LUCES DE LA HISPANIDAD
La valiosa huella española en América, un legado fértil
La labor de la colonización española en el Nuevo Mundo dejó unas huellas que permanecen hasta el día de hoy. Una cultura común a todos los pueblos iberoamericanos: la Hispanidad.
¿Sabías que los primeros grandes edificios que construyeron los españoles en América fueron, habitualmente, hospitales? ¿O que la monarquía hispánica auspició la primera campaña médica internacional, que llevó la vacuna de la viruela a todos los rincones de su Imperio, salvando miles de vidas? ¿Y que España facilitó el acceso a las nuevas universidades a los nativos, a través de un novedoso sistema de becas? ¿Conocías que fueron los propios españoles los pioneros en dar forma escrita y fijar la gramática de las lenguas autóctonas?
Hispanoamérica vive en el corazón de todos los españoles amantes de la historia patria. España, heredera del sentido universalista romano y católico, se volcó —tras el descubrimiento— en América y hacia América; donde su profunda huella ha quedado impresa de un modo muy singular. Santiago Cantera, doctor en Historia, presenta un fiel retrato del alma mestiza, diversa y rica de esa Nueva España del mar Océano, como la quiso llamar Hernán Cortés. Un análisis imprescindible sobre la original y prometedora realidad que surgió tras la evangelización e incorporación de los territorios americanos a la Monarquía Católica española.
Luces de la hispanidad reivindica la encomiable obra social y filantrópica de la Madre Patria en la América colonial y desmonta la leyenda negra indigenista sobre la presencia hispana en el Nuevo Mundo, creada por la propaganda anticatólica de las ideologías del odio —desenmascaradas en esta reveladora obra—, que llegaron de la mano de la Modernidad.
Un deslumbrante ensayo que recupera la tradición católica española y redescubre la auténtica esencia de Hispanoamérica. Toda una invitación a construir —desde una necesaria reconciliación con la verdad histórica— un futuro próspero, y a fortalecer los lazos que, desde hace siglos, unen a dos corazones que, en aras del progreso, ojalá vuelvan a latir acompasados.
A la Santísima Virgen de Guadalupe,
Reina de México y Emperatriz de América
INTRODUCCIÓN
Hispanoamérica está impresa de modo indeleble en el corazón de los españoles amantes de la historia patria. España se volcó en América y hacia América, al igual que hacia otros territorios del ancho mundo que en su día descubrió, colonizó y evangelizó. Por su amplitud y extensión geográfica y temporal, la huella hispánica se plasmó y ha quedado impresa de un modo muy singular en lo que fue la América española.
Lejos de una conquista meramente expansiva e impositiva de los propios estilos de vida aniquilando los aborígenes y a la población indígena o arrinconando a esta, como fue lo característico de otros procesos colonizadores en América o en otras partes del mundo, España se proyectó hacia América incorporándola a su Monarquía Católica, que por católica era cristiana y universal, y la abrazó con amor para dar a luz una realidad nueva y mestiza, hija de España y de las Américas, extendiendo hacia ellas la realidad ya antigua de las Españas y dando origen a otras nuevas Españas. Sin duda alguna, España era heredera del sentido universalista romano y lo había purificado y elevado con el sentido universalista cristiano.España llevó así a América la cristiandad, esa misma cristiandad que por entonces, en los siglos XVI y XVII, quebraba en Europa por la irrupción del protestantismo y del pensamiento de la modernidad que pretendía construir un nuevo orden fundamentado en la primacía del sujeto, en la inmanencia de las realidades terrenas y en la independencia soberana del Estado respecto de un orden moral natural y a su vez revelado por la verdadera religión.
El drama de Hispanoamérica, como el de la «Madre España», fue caer finalmente en las garras de esta quiebra de la cristiandad por la penetración y el triunfo de ese pensamiento rupturista de la modernidad. La tradición española, de España y de la América española, no fue opuesta al desarrollo científico y a todos los legítimos y positivos avances; bien al contrario, España fue pionera en muchos pasos que se dieron y en sus virreinatos americanos llevó a cabo experimentos y logros llamativamente innovadores, entre ellos la distribución de vacunas entre la población nativa. También promovió el desarrollo cultural e incorporó al mismo a los indígenas, creando universidades y escuelas superiores con plazas para ellos y sistemas de becas con el fin de que nadie quedase excluido ni por raza ni por escasez de medios económicos, y fue pionera también en dar forma escrita y fijar gramaticalmente las lenguas indias, algo impensable en otros procesos colonizadores paralelos y posteriores realizados por otras potencias.
