EL Rincón de Yanka: LEY

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martes, 9 de septiembre de 2025

LIBRO "LA LEY" por FRÉDÉRIC BASTIAT

 LA  LEY

FRÉDÉRIC BASTIAT


"Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir". F.B.
"Yo, lo confieso, soy de los que piensan que la capacidad de elección y el impulso deben venir de abajo, no de arriba, y de los ciudadanos, no del legislador. La doctrina contraria me parece que conduce al aniquilamiento de la libertad y de la dignidad humanas". F.B.
Frédéric Bastiat (1801 - 1850) nació en Bayonne, en el sur de Francia. Tal vez no ha existido un escritor más hábil para articular el pensamiento económico y para exponer los mitos que plagan el debate político que Bastiat. Durante su corta vida, escribió ensayos clásicos como "La ley" y "Lo que se ve y lo que no se ve". Poseía una notable capacidad de desarmar los sofismas del proteccionismo, el socialismo y otras ideologías propias del Estado interventor y solía hacerlo con una impresionante claridad e ingenio.
El ensayo famoso de Bastiat “La ley” muestra sus talentos como un activista a favor del libre mercado. Allí explica que la ley, lejos de ser el instrumento que permitió al Estado proteger los derechos y la propiedad de los individuos, se había convertido en el medio para lo que denominó “expoliación” o “saqueo”. De su ensayo “El Estado”, en el cual Bastiat argumenta en contra del socialismo, viene tal vez su cita más conocida: “El Estado es la gran ficción mediante la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de los demás”.

¡La ley pervertida! ¡La ley —y con ella todas las fuerzas colectivas de la nación—, la ley, digo, no sólo desviada de su fin, sino aplicada a perseguir un fin directamente contrario al que le es propio! ¡La ley convertida en instrumento de todas las codicias en lugar de ser su freno! ¡La ley que perpetra por sí misma la iniquidad que tenía por misión castigar! Si realmente es así, se trata sin duda de un hecho grave, sobre el cual se me permitirá que llame la atención de mis conciudadanos.

Hemos recibido de Dios el don que los encierra a todos, la vida: la vida física, intelectual y moral. Pero la vida no se sostiene por sí misma. Quien nos la dio nos dejó el cuidado de mantenerla, desarrollarla y perfeccionarla.
Para ello nos ha dotado de un conjunto de facultades maravillosas; nos ha sumergido en un medio de elementos diversos. Mediante la aplicación de nuestras facultades a estos elementos se realiza el fenómeno de la asimilación, de la apropiación, por el que la vida recorre el círculo que le ha sido asignado.
Existencia, facultades, asimilación —en otros términos, personalidad, libertad, propiedad—, tal es el hombre. De estas tres cosas puede decirse, al margen de toda sutileza demagógica, que son anteriores y superiores a toda legislación humana. La personalidad, la libertad y la propiedad no existen porque los hombres hayan proclamado las leyes, sino que, por el contrario, los hombres promulgan leyes porque la personalidad, la libertad y la propiedad existen.

¿Qué es, pues, la ley? Como he dicho en otra parte, la ley es la organización colectiva del derecho individual de legítima defensa.
Cada uno de nosotros recibe ciertamente de la naturaleza, de Dios, el derecho a defender su personalidad, su libertad y su propiedad, puesto que estos son los tres elementos que constituyen y conservan la vida, elementos que se complementan entre sí y que no pueden comprenderse aisladamente. Pues ¿qué son nuestras facultades sino una prolongación de nuestra personalidad, y qué es la propiedad sino una prolongación de nuestras facultades?
Si cada hombre tiene derecho a defender, incluso por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, varios hombres tienen derecho a ponerse de acuerdo, a entenderse, a organizar una fuerza común para atender eficazmente a esta defensa.

El derecho colectivo tiene, pues, en principio, su razón de ser, su legitimidad, en el derecho individual, y la fuerza común no puede tener racionalmente otro fin, otra misión, que las fuerzas aisladas a las que sustituye.
Así como la fuerza de un individuo no puede atentar legítimamente contra la persona, la libertad y la propiedad de otro individuo, así también la fuerza común no puede aplicarse legítimamente a destruir la persona, la libertad y la propiedad de los individuos o de las clases.

Esta perversión de la fuerza, tanto en un caso como en otro, estaría en contradicción con nuestras premisas. ¿Quién osará decir que la fuerza se nos ha dado, no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos? Y si esto no puede decirse de cada fuerza individual, que actúa aisladamente, ¿cómo podría afirmarse de la fuerza colectiva, que no es sino la unión organizada de las fuerzas aisladas?
Así pues, si hay algo evidente es esto: la ley es la organización del derecho natural de legítima defensa; es la sustitución de las fuerzas individuales por la fuerza colectiva, para actuar en el ámbito en que aquéllas tienen derecho a actuar, para hacer lo que las fuerzas individuales tienen derecho a hacer, para garantizar las personas, las libertades y las propiedades, para mantener a cada uno en su derecho, para hacer reinar entre todos la justicia.

Si existiera un pueblo constituido sobre esta base, creo que en él prevalecería el orden tanto en los hechos como en las ideas. Creo que este pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, menos sentido, menos responsable, el más justo, y por consiguiente el más sólido que pueda imaginarse, sea cual fuere su forma política.
Porque, bajo un tal régimen, cada uno comprendería que tiene toda la plenitud, así como toda la responsabilidad, de su propia existencia. Dado que la persona sería respetada, que el trabajo sería libre y los frutos del trabajo estarían garantizados contra todo atentado injusto, nada habría que arreglar con el Estado. En caso de ser felices, en modo alguno tendríamos que agradecerle nuestra suerte; pero en caso de que fuéramos desgraciados, tampoco tendríamos que echarle la culpa de nuestras desgracias, del mismo modo que los campesinos no le hacen responsable del granizo o de las heladas. Sólo le conoceríamos por la inestimable ventaja de la seguridad.

Puede afirmarse también que, gracias a la inhibición del Estado en lo que respecta a los asuntos privados, las necesidades y las satisfacciones se desarrollarían en el orden natural. No se vería a las familias pobres buscar la instrucción literaria antes de tener pan. No se vería que las ciudades se pueblan a costa del campo o el campo a costa de las ciudades. No se producirían esos grandes desplazamientos de capitales, del trabajo, de la población, provocados por medidas legislativas y que hacen tan inciertas y tan precarias las fuentes mismas de la existencia y que agravan, por lo tanto, en tan gran medida, la responsabilidad de los gobiernos.

Por desgracia, la ley no se ha limitado a cumplir la función que le corresponde, y cuando se ha apartado de esta función, no lo ha hecho en asuntos neutros y discutibles. Hizo algo peor: obró contra su propio fin, destruyó su propio fin; se dedicó a aniquilar la justicia que habría debido hacer reinar, a borrar entre los derechos el límite que debería haber hecho respetar; puso la fuerza colectiva al servicio de quienes quieren explotar, sin riesgo y sin escrúpulos, la persona, la libertad y la propiedad ajenas; convirtió el despojo en derecho para protegerlo y la legítima defensa en crimen para castigarlo.

¿Cómo se ha perpetrado esta perversión de la ley? ¿Cuáles han sido sus consecuencias?
La ley se ha pervertido bajo la influencia de dos causas muy distintas: el egoísmo obtuso y la falsa filantropía.

Hablemos de la primera.

