EL Rincón de Yanka: LEYENDAS

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domingo, 29 de junio de 2025

LIBRO "EL SIGLO DEL MILAGRO": LA CONSAGRACIÓN DE COMPOSTELA por RODRIGO COSTOYA ★🌌

EL SIGLO DEL MILAGRO

La consagración de Compostela

RODRIGO COSTOYA

De milagros fantasiosos

Cuentan que Compostela nació cuando Paio, el eremita, fue guiado por unas luminarias misteriosas hasta la tumba del apóstol Santiago. De ahí el nombre de Campus Stellae. Y también que el rey Alfonso II fue el primer peregrino de la historia. Y que comenzó así una afluencia masiva de caminantes que no ha cesado hasta nuestros días. Una increíble sucesión de milagros, ¿verdad?
Pues lamento decir que todo esto es mentira. Una leyenda, nada más. Una fantasía.

La Compostela primigenia

En los primeros tiempos, en torno a un sepulcro sin identificar no había nada más que un burgo modesto y una pequeña iglesia. El propio Vaticano desmintió que esa pudiera ser la tumba de Iacobus, e incluso algún obispo llegó a ser excomulgado por defender esa tesis.

Un milagro tangible

Es en 1068 cuando nace Diego. Él hizo de Compostela una archidiócesis, y creó la catedral más fastuosa del mundo. Él coronó reyes y entronizó papas, ordenó escribir los códices más maravillosos y puso a la insignificante Compostela a la altura de Roma y de Jerusalén.

Él creó el Camino de Santiago, y en torno a él forjó Europa. Esta es su historia, y es real.
Esto es lo que construyó en el siglo del milagro.
Hasta ahora conocías la leyenda. Ahora descubrirás la verdad.

PREFACIO 

ARTÍFICE DEL MILAGRO 

Un santuario remoto entre colinas boscosas. Y un modesto poblado con cimientos de ceniza. Eso era Compostela en el año 1000. Todo había empezado en el siglo IX, cuando el obispo de la vieja Iria Flavia anunció el descubrimiento de un sepulcro. Siguiendo una vieja leyenda y sus propios intereses, Teodomiro identificó esa tumba como la del apóstol Iacob, el primo hermano de Cristo. El rey cristiano de la época, Alfonso II, suscribió con entusiasmo sus afirmaciones. Concordaban a la perfección con sus intereses políticos. 

El aval del monarca le dio un primer impulso al santuario, y empezaron a llegar fieles. Peregrinar hasta las tumbas de los santos era uno de los usos más extendidos en aquel tiempo. Sin embargo, pronto se alzaron las primeras voces críticas. Hombres sabios y doctores de la iglesia sostenían que aquella no podía ser la tumba de Iacobus. Que era imposible que el señor Sant Iago estuviera enterrado allí, y que el apóstol jamás había estado en Hispania. Ni vivo ni muerto. 
Sostener algo así era contravenir a la mismísima biblia. Había que acabar con aquel fraude. 

El obispo y el rey se reafirmaron en sus tesis. El dominio musulmán, tras un siglo de ocupación, amenazaba con expulsar a los pocos cristianos que quedaban en la Península. Que el mejor amigo de Jesús de Nazaret hubiera elegido aquel rincón de la Gallaecia para su descanso eterno era lo único que podía evitar la consumación definitiva del desastre. Y hubo quienes quisieron creerlo así. Por eso, al principio, la peregrinación a Compostela experimentó un cierto auge. 
Sin embargo, con el paso de las décadas, el fervor inicial se fue enfriando. 
El poblado que había surgido en torno al santuario no acababa de despegar, y empezaron a pesar más las dudas (y la dificultad de alcanzar el Finis Terrae) que esa leyenda incierta sobre el sepulcro del apóstol. La ciudad, todavía incipiente, empezó a languidecer. 
La puntilla llegó en el año 997, cuando Almanzor arrasó el lugar. Tras la razia, Compostela apenas fue capaz de resurgir de entre las brasas. Su santuario pasó a un plano muy secundario en el ideario colectivo de la Europa cristiana. También la sospechosa reliquia que contenía. Ese pudo ser el golpe definitivo. 

La ciudad pudo haber desaparecido igual que había nacido: como un milagro súbito entre la bruma. Sin embargo, justo ahí es cuando aparece nuestro protagonista. 
En 1068, año de su nacimiento, la ciudad era apenas un villorrio de adobe que se extendía por unas callejas cubiertas de lodo. Una iglesia pequeña y unas casas protegidas por una muralla frágil; un par de prioratos y un puñado de monjes. 
Eso era Compostela: un pueblo frío y húmedo en torno a un humilde santuario. Ni rastro de una catedral, ni sede de una diócesis. Un lugar olvidado en los confines de la tierra. 

Cómo un hombre logró convertirla en faro de la Cristiandad es lo que hallarás en estas páginas. Él hizo de ella la última Sede Apostólica de Occidente, y consiguió construir la más fastuosa catedral que jamás se había visto en todo el mundo. Nombró reyes y entronizó papas. 
Propició la creación de nuevos reinos, y robó las reliquias más sagradas. Instauró tributos que perduraron a lo largo de los siglos. 
Mandó escribir los códices más maravillosos de su época y creó la primera guía de viajes de la historia. 
Construyó una armada de guerra, algo nunca visto en los reinos hispánicos, y se convirtió en la figura más relevante de su tiempo. Tal vez el mayor genio político de cuantos hayan existido. 

Con todo eso, y mucho más, consiguió poner a la insignificante Compostela a la altura de Roma y de Jerusalén. Y todo lo consiguió en una vida plagada de prodigios. Una existencia desbordante de tesón y de talento. No se trataba de un conde, ni de un príncipe, sino del hijo de un soldado. Su nombre, Diego Gelmírez. El artífice del milagro.

Eran tiempos convulsos para los reinos cristianos. Tras la muerte de Fernando el magno, sus reinos fueron repartidos entre sus tres hijos: al mayor, Sancho, le correspondió Castilla; al segundo, Alfonso, el reino de León, y el más pequeño, García, sería rey de Galicia. Sin embargo, poco tardaría Alfonso en coronarse como único rey. Sancho sería asesinado en oscuras circunstancias, y él juraría ante el Cid que nada había tenido que ver con su muerte. Pese a ello, no dudaría en hacer prisionero a García para apoderarse de Galicia. 

Las luchas fratricidas incendiaban la cristiandad. Sin embargo, no estaban las aguas más tranquilas tras la frontera andalusí. Las taifas resultantes de la desintegración del califato de Córdoba se disputaban la hegemonía de los territorios islámicos, pagando generosas parias a los cristianos para que los defendieran de sus enemigos… y para que renunciasen, también, a conquistarlos. Hispania entera era un polvorín. Cualquier chispa podía desencadenar una hecatombe. Hasta la más inesperada.


viernes, 20 de junio de 2025

LIBROS "LEOVIGILDO, REY DE LOS HISPANOS" y "PELAYO": EL HÉROE QUE SALVÓ HISPANIA: ⚔ LA RESISTENCIA QUE DIO VIDA A UN REINO Y FORJÓ UNA LEYENDA ⚔ por JOSÉ SOTO CHICA

Pelayo: 
la resistencia que dio vida a un reino y forjó una leyenda. 
La novela del héroe que salvó Hispania.

En 718, al pie de la santa cueva de la Virgen, Pelayo y sus recios astures, que no hace mucho lo han designado rey, acaban de conseguir lo imposible: rechazar al gran ejército del valí al-Hur. Así, Asturia se ha convertido en un reducto incómodo para enemigos y también para presuntos amigos. Ni siquiera su vecino y rival por linaje, Pedro, duque de Cantabria, tiene claro que haya de unirse a él; además, ¿quién es ese advenedizo Pelayo? 
La victoria en Covadonga tiene una cara aún más amarga: el jefe de exploradores, Addi, el lobo de los banu ifran, ha dado con un tesoro en su búsqueda de cautivos que esclavizar. Es un niño pequeño, sí, pero es Favila, el hijo de Pelayo, y bien sabe el moro lo que vale. Tanto como Marina, casada con el ambicioso emir Munuza, a quien ella odia, aunque no tanto como a su hermano, ahora rey de los astures: no parará hasta que acabe con su vida y la de su familia.

