EL Rincón de Yanka: PARÁSITOS y REGRESO A LA DICTADURA por JAVIER BENEGAS 〰🔆

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sábado, 10 de mayo de 2025

PARÁSITOS y REGRESO A LA DICTADURA por JAVIER BENEGAS 〰🔆


Parásitos
«Mientras millones de ciudadanos se esfuerzan por levantar cada día el país, otros viven de desmantelarlo, subvención a subvención, enchufe a enchufe»
Lo publicaba THE OBJECTIVE, según las cuentas de 2023 (las últimas disponibles hasta la fecha), ADIF, la encargada de mantener las infraestructuras ferroviarias en España, dedicó 716 millones a gastos de personal, frente a los 582 millones que invirtió en reparaciones de infraestructuras. Esta diferencia pone de relieve que la empresa pública prima el crecimiento orgánico de su propia estructura, en detrimento de la actividad a la que, en teoría, debería dedicarse. Dicho más claramente: ADIF gasta más dinero en salarios que en la conservación de las vías.
No es el único caso en el que una empresa pública o entidad dependiente de las administraciones prioriza su sostenimiento orgánico por encima de su actividad. Por ejemplo, la Dirección General de Tráfico (DGT) tuvo unos gastos estructurales de 772 millones de euros en 2023 –el 75% del presupuesto total ejecutado–, de los cuales, aproximadamente, 530 millones se destinaron al pago de nóminas. Casualmente, la DGT recauda anualmente vía sanciones algo más de 500 millones de euros. En 2020, a pesar de la pandemia, recaudó 404 millones.

En los dos casos anteriores, al menos podemos establecer una correlación entre el gasto estructural y las tareas desempeñadas, aunque la cuenta resultante sea para tener pesadillas. No sucede lo mismo con el ente de Radio Televisión Española (RTVE)… excepto que consideremos que su nuevo programa La familia de la tele (5.310.414 euros) tendrá un impacto intelectual tan positivo que aumentará la productividad del país. Sin embargo, RTVE, con 6.795 nóminas, entraría dentro del selectísimo porcentaje de empresas españolas (0,003%) con más de 6.000 empleados.
Cuando lo que se premia es engordar la maquinaria, el peso que supone semejante obsesión en un país donde las entidades públicas brotan como setas tras la lluvia sólo puede calificarse de monstruoso. Y más aún bajo un Gobierno como el de Pedro Sánchez, que lejos de poner orden, ha metido la sexta marcha: no solo ha disparado el tamaño del sector público, sino que ha decidido extender sus tentáculos al privado. Total, ya que estamos, llevémonos hasta las cortinas.

Ni ellos los saben

Resulta casi imposible averiguar el número total de entidades dependientes de la Administración General del Estado, las comunidades autónomas y las corporaciones locales. Para saberlo, habría que llevar a cabo una minería de datos extenuante en el Inventario de Entes del Sector Público. Pero podemos hacernos una idea aproximada sin perder la vida en el intento recurriendo a algunas fuentes primarias.
Según el Inventario de Entes del Sector Público Estatal, a fecha de 1 de julio de 2024, existían 170 entidades clasificadas como empresas públicas estatales. En cuanto al inventario de Entes dependientes de las comunidades autónomas, en la misma fecha constaban 1.579 entidades, incluyendo empresas públicas, fundaciones y consorcios. Por último, según la Base de Datos General de Entidades Locales, existen aproximadamente 2.934 entes, de los cuales 1.751 son sociedades mercantiles, siendo en su gran mayoría entidades dependientes de ayuntamientos. En total, habría alrededor de 4.683 entidades públicas y mixtas en España.

Si saber el número exacto de entidades dependientes de las administraciones es extremadamente complicado, aún más difícil resulta averiguar el número de nóminas. Hay información respecto de las empresas públicas, aunque no demasiado fiable, pero no así sobre las mixtas. En el primer caso, a finales de 2023 se estimaba que aproximadamente 182.000 personas trabajaban en empresas públicas, un 15% más que el año anterior, lo que supone un récord no alcanzado desde el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
Sospecho que ni siquiera los responsables de las administraciones conocen el número total de nóminas de las entidades públicas y mixtas. Es más, me temo que no saben el número exacto de entidades que soportamos en la actualidad. Y, por supuesto, ninguno se pregunta sobre su utilidad, gestión o pertinencia. Simplemente, la rueda sigue girando, añadiendo nuevos engranajes y chirridos, nuevas nóminas y enchufes, presidente de gobierno tras presidente de gobierno, barón autonómico tras barón autonómico y alcalde tras alcalde.