Conservarse, desarrollarse, es la aspiración común a todos los hombres, de tal forma que si cada uno gozara de la libre disposición de sus productos, el proceso social sería incesante, ininterrumpido e infalible.
Pero hay otra disposición que también les es común: vivir y desarrollarse, cuando pueden, a costa unos de otros. No es una imputación aventurada, lanzada por un espíritu malhumorado y pesimista. La historia nos ofrece abundantes pruebas en las guerras incesantes, las migraciones de los pueblos, las opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes industriales y los monopolios de los que los anales están llenos.
Esta funesta disposición brota de la constitución misma del hombre, de ese sentimiento primitivo, universal, invencible, que le impele hacia el bienestar y hace que evite el dolor.

El hombre no puede vivir y disfrutar sino por una asimilación, una apropiación continua; es decir, por una continua aplicación de sus facultades sobre las cosas, o por el trabajo. De ahí la propiedad.
Pero, de hecho, puede vivir y disfrutar asimilando, apropiándose del producto de las facultades de sus semejantes. De ahí la expoliación.
Ahora bien, como el trabajo es por sí mismo una carga y el hombre tiende naturalmente a evitar el dolor, se sigue —como lo demuestra la historia— que allí donde la expoliación es menos onerosa que el trabajo, prevalece la expoliación; y prevalece sin que ni la religión ni la moral puedan hacer nada, en este caso, para impedirlo.

¿Cuándo se detiene la expoliación? Cuando resulta más peligrosa que el trabajo.
Es evidente que la ley debería tener como objetivo oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta funesta tendencia; que debería tomar partido a favor de la propiedad contra la expoliación.
Pero lo normal es que la ley sea obra de un hombre o de una clase de hombres. Y como la ley no existe sin sanción, sin el apoyo de una fuerza preponderante, es lógico que, en definitiva, ponga esta fuerza en manos de los legisladores.
Este fenómeno inevitable, combinado con la funesta tendencia que hemos descubierto en el corazón del hombre, explica la perversión casi universal de la ley. Se comprende que, en lugar de ser un freno a la injusticia, se convierta a menudo en el instrumento más invencible de injusticia. Se comprende que, según el poder del legislador, destruya —en beneficio propio, y en grados diversos, en el de los demás hombres— la personalidad por la esclavitud, la libertad por la opresión, la propiedad por la expoliación.

Está en la naturaleza de los hombres reaccionar contra la iniquidad de que son víctimas. Así pues, cuando la expoliación está organizada por la ley, en beneficio de las clases que la hacen, todas las clases expoliadas tienden, por vías pacíficas o por vías revolucionarias, a participar de algún modo en la confección de las leyes. Estas clases, según el grado de ilustración a que han llegado, pueden proponerse dos fines muy distintos cuando persiguen por esta vía la conquista de sus derechos políticos: o bien quieren hacer que cese la expoliación legal, o bien aspiran a tomar parte de la misma.

¡Desdichadas, tres veces desdichadas las naciones en las que esta última actitud domina entre las masas, cuando se apoderan a su vez del poder legislativo!

Hasta ahora la expoliación la ejercía un pequeño número de individuos sobre la gran mayoría de ellos, como podemos observar en los pueblos en que el derecho a legislar se halla concentrado en unas pocas manos. Pero ahora se ha hecho universal y se busca el equilibrio en la expoliación universal. En lugar de extirpar lo que la sociedad contiene de injusticia, ésta se generaliza. Tan pronto como las clases desheredadas recuperan sus derechos políticos, lo primero que se les ocurre no es liberarse de la expoliación (lo cual supondría una inteligencia que no poseen), sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio, como si fuera preciso, antes de que llegue el reino de la justicia, que una cruel retribución viniera a golpear a todas las clases, a unas a causa de su iniquidad, a otras a causa de su ignorancia.
No podría someterse a la sociedad a un cambio mayor y a una mayor desgracia que convertir la ley en instrumento de expoliación.

¿Cuáles son las consecuencias de semejante perturbación? Se necesitarían varios volúmenes para exponerlas todas. Contentémonos con destacar las más notables.
La primera es que borra de las conciencias la noción de lo justo y lo injusto.
Ninguna sociedad puede existir si en ella no reinan las leyes en alguna medida; pero lo más seguro para que las leyes sean respetadas es que sean respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir.

Pertenece de tal modo a la naturaleza de la ley hacer reinar la justicia, que ley y justicia son la misma cosa en la conciencia popular. Todos tenemos una fuerte disposición a considerar todo lo que es legal como legítimo, hasta el punto de que son muchos los que, falsamente, hacen derivar toda justicia de la ley. Basta que la ley ordene y consagre la expoliación para que ésta parezca justa y sagrada a muchas conciencias. La esclavitud, el proteccionismo y el monopolio tienen sus defensores no sólo entre quienes se benefician de ellos, sino también entre quienes los padecen. Intentad avanzar ciertas dudas sobre la moralidad de estas instituciones, y se os dirá que sois un innovador peligroso, un utópico, un teórico, un denigrador de las leyes que quebranta el basamento en que se sustenta la sociedad. Si usted sigue un curso de moral o de economía política, se encontrará con multitud de cuerpos oficiales para transmitir al gobierno este ruego: Que, a partir de ahora, la ciencia se enseñe, no ya sólo desde el punto de vista del libre cambio (de la libertad, la propiedad y la justicia), como ha sucedido hasta ahora, sino también y sobre todo desde el punto de vista de los hechos y de la legislación (contraria a la libertad, la propiedad y la justicia) que rige la industria francesa. Que en las cátedras públicas, financiadas por el Tesoro, el profesor se abstenga rigurosamente de atentar lo más mínimo contra el respeto debido a las leyes vigentes, etc.

De modo que si existe una ley que sanciona la esclavitud o el monopolio, la opresión o la expoliación bajo cualquier forma, no se podrá siquiera hablar de ello, porque ¿cómo hablar sin quebrantar el respeto que la ley inspira? Más aún, habrá que enseñar la moral y la economía política desde el punto de vista de esta ley, es decir, desde el supuesto de que esa ley es justa por el simple hecho de que es ley.
Otro efecto de esta deplorable perversión es que da a las pasiones y a las luchas políticas, y en general a la política propiamente dicha, una preponderancia exagerada. Podría probar esta proposición de mil maneras. Me limitaré, a modo de ejemplo, a relacionarla con el tema que recientemente ha ocupado a todos los espíritus: el sufragio universal.

Al margen de lo que de él piensen los seguidores de la escuela de Rousseau, que se considera muy avanzada (aunque yo entiendo que lleva veinte años de retraso), el sufragio universal (tomado el término en su acepción rigurosa) no es en absoluto uno de esos dogmas sagrados respecto a los cuales el examen y la duda misma constituyen un crimen.

Contra él pueden formularse graves objeciones.

Ante todo, la palabra «universal» oculta un burdo sofisma. Hay en Francia treinta y seis millones de habitantes. Para que el sufragio fuera realmente universal, habría que reconocer ese derecho a treinta y seis millones de electores. Ahora bien, en el sistema más generoso, sólo se les reconoce a nueve millones. Así pues, tres de cada cuatro personas quedan excluidas, y lo más grave es que es la otra cuarta parte la que les niega ese derecho. 
¿En qué principio se basa esta exclusión? En el principio de la incapacidad. Sufragio universal quiere decir: sufragio universal de los capaces. Pero cabe preguntarse: 
¿Quiénes son los capaces? La edad, el sexo, las condenas judiciales, ¿son los únicos signos que nos permiten reconocer la incapacidad?
Si se mira con atención, se observa enseguida el motivo por el que el derecho de voto descansa en la presunción de capacidad, y que a este respecto el sistema más generoso sólo difiere del más restringido por la apreciación de los signos que denotan esta capacidad, lo cual no constituye una diferencia de principio sino de grado.