En la Hispania del siglo VIII, mientras Pelayo guerrea, un moro cruel custodia a un niño, un guerrero fuerte como un oso sucumbirá al embrujo de unos ojos negros y una hechicera busca la fuente para volver con su hijo. Tras Egilona, reina de Hispania, llega Pelayo, una extraordinaria novela armada como un reloj de precisión por José Soto Chica, cronista contemporáneo de un tiempo olvidado y magnífico narrador de la gesta de los que no se rindieron. Honremos a Pelayo pues el héroe que salvó Hispania.

«En aquel tiempo el rey Rodrigo perdió la gloria del reino. 
Con razón se mantuvo la espada árabe. Cuya plaga, 
por tu diestra, Cristo, expulsaste por medio de tu siervo Pelayo. 
El cual al principio, haciéndose con el poder, 
victoriosamente golpeó a los enemigos que combatía y, 
alzándose victo­rioso, defendió al pueblo de los astures y de los cristianos».

TESTAMENTO DE ALFONSO II, 
BISNIETO DE PELAYO
(originalmente redactado en 812)

PRÓLOGO


Febrero de 783 en un pequeño monasterio de los Pirineos

A García le duelen las manos de frío. Con la diminuta llama de una lucerna descongela la tinta solidificada en el tintero de hierro. Sabe que se está demorando más de lo nece­ sario en ese menester, pues la tinta ya fluye de nuevo y, sin embargo, sigue aplicando la vacilante llama al metal que la contiene, con el inconfesable propósito de calentarse las ateridas manos. Y es que García se ha propuesto mortificar su cuerpo y someterlo al frío y al hambre,pero está comprobando, una vez más, que una cosa es proponerse algo y otra muy distinta cumplirlo. Por suerte, bien lo sabe él, la conciencia de un hombre es tan acomodaticia como lo es la tinta sobre el pergamino: la misma tinta cuenta una cosa y la contraria, la misma conciencia reniega de algo y luego lo justifica con vehemencia.

Pero los hombres no son ángeles y, además de la voluntad, también tienen frágil la memoria. Por eso Dios quiere que haya personas como él que escriban sobre el pa­sado. Un pasado hecho de pecado.
Pecado...Por su culpa se perdió el reino de los godos. Pues sin duda fue un castigo divino el que asoló Hispania y la sometió al imperio de los árabes.

Pero se está extraviando en pensamientos oscuros y tiene mucho trabajo por delante. Pues, ahora que ha completado la historia de cómo la ruina se abatió sobre los godos, debe narrar cómo Pelayo reunió a los últimos de ellos y, sumándolos a las gentes de las montañas del Norte, sostuvo, contra toda esperanza, un último estan­darte de rebeldía en Hispania.

Disciplinado, García anota las fechas y repasa lo ya escrito. Fue en el año 749 de la era hispana, el año 711 desde el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, cuando el rey Rodrigo sucumbió con su gran ejército ante el poder de las armas de árabes y moros... Pelayo sobrevivió a esa batalla y, durante un tiempo, cabalgó junto a la reina de Hispania, Egilona. Fue esta última mujer seductora y pecadora, que terminó casán­dose con Abd al-Aziz, el hombre que había dado muerte a su primer esposo, Rodrigo, pero que, loado sea nuestro Señor, recibió al fin justo castigo por sus faltas.

En cuanto a Pelayo, vagó mucho tiempo por Hispania, combatiendo unas veces, huyendo otras, hasta terminar en Asturias. Allí creyó poder olvidarse del mundo y vivir tranquilo, pero el emir Munuza, el mismo que se había casado con su hermana, le tendió una trampa para darle muerte y así poder apoderarse de sus tierras. Para sobrevivir y librar a su gente de la servidumbre, Pelayo subió a los montes y vagó por ellos peleando sin cesar, acosado como una fiera y soportando hambre y penalidades sin cuento ni medida.

Al cabo, pasados cinco años, y cuando ya hacía siete desde que llegaron a Hispa­nia los conquistadores enviados a ella por el califa de Damasco, las gentes de la mon­taña eligieron a Pelayo como a su príncipe, pues ya no querían seguir viviendo bajo el pesado yugo que los árabes habían puesto sobre su cerviz.

En ese punto, García se detiene. Una racha de viento helado abre el postigo del ventanuco que airea la pequeña estancia. La luz vacila primero, y luego se aviva e ilumina el cuenco de piedra que hay junto al tintero de hierro. Lleva más de sesenta años sin separarse de aquel pequeño y excepcional recipiente, pues parece preservar su vida y aliviar su atormentada conciencia de traidor. Es un objeto precioso que des­ entona en la celda de un monje, pues está hecho con una ágata translúcida tallada y pulida en forma de sencillo cáliz con la maravillosa habilidad de los días antiguos y que, acunada, traspasada por la luz, libera su mágico misterio avivando el blanco de sus vetas y desplegando entre ellas cálidas tonalidades que peregrinan por el rojo, el castaño y el dorado.

Acaricia el cuenco con doloridos dedos castigados por la artritis y de inmediato cree recibir alivio. Los retira y sonríe cansadamente, pues sabe que esa piedra semipre­ ciosa, finamente trabajada, vale más que un reino. 
¿Quién conoce su valor? Solo él y sus cinco hermanos, y a ellos, a los otros monjes, se lo reveló tras hacerles jurar, sobre el Evangelio de san Juan, que guardarían el secreto.

De hecho, García está convencido de que sus hermanos en Cristo lo tomaron por loco y no lo creyeron. En cualquier caso había de hacerlo, pues de un día para otro mo­ rirá y ellos tendrán entonces que preservar y custodiar el cuenco.

¿Qué hace pensando en estas cosas mientras el viento gélido entra en la celda y se empeña en congelarle el encogido cuerpo y en apagarle la lucerna? Se levanta ha­ ciendo un gran esfuerzo, pues no en vano son ochenta y seis años los que tienen sus condenados huesos. Hubo un tiempo, uno muy lejano, en que podía correr durante horas cargado con su armadura y, a continuación, sin pausa alguna, entablar batalla sin que le flaquearan las fuerzas... ¿Para qué lamentarse recordando esas cosas? Para nada.

Cerrar la exigua ventana le roba el aliento y tiene que quedarse un momento allí, apoyado en el postigo, antes de juntar de nuevo suficiente energía como para dar los tres pasos que lo separan de la mesa donde estaba escribiendo.
Cuando logra sentarse de nuevo, está tan fatigado que cree estar a punto de per­ der el sentido. Murmura una oración y, poco a poco, su agitado pulso recupera, el débil ritmo de un corazón viejo.
¿En qué andaba? Ah, sí, con Pelayo se hallaba antes de que el viento frío abriera la ventana.

Pocos conocen por entero la gesta de Pelayo. Es una historia violenta, plena de aventura y sembrada de acontecimientos extraños.Una de esas historias que muchos prefieren olvidar y que otros adornan con leyendas o sepultan bajo mentiras, conde­ nas y maledicencias.
Sí, se cuentan muchas cosas sobre Pelayo y los extraños días que le tocaron vivir... Pero contar la verdad, la verdad de lo que realmente hizo y vivió Pelayo, eso es otra cosa y solo alguien como él, un viejo monje medio loco y cansado de vivir, puede atreverse a hacerlo.

