La epopeya de Grecia y Roma
EL MUNDO CLÁSICO
El encanto de la mejor narrativa histórica.En la Grecia continental (y estamos tratando de la tradición continental), la época arcaica fue un tiempo de extrema inseguridad personal. Los diminutos estados con exceso de población estaban sólo empezando a superar la miseria y el empobrecimiento que habían dejado tras de sí las invasiones dorias, cuando surgieron nuevas dificultades: la crisis económica del siglo VII arruinó clases enteras, y fue seguida, a su vez, por los grandes conflictos políticos del VI que convirtieron la crisis económica en asesina lucha de clases ... Tampoco es accidental que sea en esta época cuando la ruina que amenaza a los ricos y poderosos se convierte en un tema tan popular para los poetas... E. R. DODDS, The Greeks and the Irrational (1951), 54-55La íntima relación personal que mantenían las clases más elevadas de la época supuso una fuerza tremenda que facilitó la rapidez verdaderamente pasmosa con que se produjeron los cambios introducidos por aquel entonces; en el ámbito intelectual parece que la clase alta no se arredró ante prácticamente ninguna novedad. Con una apertura mental y una falta de prejuicios sorprendente fue el sostén de la expansión cultural que subyace a los grandes logros de la época clásica y de gran parte de la civilización occidental posterior. La superstición y la magia de la primitiva Época Oscura se abrieron paso hasta los tiempos plenamente históricos ... Ese pasado, ejemplificado en la épica, no fue repudiado en sus aspectos más fundamentales, pero los escritores, los artistas y los pensadores se sintieron perfectamente libres para explorar y ensanchar sus horizontes. La causa inmediata fue sin duda alguna el dominio de la vida que ejercía la aristocracia. CHESTER G. STARR, The Economic and Social Growth of Early Greece, 800-500 BC (1977), 144
Robin Lane Fox enseña historia antigua en Oxford y es, además, un gran narrador. De esta afortunada combinación ha surgido un libro de historia del mundo clásico distinto, que tiene el rigor del buen trabajo académico —y ha merecido por ello los elogios de un especialista como Peter Jones— y la amenidad de un relato del que los críticos han dicho que es «increíblemente entretenido» y «más épico que la mejor película de romanos». Porque, si algo caracteriza este fascinante recorrido del mundo de la antigüedad clásica desde Homero a Adriano, es precisamente la presencia constante del toque humano: su capacidad de evocar figuras como Sócrates, Alejandro, Cicerón o César y de hablarnos, a la vez, de la vida cotidiana de los ciudadanos, de los últimos días de Pompeya o de los juegos del circo, en unas páginas que nos devuelven el encanto de la mejor narrativa histórica.
PRÓLOGO
Es todo un reto que le pidan a uno escribir una historia de casi novecientos años, especialmente cuando los testimonios son tan fragmentarios y diversos, pero es un reto con el que he disfrutado mucho. No he dado por supuesta en el lector ninguna familiaridad con el tema, pero espero que tanto los que la tienen como los que no la tienen se sientan atraídos y entretenidos por lo que me ha dado tiempo a estudiar en estas páginas. Abrigo la esperanza de que dejen el libro, como me ha pasado a mí, con la sensación de lo variada que resulta esa historia, pero al mismo tiempo de cuánta coherencia puede llegar a tener. Espero también que haya partes en las que deseen profundizar, sobre todo aquellas (y no son pocas) que me he visto obligado a comprimir.
No he seguido la presentación temática convencional de la civilización clásica que analiza en un solo capítulo un determinado tema («Un mundo marcado por los géneros», «Cómo se ganaban la vida») a lo largo de mil años. Por motivos teóricos he preferido adoptar una estructura de tipo narrativo. Yo creo que las relaciones de poder cambiantes, profundamente modificadas por los acontecimientos, alteraron también el significado y el contexto de casi todos esos temas y que dichos cambios se pierden de vista si se toman atajos temáticos demasiado cómodos. Mi enfoque lo adoptan también actualmente algunas áreas de la teoría médica («Medicina basada en pruebas»), de las ciencias sociales («teoría de la coyuntura crítica») y de los estudios literarios («análisis del discurso»). Mi decisión se debe más bien al duro método histórico consistente en hacer preguntas a los testimonios, interpretándolos a la luz de lo que son (no de lo que no son) con el fin de sacar más jugo a lo que dicen y teniendo siempre en cuenta los puntos de inflexión y las decisiones cruciales cuyos resultados se vieron determinados, pero no predeterminados, por su contexto.