Este motivo es que el elector no decide para sí mismo sino para todos. Si, como pretenden los republicanos de tendencia griega o romana, el derecho de voto se otorga con la vida, sería inicuo que los adultos impidieran votar a las mujeres y a los niños. ¿Por qué impedírselo? Porque se presume que son incapaces. ¿Y por qué la incapacidad es un motivo de exclusión? Porque el elector no vota sólo para él, porque cada voto compromete y afecta a toda la comunidad; porque la comunidad tiene derecho a exigir ciertas garantías en cuanto a los actos de los que depende su bienestar y su existencia.
Intuyo la respuesta. Sé qué es lo que se puede replicar. No es éste el lugar para tratar a fondo esta controversia. Lo que quiero poner de relieve es que esta controversia (al igual que la mayoría de las cuestiones políticas), que agita, apasiona y conturba a los pueblos, perdería todo su mordiente y su importancia si la ley fuera lo que siempre debería haber sido.

En efecto, si la ley se limitara a hacer que sean respetadas todas las personas, todas las libertades y todas las propiedades; si sólo fuera la organización del derecho individual de legítima defensa, el obstáculo, el freno, el castigo de todas las opresiones, de todas las expoliaciones, ¿sería concebible una discusión apasionada entre los ciudadanos a propósito del sufragio más o menos universal? ¿Cabe pensar que se cuestionaría el mayor de los bienes, la paz pública? ¿Que las clases excluidas estarían impacientes por que les llegara su turno, y que las clases admitidas defenderían con uñas y dientes su privilegio? ¿No es evidente que, al ser idéntico y común el interés, los unos obrarían, sin mayor inconveniente, por los otros?

Pero si se introduce este funesto principio; si, so pretexto de organización, de reglamentación, de protección, de estímulo, la ley puede quitar a unos para dar a otros, tomar de toda la riqueza creada por todas las clases para aumentar sólo la de una de ellas, ya sea la de los agricultores, la de los industriales, la de los comerciantes, la de los armadores, la de los artistas, la de los comediantes, entonces ciertamente no hay clase que no pretenda, con razón, meter también la mano en la ley, que no reivindique con ardor su derecho a elegir y a ser elegido, que no ponga la sociedad patas arriba con tal de conseguirlo. Los propios mendigos y vagabundos os demostrarán que también ellos poseen títulos incontestables. Os dirán: «Nosotros jamás compramos vino, tabaco o sal sin pagar impuestos, y una parte de estos impuestos se concede legislativamente en primas, subvenciones y ayudas a gente menos menesterosa que nosotros. Otros son los que hacen que la ley sirva para elevar artificialmente el precio del pan, de la carne, del hierro, de la tela. Puesto que todos explotan la ley en beneficio propio, también nosotros queremos explotarla. Queremos que se reconozca el derecho a la asistencia, que es la parte de expoliación del pobre. Para ello es preciso que seamos electores y legisladores, a fin de poder organizar en grande la limosna para nuestra clase, como vosotros habéis organizado por todo lo alto la protección para la vuestra. No digáis que vosotros lo haréis por nosotros, que nos destinaréis, según la propuesta del señor Mimerel, 600.000 francos para taparnos la boca y como un hueso que roer. Nosotros tenemos otras pretensiones y, en todo caso, queremos estipular para nosotros mismos como las demás clases han estipulado para ellas».

¿Qué se puede responder a este argumento? Mientras se admita en principio que la ley puede ser apartada de su verdadera función, que puede violar la propiedad en lugar de protegerla, cada clase querrá hacer la ley, ya sea para defenderse de la expoliación, ya sea también para beneficiarse de ella. La cuestión política será siempre previa, dominante, absorbente; en una palabra, se luchará a las puertas del Palacio legislativo. La lucha no será menos encarnizada en el interior. Para convencerse de ello, apenas es necesario contemplar lo que sucede en las Cámaras francesa o inglesa; basta saber cómo se plantea la cuestión.


La Ley Frederic Bastian by Alison Salazar


miércoles, 9 de abril de 2025

YO DENUNCIO AL RÉGIMEN DEL 78 🙋 Y ACUSO AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DE ABOLIR LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA DEL VARÓN


YO DENUNCIO EL RÉGIMEN DEL 78

Publicaba hace unos pocos días Juan Soto Ivars un resonante y valeroso artículo* de reminiscencias zolescas en ‘El Confidencial’, donde denunciaba una ignominiosa trapisonda jurídica perpetrada por el llamado Tribunal Constitucional. El caso, en verdad escandaloso, encoge el ánimo; aquí no desgranaremos sus vicisitudes, pero en resumidas cuentas ampara el secuestro de los hijos por parte de una madre que había interpuesto denuncia por «violencia de género» contra el padre; denuncia que, antes de que el llamado Tribunal Constitucional fallase concediendo amparo a la mujer, se había probado falsa (si bien el tribunal que tendría que haber procedido contra la denunciante se había limitado a sobreseerla). El llamado Tribunal Constitucional, sin embargo, finge desconocer este hecho crucial, otorgando valor probatorio a una denuncia rocambolesca que, de este modo, se erige en verdad irrefutable. «Es el mismo mecanismo –escribe Soto Ivars– que vemos a diario en la prensa, el ‘yo sí te creo’, sólo que disfrazado con togas y larguísimos retruécanos jurídicos»; o la imposición de la ideología feminista sobre la realidad.
Hacia el final de su gallardo artículo, Soto Ivars lanza una batería de acusaciones: 
«Yo acuso, primero, a los legisladores que introdujeron la disparidad penal y la alimentaron con nuevos leños; y acuso a la prensa que no ha investigado sus consecuencias; y acuso también a los jueces que no deducen testimonio ni siquiera cuando tienen la certeza de que una denuncia es espuria y malintencionada; y acuso al Tribunal Constitucional [...], no ya por abolir la presunción de inocencia del varón, sino la inocencia probada, con este amparo». Son muchas acusaciones que podrían resumirse en una: bajo el Régimen del 78, el Derecho ha dejado de ser determinación de la justicia, para convertirse en un barrizal positivista nacido del puro arbitrio del poder, que utiliza las leyes y las sentencias judiciales para imponer su voluntad. 

En el caso que nos ocupa, el arbitrio del poder consiste en imponer la ideología feminista como verdad incoercible; y para imponerla se recurre a todo tipo de iniquidades y aberraciones jurídicas. Primeramente, se aprueban en el Parlamento por unanimidad (importa resaltar este hecho) leyes aberrantes que permiten elevar las penas en los casos en que el varón sea el agresor y la mujer la víctima, en flagrante conculcación del principio de igualdad ante la ley; leyes aberrantes que, además, invierten la carga de la prueba, conculcando también la presunción de inocencia. A continuación, los miembros y miembras del llamado Tribunal Constitucional reciben –en palabras de Alfonso Guerra, que nos reveló esta enormidad hace algunos años, después de que esos miembros y miembras le fuesen a llorar lágrimas de cocodrilo– «fuertes presiones» para establecer la constitucionalidad de la ley aberrante (o sea, que prevaricaron a sabiendas). 