¿Valdrá la pena el esfuerzo? Probablemente no. Pero le pesan mucho los años y presiente que la muerte se apresura ya a buscarlo y, quizá por todo ello, se ha pro­puesto cumplir al fin el último juramento que tantos años atrás le hizo a Pelayo.

Pelayo... fue su hombre y, antes que él, lo fue su padre. Ambos combatieron por Pelayo y lo obedecieron en todo. ¿En todo? Bueno, él, nunca se lo ha confesado a nadie, lo desobedeció, le falló, lo traicionó. Sí, traicionó a su Señor y lo hizo dos veces y por dos mujeres distintas. Primero por una que movió la tierra bajo sus pies y que le de­mostró que nada, nada dentro de él, era tan fuerte como el deseo que sentía por ella.

Ella... ¿Cómo es posible que aún recuerde tan vivamente su hermoso rostro? La amó más que a su vida y, sin embargo, nunca supo su nombre. Cuando se fue, solo quedó tras ella un vacío que nadie pudo llenar. Por ella mató, por ella arriesgó cien veces la vida, por ella traicionó...

Sí, y otro tanto hizo por la segunda mujer que era para él tan querida como una hermana pequeña y de la que siempre recibió cariño, amistad y comprensión. Ella le sanó las heridas que tenía por dentro, ella fue su confidente, su cómplice... sí, esa última palabra, «Cómplice» es la que más le cuadra y la que más le atormenta a él el alma. Y el recuerdo de la desobediencia, de la traición, es a su vez tan fuerte como el que le dejaron esas dos mujeres y quizá por eso es a su vez tan fuerte como el que ella le dejó y tal vez por eso García se ve obligado afijar de nuevo la mirada en el cuenco de piedra que, guardián de maravillas, sigue haciendo danzar colores y luz en el interior de su alma pétrea y perfecta.

-Ojalá hubiera sido como tú -murmura con infinita tristeza, y ni siquiera él sabe si se dirige a la tallada ágata o al espíritu de Pelayo.

Vivimos unos tiempos en los que hay 
que recordar a esos valientes.

PELAYO, EL HÉROE QUE SALVÓ HISPANIA - Con José Soto Chica

En 718, al pie de la santa cueva de la Virgen, Pelayo y sus recios astures, que no hace mucho lo han designado rey, acaban de conseguir lo imposible: rechazar al gran ejército del valí al-Hur. Así, Asturia se ha convertido en un reducto incómodo para enemigos y también para presuntos amigos. Ni siquiera su vecino y rival por linaje, Pedro, duque de Cantabria, tiene claro que haya de unirse a él; además, ¿quién es ese advenedizo Pelayo? La victoria en Covadonga tiene una cara aún más amarga: el jefe de exploradores, Addi, el lobo de los banu ifran, ha dado con un tesoro en su búsqueda de cautivos que esclavizar. Es un niño pequeño, sí, pero es Favila, el hijo de Pelayo, y bien sabe el moro lo que vale. Tanto como Marina, casada con el ambicioso emir Munuza, a quien ella odia, aunque no tanto como a su hermano, ahora rey de los astures: no parará hasta que acabe con su vida y la de su familia.

¿QUIÉN FUÉ PELAYO? El Guerrero que Encendió la Llama de la Reconquista-José Soto Chica

¿Quién fue realmente Pelayo? ¿Un noble visigodo, un caudillo astur o un mito fundacional de la Reconquista? En este episodio conversamos con el historiador y novelista José Soto Chica sobre su nueva obra “Pelayo”, una novela que reconstruye con rigor y épica los orígenes del Reino de Asturias y la resistencia cristiana en el siglo VIII. Desde la batalla de Covadonga hasta los conflictos internos entre astures y cántabros, exploramos la figura del hombre que encendió la llama de la resistencia frente al avance islámico en la Hispania post-visigoda. Descubre la verdad tras el mito, la historia tras la leyenda y la novela que da voz a los olvidados.

Tempora Belli (TIEMPO DE GUERRA) - Marcha Cristiana


LEOVIGILDO
REY DE LOS HISPANOS 


Esta es la historia del hombre que, en su propio tiempo, mereció que se le diera el título de rey de los hispanos. Un hombre que fue señor de la guerra invencible, legislador sagaz, estadista genial… y padre fracasado. Cuando subió al disputado trono visigodo, Hispania era una tierra sumida en la violencia y el caos, fraccionada en múltiples señoríos y reinos, donde los godos, en verdad, no eran dueños sino de la tierra que sombreaban sus lanzas. Cuando murió, dejaba tras de sí un reino poderoso y bien gobernado, en el que godos e hispanorromanos se regían por una misma ley, y en el que su voluntad se había impuesto desde el Fines Terrae hasta el Ródano, y desde el Cantábrico hasta las proximidades de las Columnas de Hércules. 

Si Leovigildo hubiera sido rey en las contemporáneas Britania o Escandinavia, su vida hubiera sido leyenda. Pero fue rey en Hispania, y sus hechos son historia. Porque fueron historia, el gran rey se merece una biografía en la que se aborden no solo los hechos de su reinado, sino que también rescate su personalidad para tratar de comprenderlo no únicamente como guerrero y soberano, sino también como ser humano, con sus claroscuros, que en él fueron muchos. Y no solo a él, ni no también a su poderosa e intrigante esposa, la reina Gosvinta, y a sus enfrentados hijos, Hermenegildo y Recaredo, que, junto a su padre y los demás señores del Occidente postromano, tejieron una roja red de conspiraciones y traiciones, de batallas y asesinatos, que desembocarían en una terrible tragedia familiar. Esta nueva biografía de Leovigildo del gran especialista en el mundo visigodo José Soto Chica nos permite asomarnos a lo más tenebroso del alma humana y al bélico estruendo de una Hispania peligrosa, a un agitado y hostil mundo en el que todos pugnaban por sobrevivir, pero en el que solo uno, Leovigildo, supo triunfar y persistir.

PRÓLOGO

Es curioso el destino de los pueblos germanos. Durante la Edad Media, los vikingos fundaron asentamientos en la inhóspita Groenlandia; cultivaron el arte de las sagas, semejantes a la novela moderna; practicaron la religión de Odín y la de Cristo; sus naves alcanzaron el continente americano. Todo esto pasó inadvertido para la historia universal y apenas se menciona como una curiosidad. Muchos siglos antes, los visigodos realizaron gestas paralelas: derrotaron a los orgullosos romanos y fundaron un nuevo reino: Hispania, dictaron un código de leyes que perduró hasta el siglo XIX, practicaron la religión de Arrio y de Roma, lucharon contra los ejércitos del lejano emperador de Bizancio. También el devenir histórico los entregó al olvido y los visigodos se convirtieron en una curiosidad para especialistas. Incluso el conocimiento de los nombres de sus reyes se propone hoy con sorna como ejemplo de inutilidad. Borges decía con acierto que los pueblos tienen su destino y que el destino de los pueblos germanos es parecido a un sueño. Sin embargo, acaso más que de ninguna otra, la historia de España surgió de esa ensoñación. 

En raras ocasiones, el drama de un individuo coincide con el drama de un pueblo. En este libro, el más completo que se haya escrito acerca del tema, se recoge la vida de uno de los reyes de esta lista proscrita, Leovigildo, vida que es también la de Hispania, reino al límite entre Roma y Germania, entre la Antigüedad y la Edad Media, entre el poder y la anarquía. Iba a cumplirse el centenario de la caída de Roma y nuevos caudillos combatían entre los escombros de la civilización. En consecuencia, se nos dice que «nació Leovigildo en un mundo catastrófico de frío, guerra y hambre». Se trataba de un hombre al límite, que ignoró el descanso y se entregó a la práctica de las artes destructoras (el autor, acertadamente, llama a la guerra «el arte del engaño»). Así, en los dieciocho años que duró su reinado en solitario, solo tuvo un año de paz. 