He tenido que tomar duras decisiones y hablar poco de algunas áreas que creo conocer bastante bien. Una parte de mí sigue mirando hacia Homero, pero otra mira hacia los jardines siempre verdes de las inmediaciones de Lefkadia, en Macedonia, donde mi tumba abovedada, decorada con pinturas de mis tres grandes caballos, rosas de sesenta pétalos, bailarinas bactrianas y mujeres aparentemente de la mitología, espera a ser descubierta en 2056 por los diligentes éforos del Servicio Griego de Arqueología. He decidido dedicar un poco más de espacio al relato de una época trascendental, los años comprendidos entre 60 y 19 a.C. y ello no sólo por la importancia que tienen para el papel de mi presunto lector, el emperador Adriano. Son además sumamente decisivos incluso para mi mirada postmacedonia. Corresponden además en buena parte a la época en que fueron escritas las cartas de Cicerón, esa recompensa inagotable para todos los estudiosos de la historia del mundo antiguo.
Estoy extraordinariamente agradecido a Fiona Greenland por la experta ayuda que me prestó con las ilustraciones. Lo que describen las ilustraciones de la obra es en su mayoría responsabilidad mía. Estoy también muy agradecido a Stuart Proffitt por los comentarios que realizó a la Primera Parte y que me obligaron a repasarla, y a Elizabeth Stratford por su experta labor como correctora del manuscrito. Y sobre todo estoy agradecido a dos ex discípulos míos que convirtieron el manuscrito en disco, primero a Luke Streatfeildy sobre todo a Tamsin Cox, cuya pericia y paciencia han sido un apoyo esencial para la elaboración del presente libro.
ROBÍN LANE FOX
New College, Oxford
Prefacio - ADRIANO Y EL MUNDO CLÁSICO
El consejo y el pueblo de los ciudadanos de Tiatira... [decidieron]: Inscribir este decreto en una estela de piedra y colocarla en la Acrópolis (de Atenas) para que quede patente ante todos los griegos cuántos beneficios ha recibido Tiatira del más grande de los reyes... [Adriano] benefició a todos los griegos en general cuando convocó, como regalo para todos y cada uno de ellos, un consejo de todos los helenos en la ilustrísima ciudad de Atenas, la Benefactora... y cuando, con ese fin, [los romanos] aprobaron [por decreto] del senado [el] venerabilísimo Panhelenion e individualmente [Adriano concedió] a las tribus y a las ciudades una participación en ese venerabilísimo consejo...
Inscripción encontrada en Atenas con un decreto de ca. 119/20 d. C. acerca del Panhelenion de Adriano
El «mundo clásico» es el mundo de los antiguos griegos y romanos, unas cuarenta generaciones anterior a la nuestra, pero capaz aún de suponer un reto al compartir con nosotros una misma humanidad. La palabra «clásico» es de origen antiguo: deriva de la palabra latina classicus, que se aplicaba a los reclutas de la «primera clase», la infantería pesada del ejército romano. Lo «clásico», pues, es «lo de primera clase», aunque no lleve ya una armadura pesada. Los griegos y los romanos tomaron prestadas muchas cosas de otras culturas, iranios, levantinos, egipcios o judíos, entre otros. Su historia enlaza a veces con esas otras historias paralelas, pero es su arte y su literatura, su pensamiento, su filosofía y su vida política lo que con razón se considera «de primera clase» en su mundo y en el nuestro.