Los inicios de ruptura avanzado el siglo XVIII, y a partir fundamentalmente de la «emancipación» americana en el XIX, trajeron en muchos de los nuevos Estados una quiebra respecto de la tradición hispánica y católica, sustituyendo esta por el intento de construir una nueva realidad nacional que en bastantes casos fue obra de artificio cuando se quiso sustentar sobre los modelos francés, británico o norte americano, o incluso en ocasiones sobre un idealizado pasado indio. Minorías afi nes o pertenecientes de lleno a la francmasonería y admiradoras de modelos ajenos al auténtico hispanoamericano han producido auténticos esperpentos en el campo del pensamiento político y social, transmitidos a la población en los planes de ense ñanza y que han supuesto un completo desastre en sus aplicaciones económico sociales.
Por eso, como ya desde pronto muchos pensadores e incluso muchas personas del pueblo sencillo comprendieron o intuyeron, se hace necesario volver la mirada hacia la verdadera tradición hispánica y católica de Hispanoamérica, redescubrir su auténtica esencia, enamorarse de ella y poder así construir un futuro mucho más prometedor que los miserables resultados a los que esta ruptura ha conducido. Tal es el sentido del título y del contenido de este libro.
El presente trabajo es en buena medida una recopilación y recomposición de otros anteriores, si bien ampliándolos, corrigiéndolos y actualizándolos al convertirlos en capítulos de este nuevo parto editorial. El primero fue expuesto en el Monasterio de Santa María de El Paular en abril de 2017, dentro de las jornadas dedicadas al V Centenario de la llegada de Carlos I a España, y fue publicado en las actas de las mismas bajo la dirección del Rvdo. D. Jesús R. Folgado García, "La llegada de Carlos I a España. Los inicios de un nuevo Imperio", Toledo, Instituto Teológico San Ildefonso, 2018.
Los capítulos 2 y 5 están tomados de mi libro "La acción social de la Iglesia en la Historia". Promoviendo caridad y misericordia, Madrid, Digital Reasons, 2016, el cual a su vez fue una nueva versión ampliada de mi Historia de la caridad y de la acción social de la Iglesia, publicada en Madrid, Vozdepapel, 2005. No obstante, en concreto oara el capítulo 2 se ha añadido todo un aoarato crítico antes inexistente y se han ampliado algunos elementos. El capítulo 3 es una reelaboración de otro de dicado a América en mi libro "La crisis de Occidente. Orígenes, actualidad y futuro", Madrid, Sekotia Ediciones (Colección Grafite - Biblioteca de Historia) 2008, cuya segunda edición apareció en 2011 y en este momento está ya disponible la tercera y se va preparando la primera italiana. Finalmente, el capítulo 4 fue un artículo publicado en la revista digital Arbil. Anotaciones de Pensamiento y Crítica, n.º 115 (diciembre 2007), y posteriormente en el volumen primero de mis Estudios de historia y espiritualidad monástica, 2 tomos, Salzburgo, Universitat Salzburg - Analecta Cartusiana, 2011.
CAPÍTULO 1
EL IDEAL HISPÁNICO EN LOS COMIENZOS
DE LA MONARQUÍA CATÓLICA
INTRODUCCIÓN
En una entrevista relativamente reciente aún en un diario madrileño a uno de los hispanistas extranjeros actuales que mejor conocen la figura de Carlos V, el historiador británico Henry Kamen, se le preguntaba si, cuando llegó a nuestras tierras hace 500 años, ya existía en España el sentimiento de nación, a lo cual el estudioso respondía -si realmente el texto es fiel a lo que dijo-: «No, el concepto todavía no existía. La palabra España no salía en la documentación oficial y el mismo Carlos V nunca se puso el título de rey de España. Podemos olvidarnos porque no nace hasta dos siglos más tarde. Tuvo que enfrentar todos los problemas según la región o provincia que trataba; la situación en Cataluña era diferente a la de Castilla, por ejemplo».
