EL Rincón de Yanka: ⛪💥 IGLESIA Y REVOLUCIÓN EN CUBA: ENRIQUE PÉREZ SERANTES, EL OBISPO GALLEGO QUE SALVÓ A FIDEL CASTRO

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CALENDARIO CUARESMAL 2024

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viernes, 19 de octubre de 2018

⛪💥 IGLESIA Y REVOLUCIÓN EN CUBA: ENRIQUE PÉREZ SERANTES, EL OBISPO GALLEGO QUE SALVÓ A FIDEL CASTRO




(1883-1968), 
el obispo que salvó a Fidel Castro
Vivió la revolución cubana, defendió los derechos fundamentales de libertad de prensa, de educación y de reunión, conoció y salvó a Fidel Castro y nunca dejó de denunciar las injusticias que se cometían contra campesinos y obreros.
"En vida fue un hombre relevante y con gran presencia pública, sobre todo desde el año 1953, cuando evitó que Fidel Castro fuera fusilado tras el asalto al cuartel de Moncada". Explica Uría que, sin embargo, el giro comunista de la revolución cubana, convirtió a Serantes en un enemigo del régimen y este "se esforzó por silenciarlo, mientras que en el exilio le acusaban de haber ayudado a Castro a alcanzar el poder", por lo que vivió entre fuegos cruzados. 
El arzobispo Serantes pidió primero al presidente cubano Batista que cesara la brutal represión de su dictadura, exigiendo desde 1957 el fin de la guerra. Cuenta Uría que "más tarde destacó por la decidida defensa de los derechos fundamentales (libertad de prensa, de educación, de reunión) y sus continuas reclamaciones al gobierno revolucionario para que cumpliera sus promesas políticas, como las elecciones libres y el retorno de la constitución de 1940". 
Como primado de la Iglesia católica era el referente de los cristianos cubanos, sin duda el grupo mayoritario dentro de la revolución hasta 1960. "Sus pastorales son proféticas y aún hoy están censuradas por la dictadura, como pude comprobar personalmente en 2009", relata Uría. Sobre todo, Enrique Pérez Serantes tenía un profundo sentido social que le llevó a denunciar injusticias contra guajiros y obreros. Creó un periódico, "El Faro", como forma de acercarse a la dura realidad de los trabajadores portuarios que visitaba a diario.


PRESENTACIÓN

La Iglesia. La revolución. Cuba. ¡Qué difícil es analizar esa trinidad! Casi tanto como la original, la católica, aunque mucho más apasionante para un historiador. Esa fue la primera impresión que me causó el título de esta ambiciosa y investigación de Ignacio Uría, realizada entre Cuba y los Estados Unidos y merecidamente galardonada con el III Premio internacional Jovellanos de investigación histórica.
La revolución cubana es un tema que parece no agotarse nunca. Quizá sea por las esperanzas que suscitó en medio mundo o quizá por la brutalidad que desplegó cuando alcanzó el poder. Sea como fuere, el análisis del profesor Uría, investigador de la Universidad de Georgetown en el Cuba XXI Project, es brillante y novedoso porque aporta una documentación que parecía irremisiblemente perdida. Pero, sobre todo, porque recupera la figura de un hombre de perfiles tan épicos como el tiempo que le tocó vivir: Enrique Pérez Serantes, arzobispo de Santiago de Cuba y primado de la Iglesia cubana entre 1948 y 1968, años claves en la transformación política y social de Cuba.

Precisamente, la relación personal y familiar del comandante Castro con monseñor Pérez Serantes es el motor de esta investigación, que demuestra el decidido apoyo de los católicos cubanos al movimiento rebelde 26 de Julio, nacido tras el memorable asalto al cuartel Moneada en 1953.
Como si se tratara de una novela, el autor sabe llevarnos cómodamente por el convulso panorama social cubano del segundo tercio del siglo XX. Por sus páginas desfilan héroes anónimos y políticos sin escrúpulos, revolucionarios comprometidos y sacerdotes conspiradores, hombres de bien y militares despiadados. Todo ello respaldado con una inédita documentación de primer nivel (eclesiástica y civil, cubana, española y norteamericana).
El autor no opina, apenas califica, se distancia. Expone los hechos con precisión y refuerza los documentos con unos testimonios personales que aportan humanidad y ritmo a la investigación, algo difícil de lograr en un texto histórico. Y hablo por experiencia propia.

Sin duda la elección de Pérez Serantes, obispo hispanocubano, es, ya de entrada, un acierto completo. De su hiperactiva biografía retengo, ¡cómo no!, el documentado pasaje de su mediación por la vida de Fidel Castro tras el ataque al cuartel Moneada, la segunda fortaleza del país. Ahí resulta sugerente la tesis del autor de que Pérez Serantes fue un representante de la voluntad mayoritaria de la burguesía cubana. Una burguesía a la que Castro pertenecía por nacimiento, educación y matrimonio con la hija de un ministro de Batista.
A partir de ahí el texto adquiere, si cabe, aún más interés, sobre todo por su inestimable aportación de documentos diplomáticos españoles y estadounidenses. Por ejemplo, los intentos de los presidentes Eisenhower y Kennedy para crear una oposición política con Pérez Serantes como líder fáctico, tiene un valor incalculable. Sobre todo, por la extrema dificultad de acceder a fondos documentales en Cuba, algo que Ignacio Uría ha logrado pese a las férreas disposiciones legales del actual régimen.

Con todo, la relevancia de Enrique Pérez Serantes no se agota en el contexto de los líderes políticos antes citados. El aguerrido arzobispo mantuvo correspondencia con el Padre Pedro Arrupe cuando éste aún era provincial de los jesuitas del Japón; con Juan XXIII o Pablo VI; con el Hermano Roger de Taizé o con el comandante Raúl Castro. En su vida se cruzó con destacados comunistas internacionales (como Ernesto Guevara o Santiago Carrillo), con sacerdotes santos (como el mexicano Rafael Guízar, que tanto influyó en su acción misionera) o con prelados expertos, como su predecesor en las provincias de Camagüey y Oriente, el carmelita vasco Valentín Zubizarreta.
El arraigado sentido de la justicia de Pérez Serantes, unido a una cierta incontinencia verbal y gusto por la política, convirtió al arzobispo en un referente de la juventud católica cubana. Su enorme campechanía le granjeó una fama, reforzada el 1 de enero de 1959 al aparecer con Fidel Castro en el histórico discurso de Santiago de Cuba.