Acaso el lector podría juzgar por esto que era un hombre atroz y despiadado. Sería inexacto. No lo fue más que los otros monarcas y probablemente lo fue menos. El emperador Justiniano no dudó en aniquilar a treinta mil partidarios de los equipos Verde y Azul en el hipódromo de Constantinopla, quienes, a su vez, habían sembrado la ciudad de muerte y destrucción durante una semana. Los reyes de Austrasia y Neustria –vinculados con Leovigildo a través de su mujer, Gosvinta– se entregaron con desenfreno al exterminio y tortura de sus familias. Etelfrido de Bernicia (uno de los plurales y efímeros reinos de Inglaterra) asesinó a mil doscientos monjes que rezaban por la victoria de sus enemigos, de donde se infiere que era hombre piadoso, pues creía en la eficacia de la oración. 
El libro señala magistralmente que «en el siglo VI no se toleraba la debilidad». 

Dicen los Proverbios de Salomón que «la altura del cielo, la profundidad de la tierra y el corazón de los reyes son inescrutables». Sin embargo, mediante la lectura de esta obra, atisbamos una idea –o mejor, una obsesión– que guía la conducta de Leovigildo: la unificación de Hispania. Apenas hay una nación que no haya soñado a lo largo del tiempo con recuperar la unidad, esto es, revertir la descomposición que el tiempo impone: en Irlanda, el alto rey Brian Boru la alcanzó con su vida y la perdió con su muerte. En China, son célebres los casos del primer emperador y de los Tres Reinos. En Leovigildo parece como si todos sus esfuerzos y acciones estuvieran encaminados a este único propósito. Destruía para construir algo más resistente. No era el único en el siglo VI. En Bizancio, el emperador Justiniano intentó conjurar la destrucción del mundo antiguo recuperando los territorios del Imperio romano de Occidente. Así fue como el sur de Spania se convirtió de nuevo en provincia romana. Por su parte, Leovigildo quiso hacer frente al caos del mundo ordenando su reino. Así, en torno al año 570, desató contra el Imperio romano de Oriente su primera guerra. Toda esta campaña, con sus intrigas políticas y su decurso bélico, está perfectamente descrita. Aduciremos tan solo una consideración. Ese mismo año, en La Meca, muy lejos de las cortes bizantina e hispana, nació Mahoma, profeta del islam. Es decir, al mismo tiempo empezaron a actuar dos fuerzas históricas: una que buscó la unificación del reino de Hispania y otra que la destruyó casi un siglo y medio más tarde. Cuando estos paralelos acontecen en la épica o en la novela, sentimos la presencia del destino; cuando acontecen en la historia, los llamamos coincidencia. 

A continuación, se narra que Leovigildo tuvo una actividad bélica anormal. El ataque a Bizancio fue solo el comienzo de una larga serie. Citemos solo algunos casos de cuantos vienen detallados: se dirigió contra el reino de los suevos, en el noroeste. Luego contra Corduba, Sabaria, Cantabria, Aregia y la Oróspeda. Hizo frente a rebeliones de ciudades y rebeliones de aristócratas y a la traición de sus familiares. Hermenegildo, su hijo mayor, asociado al trono y gobernador de la Bética, se rebeló contra su padre e intentó secesionar gran parte del reino. 

Por aquel entonces no había un único tipo de cristianismo (en realidad, y a pesar de las pretensiones romanas, nunca lo ha habido). Los cristianos hispanos se distinguían entre católicos y arrianos. Los primeros creían que la relación que vincula al Hijo con el Padre era la generación en la eternidad; los segundos creían que dicha relación era de creación. Leovigildo era arriano –lo que quiere decir que todos los cronistas le son adversos, puesto que no han llegado a nuestros días crónicas arrianas de este periodo–, aunque no era dado a las sutilezas de la teología y mantuvo una política de tolerancia. Por el contrario, Hermenegildo se convirtió al catolicismo y se alzó en armas. En realidad, no se trató de una cuestión religiosa, sino de algo mucho más antiguo que aparece en la vida de múltiples gobernantes: un príncipe se rebela contra su padre para descubrir que no era mejor que él y que con la derrota ha perdido el trono que hubiera alcanzado sin hacer nada. 

Este episodio se nos relata con todos sus entresijos políticos y militares, nacionales e internacionales, personales y familiares. Pero lo más destacable es que Leovigildo, en contra de su costumbre, tarda en reaccionar. Por primera vez, lo vemos titubear y asoma ante nosotros no ya un rey combatiente, sino una persona que se debate entre la idea rectora de su vida y el amor a su hijo. 

Cuando logra reaccionar nos queda claro que Leovigildo, al igual que sus antepasados, pertenecía a la casta de los guerreros. No obstante, y a diferencia de nuestra época contemporánea, la especialización no volvía inútil para las demás materias. En medio del naufragio del mundo antiguo fundó dos ciudades: Recópolis y Victoriaco; fue el único monarca germano que lo hizo. No ignoraba la importancia de los símbolos. Fue el primero en adoptar la diadema, el cetro y el protocolo del trono, hasta entonces reservados al emperador, rey de reyes. Acuñó moneda y mantuvo el uso de las calzadas. 

El libro es perfectamente veraz y estricto en el manejo de las fuentes, pero, lejos de incurrir en el frío mecanismo narrativo de las obras históricas, tiene el acierto de no rechazar los momentos líricos y heroicos. El autor es consciente de que reconstruir la historia es, de alguna manera, cantarla. Se relaciona con el pasado como un historiador riguroso, ciertamente; pero también como un escaldo, los antiguos poetas nórdicos, cuya misión era cantar las batallas para que perdurasen en el recuerdo. Permítansenos algunos ejemplos. Así se nos profetiza la traición de Hermenegildo: «El dragón sentado en el trono de Hispania podía ser herido en el corazón», imagen no indigna de los poetas germanos. 
Para describir cuando Leovigildo entra en combate para sofocar la rebelión, señala: «Aquel día arriesgó su vida como cuando era joven y el acero, codicioso, lo tentaba». La codicia es del rey, pero desplazarla sobre el acero que empuña es propio de los grandes poemas épicos. Además, se afirma que dicha batalla tuvo lugar «en la embarrada orilla del Betis, ahíta de sangre de hombre y caballo». Por último, después de narrar con precisión la muerte de Leovigildo y sus consecuencias, se nos dice, como si se pusiera fin a un cantar de gesta: 
«Un hombre así merece ser recordado». Estamos seguros de que nada lo hará mejor que este libro.


Luis Gonzaga Roger Castillo
Profesor de Derecho en la Universitat Oberta de Catalunya,
doctor en Filosofía, graduado en Teología, licenciado en Derecho.

LEOVIGILDO, REY DE LOS HISPANOS: La Hispania Visigoda **JÓSE SOTO CHICA**

Esta es la historia del hombre que, en su propio tiempo, mereció que se le diera el título de rey de los hispanos. Un hombre que fue señor de la guerra invencible, legislador sagaz, estadista genial… y padre fracasado. Cuando subió al disputado trono visigodo, Hispania era una tierra sumida en la violencia y el caos, fraccionada en múltiples señoríos y reinos, donde los godos, en verdad, no eran dueños sino de la tierra que sombreaban sus lanzas. Cuando murió, dejaba tras de sí un reino poderoso y bien gobernado, en el que godos e hispanorromanos se regían por una misma ley, y en el que su voluntad se había impuesto desde el Fines Terrae hasta el Ródano, y desde el Cantábrico hasta las proximidades de las Columnas de Hércules.