Esta percepción también la observamos en otros hispanistas extranjeros. Por ejemplo, el francés Joseph Pérez, después de haber titulado su estudio sobre estos monarcas Isabelle et Ferdinand. Rois Catholiques d'Espagne, cambió este nombre en su edición española por el de Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos, y nada más comenzar la introducción afirmaba al respecto:
«He titubeado mucho antes de dar a este libro el título de Fernando e Isabel, Reyes Católicos de España. Para empezar, España no es, a fines del siglo XV, más que una expresión geográfica, como ocurrirá con Italia hasta el siglo XIX. [...] Fernando e Isabel no fueron jamás reyes de España, sino reyes de Castilla y de Aragón, por así decirlo. Para ser totalmente exactos, habría que escribir, por lo menos: Reyes de Castilla, de Aragón, de Valencia, Condes de Barcelona...».
Dentro de los historiadores españoles, nos encontramos muchas veces con los que sostienen semejantes aseveraciones. De hecho, ya los miembros de mi generación, y no digamos las posteriores, hemos escuchado de la boca de diversos políticos y periodistas, así como de bastantes profesores de Historia tanto de enseñanza media como universitaria, que «hasta el siglo XVIII y los Borbones, y más concretamente hasta Carlos III, no se puede hablar de Reyes de España»; y no pocas veces se añadía a esto que «tampoco puede hablarse de España».
Sin embargo, esta es una visión nada ajustada a la realidad, que solamente se asienta sobre una interpretación literal de la intitulación oficial usada por los monarcas hispanos hasta el siglo XVIII, sin tener en cuenta otros textos y documentos e incluso los títulos que emplearon de forma oficial, como es el caso de los sellos y las monedas.
En efecto, los Reyes Católicos y sus sucesores no usaban normalmente en sus documentos la forma «Reyes de España» o «Rey de España», sino que siempre emplearon la de «Rey e Reyna de Castilla, de Leon, de Aragon, de Sicilia, de Toledo...». Sin embargo, también es innegable que numerosos autores contemporáneos, tanto extranjeros como aún más hispanos, les denominaban «Reyes de España», y por lo mismo llamaron a Carlos I y a Felipe II «Rey de España» e incluso ellos utilizaron este título en su forma latina en las monedas.
Un punto básico de confusión proviene de querer comprender las cosas desde conceptos desarrollados a partir de finales del siglo XVIII y sobre todo del XIX, como es el concepto nacionalista y liberal de «nación». Eso nos hace imposible comprender, incluso a los historiadores, otras realidades más profundas y a la vez más sencillas en las que se movían conceptual y anímicamente los hombres y las mujeres de las épocas anteriores.
Antes de la Revolución francesa existía el concepto de «nación» como lugar de nacimiento. Los ideólogos revolucionarios y liberales tomaron este término en otro sentido, entendiendo la nación como un todo absoluto y divinizando de forma panteística, que en el pensamiento de Hegel y del idealismo alemán llega a su culmen. La nación resuelta en el Estado nacional se convierte así en un ente absorbente, sín tesis superadora de la antítesis dialéctica de la realidad. En consecuencia, el nacionalismo ya no liga al hombre con su patria a través de un vínculo que es a un mismo tiempo natural y trascendente, sino mediante la sujeción a un ser abstracto y absoluto que tiende a absorber la personalidad humana en él. Incurre, en definitiva, en la idolatría de la nación.
Para entender adecuadamente a los hombres de los siglos XV y XVI como en este trabajo se desea, es necesario comprender el sentido clásico de la patria, como lo concebían el hombre antiguo, el hombre medieval y el hombre moderno prece dente a la Revolución francesa y al desarrollo del nacionalismo. El patriotismo es el amor debido a la propia patria, entendida como un legado material y moral de los antepasados, transmitido de generación en generación para que a su vez sea enri quecido y se pase en herencia a los sucesores siguientes. El término patria hace referencia a «la tierra de los padres», de los antepasados. Así, el amor a la patria nace de una vinculación natural y humana a la tierra donde el hombre ha nacido y vi vido y en la que quiere ser sepultado. Y esta vinculación natural a la tierra adquiere además inmediatamente una dimensión moral y espiritual, porque percibe ese le gado de las generaciones anteriores como una tradición que debe seguir enrique ciendo y transmitir. Al decir de san Isidoro de Sevilla, «el nombre de patria se debe a que es común a todos los que en ella han nacido». El amor a la patria o patriotismo, en consecuencia, es una virtud derivada de la piedad filial.