En esta larga historia del mundo, dos períodos y dos lugares han pasado a ser considerados particularmente clásicos: por un lado la Atenas de los siglos V y IV a.C. y por otro la Roma que va desde el siglo I a.C. hasta el año 14 d. C, el mundo de Julio César y luego de Augusto, el primer emperador romano. Los propios antiguos tenían esta perspectiva. En tiempos de Alejandro Magno ya reconocían, como seguimos haciendo ahora nosotros, que algunos dramaturgos de la Atenas del siglo V a.C. habían escrito obras «clásicas». Durante la época helenística (ca. 330-30 a.C.) los artistas plásticos y los escultores adoptaron un estilo clasicizante que tomaba como modelo al arte clásico del siglo V. Posteriormente Roma, a finales del siglo I a.C. se convertiría en el centro de ese arte y ese gusto clasicizantes, mientras que el griego clásico, especialmente el ateniense, era ensalzado por su buen gusto frente a los excesos del estilo «oriental». Los emperadores romanos posteriores respaldaron ese gusto clásico y, con el paso del tiempo, añadieron una nueva época «clásica»: la era del emperador Augusto, el personaje que fundó su Imperio.
Mi historia del mundo clásico comienza con un clásico preclásico, el poeta épico Homero, al que los antiguos, como siguen haciendo los lectores modernos, consideraban un caso singular. Sus poemas son las primeras manifestaciones de la literatura griega que se conservan. A partir de ese momento, estudiaré cómo evolucionó y qué representó la Grecia clásica de los siglos V y IV a.C. unos cuatrocientos años después de la fecha (probable) en que vivió Homero (ca. 730 a. C). Luego pasaré a Roma y al desarrollo de su propio mundo clásico, desde César hasta Augusto (desde ca. 50 a.C. hasta 14 d. C). Mi historia termina con el reinado de Adriano, emperador romano de 117 a 138 d. C, justo la época inmediatamente anterior al primer testimonio que se nos ha conservado del empleo del término «clásico» para calificar a los mejores autores: lo encontramos en la conversación de Frontón, tutor de los hijos del sucesor de Adriano en Roma.1 Pero ¿por qué la decisión de detenerme en Adriano? Un motivo es que la «literatura clásica» termina con su reinado, del mismo modo que comienza con Homero: en latín, el poeta satírico Juvenal es su último representante reconocido por todo el mundo. Pero este motivo es más bien arbitrario, determinado por un canon que cuesta trabajo admitir a los aficionados a leer a autores posteriores y a cuantos abordan a los autores de los siglos IV y V d. C. con mentalidad abierta. Un motivo más relevante es que el propio Adriano fue el emperador con unos gustos clasicizantes más evidentes. Dichos gustos pueden apreciarse en los planes que desarrolló para la ciudad de Atenas y en muchos de los edificios cuya construcción patrocinó, así como en ciertos aspectos de su carácter personal.
Él mismo se inspiraba conscientemente en un mundo clásico, aunque en sus tiempos lo que llamamos el «mundo romano» ya había sido pacificado y su extensión era enorme. Adriano constituye además un hito porque fue el único emperador que llegó a tener una visión de primera mano de todo ese mundo, una visión que nos habría encantado compartir. Durante la década de 120 y los primeros años de la de 130 emprendió varios grandes viajes por un imperio que se extendía desde Gran Bretaña hasta el mar Rojo. Pasó algún tiempo en Atenas, el centro clásico de ese imperio. Viajó en barco y a caballo, pues a sus cuarenta y tantos años era un jinete experimentado que aprovechaba cualquier ocasión que se le presentara de salir de caza. Llegó hasta territorios muy lejanos del Imperio Romano que ningún ateniense «clásico» había visitado nunca. Tenemos la posibilidad verdaderamente única de seguir su itinerario porque poseemos las monedas especialmente encargadas para la ocasión que se acuñaron para conmemorar sus viajes. Incluso en lugares que no tienen nada de clásicos estas piezas constituyen un testimonio vivo del sentido que tenían Adriano y sus contemporáneos de su admirado pasado clásico. 2
Esas monedas muestran una imagen personificada de cada provincia del Imperio Romano de Adriano, al margen de que la región en cuestión hubiera tenido o no una época clásica. Muestran a Germania, que de clásica no tuvo nunca nada, como una guerrera con los pechos desnudos y a Hispania, también carente de pasado clásico, como una dama recostada en el suelo: lleva en sus manos una gran rama de olivo, símbolo del excelente aceite de oliva español, y un conejo a su lado, pues de todos era sabido lo prolíficos que eran los conejos españoles. Buena parte de España y la totalidad de Germania habían sido desconocidas para los griegos de la primera época clásica, pero las hermosas efigies representadas en estas monedas las ponen en relación con el gusto clásico al mostrarlas con elegantes rasgos clasicizantes. Detrás del gusto de Adriano y de los artistas de la «Escuela Adrianea» que diseñaron esas imágenes se oculta un mundo clásico cuya existencia ellos mismos reconocían. Dicho mundo se basaba en el arte clásico de los griegos de cuatrocientos o quinientos años atrás, cuyas grandes manifestaciones podían admirar a sus anchas los romanos porque sus antepasados las habían expoliado y se las habían traído a sus propios hogares y ciudades.
