EL Rincón de Yanka: GUERRA

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miércoles, 17 de septiembre de 2025

LA GUERRA COGNITIVA ESTÁ AQUÍ: ¿ESTÁS PREPARADO? 👥😵

 
LA  GUERRA  COGNITIVA:  
OPCIÓN   ESTRATÉGICA   EMERGENTE  
EN  LA  ZONA  GRIS   DE   LA  
COMPETICIÓN   GEOPOLÍTICA


1 INTRODUCCIÓN

La guerra cognitiva se define como un conjunto de actividades destinadas a influir, modificar o controlar percepciones, emociones, actitudes, comportamientos y procesos de toma de decisiones con el objetivo de alterar las capacidades cognitivas de individuos y grupos para alcanzar una posición de ventaja estratégica sobre los adversarios sin necesidad de recurrir al uso directo de la fuerza. Se fundamenta en el uso de las ciencias neurocognitivas y otros avances científicos y tecnológicos, como la nanotecnología, la biotecnología o la robótica, para manipular y perturbar la cognición humana, un componente fundamental en el actual entorno de seguridad internacional. 

Este artículo presenta la guerra cognitiva como una opción estratégica al servicio de los intereses de poder y seguridad de diferentes competidores globales en un escenario internacional definido por la transformación y la creciente rivalidad geopolítica

La naturaleza, siempre cambiante, que caracteriza la evolución de los diversos entornos de seguridad internacional, nos sitúa, ya entrada la segunda década del siglo XXI, en un momento de extrema complejidad, inestabilidad, conflictividad, incertidumbre e impredecibilidad. Vivimos en un acelerado y dinámico proceso de transformación global condicionado por la tensión y superposición de dos dinámicas contrapuestas: la globalización y la progresiva fragmentación del mundo global. Una dialéctica que alimenta este proceso de globalización fragmentada, donde las nuevas dinámicas de ruptura, cuestionamiento y relativización de estructuras y poderes hegemónicos por parte de actores estatales y no estatales con intereses enfrentados interactúan con las inercias de un orden global que todavía persiste, conformando un entorno de multipolaridad compleja e inestable, donde ningún polo de poder, con su bloque de actores asociado, dispone de las capacidades e instrumentos necesarios para imponerse de forma inapelable en la configuración y consolidación de las reglas del nuevo gran juego de competición geopolítica, en la intersección de dos procesos antagónicos. 

De un lado, la globalización, definida por la hiperconectividad, el desarrollo tecnológico y la interdependencia; pero también por las dinámicas transnacionales; los flujos masivos comerciales; la relevancia de las cadenas de suministro; la deslocalización empresarial; la libertad de movimientos de mercancías, trabajadores, capital y servicios; definida, en definitiva, por la configuración de una conciencia colectiva global. Un fenómeno multidimensional, generador de una conectografía2 fundamentada en una progresión tecnológica sin precedentes que, sin embargo, ha gestado su propia dinámica de desglobalización, caracterizada por la fragmentación política, la prevalencia de intereses nacionales excluyentes, el proteccionismo económico, la desinformación y otros desórdenes informativos, la polarización ideológica, así como la configuración de bloques multilaterales antagónicos, pero muy flexibles, que orbitan en torno a un determinado polo de poder, aunque sin renunciar al pragmatismo político que exige la ansiada búsqueda de la autonomía estratégica en defensa de intereses propios (y al servicio de ajenos) en un mundo en transición, altamente volátil, inestable y conflictivo. 

En definitiva, una tensión dicotómica estimulada por el paradigma del cambio3, que representa una acelerada revolución tecnológica en términos de impacto, alcance, versatilidad y velocidad, puesta al servicio de sofisticadas estrategias de manipulación e ingeniería social de las poblaciones, audiencias nacionales e internacionales, individuos y grupos, combatientes y no combatientes, con el objetivo de confundir, alterar, fragmentar, limitar, dirigir, en definitiva, influir en la capacidad de entendimiento del ser humano en un contexto en transformación y permanente competición global. 

Un objetivo estratégico recurrente, pero con inquietantes perspectivas en términos de impacto como consecuencia de la convergencia entre un acelerado proceso de digitalización, derivado de los avances sin precedentes en las tecnologías de la información y comunicación (TIC), y la progresión científico-tecnológica en los campos de las ciencias básicas y aplicadas. En el primer caso, para generar, sobre todo como consecuencia de la expansión de las redes sociales, un nuevo entorno de oportunidades en los flujos de información y comunicación, potenciando desórdenes informativos de alcance global como la desinformación4

Un fenómeno ya habitual, donde subyacen estrategias de subversión político-informativas; acciones FIMI (Foreign Information Manipulation Interference) o de interferencia extranjeras; operaciones de inteligencia encubiertas y orquestadas por los Estados con la colaboración de actores no estatales maliciosos; usos de trolls y chatbots, entre otras iniciativas, que operan como instrumentos de influencia y control en manos de actores estatales y no estatales en la consecución de objetivos político-militares orientados a debilitar, desestabilizar y, en último término, derrotar al adversario sin necesidad de combatir una guerra convencional en el espacio físico. 

De forma simultánea, los destacados avances tecnológicos en diversos campos científicos como la neurociencia, la psicología, la farmacología, la biología o la ingeniería han permitido profundizar en el conocimiento del cerebro humano y, por lo tanto, en los procesos vinculados con la percepción, la recepción, la selección y el procesamiento de la información. De hecho, las sinergias entre las ciencias cognitivas, las biológicas y las tecnológicas han impulsado el desarrollo de nuevas, sofisticadas y eficaces formas en el diseño y diseminación de narrativas que, junto con otros avances tecnológicos, han facilitado una mayor comprensión de las funciones cognitivas humanas, abriendo un horizonte de posibilidades en su interactuación con máquinas y algoritmos. 

Avances tecnológicos exponenciales que están modificando la forma en la que los actores internacionales, Estados y actores no estatales, ejercen su poder, proyectan su influencia y, en último término, conducen sus relaciones internacionales en entornos de seguridad cambiantes, inestables y hostiles. Escenarios, donde los límites entre la guerra y la paz, entre lo político y militar, entre lo táctico y lo estratégico, entre lo cinético y lo no cinético, entre lo interno y lo internacional, entre lo estatal y no estatal se tornan cada vez más difusos, desdibujados en la confusa y expansiva zona gris que ocupa los entornos de seguridad del siglo XXI. 

Y, es que, la morfología de los conflictos contemporáneos se sustenta sobre la base de un complejo paradigma de hibridación, donde las tácticas de subversión no cinéticas se combinan con acciones cinéticas de coerción-disuasión y proyección de fuerza desplegadas en los dominios tradicionales. 
Alternativas híbridas que permiten combatir al adversario con criterios de eficiencia y eficacia, simplemente controlando, no sólo lo que piensa en términos de suministro de contenidos y construcción de significados y narrativas; sino, y lo más importante, cómo piensa y actúa, lo que afecta a las funciones cognitivas de los individuos. 

2. Tecnologías emergentes, disruptivas y convergentes en la era de la información: la cognición humana como objetivo 
Así, la guerra cognitiva como concepto emergente surge en la era de la información, vinculada a la enorme progresión de las TIC. En una era de no paz/no guerra, definida por la confluencia de múltiples y complejos factores como la irrupción de las denominadas tecnologías disruptivas emergentes5 (EDT); la proliferación de amenazas y conflictos híbridos; o la participación de múltiples actores de naturaleza asimétrica con intereses cambiantes, dispuestos a confrontar en el escenario no cinético que brinda la mente humana, donde se encuentran las percepciones, las emociones o la memoria. Configurando, así, nuevos horizontes de competición gracias a las posibilidades que ofrecen los desarrollos vinculados con la inteligencia artificial, la biotecnología o la computación cuántica 6, tecnologías disruptivas con el potencial de transformar/revolucionar la conducción de los asuntos militares en los escenarios de un futuro cercano. 

Un planteamiento que sería abordado en un extenso informe, Converging Technologies for Human Performance7, impulsado por la National Science Foundation (NSF) de Estados Unidos, publicado en 2002 con el visto bueno del Departamento de Defensa (DoD), con el objetivo de promover un ambicioso proyecto de innovación científico-tecnológica de carácter multidisciplinar, conformado bajo el acrónimo NBIC 8 , y diseñado para aglutinar las aportaciones y avances tecnológicos experimentados en cuatro campos científicos diferenciados, pero convergentes: la Nanotecnología (nanorobot, nanosensores y otras nanoestructuras); Biotecnología (biogenoma, bioingeniería, neurofarmacología); las tecnologías de la Información (computación, microelectrónica); además de las tecnologías Cognitivas (ciencia cognitiva y neurotecnología, psicología). 

Partiendo de una perspectiva neurotecnológica9, las investigaciones y avances de las tecnologías convergentes NBIC, proyecto replicado posteriormente por distintos países y organizaciones intergubernamentales10, se centran en la experimentación y creación de técnicas y procedimientos altamente efectivos, como el perfeccionamiento de complejos sistemas híbridos humano-máquina, orientados a transformar y mejorar las capacidades sensoriales y cognitivas del ser humano, no solo en los campos de la medicina o la educación, sino en los ámbitos de la seguridad y la defensa de los Estados. 