Desde esta comprensión, podemos adentrarnos mejor a la hora de comprender cómo se concebía y se vivía el ideal hispánico en el albor de la Edad Moderna, que es el tema que se nos ha propuesto. Desde aquí podremos comprender adecuada mente el sentimiento patriótico de tantos autores de los siglos XVI y XVII, entre ellos Francisco de Quevedo, quien, entre otros muchos ejemplos de patriotismo, elaboró una obra entre 1609 y 1611-1612 que dejó inacabada y no llegó a publicar y que tituló "España defendida de los tiempos de ahora, de las calumnias de los noveleros y sediciosos", dedicada al rey Felipe III, a quien expresa que la redacta «Cansado de ver el sufrimiento de España con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros», y al lector le dice que: «hijo de España escribo sus glorias», por lo cual se ha decidido a salir a la defensa de España, «mi patria».
LA HERENCIA MEDIEVAL
EL CONCEPTO DE ESPAÑA EN LA EDAD MEDIA
Ya hace muchos años que José Antonio Maravall publicó una obra que se ha convertido en un auténtico clásico: "El concepto de España en la Edad Media". Es fruto de un trabajo intenso y concienzudo y un libro bastante largo y denso, en el que concluye lo que su investigación ha hecho evidente: la existencia clara y explícita de tal con cepto en los siglos medievales. Bastante tiempo más tarde, a finales de los años 90, se editaron unas reflexiones de destacados académicos de la Historia sobre el ser de España que aportaban luz de nuevo sobre la cuestión de qué es España y cómo se ha concebido a lo largo de su historia; en ellas, varios medievalistas ofrecieron sus aportaciones. Poco antes, también se había abordado la cuestión en unas jornadas de la Universidad Carlos III cuyos trabajos se reunieron en un volumen, y de los que cabría resaltar la contribución del profesor Ladero Quesada, y en el año 2005 el Colegio Libre de Eméritos trató nuevamente el asunto y editó una publicación. Por otra parte, Julio Valdeón Baruque dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia en 2002 a "Las raíces medievales de España", que luego reelaboró para publicar a un nivel de mayor divulgación en un libro que tituló "La Reconquista".
A partir de estos y otros trabajos, puede decirse que, partiendo de la afirmación de la legitimidad de los diversos reinos cristianos surgidos a raíz de la conquista islá mica, en la Edad Media se concibe España como una realidad que va más allá de lo meramente geográfico: como una comunidad de entidad histórico-religioso-cultural, heredera de un legado romano, cristiano y visigodo, y que la diferencia del Islam y le da un carácter propio en el seno de la Europa cristiana. Por lo tanto, se acepta la ausencia de una unidad política, que sí había existido en el reino perdido de los godos, pero a la par se desarrollan ideas imperiales de hegemonía peninsular sobre todo en los reyes de León, como más directos herederos de la monarquía visigótica, y de solidaridad de los reyes de España entre sí para la gran tarea de la Reconquista. Más aún, los reyes hispanos incluso emparentan entre sí y existe claramente esa noción de los «reyes de España». En la Baja Edad Media, y sobre todo en época Trastámara, irán tomando más fuerza las tendencias y opiniones que abogan por reconstruir la antigua unidad política de España, perdida tras la invasión islámica del 711. Todo ello culminará bajo los Reyes Católicos, que llevarán a cabo este proyecto, pero manteniendo siempre las peculiaridades de los distintos reinos y Coronas.
Ya que se ha hecho mención del pasado visigótico, es obligado decir que fue en aquella época en la que, a partir de los fundamentos romanos anteriores, se elaboró un primer concepto de España como unidad a la vez geográfica, política, religiosa y cultural. Hace unos años publicamos un trabajo dedicado a este tema: Hispania-Spania. El nacimiento de España. Conciencia hispana en el Reino Visigodo de Toledo. A partir de las actas de los concilios generales de Toledo, de la historiografía de la época y de otros textos y datos, llegamos a la conclusión de que existió un claro concepto de España (Hispania o Spania en sus formas escritas, pero que ya se pronunciaba fonéticamente «España», como demuestra el profesor García Moreno) en los tiempos del reino visigodo de Toledo, fundamentalmente de la unificación política por Leovigildo y de la unidad religiosa conseguida en el III Concilio de Toledo bajo Recaredo y san Leandro en el año 589. Ese concepto fue el de un reino -regnum- unido en torno a una fe -la fe católica- y a una monarquía -la visigótica-; un reino que se identificaba con un territorio -Híspania o Spania, esto es, España, además de la Septimania- y que era amado como patria: la patria de un pueblo -la gens Gothorum-. Una patria que, siendo la adoptiva de los godos venidos de lejos y arribados a ella, era también la de una población hispanorromana ori ginaria que, gracias a la comunión en torno a la fe católica, se había unido a la población germánica. Y una patria que, desposándose ahora con este pueblo de los godos, era al mismo tiempo heredera de una rica tradición romana. La fusión de lo germánico y de lo romano era posible gracias a la fe católica.