Leovigildo la espada que forjó la Hispania visigoda

Leovigildo, rey visigodo que gobernó desde el 568 hasta su muerte en el 586, desempeñó un papel crucial en la historia de los visigodos y dejó un impacto duradero en la historia de España. En primer lugar, Leovigildo se enfrentó la tarea de unificar un reino fragmentado y débil después de la guerra civil que siguió a la muerte de Atanagildo. Logrando durante su reinado consolidar el poder y reforzar la autoridad central. Durante sus 14 años de reinado, continuamente estuvo haciendo campañas militares para expandir los territorios visigodos y consolidar el control sobre la Península Ibérica. Sus acciones militares, como la conquista de señoríos como Córdoba, Sabaria o Oróspeda y la derrota de los suevos, contribuyeron a la expansión del reino. También sus enfrentamientos y pactos tanto con el Imperio Bizantino, como con los reinos franco-merovingios. 
El reinado de Leovigildo marcó un punto de inflexión en la historia visigoda y dejó un legado significativo en la configuración política, militar y religiosa de la España medieval. Su enfoque en la unificación y expansión territorial influyó en el desarrollo posterior de la península, y su impacto se refleja en las dinámicas que darían forma a la España medieval y más allá.


miércoles, 14 de mayo de 2025

LIBRO "MADRE PATRIA": DESMONTANDO LA LEYENDA NEGRA DESDE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS HASTA EL SEPARATISMO CATALÁN por MARCELO GULLO

MADRE PATRIA

Desmontando la leyenda negra 
desde Bartolomé de las Casas 
hasta el separatismo catalán

MARCELO GULLO OMODEO

En este monumental libro, Marcelo Gullo Omodeo demuestra que la leyenda negra fue la obra más genial del marketing político británico. Que los españoles se han creído la historia de España e Hispanoamérica que escribieron sus enemigos tradicionales, y se avergüenzan de un pasado del que deberían sentirse orgullosos. Que Hernán Cortés no fue el conquistador de México, sino el li­bertador de cientos de pueblos indígenas que estaban sometidos al imperialismo más feroz que ha conocido la humanidad: el de los aztecas. Que no fueron Pizarro y el puñado de españoles que lo acompañaban los que pusieron fin al imperialismo totalitario de los incas, sino los indios huancas, los chachapoyas y los huaylas. Que los libertadores Simón Bolívar y José de San Martín no qui­sieron romper de forma absoluta los vínculos que unían a América con España, sino que buscaron la creación de un gran imperio constitucional hispanocriollo con capital en Madrid. O que la res­ponsabilidad de la disolución del Imperio español la tuvo Fernando VII, que prefirió estar preso en Europa y no libre en América.

«La conquista de América ha formado parte de las grandes campañas de la leyenda negra contra España, y Madre patria desmiente, punto por punto, los argumentos esgrimidos duran­te siglos y que aún se mantienen a ambos lados del Atlántico». María Elvira Roca Barea

La leyenda negra que condujo a la subordinación social y cultural de Hispanoamérica y de España durante siglos, y que las ha llevado a no reconocer su enorme y rico legado, ha sido la obra más genial del marketing político británico, estadounidense y, curiosamente, soviético. Esta monumental obra rebate, uno por uno, todos los clichés creados durante generaciones y demuestra que nada separa a España de América, ni a América de España, salvo la mentira y la falsificación de la historia, y lo hace desde diferentes perspectivas y valiéndose de múltiples referencias como la literatura o el cine.

Pido a los Santos del Cielo que ayuden mi pensamiento: 
les pido en este momento que voy a cantar mi historia 
me refresquen la memoria y aclaren mi entendimiento. 
JOSÉ HERNÁNDEZ, El gaucho Martín Fierro
Solo es libre el hombre que no tiene miedo. 
FRASE ATRIBUIDA A LOS TERCIOS
¿Callaremos ahora, para llorar después? 
RUBÉN DARÍO

PRÓLOGO 

Madre patria es un viaje hacia el pasado, hacia un momento decisivo de la historia de todos los países hispanohablantes: el momento del descubrimiento, la conquista y el poblamiento de América. 
Es un viaje hacia las fuentes históricas que no pueden disociarse del poder de la cultura en la lucha que las grandes potencias han realizado en todos los tiempos. En esas luchas las potencias que se enfrentaban a España utilizaron la deformación de la historia como método de denigración de España y de los españoles, creando una visión nefasta de la actuación española y difundiendo lo que se conoce como la leyenda negra. 

Una leyenda negra es una elaborada operación para lograr la imagen distorsionada de un país, con el objetivo de perjudicar los intereses del país denigrado y obtener beneficios para aquellos que ponen en marcha la manipulación. En verdad, es la exacerbación de un nacionalismo que para avanzar sobre otros países lanza a la opinión pública una especie fabulada entre otros datos reales. 

Aquella escaramuza no es una excepción en la historia, en cada momento se ha producido una propaganda negativa contra el país dominante. Lo que diferencia a la leyenda negra española es que, lejos de ser combatida por las víctimas de la desinformación, fue asumida, interiorizada, por ellas, hasta con un cierto placer morboso. Quinientos años después no son pocos los españoles, incluso algunas instituciones públicas, que mantienen una posición que da carta de veracidad a las graves falsedades difundidas por los que se oponían a España hace ya cinco siglos. 

Es deslumbrante —y muy eficaz para luchar contra las mentiras sobre España — que haya de ser un español de América, el profesor Marcelo Gullo Omodeo, quien asuma la defensa de la acción española en la América hispana. El autor rinde un tributo excepcional a la verdad histórica con argumentos que se sostienen sobre las posiciones de especialistas y protagonistas históricos de toda clase y condición, desde el marxismo al peronismo, sin olvidar a los liberales. 
Gullo Omodeo expone con claridad y precisión sus razones para desmontar la leyenda negra y las apuntala con testimonios directos de personajes que representan un amplio arco ideológico, lo que dota de mayor legitimidad a la ganada por sí mismo con sus certeras aseveraciones. 

El profesor no ha escrito solo un libro de historia, sino que sabe ligar los acontecimientos del momento actual con los hechos históricos, mostrando cómo la leyenda negra tuvo consecuencias que llegan hasta nuestros días. Un ejemplo claro está en la hispanofobia que sienten hoy los dirigentes políticos nacionalistas de Cataluña, que solo se puede explicar porque siguen enganchados a la leyenda negra y buscan cualquier señal para oponerse a España y ¡a su lengua! 
También ha tomado una decisión heroica: luchar contra «el núcleo duro de la subordinación cultural que sufrimos desde hace más de doscientos años». Y la califico de heroica porque no son muchos los españoles dispuestos a dar esa batalla por la verdad. 

El autor nos narra, con sencillez y precisión, la excepción que representó España al cuestionarse a sí misma la legalidad de la conquista. El emperador Carlos V solicitó la opinión de los estudiosos y los filósofos más importantes del momento, convirtiendo la conquista en una hazaña militar, sí, pero también en un intento de hacer prevalecer la justicia, precisamente en una época brutal y sanguinaria. 

En Salamanca, y a tenor del cuestionamiento de la conquista, nacerá el Derecho Internacional y la teoría de los derechos humanos, instrumentos muy valiosos, sobre todo a partir de que el imperialismo inglés convirtiera la riqueza y el poder en la medida de todas las cosas sin ningún principio moral que pueda frenar ambas ambiciones. Y así hasta hoy. 