Nos encontramos, pues, ante unas tecnologías altamente disruptivas en términos de alcance, versatilidad, aplicabilidad y potencial innovador, especialmente, en los escenarios de conflicto no cinéticos de carácter asimétrico, no plausibles y focalizados en estrategias de subversión. Una disrupción tecnológica que está impactando en la configuración de los entornos de seguridad y defensa, brindando a los competidores geopolíticos múltiples posibilidades de acción, algunas aún por explorar, en el ámbito de lo que se ya se ha comenzado a configurar como el sexto dominio11: la mente humana.
______________________________

1 Soledad Segoviano Monterrubio es Profesora de Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI). E-mail: DOI
2 Blázquez Navarro, Irene: “Tecnología y geopolítica: sobre una teoría del cambio en las Relaciones Internacionales”, Economía y Geopolítica en un mundo en conflicto, Revista ICE, nº 935, (abril, mayo, junio2024), p. 136
3 Ibid., p. 135 
4 Aunque no existe un consenso generalizado en torno al concepto de desinformación, la Comisión Europea lo plantea como un tipo de información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población y que puede causar un perjuicio público […] que comprende amenazas contra los procesos democráticos políticos y de elaboración de políticas, así como contra la protección de la salud, el medio ambiente o la seguridad de los ciudadanos de la UE, citado en: “Informe C: Desinformación en la era digital”, Oficina de Ciencia y Tecnología del Congreso de los Diputados (Oficina C) 2023, p.1. De acuerdo con este Informe, una de las clasificaciones más extendidas para abordar los denominados desórdenes informativos gira en torno a tres conceptos diferenciados: información errónea, definida como falsa, pero sin intención de provocar un perjuicio; información dañina, puede ser real o falsa, no siempre verificable, elaborada y compartida con la intención de causar un daño explícito; y, por último, desinformación, definida como información verificablemente falsa con la intención de provocar daño, en Ibid., p.3 
5 Una tecnología disruptiva es aquella que convierte en obsoleta una tecnología existente, alterando, desde la forma de operar hasta el propio tejido industrial, López Vicente, Patricia: “Tecnologías Disruptivas: Mirando el futuro Tecnológico”, Boletín de Observación Tecnológica en Defensa, nº 25 (2009), pp. 172-176; por su parte, las tecnologías emergentes se refieren al efecto de emerger con un escaso nivel de desarrollo, pero con importantes expectativas de futuro. Tienen potencial disruptivo si tienen la capacidad de promover cambios revolucionarios y desplazar tecnologías existentes, en: Riola Rodríguez, José María: “La dimensión tecnológica de la innovación disruptiva en el ámbito de defensa”, p. 22, en CESEDEN: Tecnologías disruptivas y sus efectos sobre la seguridad, mayo 2015  
6 La Agencia Europea de Defensa (AED) identifica seis tecnologías especialmente disruptivas: tecnologías basadas en la computación cuántica; inteligencia artificial (IA); robótica y sistemas de armas autónomos; análisis y procesamiento big data; sistemas de armas hipersónicas y tecnologías espaciales; junto con nuevos materiales avanzados. Por su parte, Estados Unidos incorpora las armas de energía dirigida y la biotecnología, veáse: “Emerging disruptive technologies in defense”, European Parliament 2022  
8 Claverie, Bernand and Du Cluzel, François: “Cognitive warfare: the advent of cognitics in the field of warfare”, Capítulo 2, p. 6, en Claverie, Bernad et, al. (2022): Cognitive warfare: the future of cognitive dominance, NATO Collaboration Support Office
9 Ibid.
10 Unos años más tarde, en 2006, salía a la luz un segundo informe Managing Nano-Bio-Info-Cogno Innovations: Converging Technologies in Society, donde se insistía en los importantes avances para la condición humana, derivados de la fusión de estas tecnologías convergentes. Ambos informes tendrían gran impacto, no solo en Estados Unidos y en la UE, sino en Japón, China, Canadá o España, donde se impulsarían importantes proyectos vinculados con las NBIC con enormes implicaciones sociales, económicas y empresariales.
11 En la actualidad, existe un importante debate entre los aliados de la OTAN sobre la conveniencia de considerar el cerebro humano y, por tanto, sus capacidades cognitivas y sensoriales, como un sexto dominio operativo en términos estratégicos-militares. La idea es generar debate para valorar si es preciso recomendar la identificación de la Mente Humana como el sexto dominio, en la medida que la cognición es crucial en el proceso de toma de decisiones políticas y clave en el comportamiento de individuos, grupos y organizaciones. Véase: Le Guyader, Hervé (2022): “Cognitive Domain: A Sixth Domain of Operations”, Capítulo 3, p.2, en Bernad et, al., op., cit.

Control y Dominio


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viernes, 22 de agosto de 2025

CRÓNICA: "TODO POR EL ORO": MIGRACIÓN, VIOLENCIA Y ECOCIDIO EN LA TRIFONTERA DEL RÍO NEGRO (VENEZUELA, COLOMBIA Y BRASIL) 🌎



Crónica

Todo por el oro: migración y violencia 
en la trifrontera del Río Negro

A lo largo del río Negro, la arteria que conecta a Colombia, Venezuela y Brasil en la Amazonía, numerosos pueblos indígenas y distintas comunidades ribereñas sobreviven entre la minería ilegal y los grupos armados, dos poderes de facto que dominan ese eje con el peso de un metal innoble: el plomo.
Durante la madrugada del 3 de agosto en el caño Pimichín, un afluente del río Negro ubicado junto al municipio de Maroa, en la amazonía venezolana, combatientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) atacaron a integrantes del Frente Acacio Medina de la Segunda Marquetalia (SM), una disidencia de las antiguas Farc, en una maniobra para aniquilar el liderazgo del grupo. Hubo muertos y heridos, inclusa de varios mandos, pero hasta la publicación de esta crónica su número no se ha podido confirmar.

Los dos grupos se repartían el control territorial de la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, pero la búsqueda del dominio total rompió esa alianza, un matrimonio de conveniencia basado en acuerdos para dividir las minas, compartir las rutas de narcotráfico y repartir las ganancias. Ahora, cuentan los líderes indígenas locales, varios mineros y fuentes de las fuerzas de seguridad, el acceso y el tránsito por esta zona está controlado y prohibido por el ELN como la nueva autoridad única. Los civiles han sido arrastrados a un miedo mayor y podrían desplazarse en masa hacia Inírida, la capital del departamento de Guainía. Las fuentes reportaron ayer movilizaciones de tropas en territorios indígenas, lo que podría marcar el inicio de una nueva ola de violencia en la región.
Esta noticia y la incertidumbre frente a sus consecuencias viajaron rápido hacia las poblaciones aledañas, río arriba y abajo, entre comunidades cuyo destino está ligado al vaivén caprichoso de la violencia armada.

MUERTE EN BUSCA DEL FULGOR

Hace algunas semanas, seis lanchas de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), decenas de soldados y varios drones vigilaban el río Cunucunuma, ubicado en la Amazonía venezolana, sobre un cauce donde abundan piedras que los indígenas yekuanas consideran sagradas. Hablamos del granito y de otras formaciones; pero no del oro, un metal blando que carece de utilidad en su cultura. Fuera del universo yekuana, entre los mineros mestizos, ese desinterés muta en un afán que sortea la persecución, la extorsión y la muerte en busca del codiciado fulgor amarillo.

Dairo Pertuz*, 41 años y 13 en la minería, llevaba diez días escondido entre los márgenes del Cunucunuma, donde prendía su teléfono solo unos minutos para evadir a los drones; mientras su balsa, una estructura de 200 millones de pesos colombianos (casi USD 50 mil) que horada el lecho del río, permanecía enterrada en pedazos. 
“Dicen que este operativo va a durar 40 días. Toca esperar pa’ poder trabajar”, contaba.
La Guardia vuelve cada tanto a ese lugar, pero los mineros están habituados. “Desarmamos las balsas, escondemos las piezas y nos movemos entre las bocas del río. Cambiamos de lugar todos los días mientras esa gente se va”.

Dairo vive en Inírida, la pequeña capital del departamento de Guainía, en el extremo suroriental de Colombia, pero pasa meses en Cunucunuma buscando la veta dorada. Desde su casa viaja tres días en lancha, y en el camino atraviesa varios peajes que los indígenas imponen a quienes explotan la selva. Hasta la semana pasada, antes del conflicto, cuando llegaba a la mina en el río, tenía que pagar 25 gramos de oro mensuales para el Frente José Pérez Carrero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y para el Frente Acacio Medina de la Segunda Marquetalia (SM), un grupo liderado por Iván Márquez, jefe negociador por las antiguas FARC en el Acuerdo de Paz de 2016, que tiempo después desertó del acuerdo. Los dos grupos ahora se disputan el control, pero difícilmente eso genere alguna ventaja para Dairo.

Dairo también debe comprar agua, comida y mucho combustible para el motor de la draga. Después el beneficio se reparte: 40 por ciento para los buzos y 60 para el dueño de la balsa, que debe invertir en averías y repuestos. Los mineros gastan fortunas en su operación, pero consiguen un buen retorno, a una tasa de 400 mil pesos colombianos por gramo (unos USD 100). 
“Mínimo sacamos 20 o 30 gramos de oro en un día, y ya eso es rentable. A veces salen 200, 400. Una vez sacamos 930 gramos en diez horas de trabajo”, contó Dairo. Es una vida azarosa, pero en tierra firme no abundan las opciones. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (Dane), en Guainía padecen un desempleo del 13,6% y la mitad de los jóvenes no estudia ni trabaja.

Dairo escapó de ese panorama y se fue a buscar oro en el río Inírida, en el Atabapo y en muchos meandros donde la veta a veces pinta y a veces no. Ahora en su balsa emplea hasta 12 personas, pero hace unos años tuvo que empezar de nuevo cuando la Armada colombiana le incendió otra. 
“Ellos nos queman cinco, pero a los pocos días salen diez”, dijo confiado.
Varias minas ya vivieron su auge, y seguro vendrán otras después. Pero hoy Cunucunuma concita el mayor interés en el Alto Orinoco: hasta 200 balsas en producción permanente, calculó Dairo. Cunucunuma yace en Venezuela, pero su influencia viaja hasta Colombia y Brasil, donde irriga las economías de muchas comunidades por una arteria común: el extenso y sinuoso río Negro.

UN CASERÍO FANTASMA

En San Carlos de Río Negro, la segunda población del Amazonas venezolano, hubo un aeropuerto con vuelos diarios; un hospital que atendía a locales y vecinos; dos escuelas para estudiantes de aquí y de los asentamientos indígenas cercanos; siete tanques que suministraban gasolina barata a los tres países; una casa de la cultura donde se reunía la multitud en las fiestas patronales; una antena que daba telefonía hasta el lado colombiano; una pequeña flota mercante con grandes bongos de hierro; y varios expendios donde vendían los víveres que llegaban desde la capital, Puerto Ayacucho, por la vía fluvial.

San Carlos fue el mayor centro poblado de toda esta zona. Tres mil personas vivían aquí en los buenos tiempos, pero la ruina de Venezuela dejó a solo 800 y convirtió esto en un caserío fantasma. 
“Muchos jóvenes se fueron a las minas, y el resto cogió pa’Brasil”, contó Daniel Abreu en las ruinas de su negocio. Donde antes hubo un almacén bien surtido, hoy se degradan un horno industrial y una amasadora en desuso, junto a dos vitrinas que exhiben galletas con marcas en portugués.

Ese día no había casi nadie en San Carlos: dos señoras vendían loterías de animalitos, un juego de azar informal y populachero; una chica se protegía del sol con su sombrilla; dos hombres en moto vendían un cerdo despiezado; otros cinco esperaban frente a la casa del alcalde en busca de ayudas; y dos militares de la Guardia Nacional, que al pasar provocaron el silencio precavido de Daniel. Cuando se alejaron, el comerciante, un indígena baré mestizo, retomó la charla y dijo que la infraestructura del pueblo se había hecho en democracia, antes de que Venezuela escorara.