Además de esto, concluíamos también en este trabajo que el reino visigodo y la unidad católica de España que él significaba fueron el principal ideal impulsor de la Reconquista tras la invasión islámica del año 711. Los diversos condados y reinos surgidos a partir de la catástrofe del 711 (entendida muy tempranamente como «pérdida de España» en la Crónica mozárabe del 754 y en las crónicas astures) aceptaron por lo general la nueva diversidad de entidades políticas que ellos representa ban. No obstante, en el ámbito astur-leonés se configuró pronto, alegando derechos de origen visigótico, una aspiración de hegemonía que llevó a la idea imperial y luego a otras formas: aspiración que heredaría la Corona de Castilla, sin olvidar ciertas modalidades de pretensión de una hegemonía hispánica existentes también en Navarra y Cataluña en algunos momentos. De todas formas, la asunción de la diversidad política de condados, reinos y coronas era perfectamente compatible con la visión ideal del reino visigodo, de cuya monarquía los condes y reyes hacían deri var su legitimidad de poder y con cuyos linajes nobiliarios pretendieron emparen tarse las familias aristocráticas. Pero sobre todo, el ideal visigótico era el de una España unida por la fe católica. La diversidad de reinos no se oponía a una comunión cultural de cuño religioso entre los mismos, en virtud de La unidad católica de España, y para recuperar esta era necesario emprender la Reconquista como proyecto común. En fin, la unión de reinos y coronas alcanzada por vía de unión dinástica mediante el matrimonio de los Reyes Católicos y completada con las siguientes incorporaciones de otros territorios (Granada, Canarias, Navarra ...) se sustentó básicamente sobre dos pilares: la tradición de la herencia goticista y de la fe católica. Isabel y Fernando se vieron a sí mismos como restauradores de aquel reino perdido en el 711 y que había tenido su seña clave de identidad en la unidad católica de España lograda en el III Concilio de Toledo.
LA DENOMINACIÓN «REYES DE ESPAÑA» EN LOS SIGLOS MEDIEVALES
Recogiendo la tradición goticista y dentro de lo que la historiografía conoce como «neogoticismo» en la Edad Media española y en el ideal de la Reconquista, no será raro que se denomine a diversos reyes hispánicos como «reyes de España» y que esta designación se utilice también para Isabel y Fernando y sus sucesores -Juana I, Carlos I y Felipe H-, incluso oficialmente en la acuñación de monedas, aun cuando no sea la institulación regia normal en los diplomas y documentos. En realidad, el origen de este título se remonta a la época visigótica, en la que ya se le reconocía al habitualmente llamado rex Gothorum -es decir, con el gentilicio característico de las monarquías germánicas- como rex Spaniae atque Gallíae, esto es, teniendo en consideración la extensión territorial de su reino ( regnum); así, por poner solo un ejemplo, lo recogieron las actas del IV Concilio de Toledo (633) al refe rirse al rey Sisenandoll.
