo y la diversidad, pero también a favor de la unidad y la ciudadanía compartida. Y también a favor de todas las comunidades que la componen: Andalucía, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Cantabria, Castilla-León, Castilla-La Mancha, Cataluña, Comunidad Valencia, Extremadura, Galicia, La Rioja, Madrid, Murcia, Navarra y País Vasco, de Ceuta y Melilla.
Y hablar a favor de España es hacerlo también a favor de una Europa verdaderamente unida, de la ciudadanía europea. La Unión Europea nació para impedir más guerras entre los estados europeos, provocadas por contenciosos nacionalistas. Europa es un proyecto político de superación del nacionalismo, de la guerra y del cultivo de la diferencia, y a favor de la cooperación, la igualdad y la democracia compartida.

Nada habría más opuesto al progreso de Europa que la desintegración de uno de sus grandes estados miembros, España, en un explosivo conjunto de miniestados nacionalistas a la greña. Y no solo por las razones jurídicas que se invocan, como lo previsto en los tratados europeos respecto a la salida automática de la Unión de cualquier territorio segregado de un Estado miembro: es que Europa solo avanza cuando los estados ceden soberanía y entonces crece como comunidad política.
Por eso la ruptura de alguno o varios de sus estados miernbros -también hay fantasmas de secesión en el Reino Unido, Bélgica, Francia e Italia- es, para el proyecto europeo, tan nefasta y antagónica como los programas nacionalistas eurofóbicos que piden la pura desaparición de las instituciones europeas y el regreso al estatus anterior a la fundación de la Europa común: un mosaico de estados enfrentados, dominados por el nacionalismo y la xenofobia. No hay ninguna diferencia sustancial entre eurofobia y separatismo: son dos caras de la misma moneda.

En fin, hablar a favor de España es hacerlo a favor de los españoles, de lo que hemos demostrado que podemos y sabemos hacer mejor juntos: superar las divisiones heredadas, el apego a lo mezquino y el cultivo del resentimiento por viejos agravios, reales o imaginarios. Contradiciendo a los partidarios del pesimismo histórico, hemos demostrado que también sabemos cómo conseguir más libertad, más igualdad y más oportunidades. Pero para hacerlo son necesarias comunidades más grandes, más pluralistas y más inclusivas, como ya lo es España dentro de Europa.
Este libro quiere ser una aportación para esa tarea nunca acabada, en la que nadie pierde sus legítimos derechos y aspiraciones, y todos ganamos la posibilidad de hacer reales unos y otras.

La elaboración de este libro ha tratado de ser innovadora, buscando promover la participación y colaboración. Se convocaron varias reuniones con los autores para que todos pudieran conocer el trabajo de los demás y opinar sobre él. También se celebró un seminario el 6 de noviembre de 2013, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, para discutir el borrador provisional del texto, al que se invitó a más de un centenar de expertos, profesores, empleados públicos y agentes sociales y en el que estuvieron, entre otros, la catedrática de Derecho Internacional Araceli Mangas, el economista del Instituto de Análisis Económico del CSIC Ángel de la Fuente, el escritor Félix de Azúa, el catedrático de Derecho Constitucional Francesc de Carreras, el presidente de la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón José Varela Ortega, el econornista Carlos Bustelo y los catedráticos de Derecho Adrninistrativo Santiago Muñoz Machado y Antonio Jiménez Blanco. Las aportaciones realizadas en el seminario se tuvieron en cuenta en la redacción definitiva del texto. Nuestro agradecimiento a todos ellos. Del mismo modo, este libro no habría sido posible sin el trabajo de Ramón Cuevas, quien ejerció las labores de secretaría administrativa del grupo; nuestro agradecimiento también para él.

FUNDACIÓN PROGRESO Y DEMOCRACIA
PRÓLOGO
¿CIUDADANOS O NATIVOS?

«El nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía». GEORGES SANTAYANA

Incluso los observadores menos alarmistas coinciden en señalar que la actual situación social y política de España es francamente grave. No solo por la larga crisis económica que padece (y que comparte, aunque a veces con peores síntomas, con otros países europeos), ni siquiera por la desconfianza generalizada de los ciudadanos ante las instituciones más básicas y sus representantes (partidos políticos, sindicatos, bancos, jueces, la misma monarquía), fomentada por casos de corrupción tan flagrantes como en demasiadas ocasiones impunes o mal esclarecidos, sino sobre todo por una seria amenaza de desarticulación del país como tal. Una de sus regiones autónomas más prósperas parece querer independizarse, otra está saliendo de un largo periodo de terrorismo separatista cuyos simpatizantes desean rentabilizar políticamente el cese de la violencia, las demás comunidades se encierran en sí mismas y anteponen la urgencia de sus intereses a la reclamación de la unidad del conjunto. Y todo en un desconcertante concierto de reproches mutuos, de agravios manipulados, de malquerencias orquestadas hacia la fragmentación. No son males políticos inéditos en Europa, desde luego, pero sí han adquirido una virulencia distintiva en España, una vocación suicida de la que muchos parecen desentenderse y otros, aún peor, alegrarse.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Vale la respuesta que dio el matador cuando le preguntaron cómo uno de los banderilleros
de su cuadrilla había llegado a gobernador civil: «¡Degenerando!». Tras el monolitismo seudoimperial del franquismo, en España había un lógico deseo de diversidad y de reconocimiento de culturas autóctonas regionales, con sus peculiaridades lingüísticas y su problemática social propia, que exigía una gestión diferenciada. Las comunidades con mayor tradición nacionalista (Cataluña, País Vasco y Galicia) eran las que reivindicaban con mayor denuedo estas diferencias. Para evitar discriminaciones territoriales entre los ciudadanos y no dar cauce a los separatismos que tanto contribuyeron al hundimiento de la república, se propició una fórmula autonómica general tan descentralizadora que prácticamente equivalía a un federalismo no reconocido como tal. Con ello se pretendía que los nacionalismos se volviesen autonómicos, pero salió el tiro por la culata y fueron las autonomías las que se contagiaron de nacionalismo. Todo lo local, a veces apresuradamente inventado para el caso pero dotado de inmediatos pergaminos de linaje ancestral, se vio glorificado, mientras que cuanto se compartía con el resto del país se minimizó como una subordinación vergonzosa. Ser «catalanista», «andalucista» o «vasquista» podía llevar a excesos, pero era, sobre todo, positivo; ser «españolista» resultó un insulto. Se volvió dogma patético la vieja boutade de que «son españoles los que no pueden ser otra cosa». Cada uno de los gobiernos autonómicos llegó a la conclusión de que la única forma de obtener ventajas era achacar todos los males al gobierno del Estado, al modo de los nacionalistas. Los impuestos que pagan siempre los ciudadanos y que garantizan la solidaridad dentro del país y la redistribución de riqueza por medio de servicios públicos fueron vistos como un expolio de «España» a tal o cual comunidad.

De tal modo que los ciudadanos han llegado a reconocer su vinculación unitaria como país solamente en casos de triunfos deportivos (¡la «Roja»!) o ante catástrofes accidentales de envergadura, pero nunca en nada relacionado con la ciudadanía que ejercen: en política prefieren siempre las adhesiones locales. Las comunidades conviven, no siempre de forma armónica, yuxtapuestas unas a otras como los quesitos en porciones de "la Vaca Que Ríe" (o quizá, para ser más castizos, del Caserío), cada cual envuelto en su infranqueable e impermeable papel de plata. Los más conciliadores aceptan compartir la misma caja, otros prefieren ser vendidos por separado... Por otra parte, gracias a la vigente ley electoral, los partidos políticos de vocación estrictamente regional, es decir, más nacionalista, que solo presentan listas electorales en sus respectivas autonomías, están mejor representados en el parlamento estatal que los que se presentan en todo el territorio, de modo que se han venido convirtiendo hasta ahora en indispensables para que uno de los dos partidos mayoritarios alcanzase la mayoría absoluta. Así se ha reinventado un nuevo avatar del clásico caciquismo hispano: el bipartidismo de facto se apoya estatalmente en nacionalistas regionales a cambio de dejarles manos más o menos libres en su territorio. Así se explica, entre otras muchas cosas, la resignación ante prácticas neofranquistas como la inmersión lingüística que arrincona y proscribe la lengua común, así como concesiones en temarios escolares aberrantes de historia, geografía, etc.

No ha sido cosa de un día ni de un mes, sino de décadas de desidia que han fragmentado la conciencia ciudadana y que han reforzado cualquier diferencia del vecino como legítima y deslegitimado, en cambio, cualquier reivindicación unitaria como reaccionaria. Así se ha conseguido que muchos vieran la plaga terrorista como algo que «debían resolver los vascos», o que hoy se considere que el futuro de Cataluña, dentro o fuera de España, sea un asunto de los catalanes y no de los españoles. En la configuración de esta mentalidad fraccionada que convierte a los ciudadanos en meros nativos (aunque sea de adopción) han colaborado a lo largo de los años muchos medios de comunicación y creadores de opinión considerados progresistas y que bien podían serlo en otras cuestiones, pero, desde luego, no en esta.

Cuento mi experiencia personal: a veces he protestado ante amigos que escriben habitualmente diatribas desacomplejadas contra el gobierno del Estado su falta de beligerancia en el caso de los abusos nacionalistas. Muchos se justifican diciéndome: «Hombre, ya sabes lo que pienso yo de los nacionalistas». Cierto: lo sé y no suele ser nada favorable. Pero lo sé porque me lo han confiado en conversaciones privadas y charlas en petit comité. En cambio, sus descalificaciones sobre Rajoy, Bárcenas o los recortes abusivos en Sanidad y Educación las conoce todo el mundo, porque escriben de ellas un día sí y otro también. Cuando arriesgan algún comentario desfavorable contra el separatismo, para compensar siempre se hace a continuación otro contra la recentralización, el españolismo y, a fin de cuentas, de Aznar, para ellos los culpables en el fondo del «agravamiento» de la situación. Nunca se les leerá ninguna franca defensa de la España unida y democrática por la que algunos tanto luchamos en la dictadura. Claro que la mayoría de ellos no lucharon, todo hay que decirlo ... De modo que solo le quedan como paladines a España representantes de la derecha más gesticulante y esencialista. Conviene recordar, además, lo que les sucede a los pocos intelectuales progresistas que asumen sin rodeos una actitud antiseparatista. Si viven en territorio nacionalista, padecerán, en el mejor de los casos, un discreto ostracismo y, en el peor, varios tipos de inquina inquisitorial, incluso violenta (porque puedo dar fe de que mamporreros que interrumpen actos culturales o cívicos con exhibición de banderas, gritos y amenazas no solo los tiene la extrema derecha falangista). 