Marcelo Gullo Omodeo parte de un principio elemental, pero que no siempre es respetado al analizar los hechos históricos: no se puede juzgar el pasado con los valores políticos y morales que se han desarrollado en épocas posteriores. No es admisible el presentismo, el juicio a los que actuaron en circunstancias muy diferentes de las actuales con los criterios dominantes cuando se emite el juicio; eso sería juego turbio. Y es que sería inútil intentar comprender el presente sin entender el pasado. No puedo resistirme a una cita del profesor por su vibrante actualidad y magistral explicación:

¿Qué pasaría si a un pueblo se le tergiversa o se le falsifica su pasado? ¿Qué le sucedería a un pueblo si sus niños y sus jóvenes estudian una historia, la de su propio pueblo, intencionadamente falsificada? La respuesta es simple: ese pueblo perdería su «ser», su «ser nacional». Aquello que le hace ser lo que es quedaría vacío de contenido, como un cuerpo sin alma. Eso es exactamente lo que le acontece a España en estos momentos, y de ahí los impulsos separatistas, el peligro de su disolución. Adelantemos ahora una premisa clave: la leyenda negra es el corazón de la falsificación de la historia de España y de Hispanoamérica. Es decir, la historia de los pueblos hispánicos ha sido deliberadamente falsificada, y el olvido y la falsificación de la historia ha llevado, tanto en España como en Hispanoamérica, a la pérdida de su ser nacional. 

Como sostiene el filósofo marxista argentino Hernández Arregui: 

Todo eso exige una revisión de la historia. Revocar la imagen aceptada sin crítica sobre España y sobre la América hispánica […] que ha marcado nuestra servidumbre material y cultural a lo largo de los siglos XIX y XX; [es necesaria] la abolición del concepto sobre España difundido por la oligarquía argentina, cuyos intereses de clase [como en todas las oligarquías de todas las repúblicas hispanoamericanas] la trocaron en un apéndice del Imperio británico.

Gullo Omodeo señala con acierto que la leyenda negra ha pasado a formar parte del núcleo duro de lo políticamente correcto, esa nueva forma de censura que castra la libertad y que solo es útil para que los autoritarios eliminen de la competencia a todo aquel que se niegue a seguirle, sea en el ámbito político, académico o periodístico. El profesor aporta una numerosa nómina de los conceptos que no «deben» ser mencionados cuando se opina sobre la conquista. Es lo que Gullo llama subordinación ideológico-cultural: 

Hoy, en las universidades que pueblan Hispanoamérica, negar la leyenda negra de la conquista española de América y afirmar que a los conquistadores españoles no solo les movía el afán de riqueza y que no fueron violadores en serie de las mujeres indígenas y asesinos de los pueblos originarios implica condenarse al ostracismo. 

También confirma la fuerza de la creación de situaciones falsificadas a lo largo de la historia mediante la exposición de algunos casos relevantes, como la organización del viaje de Lenin —exiliado en Suiza— a Petrogrado, realizada por los servicios secretos del Imperio alemán a fin de que Rusia abandonara la guerra; el soborno de los generales franquistas a cargo de la diplomacia británica —con la especificación de las cantidades a cada general con nombres y apellidos — para garantizar la neutralidad española durante la Segunda Guerra Mundial; la «gallardía» del general Franco negando en Hendaya a Hitler la participación en la guerra o la utilización que hizo la CIA de la novela Doctor Zhivago para debilitar a la Unión Soviética.

Estos y otros ejemplos dan idea de cómo durante los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX la Casa de Orange, Francia y Gran Bretaña usaron el libro de Bartolomé de las Casas para dañar el poder y el prestigio del Imperio español de una manera extraordinaria y casi irreversible. 

En la actualidad, y a partir de 2007, la crisis económica surgida en los Estados Unidos de Norteamérica, y exportada al mundo entero, anuncia un reverdecer de los nacionalismos egoístas, con su correlato de organizaciones políticas totalitarias. El mundo creyó en 1945 que se habían vencido para siempre los fascismos, pero hoy muestran de nuevo su apetencia de dominio de la sociedad. 

La globalización y la concentración de Estados en unidades supranacionales, regionales —la Unión Europea es un buen ejemplo—, ha reavivado las reivindicaciones territoriales; así, en España (Cataluña, País Vasco), Reino Unido (Escocia), Bélgica (flamencos y valones), Francia (Córcega), Alemania (Baviera), Italia (Padania), etc. 

En todas las unidades subestatales se elabora una historia falsificada, se manipulan los datos reales de la historia de los pueblos para justificar su pretensión de fragmentar el territorio de la nación. Para ello han de recurrir a la mentira, en la búsqueda de ofensas y humillaciones que nunca existieron, pero que ayudarán a reclutar a ciudadanos descontentos que vivirán su filiación a estas ideas «nacionales» como se vive la pertenencia a una secta, con una actitud acrítica, ciega, sumisa. 

El profesor Gullo Omodeo sostiene con verdadera agudeza que la Unión Europea se verá abocada a solucionar su problema demográfico —el envejecimiento de su población— mediante una inmigración masiva, con lo que las identidades nacionales originarias pueden sufrir un proceso de disolución. La solución para España está en una inmigración que habla su misma lengua y tiene una concepción de la organización de la sociedad semejante a la de la sociedad de acogida. Pensando en tramos largos de la historia, la reconciliación de españoles e hispanoamericanos se lograría con una nueva convivencia a través de los inmigrantes hermanos. Solo restaría el abandono de la leyenda negra a este y a aquel lado del océano. 

Termina el libro con estas palabras: 

Para que España siga siendo España es necesario que usted y todos los españoles europeos recuerden ahora —y nunca más vuelvan a olvidarlo— que ningún hispanoamericano —moreno, indio o criollo— es extranjero en España y que los españoles americanos sientan que ningún español europeo es extranjero en Hispanoamérica.

Cómo bien dijo Alejandro Pandra en su intento de abatir los mitos fabricados contra España

Al fin la leyenda negra parece haber ganado su batalla cultural, determinando conciencias, costumbres y prejuicios. Pero los tiempos están maduros para la restauración de la verdad. 

No es otra la tarea que el profesor Gullo Omodeo emprende con este libro — derribar mitos—, que generará polémica, pero que también ofrece al lector que mantenga su mente abierta la posibilidad de romper numerosos prejuicios que una política de difamación ha logrado instalar en los pueblos hispanoamericanos y, particularmente, en el pueblo español. 

El lector descubrirá otra realidad, con continuas sorpresas al paso de su lectura. Estas breves líneas de introducción no pretenden abarcar la amplitud de los muchos temas que trata el libro, documentadísimo, en la línea de los libros de María Elvira Roca Barea, que apasionará al lector, aunque por abordar de manera directa tantos asuntos aquel pueda encontrar alguna discrepancia de criterio, como cuando vierte opiniones sinceras sobre el controvertido concepto del peronismo. 

En resumen, Madre patria es un libro bien escrito, con un estilo cuidado y directo, que puede ser calificado de libro de historia, pero también de política, de sociología y de ética pública, y que proporciona una inmensa cantidad de interesantes datos. Es, por supuesto, un gran alegato frente a la difamación histórica contra España, la leyenda negra, y un grito de hermandad de todos los pueblos hispanoamericanos.
ALFONSO GUERRA

PARA QUE ESPAÑA SIGA SIENDO ESPAÑA

Estimado lector: si ha llegado a este punto es que ha tenido la paciencia de acompañarme —como le propuse en el inicio de este libro— en ese viaje al pasado del que surgen los fenómenos que hoy vemos. 
Gracias por su perseverancia. Espero no haberlo aburrido mucho. 

Al principio del libro le planteé un poco de teoría —a sabiendas de que me arriesgaba a que abandonara la lectura— porque es imprescindible para entender el peso de lo políticamente correcto y de cómo hemos sido subordinados culturalmente —unos más, otros menos— por la leyenda negra de la conquista española de América. A todos nos han inoculado el veneno negrolegendario mediante una historia de España y de Hispanoamérica inventada y difundida, primero, por los imperialismos holandés e inglés y, luego, por el norteamericano y el soviético. 