Una vez conseguido que una ley aberrante se vuelva inatacable, se siembra el terror entre jueces y fiscales, para que ninguno ose rechistarla y apliquen sañudamente una presunción de culpabilidad al varón, a la vez que hacen la vista gorda ante el alud de denuncias falsas que esta ley aberrante propicia y fomenta. Y, por si aún se colara algún atisbo de justicia entre tal maraña de enjuagues inicuos, el llamado Tribunal Constitucional emerge de nuevo, para garantizar que las conductas delictivas de cualquier mujer queden impunes y que los hombres, por el mero hecho de serlo, sean castigados, aunque se haya probado que son inocentes.

Esta acción del llamado Tribunal Constitucional no es sino un aderezo hediondo –otro más– del pastel cocinado en los hornos del Régimen del 78, que ha convertido el Derecho es un mero acto de voluntad del poder que puede albergar en su seno los fines más injustos; entre ellos, por supuesto, dar satisfacción a las ansias sórdidamente vindicativas de la ideología feminista. Bajo el Régimen del 78, el poder político tiene una capacidad demiúrgica para crear leyes que respondan a la ideología reinante en cada momento y que determinen arbitrariamente lo que es justo. El Estado se convierte así en un creador caprichoso de justicia, una «Gorgona del poder», según la célebre expresión de Kelsen, que –¡por supuesto!– garantiza que la interpretación de las leyes se haga a gusto del poder político, mediante la creación del llamado Tribunal Constitucional y mediante la intervención del poder político en la actuación de jueces y tribunales: bien de forma material (mediante nombramientos de magistrados que sean jenízaros de la ideología reinante, a través del llamado Cgpj, otro órgano político), bien de forma «espiritual», aterrorizando y amenazando a los jueces que no pueden controlar materialmente con ordalías mediáticas, si osan desafiar la ideología reinante.

El Régimen del 78, en fin, consagra la forma más monstruosa de totalitarismo, en la que el poder político configura el Derecho arbitrariamente y sin relación alguna con una idea de justicia (nihilismo jurídico), para estrangular el horizonte vital de las personas sometidas a su dominio, a las que impone la destrucción de los vínculos y la disolución de las instituciones que las defienden, empezando naturalmente por la familia (nihilismo existencial). Debemos denunciar este Régimen oprobioso, que ampara la conversión del Derecho en puro ejercicio de la fuerza al servicio de la ideología reinante.



Yo acuso al Tribunal Constitucional *
de abolir la presunción de inocencia del varón


Yo acuso, primero, a los legisladores que introdujeron la disparidad penal y la alimentaron con nuevos leños; y acuso también a los jueces que no deducen testimonio ni siquiera cuando tienen la "certeza" de que una denuncia es espuria y malintencionada

El Tribunal Constitucional, con una ponencia de la magistrada María Luisa Balaguer, acaba de garantizar la impunidad para un crimen. Una sentencia ampara el secuestro de los hijos por parte de una madre, siempre y cuando ella haya interpuesto antes una denuncia por violencia de género contra el padre, y sin importar que sea falsa o el acusado esté absuelto. Suena crudo, pero así es lo que acaba de salir de una sala del Constitucional.
No sorprende que esto venga firmado por María Luisa Balaguer, quien en una entrevista en Público hace tres años decía: “Yo soy persona de formulaciones teóricas y dogmáticas en mi vida” e “institucionalmente el tema de ser mujer me condiciona mucho”. La prueba de este dogmatismo, de este condicionante identitario, lo tenemos blanco sobre negro en la sentencia que convierte al varón en culpable pese a estar absuelto y a la mujer en un ser incapaz de mentir.

Llevo años estudiando los excesos de la ley de violencia de género y sucesivas, pero este caso, por venir del Constitucional, podríamos decir que va un paso más allá. La cosa empieza cuando un matrimonio se va a vivir a Vitoria y tienen un hijo. Cuando el crío tiene 2 años, el hombre pide el divorcio. A los pocos días, la mujer se lleva el niño a Coruña sin consentimiento del padre. Es un secuestro, estilo Juana Rivas. Como él pide a las autoridades que devuelvan al niño a Vitoria, la ex lo amenaza con una denuncia por violencia de género.
Una particularidad de este caso es que sabemos a ciencia cierta que hay un chantaje, porque la abogada de la mujer, que es amiga suya, le dice a un amigo común que haga entrar en razón al ex. El amigo de la pareja, escamado, graba la conversación. Lo que la abogada plantea es lo siguiente: si el hombre se establece en Coruña, no habrá problemas y le darán un régimen de visitas amplio; pero si no acepta este trato, lo denunciarán por violencia de género.

Como el hombre no quiere mudarse a Coruña, le cae la denuncia por violencia de género en el Juzgado de Violencia sobre la Mujer de Coruña. No es pequeña: según el texto, en noviembre de 2020, empezó una discusión. Él le habría dicho "lárgate, que si no voy a empezar a gritar y a tirar cosas", y como ella insistiera, contó que el acusado la cogió por el cuello con las dos manos, la tiró contra el suelo, le gritó "te voy a abrir el cráneo, te voy a matar" y le propinó varias patadas en el muslo izquierdo. Luego la volvió a coger por el cuello con una sola mano y la lanzó contra una puerta. La agarró por los pelos y la llevó a rastras al salón y la lanzó contra una librería, y luego la cogió por el brazo, se lo retorció y la tiró al suelo otra vez.
Todo esto era mentira. Insostenible, según los jueces de Coruña. No hay parte de lesiones que atestigüe esta paliza ni remotamente, pero sí hay, por contra, un parte médico de él: tiene dos hernias y una lesión lumbar que le hace difícil levantarse de un sofá. Es un hombre impedido. Los jueces sabían perfectamente que la mujer había engordado su denuncia de manera artificial y que la había usado como chantaje. Todo esto no es una opinión mía: queda escrito en las sentencias judiciales.

En España, sin embargo, las denuncias falsas en violencia de género no existen. Y no existen porque la Justicia no las persigue. Y no las persigue (sospecho) porque los jueces no quieren problemas con el feminismo dogmático y militante. Pese a que el escrito judicial donde se absuelve al hombre es demoledor y claro con las intenciones de la denunciante, lo único que hizo el Juzgado de Violencia sobre la Mujer de Coruña fue denegar la orden de protección a la mujer y absolver al hombre.
Estas son las palabras del juez: “No son pocas las ocasiones en supuestos de violencia de género o doméstica en que late la sospecha de motivaciones espurias en la denuncia (...) en este caso la duda ha dado paso a la certeza”. 
¿La procesan entonces a ella porque tienen la “certeza” de que la denuncia es “espuria”? Como digo: no. Despertar en un juez la certeza de que estás utilizando las medidas de protección para las maltratadas sin serlo, para hacer daño, no comporta demasiados riesgos.

En paralelo, mientras el proceso penal seguía su curso, se ha decidido por lo contencioso que la custodia será de la madre, pero a condición de que el niño viva en Vitoria. Hay que señalar aquí algo: la dificultad de cualquier hombre para lograr una custodia compartida, incluso en las condiciones más sangrantes. Los juzgados le dan la custodia a ella a pesar de que el hombre está capacitado, tiene un buen trabajo, un horario espectacular y una familia que le puede ayudar, y pese a que saben que ella está desequilibrada, que toma medicación para controlar la ira y que le ha puesto al hombre denuncias tan infundadas como para que le nieguen a ella la orden de protección, que se da con bastante ligereza y es lógico, porque nadie quiere pillarse los dedos. Así y todo, es su negativa a ir a Vitoria lo que empieza a inclinar la balanza.
La mujer protesta: dice que ella tiene derecho a vivir donde desee. El juzgado le contesta que ella sí puede vivir donde quiera, pero que, apelando al interés superior del menor, el niño ha de estar con ambos, es decir, en Vitoria. Con lo que finalmente, después de dos años de secuestro y ante la presión judicial, el niño vuelve a Vitoria con el padre. La madre, en este momento, ya ha decidido que prefiere ir de visita. Sin embargo, apela al Constitucional, y aquí es donde viene lo gordo.