En el resto del país dejan de ser progresistas y pasan directamente a ser «fascistas», término de descalificación que ya no se aplica a conservadores económicos ni neoliberales como se hacía antaño -con no menor injusticia-, sino que se reserva para cualquier partidario abierto de la unidad de España. En UPyD sabemos algo de ese asunto...
Actualmente, con motivo de la crisis y del lógico malestar social, algunos se preguntan si es posible que en España surja algún tipo de «populismo», ese ersatz de la democracia para ignorantes. Desde mi punto de vista, ya existe el modelo entre nosotros, so capa de nacionalismo. Tanto el populismo como el separatismo son enfermedades políticas oportunistas que atacan al cuerpo del Estado cuando se debilita socialmente. En el País Vasco hemos padecido durante largo tiempo un populismo tipo Che Guevara, terrorista con ínfulas de guerrilla, y ahora vemos en Cataluña otro modelo Chávez, que acogota a los discrepantes con manifestaciones callejeras y el unanimismo manipulado de los medios de comunicación al servicio de la retórica demagógica. Su caballo de batalla -o de Troya, más bien- es la reivindicación del «derecho a decidir». 

Por supuesto, que los ciudadanos reivindiquen el derecho a decidir en democracia es como si los peces reclamasen airadamente el derecho a nadar. Todos lo tenemos y basamos nuestra ciudadanía en él, aunque sometidos a las leyes que son precisamente el primer resultado de nuestras decisiones colectivas. El derecho a decidir pertenece al ciudadano, que lo es del Estado y no de una de sus regiones o territorios. En la época feudal existían los siervos de la gleba, labradores considerados como partes forzosas del terruño que cultivaban y que eran vendidos o comprados como parte de la propia finca. Los nacionalistas pretenden inventar el «ciudadano de la gleba», pegado a su demarcación y que es el único con derecho a ejercer como tal en ella. Lo cual por cierto no le impide en otros casos reclamarse parte activa de la totalidad del Estado, sobre todo cuando hay que recibir subsidios y apoyos para empresas consideradas, entonces sí, de «interés común». 

El derecho a decidir que reclaman los nacionalistas es en realidad el derecho a exigir que los demás no intervengan en las decisiones sobre lo que consideran territorio exclusivamente propio. Exigir en tales condiciones un referéndum sobre la independencia es en realidad una petición de principio, porque de hecho tal referéndum implica lo que se pregunta en él, la capacidad de no dejar al resto del país intervenir en decisiones que también les afectan. Se pide decidir sobre si los catalanes quieren seguir siendo españoles, pero se prohíbe al resto de los españoles decidir sobre si quieren seguir siendo catalanes... como legítimamente lo son ahora. Y ello con todas las dudas que presupone establecer quiénes son «catalanes» a este fin (¿nativos, oriundos, asimilados...?) como categoría que sustituye a la ciudadanía del Estado español, que es la vigente.

Este libro que presentamos no se dirige, en cambio, a catalanes, vascos, gallegos o andaluces en exclusividad, sino a ellos y a todos los demás: es decir, no a los nativos, sino a los ciudadanos españoles. Su objetivo es informar de quiénes somos políticamente, de lo que está en juego en los retos separatistas y de lo que podemos perder por desidia o indiferencia, pérdidas que van ciertamente más allá de los indudables perjuicios económicos que pueden auspiciarse. No es cierto que estemos ya en un camino sin retorno, aunque por desgracia se hayan causado heridas demagógicas pero sangrantes que serán difíciles de restañar. Queremos despertar una respuesta política al separatismo, no solo entre ciudadanos afincados en tal o cual región, sino en todos los del país, porque, aunque nadie puede decir con razón que España le roba, sí tenemos buenas razones para alarmarnos de que quieran robarnos España.
FERNANDO SAVATER
I
UN DIAGNÓSTICO PRELIMINAR: LAS RAZONES DEL ÉXITO DEL NACIONALISMO DISGREGADOR EN ESPAÑA

RAMÓN MARCOS ALLO
Introducción
¿Por qué está triunfando en España el nacionalismo disgregador? ¿Por qué pueden germinar y crecer posiciones de nacionalismo étnico en una sociedad avanzada de Occidente en el siglo XXI? ¿Por qué una sociedad con un nivel educativo muy aceptable puede poner en juego su futuro aceptando de manera acrítica un discurso plagado de falacias y mitos? ¿Por qué una sociedad abierta y cosmopolita puede convertirse en una sociedad cerrada y ensimismada hasta poner en peligro la propia paz social? ¿Por qué ha fallado la democracia y la capacidad de respuesta del Estado?
Estas y otras preguntas semejantes surgen en la España de 2013 ante los acontecimientos que se están viviendo en Cataluña y que se han vivido y se viven en el País Vasco. Hay que preguntarse qué factores han concurrido para que en la sociedad vasca, tras décadas de terrorismo etnicista, se renuncie al ejercicio de la justicia, o para que en una sociedad como la catalana, donde pocos años atrás el sentimiento separatista era minoritario, casi marginal, haya llegado a formarse una cadena humana para recorrer toda Cataluña de norte a sur pidiendo la independencia.

Al inicio de la década de 1980, cuando Jordi Pujol gobernó Cataluña por primera vez, el porcentaje de separatistas no alcanzaba el 10 por ciento declarado, y esta proporción se ha mantenido relativamente estable hasta fechas muy recientes. La sociedad catalana era una mezcla de gentes provenientes de toda España, no solo desde la emigración de los años cincuenta y siguientes décadas del siglo pasado, sino desde finales del siglo XIX, e incluso antes. En este sentido resulta en extremo revelador comprobar cómo la guía de teléfonos de la ciudad de Barcelona es más parecida a la de Madrid que ninguna otra del resto de España, pues ambas son el resultado de la mezcla de gente procedente de todos los rincones del país, tal y como demuestra el economista José V. Rodríguez Mora en sus estudios. Cabe decir que, en Cataluña, cerca de un 90 por ciento de la población tenía vínculos directos con el resto de España, viajaba en verano a las ciudades y pueblos de sus padres, se casaba con otros españoles o compartía programas de televisión.

Algo después de tres décadas nos encontramos con una sociedad dividida en la que el porcentaje de independentistas ha crecido hasta llegar al 50 por ciento, o incluso superarlo según algunas encuestas. El sentimiento separatista domina por completo el espacio público, del que se ha desterrado cualquier simbología que remita a España, donde la eficacia movilizadora del F.C. Barcelona se pone al servicio del nacionalismo, donde los medios de comunicación y la escuela son instrumentos en manos de unos poderes públicos consagrados a la única tarea de crear una nación independiente de España, y donde la gran parte de la ciudadanía que todavía piensa de manera diferente se muestra desorientada, apabullada por un discurso nacionalista tan falaz como persistente, pero que los representantes del gobierno central no aciertan a contradecir, o bien no se atreven a manifestarse por la presión del pensamiento dominante.

El caso del País Vasco es distinto por la existencia de un terrorismo continuado, extremadamente violento y consentido por una parte importante de la población, que en Cataluña fue de mucha menor intensidad y duración. Pero la extrañeza ante el resultado es semejante:a pesar de que los terroristas no se han rendido y ni siquiera han pagado políticamente sus crímenes, el nacionalismo y los herederos de ETA han conseguido imponer sus posiciones ideológicas y han logrado controlar las instituciones vascas. El Estado ha renunciado a la victoria de la justicia y la libertad.
Nos hallamos ante un proceso de conversión social que no es fruto del azar. El objeto de este capítulo es analizar, en primer lugar, qué condiciones existían al inicio de la Transición que pudieran favorecer el éxito del nacionalismo disgregador; en segundo lugar, prestaremos atención a los factores políticos, sociales y culturales de los que se ha servido ese nacionalismo disgregador para imponer su ideología, y en tercer lugar nos preguntaremos cómo es posible que este éxito del nacionalismo se esté logrando a la vista de todos, y sin que nadie haya sabido darle respuesta.

Un buen caldo de cultivo

El crecimiento desbordante del separatismo en Cataluña en los últimos tiempos es asimilable a un proceso vírico. El independentismo está francamente «de moda» en Cataluña. Cientos de millares de catalanes se lanzan a las calles para «alcanzar la libertad » y para «hacer realidad el sueño de la independencia». Muchos de ellos incluso intuyen, o son muy conscientes, del coste de la No-España, de los graves perjuicios que sin duda les ocasionaría, de producirse, un cambio de este tipo, y a pesar de ello avanzan ilusionados hacia adelante, con la mirada clara y lejos y la frente levantada, persuadidos de que por alto que sea ese coste, «la independencia no té preu».

Sin embargo, si nos remontamos al principio de esta historia, apenas ningún ciudadano catalán en pleno uso de razón creía que no era libre, haciendo la salvedad de un puñado de personas con un fuerte rechazo hacia España y una clara voluntad separatista. Pero estos pocos individuos, líderes sociales y políticos perseverantes, bien conectados y con un objetivo perfectamente claro, han conseguido que su mensaje haya calado en gran parte de la sociedad catalana hasta el punto de provocar una especie de histeria colectiva. No debemos olvidar que el nacionalismo es una ideología que apela a los sentimientos creando un relato muy similar al de las religiones, y eso tiene más fácil acogida por la gente.

En su conocida obra The Tipping Point (2000) el sociólogo Malcolm Gladwell estudiaba las claves para entender las epidemias sociales. Para Gladwell, el tercero de los pilares de estos fenómenos, junto al mensaje vírico y las personas que lo extienden, es el poder del contexto. En efecto, las epidemias son sensibles a las condiciones y las circunstancias de los tiempos y los lugares en que se encuentran. En este punto vamos a citar algunos de los ingredientes del caldo de cultivo del independentismo.
Pervivencia de un fuerte sentimiento nacionalista en una minoría muy activa e integrada de la población
En la Transición existía en la sociedad catalana un minoritario, pero muy activo, sector de la población que defendía tesis nacionalistas e incluso abiertamente independentistas. El número de personas con un fuerte sentimiento de animadversión hacia lo español era despreciable, si se consideraba la sociedad catalana en su conjunto, pero pasaba a ser notable cuando el ámbito de referencia era el de la participación política. Este fue el inicio de un mal endémico en Cataluña: la distancia que durante años ha separado, y aún separa, la Cataluña real de la Cataluña oficial.
Muchas de las personas que integraban la Asamblea de Cataluña, sobre la que se articuló la oposición al régimen franquista a partir de 1976, provenían de familias tradicionales catalanas de ideología catalanista. Por el contrario, apenas podemos encontrar entre sus principales dirigentes personas procedentes del mundo de la inmigración venida del resto de España. Era evidente el sesgo sobre la realidad social a favor de una minada catalanista que perseguía la realización de políticas nacionalistas, más o menos explícitas. Muchos de estos personajes, como Pujol, Raventos, Ribó, Antoni Gutiérrez o Isidre Molas, acabarían copando la dirección de los principales partidos catalanes: PSC, CiU, PSUC y ERC.

A estos dirigentes políticos hay que sumar los líderes de opinión que formaban parte de la élite social y económica de Cataluña, como Oriol Bohigas o Xavier Rubert de Ventos. Eran los herederos del catalanismo anterior a la Guerra Civil, representado por la Lliga y posteriormente por ERC; un catalanismo que a juicio de Joan Lluis Marfany (La cultura del catalanisme, 1995) es sinónimo de nacionalismo y que era un movimiento de clases inedias con ambición de ascenso social. Su objetivo era que la política catalana de la Transición se hiciera en términos nacionalistas, evitando el peligro de lo que ellos llamaban lerrouxismo (el republicanismo ya había fracasado ante la Lliga) y que se podía encamar en las masas de ciudadanos procedentes del resto de España, que no eran catalanistas y que podían cuestionar su hegemonía social.