Esos grandes viajes a Grecia o Egipto, a la costa occidental de Asia o a Sicilia y Libia dieron a Adriano la oportunidad de contemplar una panorámica global del mundo clásico. Se detuvo en numerosos grandes escenarios del pasado, pero mostró una veneración especial por Atenas. La consideró ciudad «libre» y la hizo beneficiaría de muchos regalos, uno de los cuales fue una gran «biblioteca», con centenares de columnas de mármoles raros. Concluyó las obras del magnífico templo dedicado al dios Zeus Olímpico, comenzadas seis siglos antes, pero nunca acabadas. Fue seguramente Adriano el que fomentó la nueva empresa del sínodo de todos los griegos, el Panhelenion, superando en este terreno incluso a Pericles, el estadista ateniense de época clásica. 3 El plan consistía en que se reunieran en Atenas delegados venidos de todos los rincones del mundo griego, y en que en adelante se celebrara cada cuatro años una gran fiesta de las artes y del atletismo. A los atenienses del pasado se les atribuían proyectos panhelénicos, pero éste sería incomparablemente grandioso.
Los que idealizan el pasado suelen no entenderlo: al querer restaurarlo, lo mata con su cariño. Adriano compartía, desde luego, los gustos tradicionales de los aristócratas y reyes griegos del pasado. Le encantaba la cacería lo mismo que a ellos; adoraba a su caballo, el gallardo Borístenes, al que honró componiendo unos versos con motivo de su muerte en el sur de la Galia; 4 y sobre todo amó al joven Antínoo, en una espectacular manifestación de «amor griego». Cuando el muchacho murió prematuramente, Adriano erigió en Egipto una nueva ciudad en su honor y fomentó su culto como dios en todo el imperio. Ni siquiera Alejandro Magno había hecho tanto por el hombre al que amó toda su vida, Hefestión. Lo mismo que su característica barba, estos elementos de la vida de Adriano se hallaban profundamente enraizados en la cultura griega de tiempos pretéritos. Pero él nunca podría ser un griego clásico, pues eran muchas las cosas que lo rodeaban que habían cambiado desde los tiempos de la Atenas de los grandes clásicos, por no hablar de los del Homero preclásico.
El cambio más perceptible era la difusión de la lengua. Casi mil años antes, durante la juventud de Homero, el griego había sido sólo una lengua hablada, sin tan siquiera alfabeto, y únicamente la utilizaban los habitantes de Grecia y de las islas del Egeo. También el latín había sido sólo una lengua hablada, originaria de una pequeña región de Italia situada en los alrededores de Roma, el Lacio. Pero Adriano sabía hablar y leer en ambas lenguas, aunque las dos ramas de su familia procedían del sur de España y las tierras de su padre se hallaban situadas al norte de la actual Sevilla, a miles de kilómetros de Atenas y del Lacio. Los antepasados de Adriano se habían establecido en España en calidad de italianos de lengua latina, en recompensa por los servicios prestados en el ejército romano casi trescientos años antes de que él naciera.