Pese a todo, su local sigue bien ubicado frente a la Plaza Bolívar, un parche verde con grandes árboles en el centro de San Carlos. En diagonal está el muelle, adonde muchas veces llegó Daniel con su bongo cargado de comida y licores que traía en siete días de viaje por el río. 
“Había que pagarle 4% al ELN, pero quedaba plata”, dijo. Aquella mañana solo navegaban los pequepeques: unas canoas con motores mínimos que cruzan pasajeros hacia el pueblo de San Felipe, en Colombia.
Hoy la energía en San Carlos llega intermitente, y la gasolina dejó de fluir desde Puerto Ayacucho el año pasado. Ahora esta comunidad la importa costosa desde Brasil en barcos de 20 mil litros. Daniel tenía uno similar, pero hoy yace oxidado entre la maleza junto al patio de su casa. Se subió a la proa como si todavía navegara.
“De la gente que conocí cuando llegué hace 25 años, solo quedan mis vecinos. Los demás murieron o se fueron. Hasta los perros se acabaron: no había comida pa’ uno, menos pa’ellos”. Daniel Abreu, 61 años, comerciante.
Pero Daniel nunca pensó en irse. 
“Que se vaya el que esté joven”, dijo. Y unos cuantos lo están haciendo. 
“Se van a las minas que hay por estos lados: Siapa, Moya, Cunucunuma, Camello, Carioca. Ahorita varios están esperando que pase un operativo de la Guardia pa’ irse”.
Aunque la riqueza del oro fluye en suelo venezolano, sus ganancias no se ven en poblaciones como San Carlos porque las familias beneficiadas cruzaron la frontera hace rato. Incluso la guerrilla se fue: aquí el ELN usaba a los jóvenes como informantes y como bestias de carga. Ya no. Entre los pocos rezagados quedan varios que también quieren irse, pero no tienen los medios. A algunos, como única salida, les ha quedado sólo la muerte: durante los últimos años ha habido varios suicidios aquí. En el patio de su casa, un poco desanimado después del recorrido, Abreu aventuró una tesis: 
“Pa’evadir la realidad, pa’no sufrir lo que está pasando, se matan”.

UNA BANDERA DE LA AMAZONÍA

Navegar durante horas y días por estas aguas exige conciliar el esplendor y la monotonía del río, la vegetación y el cielo abierto en las dos orillas: tres franjas horizontales que transcurren paralelas por centenares de kilómetros. Esta podría ser una bandera de la Amazonía: abajo la banda oscura de la superficie, que sostiene la embarcación y permite el viaje; más arriba la franja verde de los árboles tupidos; y en lo alto la faja azul, iluminada por el sol como una gran lámpara incombustible. Mientras navegábamos en un pesado bongo de hierro, sobre la margen venezolana surgían comunidades indígenas que fueron abandonadas en los años recientes.

A 130 kilómetros de San Carlos y San Felipe, en Puerto Colombia, hace algunas semanas nos reunimos puertas adentro para evitar a hombres armados de las disidencias de las FARC, que a las siete de la noche deambulaban a sus anchas por el caserío. En el patio de una vivienda, varios indígenas curripacos compartían una sopa de pescado con ají y casabe mientras charlaban en su lengua a un ritmo veloz; hasta que cambiaron al castellano para exponer sus urgencias. 
Primero habló Gilberto Elías*, dueño de una tienda: 
“Aquí no hay seguridad. Los grupos armados pretenden vivir en el pueblo. Ellos antes hacían sus cosas en el monte; ahora patrullan aquí con fusiles y nos ponen en riesgo. Mañana vienen otros y nos acusan de colaboradores”, dijo con los labios apretados.

En este punto medio viven 70 personas en casas de tablas, sobre un borde alto del río, ubicado a 186 kilómetros de Inírida en lancha. Este solía ser un pasadizo útil para los viajeros y los comerciantes que transportan mercancías: 30 kilómetros por un atajo rudo en territorio venezolano acortaban el viaje hasta Maroa, un pueblo ubicado frente a Puerto Colombia, al otro lado del río. Pero la Guardia Nacional, dicen los pobladores en ambas orillas bajo estricto anonimato, empezó a extorsionar y a detener viajeros, y el tránsito paró. Ahora la única opción es viajar tres días o más, siempre en suelo colombiano, por una zona llamada Huesitos, donde la carga vadea arroyos y barriales en tractores para comunicar el río Inírida con el Negro.

Callada durante la reunión, Mariela*, otra comerciante indígena, por fin habló: 
“¿Por qué tengo que compartir con esa gente el fruto de mi trabajo?”. 
El Acacio Medina les cobraba una vacuna a quienes producen dinero en Puerto Colombia y lo mismo hacían los hombres del ELN, acampados en una finca vecina. Ambos grupos han llegado a convivir durante periodos en la zona. Sin embargo, como confirman los hechos recientes, la dinámica entre bandos es cambiante y volátil, y puede conducir a conflictos violentos. En el medio siempre queda atrapada la población civil. 
“Yo soy de aquí y aquí quiero vivir. Si no, ya me hubiera ido”, dijo Mariela resignada.

Desde 2023 la Defensoría del Pueblo de Colombia advirtió el riesgo que corren los indígenas en esta región por la amenaza de los grupos armados que se alimentan del oro. “Esa explotación ilegal y violenta ha incrementado su capacidad financiera, y les posibilita robustecer sus estructuras e imponer el control territorial. Bajo este contexto la población civil está expuesta a graves vulneraciones de sus derechos”, dijo el defensor de entonces, Carlos Camargo. El lecho del río Negro ya no se explota, pero su cauce sirve para transportar el oro extraído hacia distintos destinos en Colombia, Venezuela y Brasil.
Las ondas de la minería viajan así desde los yacimientos hacia las comunidades. Aunque Puerto Colombia no mostraba una actividad comercial importante, los víveres y el combustible sólo se venden por la demanda de oro. 
“El pueblo indígena no es minero. Lo que pasa es que los extranjeros contratan a nuestros jóvenes, y ellos se van para las minas”, dijo desde un extremo de la mesa Edson Meregildo, un joven que representa a 14 comunidades y casi 1800 indígenas de Guainía.

Varios de sus paisanos se fueron hace meses o años a Cunucunuma, algunos volvieron rígidos en congeladores conectados a plantas de energía, en voladoras que cruzan los ríos hasta la comunidad de origen, donde las familias reciben sus cadáveres derrotados.
De allí mismo, sin demora, siempre sale alguien más como reemplazo.

Aquella noche la conversación se extendió hasta tarde, y Edson, por seguridad, recomendó dormir en una hamaca bajo ese mismo techo. Por la mañana, decenas de niños indígenas que estudian y viven en el internado de Puerto Colombia saltaron al río para bañarse y jugar un rato antes de las clases. Después se acercaron a la cocina de la escuela y recibieron allí una ración de galletas y café con leche.
Los chicos se divertían sin angustias, pero en el pueblo flotaba una atmósfera inquietante: los vecinos cruzaban miradas de sospecha o cautela; casi nadie hablaba. De pronto, una lancha rápida apareció con un sujeto de pie sobre el casco, vestido de civil, con gorra y gafas oscuras. El hombre bajó de un salto y abordó otra lancha amarrada en la orilla. Cuando se inclinó para encender el motor, en su cinto asomó una pistola. 
“Ese era el comandante de la guerrilla, el que manda en la zona”, dijo un motorista más tarde, cuando nos alejábamos río abajo a toda velocidad.

Confluencia del Río Guainía y el Casiquiare del Orinoco, juntos forman el gran Río Negro. Foto: Sinar Alvarado.

ECONOMÍA DE ORO

Desde Inírida, en 45 minutos de vuelo sobre la selva hacia el sur, pequeñas aeronaves transportan pasajeros y carga ligera hasta una pista de tierra en San Felipe, la nueva capital comercial del río Negro en su tramo colombo-venezolano. Lo que no vuela hasta aquí, llega a través del cauce oscuro por toneladas: pasajeros, alimentos, bebidas, herramientas, ladrillos, cemento, gasolina y un sinfín de mercancías esenciales que sostienen la vida en las comunidades aledañas. El 80 por ciento de esa carga sigue hacia las minas. El resto se consume en este pueblo que apenas supera el millar de habitantes.

Juvenal Herrera*, dueño de un negocio en la calle principal, llegó hace 20 años y no puede quejarse: compró casas afuera y educó a sus hijos con el dinero que produce en este lugar. 
“He tenido días de 20 y 30 millones. Esto aquí es bueno”, dijo satisfecho en su negocio repleto. “Entre diciembre y enero metí 120 tambores de gasolina. En febrero ya no había”. Cada tambor —60 galones— cuesta en Inírida 1,2 millones de pesos colombianos (casi USD 300), y se vende al doble en San Felipe. Si el oro aquí es el rey, la gasolina es la reina: con ella se encienden las dragas y los motores de las embarcaciones, las plantas de energía y los equipos de sonido en los comercios, los ventiladores en los hoteles y las luces que iluminan el pueblo cada noche. Aunque a veces, cuando el combustible se retrasa, los vecinos pasan varios meses apagados.

San Felipe no vive desprotegido como Puerto Colombia: aquí el Ejército y la Armada tienen puestos permanentes, y los soldados patrullan con sus fusiles al hombro. Pero hay mucho dinero y los grupos ilegales también controlan aquí su flujo. Varios comerciantes, transportistas, líderes indígenas y hasta la Defensoría confirman que sí están presentes, que las tiendas pagan sus extorsiones y los comandantes frecuentan el pueblo vestidos de civil. Pero el miedo promueve la autocensura: en San Felipe no se habla del asunto fácil ni espontáneamente. En las charlas entre vecinos se comparten anécdotas de viajes pasados, se debate sobre política, fútbol y mujeres. Pero el tema grueso permanece callado. 
“Eso no es conmigo”, es la respuesta que se repite cuando uno pregunta por ese control territorial.

El pueblo consiste en dos calles pavimentadas donde vive una minoría de prósperos comerciantes blancos, algunos de ellos mineros en retiro; rodeados por tres comunidades con piso de tierra donde conviven centenares de indígenas yerales, puinaves y curripacos en casas de tablas y techos de palma. El apogeo que disfrutan los primeros lo padecen los últimos. 
“Aquí es caro. Muchos mineros vienen con oro, y todo sube. Esta es una economía minera, de puro oro. Pero no todos tenemos”, se quejó Carlos Dos Santos, sentado bajo un árbol en una mañana calurosa a las afueras del pueblo.

Dos Santos, un flaco de 38 años, es la máxima autoridad de la comunidad Primero de Agosto, donde 43 familias indígenas subsisten precarias. 
“Vivimos del conuco, de la caza y la pesca. Aquí siempre hubo pescado, pero con la minería ha bajado mucho, por el ruido y la contaminación. Ahora nos toca comprar pollo y carne, pero es muy caro”, dijo Dos Santos, mientras habla, sus manos se posan cruzadas sobre la mesa como en una plegaria. Aislados en el último rincón de Colombia, los habitantes de San Felipe sienten que los gobiernos se han olvidado de ellos.