Cabe decir que toda «la lógica de la acción colectiva» jugaba a favor de este grupo poco numeroso pero organizado y con muy notables «incentivos selectivos positivos» . Tal y como recuerda el gran politólogo Mancur Olson en su obra Auge y decadencia de las naciones (1986): «Un reducido número de sujetos muy ansiosos por obtener determinado bien colectivo actuarán con más frecuencia de manera colectiva para conseguirlo que una cantidad mayor de sujetos que tengan la misma voluntad de conjunto», para concluir con cierta resignación: «Sin la menor duda, la gran importancia histórica de los pequeños grupos de fanáticos se explica en parte por esta razón». Con todo, no les faltó ayuda, llegada de los lugares más insospechados. El propio Alfonso Guerra, en la cima de su poder, «vendió su alma» al dejar a su 85 por ciento (la Federación Socialista Catalana) en manos del 15 por ciento minoritario cuando pactó la fusión con los partidos socialistas dominados por esas minorías y les dejó el poder, a pesar de las resistencias de los dirigentes de la Federación Catalana.
Menor peso especifico en la sociedad de una mayoría con fuertes vínculos con el resto de España
La inmigración que llegó a Cataluña y al País Vasco desde el resto de España, como la que llegó masívamente a Madrid desde la década de 1950, estaba compuesta en su inmensa mayoría por una población poco formada que llegaba para realizar trabajos manuales en la construcción, las nuevas factorías o servicios de bajo nivel. Esta inmigración de aluvión se fue asentando en condiciones muy precarias con servicios públicos casi inexistentes y con fuerte carga de trabajo. En las zonas nacionalistas este sector débil de la población tuvo que lidiar no solo con las dificultades propias de la inmigración, sino con un nacionalismo implícito, pero efectivo incluso durante la dictadura, que ponía límites a su integración y que dificultaba su participación social. A diferencia de otros lugares de acogida, como la propia ciudad de Madrid, donde el origen y el acento no fueron un obstáculo para la cohesión social, en el País Vasco y en Cataluña se construyó un techo de cristal con el material de esos rasgos identitarios.

Cuando llegó la Transición, esta menor participación social se tradujo en una menor participación política en Cataluña, lo cual reviste una enorme importancia, pues es tanto como decir que a la gran mayoría del pueblo catalán se le privó, por la vía de los hechos, de uno de los derechos civiles básicos, como es el sufragio pasivo. Como señala Pedro Gómez Carrizo, la «limitación al sufragio pasivo ha existido en Cataluña, en la práctica, en la forma de un efectivo techo de cristal, y de hecho esa barrera ha determinado el mapa político catalán, y en consecuencia la realidad de Cataluña, favoreciendo que los intereses soberanistas de quienes en 1978 eran una exigua minoría de catalanes acabaran siendo aclamados por 120 de los 135 parlamentarios catalanes el 30 de septiembre de 2005». La mayoría social quedó infrarrepresentada en las instituciones, y la consolidación de esa realidad generó un círculo vicioso, pues esos catalanes procedentes de otros lugares de España o hijos de emigrantes se apartaron todavía más de la política catalana, considerada «propia de catalanes». La baja participación en los procesos electorales autonómicos es un síntoma de esta deficiencia y su resultado lo conocemos: se suprimieron del debate político las preferencias o intereses de este amplio sector de la población y se dejó vía libre para que se impusiera el ideario nacionalista, una de cuyas consecuencias fue la puesta en práctica de las políticas de «normalización» que dificultaron su movilidad social.
historia del odio a España.
El relato hispanófobo externo e interno.

Sin pasado no hay futuro. En función de la visión que tengamos de nuestra Historia podremos construir un gran futuro, uno más pequeño o tal vez ninguno. La transición de rondón se coló un fracaso: de pronto hablar de España, de su historia y cultura, en términos elogiosos se convirtió en un asunto peligroso que podía afectar a la salud, física y mental de quien osara tamaña afrenta. En palabras del filósofo Fernando Savater: “ser «catalanista», «andalucista» o «vasquista» podía llevar a excesos, pero era, sobre todo, positivo; ser «españolista» resultó un insulto”. Se echó la culpa al franquismo que como mancha indeleble contaminaba (y sigue contaminando cuarenta años después) todo, incluso nuestros símbolos nacionales aunque fueran mucho más antiguos. Nada parecido pasó en Italia, a pesar de Mussolini; ni en Alemania, a pesar de Hitler; ni en Francia, a pesar de un pequeño emperador (Napoleón) causante de millones de muertes en Europa, cuya historia ha sido un ejemplo exitoso del mantra “redecora tu vida”.

¿Por qué España no puede ser un país como los otros? ¿Por qué el separatismo se da al sur de los Pirineos y no al norte? Se ha dicho, al menos desde Ortega, que se debe a la falta de un proyecto sugestivo de vida en común, semejante al de la Revolución francesa. Pero este aserto no admite un análisis riguroso: el centralismo jacobino se impuso con levas forzosas y a sangre y fuego (e.g. guerra de La Vendée), con la coartada de que cualquier fuero o privilegio medieval atentaba a la igualdad y a la modernidad. Compárese con la actitud de Felipe IV en 1652 cuando recupera Cataluña de la opresión francesa y de la oligarquía local “a petición de los propios catalanes”.
España lleva siglos bajo el imperio de una propaganda negativa fabricada sobre la base de “fake stories”
En realidad, llueve sobre mojado. España lleva siglos bajo el imperio de una propaganda negativa fabricada sobre la base de “fake stories”. Empezó por pura necesidad de nuestros adversarios que, al no poder ganarnos en el campo de batalla, tuvieron que recurrir al panfleto y la desinformación. Luego continuó por puro cálculo de interés perverso: la leyenda negra anti-española servía para tapar las vergüenzas de los demás, mucho peores que las nuestras. Desde entonces se instaura un principio básico en la mayor parte de los estudios historiográficos cuando se trata de juzgar o valorar lo hecho por españoles: la doble vara de medir. Lo singular de este caso, y lo que constituye nuestro verdadero hecho diferencial: es que esa historia llena de bulos, exageraciones, hechos sacados de contexto o simples patrañas, la hicimos nuestra: nos la creímos. Se formó un imaginario colectivo acomplejado que incluso llevó a que legitimáramos que para hablar con autoridad bien (o mal) de España había que ser extranjero. Así surgieron los hispanistas. Prueben a buscar anglicistas o francistas.

Cierto es que ya no somos el enemigo a batir, ni tenemos ningún Imperio en el que no se ponga el sol, pero el relato hispanófobo no es cosa ni mucho menos del pasado remoto. Basta ver cómo trata la prensa (nacional o no) los posibles fracasos españoles (e.g. la crisis del pepino, una partida de yogures caducados o la prima de riesgo que nos llevó a ser encuadrados dentro de los “PIGS”) y los de los demás (la mayor contaminación de vertidos petrolíferos es cosa de la inglesa BP en el golfo de México, la empresa que ha ocasionado el mayor ataque al medio ambiente en España fue la sueca “Boliden”, o el accidente aéreo más reciente fue cosa de la compañía alemana Germanwings, que no cumplía las normas de la IATA). Cuando afecta algún error a una empresa española nos hacemos el “hariquiri” colectivo, interno y externo; cuando es una empresa extranjera se trata de casos aislados y punto. Los suecos pueden seguir siendo los más medioambientalistas de Europa aunque sus empresas contaminen y no paguen ninguna indemnización por ello. Los alemanes y británicos pueden presumir de ser los más eficaces y cumplidores del derecho internacional…

Y así llegamos a la cobertura mediática del desafío separatista catalán a nuestra Constitución, nuestros tribunales y leyes. ¿De verdad se creen que si Puigdemont fuera corso no estaría hace meses en una prisión de París? Si Texas o Baviera hubieran convocado un referéndum en contra de varias sentencias de su Tribunal Constitucional o Supremo, y la policía o la guardia nacional hubieran tratado de hacer cumplir esas sentencias, ¿alguien en Europa o Estados Unidos habría osado acusar a las fuerzas de seguridad de nazis o esclavistas? Sigan soñando.

Nos robaron nuestra historia. Ahora quieren quitarnos nuestro futuro. Superemos el estado de ingenuidad. Despertemos de nuestro letargo. Hagamos frente a la guerra… cultural.

"A nuestros antepasados, 
injustamente olvidados y vilipendiados. 
A nuestros hijos, 
para que logren hacer honor a su memoria".

"The past was neither as good nor as bad 

 as we suppose: it was just different". 

Tony Judt

"Si alguien pregunta por qué hemos muerto jóvenes decidle que nuestros padres nos mintieron". 
Rudyard Kipling, Epitafios

PRÓLOGO

El libro "La Leyenda Negra", historia del odio hacia España, de Alberto G. Ibáñez, es tan necesario como oportuno. Necesario porque ilumina las tinieblas del desconocimiento y del desprecio hacia la historia propia. Oportuno por el momento en el que ve la luz, cuando el ataque feroz a la idea de España perpetrada sediciosamente por algunos partidos independentistas ha originado la mayor crisis del Estado desde la reinstauración de la democracia.

Los que desearnos una España en la que todos quepamos debemos reamarnos intelectualmente y construir un sólido discurso para defender una unidad que a todos nos beneficia. Y como cualquier buen discurso que se precie, debe cimentarse sobre un suelo sólido. Y para ello, lo primero, el conocer y denunciar cómo es posible que nuestra historia sea desconocida y despreciada de manera injusta y falaz, víctima de una leyenda negra creada hace ya siglos para destruir el prestigio español y que aún colea en nuestros días, tanto fuera como dentro de nuestras fronteras.
Aunque el término «leyenda negra» se atribuye a Emilia Pardo Bazán, fue Julián de Juderías el primero que en un magnífico libro de principios del siglo XX -titulado precisamente La leyenda negra de España- demostró con detalle su existencia y persistencia a través de los siglos. En 1971, el hispanista californiano Philip Wayne Powell cerraba este círculo con un libro titulado "El árbol del odio", donde creaba el término «hispanofobia» y demostraba desde Estados Unidos cómo se había urdido la trama contra España y la Hispanidad, que persistía incluso en esos tiempos. Entonces, ¿por qué otro libro sobre la leyenda negra? Alberto G. Ibáñez nos sorprende, tras el éxito de su anterior obra La conjura silenciada contra España, con un nuevo libro donde trata de desmontar el relato dominante y todavía vigente antiespañol.
Desde un rigor académico, que no rehuye la provocación ni el combate de las ideas, el autor emprende la tarea de desmontar la mayor campaña de desprestigio que se ha emprendido contra un país. A este respecto, podernos destacar varias aportaciones relevantes que realiza este libro.

