EL Rincón de Yanka: LIBROS "SANAR UN MUNDO FRACTURADO: LA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD por JONATHAN SACK y "EL MOSCOVITA DESESPERADO" por ABRASHA ROTENBERG

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sábado, 19 de agosto de 2023

LIBROS "SANAR UN MUNDO FRACTURADO: LA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD por JONATHAN SACK y "EL MOSCOVITA DESESPERADO" por ABRASHA ROTENBERG


SANAR 
UN MUNDO FRACTURADO:
LA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD

Las ideologías globalistas y posmodernistas 
prescinden de las fronteras 
pero se llena de fracturas y 
rompimientos con la realidad.
Yanka

"En Sanar un mundo fracturado", uno de los pensadores religiosos más respetados de nuestro tiempo lanza un apasionado alegato por restaurar la idea de la religión como una alianza con Dios en el engranaje de la vida ética y moral.
¿Cuáles son nuestras obligaciones para con los demás, para con la sociedad y para con la humanidad en conjunto? ¿Cómo dotar de sentido a nuestra vida en una época marcada por la incertidumbre y la inestabilidad en el ámbito internacional? En su característico lenguaje llano y sencillo, el rabino Jonathan Sacks responde a estas cuestiones compartiendo con nosotros las interpretaciones tradicionales de la Biblia, la ley judía y la teología, así como las obras de filósofos y especialistas en ética de otras culturas, al efecto de analizar qué engloba la moralidad y la conducta ética. El rabino Sacks cree firmemente que, visto el telón de fondo religioso y político de nuestros días, hoy es más importante que nunca retomar la idea esencial de que “es a través de nuestras obras como expresamos nuestra fe y la materializamos en la vida de los demás y en el mundo”.
“Inspiradora llamada a la acción social que traspasa las fronteras de las identidades nacionales y las confesiones religiosas”.

El moscovita 
desesperado

Estos relatos suceden en Moscú, Ginebra, Nueva York y París, pero todos se generan en la Buenos Aires de los años sesenta y setenta. A pesar de su conflictividad política y social, era una ciudad abierta, multicultural y muy al día de las novedades artísticas, donde comenzaban a flaquear las fidelidades a las doctrinas comunistas (los jóvenes optaban por el peronismo) y a decrecer la pasión, tan en boga, por el sicoanálisis clásico.
Sus personajes pertenecen a ese período: el moscovita dispuesto a arriesgar su libertad para asegurar el futuro de su único hijo; el joven abogado que viaja por vez primera a Europa y se enreda en una aventura sentimental; la fanática comunista que predica las virtudes de la militancia, pero la vida le ofrece otras respuestas; el maduro seductor que descubre su senectud, y los desatinos profesionales y humanos de un sicoanalista atípico ilustran este paisaje.

Un humor ácido atraviesa estos relatos que, además de entretener, plantean la fugacidad de las ideologías consagradas, hablan de verdades relativas y de las travesuras del azar.
Su libro es La historia de otros, todos ellos relacionados con el imperio soviético, en el que nació, Y nada es mentira, pues escribe novelas para contar la realidad de lo que le ha ido pasando. Por ejemplo, el primero de los cuentos de este nuevo volumen de sus historias tiene que ver con un soviético que va desde Moscú a Buenos Aires a vender sus sellos de enorme valor, o eso es lo que cree. Se encontró allí, después de un trayecto de fábula, en que aquella riqueza que había acumulado en Moscú no valía sino unos cuantos pesos.

En realidad esa fue una historia que tuvo otro desarrollo en la realidad, pero la fantasía es la materia en la que Abrasha envuelve su enorme capacidad de historiar lo que le pasó a el mismo, o a su familia. Hay que leer ese cuento, y todos los demás, para calibrar hasta qué punto realidad y ficción (lo que Mario Vargas Llosa llamó La verdad de las mentiras) se juntan en la mente, y en la escritura, y en la biografía, de este hombre tan singular.

EL MOSCOVITA DESESPERADO

Después del golpe militar de marzo de 1976, el Gobierno argentino, que teóricamente defendía los intereses nacionales, abrió las puertas a la importación masiva de productos extranjeros, lo que generó una nueva crisis económica y financiera.
En 1977 mi empresa comenzó a sufrir los efectos de la competencia foránea: estábamos, como siempre, al borde de la quiebra. Libre competencia significaba dumping, trampas, contrabando disfrazado, especulación financiera, destrucción de empleos, miseria y hambre.
Los militares encarcelaban a los subversivos, los secuestraban y asesinaban. También perseguían a los militantes de la izquierda tradicional, a los procastristas y comunistas, aunque mantenían excelentes relaciones comerciales con la Unión Soviética y sus satélites, a los que poco preocupaban los derechos humanos. En consecuencia, miraban a un costado sin ver ni opinar sobre lo que sucedía porque el bolsillo condicionaba sus flexibles convicciones ideológicas.