El fanatismo hecho sentencia

Ya se ha dicho que el hombre quedó liberado de toda sospecha y que la denunciante quedó impune pese a la “certeza” judicial de las malas artes empleadas. Ya se ha dicho que el niño estaba muy bien con el padre, perfectamente capacitado para cuidarlo. Se puede intuir el sufrimiento que le causó al menor la negativa de la madre a compartir la custodia. Pues bien: la sala del Constitucional, con la rúbrica de María Luisa Balaguer, acaba de fallar a favor de la mujer.
El recurso de la mujer al Constitucional es anterior a la absolución por violencia de género, pero la resolución llega después. Balaguer se refiere por tanto a un momento procesal en que el acusado todavía no está absuelto, sin embargo, sentencia que la mujer se puede llevar al niño cuando el hombre no está condenado y sin ningún indicio de violencia (ni siquiera una orden de protección a favor de la mujer). Para la magistrada, el indicio es la mera denuncia y un papel de la Fiscalía.

Lo que está diciendo su sentencia es que, habiendo una denuncia por violencia de género, un juez no puede exigir a la “víctima” que obtenga el consentimiento del agresor para llevarse a su hijo. ¿Y dónde ve la “víctima” María Luisa Balaguer? En una mujer que pone una denuncia. Punto. Por tanto, una denuncia es siempre una verdad, incluso si luego se demuestra como infundada.
Es el mismo mecanismo que vemos a diario en la prensa, el “yo sí te creo”, sólo que disfrazado con togas y larguísimos retruécanos jurídicos. En su escrito, Balaguer ha omitido la existencia de esa sentencia absolutoria posterior al amparo de la denunciante, cosa que los dos magistrados sí indicaron en su voto discrepante. Explicaron que les fue infructuoso tratar con sus compañeros la sentencia que absolvió al hombre, y que donde Balaguer ve indicios sólo hay una denuncia rocambolesca.

Según los magistrados discrepantes esto viola la presunción de inocencia. En mi opinión, la ponencia de María Luisa Balaguer marca bien claro el límite que la ideología feminista impone sobre la realidad. Una señora que denuncia a su expareja podrá decidir dónde vive el niño sin contar con el padre, digan lo que digan los tribunales luego y sea cual sea la realidad. Es un mensaje nefasto para Francesco Arcuri, el ex de Juana Rivas, quien lleva meses sin ver a su hijo menor, secuestrado por la madre, pese a que todos los tribunales han fallado a su favor.
Luego el hombre es culpable PESE a que se demuestre lo contrario. Así que yo acuso, primero, a los legisladores que introdujeron la disparidad penal y la alimentaron con nuevos leños; y acuso a la prensa que no ha investigado sus consecuencias; y acuso también a los jueces que no deducen testimonio ni siquiera cuando tienen la "certeza" de que una denuncia es espuria y malintencionada; y acuso al Constitucional, y a María Luisa Balaguer, no ya por abolir la presunción de inocencia del varón, sino la inocencia probada, con este amparo.
Como dice un amigo juez, algún día miraremos atrás y nos preguntaremos cómo pudimos tratar así a tantos inocentes en los últimos veinte años
Proteger a las mujeres víctimas no implica victimizar judicialmente a los varones por el hecho de serlo. Lo primero es loable, lo segundo es ruín. Me pregunto si con esto ha llegado la gota que colma el vaso. Como dice un amigo juez, protegido por su anonimato, algún día miraremos atrás y nos preguntaremos cómo pudimos tratar así a tantos inocentes en los últimos veinte años.


martes, 8 de abril de 2025

LIBROS "DESOBEDIENCIA CIVIL" y "LA FILOSOFÍA Y LOS DIOSES DE LA CIUDAD" por ANTONIO LASTRA 🙋


Desobediencia civil
Historia y antología de un concepto

El Estado no se enfrenta intencionadamente al sentido intelectual o moral del hombre, sino solo a su cuerpo, a sus sentidos. No está armado con ingenio superior u honradez, sino con una fuerza física superior. No he nacido para ser forzado. Respiraré a mi manera. Veamos quién es más fuerte. 
¿Qué fuerza tiene una multitud? Solo pueden obligarme quienes obedecen a una ley superior a la que yo obedezco. Me obligan a convertirme en uno de ellos. No he oído hablar de hombres que hayan sido forzados a vivir de esta o aquella manera por masas de hombres. 
¿Qué clase de vida sería esa? Cuando me encuentro con un gobierno que me dice: "El dinero o la vida", ¿por qué habría de apresurarme a darle mi dinero? 
Tal vez esté en apuros y no sepa lo que hacer: no puedo evitarlo. Ha de ayudarse a sí mismo; hacer lo que yo hago. No merece la pena gimotear al respecto. No soy responsable del buen funcionamiento de la maquinaria de la sociedad. 
No soy el hijo del ingeniero. He observado que, cuando una bellota y una castaña caen una al lado de otra, una no se queda inerte para dejar paso a la otra, sino que ambas obedecen sus propias leyes, y brotan y crecen y florecen como mejor pueden hacerlo, hasta que tal vez una eclipse y destruya a la otra. Si una planta no puede vivir según su naturaleza, muere, y el hombre también. Henry David Thoreau
La libertad de expresión constituye uno de los derechos fundamentales reconocidos en las declaraciones revolucionarias redactadas a fines del siglo XVIII. Este tipo de libertad está asociada a regímenes en que el gobierno político interfiere solo en aquello que es necesario para hacer posible la vida en común. La ética cívica, que trata de proporcionar un fundamento filosófico a los valores morales y políticos que deben ser reconocidos por documentos de carácter legal pertenecientes a las bases administrativas que regulan la relación entre el Estado y sus ciudadanos, se preocupa por la convivencia social, y no por la mera coexistencia. 

En los regímenes democráticos, el liberalismo constituye hoy un elemento político y económico tan importante que, en caso de que no estuviera presente, generaría abundantes incertidumbres respecto a la estabilidad de dichos regímenes. Éstos son el humus más propicio para el reconocimiento los derechos relacionados con la libertad. Por descontado, la libertad de expresión es solo una entre las diversas formas que adopta la libertad en las democracias. Sin embargo, esta libertad tiene bajo su haber la posibilidad de introducir cambios radicales en el funcionamiento del gobierno de un Estado. Leemos en Thoreau: “El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto” 1.

La existencia de libertad de expresión constituye uno de los indicadores fiables de que el gobierno toma en cuenta la necesidad de que sus ciudadanos no estén sobrecargados de deberes para con la nación. Lo cierto es que la declaración de Thoreau, que está en vinculación con lo que el pensador norteamericano señala en Walden sobre la autoridad de los gobiernos 2, lleva aparejada la idea de que el papel del Estado en la regulación de la civitas es el de hacer que ésta alcance, por así decirlo, el mayor grado de autonomía posible respecto al propio Estado. 
“No es conveniente cultivar más respeto a la ley que a lo justo. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que creo justo” 3. 