Cuba. La Iglesia. La revolución. Trinidad misteriosa que queda definitivamente aclarada por Ignacio Uría en este libro, llamado a marcar hito en la compresión tanto del proceso revolucionario cubano como del papel capital que desempeñaron los católicos en el triunfo rebelde. Una prueba más de que, ya sea en los grandes acontecimientos o en la minúscula cotidianidad, la referencia católica ha estado siempre presente en la difícil trayectoria histórica de las tierras iberoamericanas desde que fueran colonizadas por españoles y portugueses en el siglo XVI. Y una vez más la polivalencia de la fe cristiana, que ha servido lo mismo para justificar el poder y la subversión.
Utilizada por los grupos dominantes como consuelo o como refrendo falsario de dominación, la religión católica ha estado presente en los fusiles guerrilleros, en los cuerpos torturados de campesinos o sacerdotes o en las ansias de liberación del pueblo. Por ello, esta meditación cubana nos hace recordar acontecimientos posteriores de la Isla, como el controvertido viaje de Juan Pablo II de 1998, del que aún no está claro a quién benefició más.
Retratada como luminaria o sombra, faro o caverna, la historia de la Iglesia es una crónica de dos caras, una prolongada y dolorosa epopeya donde la dignidad, la humildad y la búsqueda de la verdad han marchado codo con codo con la violencia, las ambiciones, y la sinrazón. A mí me sirve el consejo del siempre certero Albert Camus cuando, refiriéndose a las versiones tan distintas que se daban de la Iglesia, escribió: «La honestidad consiste en juzgar a una doctrina por sus cimas, no por sus subproductos. Por lo demás, aunque yo no sepa mucho de estas cosas, me da la impresión de que la fe es menos una paz que una esperanza trágica».
Después de la lectura del magnífico estudio de Ignacio Uría mantengo viva la esperanza de que la Iglesia siga dando testimonio de la luz que alumbró aquel revolucionario «Amaos los unos a los otros» todavía hoy de actualidad universal.
Fernando García de Cortázar 
Catedrático de Historia Contemporánea
Universidad de Deusto

IGLESIA Y REVOLUCIÓN EN CUBA
Enrique Pérez Serantes (1883-1968), 
el obispo que salvó a Fidel Castro

PRÓLOGO

Es de temer que la revolución, como Saturno, acabe devorando a sus propios hijos. Esta frase se atribuye a Pierre Vergniaud, destacado girondino católico al que Robespierre ordenó decapitar. En su día Vergniaud fue la esperanza de los revolucionarios moderados, pero su paseo hacía la guillotina le borró de la Historia de Francia.
Como todo levantamiento que se precie, la revolución cubana también ha eliminado a muchos de sus hijos. En algunos casos mediante ejecuciones, como al ministro Humberto Sorí Marín o, más recientemente, al general Arnaldo Ochoa; otras veces con el destierro o la cárcel. La lista es larga e incluye al presidente Manuel Urrutia, primeros ministros (José Miró Cardona) y comandantes (Huber Matos). A su manera, también Ernesto Guevara fue devorado por la revolución, en su caso con la conformidad de Fidel Castro, que no pudo o no quiso evitar la participación del guerrillero argentino en las misiones internacionalistas de África o América hasta su asesinato en Bolivia. Un héroe muerto es más útil que un rival vivo.

Junto a todos ellos, miles de exiliados, encarcelados o desaparecidos. Más o menos en la misma proporción que los revolucionarios fanáticos o los contrarrevolucionarios irreductibles, que tampoco dudaron en morir (y matar) por sus ideas. Al final, el peor enemigo de un cubano es otro cubano.
Otro modo de canibalismo revolucionario es la mentira. Lo explicó con mordaz exactitud George Orwell en su novela 1984, donde el Ministerio de la Verdad reescribía la Historia. En Cuba, como antes en la URSS o la Alemania nazi, muchas personalidades se han convertido en imposibles precursores del actual régimen o, por el contrario, han desaparecido de la memoria colectiva: de José Martí a Eddy Chibás, de Antonio Maceo a Frank País.
Esta tergiversación es especialmente grave sí pensamos en la Historia, una disciplina acostumbrada a ser víctima de las dictaduras. También en Cuba, donde la revolución arrasó cualquier atisbo de disidencia. Castro lo confirmó en su famoso discurso de 1961 titulado "Palabras a los intelectuales":

«Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir [...] Creo que esto es bien claro. ¿cuáles son los derechos de los intelectuales revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho».

Este fue el motivo último que me embarcó en la investigación sobre Enrique Pérez Serantes, líder de la Iglesia católica cubana a mediados del siglo XX. Si la revolución tiene sus derechos, los cubanos también tienen los suyos. Por ejemplo, el derecho a disponer de otra versión de sus propios mitos (como el episodio del cuartel Moneada en 1953) o conocer a un gigante olvidado que merecía una estudio completo desde su nacimiento en España en 1883 hasta su muerte en Cuba en 1968.
Monseñor Pérez Serantes fue un hombre valiente y fiel. Fiel a Cuba y a su vocación, aunque si lo juzgamos por sus últimos años de vida su historia es la historia de un fracaso. Para algunos fue un sacerdote profético, para otros un político con sotana. Hay quienes prefieren recordarlo como el misionero que sin duda fue, mientras que ciertos sectores del exilio aún critican que en 1953 ayudara a Fidel Castro o que, una vez iniciada la revolución, diera un apoyo entusiasta al Movimiento 26 de Julio.