Descendiente de una familia latinohablante, Adriano no era «español» en ningún sentido cultural. Se había criado en Roma y era partidario del estilo arcaico de la prosa latina. Como otros romanos cultos, hablaba también griego: lo llamaban incluso «grieguito» debido a su acendrada pasión por la literatura helénica. Así pues, lejos de ser español, Adriano era una prueba viviente de la cultura clasicizante común que caracterizaba a la clase más refinada del imperio. El centro de ese mundo estaba en las viejas cunas de las lenguas griega y latina, pero se extendía mucho más allá de sus fronteras. Como no habría podido hacer nunca Homero, Adriano tendría la posibilidad de pasar por Siria y Egipto hablando griego y de viajar a tierras tan lejanas corno, Britania hablando latín.
Su mentalidad clasicizante le permitía contemplar un mundo de unas dimensiones muy distintas del de Homero. Durante la primera época clásica, Atenas, en el culmen de su apogeo, habría llegado a tener tal vez 300.000 habitantes en todo su territorio, la región del Ática, contando a los esclavos. En tiempos de Adriano, el Imperio Romano tenía (según se ha calculado) una población de unos sesenta millones de habitantes, y se extendía desde Escocia hasta España y desde España hasta Armenia. Ningún otro imperio, ni antes ni después, ha dominado sobre un territorio tan extenso, pero, según nuestra escala actual, la totalidad de su población no superaba la de la moderna Gran Bretaña. Dicha población se concentraba en manchas dispersas, llegando quizá a rondar los 8 millones de almas en Egipto, 5 donde el Nilo y la cosecha de grano permitían sostener una densidad tan elevada, y quizá al menos un millón en la megaciudad de Roma, que se alimentaba y sostenía también gracias a las cosechas de cereales de Egipto y a las exportaciones procedentes de este país. Fuera de estos dos puntos, había grandes franjas del imperio de Adriano que estaban muy poco pobladas para lo que son nuestros parámetros. No obstante, en todas las provincias se requerían destacamentos del ejército romano para mantener la paz. Durante sus viajes, Adriano concedió mercedes a muchas ciudades, pero también tenía que gobernar grandes zonas en las que sólo había aldeas, no ciudades clasicizantes. Cuando fue necesario, ordenó levantar murallas a lo largo de grandes extensiones de terreno con el fin de mantener a raya a los pueblos que habitaban más allá del Imperio, proyecto que desde luego no tenía nada de clásico. El ejemplo más famoso es el Muro de Adriano, al norte de Gran Bretaña, que iba desde Wallsend, cerca de Newcastle, hasta Bowness. Aquella barrera maciza medía unos tres metros de espesor y más de cuatro de altura, estaba en parte revestida de piedra, cada kilómetro y medio había un fuerte, entre fuerte y fuerte se levantaban dos torreones de vigilancia, y en el lado norte se abría un foso de tres metros de profundidad y nueve de anchura. Hubo otros «Muros de Adriano», aunque en la actualidad ninguno sea tan famoso como éste. En el norte de África, más allá de los montes Aures, en la actual Tunicia, Adriano aprobó la construcción de largas extensiones de murallas y fosos cuya finalidad era controlar los contactos con los pueblos nómadas del desierto a lo largo de una frontera de casi doscientos cincuenta kilómetros. En el noroeste de Europa, en Germania Superior, se dio perfecta cuenta del peligro que representaba la región: «Para cortar el paso a los bárbaros erigió grandes postes clavados profundamente en el suelo y atados unos a otros formando una especie de empalizada». 6
La construcción global de murallas no había formado nunca parte del pasado clásico. En los días de mayor auge de Atenas, por no hablar de la época de Homero, no había habido nunca un gobernante como Adriano, un emperador, ni un ejército permanente como el de Roma, de unos 500.000 soldados repartidos a lo largo de todo el Imperio. En la época clásica de Roma, a mediados del siglo I a.C. tampoco había todavía emperador ni ejército permanente. Adriano era heredero de unos cambios trascendentales que habían transformado la historia de Roma. Veneraba el pasado clásico de Grecia y Roma y, allá donde fuera, visitaría sus grandes reliquias. ¿Pero entendía el contexto en el que se había desarrollado, cómo había evolucionado y cómo había surgido su propio papel de emperador?