“Aquí se han muerto varias personas. La última fue hace dos meses: una muchacha embarazada murió porque no la pudimos sacar a tiempo. Murió con el hijo adentro”.Carlos Dos Santos, autoridad indígena.

El pueblo tiene un puesto de salud, pero el suministro de medicamentos falla con frecuencia, y sólo quienes pueden pagan millones para traer en avión sus pastillas. También hay una escuela que recibe a todos los niños de la zona, incluidos los que cruzan desde San Carlos. 
“A veces la comida dura un mes viajando desde Inírida. Se pierde en el viaje, o llega mojada. Pero nos toca aceptarla así, porque no hay más. A veces la comida se retrasa y los profesores tienen que esperar hasta dos meses para empezar clases”, contó Dos Santos, cuyos hijos estudian también allí.

El capitán, que poco antes hablaba del oro como un asunto ajeno a su cultura y aseguraba con convicción que los indígenas no son mineros, admitió después que muchos hombres de las comunidades alrededor de San Felipe se han ido a la selva venezolana en busca del sueño dorado. 
“Aquí es muy escaso el trabajo para los jóvenes; no hay oficios. Muchos se van a las minas y no vuelven. Pero entendemos que aquí no encuentran cosas para hacer”.

UNA DESESPERANZA COMÚN

Cuando quedaron atrás los últimos bordes de Colombia y Venezuela, la lancha navegó frente a la inmensa Piedra del Cocuy, cruzó la frontera brasileña y el cauce cambió: la corriente suave encontró rocas y se erizó entre raudales que recordaban el lomo de un animal hirsuto. Después de 12 horas de navegación río abajo, frente a São Gabriel da Cachoeira, en el Amazonas brasileño, cambió también el paisaje: entre la selva surgieron edificios y la inusitada agitación urbana. Pero antes de desembarcar, lo agreste persistía: sobre el agua, trepados como cangrejos encima de las rocas, medio centenar de indígenas moraban bajo carpas y expuestos a la corriente que podría barrerlos sin esfuerzo. Venían de distintas comunidades a cobrar subsidios oficiales, y acampaban varios días mientras los recibían. Antes de irse iban a enrollar sus lonas plásticas; pero dejarían los palos sembrados para otros que llegarían al mismo campamento.

Aquí la gasolina sigue mandando: en el puerto Padre Cícero, a principios de abril, centenares de indígenas hacían fila para llenar tanques plásticos financiados por la alcaldía. El combustible viaja en camiones cisternas a bordo de barcos desde Manaos; y desembarca en Camanaos, un puerto mayor ubicado a 30 kilómetros de São Gabriel. La fila reptaba despacio aquella mañana, y muchos indígenas dormían hacinados en un barracón mientras llegaba su turno para cargar.

Alexánder Moura*, un flaco venezolano de origen brasileño, veía la rebatiña junto al muelle y explicaba: “Usan una parte de la gasolina para sus motores, y el resto lo venden a los mineros. De aquí sale mucha gasolina para las minas de Brasil y de Venezuela”. Es un largo vaivén a través del río: hacia el norte viaja el combustible, y hacia el sur el oro que extraen con él.
Alexánder nació y creció en Venezuela, pero sus abuelos son de aquí, y decidió emigrar cuando allá recrudeció la crisis. En São Gabriel sobrevive con una esposa y un hijo, como cientos de migrantes que enfrentan a diario la xenofobia. 
“Tenemos un chat y somos muchos, la mayoría albañiles y caleteros (cargadores). Aquí hay jefes que nos tratan mal, nos pagan menos que a los brasileños. Pero entre todos nos apoyamos”, dijo con la mirada fija en el río.

Según el último censo realizado en Brasil durante el 2022, en São Gabriel viven más de 50 mil habitantes, y 48 mil son indígenas de 23 etnias diversas: banivas, curripacos, barés, yanomamis y un largo etcétera. El corazón comercial, unas pocas calles con tiendas que se disputan la clientela una junto a la otra, prospera en la parte alta; y no se ven locales donde vendan oro, pues la ciudad es solo un lugar de paso hacia el enorme mercado brasileño. Abajo, sobre la orilla, una fila de casas y establecimientos mira hacia una playa vacía. Es el lugar más atractivo de la ciudad, pero no recibe mayor atención. Al frente, ancho y proceloso, el río Negro se alborota entre cascadas que nombran a este puerto: las cachoeiras.

El resto del área urbana y más allá pertenece a la jurisdicción militar. Casi toda São Gabriel está bajo su control y los soldados abundan en los cafés, en las panaderías, en los hoteles. El predominio viene desde la dictadura que vivió el país desde 1964 hasta 1985, cuando en 1968 esta zona fronteriza fue declarada área de seguridad nacional. Aún así fluye lo ilícito: la legislación brasileña prohíbe explotar oro en áreas indígenas o reservas naturales, pero la ciudad es un eslabón clave en el tráfico. En 2023 un juez del municipio le pidió al Ministerio de Justicia abrir con urgencia una comisaría de la Policía Federal. Según dijo, la ubicación de la ciudad en el corredor que viene de Colombia y Venezuela la vuelve estratégica para el trasiego ilegal. Por aquí entra el oro que viaja hasta Itaituba, donde el metal de origen ilegal entra a la economía en torrente.
São Gabriel es un escampadero: una playa donde se refugian los migrantes desfavorecidos antes de buscarse la vida tierra adentro. La venta de gasolina y la economía informal, que prospera en ventorrillos sobre los andenes, apenas disimulan la precariedad, y debe ser común la desesperanza cuando los suicidios entre los jóvenes indígenas se han convertido en un problema de salud pública. 

Otro vínculo que conecta a este lugar con San Carlos de Río Negro.

En un recorrido por la ciudad, Alexánder, el albañil venezolano, contó que la agricultura también ha decaído en los cuatro años que lleva aquí. Las etnias locales reciben los subsidios y completan sus ingresos con el negocio de la gasolina. Aunque la mayoría no participa en el comercio del oro, sí pellizcan la torta y subsisten con esa migaja. 
“Ya no cazan, no siembran, no pescan. Con esa plata compran carne y pollo que viene de Manaos”, dijo.
Al día siguiente, en el puerto de Camanaos, varios venezolanos y brasileños sudorosos descargaban barcos llenos de materiales traídos desde esa ciudad, donde el Negro y el Amazonas se juntan. En varios de esos cascos la Policía Federal de Brasil ha decomisado cargamentos de oro ilegal que llegarán por el río Tapajós hasta Itaituba.

Un par de días antes, durante el viaje hacia São Gabriel, la voladora zigzagueaba por el río Negro en busca de zonas más profundas, así se alargó el recorrido y el sol de la tarde empezó a caer por el occidente. Las nubes se arremolinaron y los rayos amenazaban con lamparazos repentinos. Cirilo, un indígena con la cara arrugada, aminoró la marcha y puso la proa hacia una playa donde el casco encalló con el motor apagado. 
“Está fea esa tormenta, muy peligroso seguir así. Yo he visto lanchas que se voltean llenitas de gente”, dijo.
Cirilo trepó una ladera y caminó entre las casas de una comunidad que parecía abandonada. Gritó varias veces, pero nadie respondió: los indígenas que habitaban esas chozas huyeron quién sabe cuándo y adónde. 
“Aquí dormimos. Apenas amanezca, nos vamos”, dijo Cirilo.

Renny, su yerno y ayudante, otro indígena a quien todos llaman Pequeño, armó un cambuche en la lancha y descolgó varias lonas para proteger el espacio donde ambos pasarían la noche. Después nos sentamos en la playa para hablar de su oficio anterior, apenas iluminados por los relámpagos. 
“Ahora estamos llevando mercancía a las minas, y nos pagan con oro; pero yo empecé como caletero: cargando gasolina, víveres. Después trabajé en varias minas de tierra, y lo máximo que saqué fueron 39 gramitos. Ahí me cansé y aprendí a bucear. Estuve en Cunucunuma y en otras. Ahí sí sacaba 70, 80 gramos. Allá abajo uno se excita y se queda pegado”, acotó complacido. 

“Yo me salvé de varias piedras grandes. En la oscuridad del río no se ve, por más que uno lleva linterna. Varios compañeros salieron muertos. Los amarraban en el fondo y los sacaban con grúa, chorreando agua. Hasta ahí llegaban”.
Pequeño miraba el tránsito apaciguado del río y reflexionaba sobre su función como proveedor y vehículo de una riqueza incalculable. 
“El oro viaja por el río pa’ los dos lados: pa’Inírida y pa’Brasil. Igualito que el mercurio, que lo llevan escondido pa’evitar a la ley”. 
Pequeño dijo que en su breve temporada como minero le cogió miedo al ambiente violento de las minas y por eso dejó el oficio. Sentado en la orilla recordó peleas que se resolvieron a machetazos y muertos anónimos que fueron sepultados en algún lugar de la selva. Hombres que dejaron sus pueblos y sus familias para jugarse la vida en busca de una prometedora y elusiva veta dorada. 

“Todo por el oro”.

Algunos nombres de esta historia fueron cambiados por seguridad de las fuentes.


Donde el oro vale más que la vida

domingo, 17 de agosto de 2025

LIBROS "VENEZUELA HERÓICA" por EDUARDO BLANCO y "MEMORIAS DE UN VENEZOLANO DE LA DECADENCIA" por JOSÉ RAFAEL POCATERRA

 
VENEZUELA 
HERÓICA

Venezuela Heroica es la epopeya en prosa de la gesta emancipadora, en la que el autor hilvana con suma maestría la cruenta guerra, rindiendo así homenaje a las hazañas de quienes lucharon con valentía y sin descanso por la libertad venezolana
PALABRAS DE JOSÉ MARTÍ [1] 

Cuando se deja este libro de la mano, parece que se ha ganado una batalla. Se está a lo menos dispuesto a ganarla: —y a perdonar después a los vencidos. Es patriótico, sin vulgaridad; grande, sin hinchazón; correcto, sin alarde. Es un viaje al Olimpo, del que se vuelve fuerte para las lides de la tierra, templado en altos yunques, hecho a dioses. Sirve a los hombres quien así les habla. Séale loado. Cinco batallas describe el libro: La Victoria, llena toda de Ribas; San Mateo, que de tumba en tumba se hace cuna; las Queseras, que oscurecen a Troya; Boyacá, por donde se entra a Colombia; Carabobo, donde muere Hernán Cortés. Con grandes palabras dice estos grandísimos hechos. 