Para el período de la Reconquista, Maravall se acerca de manera profunda a la realidad de los diversos reinos cristianos de la Península Ibérica en el Medievo, y analiza la razón de las expresiones Regnum Hispaniae, Reges Hispanici, Reges. Hispaniae, etc., que tantas veces aparecen en textos medievales. No vamos a tratar aquí con detalle ni a resumir ampliamente estos asuntos, pero sí diremos que, propiamente, el autor deja claro que en la Edad Media se habla de España y que este vocablo no se reduce a un simple valor geográfico, ya que «¿cuál es, en tal caso, la extraña condición de una entidad geográfica capaz de dar origen a un hecho tan singular (la realidad de las expresiones Regnum Hispaniae o Reges Hispanici)?». Después de estudiar la cuestión, Maravall viene a concluir que la idea medieval de España hace referencia a una comunidad de identidad histórica, religiosa y cultural que en un pasado (la época visigótica) había estado unida también políticamente, pero que luego perdió este último aspecto y no se aspira a recuperarlo de una ma nera plenamente intencionada. Es decir, los distintos reyes hispanos o españoles y sus reinos son legítimos y no se piensa en acabar con ellos, pero sí existe entre ellos una solidaridad asentada sobre esa unidad histórico-religioso-cultural que hemos señalado. Y esto les confiere una identidad frente al Islam y dentro de la Europa cristiana. En palabras suyas, «la divisio regnorum es un sistema, si no querido, por lo menos aceptado y que se mantiene de tal forma que se da, a la vez, una variedad de reinos y pluralidad de reyes con la conservación de una conciencia de unidad del que concomitantemente se llama Regnum Hispaniae. [...] Durante siglos, nadie piensa, o tal vez muy pocos, en reunir los reinos hispánicos, en restablecer efectiva mente la "Monarquía hispánica"; pero esta situación de división de reinos no resulta incompatible con el sentimiento de comunidad de los hispanos y con el concepto de Hispania -con todo el contenido histórico y, por consiguiente, político, que ese concepto lleva en sí-».
Así, por lo tanto, estos reyes «forman un grupo claramente definido y fijo: los reyes de España. Y cabe decir, incluso, que la expresión se va estabilizando y generalizando a medida que el tiempo avanza». Maravall indica cómo la expresión aparece en diplomas reales, crónicas y textos literarios, tanto pontificios y del extranjero, como de toda España: Castilla, Cataluña, Navarra ... y es conocida por los mismos reyes. Y «Unidad fundamental es aquella en la que descansa la expresión Reges vel príncipes Hispaniae, no de mera circunstancia geográfica, ni aún histórica. Muntaner la reduce a términos de absoluto, porque no dice siquiera que "son de una carne y de una sangre", sino que "son una carne y una sangre"». Exactamente, Muntaner dice en su Crónica que «Si aquest quatre reis que ell nomena, d'Espanya, qui son una carn e una sang, se tenguessen ensems, poc dubtaren e prearen tot l'altre poder del mon».
Por otra parte, se debe recordar cómo al final del Poema de Mío Cid, el matrimonio definitivo de las hijas de Rodrigo Díaz de Vivar emparenta a este con los linajes re gios hispanos, de tal modo que el autor afirma: «Oy los reyes d'España sos parientes son; / a todos alcanza onrra por el que en buena ora nación. Menéndez Pidal ya vio un «Valor nacional» en esta expresión y en todo el poema, y no deja de tener interés el hecho de que viene a mostrarse así al Cid como un vínculo entre las casas reales hispanas, con lo cual incluso podemos considerar que, de ser un héroe castellano, pasa a convertirse en un héroe español.
Por su parte, el profesor Ladero resalta cómo, «ciñéndonos a la época medieval, no parece que pueda haber muchas dudas sobre la presencia de España como realidad histórica, de la que sus propios habitantes, integrados en la Europa medieval, tomaron conciencia creciente a partir de los siglos XI al XIII, a través de ideas que, como suele suceder, fueron expresadas por los grupos dominantes pero que alcanzarían amplia aceptación social». El mismo autor afirma que «el concepto de España es, ante todo, un concepto histórico y cultural, más allá de lo geográfico y más allá de lo político, que son dos de sus elementos componentes, relativamente fijo el primero, cambiante en el tiempo el segundo».
En línea con Maravall, se refiere igualmente a la situación de «los cinco reinos», a la realidad de la pluralidad de entidades políticas en la península, pero indicando que «no hay motivo para ignorar o negar que existió una España medieval», independientemente del grado de cohesión o disgregación política que existiera en ella. Hacia el año 1300, en el que concluye su estudio, «la hipótesis de traducir la realidad histórica española, que era sentida conscientemente por los dirigentes, en una entidad política común que favoreciera la concentración de poder en manos de una sola monarquía era eso: una hipótesis». También matiza la idea de Maravall de que los «reyes de España» regían el ámbito hispano solidariamente, pues recuerda que en realidad fueron frecuentes los enfrentamientos entre ellos, si bien esto no significa que no existiese ese sentimiento de comunidad. Y, por otro lado, se ocupa del neogoticismo y de la «Reconquista» como elementos característicos de las cuestiones tratadas. Y en este sentido, debemos recordar cómo Sánchez Albornoz insistió siempre en el papel de la Reconquista en la configuración de España.