Desde luego Adriano era famoso por su pasión por las «curiosidades» y su estudio. 7 En el curso de sus viajes, subió a la cima del volcán Etna, en Sicilia, y a otras montañas igualmente singulares, consultó antiguos oráculos de los dioses, y visitó las maravillas turísticas del antiguo Egipto, periclitado hacía ya mucho tiempo. Debido a esa mentalidad de turista, se convirtió además en una especie de urraca cultural, que se apropiaba de todo lo que veía y luego lo imitaba. De regreso en Italia, construyó cerca de Tivoli una villa de enormes proporciones, compuesta por distintos elementos que aludían explícitamente a los grandes monumentos culturales del pasado griego antiguo. La villa de Adriano era un vasto parque temático que contenía edificios que evocaban Alejandría y la Atenas clásica. 8
En esa villa, a la muerte de su amado Antínoo, se dedicaría a escribir su autobiografía. No se conserva casi nada de ella, pero podemos suponer que contenía cariñosos tributos a su joven amado y al mismo tiempo pasajes que contribuyeran a enaltecer su propia imagen urbana. A Adriano le interesaba la filosofía y tal vez, a la manera epicúrea, se consolara a sí mismo del temor de la muerte. 9 Lo que no habría hecho habría sido analizar los cambios históricos que pudieran ocultarse tras todo lo que había visto a lo largo de sus viajes, desde Homero hasta la Atenas clásica, desde la magna Alejandría de Alejandro Magno hasta el antiguo esplendor de Cartago (ciudad que fue rebautizada con el nombre de Adrianópolis en su honor). Tomó como modelo al primer emperador romano, Augusto, pero parece que nunca se preguntó cómo éste había impuesto en Roma un gobierno de un solo hombre tras más de cuatrocientos años de preciada libertad.
El presente libro pretende contestar a estas cuestiones para Adriano, y para los numerosos herederos de esa devoción suya, para aquellos que viajan al mundo clásico, contemplan los lugares clásicos y están dispuestos a reconocer que existió una «época clásica», incluso frente a las afirmaciones de que ha habido muchas más culturas en el mundo. Es una selección de cuestiones significativas e interesantes y de lo que menos se habla en él es de los temas que menos le habrían interesado a Adriano: de los diversos reinos griegos surgidos tras la muerte de Alejandro Magno y, sobre todo, de los años de la república romana comprendidos entre la destrucción de Cartago (146 a.C.) y las reformas del dictador Sila (81-80 a. C). En cambio, la Atenas de Pericles y Sócrates y la Roma de César y Augusto reclaman su máxima atención, como puntales «clásicos» del pasado al que tan unido se sentía Adriano.
Los historiadores del propio imperio de Adriano no desconocían los cambios que se habían producido desde aquellos tiempos. Algunos intentaron explicarlos y sus respuestas no se limitaron a enumerar las victorias militares o a los distintos miembros de la familia imperial de Roma. La historia del mundo clásico es en parte la invención y el desarrollo de la propia historiografía. En la actualidad, los historiadores intentan aplicar a la interpretación de esos cambios sofisticadas teorías relacionadas con la economía y la sociología, la geografía y la ecología, las teorías de clase y de género, el poder de los símbolos o los modelos demográficos por poblaciones y grupos de edad. En la Antigüedad, esas teorías nuestras no tenían una manifestación explícita o ni siquiera existían. En cambio, los historiadores tenían sus propios temas favoritos, entre los cuales destacaban especialmente tres: la libertad, la justicia y el lujo. Nuestras teorías modernas pueden profundizar en esos temas explicativos de los antiguos, pero no suplantarlos por completo. He decidido destacar esos tres porque estaban en la mente de los actores de la época y constituían un elemento importante de la forma que tenían de ver los acontecimientos, aunque resulten insuficientes para nuestra manera de entender los cambios históricos.