Cada combate tiene sus héroes y sus formas, y, con urdimbre artística, lo menudo y humano de la lidia, como distribución de tropas y lugares, está hábilmente mezclado a lo divino. Así se desataron las legiones; así pujaron; así se deshicieron, tambalearon, rugieron y vencieron. Cada casa venezolana tiene allí sus dioses lares: los Cedeño, los Jugo, los Montilla, los del hermoso Anzoátegui; los Ybarra, los Silva, los Urdaneta; toda la nobleza de la libertad tiene allí cuna: no tuvo pueblo jamás mayor nobleza! —Y los bravos ingleses son loados. Y a los españoles, luego de vencidos, no se les injuria—. Precede a cada empeño de armas notable ensayo histórico, sobre los elementos, condiciones y significación de la época en que acontecen, con variedad tan rica aderezado, y tan meduloso, y tan brioso, que en este libro la página última está al lado de la página primera. 

Todo palpita en VENEZUELA HEROICA, todo inflama, se desborda, se rompe en chispas, humea, relampaguea. Es como una tempestad de gloria: luego de ella, queda la tierra cubierta de polvo de oro. Es un ir y venir de caballos, un tremolar de banderas, un resplandor de arneses, un lucir de colores, un golpear de batallas, un morir sonriendo, que ni vileza ni quejumbre caben, luego de leer el libro fulgurante. 

Y parece, como en los cuadros de Fortuny, un campo de batalla en que no hay sangre: ¿cómo ha hecho este historiador para ser fiel sin ser frío, y pintar el horror sin ser horrible? ¿Y no hay que admirar tanto las hazañas que inspiran, como el corazón que se enciende en ellas y las canta? 
Se es capaz de toda gloria que se canta bien. Se tendría en sus estribos Eduardo Blanco sobre el caballo de Bolívar. Propiedad más estricta cabría en alguna imagen; pie más robusto para un vibrante párrafo; forma más concisa para alguna idea profunda. Y más seguridad en el lenguaje cabe, no por cierto cuando batalla y resplandece, como arrebatado de la gloria, sino cuando, sin mermar la excelencia de su juicio ni la moderación de su energía, juzga en sus breves instantes de reposo los hombres y sucesos. Pero este libro es una llama; y su calor conforta y gusta. 

He ahí el libro de lectura de los colegios americanos: VENEZUELA HEROICA
he ahí el premio natural del maestro a su discípulo, del padre a su hijo. Todo hombre debe escribirlo: 
todo niño debe leerlo; todo corazón honrado, amarlo. De ver los tamaños de los hombres, nos entran deseos irresistibles de imitarlos.

JOSÉ MARTÍ

INTRODUCCIÓN

I

Desde el sometimiento de la América a sus conquistadores, el estruendo de las armas y los rugidos siniestros de la guerra no despertaban los ecos de nuestras montañas. La cautiva de España abandonada a su destino, sufría en silencio el pesado letargo de la esclavitud. Nada le recordaba un tiempo menos desgraciado; nada le hablaba aquel lenguaje halagador de las propias y brillantes proezas, en que aprenden los pueblos en la infancia a venerar el suelo donde nacen y amar el sol que lo fecunda. Las mismas tradiciones de la conquista habían sido olvidadas. 

Las generaciones se sucedían mudas, sin que los padres transmitiesen a los hijos uno solo de estos recuerdos, conmovedores por gloriosos, que exaltan el espíritu y alimentan por siempre el patrio orgullo. Sin fastos, sin memorias, sin otro antecedente que el ya remoto ultraje hecho a la libertad del nuevo mundo, y las huellas de cien aventureros estampadas en la cerviz de todo un pueblo, nuestra propia historia apenas si era un libro en blanco y nadie habría podido prever que, no muy tarde, se llenarían sus páginas con toda una epopeya. 

En cambio, adoptábamos como nuestras las glorias castellanas. Era éste un consuelo, no una satisfacción. Para los pueblos todos, vivir sin propia gloria equivale a vivir sin propio pan; y la mendicidad es degradante. El Cid, Gonzalo y Don Pelayo, eran los héroes de todas las leyendas. La conquista de Granada, el poema por excelencia: nuestros padres se lo sabían de memoria. Como se ve, la poesía del heroísmo nos venía de allende los mares. Con todo, no era poco para quien nada poseía. A veces una chispa de fuego deslumbra como el sol. En la lóbrega obscuridad de perdurable noche, todo lo que no es profundamente negro semeja claridad, luz que anhela el que gime en el fondo del antro, que estima como una providencia, que ama y bendice, no importa de dónde le venga: de los resplandores del cielo o de las llamas de un auto de fe. Sin embargo, aquel huésped sedicioso que se escurría como de contrabando, no llegaba a inquietar los guardianes del paciente rebaño. 

Mientras la poesía nos viniera de España, no había razón para temerla; a más de que el abatimiento colonial parecía deprimir, sin sacrificio, toda noble tendencia, toda elevada aspiración. La vida corría monótona; por lo menos, sin combate aparente, y con la docilidad de un manso río se deslizaba aprisionada entre la triple muralla de fanáticas preocupaciones, silencio impuesto y esclavitud sufrida que le servían de diques. Nada respiraba: artes, industrias, ciencias, metodizadas por el temor y la avaricia, desmayaban a la sombra del régimen cauteloso en que se las toleraba. Como polvo al fin, el pueblo vivía pegado al suelo: no existían vendavales que lo concitasen. Silencio y quietud era nuestra obligada divisa. Y privados de nuestros derechos no existíamos para el mundo. 

Sólo el trueno que bramaba sobre nuestras cabezas, y las convulsiones misteriosas que estremecían la tierra bajo nuestros pies, eran los únicos perturbadores que a despecho de la corona de España, osaban atentar contra el silencio y la quietud letárgica de la Colonia. Plena era la confianza de los dominadores en la presa que retenían y en la seguridad con que se la guardaba: confianza autorizada por la experiencia de la muerte moral a que condena el vasallaje: seguridad que abonaba, más que la fuerza misma empleada en sostenerla, el viejo nudo de tres siglos que aseguraba al cuello de la víctima el estrecho dogal del cautiverio. ¡Ceguedad! 

Entre las sombras de lo imprevisto por los conculcadores, en todo tiempo, de los sagrados derechos de la humanidad, está oculta esa fuerza violenta, activa, poderosa, que animada de pronto, cambiar puede, a su arbitrio, la suerte de los pueblos, la faz de las naciones y aniquilar la obra de los siglos. La fuerza se anima. La revolución estalla, et mortui resurgent. De súbito, un grito más poderoso aún que los rugidos de la tempestad, un sacudimiento más intenso que las violentas palpitaciones de los Andes, recorre el Continente; y una palabra mágica, secreto de los siglos, incomprensible para la multitud, aunque propicia a Dios, se pronuncia a la faz del león terrible, guardián de las conquistas de Castilla. 

El viento la arrebata y la lleva en sus alas al través del espacio, como un globo de fuego que ilumina y espanta. Despiertan los dormidos ecos de nuestras montañas, y cual centinelas que se alertan, la repiten en coro: las llanuras la cantan en sus palmas flexibles: los ríos la murmuran en sus rápidas ondas; y el mar, su símbolo, la recoge y envuelve entre blancas espumas, y va a arrojarla luego, como reto de muerte, en las playas que un día dejó Colón para encontrar un mundo. Las grandes revoluciones guardan cierta analogía con las ingentes sacudidas de la naturaleza; sus efectos asombran, su desarrollo no se puede augurar. Ambas obedecen a una misma impulsión, a un oculto poder, a una suprema fuerza: ambas se hacen preceder de siniestros rumores; ambas estallan con estrépito, y ambas tienen también ruidosas y peculiares manifestaciones que a veces se confunden: 
la una el trueno, la otra el rugido. Sin embargo, el contraste entre ellas suele ser tan grande que llega hasta la antítesis: la tempestad abate; la revolución levanta: 
la una esteriliza, la otra fecunda. 

Dios está sobre todo y tiene sus designios. Al grito de libertad que el viento lleva del uno al otro extremo de Venezuela, con la eléctrica vibración de un toque de rebato, todo se conmueve y palpita; la naturaleza misma padece estremecimientos espantosos; los ríos se desbordan e invaden las llanuras; ruge el jaguar en la caverna; los espíritus se inflaman como al contacto de una llama invisible; y aquel pueblo incipiente, tímido, medroso, nutrido con el funesto pan de las preocupaciones, sin ideal soñado, sin anales, sin ejemplos; tan esclavo de la ignorancia como de su inmutable soberano; rebaño más que pueblo; ciego instrumento de aquel que lo dirige, cuerpo sin alma, sombra palpable, haz de paja seco al fuego del despotismo colonial, sobre el cual dormía tranquilo, como en lecho de plumas, el león robusto de Castilla; aquel pueblo de parias, transformóse en un día en un pueblo de héroes. 

Una idea lo inflamó: la emancipación del cautiverio. Una sola aspiración lo convirtió en gigante: la libertad. El cañón, la tribuna y la prensa, esos perpetuos propagandistas de las revoluciones, tronaron a la vez; y tenaz, heroico, cruel y desesperado, se entabló el gran proceso, la lucha encarnizada de nuestra independencia. La República implantada de improviso hace frente a la vieja monarquía: la libertad al despotismo. Deducid el encono: estimad el estrago. Osar a la emancipación era osar a la libertad: el mayor de los crímenes para los sostenedores del principio monárquico colonial.

En 1810 como en 1789, la libertad era un cáncer social, que exigía, como único tratamiento, el cautiverio. España no lo economizó en sus colonias; pero el hierro y el fuego fueron ineficaces. Sobre doscientos mil cadáveres levantó Venezuela su bandera victoriosa; y como siempre en los fastos modernos, la República esclarecida en el martirio se irguió bautizada con sangre.

II


De todas las colonias que poseyera España en la vasta región del Nuevo Mundo, fue Venezuela la que primera osó romper el yugo del cautiverio a que viniera uncida. El 19 de Abril de 1810, Caracas se rebela de hecho contra la Madre Patria, y asume cuantos derechos se le hubieran negado en el transcurso de tres siglos. Robustecida la noble aspiración en que fracasaron Gual y España en 1799, y aún más vivo el recuerdo del suplicio afrentoso donde expiara el segundo de tan insignes patriotas su ardiente anhelo de independencia y libertad, algunos ciudadanos distinguidos al par que por sus luces, por su valer social y sus virtudes, acometen la arriesgada empresa de sustraerse del pupilaje impuesto a sus mayores; y logran lo que en vano intentara el General Miranda en 1806, con el prestigio de su nombre y el apoyo extranjero. 