Primero hacía falta actualizar y completar los argumentos de Julián de Juderías, así como extender el análisis que hacía Powell en Estados Unidos a otros países. En este sentido, aunque el mismo título del libro puede entenderse como un homenaje indirecto a estos dos grandes estudiosos, el autor no se queda en el mero análisis de las fuentes historiográficas, sino que analiza esta compleja cuestión asimismo desde la óptica de la ciencia política, la psicología social y las técnicas del marketing público; es decir que aplica una metodología interdisciplinar.

En segundo lugar, estudia cómo y por qué la propaganda antiespañola creada por potencias extranjeras se instaló en el imaginario colectivo de los españoles (la hicimos acríticamente nuestra) e influyó de forma determinante en nuestra decadencia, alentando una injustificada baja autoestima en la sociedad, gracias sobre todo al que considera nuestro verdadero vicio nacional: una ingenuidad contumaz. En este sentido, el libro trata de sacarnos de la comodidad intelectual, destacando contradicciones y forzándonos a preguntarnos por qué hemos permitido sin reaccionar y sin comparar con lo que hacían otros en parecido tiempo y lugar, que triunfe un determinado discurso.

En tercer lugar, analiza las razones y los métodos empleados que llevaron a construir la leyenda negra antiespañola y a hacer que ésta haya sido la más intensa, agresiva y duradera de la historia. El autor engloba a sus múltiples creadores e impulsores bajo el término de «hispanófobos». Analiza además el papel jugado por la metodología y por la doble vara de medir (una para los demás y otra diferente para nosotros) que se instaló hasta tiempos muy recientes en los ensayos históricos De forma específica el libro hace el esfuerzo concreto de comparar el Imperio español con los errores y horrores cometidos por otros (especialmente, británicos, franceses y norteamericanos), que eran precisamente los más interesados en que nuestra leyenda negra se agrandara para que nadie hablara de las de los demás.

En cuarto lugar, el libro analiza, como complemento imprescindible para tener una imagen concreta de lo que le ocurre a España, cómo se ha creado y mantenido la leyenda negra interna, la que han creado unos españoles contra otros (desde el separatismo pero no sólo), poniendo en peligro el futuro de nuestra nación: desde que España no ha existido nunca (la leyenda de la España inexistente), hasta consentir lo que el autor denomina un verdadero «harakiri histórico-cultural» , único en el inundo. Aquí el autor destaca que el verdadero vicio nacional, antes que la envidia es la ingenuidad, atreviéndose a englobar a todos los españoles que consintieron e impulsaron el autodesprecio a lo español bajo el término «hispanobobos».

Sociólogos y antropólogos deberían devanarse los sesos para tratar de justificar lo mal que muchos españoles habitan en su propia historia. Llama poderosamente la atención comprobar cómo, en los países de nuestro entorno, sus ciudadanos se sienten profundamente orgullosos de su historia, de su cultura, mientras que un porcentaje significativo de los españoles se avergüenza de la propia. ¿Por qué? ¿Es que hemos sido peores? ¿Hemos perpetrado mayores fechorías que el resto de potencias históricas? En absoluto. De hecho, es probable que lo hayamos hecho mucho mejor desde el punto de vista ético y estético. ¿Por qué, entonces, esta imagen tan negativa que pesa sobre lo hispano? El autor de esta obra arroja luz sobre este misterioso desapego de lo propio, daño colateral -cuando no directo- de la leyenda negra urdida contra nosotros.

Por último, y hablando de presente y de futuro, el libro acaba, como no podía ser de otro modo, examinando cómo subsiste la leyenda negra en la actualidad (donde cabe afirmar que el diablo anda en los detalles), planteando que debemos superarla para poder recuperar la normalidad, esto es, ser un país «normal », como los demás, donde no resulte extravagante que haya gente que ame sanamente a España (hispanófilos y no sólo hispanistas), como existen anglófilos, francófilos, germanófilos...

El autor plantea en este sentido que sólo desde la valoración de nuestro pasado podremos abordar un nuevo proyecto de éxito para el porvenir de nuestro país. Pues si hemos sido grandes, podemos volver a serlo. Más en concreto, el último capítulo aborda la cuestión de cómo hacer autocrítica y paralelamente ganar autoestima colectiva, sustituyendo un pasado inventado lleno de bulos y falsedades por un relato veraz de nuestra historia, que nos lleve a afrontar el presente con eficacia, innovación y rigor, para ganar y vencer los retos cada vez más complejos y exigentes de nuestra época. España tiene una historia de la que sentirnos orgullos y un futuro prometedor si aprendernos las lecciones del pasado. Este libro lo demuestra.

Manuel Pimentel Siles Escritor, 
editor, exministro de Trabajo
I.
ESPAÑA: UN MISTERIO SIN RESOLVER

"El hombre no es solo Naturaleza, sino Historia". 
Vílhelm Dilthey
"España no sabe quién es 
y por eso hace caso a los hispanistas". 
Ian Gibson

l. LA AUTOESTIMA ROBADA: HEMOS SIDO MEJORES DE LO QUE NOS HAN HECHO CREER

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de que España ha sido un desastre. Un verdadero fenómeno paranormal -un misterio por resolver que se basa en datos falsos y sesgados- y para anormales, ignorantes e ingenuos. Expresiones como «nunca me he sentido español», «soy apátrida», «a mí la bandera me la sopla» ...no salen (sólo) de la boca de separatistas vascos o catalanes, sino de significados exponentes mediáticos y de la llamada «cultura» española. Responde a la obsesión de ir de modernos o «guays», y sobre todo de que nadie les pueda colgar la etiqueta de «carcundia». Mientras, paradójicamente los representantes de la cultura catalana y vasca están legitimados para decir alto y claro que se sienten muy amantes de su bandera (aunque sea más artificial y reciente) y de su patria (aunque sea hipotética), sin ser calificados por ello ni de fachas ni de carcas. ¿No es un misterio digno de Cuarto milenio que a nadie le extrañe esta doble vara de medir?

Aquí no acaba lo extraño del caso español. Es el único del mundo donde está mal visto que sus nacionales amen sanamente a su país, pero no que lo odien. Prueben a buscar al autor de esta frase: Lo digo de una vez por todas: amo a España con la misma pasión, exigente y complicada (...); sin distinguir entre sus virtudes y sus defectos, entre lo que prefiero y lo que acepto menos fácilmente (...). No desesperen. No busquen. Esa frase no existe. No al menos a partir de finales de los setenta del pasado siglo y en un libro dedicado a España por un español. Nadie en su sano juicio osaría comenzar así, incluso hoy en día, un libro de historia y pretender seguidamente ser reconocido en nuestro país con un gran innovador y un gran científico, merecedor de todas las distinciones académicas más honorables, y... llegar a ser leído profusamente por gentes tanto de derechas como de izquierdas, no sólo de su país. Eso lamentablemente no es ya posible. Tal vez el último que gozó de ese raro privilegio fuera don Gregorio Marañón.

Mejor dicho esa frase sí existe y el autor ha merecido todos los reconocimientos posibles, pero el país al que se dedica es otro. La escribió en 1986 un francés, Fernand Braudel, y el país destinatario lógicamente era el suyo: Francia (1993, p.13). Sigue el misterio: ¿por qué esta diferencia de criterio a ambos lados de los Pirineos? ¿Qué tiene esa cadena montañosa que hace que las gentes piensen de manera distinta según se encuentren a un lado u otro? ¿Por qué no podemos sentirnos orgullosos de nuestro país? ¿Por qué el mayor enemigo de un español parece ser siempre otro español antes que un extranjero? Estas cuestiones no son una antigualla propia de nostálgicos de épocas pasadas. El déficit de autoestima nacional tiene costes directos en términos psicológicos y económicos. Afecta a nuestro estado de ánimo individual (no somos islas) y a la competitividad del país: que se lo digan a los alemanes y franceses que pudieron reconstruir su país destrozado tras la Segunda Guerra Mundial en un tiempo récord. Si bien nosotros también conseguimos milagrosamente salir de la penuria y el hambre, eso sí con más tiempo y menos ayuda, aunque no podamos sentimos orgullosos de ello.

¿Por qué sucede esto?, ¿acaso nos lo merecernos porque hemos sido peores que los demás? Pues no, tal vez haya sucedido por todo lo contrario. A menudo se olvida que tras la guerra convencional, de armas y soldados, existe la guerra de inteligencia, de la que forma parte la guerra psicológica y propagandística: minar la moral del adversario y ensalzar la confianza en la victoria de las tropas propias. Lo que vamos a sostener en este libro tal vez les suene extraño, o tal vez no, pero no responde a ninguna obsesión conspiranoica: ha existido una estrategia exterior singular y mantenida en el tiempo impulsada en primera instancia por los gobiernos franceses y anglosajones para lograr que España dejara de ser la gran potencia que era, y, después, para que no volviera a serlo nunca más (los hispanófobos). Y para ello se utilizaron directa e indirectamente toda clase de medios, legales e ilegales, pacíficos y violentos, públicos y discretos, incluida la utilización de panfletos y propaganda masiva gracias a la imprenta. Por eso, aunque otras naciones e imperios hayan sufrido ataques de propaganda negativa por parte de sus contrincantes, ninguna campaña ha alcanzado el éxito de la leyenda hispanófoba, tanto en su extensión espacial como en su duración en el tiempo, llegando algunos rescoldos hasta nuestros días (en este sentido, por ejemplo, ver S.G. Payne, 2017). Aunque, lo verdaderamente singular (más misterio al carro) es que esta campaña contara con el concurso entusiasta o, al menos complaciente, de numerosos compatriotas aquejados de una de las enfermedades más terribles de todas: la contumaz ingenuidad (los hispanobobos).

Cuando oímos hablar por todos lados de islamofobia, de homofobia, de antisemitismo, tal vez haya llegado el momento de denunciar públicamente la campaña más agresiva llevada a cabo contra un pueblo en la historia de la humanidad, una terrible enfermedad obsesivo compulsiva: «la hispanofobia». La campaña exterior (leyenda negra) empieza en el siglo XVI y el proceso de creciente acomplejamiento del «ser español» se inicia primero lentamente a partir del siglo XVIII y luego con ritmo más acelerado a partir de finales del XIX. Los (cada vez menos) que se atrevían a decir que amaban a España se sentían obligados a matizar sus declaraciones, como si tuvieran que justificar y esconder sus sentimientos, con singular excepcionalidad respecto a lo que ocurría en otros países. Por ejemplo, B.F. Feijoo (en 1728) precisaba que el amor a la Patria debía ser «justo, debido, noble, virtuoso» y «no vulgar y pasional» (1986, p. 235). Así llegamos al momento clave de la transición española donde junto al éxito democrático y económico se coló de rondón un fracaso: de pronto hablar de España y de su historia y cultura en términos elogiosos se convirtió en un asunto peligroso que podía afectar a la salud, física y mental de quien osara tamaña afrenta. En palabras del filósofo Femando Savater, durante la transición: Ser «catalanista», «andalucista» o «vasquista» podía llevar a excesos, pero era, sobre todo,positivo; ser «españolista» resultó un insulto.