Para realizar acciones justas es conveniente sin duda tener cierto grado de libertad; hacer lo justo, que es el cometido principal de la jurisdicción amparada por el Estado, no es, sin embargo, solo cosa de quienes imparten dictámenes oficiales, sino que es ante todo el principio ético que los ciudadanos han de adoptar si aspiran a generar una convivencia real. Las leyes no están para garantizar que la justicia se aplique siempre. Las leyes están para actuar mientras no es necesario que cada individuo particular lo haga. Servir al Estado no es solo cosa de cumplir en cada caso con lo que la ley establezca, sino también –y ante todo– hacer lo que es justo, y esto no puede efectuarse con la observancia perpetua de las leyes. Hacer lo justo en ocasiones implica desobedecer las leyes. Ante aquellas leyes que niegan la libertad de expresión es justa la disidencia, en forma de rebelión pacífica o desobediencia civil. Rawls, autor con cuyo texto se culmina la historia de este concepto en la obra que vamos a presentar, puso el acento sobre la vinculación entre una sociedad libre (como base moral de un régimen democrático) y la desobediencia civil 4.

Desobediencia civil. Historia y antología de un concepto (2012) constituye una actualización de algunos de los ensayos más importantes que desde el ámbito filosófico y literario se ha realizado del concepto político que da título al libro. Para comprender este concepto es necesario, qué duda cabe, hablar de la justicia y de la injusticia. Este aspecto queda subrayado por los autores seleccionados en el libro: G. Anastaplo, G. E. Lessing, R. W. Emerson, H. D. Thoreau, L. Tolstói, J. Rawls, M. Ghandi y M. Luther Khing. A fin de restablecer su valor de lectura, como nos dice el editor, se ha considerado oportuno ofrecer una nueva traducción de los escritos de estos autores, ya que algunos se encontraban ya disponibles en nuestra lengua.

Existen dos partes bien diferenciadas que componen esta edición que ha coordinado Antonio Lastra, filósofo y traductor al español de obras clásicas y representativas del trascendentalismo americano como La conducta de la vida o Walden. La parte histórica de la obra, en la que el profesor Lastra realiza un recorrido sintético y clarificador del concepto de desobediencia civil, es además una introducción a los textos de los autores citados con los que se completa la exposición de esta primera parte. En ella encontramos un tratamiento histórico-conceptual en el sentido de Koselleck, sobre todo a partir de la discusión en torno a la exactitud o inexactitud a la hora de identificar “Desobediencia civil” con “Derecho de resistencia” 5.

En realidad, la antología de textos no está sino enfocada a ilustrar, como se afirma en esta parte introductoria, “su contribución a la historia conceptual de la «Desobediencia civil»” 6.
Uno de los textos incluidos, “Ernst y Falk. Diálogos para francmasones”, del célebre escritor alemán G. E. Lessing, figura central de la ilustración, es precisamente una representativa aportación a esta historia conceptual, cuya afirmación “De lo que alcanzo a tener un concepto soy capaz de expresarlo con palabras...[aunque] no siempre y, a menudo, al menos, no de tal forma que los demás deriven de mis palabras exactamente el mismo concepto que yo tengo” sirvió, como indica el editor, a modo de lema principal en la presentación que incluyó Koselleck en su conocida compilación Conceptos históricos fundamentales.

Lastra señala que, si bien en algunos tratados recogidos en esta edición no se hace uso explícito del concepto de desobediencia civil, ello no implica que las connotaciones asociadas a dicho concepto no estén presentes en el contenido de los mismos. La acuñación original de este concepto suele atribuirse a Thoreau. Su ensayo “Desobediencia civil” fue publicado como una versión posterior de otro escrito titulado “Resistencia al gobierno civil” (1849), pronunciado oralmente en varias ocasiones. Los motivos que llevaron a Thoreau a redactar el texto surgieron a partir de una de las experiencias que el pensador norteamericano vivió cuando todavía residía en la cabaña que construyó a orillas de la laguna de Walden.
En efecto, el propio Thoreau explica en Walden (obra que vería la luz años después de su estancia en los bosques) cómo tuvo que pasar una noche en un calabozo debido a que se había negado a pagar los impuestos estatales 7. En “Desobediencia civil” ofrece los detalles de esta breve estancia 8. Su negativa a contribuir a la retribución económica de Massachusetts estaba motivada por el hecho de que estuviera destinada tanto al financiamiento de la guerra contra México, cuanto al sufragio del asesinato de los esclavos que trataban de escapar a los horrores que conllevaba su denigrante posición y de huir de aquellos a quienes servían.

El texto de Thoreau sobre la desobediencia civil fue leído por Tólstoi, así como el resto de su obra. La actitud pacifista del literato ruso recibió la influencia del pensador norteamericano. El pasaje de Guerra y paz recogido en esta edición, correspondiente a dos capítulos del Epílogo, constituye una breve pero importante aportación a la historia conceptual de la desobediencia civil, a través de la reflexión y uso de otros conceptos aparejados a ella, como los de “rebelión” y “revolución”. De este último se sirve Tólstoi al afirmar: “Dices [...] que habrá una revolución. Yo no lo veo así. Pero tú dices que un juramento es algo incondicional, y a este respecto yo te digo: eres mi mejor amigo, y lo sabes, pero si formas una sociedad secreta, si comienzas a actuar en contra del gobierno, cualquiera que sea, sé que tengo el deber de oponerme” 9.

“Leyes espirituales” es uno de los textos de Emerson que tiene, por así decir, una prolongación en Walden, en concreto en el capítulo titulado “Leyes superiores”. Lastra indica en el estudio preliminar que el escrito de Emerson constituye la influencia más importante que recibió el que Thoreau dedica a la desobediencia civil. Este último habría ofrecido una respuesta explícita a algunas de las ideas de Emerson sobre la necesidad de obedecer. Emerson nos dice en el texto compilado: “El curso entero de las cosas tiende a enseñarnos la fe. Solo necesitamos obedecer. Hay una pauta para cada uno de nosotros y, escuchando con atención, oiremos las palabras correcta. [...] Digo: No escojáis, pero es una forma de hablar con la que distinguir lo que los hombres suelen llamar
«elección» y que es un acto parcial” 10.

El ensayo de Thoreau constituye el centro (literalmente) del conjunto de los textos de esta edición. Al comentar el de Thoreau, Lastra alude a uno de los vínculos existentes entre “Desobediencia civil” y Walden, y señala que esta última obra posee una “coherencia narrativa” importante: el capítulo dedicado a “La ciudad” es el octavo si contamos desde el comienzo, y el capítulo titulado “Leyes superiores” lo es si contamos desde el final. Entre ambos se encuentra el capítulo dedicado a “Las lagunas”, escrito después de haber vivido 2 años y 2 meses en su cabaña de Walden. La desobediencia civil en Thoreau no es solo un acto del ciudadano en tanto que tal, sino una reivindicación misma de la filosofía frente al
eterno intento de la ciudad (o, mejor, de “los dioses de la ciudad” 11) de doblegarla y someterla a sus reglas. La obra que tenemos entre manos pretende continuar esta “coherencia narrativa” propia de Thoreau, impregnando el carácter de su pensamiento en la articulación de las ideas que aparecen a lo largo de los diferentes textos que componen esta edición.

El concepto de desobediencia civil desarrollado por Rawls en su obra Teoría de la justicia continúa lo iniciado por Thoreau. Rawls, manteniéndose en el marco de la constitución y del liberalismo político, estudia los fundamentos filosóficos de este concepto. En 1969, con anterioridad a la publicación de Teoría de la justicia, el texto del filósofo norteamericano ya había aparecido en una compilación realizada por H. A. Bedau sobre la “Desobediencia civil”.