Decidido a luchar por la supervivencia de mi empresa (de productos químicos), intenté abrir nuevos mercados e incursionar en "EL MOSCOVITA DESESPERADO" los países del Este con la esperanza de encontrar alguna salida a mis ingentes dificultades. Me puse en contacto con colegas de Hungría, Checoslovaquia y la Unión Soviética; visité algunas empresas en Praga y Budapest con resultados esperanzadores, pese a las trabas impuestas por los burócratas corruptos que las administraban.
Cuando arribé a Moscú, me sorprendió una pésima noticia: el funcionario encargado de recibirme, con el cual había mantenido una copiosa correspondencia, tuvo que ausentarse por tres días. La burocracia estatal prorrogó mi visa y me autorizó a permanecer en la ciudad y en el hotel hasta su regreso. Mientras tanto ¿qué podía hacer en Moscú, además de pasear por los sitios turísticos convencionales?

Me alojaba en uno de los hoteles emblemáticos de la ciudad, orgullo del estilo arquitectónico estalinista, el Rossiya, una mole de miles de habitaciones amuebladas con pésimo gusto en las cuales, en mi caso, el baño, cuando funcionaba, gemía como un náufrago pidiendo auxilio y, además, olía como un cadáver insepulto. En esa época cada planta estaba a cargo de una especie de guardiana que controlaba los movimientos de los huéspedes y retenía las llaves de sus cuartos.

En el aeropuerto de París compré bombones y chocolates que me servirían para congraciarme con quien fuera necesario. Apenas entré a mi cuarto tuve la inteligencia de salir al corredor y regalarle una cajita de bombones a mi fornida guardiana, que, tras desplegar una sonrisa de sorpresa y agradecimiento, me reiteró verbalmente su gratitud con palabras que se parecían al inglés. A la noche repetí la operación con su colega: las infelices trabajaban doce horas diarias. Desde ese momento, ambas me amaron.

De noche, recostado en la cama sin conciliar el sueño, tuve una idea para darle sentido a mis tres días de holganza forzada. Mi familia, tanto por el lado paterno, los Gold, como por el lado materno, los Krasniavsky, eran oriundos o habían residido en Moscú. Mi tío Boris Krasniavsky, hermano de mi madre, abogado —en tiempos del zar un título inalcanzable para un judío cuyas posibilidades de estudiar estaban restringidas por numerus clausus— fue un destacado dirigente del Partido Comunista en los años de la Revolución, aunque posteriormente nos llegaron vagas noticias de que había sucumbido en la época de las purgas estalinianas: nunca supimos demasiado sobre su vida y destino.
Mi familia paterna abandonó Rusia antes de la Primera Guerra Mundial, en 1913, y también lo hizo una parte de la familia materna, y con ella, mi madre. Supuse que algún pariente de ambas familias habría sobrevivido a las hecatombes que padecieron los rusos, y sobre todo los judíos, bajo el dominio de Stalin y durante la invasión nazi. Me pregunté si tendría alguna posibilidad de encontrarlos. Pero ¿cómo y dónde?

Yo tenía la intención de visitar la Gran Sinagoga de Moscú y me había agendado su dirección porque suponía que en ese sitio podrían orientarme o facilitarme la búsqueda.
Al día siguiente, además de satisfacer una curiosidad turística, tendría la posibilidad de localizar a algún superviviente de mi familia, un intento que me ilusionaba.
A través de Irina, mi guardiana, contraté un taxi para recorrer la ciudad como turista y, fundamentalmente, para visitar la sinagoga. El chofer hablaba un inglés elemental, suficiente para entendernos.
Al llegar a la sinagoga, me pregunté en qué idioma iba a comunicarme con los fieles. Mi yidish era mísero, mi hebreo se limitaba a algunas oraciones que guardaba en mi memoria sin comprender su significado y mi ruso no superaba las cuatro palabras que retuve de los diálogos que mis padres perpetraban en ese idioma cuando discutían o secreteaban.

Al entrar a la sinagoga —un edificio antiguo algo abandonado—, me encontré con algunos ancianos perdidos en la inmensidad de un salón en cuyo fondo se destacaba un mueble destinado a preservar los rollos sagrados. Las oraciones matutinas habían terminado, o nunca acaecieron, porque a primera vista los presentes no alcanzaban el minián, los diez hombres necesarios para validar una plegaria colectiva. Apenas me vieron entrar, se produjo un repentino silencio. Yo me detuve cerca de la puerta sin saber a qué atenerme cuando uno de los viejos se acercó y me dirigió algunas palabras en ruso que no comprendí. Decidí hacerme entender como los constructores de la torre de Babel o, para estar más actualizado, al estilo Tarzán:

—Rusky niet, yidish a bisele, evreiski: shalom. (Ruso no, yidish un poquito, hebreo: paz).
—Sholom aleijem (La paz sea contigo) —me contestó el viejo y me hizo una pregunta cuyo contenido intuí:
—English —dije—. I speak English.