Destituyen a Emparan, Capitán General de Venezuela; crean un gobierno transitorio inspirado en ideas liberales; invitan a las provincias a adherirse al movimiento de Caracas, y exhortan a los Ayuntamientos de las capitales de las otras Colonias a seguir el ejemplo de la declarada insurrección. Pero no todas las Provincias comprendidas en la Capitanía General de Venezuela corresponden, cual fuera de esperarse, a tan patriótica invitación: 
Coro y Maracaibo, protestan contra lo acontecido; el Brigadier Ceballos, Gobernador a la sazón de la primera de aquellas secciones refractarias, dispónese a sofocar el grito de libertad que se propaga en el país, y fomenta contra él la rebelión en nombre de España y de su Rey. Temerosos los revolucionarios de fracasar en sus aspiraciones al encontrarse aislados, tratan de procurarse el apoyo de la Inglaterra; y al efecto comisionan al joven Coronel Simón Bolívar, acaso el más vehemente y entusiasta republicano de cuantos se señalaron en los comienzos de la Revolución, para ir a solicitar, en unión de López Méndez, la protección de la Gran Bretaña, en la inevitable lucha que en breve va a empeñarse contra la Metrópoli.

Parten los comisionados a cumplir su delicado encargo. Ceballos amenaza desde Coro paralizar el vuelo de la revolución; la Junta de Caracas se prepara a la guerra, y ésta no tarda en estallar. Toca al Marqués del Toro, patriota esclarecido, que inmola por la libertad de su país altas prerrogativas, dirigir, como Comandante en Jefe de las armas republicanas, la primera campaña, iniciadora de la sangrienta lucha que duró tantos años, y disparar sobre el escudo ibero el cañón revolucionario. 

Al frente de una división de tropas colectivas, invade la provincia de Coro, ataca su capital y reduce a Cebados a defenderse entre trincheras; pero acometido a su turno por el Brigadier Miyares, con tropas de Maracaibo, se ve forzado a replegar hacia Barquisimeto, no sin antes batir a los realistas en el sitio de Salineta. 

El mal éxito de aquel primer ensayo de nuestras fuerzas materiales, debido en mucha parte a la impericia militar de quien jamás había gobernado un ejército, que no a los bríos y decisión patriótica de Toro, desconcierta y apoca los ánimos; pero al punto torna a robustecerlos la anunciada llegada a nuestras costas del General Don Francisco de Miranda, ilustre hijo de Caracas, cuyo nombre glorioso en las reñidas lides de la gran Revolución francesa, se había conquistado en Europa justa fama. 

Miranda, por mil títulos, era una gran personalidad, un atleta de reconocido patriotismo, una esperanza en los azares de la guerra: como tal fue acogido por la mayoría de sus conciudadanos. La Junta revolucionaria de Caracas le distingue con el nombramiento de Teniente General, y presta atento oído a las indicaciones y consejos del decano de los patriotas suramericanos. 

Decretada la reunión de un Congreso para decidir de los futuros destinos de Venezuela, hombres eminentes salen electos para formar aquel Areópago, que no tarda en instalarse en Caracas. Bolívar vuelve entretanto, aunque sin haber logrado del Gabinete de Londres sino vagas promesas: torna a girar en el torbellino de la política, y arrastrado por su carácter ardoroso y vehemente, se esfuerza en apresurar el definitivo rompimiento entre la naciente República y su airada y secular dominadora. Acordado en ideas y propósitos con el General Miranda, con Yanes, Peña, Coto Paúl, Nicolás Briceño, Muñoz Tébar y los más exaltados revolucionarios, crea la renombrada Sociedad Patriótica, especie de Club de jacobinos en la incipiente revolución venezolana, cuyos miembros resueltos todos a afrontar los más crueles sacrificios y a derramar su sangre por la consolidación de la República, no excusan medios para enardecer el espíritu público, e influir en las deliberaciones de los altos poderes constituidos. 

Instalado el Congreso, la Sociedad Patriótica tiene sesiones tempestuosas; los oradores se arrebatan la palabra para encarecer más y más la necesidad de romper para siempre con España. Coto Paúl invoca la anarquía antes que tornar a las cadenas del absolutismo; Bolívar clama por “poner sin temor la piedra fundamental de la libertad sur-americana”. Una comisión de este Club va a pedir al Congreso la pronta declaración de nuestra independencia; y no fue éste el menor de los estímulos que tuvo aquel augusto Cuerpo para declararla solemnemente el 5 de Julio de 1811. Alea jacta est (La suerte está echada). 

Transformada la antigua Colonia en República independiente y libre, marcha resuelta a cumplir sus destinos, y aunque incipiente todavía, muéstrase vigorosa. Pero no bien entra de lleno en el amplio camino que le trazan sus generosas instituciones, principia a hallar tropiezos. Los partidarios de la Corona, instigados por los agentes de Cortabarría, enviado de la Metrópoli para bloquear nuestras costas, sublevan a Valencia, desconociendo la autoridad del Congreso, a la vez que proclaman a Fernando VII. 

Para conjurar tan peligrosa asonada, envía el Gobierno algunas tropas a las órdenes del Marqués del Toro, y de su hermano Don Fernando; los cuales logran desalojar a los realistas de las posiciones avanzadas que ocupaban en La Cabrera; mas rechazados luego hasta Maracay, aquellos jefes piden refuerzos a Caracas. Miranda toma el mando del pequeño ejército republicano, avanza hasta Valencia e intima rendición a la plaza, con generosas condiciones. 

Acéptanla los jefes españoles, y se ajusta una capitulación en virtud de la cual entra Miranda a la ciudad el día 13 de julio. Pero los vencidos, que habían quedado armados, faltan a su palabra, y como vieran desprevenidos a los vencedores, salen de los cuarteles, se arrojan sobre las tropas republicanas, y las obligan a replegarse hasta Guacara. Las sombras de la noche favorecen aquella precipitada retirada; pero no evitan que el enemigo se apodere de los bagajes de los independientes, de una parte de sus municiones y armamento, y que degüellen hasta los heridos y enfermos que caen en su poder. 

Miranda se rehace en pocos días; y el 12 de agosto acomete de nuevo y resueltamente a los pérfidos capitulados. Los reduce, tras reñidísimo combate, al recinto de la plaza mayor; y al día siguiente, los rinde a discreción.

Fue aquélla nuestra primera victoria, comprada empero al alto precio de 800 muertos y 1500 heridos de nuestra parte. Miranda, sin embargo, no deshonra su triunfo castigando por sí mismo la perfidia de sus contrarios; conténtase con prenderlos, y los entrega a los Tribunales para que sean juzgados. Estos condenan a muerte a los principales autores de aquella alevosía; pero el Congreso, lleno de generosidad, les conmuta la pena. “Sometida Valencia, se cree alejado por mucho tiempo el mal de la guerra”. 

La política absorbe los espíritus. Discútese con vehemencia la forma definitiva del gobierno: quieren unos, la más amplia libertad; y se fijan para ello en la impersonalidad del Poder Ejecutivo de la Nación; otros, más experimentados en la práctica de los negocios públicos, a cuya cabeza hallábase Miranda, proponen dar más fuerza y unidad al gobierno para poder luchar contra la inevitable resistencia que opondría España al desmembramiento de sus colonias; pero estos advertidos patriotas fracasan en sus planes y llegan a tenerse por sospechosos. 

Obra de los más exagerados fue la Constitución que se firmó el 21 de diciembre de 1811. Habíase optado por el sistema federal, y la Revolución principiaba por donde hubiera debido terminar. Saltar de la colonia a la Federación no era colmar un abismo, sino cubrir imprudentemente de hojarasca y flores y verdura una sima profunda, que en breve vendría a ser una amenaza y acaso un sepulcro. La inexperiencia, en los primeros pasos de la Revolución, apresuró su primera caída. La guerra civil paralizada en las comarcas de Occidente, se acrecienta en las riberas del Orinoco: 
Guayana rendía pleito homenaje a sus antiguos soberanos y rechazaba con temor las nuevas instituciones. 

En momentos tan oportunos para España, el Brigadier Don Juan Manuel Cajigal arriba a Coro con algunos jefes españoles y armas, pertrechos y dinero para emprender la guerra en Occidente. Entre los jefes que le acompañaban hallábase un afortunado capitán de fragata, el canario Don Domingo de Monteverde, a quien la suerte reservaba sobreponerse a todos sus camaradas, y abatir el mal cimentado edificio de la República, tan laboriosamente construido sobre el suelo inseguro de la Colonia. Ceballos, con los auxilios de Cajigal, toma al punto la ofensiva, e invade hasta Carora. Había llegado el año de 1812, tan funesto para Venezuela. 

Sobreviene el espantoso terremoto del 26 de marzo que asoló nuestras ciudades principales y conturbó profundamente a los espíritus poco esclarecidos. Y sin que se hubiera mitigado aún la densa nube de polvo que levantaran al caer los edificios de Caracas, y todavía no sepultados los 12 000 cadáveres que ocasionara la catástrofe, el audaz Monteverde se lanza desde Coro sobre la capital. Se apodera de Barquisimeto, gana prosélitos en su atrevida marcha, aumenta con rapidez su escasa división, se hace de armas y pertrechos, y después de algunos afortunados encuentros, osa llegar hasta San Carlos donde bate a los republicanos, prometiéndose reconquistar las rebeldes provincias. Mérida y Trujillo reaccionan y se adhieren a la causa de España; el país se estremece, y la guerra desata sus pavorosas alas que no debía plegar sino muy tarde en el glorioso campo de Ayacucho. 

El Congreso reunido en Valencia había ya sustituido los primeros miembros del Poder Ejecutivo con los ciudadanos Fernando Toro, Francisco Javier Ustáriz y Francisco Conde, y en vista del peligro inminente que corría la República, concede facultades extraordinarias al Gobierno y éste las delega en el Marqués del Toro. Pero como el agraciado no aceptara la gran responsabilidad que aquéllas le imponían, confióse la Dictadura al General Miranda con el título de Generalísimo. El viejo veterano de Nerwinde se apresura a reconcentrar el ejército patriota. Fija en Maracay su Cuartel General, y como los miembros del Congreso amenazados en Valencia por la proximidad de Monteverde, se retiraran a Caracas, encargóse al Coronel Miguel Ustáriz la defensa de aquella importante ciudad, así como a Bolívar el mando en jefe de la plaza y fortaleza de Puerto Cabello. 