Cada uno de ellos es un concepto flexible cuyo radio de acción varía. La libertad, por ejemplo, comporta elección y para mucha gente en la actualidad implica autonomía o facultad de tomar decisiones independientes. La «autonomía» es una palabra inventada por los griegos antiguos, pero para ellos tenía un contexto político claro: empezó siendo la palabra empleada para designar el autogobierno de una comunidad, un grado protegido de libertad frente a un poder exterior que era lo bastante fuerte como para infringirla. La primera aplicación de la palabra a un individuo que se conserva se refiere a una mujer, Antígona, en el drama que lleva su nombre. 10 La libertad era, además, un valor político, pero en todo momento se veía acentuada por el estatus contrario, la esclavitud. A partir de Homero, todas las comunidades valorarían la libertad frente a los enemigos, que, por lo demás, habrían querido esclavizarlas. Dentro de una comunidad, la libertad se convirtió luego en un valor de las constituciones políticas: cualquier otra alternativa era calificada de «esclavitud». Ante todo, la libertad era el preciado estatus de los individuos que se diferenciaban de los esclavos, susceptibles de ser comprados y vendidos. Pero, al margen de la esclavitud, ¿en qué consistía la libertad de un individuo? ¿Requería libertad de palabra o libertad para adorar a los dioses que cada uno quisiera? ¿Era la libertad de vivir como a cada uno le apeteciera, o simplemente una libertad frente a cualquier injerencia? ¿Cuándo se convertía la «libertad» en perverso «libertinaje»? Estas cuestiones ya habían sido estudiadas en tiempos de Adriano, que, entre todos sus súbditos, fue aclamado como libertador y como dios por los griegos.
El concepto de justicia había sido discutido igualmente. Los gobernantes, empezando por el propio Adriano, se arrogaban el título de justos, e incluso en tiempos de Homero se hablaba de comunidades «justas» idealizadas. ¿Estaba la justicia en manos de los dioses o la cruda realidad era que la justicia no era un valor determinante de las relaciones de las divinidades con los mortales?
Los filósofos se habían preguntado desde hacía mucho tiempo qué era la justicia. ¿Era «dar a cada uno lo que se le debe» o era recibir cada individuo su merecido, quizá como consecuencia de su comportamiento en una vida anterior? ¿Era justa la igualdad? Y en tal caso, ¿qué clase de igualdad?
¿Lo «mismo para todos y cada uno» o una «igualdad proporcional», que variaba según la riqueza y la clase social de cada individuo? 11 ¿Qué sistema la garantizaba? ¿Uno de leyes aplicadas por jurados de ciudadanos elegidos al azar, o bien uno de leyes aplicadas y creadas por un solo juez, acaso un gobernador o incluso el propio emperador? Adriano dedicó gran parte de su energía a juzgar y atender peticiones, y ésa es la faceta a través de la cual lo conocemos mejor. Se conservan algunas respuestas a ciudades y súbditos de su imperio que los interesados se encargaron de conmemorar en inscripciones. 12 Otros decretos suyos han sobrevivido en diversas colecciones latinas de dictámenes legales. Existe incluso una colección aparte de «dictámenes» de Adriano, que son las respuestas dadas por el emperador a diversos peticionarios y que fueron reunidas en forma de ejercicios escolares para su traducción al griego. 13 En la época clásica griega, ni Pericles ni Demóstenes habían contestado a las peticiones de nadie ni habían dado respuestas que tuvieran fuerza de ley.
Lo mismo que la justicia y la libertad, el lujo era un término con una historia muy flexible. ¿Dónde empieza exactamente el lujo? Según la novelista Edith Wharton, el lujo es la adquisición de algo que no se necesita, ¿pero dónde acaban las «necesidades»? Para la diseñadora de modas Coco Chanel, el lujo era un valor más positivo, cuyo contrario, solía decir, no es la pobreza, sino la vulgaridad; en su opinión «el lujo no es ostentoso». Desde luego es un concepto que invita a utilizar dobles raseros. A lo largo de la historia, desde Homero hasta Adriano, fueron aprobadas leyes destinadas a limitarlo y los pensadores lo consideraron algo muelle o corruptor o incluso subversivo desde el punto de vista social. Pero las variedades del lujo y su demanda fueron multiplicándose a pesar de las voces levantadas en su contra. En torno al lujo podemos escribir toda una historia de los cambios culturales facilitada por la arqueología, que nos proporciona pruebas de su extensión, ya sean las cuentas de lapislázuli importadas del mundo prehomérico (por su origen, todas ellas procedentes del nordeste de Afganistán) o de los rubíes de Oriente Próximo importados a partir de la época de Alejandro (tras su análisis, se ha demostrado que procedían en último término de Birmania, entonces desconocida).