La mentalidad del parásito

Tras el apagón total del lunes 28 de abril, los españoles supimos que la nómina de la presidenta «política» de la entidad mixta Red Eléctrica Española, Beatriz Corredor, es de 546.000 euros anuales, bastante más que la de sus homólogos europeos. Sin embargo, a Corredor no debía alcanzarle para instalar placas solares en una de sus viviendas, porque, según parece, recurrió a una subvención de 1.920 euros de la Comunidad de Madrid. ¿Qué clase de mentalidad impera en quien ingresa más de medio millón de euros anuales y, sin embargo, decide hacer recaer en los españolitos que a duras penas llegan a fin de mes los costes de sus instalaciones eléctricas domésticas?

Sólo se me ocurre una mentalidad capaz de semejante ruindad: la del parásito. La misma mentalidad que lleva a un tal David Sánchez Pérez-Castejón, a la sazón hermano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, a aceptar, según parece, un puesto ficticio de la Diputación de Badajoz y cobrar una generosa nómina sin tener que ir a trabajar. La metáfora es maravillosa, porque Badajoz es Extremadura. Y Extremadura es el paradigma de la insostenibilidad de un país parasitado hasta la médula. Una región con una ratio de 105 empleados públicos por cada 1.000 habitantes. Y un porcentaje de empleados públicos respecto a la población ocupada del 26,4%, lo que supone que más de uno de cada cuatro trabajadores en activo pertenece al sector público.

España fue uno de los países desarrollados donde la pandemia de 2020 tuvo un mayor impacto, tanto sanitario como económico y social. Cualquiera podría pensar que carecíamos de organismos y entidades especializadas en la prevención y gestión de epidemias, sobre todo cuando Pedro Sánchez anunció en plena zozobra la urgente constitución de un comité de expertos (a la postre, inexistente) para bordar la crisis sanitaria.

Nada más lejos de la realidad. A nivel nacional, existía la Dirección General de Salud Pública (DGSP), específicamente encargada de la vigilancia epidemiológica y responsable del diseño del sistema de vigilancia en salud pública y de emitir alertas sanitarias; el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (Ccaes): el Instituto de Salud Carlos III (Isciii) que, a través de su Centro Nacional de Epidemiología (CNE) y del Centro Nacional de Microbiología (CNM), realiza la vigilancia epidemiológica, estudios genéticos de patógenos y detección de brotes; y la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica (Renave), que es el sistema que recoge y coordina información de vigilancia proporcionada por las Comunidades Autónomas, y centraliza los datos sobre brotes, infecciones y enfermedades emergentes.

A nivel autonómico había además otras entidades, como las direcciones generales de salud pública o equivalentes; los servicios de vigilancia epidemiológica autonómicos; los laboratorios de salud pública regionales, que colaboran con el Isciii; y los planes autonómicos de prevención y las redes de médicos centinela.
Sin embargo, a pesar de todo este entramado la epidemia sumió al país en un caos sanitario tan trágico como angustioso que duró meses. Fue como si toda esa colosal estructura administrativa, o bien no existiera, o bien resultara completamente inútil.

Un peligro ya más que inminente

El patrón se ha vuelto a repetir con el colapso del sistema eléctrico a escala nacional. Tampoco en este caso se puede achacar a la falta de organismos ni personas supuestamente dedicadas a prevenirlo. Algo parecido sucede regularmente con la red ferroviaria, con graves incidencias que son el pan nuestro de cada día, y que dejan a miles de viajeros atrapados en trenes y estaciones. Otras señales del colapso de España que pasan más desapercibidas las tenemos en el deterioro de las carreteras y las carencias de las infraestructuras hidráulicas, aunque estas últimas han quedado en evidencia recientemente con las catastróficas inundaciones de Valencia.

El colapso, sin embargo, se oculta con ideología. Denunciar el parasitismo que ha convertido al Estado en nuestro peor enemigo es predicar en el desierto. El peligro más que inminente que supone su parasitación acaba sistemáticamente siendo neutralizado mediante el trampantojo ideológico o partidista. Denunciarlo es exponerse a que te etiqueten, a que te silencien, a que te tachen de saboteador o radical, cuando en realidad no hay acto más responsable y cívico, ni más razonable, que señalar que el sistema se está cayendo a pedazos, no por falta de recursos ni de normas, sino por exceso de parásitos.