No pudiendo sostenerse Ustáriz en Valencia, la evacúa sin demora, y al punto la ocupa Monteverde. Nuevos encuentros favorables a las armas del Rey exasperan y desconciertan a los republicanos. El Generalísimo mueve una parte del ejército con ánimo de estrechar en Valencia a Monteverde, y destaca algunos cuerpos hacia la Villa de Cura, a ver de sofocar la insurrección de las llanuras que fomenta Antoñanzas. Numerosos combates, ora felices, ora adversos a los republicanos, se libran en los alrededores de Valencia. La reacción realista cobra diariamente alarmadoras proporciones; y al propio tiempo que Monteverde se fortalece y gana partidarios, perniciosas rivalidades, y desconfianzas y quisquillas fomentan la insubordinación en nuestro campamento. No hecho Miranda a descabelladas aventuras, ni menos a lidiar con los anárquicos espíritus que había exaltado la Revolución, pertúrbase y fluctúa en sus propósitos a vuelta de los primeros reveses, y desconcertado se repliega el 18 de junio a La Victoria. Serios peligros amenazan a la República. 

La insurrección de las llanuras es un hecho consumado; trascendentales ventajas obtiene Antoñanzas sobre nuestras tropas: ocupa a Calabozo, ataca a San Juan de los Morros, y degüella a los inofensivos moradores de aquel pueblo; al mismo tiempo que envalentonado Monteverde por la retirada del ejército patriota, osa atacar personalmente en La Victoria las avanzadas de Miranda. No obstante la sorpresa de tan inesperada acometida, los republicanos consiguen rechazar al enemigo; nuestros jefes todos, se muestran en la ocasión dignos de encomio y del renombre que les reserva el porvenir. 

Enardecidos con el triunfo, instan al Generalísimo a que les permita perseguir a Monteverde; pero Miranda fluctúa un instante y al fin se abstiene, por exceso de prudencia, de completar una victoria que tantas calamidades habría evitado a Venezuela. La indecisión del General en Jefe, le desprestigia entre sus compañeros de armas. El Cuartel General se convierte en campo de intrigas, de discusiones, de indisciplina y de amenazas contra la suprema autoridad de Miranda, quien absorto en temerosas preocupaciones, que no logra avasallar, a pesar de las relevantes condiciones de espíritu y carácter que adornaba al egregio guerrero, se abate ante la empresa que sustenta, y declarándose impotente para dominar la situación en que se halla, capitula en La Victoria, cuando con poco esfuerzo habría logrado aniquilar a Monteverde. ¡Injustificable proceder! 

La República, todavía vigorosa a pesar de los errores que se habían cometido, se encuentra prisionera en La Victoria, y el país entero queda a merced del vencedor. Bolívar, víctima a su vez de una sublevación en la fortaleza de Puerto Cabello, se ve forzado a abandonar aquella plaza. Séllase el 12 de julio la funesta capitulación “quedando bajo la fe de Monteverde la inviolabilidad de los pactos y las garantías de los sometidos”. ¡Ay!, tanta debilidad no podría engendrar sino muy graves faltas. 

La desesperación del vencimiento, junto con las pasiones tempestuosas que exalta hasta el delirio la desgraciada capitulación de La Victoria, se ensañan contra Miranda, a quien sus propios compañeros de armas, calumnian, denuestan y acusan con sobra de injusticia para el patriotismo de aquel gran republicano; pero no sin razón, cuando le hacen responsable de tan insólita catástrofe. No pocos de sus tenientes principales, extraviados hasta la demencia, olvidan los merecimientos de aquel gran desventurado, de aquel patriota esclarecido; llenos de venganza por suponer haberlos traicionado, lo prenden en el puerto de La Guaira en momentos de dejar el país, y lo entregan al perjuro vencedor, quien lo condena, sin miramiento alguno por los explícitos acuerdos de la capitulación que había firmado, a gemir largamente en distintas prisiones y luego a perecer en el arsenal de La Carraca, tras prolongado cautiverio. 

El martirio de Miranda, nos abruma; pero aquel suplicio inmerecido esclarece el renombre de la ilustre víctima. Refrenar las pasiones de los hombres cuando llegan al extravío de la razón, es empresa más ardua que paralizar el oleaje del mar. Eclipsada la luminosa estrella de Miranda, se levanta hasta el zénit el pasajero bólido de Monteverde. 
La Colonia se yergue, tras el vencimiento de la República, y besa las cadenas que de nuevo le impone el vencedor. Una era tristísima principia para las reconquistadas provincias de Venezuela; era de venganzas, de vejaciones infinitas. Bolívar, José Félix Ribas, Yanes, Antonio Nicolás Briceño, Francisco Carabazo y otros muchos patriotas distinguidos, logran salir del país; pocos con pasaporte del nuevo Gobierno, el mayor número clandestinamente, y hacen rumbo a la Nueva Granada, no sin la esperanza de tornar tarde o temprano a redimir la Patria. La soberbia de Monteverde, acrece con su inesperada y rápida fortuna. Menosprecia la autoridad del Brigadier Miyares, árbitro se erige del territorio conquistado por sus armas, y más tarde de otras comarcas que luego a luego se le someten sin mayores esfuerzos. 

“No pudiendo dominar la altanería de su teniente, Miyares se trasladó a Coro sin decir palabra, y algún tiempo después contestó a sus justas quejas el gobierno español, nombrando a Monteverde por Capitán General de Venezuela y dándole el título de Pacificador [2]”. 

El gobierno de Monteverde pesa sobre los vencidos hasta nacerles perder toda esperanza de recobrar la libertad. Varios patriotas venerables, entre ellos Juan Germán Roscio, el canónigo Cortés de Madariaga y los coroneles Juan Pablo Ayala y Mires, son remitidos a Cádiz, y luego encerrados en los presidios de Ceuta. Aquel hombre presuntuoso y altanero trata de humillar las frentes más altivas, y durante los trece meses que dura su poder, oprime a los venezolanos con la más odiosa tiranía.

Empero, así como del choque de encontradas nubes se produce el rayo, de las opuestas fuerzas de la República y del absolutismo surgió el Genio singular que daría cima a las reprimidas aspiraciones de la Patria, que el estupor y el abatimiento trocaría, en breve, en cantos de victoria, y que tras de recio batallar crearía a Colombia. Aquel atleta, hasta entonces no estimado en su justo valer, era Bolívar. Llegado que hubo a la Nueva Granada, propúsose libertar de nuevo a Venezuela con el apoyo de aquella República hermana, si menos desgraciada, no exenta a la sazón de angustiosos conflictos. 

Bolívar ofrece sus servicios al Gobierno de Cartagena, combate contra sus enemigos, se hace conocer publicando un manifiesto, en que explica y fulmina la conducta de Monteverde, así como “una memoria relativa a las causas que habían en su concepto, producido la ruina de la revolución de Venezuela”, revelando en estos escritos al parque un sano criterio, sobrados conocimientos y aptitudes en materias políticas, y la energía de un carácter resuelto, osado, emprendedor; capaz de resolver arduas dificultades y de poner por obra los más vastos y atrevidos proyectos. 

Acogido con júbilo, el futuro Libertador, por el gobierno de Cartagena, templa sus armas en las aguas del Magdalena antes de acometer a los dominadores de la Patria. Adquiere justa fama, popular prestigio. Marcha luego a auxiliar al Coronel Castillo, jefe militar de Pamplona, amenazado por Correa; bate al jefe español en San José de Cúcuta, y con los escasos auxilios que le presta el Gobierno granadino, se arroja a invadir a Venezuela con 500 soldados. 

Coincide la invasión de Bolívar con la de algunos patriotas orientales, acaudillados por Mariño, que huyendo de la persecución de los realistas después del sometimiento de Barcelona y Cumaná, se habían refugiado en el islote de Chacachacare. Mariño, Piar, Bermúdez y otros intrépidos patriotas asaltan las costas de Güiria, apellidando guerra; combaten las tropas españolas, se apoderan de Maturín, y rechazan al propio Monteverde, quien, presumiendo sojuzgarlos con su sola presencia, va a estrellarse contra la atrincherada Villa defendida por Piar. 

El Capitán General regresa perdidoso a Caracas, y Bolívar aparece amenazante en los Andes venezolanos. Aterra a sus contrarios en Trujillo, insurrecciona a Mérida y Barinas, y avanza sobre la capital llevando en sus banderas los laureles de tres reñidas y gloriosas victorias. Una más, y decisiva, arrebata a los realistas en Taguanes.

Monteverde, acobardado, se refugia en la fortaleza de Puerto Cabello. Cede a Bolívar la posesión de casi todas las provincias de Venezuela. El héroe triunfador entra a Caracas, es proclamado “Libertador de la Patria” y reorganiza el Gobierno republicano. Los realistas, empero, no desmayan; la guerra se recrudece; nuevos paladines descienden a la arena a combatir por la causa de España. Surgen, Boves, el terrible, y el fiero Morales. 

Los habitantes de nuestras llanuras afílianse en las banderas reales. Acrece la exaltación de las pasiones. Guerra a muerte se hacen los contrapuestos bandos; la sangre corre en todas partes. Caracas inmola en la contienda casi todos sus hijos, y perdura la lucha cada vez más violenta y más encarnizada. Los triunfos y los reveses se suceden en los diarios combates. 

Expira el año de 1813, entre vítores, lamentos y descargas; y asoma el año aciago de 1814, preñado de amenazas para la combatida República. Boves levanta en las llanuras de Caracas y Apure un poderoso ejército, y cuando sus compañeros de armas comienzan a flaquear ante Bolívar, preséntase en la arena y golpea nuestro escudo.
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[1] Esta página de José Martí, en la cual el gran escritor y libertador de Cuba, hace el elogio de VENEZUELA HEROICA, fue escrita con motivo de la primera edición de este libro, cuando aún el autor no había ofrecido al público sino las cinco batallas que cita Martí. En dicha edición faltan, por consiguiente, los otros cuadros épicos publicados en ediciones posteriores.
[2] Baralt y Díaz. —Historia de Venezuela.


MEMORIAS DE UN VENEZOLANO 
DE LA DECADENCIA I y II


PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Conocí a José Rafael Pocaterra en una tarde de verano en Montreal, a donde me llevara más que el deseo de visitar la hermosa ciudad canadiense -airosa flor latina erguida entre la civilización sajona del Norteel de estrechar la mano del valeroso hijo de Valencia, que frente a las tiranías venezolanas mantiene a través de los años la protesta de su pluma, de su conciencia y de su vida. Le conocía sólo por sus escritos, y me seducía en ellos no la filigrana estética en que se complacen tantos estilistas que vuelven la espalda a los dolores de la patria, a los problemas que inquietan y angustian a todo espíritu reflexivo; no el diletantismo literario que tanto abunda, sino el ardor de convicciones generosas expresadas con intensa sinceridad en una prosa musculada y firme. Porque Pocaterra es no sólo un excelente escritor, sino también -y ante todo- un hombre que ama con pasión la verdad y la justicia; un recio luchador a quien anima un ardiente amor por la libertad y el derecho, y un odio implacable contra las tiranías. 