Tanto el profesor Manuel Garrido, autor del prólogo a la obra, como el propio Lastra en su estudio introductorio, citan un pasaje memorable del ensayo de Rawls sobre la desobediencia civil: “el problema de la desobediencia civil solo se plantea dentro de un estado democrático más o menos justo para aquellos ciudadanos que reconocen y aceptan la legitimidad de la constitución”. La justificación de este tipo de desobediencia implica, para Rawls, que exista un fundamento moral en el que se sustente. Rawls establece, como vemos en la afirmación anotada, que la desobediencia civil tiene únicamente sentido dentro el marco democrático y que su carácter dramático, para aquellos que la escogen, proviene precisamente de la libertad que tienen para poder hacerlo.

Rawls enmarca el estudio de los problemas relacionados con la obligación a acuerdos injustos en “la parte de la obediencia parcial de la teoría no ideal”, en la que se incluye el problema de la desobediencia civil, junto a otros como la guerra justa o la objeción de conciencia. La dificultad propia del tratamiento de esos problemas reside en que no puede seguirse el mismo método utilizado para la legitimación de la obediencia a leyes justas. Es menester tomar en cuenta que para el filósofo norteamericano el hecho de que una ley sea injusta no es razón suficiente para no cumplir con ella. La observancia de leyes injustas es un deber en el caso de sociedades cuya estructura básica “es razonablemente justa”.

Rawls viene a decir que lo que sucede en el caso concreto de la desobediencia civil, desde el marco en el que puede tener lugar (un régimen democrático), es principalmente el enfrentamiento entre dos deberes. La sección 54 de Teoría de la justicia trata acerca de la “regla de mayorías”, la cual entronca directamente con el problema de la legitimación del no cumplimiento con una ley que, a pesar de ser injusta, ha sido aprobada por la mayoría de los representantes que participan del poder legislativo.

El ensayo de G. Anastaplo, “Ser humano y ciudadano. Estudio preliminar a la Apología de Sócrates de Platón”, publicado originalmente en una obra conjunta en honor a Leo Strauss, es, como el subtítulo indica, un pequeño tratado sobre la obra de Platón en la que se narra el juicio debido al cual Sócrates fue condenado a muerte. La actividad de la enseñanza, que “convierte objetos privados en ofensas públicas”, es la que se muestra “en el cargo de que Sócrates corrompe a la juventud” 12. La paradigmática actitud de Sócrates constituye uno de los ejemplos de la desobediencia civil que encontramos en la Grecia clásica. La aproximación de Anastaplo a la Apología de Sócrates es minuciosa y en ella se pone énfasis en el modo en que Sócrates es y defiende la figura del filósofo ante la ciudad ateniense.

En esta edición se ha incluido también, en último lugar, otro texto de Anastaplo, “Ciudadano y ser humano. Thoreau, Sócrates y la desobediencia civil”, que viene a redondear el contenido que encontramos en los textos precedentes. El texto de Ghandi con el título de “ Satyagraha vs. Resistencia pasiva” (que forma parte de la obra publicada en 1928 con el título Satyagraha in South Africa), así como la “Carta desde la prisión de Birmingham” de Luther King, que encontramos en el Apéndice incluido al término de esta edición, nos muestran dos casos paradigmáticos del modo en que se ha llevado a cabo en la práctica la desobediencia civil. Los dos autores dan testimonio de cómo en la historia ha tenido lugar el ejercicio de los principios aparejados a la resistencia pacífica contra un régimen político injusto. Como indica Thoreau, a quien directa o indirectamente leyeron Ghandi y Luther King, ante la justicia procedente de los actos del gobierno, la indiferencia contribuye inevitablemente a hacer que la sociedad en su totalidad sea injusta.

Nos encontramos, en suma, ante una recopilación de importantes ensayos que constituyen puntos clave de una extensa línea originada en el momento mismo en que la voz de aquellos que creían en la justicia o en la propia filosofía (exenta de las “leyes de la ciudad”) comenzó a alzarse. Uno de los autores a los que quizá podría haberse otorgado la palabra en la obra, por la influencia que ha ejercido en la actual configuración de la Europa democrática, es Václav Havel, representante del movimiento disidente con el que se inició una transición de las dictaduras comunistas hacia Estados en que la libertad de expresión ha sido y es la señal que nos indica el negro pasado en que no hace tantos años se vio envuelto nuestro continente. No obstante, en tanto que existe una larga lista de autores en cuyo pensamiento encontramos un tratamiento directo de la desobediencia civil u otros tipos de disidencia –pues desde la Antígona de Sófocles a la filosofía política contemporánea la desobediencia civil ha sido una cuestión pertinente, quizá inevitablemente aparejada a los regímenes respetuosos con la vida–, la selección de autores y escritos realizada en esta edición es sumamente representativa y consigue alcanzar con creces el objetivo que se proponía. Tanto la antología como el marco que proporciona a la hora de comprender a los autores y textos constituyen una significativa aportación al ámbito filosófico-político que se ha venido ocupando, sobre todo gracias a la impronta de Thoreau, de la desobediencia civil.
Víctor Páramo Valero
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1 H. D. Thoreau, “Desobediencia civil”, en Desobediencia civil. Historia y antología
de un concepto (ed. A. Lastra), Tecnos, Madrid, 2012, p. 151.
2 H. D. Thoreau, Walden, Cátedra, Madrid, 2006, p. 212.
3 Desobediencia civil. Historia y antología de un concepto, ed. cit., p. 153.
4 J. Rawls, Teoría de la Justicia, FCE, México, 1995, pp. 331-332.
5 Desobediencia civil. Historia y antología de un concepto , ed. cit., pp. 24-29.
6 Ibid. p. 35.
7 Thoreau, Walden, ed. cit., p. 212.
8 Desobediencia civil. Historia y antología de un concepto, ed. cit., pp. 167-170.
9 Ibíd., p. 182.
10 Ibíd., p. 135.
11 “Entre Lessing y Tolstói, entre Emerson y Rawls, Thoreau y la «desobediencia civil» ocupan un lugar central en la tradición del pensamiento sobre la vida en común y recuerda la genuina dignidad de la filosofía ante los dioses de la ciudad”,
Ibíd., p. 36.
12 Ibíd., p. 47.4

La   filosofía 
y los dioses de la ciudad

Este libro trata de la relación entre la filosofía y los dioses de la ciudad y examina la cuestión socrática de la obediencia del filósofo. Si la filosofía no ha desaparecido del todo de nuestra cultura, tal vez la razón haya que encontrarla en la exigencia de una obediencia superior o en el equilibrio que la filosofía ha procurado entre las aspiraciones teológicas y las políticas. 
La escritura constitucional emersoniana y la escritura reticente straussiana se muestran solidarias en este punto e iluminan la lectura de los autores tratados en estas páginas, de al-Fârâbî a Nietzsche, así como las reflexiones sobre la democracia en Europa.
Los artículos que componen este libro forman parte de la recuperación o, sería más correcto decir, continuación del proyecto del profesor Lastra en favor de una ética de la literatura. La idea según la cual en los libros está ya el conocimiento que el hombre puede llegar a alcanzar nos toca de dos maneras muy especiales. Por un lado, porque ofrece la posibilidad de resolver los problemas que atañen a nuestra vida social o personal presente; por otro, porque genera la conciencia de que ese legado, que ya no pertenece a nadie, requiere del respeto minucioso y del cuidado atento de cada generación. El estudioso, el investigador, el scholar —en el sentido emersoniano—, es el hombre que tiene encomendada la misión de esta segunda tarea. 