Hemos visto que tanto usted como yo —así como todos los españoles americanos y los españoles europeos— hemos perdido la más importante de todas las batallas, la del relato histórico. Porque han sido las potencias que tradicionalmente se enfrentaron a España e Hispanoamérica las que han escrito —e impuesto— la historia, no solo de la relación entre España e Hispanoamérica, sino la misma historia de los españoles americanos y de los españoles europeos, es decir, nuestra historia, hasta el punto de que ya casi ni usted ni yo nos reconocemos como miembros de un mismo pueblo, ni siquiera como integrantes de una misma ecúmene cultural con un pasado común que podría tener un futuro compartido. 

Hemos visto que, en verdad, los llamados «pueblos originarios» —mis hermanos los indios, como me gusta llamarlos— proceden de Asia. Eso no tiene nada de malo ni de bueno. Yo soy originario de la Lombardía y de Sicilia, y soy tan americano como José Gabriel Condorcanquí Noguera, el famoso Túpac Amaru, cuyos antepasados provenían de las estepas de Mongolia. ¿O acaso son más franceses los descendientes de los galos que los descendientes de los romanos que llegaron a las órdenes del gran Julio César? 

Como con la verdad no ofendo ni temo, me he atrevido a contarle que los aztecas conformaron el más atroz imperialismo que ha conocido la historia de la humanidad, porque arrebataban a las madres de los pueblos que oprimían a sus hijos e hijas para sacrificarlos en el altar de sus dioses, arrancándoles primero el corazón y comiéndoselos después como si fuesen pavos o pollos. Queriendo excusar a su abuelo, uno de los nietos de Moctezuma escribió que el emperador solo comía «el muslo» de las víctimas sacrificadas. 

Como desde niño siempre me he sentido ligado sentimentalmente a los pueblos oprimidos, si pudiese viajar en el túnel del tiempo me sumaría a los apenas trescientos soldados de Hernán Cortés que, con la mayor muestra de coraje que conoce la historia, liberaron a los indios de México del imperialismo antropófago de los aztecas. Junto a esos valientes soldados españoles que tomaron Tenochtitlán pelearon doscientos mil indios. Al frente de ese enorme ejército iba una mujer india, doña Marina, que primero fue esclava sexual de los aztecas y luego de los mayas —tenía sus propias cuentas que arreglar con ellos —. En realidad, como hemos visto, la conquista de México la hicieron los indios oprimidos por los aztecas. 

No muy distinta fue la historia en el Perú. Don Carlos, mi suegro, se enorgullecía de ser descendiente de los indios huancas que, junto al puñado de hombres que conducía el trujillano Francisco Pizarro, marcharon sobre Cuzco para terminar con el imperialismo totalitario de los incas. 

¿Y qué sucedió después de la conquista, después de esas primeras horas de sangre, dolor y muerte? Hemos visto que España fundió su sangre con la de los vencidos y con la de los liberados. Y recordemos que fueron más los liberados que los vencidos. Por eso afirmamos que Marina Malintzin e Isabel Moctezuma fueron las «madres de México». Fruto de ese formidable mestizaje —instaurado por los Reyes Católicos como política de Estado— se encuentran, entre otros miles de mestizos, Martín Cortés Malintzin, caballero de la Orden de Santiago, y el soldado poeta Inca Garcilaso de la Vega. Juntos combatieron contra los moros que, en Granada, se habían levantado en armas en espera de una fuerza expedicionaria turca que volviera a conquistar las tierras de Andalucía. Mil conjeturas podrán hacer los propagadores de la leyenda negra, pero la única verdad es la realidad: nadie combate tanto tiempo y con tanto coraje por lo que no ama. Para el mexicano Martín Cortés Malintzin y para el peruano Garcilaso de la Vega la patria era el Imperio. Cuando los hijos producto del mestizaje reciben una educación de excelencia y se convierten en las figuras más relevantes y apreciadas de la cultura y de la sociedad en la que viven, no hay relación metrópoli-colonia; no hay imperialismo, sino Imperio. 

Creo, estimado lector, haber demostrado que España nunca consideró que América fuera un botín. ¿Recuerda esos largos capítulos donde di cuenta del rosario de universidades y hospitales que España fundó en América? Contra lo que dicen los cultivadores de la mentira, España envió a sus mejores profesores a América, mientras que Inglaterra llenó Australia de presos. Los ingleses fundaron la Universidad de Harvard en 1636, es decir, ochenta y cinco años después de que España creara la Universidad de San Marcos en el Virreinato del Perú. Mientras el Colegio Máximo de San Pablo de Lima llegó a reunir, en 1750, la increíble cifra de cuarenta y tres mil libros, la Universidad de Harvard tenía tan solo cuatro mil. 

Me he atrevido también a contarle que los «pueblos originarios» —entre ellos los guajiros, los pastusos, los incas y los mapuches— estuvieron contra la independencia, y he afirmado que la responsabilidad principal de la disolución caótica y violenta del Imperio y de la fragmentación de la América española en dieciocho repúblicas impotentes recae en Fernando VII, que prefirió vivir «preso» en Europa antes que libre en América. 

La ineptitud, la malicia y la crueldad de Fernando VII cuando terminó su cautiverio y recobró el trono no dejaron a muchos españoles americanos más camino que el de la emancipación. No estoy de acuerdo con aquellos que acusan al gran general José de San Martín de traición y deslealtad a España, y menos aún con los que se atreven a difundir la infamia de que fue un agente inglés. Si la independencia de América fue una trampa británica —como de hecho lo fue—, ningún americano habría caído en ella si en el trono de España hubiera habido un rey con un poco más de inteligencia que la que poseía Fernando VII. Si yo hubiese vivido en aquel tiempo, no habría dudado en tomar partido por el general José Gervasio Artigas, que en el Río de la Plata luchó por la independencia y la república. 

Hubo americanos que odiaron a España, como Domingo Faustino Sarmiento, y otros que, como José Enrique Rodó, José Vasconcelos y Manuel Ugarte, aprendieron a amarla. España está en deuda con Hipólito Yrigoyen, que en 1917 reivindicó contra viento y marea la obra de España en América y estableció el 12 de octubre como fiesta nacional, cuando ni siquiera en España lo era. Juan Domingo Perón convertiría luego el hispanismo en bandera de la clase trabajadora, y su esposa, la legendaria Evita, repetiría una y mil veces en los actos con sus «descamisados» que «la leyenda negra con que la Reforma se ingenió en denigrar la empresa más grande y más noble que conocen los siglos, como fueron el descubrimiento y la conquista, solo tuvo validez en el mercado de los tontos o de los interesados. A nadie engañó que no quisiera ser engañado». El mismísimo Che Guevara admiró a los conquistadores y el antihispanismo del comandante Fidel Castro fue siempre un antihispanismo de compromiso. Nada separa a España de América ni a América de España salvo la mentira y la falsificación de la historia. 

El enfrentamiento entre China y Estados Unidos nos va a dar una nueva oportunidad al aumentar nuestro margen de maniobra para hacer realidad la «Patria Grande» con la que soñaron Jorge Abelardo Ramos, Juan José Hernández Arregui, Andrés Soliz Rada y mi maestro Alberto Methol Ferré, entre otros. 

Sin embargo, sobre nosotros los hispanoamericanos pesa una nueva amenaza que puede hacernos desperdiciar la oportunidad que nos brinda la historia. Las mentiras de la leyenda negra —repetidas una y mil veces hasta el hartazgo— han hecho que germine la mala hierba del fundamentalismo indigenista que, como advirtieran Vasconcelos, Ugarte y Haya de la Torre, conduce en el largo plazo a una nueva fragmentación territorial de la inconclusa nación hispanoamericana. 