Y por eso es un proscrito que entre las nieves del norte piensa a todas horas en la patria de donde lo arrojó el despotismo, en esa “tierra del sol amada” que supo pintar con frase amorosa y fuerte. Pasé con Pocaterra largas horas, de grato recuerdo. Nada en él de frívolo, ni de tropical. Ni la sombra del rastacuerismo, que suele ser la característica grotesca de ciertos latinoamericanos en el exterior. Un hombre melancólico, a quien la desgracia ha dado una tristeza varonil y serena, tristeza que no se queja, pero que corre como un río profundo y callado a través de todos sus actos y pone una nota grave en todas sus palabras. 

No padece de esa enfermedad mental lastimosa con que algunos encubren su pobreza espiritual: la ironía barata y sistemática, cómodo pasaporte para huir del esfuerzo y de la acción tenaz, para disculpar la incapacidad de abordar o de resolver problemas que se creen descartados con una burla necia. Pocaterra toma en serio la vida, porque ha recibido sus golpes, porque ha sentido caer sobre su patria y sobre su propia existencia todo el peso de una suerte cruel; porque la dictadura no ha sido para él un concepto literario, sino el duro horror de una prisión de donde con la justicia huyó la misericordia; ni el destierro un tema teórico, sino la atroz realidad de no tener patria. La soledad, la meditación y el estudio le han forjado un alma en que la desgracia no ha matado la emoción ni han logrado los golpes adversos del destino apagar la luz del ideal. 

A fuerza de energía y de trabajo, ha conquistado Pocaterra en el Canadá una posición holgada, que le permite vivir con entera dignidad, en alto puesto de confianza de una poderosa compañía, como profesor de una célebre universidad, y como periodista de bien merecido renombre. Gana ampliamente su vida, y otro que no fuera él se habría dedicado a gozarla, lejos de rudas luchas, procurándose un cómodo regreso a su país a través de un olvido logrado a fuerza de cobardía. El egoísmo le aconsejaba callar, o desviar hacia la literatura sus poderosas facultades intelectuales; pero él ha preferido seguir en la línea de fuego, mantener viva la protesta contra la tiranía que humilla a su patria, cuando casi todos se inclinan ante ella; ser, con otros cuantos inconformes, la conciencia de la ciudadanía venezolana. Toda su indignación, todos sus recuerdos de las cárceles, de las campañas políticas contra la dictadura, de los sucesos que han caído sobre Venezuela en estos últimos cinco lustros, los condensa Pocaterra en estas Memorias de un Venezolano de la Decadencia. 

Son ellas como la venganza justa y necesaria de cuantos en esa época han padecido persecuciones por la justicia en la patria de Bolívar y de Bello, o han pagado con su vida su resistencia a los tiranos, o han sido arrastrados por ellos a la desgracia y a la ruina. El caudillaje absoluto parece haber dominado a Venezuela, y en esta hora en que triunfa la iniquidad, y acompaña la fortuna a quienes la han encarnado, es un imperativo moral que no prescribe mostrar cuáles son los fundamentos de esta iniquidad, cómo se ha levantado ella sobre las ruinas morales de una nación, y cuántas vergüenzas y dolores encubre la prosperidad material que hoy se pretende exhibir como compensación suficiente para la supresión de todas las libertades y de todos los derechos. 

En mis conversaciones con Pocaterra insistí en la necesidad de publicar este libro, disperso en las columnas de La Reforma Social, y le aseguré que ello sería posible en Colombia, país libre donde no existe la mordaza para el pensamiento; donde no es la imprenta dependencia vil de los caudillos, ni proveedora sumisa y desvergonzada de frenética adulación y de sofismas tan endebles como elegantes, tan inmorales como interesados, buenos sólo para poner la máscara de la razón y de la inteligencia a lo que no es sino la imposición brutal de la fuerza y del apetito sobre un pueblo esclavizado. 

Y de una imprenta colombiana sale esta obra, aún inconclusa, grito de cólera y de protesta lanzado ante un continente que ha padecido de las tiranías como de su más grave enfermedad, y necesitado más que de ninguna otra cosa de un régimen político libre, sano y justo; de la realidad viva del derecho: de cuanto hace de un país algo más que un conglomerado de pequeños intereses y de bajas codicias. Es un libro violento, sangriento, implacable. Algunos echarán en él de menos la serenidad y el frío raciocinio; pero, ¿es que se pueden tener esas condiciones cuando aún está vivo el recuerdo personal de atroces crueldades, y se describen hechos inicuos, saturados de sangre y de lágrimas? 

No es éste el trabajo ecuánime de un erudito que estudia las atrocidades ya pálidas de un tirano remoto. Es el grito de la víctima cuyas heridas aún no se han cerrado; del que ve aherrojada y doliente a su patria y la contempla así con un amor sólo igualado por la ira que tal cuadro produce. ¿Podía él, en esas condiciones, ensayar un estudio sociológico de ese fenómeno y aplicarle la lente de la filosofía pedantesca, o de una abstracta crítica filosófica? Para otros esa tarea de apacible erudito: él ha preferido aplicarle el hierro candente a la llaga viva, poner al margen de un éxito escandaloso el comentario sangriento de la verdad acusadora, último reducto del anhelo republicano. 

Podía Pocaterra haberse consagrado a labores de puro intelectualismo, como las que tanto seducen a las nuevas generaciones de nuestra América desorientada. Imitando a Proust, le era fácil dedicarse a interminables escarceos sobre sutilezas psicológicas, o consagrarse a la sociología, o a la novela, o a la crítica meramente literaria, o a la historia de hechos lejanos. Para todo ello le sobra talento y le da elementos sobrados su formidable y extensísima cultura. Pero prefirió seguir la tradición de los grandes espíritus de la América, de Martí, el supremo maestro, de Sarmiento, de Montalvo, de su admirable y malogrado compatriota Pío Gil, de nuestro Juancho Uribe; prefirió convertir su pluma en lanza, y esgrimirla contra la tiranía. Como el bardo germano, aspira a que sobre su tumba se coloquen una lira y una espada. No es hacedor de frases, sino un luchador por la libertad y por el decoro. Carducci, al fin de su vida, decía que hubiese preferido a todos sus poemas haber muerto peleando contra los adversarios de su patria en Monterotondo o en Mentana. 

Así también Pocaterra deseara más que el laurel frío de un triunfo literario la flor roja del sacrificio, pero la suerte no lo ha querido y el vencimiento lo ha arrojado a playas lejanas y le ha quitado de las manos toda arma que no sea la pluma. Contra ciertas victorias de la fuerza, no queda otra arma; pero es preciso usarla, aunque no sea sino para que al lado del éxito inicuo brille la palabra acusadora y rompa la protesta las densas nubes de la adulación mendicante. Es una necesidad de la moral eterna. Es el desquite del derecho hollado y de la libertad escarnecida. 

Derrotada en la amargura del presente, la pluma apela al porvenir y prepara los elementos para el fallo de la historia. A la de Venezuela aporta Pocaterra este trozo palpitante de su propia vida y de la vida de su país, y no es culpa suya si en lugar de presentar un fresco ramo de rosas, un cuadro idílico de bienandanza y de progreso, nos cuenta una historia siniestra, en que lo grotesco se une a lo trágico para formar un abominable conjunto. 

Se le tratará, seguramente, de antipatriota. Se le acusará de estar desacreditando a su patria y revelando cosas que debieran quedar ocultas. Es la acusación que se ha hecho a cuantos se han levantado a gritar su indignación por los crímenes que en su país se cometen, y hablando de ello citaba yo a Pocaterra esta página de Pérez de Ayala que responde maravillosamente a aquellas hipócritas censuras. “La cantidad y calidad de patriotismo de un ciudadano no han de medirse por sus propias palabras, aunque éstas suenen a vituperio de la propia patria. 

Uno de los más ardientes patriotas, si no el primero, en estos últimos años de vida española, ha sido Joaquín Costa, y él ha sido quien fustigó con fórmulas las más crudas, y hasta con dicterios, a España y a los españoles. 
¿Podrá dudarse del teutonismo acérrimo de un Schopenhauer o de un Nietzsche? Pues nadie, como ellos, denostó, a Alemania y a los alemanes, ni les aguijó con sarcasmos y mofas tan enconadas. Dante, el mejor florentino, pobló sus escritos de invectivas contra Florencia y sus regidores, y murió en el destierro. La enumeración podría prolongarse indefinidamente. Y observaríamos un fenómeno curioso, de paradójica traza, a saber: que aquellos hombres renombrados que con saña mayor mostraron en público las patrias vergüenzas, sucede que fueron justamente los más patriotas. 

La explicación se cae de su peso. Cuanto más elevado y puro es el ideal patriótico de un ciudadano, tanta mayor distancia advertirá entre lo ideal y lo real; con tanta mayor pesadumbre echará de ver las flaquezas y lacras de su pueblo y con tanta mayor iracundia se revolverá contra las culpas de sus conciudadanos.” Este libro es un acto de patriotismo; es hijo del amor a Venezuela y de la adhesión irrestricta a ciertos altos principios sin los cuales la existencia no tiene ni valor ni sentido, ya que, según la frase heroica de Martí, “el hombre necesita para vivir de cierta cantidad de decoro, como de cierta cantidad de aire”. 

Gracias a Pocaterra, no caerán en el pleno olvido mil sacrificios, ni será total el manto de impunidad que cubra innumerables crímenes. Y cuando todo lo domina un despotismo afortunado, por lo menos ante el solitario altar de la libertad y de la República, de la República como hecho real y como organización efectiva, no como mentira que sirve de disfraz a un tirano, queda brillando esta roja llama, que es a la vez amor y cólera, homenaje a los caídos y castigo a cuantos van uncidos al carro del caudillaje victorioso y despótico. 

¡Bien hayan los que contra él luchan, como los que se enfrentan al voraz imperialismo del norte! Son los dos monstruos que acechan las nacionalidades jóvenes de nuestra América, y a veces se asocian para su obra nefanda, como si uno de los dos no bastara para arrasarlo todo y acabar con la independencia y la dignidad de un pueblo. Pero los dos se completan y cierran el círculo que estrangula y deshonra. Contra ellos hay que librar la diaria batalla, y hay que poner en la pelea cuanto tengamos de mejor. 

José Rafael Pocaterra es un buen soldado de esa causa generosa e indispensable, y por eso considero como una fortuna el haber podido estrechar su mano leal y fuerte, y como un honor el escribir -a petición suya- este prólogo a una obra de amarga y severa justicia, que tiene derecho a encontrar eco profundo en las almas libres de América.

Bogotá.
Eduardo Santos


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