La huella de Pérez Serantes en la Iglesia católica cubana es profunda tanto por su acción pastoral como por el liderazgo indiscutible que ejerció en la violenta década de 1953 a 1964. En primer lugar, durante la dictadura de Fulgencio Batista y, más tarde, en el período revolucionario iniciado en 1956. Sin embargo, a partir de 1960 su figura adquiere relieves memorables por su apasionada y tenaz defensa de los derechos civiles de los cubanos frente al régimen, en especial de las libertades de educación, reunión y expresión.
Pese a sus innegables méritos, la inmensa mayoría de sus compatriotas ignoran quién es Enrique Pérez Serantes, incluso en la antigua provincia de Oriente, de la que fue arzobispo durante dos décadas. En 2004, durante las celebraciones del bicentenario de la archidiócesis, sus restos fueron sepultados en la catedral de Santiago de Cuba y sólo con ocasión de ese minoritario acto algunos cubanos descubrieron quién era.
Una aproximación ecuánime y ponderada a un personaje de semejante talla (humana, religiosa y, por qué no decirlo, política) siempre es difícil y no se agota con este libro. Al contrario, el presente trabajo habrá cumplido su objetivo si logra recuperar a Pérez Serantes para la historia de Cuba, lugar al que pertenece por derecho propio, errores incluidos.

El interés por esta poderosa figura se lo debo al arzobispo emérito de Santiago de Cuba, Pedro Meurice, sucesor y heredero del espíritu de Pérez Serantes, como demostró en sus históricas palabras durante el viaje de Juan Pablo II a Cuba en 1998. Gracias a Meurice he podido acceder a unas fuentes esenciales: los archivos de los arzobispados de Santiago y Camagüey, clausurados durante más de medio siglo y donde se custodia, entre miles de documentos, la correspondencia personal de este prelado. Ese es, sin duda, el principal valor de esta biografía.
Conocida esta investigación por el Prof. Eusebio Mujal-León, director del Cuba XXI Project de Georgetown Uníversíty, fui invitado en 2009 a realizar una estancia postdoctoral en esa universidad. En el año largo que pasé en Washington confirmé que la erudición de Mujal-León sólo es superada por su bonhomía y gracias a él contacté con otros académicos con los que pude compatir los progresivos hallazgos de este trabajo. Por ejemplo, Jaime Suchlickí y Andy Gómez, del Instítute for Cuban and Cuban-Amerícan Studíes (ICCAS) de Miami Jaime Suchlicki y Andy Gómez, del Institute far Cuban and Cuban-American Studies (ICCAS) de Miami University,o el profesor del Government Department de Georgetown, Fr. Matt Carnes, SJ.
También visité los National Archives, ubicados en el campus de la University of Maryland y referencia ineludible para conocer este período. Allí tuve el inestimable apoyo de Jeremy Bigwood, investigador curtido en revoluciones como la sandinista y profundo conocedor de esos gigantescos archivos. También trabajé en los fondos de The Library of Congress norteamericana, donde conté con la amable ayuda de Jennifer Brathovde, bibliotecaria de la División de Manuscritos.

Pese al inicial desencanto que supuso encontrar apenas un par de referencias sobre Pérez Serantes, un trabajo metódico y constante sacó a la luz una treintena de documentos, tanto del Departamento de Estado como de la CIA, referidos al arzobispo de Santiago de Cuba. En especial, las famosas pastorales de 1960 y 1961, que fueron incluso analizadas por los presidentes Eisenhower y Kennedy. Al tiempo, guiado por las investigaciones del historiador Manuel de Paz, pude acceder a los fondos del Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares (Madrid), donde se conserva la correspondencia diplomática española.
La mayor carencia de información procede de los archivos del Estado cubano que, pese a ser nominalmente públicos, cuentan con un sutil mecanismo de control si se quiere investigar sobre el período revolucionario. En tal caso se exige un visado académico, petición que es invariablemente denegada si el solicitante no pertenece a algún partido o institución comunista que garantice la sumisión del investigador a la versión oficial de la dictadura.
Por último, alguien puede pensar (y acierta quien así lo haga) que el Archivo Secreto Vaticano debe de conservar documentos de gran valor histórico relacionados con esta investigación. Sin embargo, los fondos del ASV que se han abierto recientemente para su consulta llegan hasta 1939, año de la muerte de Pío XI. Por ese motivo aún pasarán varias décadas hasta que se autorice el acceso a los papeles vaticanos sobre la Iglesia cubana durante los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI.

En cualquier caso, los centenares de informes y cartas que pude consultar en Cuba, España y los EEUU han sido enriquecidos con decenas de entrevistas con personas que conocieron, vivieron o trabajaron con Enrique Pérez Serantes. En especial, las casi cuarenta horas de conversación con monseñor Meurice, que fue su secretario, pero también el tiempo que me dedicó el actual nuncio en los EEUU, Pietro Sambi (antiguo diplomático de la Santa Sede en Cuba) o la amabilidad del P. Jorge Bez Chabebe, estrecho colaborador de Pérez Serantes en la década de 1950.
Junto a ellos recabé otros testimonios imprescindibles para aclarar la relación de la familia de Fidel Castro con el arzobispo cubano. Así, pude conversar con su hermana Juanita Castro, residente en Miami, o con su primera esposa, Myrta Díaz-Balart, y también con otros protagonistas de la revolución, como el comandante Huber Matos, exiliado en EEUU después de cumplir dos décadas de condena en las cárceles cubanas.

No sería justo terminar esta presentación sin reconocer la ayuda que recibí del escritor Carlos Alberto Montaner y de los historiadores P. Manuel Maza, SJ, de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (República Dominicana) y Pablo Hispán, de la Universidad San Pablo CEU (Madrid). También las sugerencias de Manuel Jorge Cutillas y Lucía Comas; las indicaciones editoriales de Manolo Salvat; la diligencia del canónigo archivero de la catedral de Tuy (España), Avelino Bouzón, y la generosidad de la investigadora de la Universidad de Navarra, Dra. Mercedes Alonso de Diego, que revisó el texto final.
Last, but no least, el reconocimiento a la paciencia y los consejos de mi esposa, Helena, motivadora de altura, dispuesta a comenzar aventuras como la que nos llevó, con cuatro hijos (Graciela, Ramón, Covadonga y Yago), a vivir en los EEUU. AMDG.
Ignacio Uría Washington, 
DC. 26 de Julio de 2010