Aseguré en la introducción que el estudio de la leyenda negra nos permitiría comprender el presente y, quizá, incluso cambiar el futuro. Hemos visto que, terminada la larga dictadura franquista, España no supo cómo relacionarse correctamente con Europa y los españoles cómo enfrentar su propia historia. Muchos de ellos, por reacción a la dictadura, comenzaron a ser negrolegendarios y, como destaca Alfonso Guerra, a usar el gentilicio «español», con su variante «españolista», como una imputación despectiva. Los que no pensaban así dejaron hacer o no se opusieron a los negrolegendarios con la tenacidad que la gravedad de la situación requería. No se daban cuenta de que la leyenda negra serviría a los nacionalistas catalanes para justificar su independencia de España, situación que llevó al país —como destaca Frigdiano Álvaro Durántez Prados— a encontrarse, «en tanto que Estado-nación, en la fase terminal de un largo proceso de deconstrucción nacional, y en un periodo de mera existencia agónica». 

Así, mientras en España se abandonaba la defensa de su pasado americano, en Hispanoamérica se producía una revigorización del fundamentalismo indigenista, que envenenaba el alma de los hispanoamericanos al presentar a España como enemiga de América, para que tirásemos por la borda todo lo que nos une, esto es, costumbres, lengua y religión. 

Es innegable que Europa tiene una pirámide poblacional funeraria y que el proletariado externo que ella misma atrae tiene, hasta ahora, un sentido de la existencia y una visión de cómo organizar la sociedad y el Estado distinta de la reinante en la sociedad de acogida. Ante esta circunstancia —y nada nos hace pensar que pueda modificarse—, es evidente que solo una inmigración masiva de hispanoamericanos podría realizar el milagro de que España siga siendo España. Pero para que la providencia o la suerte nos ayude es necesario que seamos capaces de ayudarla. En este sentido, es imprescindible terminar con el mito de la leyenda negra para que los hispanoamericanos no lleguen a España cargados de resentimiento o de odio. Es necesario que sepamos que el Imperio era nuestra patria, que esa patria estalló en múltiples fragmentos y que uno de esos fragmentos se llama España, otro Argentina, otro México, otro Venezuela… Solo así los hispanoamericanos serán recibidos por todos los españoles como verdaderos compatriotas. De lo contrario, habrá guetos y no integración verdadera 

Estimado lector, para que España siga siendo España es necesario que usted y todos los españoles europeos recuerden ahora —y nunca más vuelvan a olvidarlo — que ningún hispanoamericano —moreno, indio o criollo— es extranjero en España y que los españoles americanos sientan que ningún español europeo es extranjero en Hispanoamérica.

Billete de cinco libras esterlinas con la imagen de Táriq ibn Ziyad, jefe de la invasión musulmana de España. Conviene recordar que para festejar la conquista de España los musulmanes llevaron a Damasco veintiséis coronas de oro provenientes de la catedral de Toledo, varias tinas llenas hasta el borde de perlas, rubíes y topacios y treinta mil vírgenes españolas como esclavas sexuales.

EPÍLOGO

ESPAÑA, MADRE PATRIA DE MI AMOR

El 22 de enero de 1926, desde el Puerto de Palos de la Frontera, el mismo lugar desde donde había partido Cristóbal Colón en 1492 para cruzar el mar tenebroso e intentar llegar a las Indias, despegó el hidroavión Plus Ultra de la Aeronáutica Militar española para realizar por primera vez un vuelo entre España y América. Con los medios con que se contaba en la época, el viaje resultaba casi temerario. La tripulación del Plus Ultra, bajo el mando del comandante Ramón Franco, estaba integrada por el capitán Julio Ruiz de Alda, el teniente de navío Juan Manuel Durán y el mecánico Pablo Rada. Esos cuatro valientes competían contra el marqués de Casagrande, aviador italiano que, impulsado por el dictador Benito Mussolini, el 13 de noviembre de 1925 había pretendido cubrir la misma ruta a mayor gloria de la Italia fascista en un Savoia S.55, el Alcione, aunque para enojo del Duce, el marqués no pasó de África y terminó su vuelo en el puerto de Casablanca, en Marruecos. El Plus Ultra, después de diecinueve durísimos días y tras haber recorrido 10.270 kilómetros en 59 horas y 30 minutos, acuatizó el 10 de febrero de 1926 en el puerto de Buenos Aires, levantando una gigantesca oleada de admiración, entusiasmo popular y cariño por España

Fruto de ese entusiasmo popular y de ese enorme cariño por España el mismísimo Carlos Gardel decidió grabar un tango dedicado a España, a la que llama "Madre Patria de mi amor", y a la hazaña cumplida por los pilotos españoles. En ese tango, titulado "La Gloria del Águila", a través de la voz de Carlos Gardel se expresó el profundo amor que el pueblo argentino sentía por España antes de que el veneno negrolegendario, como acontece hoy día, terminara de envenenar la mente y el alma de los más jóvenes en Argentina y en toda Hispanoamérica.


El rey del aire, tendió sus alas 
y fue radiando como el sol que al mundo baña, 
con la proeza de cuatro hispanos, 
que son un timbre más de gloria para España

Salió el «Plus Ultra» con raudo vuelo, 
mirando al cielo rumbo a la ciudad del Plata. 
El orbe entero se ha estremecido, 
el entusiasmo en todas partes se desata. 

Desde Palos, el águila vuela y a Colón, 
con su gran carabela, 
nos recuerda con tal emoción 
la hazaña que agita todo el corazón. 

Franco y Durán, Ruiz de Alda, los geniales, 
los tres con Rada, son inmortales, 
los españoles van con razón cantando 
al ver al galardón de su nación. 

Y cantarán con todas las naciones 
entrelazando los corazones, 
y en tal clamor surge un tango argentino 
que dice a EspañaMadre Patria de mi amor. 

Cruzó Las Palmas y Porto Praia, 
glorioso llega en Fernando de Noronha, 
prosigue el vuelo y en Pernambuco 
ya con su raid al mundo da impresión más honda. 

En Río de Janeiro, Montevideo 
suenan campanas pregonando la victoria 
y en Buenos Aires, la hija querida, 
al fin se cubren ahí los valientes ya de gloria. 

Dos países en un noble lazo, 
con el alma se dan un abrazo. 
Es la madre que va a visitar los hijos 
que viven en otro hogar.

Franco y Durán, Ruiz de Alda los geniales
Los tres con Rada son inmortales
Los españoles van con razón cantando
Al ver el galardón de su Nación

Y cantarán con todas las naciones
Entrelazando los corazones
Y en tal clamor surge un tango argentino
Que dice a España: Madre patria, de mi amor.

VER+:


En los últimos tiempos se han intensificado los ataques a nuestra historia en general, y en particular al legado español en América, en una actitud que solo puede ser fruto de la más absoluta ignorancia, o de un sectarismo atroz, o de ambas cosas a la vez. Por eso, aprovechando una fecha tan cargada de simbolismo como el 12 de octubre, consideramos que es oportuno poner algo de nuestra parte para frenar en lo posible la catarata de propaganda y manipulación que conlleva esta leyenda negra ya muy antigua.
No pretendemos caer tampoco en la leyenda rosa. En Laus Hispaniae creemos que en la conquista española del Nuevo Mundo, y el establecimiento posterior, hubo sombras, pero también muchas luces, que deberían suponer un faro para el entendimiento entre estos pueblos hermanos que forman la Hispanidad y con los que tanta herencia compartimos desde hace quinientos años. Para ello, en este número especial contamos con firmas de primerísimo nivel: 
Marcelo Gullo, Alberto G. Ibáñez, Esteban Mira Caballos, Manuel Fuentes, Marcos Uyá, José Antonio Alcaide, Alberto Baena, Francisco Hernández y Javier Ramos.
De la mano de todos ellos, cuya colaboración agradecemos enormemente, y guiados por un sincero anhelo de reconstruir la Hispanidad como comunidad histórico-cultural unida por tan evidentes lazos de amistad a lo largo de los siglos, ofrecemos al lector nuestra humilde aportación en las páginas que siguen.




MADRE PATRIA: DESMONTANDO la LEYENDA NEGRA con MARCELO GULLO