El rostro del viejo se iluminó con una sonrisa. Me hizo un gesto con la mano indicándome que aguardara y al mismo tiempo, con un vozarrón inimaginable en un cuerpo esmirriado, gritó:

—lankl, kum. Mir hobn a gast, an americaner. (Ven, lankl. Tenemos un visitante, un americano).

Entre la penumbra apareció un joven con barba. Lucía en la cabeza una kipá, y en la mano, un libro de oraciones. El viejo le dijo algunas palabras en ruso y el joven comenzó a hablarme en un excelente inglés:

—Permítame presentarme —dijo—, soy lankev Kuperman, y me siento orgulloso de ser un judío creyente de Moscú. Me dice Reb Kalman aue usted viene a vernos desde América. Muchos parientes?
—¿Cuánto tiempo se va a quedar en Moscú? —preguntó lankev.
—Unos pocos días, pero a partir de hoy a la tarde voy a permanecer en el hotel Rossiya, por si tienen alguna noticia. Ojalá puedan ayudarme.
—Si nosotros no lo ayudamos, nadie podrá hacerlo. Tal vez hoy mismo tengamos alguna novedad. Si alguien lo visita o se comunica con usted, lo hará en mi nombre. Recuérdelo: lankev Kuperman. Y no se olvide de apoyarnos con su contribución —añadió sonriendo mientras un viejo me acercaba una caja con una ranura en la tapa.

Saqué algunos dólares de mi bolsillo y los introduje en la caja ante la atenta mirada de los presentes.
Comencé a despedirme con la certeza de que mi esperanza estaba perdida, pero mis anfitriones no me permitieron retirarme.

—Por favor, no se vaya —dijo lankev—. Acompáñenos y comparta con nosotros un poco de leicaj y vodka, y cuéntenos cómo se vive en América. Por ejemplo, ¿a qué se dedica usted?
Volví a reiterarles que yo no provenía de Norteamérica sino de la Argentina, que era químico de profesión y dueño de una empresa que fabricaba productos farmacéuticos. lankev ejercía de intérprete porque todos me hacían preguntas sobre los judíos de que recibir a su visita en la recepción. Allí lo está esperando.

Me vestí y en el corredor aproveché la oportunidad para quejarme ante Irina, mi cancerbera.
—Es la ley —me explicó—, visita a cuartos, niet. Ni hombres ni mujeres, pero si usted me pide una compañía especial, tal vez se produzca un milagro —dijo acompañando la frase con una risotada pícara.
El hotel estaba repleto de prostitutas: eran los milagros a que se refería Irina. Otro tipo de visita resultaba sospechosa.

Bajé a la recepción excitado ante la posibilidad de encontrarme con un pariente. Pensé en la extraña historia de nuestro pueblo, disperso por el mundo, conviviendo con culturas y lenguas diversas, hábitos irreconciliables, tan diferentes los unos de los otros, y sin embargo algo indefinible nos unía, algo lo suficientemente poderoso como para hacernos sentir que compartimos una pertenencia común de la que ni tenemos conciencia, y en la cual la religión a menudo no jugaba ningún papel.

Me sentía inquieto ante el encuentro por temor a decepcionarme.
En la recepción, cerca de las cabinas telefónicas, merodeaban algunos hombres. ¿Cómo reconocer a mi visitante?
De pronto descubrí a un personaje de una altura sorprendente; en su boca exhibía una hilera de por lo menos 64 piezas dentales separadas por un espacio en el centro y enmarcadas por unos labios carnosos que me sonreían desde lejos. Imaginé que iba a encontrarme con un judío típico, con un personaje de Chagall o Bashevis Singer, pero era evidente que el mimetismo lo había transformado en un eslavo de cabellera rubia y ojos claros. Conocí en mis viajes a judíos hindúes con rasgos hindúes y a judíos chinos que parecían chinos, por lo cual el hombre que avanzaba hacia mí mientras abría los brazos en cruz con la intención de estrecharme podía ser un típico judío transformado en ruso por un sabio proceso osmótico.

Al fin de cuentas, en cualquier rincón perdido del mundo, los judíos argentinos siempre son identificados como argentinos natos, inclusive en Israel.
—Señor Gold —exclamó con efusividad itálica pero en un inglés correcto—, qué alegría conocerlo personalmente. El amigo Kuperman me habló tanto de usted que no pude frenar mis deseos de visitarlo hoy mismo. Venga conmigo, vamos a sentarnos en algún rincón para conversar porque, como usted sospecha, aquí las paredes escuchan y los vecinos también.
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