Hemos ganado muchas libertades, sin duda, pero hemos perdido una de las más importantes: poder hablar sin complejos de nuestro país, y ello con independencia de la ideología de cada cual. No se ha explorado la influencia de este déficit de orgullo nacional en la plaga de la corrupción. Del «todo por la patria» hemos pasado al «todo por la pasta», sin que nadie se escandalice. De hecho, cuando uno/una abre un libro como éste, escrito por un español, lo primero que se preguntará con manos temblorosas es: ¿será el autor progresista o carca?, ¿el enfoque será innovador o trasnochado?, ¿podrán verme con este libro mis amigos y vecinos sin que yo reciba una mirada de reprobación? Tal vez por eso se dé la extraña paradoja (única en el mundo) de que para hablar bien de España (y también mal), con autoridad y sin ser lapidado por ello, deba ser uno extranjero. Antes del «que inventen ellos», había un dicho sin el que no se entiende nuestra historia, que decía: «que piensen ellos... sobre nosotros...aunque piensen bien o mal».Y eso a pesar de que hoy la mayoría delos estudios de cultura hispánica se hagan en España.

Nos proponemos destapar mentiras, denunciar campañas de desinformación, y recuperar hechos escondidos o no suficientemente bien explicados. Valorar ecuánimemente nuestros logros (ocultos) y matizar sensatamente nuestros defectos y fracasos. Es decir, hacer lo que proponía Gregorio Marañón: Hay una forma de reivindicar que no es cambiar, por arbitraria prestidigitación , el insulto en aplauso, sino tratar de reducir inteligentemente la figura que nos quieren hacer pasar por demoníaca a sus proporciones de hombre (1998, p. 18). Humildemente, pero armados con multitud de datos y buenas razones, planteamos una (re)visión de la historia de España que mejora notablemente la imagen que tenemos de nuestro país y de nosotros mismos. Para ello, aplicando un enfoque interdisciplinar, contrapondremos a la versión habitual de nuestra historia la narración más veraz que se nos ha tratado de ocultar, en más de una ocasión. 

La pregunta es: ¿cómo un país que dominó y asombró al mundo llegó a auto-despreciarse? No se trata de negar nuestros errores ni de convertir el plomo (la leyenda negra) en oro (la leyenda áurea) a través de milagros alquímicos o trucos de malabarista. Lo que pretendernos es superar ese estado de ingenuidad que nos ha caracterizado, buscando el sentido común y la veracidad de nuestra historia y de los grandes hombres y mujeres que por aquí han pasado (que como las meigas «haberlas, haylas»), poniendo sus logros y errores en el contexto de la época y de lo que hacían en otros países.
Para ello, pedimos al potencial lector que espere pacientemente al final de la lectura para criticar, con la dureza que considere, el conjunto del texto, resistiéndose a la (a su vez «muy española») tentación de juzgar a priori una frase o cita porque quepa situarla en un bando-banda y no por la veracidad del argumento que encierra. Sería una pena que perdiera la ocasión de resolver los misterios que esconde la historia de su país, muchos de los cuales ni imagina. Cuando acabe su lectura puede si lo desea quemarlo, dando sin embargo así la razón a los que nos consideran más inquisitoriales que otros. En compensación, ofrecemos un trabajo de investigación y comparación, serio y concienzudo, así como el coraje (o tal vez locura) necesario para decir lo que otros callan o disfrazan.

El presente libro utiliza como instrumento de comunicación al «ensayo animado», que parte del rigor académico, pero que tiene un protagonista principal: el propio lector que participa activamente, tanto en su vertiente intelectual como emocional. En ocasiones se sentirá provocado, en otras se sentirá cómplice. Puede incluso sanar su autoestima. Es un libro de historia (aunque no sólo), pero de su historia querido/querida lector/lectora. Puede que algunas personas se transformen, y que acaben siendo algo diferentes a cómo empezaron. No alberguen ningún temor si eso ocurre pues en la aventura peligrosa en que puede convertirse la lectura de este libro, vamos a ir acompañados de la mano de sabios doctores con notable experiencia en este tipo de riesgos, cabalgando a lomos de gigantes. Y hablando de gigantes que son molinos, decía Miguel de Cervantes en su prólogo a Don Quijote: [te pido] lector carisimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres ( ) y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calmnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della. Una cosa está garantizada: ya se consideren de izquierdas o de derechas, centralistas o separatistas:cuando cierren este libro su visión de España, y tal vez de sí mismo o de sí misma, no será igual a la que tenían cuando comenzó. ¡Levantemos el velo que cubre nuestra verdadera historia!

LA CAMPAÑA QUE IMPIDIÓ QUE NOS SINTIÉRAMOS ORGULLOSOS DE NUESTRA HISTORIA

La estrategia externa

Todo empieza con una estrategia diseñada, impulsada y mantenida en el tiempo por los aledaños del poder de gobiernos extranjeros, a la que han acompañado determinados «hispanistas» y ociosos «impertinentes». Agentes extranjeros intervinieron activamente para manipular nuestra historia porque España fue durante mucho tiempo -entre dos y tres siglos, del descubrimiento a la pérdida de las Américas- la primera gran potencia global, y por ello el enemigo a batir, y el titular de grandes territorios que eran objeto de deseo por otras potencias europeas, y más tarde también por los Estados Unidos.

España amenazó con convertirse en hegemónica en Europa, en los mares y en el inundo. Fue además el primer imperio global con presencia en los cinco continentes. En tiempos de los Austrias, dominaba sobre el sur de Italia, Holanda, Bélgica, (obviamente sobre la propia España), Portugal y partes considerables de la actual Francia (lo que se olvida pero no se perdona), toda la América Central y Meridional, la mayor parte de los territorios occidentales y meridionales de los actuales Estados Unidos (lo que tampoco se olvida ni se perdona), las islas Filipinas, Madeira, Azores, Cabo Verde, el Congo, Angola, Ceilán, Borneo, Nueva Guinea, Sumatra y las Malucas, además de numerosos establecimientos en otras tierras insulares y continentales de Asia.
Como consecuencia, la mayoría de las naciones con poder suficiente se dedicaron a tratar de arrancarle alguna, sino todas, de sus posesiones y ventajas. Y dos siglos de luchas tampoco se olvidan ni se perdonan, fácilmente (S. Madariaga, 1979, p. 35). No había sitio para tantos en el pedestal. De un carro pueden tirar dos caballos, tres ya se pelean. Todo esto no resulta nada extraño sino la consecuencia lógica de los intereses que mueven la política internacional y de las grandes potencias desde hace siglos. Había que encontrar alternativas al poder superior naval y militar español, y para ello no se dudó en promover el chantaje, el soborno, la compra de agentes infiltrados, las campañas de desinformación, la falsificación de documentos, las actividades ilícitas o alegales, la utilización de delincuentes (corsarios y piratas) para el trabajo sucio... Daremos numerosos datos a lo largo del libro que así lo confirman.

El objetivo (en el siglo XVI) era evitar a toda costa que España dominara el inundo; bien, misión cumplida. Otros lo han dominado en su lugar, y no siempre para bien. Dos guerras mundiales (por cierto en las que España no participó directamente ni contribuyó a su desarrollo) son prueba de ello. Las guerras locales y las estadísticas de hambre y de muerte infantil en el mundo, se añaden a los méritos. No es un saldo para que puedan sacar pecho los que se apresuraron a echar a España del escenario internacional y tomar su puesto. Cuanto menos, errores los hemos cometido todos, y los seguimos cometiendo, pero a cada cual según sus posibilidades y circunstancias.
¿Por qué esta campaña? Responder a esta pregunta exige una misión detectivesca que analice todas las causas, incluidas aquéllas de las que nadie (o casi nadie) habla. Sólo así podremos recuperar nuestra posición en el mundo y una sana autoestima interior, alejada tanto de maldiciones exageradas como de orgullos ciegos. Vayamos paso a paso, analizando cómo se gestionó la enfermedad, el asesinato o el suicidio, asistido tal vez por más de una mano misteriosa... Empecemos por preguntarnos: Cui prodest? Esta expresión por cierto se debe a un español -no se enfurezcan algunos de antemano, que ya sabemos que entonces España no era como hoy-, Séneca, quien la empleó en Medea: Cui prodest scelus, isfecit. Esto es, aquél a quien aprovecha el crimen es quien lo ha cometido, lo cual la mayor parte de las veces resulta ser cierto, mucho más cuando se refiere a magnicidios sin resolver o cuestiones de política internacional.

El harakiri histórico-cultural español: entre ingenuos anda el juego

La visión catastrofista como verdadero hecho diferencial

Si a un niño se le llama torpe porque ha cometido una torpeza, y entonces el coro de los acosadores de turno empieza a repetirle ¡torpe!, ¡torpe!, ¡torpe!, una vez y otra, el niño se hace torpe aunque no lo fuera en un principio. Aunque todo resultara una treta del matón de la clase que no sabía cómo hacer para quitárselo de encima porque temía la posible competencia en el liderazgo de este chico que apuntaba maneras. Algo parecido ha ocurrido con nosotros. Nos hemos fiado demasiado de lo que otros decían sobre nosotros:En el concepto que los españoles formamos hoy de nosotros mismos influye el concepto en que los extranjeros nos tienen, a veces porque nos abate y nos inclina a creer en nuestra enorme inferioridad (...) Nos tachan los extranjeros de ignorantes, y muchos españoles, en vez de probar que no lo son,hacen gala de serlo, se burlan del saber o lo rechazan como ponzoña.

Cabe hablar en este sentido de un verdadero «harakiri histórico-cultural español». Nos hemos instalado en una corriente pesimista que ha tendido a magnificar los errores propios y disculpar o minimizar fácilmente los de los demás. Esto último ha ocurrido demasiadas veces aquí y demasiado poco en otros lares, así nos va a unos y a otros, por ejemplo, en cuestión de autoestima nacional. Mientras, en otros Estados el mecanismo ancestral del chivo expiatorio se ha empleado recurrentemente para echar las culpas de sus males a un tercero (utilizando así la fuerza centrípeta del enemigo externo, real o ficticio), en España la tendencia más frecuente ha sido utilizar idéntico mecanismo para echarse la culpa unos españoles a otros, surgiendo así la fuerza centrífuga del enemigo interno, sea real o ficticio.
Este desprecio a lo propio (o la incapacidad de ver su parte positiva) y la paralela admiración irreflexiva delo ajeno, como característica de lo español, ya lo denunció Quevedo en su obra La España defendida, y continuó a lo largo de los siglos con ilustres representantes (incluidos Castelar y Pío Baraja), llegando hasta nuestros días como un requisito «sine qua non» para poder considerarse moderno o simplemente «guay». Decía Joaquín Baitrina, poeta catalán que escribía tainbién en español, en su poema «Algo» (publicado en 1876 en Barcelona):

Oyendo hablar a un hombre,
fácil es acertar dónde vio la luz del sol: 
si os alaba Inglaterra, será inglés,
si os habla mal de Prusia, es un francés, 
y si habla mal de España, es español.