Así, pues, hacia el 1300 «existía, en fin, un concepto ya muy elaborado sobre la existencia histórico-cultural de España que permitiría en el futuro, entre otras co sas, imaginar y justificar proyectos de convergencia política».
Por eso, no debe extrañarnos que los reyes de Castilla se acogieran a la protección del apóstol Santiago, a quien se referían habitualmente en los preámbulos de los documentos que otorgaban como «el bienaventurado apóstol Señor Santiago, Luz e Espejo [o Patrón] de las Españas, caudillo e guiador de los reyes de Castilla e de León». Y cabe recordar que el arzobispo de Toledo era el «primado de las Españas», y «Cardenal de España» cuando se le concedía el capelo cardenalicio. Acerca de los patrocinios o patronazgos, no debemos olvidar asimismo que también se invocó a san Millán y san Isidoro en la Edad Media no solo como patronos de Castilla y de León, respectivamente, sino de todo el conjunto de España, y que Alfonso X creó una orden militar (la primera orden naval de la historia) bajo la advocación de Santa María de España.
Tampoco debe sorprendernos que en documentos elaborados en el ámbito vasco se aludiera en muchas ocasiones a su integración en la Corona de Castilla y a la idea de España, como se puede observar, por ejemplo, en la fundación del mayorazgo del solar de Muñatones, en Somorrostro (Vizcaya), por Juana de Butrón y Múgica, es posa de Lope García de Salazar, en 1469, en virtud de la facultad real dada por Juan II de Castilla, y en la que se indica que se da preeminencia a los hijos mayores sobre los otros, «lo qual guarda y comúnmente es guardado, y se acostumbra a guardar en todo el mundo, y especialmente en España, y aún singularmente en estas montañas y costa de la mar». El mencionado Lope García se definía en 1471 como «morador en Somorrostro, vassallo del muy alto y esclarecido Príncipe y muy poderoso Rey y Señor nuestro, el Rey don Enrique [IV], Rey de Castilla e de León, a quien Dios mantenga».
Y que España era algo más que un simple concepto geográfico y se sentía muy hondo lo reflejan frases como la recogida en el preámbulo de la fundación de mayo razgo que hizo Juan Ramírez de Guzmán, señor de Teba y Ardales (Málaga), mariscal de Castilla, previa facultad del citado rey Enrique IV, en 1460, al referirse a «los reyes de nuestra España de gloriosa memoria, ya los pasados y los que viben». Esto es lo que puede explicar también que los embajadores del rey Alfonso V de Aragón, Juan de Híjar y mosén Berenguer Mercader, exhorten a Juan II de Castilla a trabajar por la unidad de la Iglesia, esfuerzo para el que deben llegar a un acuerdo entre ambos monarcas y, asimismo, con los de Navarra y Portugal, para que «axí unida tota Spanya o pur la major part», otros príncipes cristianos se adhieran y les sigan, y de esta concordia obtendrán «gran merit davant Deu, gran gloria en tot lo mon, e sería gran honor de tota la naçió de Spanya». Ya en el concilio de Constanza de 1414, los cuatro reinos habían actuado con un voto único como «nación»: entonces, este término se entendía básicamente como lugar de nacimiento, pero habían tenido la conciencia de ser una entidad que, en su comunidad, era distinta de las otras cuatro «naciones» con voto, a saber, Italia, Alemania, Francia e Inglaterra. Y, más aún, Italia y España eran las que habían mantenido el nombre romano, en vez de adoptar el de Gotía, mientras que las otras habían adoptado el de los pueblos «bárbaros» que se habían asentado en ellas.
12 DE OCTUBRE,
¡FELIZ DÍA DE LA HISPANIDAD!
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LIBRO "LA CRISIS DE OCCIDENTE":
EN UN MOMENTO DE CONFUSIÓN Y PÉRDIDA
DE IDENTIDAD EUROPEA,
DEBEMOS VOLVER A NUESTROS FUNDAMENTOS
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