Regreso a la dictadura
«Nuestra democracia cada vez se parece más a una comedia bufa donde el decorado es democrático, pero el guion lo escriben delincuentes travestidos de políticos»
urante las últimas dos décadas, España ha transitado sigilosamente, aunque no sin notables estridencias, hacia un modelo político cada vez desfigurado y alejado de los principios que consagran el Estado de derecho, la separación de poderes y la neutralidad institucional. No se trata de una deriva repentina, sino de una degradación por acumulación, tímida al principio, descarnada después, que ha ido neutralizando las instituciones democráticas sin necesidad de abolirlas. Una especie de reforma gradualista, pero sin declarar formalmente la reforma. En definitiva, una segunda Transición que en lugar de discurrir de la ley a ley ha ido de la ley a la impunidad.

No se puede entender el presente sin retroceder al año 1985, cuando el Gobierno de Felipe González reformó la Ley Orgánica del Poder Judicial. A partir de entonces, los 12 vocales del Consejo General del Poder Judicial que debían ser elegidos por los jueces pasaron a ser designados por el Parlamento. Ese lugar que al modo español los escaños los reparten los jefes de los partidos, no los electores. ¿Qué podría salir mal? La respuesta es tan corta como sencilla: todo. Se consumó así una de las operaciones políticas más lesivas para el correcto funcionamiento democrático: la politización de la cúpula judicial. Como era de prever, este madrugador torpedo contra la línea de flotación de la titubeante Constitución de 1978 tendría un efecto multiplicador.

Fue entonces cuando se activó lo que podríamos definir como reforma al estilo soviético: todo sigue ahí, pero ya no funciona como debería. Las instituciones no son abolidas, simplemente cambian de función sin previo aviso, como el salón de casa que de pronto se convierte en el dormitorio de un okupa. La politización de la Justicia fue el primer gran paso hacia un modelo partitocrático, donde los contrapesos institucionales, y también el periodismo, dejarían de funcionar como frenos al poder para convertirse en extensiones del mismo.

Lo que vino después fue una sucesión de oportunidades perdidas, escándalos con sordina y reformas prometidas en periodo electoral que luego se olvidaron. Un vacío que José Luis Rodríguez Zapatero llenó emprendiendo una ofensiva ideológica que sustituyó la lógica del debate por la de la confrontación sin salida, imponiendo reformas divisivas como la Ley de Memoria Histórica (hoy Memoria Democrática) o el nuevo Estatut. Todo ello aderezado con culebrones de corrupción que merecerían su propia serie de Netflix.

La llegada de Mariano Rajoy al poder en 2011 con mayoría absoluta supuso una oportunidad histórica, puede que única (ojalá que no), para regenerar el sistema. Lamentablemente, no lo hizo. Rajoy gobernó como quien hereda un inmueble que amenaza ruina: sin saber si restaurarlo, vallarlo o venderlo en Idealista. El resultado fue una gestión pretendidamente tecnocrática que ni siquiera llegó a merecer este calificativo. No sólo dejó intactos los graves defectos del sistema, sino que llegó a presumir de adelantar a la izquierda por la izquierda.
«Con la llegada de Pedro Sánchez, el proceso de erosión institucional alcanzó velocidad de escape terrestre»
Cuando todo es susceptible de empeorar, lo previsible es que acabe empeorando. El referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 y la declaración unilateral de independencia marcaron un punto de inflexión, un importante hito camino del abismo. Aunque Rajoy aplicó el artículo 155, lo hizo de manera tan timorata que convirtió los que debía ser percibido como una legítima medida constitucional en una declaración involuntaria de culpabilidad. Esto permitió que el nacionalismo catalán tejiera su relato victimista en el exterior. El agresor convertido en agredido. ¿Qué hacer entonces para escurrir el bulto y normalizar lo anormal? Muy sencillo: adelantar las elecciones catalanas… y perderlas.

Con la llegada de Pedro Sánchez, el proceso de erosión institucional alcanzó velocidad de escape terrestre. Indulto encubierto del caso ERE, reforma del Código Penal para eliminar la sedición, amnistía a los golpistas… Un gobierno que dice defender el Estado de derecho mientras lo desmonta con maquiavélica precisión, pieza a pieza, como quien desarma un mueble de IKEA pero sin destornillador, sino con una palanqueta. Arrancando cada parte de tal forma que no pueda repararse.