Capítulo I

UN CUBANO NACIDO EN GALICIA

Enrique Pérez Serantes nació el 29 de noviembre de 18831 en Tuy (Pontevedra, España), histórica ciudad gallega fronteriza con Portugal en la ribera del Miño. Vino al mundo a las once de la mañana en una humilde casa de piedra de dos plantas en la Travesía de Santo Domingo 4, casi enfrente del convento gótico del mismo nombre, convertido en cuartel militar tras la desamo1tización de 1836.
Enrique era el primogénito de Agustín Pérez Vispo y Regina Serantes Cid, naturales de la provincia de Orense. Agustín era de Freixo, aldea a pocos kilómetros de Celanova, mientras que Regina había nacido en Allariz, villa también cercana. Los cuatro abuelos de Enrique eran labradores, si bien él sólo conoció a los paternos.
Tuy, que entonces tenía once mil habitantes, había sido capital de una de las siete provincias del antiguo reino de Galicia. En ella estaba la sede episcopal, según la tradición fundada en el siglo I por un discípulo de Santiago Apóstol. En la parroquia de El Sagrario, situada en la propia catedral de Santa María, fue bautizado el pequeño Enrique por el párroco castrense, José Giráldez Andrés, al día siguiente de nacer.

El matrimonio Pérez Serantes vivía en Tuy porque el cabeza de familia era guardia civil en la comandancia de frontera. Agustín había formado parte del Ejército español de Cuba durante la Guerra Grande (1868-1878) y su esposa, Regina, era una mujer dedicada a su familia, aunque encontraba tiempo para la práctica religiosa como miembro de la Unión de San José para la protección de niños desamparados. Enrique tuvo dos hermanos, Cesáreo y Regina, pero la niña murió poco después de nacer.
La infancia de Enrique y Cesáreo transcurrió en Tuy hasta el traslado familiar a Celanova, ya que Agustín solicitó un cambio de destino al cuartel de esa población orensana para estar más cerca de sus padres, ya ancianos, y defender sus derechos sucesorios sobre unas tierras que le disputaban otros miembros de su familia.
Sobre los años de la familia Pérez Serantes en Celanova no hay más referencias hasta 1897, año en el que Enrique fue enviado a estudiar al Seminario Conciliar de San Fernando de Orense capital. Al parecer, el párroco de Santa Cristina de Freixo, Antonio González, había descubierto su inquietud espiritual y eso, unido a la capacidad intelectual del muchacho, terminó por convencer a la familia de que la entrada en el seminario menor era la mejor opción.
Orense era entonces una pequeña ciudad de quince mil habitantes con una economía basada en el comercio y la administración pública, aunque vivía cierto desarrollo urbanístico. Sin embargo, la pervivencia de las viejas estructuras sociales empujaba a muchos jóvenes a la emigración, algunos de ellos familiares del propio Enrique.

Como alumno residente, Pérez Serantes sufrió las estrecheces materiales propias de la época, además de un ambiente general de escasa vida interior y cierto relajamiento de la disciplina. Sin embargo, el joven Enrique pronto destacó por su capacidad intelectual, ya que desde el primer año obtuvo buenos resultados académicos, en especial en Historia, Lógica y Oratoria. Su cuarto y último año (curso 1900-1901) fue el mejor, ya que consiguió excelentes calificaciones en casi todas las asignaturas.
En la primavera 1901, con 17 años, Pérez Serantes fue llamado al servicio militar obligatorio. Entonces era civil y casi tenía la edad mínima para ser soldado de reemplazo, exigencia que podía extenderse varios años.
Enrique aún no estaba seguro de su vocación sacerdotal, pero consideró el alistamiento como una grave, amenaza sobre todo si era destinado a las colonias de África. Además, al no ser ni siquiera novicio no podía acogerse a la excepción eclesiástica que establecía el Concordato de 1851, tratado internacional que regulaba las relaciones entre España y los Estados Pontificios. Por ese convenio se reconocía al catolicismo como la religión oficial del reino y también se sancionaba el «fuero eclesiástico», privilegio por el que, entre otros derechos, los religiosos, seminaristas y novicios evitaban su incorporación a filas.

Por tanto, Pérez Serantes estaba ante un dilema: el servicio militar podía agostar sus barruntos sacerdotales,
pero tampoco veía clara su entrada en el seminario mayor. Tras unos días de reflexión, Enrique optó por salir de España para ganar tiempo, madurar su posible vocación religiosa y, en su caso, retomar más adelante los estudios eclesiásticos.
La decisión puede parecer desproporciona da, pero debe tenerse en cuenta que el Partido Liberal habían llegado al poder en marzo de 1901 y el ministro de la Guerra, el ex capitán general de Cuba Valeriano Weyler, estaba empeñado en ampliar el servicio militar obligatorio. Una de las grandes novedades de su proyecto legislativo era terminar con la exención militar de religiosos profesos y novicios y equipararlos al resto de quintos. Es decir, los clérigos deberían optar entre alistarse o abonar una cantidad de dinero para evitar el reclutamiento.
La oposición conservadora, liderada por Francisco Silvela, respaldaba la propuesta liberal, así que la aprobación de la ley parecía inevitable. Por otro lado, el nuevo Gobierno quería revisar el Concordato, asunto que la Santa Sede estaba dispuesta a negociar si se revocaba el derecho de presentación.
Por tanto, ni siquiera la entrada en el seminario mayor de Orense iba a librar al joven Enrique de sus obligaciones castrenses, ya que no tenía dinero para evitar el pago en metálico.

En síntesis, a la incertidumbre personal de Pérez Serantes se unió un ambiente político complejo. Los partidos mayoritarios querían endurecer el reclutamiento de mozos e imponer fuertes multas a las compañías navieras que viajaban a América y admitieran a bordo a jóvenes en edad militar sin los correspondientes permisos del Ejército.
Precisamente en esas condiciones viajó Enrique Pérez Serantes a Cuba en 1901. Ese destino fue elegido por dos motivos: el conocimiento que su padre Agustín tenía del país por sus años como soldado y la colaboración de un pariente político de su madre, llamado Manolo Hierro, que vivía en La Habana.