En tiempos de Adriano y su pasión por el clasicismo, las libertades políticas de la pasada época clásica se habían visto muy mermadas. La justicia, a nuestros ojos, se había vuelto menos justa, pero, en cambio, los lujos, desde los alimentos al mobiliario, habían experimentado una gran proliferación. ¿Cómo se habían producido esos cambios y cómo, en todo caso, se relacionaban unos con otros? Habían tenido lugar en un ambiente marcado intensamente por la política, pues el contexto de poder y de derechos políticos fue modificándose de manera tumultuosa a lo largo de las generaciones, hasta un punto que sitúa esta época al margen de los siglos de monarquía u oligarquía de gran parte de la historia subsiguiente. Si se hace un estudio temático de esta época, por capítulos dedicados al «sexo», «el ejército» o «la ciudad-estado», el período en cuestión se ve reducido a una unidad estática falsa, y la «cultura» queda desgajada de su contexto formativo, las relaciones de poder cambiantes y contrapuestas. Por eso nuestra historia sigue el hilo de un relato cambiante, dentro del cual esos tres temas principales tienen unas resonancias asimismo cambiantes. A veces es una historia de grandes decisiones, tomadas por individuos (varones), pero siempre en un escenario de miles de vidas individuales. Algunas de esas vidas, ajenas a la «gran narración», las conocemos por las palabras que se inscribieron en materiales duraderos, las vidas de los atletas victoriosos o los orgullosos propietarios de caballos de carrera cuyos nombres se conservan, la señora de la ciudad natal de Alejandro Magno que escribió una maldición contra el amante que ella deseaba y contra la muchacha a la que éste prefería, Tétima («¡Que no se case con otra más que conmigo!»), o el infortunado propietario de un lechoncillo que había ido corriendo junto al carro de su amo por la carretera de Tesalónica, para ser atropellado en Edesa y perecer en un accidente en un cruce de caminos. 14
Decenas de personajes de este estilo salen a la luz cada año en las inscripciones griegas y latinas recientemente estudiadas, cuyos fragmentos exigen a los especialistas agudizar su talento al máximo, pero cuyo contenido realza la diversidad del mundo antiguo. Desde Homero hasta Adriano, nuestro conocimiento del mundo clásico no ha dejado de evolucionar, y el presente libro es un intento de seguir sus puntos de mayor interés como Adriano, el gran viajero global de aquel mundo, no pudo seguir nunca.
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1 AuloGelio, 19.8.5.
2 J. M. C. Toynbee, The Hadrianic School: A Chapter in the History of Greek Art (1934).
3 A. Spawforth, S. Walter, en Journal of Román Studies (1985), 78-104, y (1986), 88-105, siguen siendo los principales estudios.
4 Corpus Inscriptionum Latinar um 12.1122.
5 Josefo, Guerra de los judíos 2.385.
6 Historia Augusta, Vida de Adriano 12.6.
7 Tertuliano, Apología 5.7.
8 William J. Macdonald, John A. Pinto, Hadrian's Villa and Its Legacy (1995).
9 R. Syme, Fictional History Oíd and New: Hadrian (1986, conferencia), 20-21: «La idea de que Adriano era, si acaso, epicúreo puede provocar inquietud o disgusto». Hasta ahora no ha sido así.
10 Sófocles, Antígona 821.
11 F. D. Harvey, en Classica et Mediaevalia (1965), 101-146.
12 Mary T. Boatwright, Hadrian and the Cities ofthe Román Empire (2000), un excelente estudio cuya bibliografía es muy importante para el presente libro.
13 Naphtali Lewis, en Greek, Román and Byzantine Studies (1991), 267-280, con la historia del debate académico en torno a su autenticidad.
14 G. Daux, en Bulletin de Correspondance Hellénique (1970), 609-618, y en AncientMacedonia II, Institute for Balkan Studies n.° 155 (1977), 320-323.
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