¿En qué consiste esa ética de la literatura en cuanto arte de escribir? “La ineficacia de Arnold”, uno de los artículos de este libro, lo explica con precisión: “[en] una garantía fiable de la impersonalidad literaria o de la bondad trascendental de las verdaderas producciones clásicas” (p. 58). No podemos saber si los libros contienen toda la verdad; sabemos, en cambio, a ciencia cierta, que no nos es posible encontrar verdad prescindiendo de nuestros textos clásicos. El proceso de desmoronamiento general que se ha acelerado en los últimos años, directamente relacionado con esa escuela de la que ya casi todos reniegan, la posmodernidad, tendría que ser visto, así, como un periodo oscuro del que salir cuanto antes en aras de una tarea continuadora de métodos más duraderos. 

Esa tarea sería la misma que trata de evitar el peligro de lo que el profesor Lastra llama lectura superficial o nominal. Esa que fomenta la paradoja de nuestros días, es decir, que se termine despreciando a los lectores futuros por buscar a los muchos lectores inmediatos. El aumento del acervo literario que se lega a la tradición no sería, por si solo, garantía suficiente para conservar y generar clásicos. Por eso es necesaria la otra vertiente de la ética de la literatura, la que consiste en continuar las enseñanzas de lo que se ha llamado el arte de leer. En este sentido, otro de los artículos de este libro, “Prometeo vencido”, nos invita a preguntarnos por los distintos planos de los textos con motivo de la influencia de Emerson en Nietzsche. Una manera de leer que obliga a abandonar “la complacencia con la que tratan de conocer [filólogos e historiadores de la filosofía] lo que pensaron estos dos grandes pensadores y a preguntarse si el acceso a la lectura de Emerson no será tan difícil como el acceso a la escritura de Nietzsche.” (p. 104). La misma idea se puede rastrear en páginas previas del libro: “una mala lectura no se corresponde siempre, por otra parte, con una escritura defectuosa” . (p. 17). Por eso la literatura está condenada a cumplir una función trascendental. (p. 75). 

La filosofía y los dioses de la ciudad tiene que ver con ambas: la lectura y la escritura; pero también con otras dos cuestiones que atañen a todos, incluso a los que no leen ni escriben: sus artículos son un viaje por la historia de Occidente y por la vida del hombre. Eso sí, la forma que adoptan es la del lector que a su vez termina escribiendo. Como ya se ha adelantado, explican cómo Nietzsche leyó a Emerson, pero también cómo escribió; cómo ocurrió lo mismo con Milton y Virgilio, con Arnold y Spinoza, con Dahrendorff y Erasmo. 

Los textos de Antonio Lastra obligan a un esfuerzo que tiene recompensa. Y llegan a una conclusión: los libros y la vida no siempre son compatibles. O, tal vez sería mejor decir, no siempre son útiles para la generación de lectores contemporánea a los hombres que los escribieron. Los antiguos eran conscientes de ello… y sabían callar con mayor precisión. Esto se entenderá muy bien leyendo las páginas en las que se muestra el solapamiento entre Virgilio y Eneas, el héroe de su poema, (p. 28); pero también en el artículo que abre el libro, (pp. 15-27), acerca de la querella entre los antiguos y los modernos, que tuvo lugar en la Francia de la Ilustración. 

Los silencios y la moderación en las expectativas son, precisamente, lo que permite que los libros sigan siendo útiles más allá de aquellas generaciones que los dieron a la imprenta. Otros lenguajes, por ejemplo, una vieja forma de hacer cine, han continuado esa tarea. Peter Bogdanovich preguntó una vez a John Ford: “¿Muestra Fort Apache que la tradición del ejército es más importante que un individuo?” El maestro miró a la cámara y, simplemente, contestó: “Corten” . John Ford seguía haciendo ese viejo cine incluso cuando contestaba a las preguntas para un documental. 

Se puede decir que en estos artículos se hace algo parecido, porque la escritura se convierte en la escena en la que se produce la instrucción; la función de esa instrucción no es otra, por tanto, “que al hombre le sea lícito desear para sí un hijo y lograr una educación para la filosofía.” (p. 103). Entender así las cosas permite establecer una prelación: primero es la vida, luego los libros. Que sea ésta la conclusión de Antonio Lastra tiene que ver con preferir a Emerson sobre Nietzsche; pero también con preferir el mero asomo de un escepticismo antes que hacer de ese escepticismo una categoría conceptual, que sólo terminará produciendo una transformación —incluso orgánica— que no puede conducir mas que a la disolución de la vida personal y política. (p. 103). O, lo que es lo mismo, pero dicho por medio de la literatura: Prometeo no debe ser vencido. El scholar, el investigador, el hombre que transmite viva la tradición en la literatura, hace esa tarea necesaria, y a la que está obligada cada generación, para que se mantenga viva la lumbre de los hombres. 

Por eso la filosofía convive siempre en tensión con los dioses de la ciudad. Y obliga a realizar sacrificios. La filosofía y los dioses de la ciudad muestra en su portada una fotografía de una parte del Ara Pacis, monumento en reconocimiento a las victorias del emperador Augusto; en concreto, el friso que muestra a Virgilio realizando un sacrificio. De esta forma, una vez más, se presenta la conexión entre la tierra, como origen de la vida en la tradición epicúrea, y la mística misión providencial del escritor. Dos cosas más se pueden añadir sobre estos textos. 

La primera tiene que ver con el desplazamiento de la teología en la política y las distintas maneras en que se le ha dado solución al problema. El nexo, el guión, que une lo teológico-político es un problema eterno e irresoluble. 
La década de los años treinta del siglo pasado sigue siendo un banco de pruebas para entender la cuestión. La manera en que se constituyen los pueblos, en particular la manera en que lo hizo el pueblo norteamericano, sigue siendo todavía la última de las formas válidas para comprobar en la práctica el asunto decisivo. Es decir, la manera en que funciona la moderación en las expectativas por medio de los propios textos que constituyen las naciones. Fijarse en esos textos y en esos pueblos posibilita el aprendizaje de esa moderación. Y con ello, que esa moderación pueda generarse también allí donde no suele estar dada de manera natural, porque no se está ya en la inocencia lógica de los pueblos nacientes. Por eso, leer estos artículos teniendo presente la Europa del primer tercio del siglo veinte y el momento constitutivo en la formación de los Estados Unidos es una buena clave de lectura. 

La segunda cuestión pendiente tiene que ver con la manera en que la literatura, como la forma en que la humanidad tiende hacia una verdad que está fuera de ella misma, y que no es por tanto concretable, ha sido sustituida por la ciencia, como relato explicativo de lo que el hombre pueda llegar a ser. Más allá de lo que en estos artículos se pueda encontrar expresado sobre la cuestión —por ejemplo, la idea de línea divisoria en la historia de las mentalidades (p. 15), que hace ya irreconciliables esos dos mundos— hay que entender que todos los textos incluidos en el libro son ya, en sí mismos, una toma de postura sobradamente elocuente.


LA VOLUNTAD DEL PODER

EL TOTALITARISMO DEL ESTADO

Antonio Lastra. La filosofía y los dioses de la ciudad.
 
Escritura constitucional y desobediencia civil - Historia de las Ideas Políticas - Seminario I