1. La Habana-Roma-La Habana

Enrique se embarcó para Cuba entre mayo y junio de 1901 debido a la cercanía de la fecha límite para alistarse, que era el 1 de agosto. Atrás dejó a su familia, a sus compañeros de estudios y a la justicia militar, que lo declaró prófugo y le impidió su retorno a España durante más de dos décadas.
Una vez en La Habana y gracias a las gestiones de su pariente, se presentó en el colegio jesuita de Belén (que tenía como rector al pamplonés P. Vicente Leza y contaba con 350 alumnos) para trabajar en su famoso Obseivatorio Meteorológico. Pérez Serantes se puso a las órdenes del Hno. Gabriel Gonzalo Llorente como criado (fámulo era el término de la época), donde recibió manutención, hospedaje y clases de latín a cambio de realizar diferentes tareas auxiliares, sobre todo de limpieza y mantenimiento.
Su marcha fue sentida en el seminario de Orense y algunos profesores le escribieron para contárselo. En especial, Manuel Castro, con el que intercambió correspondencia durante los primeros tiempos en Cuba. En una carta del 27 de julio de 1901, Castro le dijo: «Con satisfacción he leído que el cambio de clima no ha producido, gracias a Dios, alteraciones en su buena salud, que es un elemento principalísimo para quien tiene que vivir de su trabajo». Castro confiaba también en que las recomendaciones que llevaba su antiguo alumno fuesen suficientes

«[...] para ponerle en condiciones de esperar sin contrariedades la apertura de los estudios eclesiásticos que se propone, con aplauso mío, continuar [...]. Muchos y graves riesgos corre un joven lejos de su familia y en un país en que, desgraciadamente, la Religión y la Moralidad no deben hallarse muy florecientes».
Contra esos peligros, la mejor solución era: «buscar un director espiritual sabio, virtuoso y prudente a quien visitar con la posible frecuencia y de cuyos consejos haga la invariable regla de conducta». Con esa opinión coincidió el abogado gallego Juan Manuel Pastrana, que era primo hermano de Enrique:
«Que Dios te proteja y guíe por buen camino, por lo que te aconsejo no te olvides y confíes en Él siempre, [...] desoyendo todo consejo o indicación de perversión contrario a nuestra Santa Religión Católica, Apostólica y Romana».
Por estas palabras se percibe una notable desconfianza hacia el ambiente cubano, pero no parece que el nuevo país hubiese asustado al joven emigrante. Carta tras carta, Enrique aseguraba encontrarse «bueno y contento» y también deslumbrado por la arquitectura de La Habana.

El comienzo del curso 1901-1902 llegó cargado de trabajo para el joven gallego, ya que todo era nuevo para él. Sin embargo, Pérez Serantes trabajaba con intensidad y pronto sobresalió en la plantilla de obreros del colegio de Belén. Hasta tal punto que en 1902 los jesuitas coadjutores que supervisaban informaron a sus superiores de las excelentes cualidades intelectuales y personales que parecía atesorar su empleado.
Los meses pasaron y tras un retiro espiritual durante la Cuaresma de 1903 el joven Enrique confirmó su vocación sacerdotal y el deseo de continuar sus estudios eclesiásticos. Para ello debía solucionar su recepción en la diócesis de La Habana, paso ineludible para posteriores decisiones relacionadas con su formación. En esa tarea contó con la ayuda de su primo Juan Manuel Pastrana, al que pidió que contactara con el obispo de Orense, Pascual Carrascosa, para obtener los preceptivos informes sobre la vida y conducta moral de Enrique (llamados Testimoniales), requisito indispensable para regularizar su situación canónica en la diócesis habanera.

El 16 de septiembre de 1903, Pérez Serantes recibió de España la documentación necesaria para incardinarse en La Habana y apenas 15 días después escribió al obispo auxiliar, Buenaventura Broderick, con la petición de continuar su formación. Monseñor Broderick le contestó a vuelta de correo el 3 de octubre: «Acuso recibo a su carta del 1 del corriente. Llegando a esta ciudad el Ilmo. Sr. Delegado Apostólico [Placide La Chapelle, obispo de Nueva Orleans, EEUU] el 5 del actual puede V. acudir a su domicilio con todos los documentos que posea y trataremos de arreglar el asunto».
Para entonces, el arzobispo Francisco de Paula Barnada había decidido enviar a Pérez Serantes a Roma para continuar los estudios interrumpidos en 1901 al abandonar España, según le aclaró monseñor Broderick el 8 de octubre:
«En contestación a su carta de 6 del actual, deseo informarle que he hablado respecto a su asunto con Mons. Chapelle y Mons. Barnada esta mañana. Es necesario que, con la mayor urgencia, presente V. una petición a Monseñor Barnada acompañada de los documentos necesarios para incarnar a V. en la Diócesis de La Habana. Tan pronto como esté terminado, yo haré todos los arreglos necesarios para embarcarlo para Roma».

La incardinación de Pérez Serantes en la diócesis se produjo el 23 de octubre de 1903. Fue uno de los últimos documentos firmado por el arzobispo Barnada como administrador apostólico de La Habana, ya que el 16 de noviembre retornó a la sede de Santiago de Cuba al ser elegido Pedro González Estrada nuevo obispo de la capital cubana.
Para entonces Enrique había ya partido hacía Roma (lo hizo el 14 de octubre de 190325 con el permiso expreso de su padre) para continuar sus estudios eclesiásticos. En la mente del seminarista español había quedado grabado el lema del colegio de Belén (Docete Omnes Gentes) y la convicción de que, para ser maestro de muchos, antes había que estudiar y formarse en profundidad.

Pérez Serantes llegó a Roma a mediados de noviembre de 1903 y se alojó en el Colegio Pío Latino Americano, entonces situado en la vía Gíoacchíno Belli 3 y regido por la Compañía de Jesús. Ese centro tenía entonces un centenar de estudiantes de toda América que, al poco tiempo de llegar Enrique, le pusieron el sobrenombre de Coloso debido a su altura y corpulencia (6 pies y 2 pulgadas, prácticamente 1,90 centímetros), superior a lo habitual en aquellos tiempos.
Tres fueron los motivos que llevaron al joven aspirante hispanocubano a estudiar en Italia. En primer lugar, la clausura del seminario de La Habana, cerrado desde la Guerra de Independencia y el único que podía otorgar grados en Teología en Cuba. En segundo lugar, la existencia en Roma de un entorno óptimo para su formación en la Universidad Gregoriana, donde conocería a estudiantes de todo el mundo. Con todo, la principal razón fueron las aptitudes y la disposición de Enrique que, con 20 años, estaba preparado para enfrentarse al reto de estudiar en el corazón de la Iglesia católica y en un idioma, el latín, que no dominaba.