Otro de nuestros principales problemas ha sido no contrarrestar nuestros potenciales errores con estudios de historia comparada. Cuando nuestros historiadores analizaban algún aspecto de la leyenda negra solían aceptar sin matices las afirmaciones que venían de fuera (o de quintacolumnistas interesados), renunciando a mirar qué pasaba en parecido tiempo en otros países. Esta falta del «elemento comparado» en el estudio de nuestra historia no es casual sino que obedece a una «trampa metodológica » que preside gran parte de los análisis críticos a partir de finales del siglo XIX. Y sin embargo hoy se admite que la «historia comparativa » que vaya en busca de similitudes es una condición de toda ciencia social que se tenga por tal nombre (F. Braudel, 1993, p. 19).
Una dificultad añadida para conocer la historia real de España y de su pueblo ha sido la ausencia de grandes biografías. Y cuando las ha habido, a diferencia de otros países (por ejemplo Italia), nuestra tradición historiográfica se ha interesado principalmente por reyes, santos y aristócratas. De haber contado con biógrafos y estrategas propagandistas tan eficaces como Vasari (padre de la difusión de la historia del arte de Italia), nuestro siglo XVI estaría en las cotas del desarrollo no solo de la literatura sino también de la cultura, la filosofía y hasta la ciencia. Y personajes como Juan de Herrera, Jerónimo de Ayanz, y tantos otros podrían figurar hoy junto a los «genios» Leonardo y Miguel Ángel (cfr. N. García y J. Carrillo, 2002, pp. 79, 145).

La ingenuidad galopante como carácter nacional

Todo lo que acabamos de indicar trasluce un carácter especial que afecta a un gran número de españoles («masa crítica») y especialmente a gran parte de sus intelectuales y representantes de la cultura: la contumaz, insondable y galopante ingenuidad. De esta característica (más que de la envidia) se han aprovechado y se siguen aprovechando nuestros enemigos y adversarios externos e internos. Aunque en ocasiones podamos pecar de fanfarrones, los españoles, puestos a pecar, lo hemos hecho más a menudo de un idealismo ramplón que nos ha llevado a creer en la bondad natural de «todas» las gentes, de sus gobernantes y países. Esta actitud probablemente no sea sino el trasunto del peso (tal vez mal entendido) del pensamiento cristiano entre nosotros, que ha heredado (aunque ellos no lo crean) la izquierda, trasladándolo al movimiento laico del «buenismo».

Hemos pensado que si tratábamos bien a un país o a una región éste o ésta nos correspondería con idéntica o similar moneda. Que compartir una misma religión o ideología bastaba para conquistar el alma de las gentes y unir a los pueblos. Que había que devolver bien por mal en todos los casos, o no responder con firmeza ante amenazas o ataques, por temor a romper lazos. Esa ingenuidad ha hecho escuela y se ha colado hasta dentro de las mejores cabezas y estrategas. Una actitud semejante resultaría impensable en el caso de Francia, los Estados Unidos o Gran Bretaña. Ninguno de estos tres países ha dudado en ser firmes frente a los retos, ni en utilizar las mismas armas del enemigo cuando no había otro remedio. Y no les ha ido nada mal, incluso sólo así consiguieron parar el ánimo expansionista del nazismo.
Nos guste o no, en la política internacional lo que predomina es el egoísmo nacional-racional de los distintos países para llevar el agua a su molino. La «razón de Estado» (cfr. Giovanni Botero, Della ragion di stato, 1589) se impuso muy pronto, aunque en unos sitios con menos matices que en otros. Como ya demostrara Maquiavelo, en ese ámbito casi todo vale, incluido el engaño y el chantaje llegado el caso. El «ser» y el «deber ser», por mucho que ello rompa nuestros sueños, no coinciden a menudo y haríamos bien en tomar nota para que no nos sigan tomando el pelo o riéndose de nuestra candidez por las esquinas de los conciliábulos internacionales incluso se trata de tomar decisiones aparentemente objetivas de naturaleza científica: ¿por qué el principal-base fue el de Greenwich y no el de la isla de El Hierro? Luego lo veremos.

Basta leer las páginas de los periódicos -e investigar lo mucho que callan u olvidan rápidamente- para confirmar que el mundo no es el lugar idílico y amable que proclaman algunos, ni lo es, ni es fácil que vaya a serlo al menos en un futuro cercano. Lo que no quiere decir que dejemos legítimamente de aspirar y luchar cada día por mejorarlo, pero con realismo y ecuanimidad, aceptando los claroscuros que conforman una realidad ambivalente (cfr. Alberto G. lbáñez y A. Medina, 2014 III, pp. 101-110). El problema es salirnos del equilibrio y caer en el exceso de uno u otro sentido. Alan Wolfe (2013, p. 200) ha destacado la maldad que se concentra hoy en nuestras sociedades y en la política, la cual, aun sin llegar a desembocar en una guerra, produce como resultados colectivos genocidio, limpieza étnica o terrorismo.

No obstante, en España hubo una época (al menos los siglos XVI y XVII) donde predominaba más el ingenio, palabra que se aplicaba a los ingenieros, entre los que siempre destacaron los españoles. El paso del ingenio a la ingenuidad queda reflejado en El «ingenioso» hidalgo D. Quijote de la Mancha, donde paradójicamente lo que va a marcar de verdad su carácter es su ingenuidad. Desde entonces España y el quijotismo van unidos como actitud: vernos gigantes donde hay molinos y molinos donde hay verdaderos monstruos, nos creemos lo que nos cuentan desde fuera y vivimos en permanente complejo por lo que supuestamente hemos sido o no hemos llegado a ser. Es fácil convencernos para que acabemos pagando la cena y las facturas, aunque los comensales se hayan pasado la velada poniéndonos a caldo o sepamos que lo van a hacer, en cuanto salgamos por la puerta. Basta ver la extensa colección de libros (individuales o colectivos), exposiciones, seminarios, conferencias internacionales, etc., donde se cuestiona a España o a los españoles, su presente o su pasado, y donde figuran uno o más organismos públicos nacionales como impulsores, patrocinadores o simplemente pagadores de la añagaza... En la mayoría de las ocasiones, a cambio de nada, como mucho con la (ingenua) esperanza de caer así más simpáticos.

Complejos y paradojas: de la primera historia nacional al desprecio a nuestra historia

La historia de España de Alfonso X y sus antecedentes

Todas las personas tenidas por sabias en nuestro país se han interesado tradicionalmente por la historia de España. La obra de San Isidoro De origine Regum Gothorum puede ser calificada como la primera historia nacional de un pueblo en la Edad Media, aunque todavía estaba escrita en latín. Posteriormente, Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) con su De rebus Hispaniae presenta ya a España como un hecho con singularidad propia, donde el noble más importante de España, hoy algo paradójico, sería el Señor de Vizcaya. Jiménez de Rada fue un arzobispo Tudense, de origen navarro, considerado por Menéndez Pidal como «el hombre que más profundamente sintió a España y con más doctrina enseñó a comprenderla como un conjunto nacional» (R. Menéndez Pidal, «Apéndice», en Alfonso X, 1977, Vol. II, p. 888). Existieron las compilaciones Albeldense (del siglo IX-X), la Najerense (siglo XII) y la Tudense (principios del siglos XIII); las dos últimas abarcando a todos los reinos presentes en España.

En este contexto brilla con luz propia la Primera Crónica General de «Espanna», no como erróneamente se ha dicho en ocasiones La Crónica de Castilla, por constituir la primera historia nacional en lengua vernácula de un país europeo. La escribió en 1272-1275 el Rey Sabio por excelencia, Alfonso X. Su primer nombre fue "Estoria de Espanna", lo que deja claro cuál fue la intención de su autor. Aunque la completara después Sancho IV - continuando la narración a partir del reino de los godos-la Crónica de Alfonso X constituye una narración estructurada que cambia la manera de escribir la historia que había sido habitual hasta entonces. Por si fuera poco, esta obra la separa el rey sabio de otra no menos voluminosa sobre la historia del mundo, preludio de una historia universal, con el nombre General Estoria (edición consultada de 1930), quedando de esta manera clara que la historia de España tenía un recorrido propio y diferenciado de la historia general del mundo conocido.
Y sin embargo varios historiadores, presuntamente españoles, han dedicado intensos y sospechosos esfuerzos a reducirla a mera «crónica».

Y ¿qué es la historia sino una crónica de los acontecimientos que se suceden en el tiempo? De hecho, si no fuéramos españoles sin duda diríamos sin complejos que con la crónica nace la historia moderna. Pero de nuevo dejarnos que la metodología la diseñen otros para perjudicarnos. ¿Todos? No. Algunos bizarros historiadores resistieron los envites del invasor. Así, Ramón Menéndez Pidal editó y comentó este relevante texto (cfr. «Apéndice» en Alfonso X, 1977, al final del Vol. II) con objeto de combatir el ignorante menosprecio de los que servían (a sueldo o por simple ingenuidad) a la misión de debilitar nuestra autoestima nacional.
Menéndez Pidal destaca no sólo que fuera la primera escrita en lengua vernácula, en este caso la «lengua común y más extendida de los reinos de España», sino que hacía gala de una prosa narrativa elegante y un vocabulario rico limpio de latinismos y extranjerismos: Los idiomas de Francia e Italia no tenían nada semejante cuando Alfonso X vulgarizó la historia general (R. Menéndez Pidal, «Apéndice», p. 888). Su éxito popular en efecto, no le impidió que rápidamente se tradujera al gallego, portugués, aragonés y catalán. ¿cómo pudo ser si no nos sintiéramos ya parte de una misma entidad?

La Crónica de Alfonso X nos muestra igualmente que el nombre de «Espanna» ya era de uso común para todo el territorio peninsular.
Alfonso era rey no sólo de Castilla, sino también de Toledo, León, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y el Algarve. Pero el propio rey tenía conciencia de que el concepto de España incluía otras tierras más allá de sus dominios, (especialmente Aragón, Navarra y Portugal) lo que motivó que la Crónica hiciera referencia a los hechos acaecidos en estos otros reinos, incluyendo el momento en que Alfonso VII de Castilla convierte al rey de Aragón en su vasallo, haciéndose coronar como emperador. El título de rey de España (Hispaniarum Rex) se utilizó de forma deliberada por la mayor parte de los reyes y no era una mera fórmula de despacho utilizada ocasionalinente para abreviar, como se ha dicho en ocasiones con evidente (mala) intención.

Alfonso X no se inventó nada sino que se limitó a hacerse eco de narraciones anteriores que circulaban en la época, la mayor parte de origen griego y romano. No se trató por tanto de ningún intento de construir algo de nueva planta para justificar algo inventado. El rey se limitó a ejercer de cronista, como dice bien el nombre del libro. Por cierto, que en el primer capítulo del libro introduce una curiosa referencia a un intento de invadir España por parte de ingleses y flamencos, antes de la llegada de los cartagineses (comandados por el emperador Amilcar), movidos aquéllos por el afán de hacerse con las grandes bienes y riquezas que en la época tenía España, matando a todos los que se pusieron a paso (Alfonso X, 1977, apartado 15 del «Prólogo», p. 15, titulado: «De cuerno los de Flandes e d'Inglaterra destruyeron a Espanna»). Donde las dan, las toman ... cabría decir.
En conclusión, algo tendremos en común para llevar tanto tiempo juntos y haber quedado reflejados nuestros acontecimientos principales en las más antiguas crónicas que se conocen en Europa. ¿Por qué en lugar de tratar de sacar rédito a este hecho nos dedicamos a despreciar a nuestra historia común y a sus cronistas?