La colonización del Tribunal Constitucional y el nombramiento de fiscales afines completan el cuadro tenebrista. La separación de poderes sigue existiendo porque aún quedan jueces en España, pero ahora en buena medida es más una separación amistosa: se ven, se mandan whatsapps, se reparten cargos.

Nada de esto habría sido posible sin el consentimiento tácito del principal partido de la oposición. El PP, que tuvo todo en su mano para revertir este deterioro, prefirió hacer lo habitual: esperar sentado a que el desgaste del adversario hiciera su trabajo. Como si la política fuera un partido de mus en el que gana quien aguanta más sin pestañear. Hoy siguen con la misma «estrategia”» Todo será que acaben como la esposa de Lot, convertidos en estatuas de sal por mirar hacia atrás mientras huyen de Sodoma y Gomorra.
«Renunciar a la energía barata y abundante se ha convertido en una forma de virtud, aunque el resultado sea un apagón histórico»
Para colmo de males, el PSOE supeditó el imprescindible pluralismo democrático a una idea de diversidad apabullante e indiscutible que sirviera a sus propósitos. El resultado: hay temas sobre los que no se puede hablar sin riesgo de ser acusado de todos los males del siglo XXI. La inmigración irregular masiva, por ejemplo, se ha convertido en un asunto tabú donde el sentido común es sospechoso por defecto. Las consecuencias sociales, culturales y económicas de este fenómeno se despachan con etiquetas, no con debates.

Lo mismo ocurre con la transición energética, un cuento cuyo final es un fundido a negro pero que, con el pretexto del cambio climático, se presenta como un dogma de fe y no como un asunto de racionalidad política. Renunciar a la energía barata y abundante se ha convertido en una forma de virtud, aunque el resultado sea un apagón histórico. Eso sí, nos queda la satisfacción de ser los más verdes del cementerio europeo.

Hay quien se pregunta por qué los presuntos casos de corrupción vinculados al entorno familiar del presidente del Gobierno no provocan más escándalo. La respuesta es sencilla: el escándalo ya es la salsa del sistema. Si el Estado fuera una empresa, el departamento de compliance llevaría años teletrabajando… sin conexión a internet. Algo que ya ocurre en buena parte de la Administración.

Últimamente hemos tenido noticia de prácticas sospechosas de compra de votos por correo en distintas localidades. Puede parecer un desliz anecdótico, pero quizá sea un ensayo general. La liturgia del voto, ese último refugio de la legitimidad democrática, corre el riesgo de convertirse en otra mascarada, donde lo importante ya no sea lo que se vota, sino quién cuenta los votos.
«El Estado ha crecido como una masa informe, voraz e ineficaz. Cada año recauda más, regula más, prohíbe más… y funciona peor»
Paralelamente al desmoronamiento institucional, el Estado ha crecido como una masa informe, voraz e ineficaz. Cada año recauda más, regula más, prohíbe más… y funciona peor. El déficit estructural permanece inamovible, como si fuera un monumento de patrimonio nacional, y los fondos europeos desaparecen entre capas de burocracia, chiringuitos temáticos y consultoras de PowerPoint.

La administración pública ya no está al servicio del ciudadano, sino que el ciudadano parece estar al servicio de la administración. Paga, calla y además aplaude… o baila, como el día del Gran apagón.

España sigue teniendo elecciones, partidos y Parlamento. Sin embargo, nuestra democracia cada vez se parece más a una comedia bufa donde el decorado es democrático, pero el guion lo escriben delincuentes travestidos de políticos. Las instituciones no se derrumban: simplemente se vacían de significado. La ley se supedita al relato y la neutralidad institucional se ridiculiza, mientras la oposición se resigna a vivir de la sopa boba, como si no hubiera nada que hacer.

O se reinventa el sistema político desde los cimientos o un día despertaremos para comprobar que la democracia ha desaparecido por completo. No habrá sido un golpe de Estado en una fecha concreta, sino resultado de un pudriendo progresivo entre silencios, apaños, corrupciones y cálculos políticos.


"En realidad, el hombre no tiene derechos en una democracia.
No los perdió en beneficio de la colectividad nacional ni de la nación, sino de una casta político-financiera de banqueros y agentes electorales. 
La democracia masónica (globalista), a través de una traición sin igual, se disfraza de apóstol de la paz en esta tierra y al mismo tiempo proclama la guerra entre el hombre y Dios.
"Paz (Pacifismo) entre los hombres y guerra contra Dios". Corneliu Zelea Codreanu