En cualquier caso, Pérez Serantes no fue una excepción entre los seminaristas cubanos, que en esa época iban a Italia a estudiar como nonna general. Así lo confirma una carta de 1904 de su obispo, Pedro González Estrada:
«Todos los días pido en el Santo Sacrificio al glorioso Patrono de esta Diócesis [San Cristóbal] por los muchos
«[He] escrito al P. Rector con respecto a la resolución que he tomado tocante a esos alumnos residentes. Nada de cuanto me digan de ellos me extraña, pues recuerdo perfectamente en la forma en que se enviaron y el resultado no podía ser otro. [...] Es cierto que faltan sacerdotes, sobre todo aquí, pero es preferible no tenerlos a tener sacerdotes sin espíritu, sin celo ni desprendimiento de todo».
La fragilidad vocacional de los seminaristas cubanos era un quebradero de cabeza para González Estrada, más aún cuando volvían a la Isla. Así, al finalizar el curso de 1906-1907, el obispo encargó a Pérez Serantes que trasmitiera al rector P. Luigi Cappello, SJ, que: «[De] los antiguos alumnos que regresaron [el año pasado] de ese Colegio, ni uno solo perseveró ».
Pese a los esfuerzos de la Santa Sede por convertir el Pío Latino en un centro de referencia para las diócesis americanas, el ambiente del colegio no favorecía ese objetivo. En él convivían alumnos de diverso origen familiar y educativo, por lo que el trabajo de los jesuitas para formar a los estudiantes era arduo y no siempre bien entendido.

Lo confirma un informe de 1908 solicitado por la Santa Sede con ocasión de los 50 años de la fundación del Colegio Pío Latino. El resultado fue polémico, ya que el eclesiástico que lo redactó hizo severas críticas a los superiores jesuitas. Por ejemplo, no hablar español (y mucho menos portugués) y desconocer las costumbres del Nuevo Mundo, lo que les aislaba de sus residentes. Al mismo tiempo, se comunicó a la curia que los continuos cambios de rector dispuestos por la Compañía de Jesús producían un pésimo efecto en los obispos americanos y les reafirmaba en la creencia del desinterés de esa orden en el colegio.
El visitador opinó además que la disciplina era deficiente y que en toda la década anterior (de 1898 a 1908) no había habido «un padre espiritual digno de tal nombre, capaz de enseñar el camino de la virtud». Los alumnos, por su parte, llegaban a Roma con escasos conocimientos de latín y pese a «tener en general una inteligencia despierta» solían «hacer el ridículo» en la Universidad Gregoriana por su incultura. También alertó sobre «el abuso del alcohol» y la posesión de «libros con fotografías inconvenientes» e invitó a tomar medidas enérgicas para evitar que los seminaristas fueran a posadas y fondas, costumbre nocturna que había causado estragos en la perseverancia vocacional.

La otra cara de la moneda eran las casi tres decenas de antiguos alumnos ordenados obispos en el medio siglo de existencia del colegio. Entre ellos, el primer cardenal de América Latina y arzobispo de Río de Janeiro, Joaquim Arcoverde, creado en Roma en 1906 en una ceremonia celebrada en el mismo colegio Pío Latino a la que asistió Pérez Serantes. Por último, el episcopado americano había incrementado de manera constante el número de seminaristas enviados a Roma, ya que la formación que recibían allí era, en cualquier caso, superior a la de sus países de origen.
Entonces, ¿cómo se explica que el panorama descrito fuera tan negativo? Pese a la innegable base real de las acusaciones, parece ser que las críticas se exageraron para intentar socavar la confianza de Pío X en la Compañía de Jesús, a la que en 1905 había entregado la dirección perpetua del colegio. Para algunos obispos y cardenales esa decisión iba a acrecentar el amplio poder jesuita en América, con el riesgo de consolidar una «iglesia paralela» al margen de la Santa Sede, leyenda negra que soportaba esa orden religiosa.

Por lo que se refiere a Enrique Pérez Serantes, su conducta durante los años romanos fue óptima. Según el rector Cappello:
«El comportamiento del alumno Enrique Pérez S. es el esperado en un candidato al sacerdocio, dedicado al estudio y a las visitas de pobres, con recia piedad [...] su carácter es complacido y apostólico, atinado en su franqueza, aunque no exento de terquedad española y cierto gusto por la acción que, siendo necesario, deberá encauzarse Ad Maiorem Dei Gloriam. [...] Apto para el gobierno».
El obispo González Estrada, en una confidencia inusual, se lo reconoció a Pérez Serantes unos meses más tarde:
«No tengo queja alguna ni de sus disposiciones ni de sus hábitos. [...] Pídale a la Excelsa Madre de Dios, en su advocación de La Storta, que le mantenga como a San Ignacio, siempre atento a los dictados de Dios Padre y Dios Hijo».
Enrique Pérez Serantes obtuvo en la Universidad Gregoriana los doctorados en Filosofía, Sagrada Teología y Derecho Canónico (que en el argot eclesiástico eran conocidos como «las tres borlas»), lo que le valió una alabanza pública del entonces rector universitario, el jesuita Ludovico Quercini. Con la obtención de esos títulos, llegó el momento de abandonar Roma y volver a la Isla para ordenarse sacerdote ya que la pretensión inicial de que lo hiciera en la amplia capilla del Pío Latino no pudo cumplirse.

Los casi siete años romanos habían sido fecundos en el campo intelectual, fortalecieron su piedad y le dieron una visión universal del catolicismo que le sería muy útil en el futuro. Ahora Cuba le esperaba, un país que le había acogido generosamente, pero que apenas conocía. En agosto de 1910, con 26 años, Enrique Pérez Serantes volvió a La Habana para comenzar una andadura que, durante medio siglo, le uniría indisolublemente al pueblo cubano.