La sorprendente escasez de historias «nacionalistas» españolas

A pesar de contar con esos antecedentes, España constituye hoy una curiosa e ingenua excepción a la estrategia seguida por los países de nuestro entorno. Todas las demás supuestas «grandes naciones» europeas (y americanas) han utilizado la historia para construir un sentimiento de cohesión nacional, no dudando para ello en ensalzar sus (grandes o no) hazañas y en minimizar u ocultar sus (grandes o no) fracasos y errores, sin permitir que ningún agente extraño o extranjero les estropee el cuadro. Nosotros no sólo no hemos sabido utilizar la historia a nuestro favor, sino que en nuestro caso lo hemos hecho para todo lo contrario.

Cuando algún historiador contemporáneo simpatizante -o a sueldo o temeroso, que de todo hay- de movimientos separatistas acusa a España de haber impulsado una «interpretación nacionalista » de su propia historia (para evitarles el ridículo ahorraré dar nombres), apenas puede citar dos ejemplos. En primer lugar, la Historia general de España del padre (jesuita) Juan de Mariana (1591), escrita en latín con el título Historiae de rebus Hispaniae. Pero sus treinta volúmenes traducidos al español diez años después (1601) sólo debido a su gran éxito, desmienten cualquier intento oficial de utilizarla en su provecho. El segundo supuesto al que se alude con parecida y aviesa intención es la Historia general de España (1850-1867) compuesta y dirigida por un (liberal) Modesto Lafuente. Pero de nuevo sus treinta volúmenes permiten descartar cualquier populismo o intento oficial de influir en la mentalidad de las gentes.

Ello supone igualmente desconocer, u ocultar de mala fe, que el padre Mariana fue cuestionado internamente por no haber defendido suficientemente las gestas de España y que fue reconocido sólo desde fuera como «amante fino de la verdad y desnudo de toda pasión», en palabras del cardenal Baronio, impulsor de la política antiespañola del papa Clemente VIII, y por tanto nada sospechoso de lisonjero a lo español. En cualquier caso, sólo por erudición, la obra de Mariana supera a cualquier intento semejante de su época y a muchos de los contemporáneos. Su influencia ha sido en efecto grande, pero no por ningún movimiento oficial en destacar su supuesto contenido patriótico, sino debido al prestigio que acumuló.

Los únicos libros de historia que pueden considerarse de propaganda «nacionalista» de España fueron (parte de) los que se elaboraron durante el franquismo por los intelectuales de corte falangista. Entre ellos destaca "El imperio de España" (publicado primero anónimamente en 1936, y luego ya con el nombre del autor en 1941) de Antonio Tovar o La historia del imperio Español y de la hispanidad del jesuita Feliciano Cereceda (1940). Esta última obra fue pensada como libro de texto para enseñanza secundaria y consideraba a la hispanidad como
un movimiento defensor de la verdadera civilización universal basada en la fe católica y en la dignidad del ser humano (pp. 266-269)9. Pero ni estas obras fueron las más influyentes en el inundo académico o social, ni siquiera las más leídas. Lo fueron mucho más las de Vicens Vives, José Antonio Maravall, Carande, Menéndez Pidal, Díez del Corral, Truyol Serra, Jover, Ubieto, Reglá, Seco, etc. Tampoco existió aquí ninguna Ahnenerbe dotada de enormes medios humanos y materiales, como la que se creó en Alemania en tiempos del nazismo para estudiar y difundir los orígenes legendarios del pueblo alemán, aunque el antropólogo Julio Martínez Santa-Olalla lo intentara, pero sin lograr contar con los apoyos necesarios ni siquiera de la Falange.

Los intentos de imponer una historia unificada de España en el sistema educativo siempre han fracasado, entre otras cosas porque la escuela pública aquí no ha sido nunca ni la única ni la mayoritaria, hecho diferencial con la construcción nacional por ejemplo de Francia. El que lo intentó tal vez con mejores razones fue Eduardo Callejo, ministro de Instrucción Pública en 1926, pero fracasó irremediablemente. Como fracasó el propio franquismo (al menos en comparación con los objetivos que pretendía), a pesar de contar con manuales de cierto interés como La historia de España contada con sencillez, de José María Pemán, elaborada con esa intención.

Y, sin embargo, de los tiempos en que al rnenos se hablaba del «libro único» hemos pasado a una panoplia de manuales de historia variadísima, con comentarios y valoraciones en ocasiones más que discutibles. Como ha sostenido el profesor de la Universidad de Maryland, Hernán Sánchez M. de Pinillos: Las reformas educativas que han sometido la historia de España a un lavado de corrección política (Quid prodest?) están pri vando a muchos españoles de su propio pasado: el Cid «no existió», la Reconquista es «un mito conservador», los Reyes Católicos «eran protofascistas », y por tanto hay que hacerlos desaparecer como «ficciones ideológicas» de los planes de estudio: sólo son «ficciones ideológicas» y mal ejemplo. Disparates y anacronismos que de los libros de «historia» pasan -de oca a oca y tiro porque me toca- a las aulas y los medios de comunicación e ideologización de, literalmente, masas funcionalmente analfabetas. Nada mal para un país que protagonizó la mayor hazaña jamás contada, que dominó el mundo no sólo políticamente y sin cuya aportación decisiva ni Europa, ni América, ni Africa, ni Asia, ni el mundo serían lo que son hoy.

La historia se asimila y digiere o se vomita, pero no se debe ni ocultar, ni ignorar, ni tergiversar, que eslo que ha ocurrido con la de España. Existen pocos estudios que no aparezcan sesgados por ideología, animadversión o necesidad de responder a críticas exageradas, a prejuicios sin prueba. Abunda la visión alejada de la sensatez y del punto medio, ensalzando lo que puede dividirnos (sea cierto o no) y minimizando los logros que nos han mantenido unidos.
La buena noticia es que hemos llegado tan lejos en esta estrategia pesimista y suicida, que cada vez son más las voces que piden abandonar el estado de ingenuidad. Basta dejar de creer en casualidades; atreverse a pensar por uno mismo, y poner en cuestión los paradigmas dominantes. Tal vez entre todos podamos hacer que España vuelva a la vida y a ver la luz, saliendo de un largo túnel lleno de sombras y telarañas pues ningún español se beneficia de estar permanentemente en conflicto con otros españoles, confundidos o en estado de embriaguez enfermiza sobre si somos o no somos... españoles. Para ello resulta esencial recuperar un relato verídico de nuestra historia que nos permita sentirnos orgullosos de nuestro pasado y nuestra identidad.

HISTORIA, CULTURA Y LIDERAZGO: 
LA INFLUENCIA DEL RELATO 
HISTÓRICO DOMINANTE

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Historia y psicología de los pueblos

El ser humano es su naturaleza, su historia y su cultura. La historia de España nos afecta a todos, a nuestros padres, abuelos, tatarabuelos... de forma íntima, personal y colectiva. Explica cómo hemos llegado a ser como somos, y también cómo nos ven los demás. Incide en nuestra autoestima colectiva e incluso en las posibilidades de encontrar trabajo y tener éxito en la vida. Es nuestra carta de presentación. Por eso conocerla y transmitirla correctamente es una gran responsabilidad y también una obligación de todos, y no sólo de los expertos o historiadores profesionales.

Para comprender cómo somos hoy, debemos mirar a nuestro pasado y ver cómo nos hemos venido haciendo, o cómo nos han venido haciendo otros, a lo largo de los tiempos. Encontraremos agradables y no tan agradables sorpresas en este recorrido necesario. Se trata no sólo de comprender el comportamiento humano y conocer cómo acontecen las cosas, sino de analizar cómo se pasa de un acontecimiento a otro (J.G.A. Pocock, 2008, p. 90). Obviamente los españoles compartimos con el resto de seres humanos una misma naturaleza, pero ni nuestra historia, ni las características del país, ni nuestra cultura son exactamente las mismas que las de otros. La historia no es una foto fija sino un proceso de corrección gradual, que se va adaptando y completando según aparecen nuevos datos e interpretaciones (Tomás y Valiente, 1971, pp. 6-7). Una sociedad no permanece fija a lo largo del tiempo, sino que cambia, epur si muove. Con lo que no es lo mismo hablar de un país en una época que en otra, que se lo digan a griegos o egipcios, por ejemplo, quién les ha visto y quién les ve...o a nosotros.

Sin embargo, el que exista más de una óptica sobre los acontecimientos históricos de tal o cual territorio o época, no quiere decir que todas las versiones sean iguales. Unos historiadores pueden tener «la aviesa» intención de destacar lo que nos une y otros «la muy posmoderna y sana» de hacer lo propio con lo que puede destruirnos. Pero la talla intelectual de Ortega, Américo Castro, Claudia Sánchez Albornoz, Menéndez Pidal, Julián Marías, Joseph Pérez, Fernández-Armesto, o incluso de Hugh Thomas o Paul Preston, no parece que nadie la pueda poner en cuestión. No parece que profesaran un sentimentalismo exacerbado o un interés oculto en defender una versión «españolista» de la historia, en algunos casos simplemente ... por no tratarse de españoles.No puede decirse lo mismo sin embargo en el otro lado de la balanza. Algunos optamos por carninar a hombros de gigantes, otros prefieren hacer lo propio sobre pigmeos. Allá cada cual.
Tampoco la historia de un pueblo se puede limitar a la mera narración cronológica de acontecimientos fácticos. Cuando Voltaire escribió su "Ensayo sobre las costumbres y el Espíritu de las Naciones", acabó haciendo un tratado de historia universal. No se puede hablar de un pueblo sin hablar de su espíritu ( Volksgeist, dicen los alemanes), de lo que le mueve a actuar de una manera y no de otra. Hoy se habla de antropología histórica o «nueva historia» que desciende al estudio de las costumbres y comportamientos del hombre cotidiano. La nueva historia pretende una reconstrucción del pasado en toda su amplitud, para lo cual el investigador debe ser no sólo historiador sino también economista, sociólogo, antropólogo y hasta geógrafo. Hoy se admite que la historia se compone de un sistema de relaciones muy complejo entre fuerzas materiales y mentales.

Ello no quita relevancia al papel que han desempeñado determinados personajes significativos, pero supone situar en su justa medida su aportación, para bien o para mal. Como decía Marañón: La historia suele gustar de que ante la posteridad aparezcan, en el momento de producirse sus grandes acontecimientos, hombres o mujeres con el aire heroico de ser ellos los causantes directos de las efemérides. Mas, en realidad, son estos personajes hijos y no gestadores del suceso, si bien le padecen o le imprimen, a lo sumo, un cierto ritmo y dirección (G. Marañón, 1998, p. 427). Con esto obviamente no pretendemos cerrar el estudio de la realidad social en toda su complejidad -tarea probablemente siempre en construcción y reconstrucción- pero sí aportar nuevas luces al camino adentrándonos por sendas menos trilladas. Al final del libro podrá comprobar el lector/lectora si hemos tenido éxito.

La trampa metodológica o cómo falsear la historia sin que se note demasiado

En unos países más que en otros (en el nuestro normalmente de los que más) una parte de los autores que han pretendido estudiar «objetivamente» la historia han solido partir de un prejuicio ideológico que lo ha contaminado todo. Si en las ciencias naturales es difícil, si bien no imposible, encontrar estudios y estudiosos «de partido» o ideologizados, en el inundo de las ciencias sociales resulta lamentablemente de lo más común. Incluso entre los que presumen de puristas e independientes; éstos, en ocasiones, los que más. Este carácter sectario se ha dado no sólo a nivel ideológico sino académico, rechazando como inválido cualquier contribución que provenga de una especialidad ajena al experto de turno. El estudio de nuestra historia entra en ambos supuestos: se trata de un fenómeno de enorme complejidad que se alarga además a lo largo del tiempo, y se ha instalado en una situación de bloqueo maniqueo en torno a los polos: izquierdas-derechas/separatistas­-españolistas.

A ello se añade la dificultad inherente y que suele pasar desapercibida: la influencia de la «cultura nacional» de los distintos expertos. Para el holandés G. Hofstede cualquier estudio, para poder ser correctamente comprendido, debería comenzar con una declaración por parte de su autor, de qué sistema de creencias, formación y experiencias personales le sirven de punto de partida (G. Hofstede, 1991, p. 146). El pretendido experto de lo social, ya que no puede ser científico en su método (ni siquiera cuando acude a encuestas, tan fácil de adaptar a conclusiones previas) suele ceder a la tentación de tratar de explicar lo intrínsecamente complejo por un solo principio o causa omnicomprensiva, tratando así de parecer más «científico».

Pero por si fueran pocas esas dificultades, en ocasiones subyace un fenómeno que suele pasar desapercibido: la lucha metodológica soterrada y feroz por imponer una aproximación u otra que acaba beneficiando directa o indirectamente a una determinada escuela nacional. Y es que junto al derecho, la historia es la otra disciplina en lo que lo nacional se suele (o al menos lo intenta) imponer. ¿Quién puede presumir de ser más experto en las normas de un país que los juristas nacionales de esa nación? Con la historia pasa algo parecido, bueno..., con la excepción de España, donde son los extranjeros los que presumen de conocer nuestra historia mejor que nosotros mismos. Esto sólo ocurre aquí (en España) y con nuestra historia, no así en otros lares.

Con el fin de superar la terrible ingenuidad que ha presidido el análisis de nuestra historia, al tiempo que tratar de aportar algunas nuevas luces en este libro privilegiaremos dos enfoques: el comparado y el interdisciplinar. Ya hemos hablado suficientemente de la incomprensible carencia de análisis comparados a la hora de estudiar la historia de nuestro país. Deberíamos reivindicar todos: «Nunca más una crítica a un español o a "lo español" sin comprobar, antes de acabar de formularla, además de la veracidad de tal acusación, si idénticos, similares o mayores fenómenos se daban en otros lares en la misma época o incluso posteriores».


España no es ni tiene por qué ser diferente a los demás países salvo en su caso para destacar lo mejor de nuestra aportación a la historia del mundo. Curiosamente, de los partidos con representación parlamentaria, sólo Podemos se atreve ocasionalmente a utilizar el término «patria», si bien con un sesgo únicamente social. 
¿Por qué España es el único país del mundo donde el concepto de «patriotismo» huele a rancio y debe esconderse mientras el de «nacionalismo» suena a moderno, cuando es exactamente al revés? El nacionalismo es un movimiento que surge a finales del siglo XIX y que cobra su mayor auge a principios del XX . Busca la exaltación de la raza, de las emociones de las masas y de la diferencia, y se dirige directamente a la división, a la confrontación y por tanto al desastre. Este tipo de nacionalismo es de carácter expansivo, busca invadir otros países o regiones (e.g., los Països Catalans o la gran Euskadi que abarcaría Navarra, Rioja y la parte francesa) y desintegrador: pretende romper y dividir Estados preexistentes y consolidados. Ha producido resultados por todos conocidos, entre otros: la Segunda Guerra Mundial y la guerra de los Balcanes. 

Por el contrario, el patriotismo crítico surge con la Ilustración y se afianza con el liberalismo, transformándose a finales del siglo XX en la figura habbermasiana del patriotismo constitucional. Se fundamenta en la razón y en la búsqueda de lo que nos une como comunidad, pero sin enfrentarse al resto con el que también busca puntos de encuentro en un movimiento que tiende a lo universal: primero dentro del liberalismo y después en el marxismo (J.P. Fusi, 2003). 

El ser humano es uno, pero sabedor de que resulta, por ahora, imposible un gobierno mundial, busca fórmulas «razonables» de organizarse que permitan el mejor juego e interacción de sus fuerzas. El patriotismo no viene de ningún sistema dictatorial carpetovetónico, sino que procede del liberalismo más progresista, mientras el nacionalismo lo hace del absolutismo más rancio. Rafael Altamira precisaba ya esta diferencia en 1928. Ser patriota para él no se parecía en nada a ser nacionalista: 
Ni en lo agresivo de esta política, por lo que se refiere a las relaciones internacionales, ni en su inclinación retrógrada (aquí es exacta la aplicación de ese calificativo) en punto a la idealidad y tipo de vida de una nación determinada (…) Ser patriota significa amar a la patria y desear siempre su prosperidad (1929, pp. 115-116). Ha señalado a este respecto más recientemente Benigno Pendás: 
El patriotismo —abierto, generoso, creativo— es, en el lenguaje contemporáneo, la antítesis del nacionalismo exclusivista, estrecho, reaccionario (2010, p. 122). Y José María Marco ha precisado: El sentimiento patriótico se expresa cuando dedicamos lo mejor de nosotros mismos a nuestros compatriotas y compartimos con ellos el mejor fruto de nuestro esfuerzo (…) Es la lealtad nacional (…) lo que nos permite disentir sin enfrentamientos, crear instituciones consensuadas que permitan una vida no politizada del todo, aceptar la alternancia política sabiendo que quienes ocupan el poder, aunque no tengan nuestras mismas ideas, no atacarán aquello que los españoles consideramos común, y por tanto respetable por todos (2007, p. 614). 

Estos dos últimos autores contemporáneos no se mueven en círculos precisamente de izquierdas, pero en tiempos tanto de la Primera como de la Segunda República un Pi i Margall, un Azaña, un Besterio o incluso comunistas como Jesús Monzón y Jesús Hernández Tomás, habrían suscrito sus mismas o parecidas palabras. Es más, hoy lo harían igualmente cualquier socialista francés, laborista británico o socialdemócrata alemán o danés. ¿Qué enfermedad aqueja «sólo» a los españoles? Ésta sí que es una «gripe española» y no la otra. De hecho, tras la Transición «el patriotismo se convirtió en una patología vergonzosa (…) y (de significar) generosidad, voluntad de sacrificio, lealtad y agradecimiento, se convirtió en una broma, en un insulto (J.M. Marco, 2007, p. 608). En España existe un problema añadido, una rara avis entre las naciones viejas y modernas: la imagen (interesada) de que sólo se podría ser patriota si se es al mismo tiempo católico. 

Los ateos, agnósticos o creyentes en otra religión acaban de esta manera enmarcándose con pasmosa facilidad en cualquier ideología o tendencia que minusvalore a su país. Incluso pueden ser nacionalistas catalanes o vascos, pero no patriotas españoles; esto sólo para los de la cruzada nacional. ¡Cuánto daño ha hecho esta ecuación perversa! Somos el único caso del mundo en que sucede esto. Sólo desde sombras oscuras interesadas en que el patriotismo en España no sirva para unir a personas de diversas ideologías, tendencias y sentimientos cabe contribuir a mantener tal equívoco. Como resultado de esta trampa conceptual, si se es de izquierdas o ateo no se puede hablar de patria, por lo menos sin adjetivos añadidos (e.g., «social» o «constitucional»), aunque paradójicamente sí quepa ensalzar las ideas de comunidad, comunitarismo o ciudadanía, conceptos aparentemente más modernos. 

Una vez más, el problema de las palabras. Si uno se considera un patriota es un fascista, pero ¡ojo, sólo si es español! Y sin embargo, si apoya la idea de comunidad o de una ciudadanía cooperativa e integradora (que no rompa, divida o enfrente), tiene un pase. Pues bien, si los términos molestan utilicemos otros, pero defendamos las ideas y el contenido de lo que representan: ¡a las barricadas por una ciudadanía cooperativa e integradora! De hecho, los conservadores británicos llevan tiempo sosteniendo (y Theresa May lo recordó en su primer discurso como primera ministra británica) que el patriotismo implica que no haya ciudadanos de primera y de segunda, y que no existan privilegios porque todos somos socios del mismo club, con los mismos derechos y obligaciones. Necesitamos un nuevo patriotismo transversal (no sectario), cívico (no violento), crítico (no complaciente) e integrador (no excluyente), donde con toda naturalidad un ateo, homosexual, federalista y comunista pueda sentirse tan patriota español como un católico, padre/madre de familia numerosa, centralista y de derechas. ¿Por qué? 

Porque es lo que nos une, lo que garantiza la paz y el progreso, lo que sucede en «todos» los demás países, en definitiva lo que a todos nos conviene. Defendamos pues lo esencial que siempre es común y sigamos dentro de ese marco debatiendo por los matices que puedan mejorar el conjunto. Todos saldremos ganando, sobre todo nuestra autoestima colectiva, la cohesión social y el progreso económico. La alternativa es permitir que venza el odio a España, dentro y fuera de nuestras fronteras, el nacionalismo rupturista y disgregador. Hasta el mal funcionamiento de los servicios públicos sería más difícil si todos, empleados públicos y usuarios, se sintieran orgullos de ser españoles y por tanto de lo que es de todos. En definitiva: ¿por qué resulta más fácil odiar que amar (sanamente) a España incluso por parte de los propios españoles? 

Sólo respondiendo con coraje y honestidad a esta pregunta podremos enfrentarnos a la propaganda hispanófoba interna y externa que ha condicionado nuestro pasado, que pesa injustamente sobre nuestro presente y que puede limitar nuestro futuro. Frente al célebre dicho de Jorge Santayana de que un pueblo que ignora su historia está condenado a repetirla queremos acabar este libro clamando: ¡no ignoremos ni menospreciemos nuestra gran historia en común, para poder así repetirla y volver a asombrar al mundo! Una vez ante el miedo generalizado del non plus ultra respondimos con valor, inteligencia y osadía, yendo «más allá» (lema de nuestro escudo) de nuestros límites. Podemos y debemos reescribir nuevas páginas brillantes de nuestra historia. No es ningún capricho. 

La memoria de nuestros antepasados nos lo demanda, el futuro de nuestros hijos nos lo exige.

12 DE OCTUBRE,  
¡FELIZ DÍA DE LA HISPANIDAD!






Corrupciones de la democracia: el "derecho a decidir". FORJA 164

VER+:

“No hay nada más español que decir que no lo eres”.
Amando de Miguel



El autor analiza las consecuencias del independentismo para España y Europa, además reclama mayor autocrítica a los agentes implicados.





QUE BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España?