2. Sacerdos in aeternum

Enrique Pérez Serantes fue ordenado sacerdote el domingo 11 de septiembre de 1910 por el obispo de La Habana, monseñor Pedro González Estrada, en la capilla del Real Seminario Conciliar de San Carlos y San Ambrosio.
Su prelado le autorizó a celebrar, confesar y predicar durante un año, período inicial acostumbrado, y el 12 de septiembre cantó su primera misa en la capilla del colegio de Belén. González Estrada le había nombrado poco antes catedrático de primer año de Latín y Castellano del seminario diocesano, aunque finalmente comenzó a publicar en una revista llamada Libertas e, incluso, envió un articulo a España para la revista Galicia
Gráfica. En 1917 colaboró con "La Correspondencia", "El Debate" y "La Aurora", que se unieron a los tradicionales "Diario de la Marina", "El Faro" y "Libertas" hasta alcanzar los catorce artículos. Al año siguiente el número se redujo a siete, cuatro de ellos en una sección de "La Aurora"  titulada «Pequeñeces», donde firmaba con su nombre: E. P. Serantes. En resumen, desde sus primeros años como sacerdote se dedicó al apostolado de la opinión pública, donde abordó una gran variedad de temas, aunque siempre con la problemática social como prioridad.

Volvamos a 1913. Esa primavera Pérez Serantes fue nombrado secretario de la comisión eclesiástica que preparaba la creación de la nueva diócesis de Matanzas, la quinta del país. Sus conocimientos en Derecho Canónico y la confianza de su obispo le convirtieron en un candidato perfecto para el puesto, a la vez que sirvieron a monseñor González Estrada para comprobar su capacidad de gobierno.
A ese cargo unió el de censor del Círculo Católico para supervisar el cumplimiento de sus normas y reglamentos. El Círculo, fundado en 1911 por González Estrada, intentaba potenciar el apostolado laico y la formación integral. De modo secundario, los socios y sus familias podían participar en las actividades (lúdicas, culturales, deportivas) que se organizaban.

Poco después se le propuso ser capellán delas Adoratrices de La Habana, cometido para el que se le designó el 3 de agosto de 1913. Ambas responsabilidades le permitieron mejorar su precaria situación económica y sumar estos estipendios a los magros ingresos que percibía como profesor del seminario. No terminaron ahí los encargos, ya que también fue distinguido con el nombramiento de juez pro-sinodal de diócesis de La Habana. Esto le convirtió en miembro de los tribunales que, cada cinco años, examinaban de Teología y Moral a los sacerdotes diocesanos.
En medio de esa incesante actividad llegó la Navidad de 1913, en la que recibió un telegrama de su padre con el peor mensaje posible para un hijo: «Celanova (Orense).  Tu madre muerta. Agustín».

El fallecimiento de su madre supuso la pérdida de su principal vínculo con España, ya que la relación con su padre siempre fue distante, algo habitual en la época debido a las costumbres sociales. Para su desgracia, no pudo asistir al entierro por su irregular salida de su país por los conocidos problemas militares, aunque tampoco podía pagarse el pasaje a Vigo (España). A partir de entonces Pérez Serantes redobló su devoción a la Virgen María como consuelo a los sentimientos filiales.
En Cuba, entre tanto, los choques de la masonería y el episcopado eran continuos debido al auge del catolicismo. Ahora bien, mientras el obispo González Estrada lamentaba la falta de vocaciones cubanas, otros criticaban el influjo de los clérigos en la sociedad y la incesante llegada de sacerdotes españoles. Así, Carlos de Velasco, director de la revista mensual Cuba contemporánea y masón, afirmó que la entrada de religiosos extranjeros en Cuba era un escándalo:

«El clero trabaja por adquirir preponderancia o por recobrar quebrantadas o perdidas influencias; aquí la iglesia católica va poniendo poco a poco, mas de modo constante y seguro, jalones que marcan el ensanche de su radio de acción [...]. Vienen todos a vivir de nosotros, acrecentando su poderío, sin devolvernos jamás los bienes de que llegan a apoderarse y sin ni siquiera contribuir debidamente a las cargas públicas, ni a aumentar, con una descendencia legítima, el número de habitantes laboriosos y útiles que Cuba necesita».
Velasco reiteró en ese artículo los prejuicio s que el laicismo tenía contra los católicos: ser anticubanos, controlar la educación de las clases altas e introducir usos arcaicos y contrarios a la libertad del hombre.
Por entonces, Pérez Serantes había impulsado el Comité de Socorro para los Obreros Tabacaleros, mayoritariamente despedidos en las huelgas de 1914 contra los cierres empresariales derivados del comienzo de la I Guerra Mundial. El activismo del sacerdote era bien conocido, por lo que a nadie extrañó su elección como consiliario del Centro Obrero (actividad compaginada con la docencia de Latín, Filosofía y Teología en el seminario) ni sus denuncias sobre la difícil situación del proletariado:

«Es un hecho, que no comprendemos cómo puede ponerse en duda o negarse por hombres aparentemente bien equilibrados, que la condición del obrero en Cuba es cada día peor en su doble aspecto moral y material. [...] Las viviendas de los obreros y de sus familias obreras son detestables [...] Son muy contados los centros industriales y mercantiles cuyos patronos tengan interés en mejorar económicamente al obrero; sólo se piensa en el rendimiento. Esto es todo, y de esto y sólo de esto se oye hablar».
Ese mismo año una nueva responsabilidad se unió a su larga lista de trabajos a petición de monseñor Severiano Sainz Bencomo (entonces administrador apostólico y más tarde segundo prelado matancero), que le ofreció el cargo de secretario de la Junta de Sacerdotes.
Pérez Serantes había trabajado con Bencomo en la segregación de Matanzas de la diócesis de La Habana y éste valoraba su capacidad de trabajo y discreción. En ese puesto Pérez Serantes volvió a demostrar una notable sensibilidad social al reclamar el fin a las sangrientas luchas políticas «que arrasan familias y ofenden a Dios». En 1914, como hemos visto, la crisis económica era profunda y Sainz Bencomo publicó una pastoral que denunciaba la terrible situación de los obreros:

«Un cuadro desgarrador [...] en toda la República de Cuba con un crecido número de obreros que carecen de todo, que oyen las voces de sus hijitos que les piden pan y que no sólo no tienen para darles y saciar su hambre, pero ni aun pueden ganarlo por escasear el trabajo. [...] En las circunstancias presentes, horriblemente angustiosas, la Iglesia tiene que hablar, tiene que obrar [...] y hoy deja de hecho oír su voz en pro de esta porción de sus hijos, la clase obrera».
Los sentimientos de la Jerarquía eran nobles, como lo demuestran las nutridas colectas que se hicieron en esos meses, pero insuficientes para atender a miles de desempleados por los efectos de la guerra en Europa. La difícil situación hizo que el obispo Bencomo convocara una reunión para coordinar las acciones que iban a ejecutarse y tres días más tarde publicó la circular «Precaria situación de los obreros». En ella agradeció las iniciativas eclesiásticas para atender a la clase obrera: «Dando un solemne mentís a los que, sin interesarse ni sacrificarse más que por su bienestar, y olvidando las brillantísimas páginas que diariamente viene escribiendo la Iglesia [...] tienen singular empeño en que aparezcáis como enemigos del pobre». Bencomo recordó también la obligación de los católicos incrementar las limosnas dominicales y destinarlas a las necesidades urgentes de los parados y predicó sobre la imperiosa necesidad de ayudar a los hermanos pobres.

Las numerosas actividades de Pérez Serantes con el proletariado estaban respaldadas por la Jerarquía como efecto de la Doctrina Social de la Iglesia iniciada por León XIII. Hasta el Boletín Eclesiástico de La Habana hizo un encendido elogio del sacerdote por este motivo:
«Por cuenta nuestra y mal que pese a su modestia, debemos tributar un aplauso entusiasta al Dr. Pérez Serantes, que representa al Excmo. Sr. Obispo en esta obra de misericordia y de aproximación a los trabajadores, que están sufriendo una miseria desconocida por ellos hasta el presente.
Es un joven sacerdote de grande ilustración, lo que no valga mucho, y lo que sí vale mucho, de extraordinario tacto y rara prudencia, más rara en él si se tiene en cuenta que, apenas dejó las aulas, entró en el Seminario como profesor, y así, puede decirse que se halla singularmente dotado para la acción sacerdotal cerca del pueblo , puesto que sin el auxilio de la experiencia ha conseguido en el «Comité de Socorro para los Obreros sin trabajo» una acogida excelente y ha dirigido con acierto este movimiento parroquial que, G. a D., parece un triunfo, presagio de otros mayores».
A esas acciones unió Pérez Serantes la defensa de los obreros en la prensa. Por ejemplo, en el artículo titulado
«El derecho de huelga»:

«El obrero tiene derecho y siente necesidad a la vida propia y a la de sus hijos en conformidad con la dignidad humana. Luego tiene derecho a los medios necesarios y legítimos que a este fin conducen [...] y si no los puede ejercer es justa la huelga, tiene derecho a la huelga y hasta necesidad, pues tiene obligación de conservar la vida de sus hijos y es la huelga un medio legítimo y hasta pacífico».
A continuación expuso qué se entendía por una era huelga justa: aquella que, pese a los males que entrañaba, obtenía bienes superiores. El más importante, la retribución del trabajador «a la que no hubieran accedido los patronos por la persuasión y la súplica».
Ahora bien, para que una huelga fuera justa debía ser lícita y pacífica. Esto no significaba que los obreros tuvieran que renunciar a la persuasión e, incluso, a ciertas «amenazas justas, como son expulsarlo de sus sociedades [sindicales]». Para Pérez Serantes la mejor opción era el diálogo entre capital y trabajo, pero si el acuerdo no llegaba, el combate era un arma legítima del obrero. Detestable por violento, pero justo. Esa era la sociedad en la que Enrique Pérez Serantes tenía que ejercer su ministerio, aunque su puesto principal fuera como profesor del seminario, donde permaneció hasta enero de 1916.

En esos días, fray Valentín Zubizarreta, obispo de Camagüey y administrador apostólico de Cienfuegos (vacante por la renuncia de su titular, monseñor Aurelio Torres), nombró a Pérez Serantes vicario general y provisor de Cienfuegos. Con esa responsabilidad Pérez Serantes se incorporó al gobierno de la Iglesia cubana, misión que no abandonó en los siguientes cincuenta años. Estas nuevas obligaciones le obligaron a renunciar,
«con dolor y obediencia», a su puesto de catedrático en el seminario de La Habana y al resto de cargos ya comentados.
Monseñor Zubizarreta era un gran valedor de Pérez Serantes y pronto pensó en él para un puesto de más responsabilidad: gobernador eclesiástico de Cienfuegos. En el decreto de nombramiento del 6 de julio de 1918 se explicó que se le elegía «confiando en la prudencia, ciencia y virtud del Prbro. Dr. Enrique Pérez Serantes [. ] al que le concedemos todos los derechos que de jure van capitulos a dicho cargo». También suponía, de hecho, tener las atribuciones de un obispo.

Compaginó ese cargo con la atención personal de las capellanías de los barrios cienfuegueros de Caonao y Buenavista, «en cuyo desempeño durante 6 años continuados demostró una extraordinaria actividad »66, además de fundar el Consejo de San Pablo de los Caballeros de Colón, asociación de origen norteamericano que promocionaba la incorporación de los hombres a la vida de piedad.
Si el frente social era intenso, el político lo superaba, ya que las autoridades cubanas actuaban de manera confusa ante algunas manifestaciones externas de los católicos. Esto ocurrió, por ejemplo, en noviembre de 1919 durante el Primer Congreso Eucarístico Diocesano organizado con ocasión del IV centenario de la fundación de La Habana. El acontecimiento estaba autorizado por el Gobierno y la Alcaldía, pero sufrió varios contratiempos. El más grave,la suspensión de una misa de campaña multitudinaria organizada con medio año de antelación.

Durante las sesiones del congreso «el problema obrero» fue abordado en dos conferencias, una de ellas de Pérez Serantes, que disertó sobre el apostolado con los trabaja dores manuales. Según el historiador Leiseca «estuvo inspiradísimo» y en su intervención destacó la importancia de la mujer en la transmisión de la fe, además de alabar la reciente fundación de la Asociación de Católicas Cubanas para su formación y presencia en la sociedad.