EL Rincón de Yanka: LA REVOLUCIÓN RUSA: LA TRAGEDIA DE UN PUEBLO (1891-1924) 💀💀💀

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miércoles, 2 de marzo de 2022

LA REVOLUCIÓN RUSA: LA TRAGEDIA DE UN PUEBLO (1891-1924) 💀💀💀

LA TRAGEDIA DE UN PUEBLO (1891-1924)
«Tenéis que entender que los líderes bolcheviques que tomaron el poder en Rusia no eran rusos. Ellos odiaban a los rusos. Ellos odiaban a los cristianos. Guiados por odio étnico torturaron y masacraron a millones de rusos sin ningún remordimiento. No se puede decir más claro. Los bolcheviques cometieron el mayor genocidio de todos los tiempos. El hecho de que la mayoría ignora o desconoce este enorme crimen es una prueba de que los medios de comunicación globales están en las manos de los mismos que lo cometieron». Aleksandr Solzhenitsyn
UN ENSAYO MAGISTRAL SOBRE EL ACONTECIMIENTO POLÍTICO MÁS DETERMINANTE DEL SIGLO XX, POR EL AUTOR DE "LOS EUROPEOS".

Orlando Figes marca un hito en la historiografía con este ensayo sobre el acontecimiento político más determinante del siglo XX: la toma del poder por el bolchevismo en Rusia. Sin adoctrinar ni manipular, el autor hace emerger ante nosotros el panorama aterrador que presentaba la Rusia de Lenin, retratando al padre del bolchevismo como el genio político y organizativo que fue, pero sin olvidar su carencia absoluta de escrúpulos políticos, derivada de la interpretación que hacía del marxismo. Su personalidad obsesiva y sectaria resulta determinante para comprender lo acontecido en Rusia a partir de abril de 1917, cuando volvió allí gracias al permiso otorgado por el estado mayor alemán. Figes nos muestra a un Lenin cuya obstinación rayaba en la histeria cada vez que un momento de crisis política ponía sobre la mesa la cuestión del poder, lo único que, en realidad, le importaba.
Elegido por la prestigiosa revista History Today como el mejor libro del año y galardonada con varios premios internacionales (NCR, Wolfson, W.H. Smith, etc.) este libro ha consagrado a Orlando Figes como el historiador que mejor conoce los entresijos de la Revolución rusa y, además, como un escritor con una técnica literaria excelente.

Cuesta pensar en un acontecimiento,o en una serie de ellos, que haya tenido más repercusión en la histo­ ria de los últimos cien años que la Revolución rusa de 1917. Una generación después de la implantación del sistema soviético, un tercio de la raza humana vivía bajo regímenes inspirados, en mayor o menor medida, en él. El miedo al bolchevismo fue un factor determinante en el auge de los movimientos fascis­tas, lo que condujo al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945, la exportación del modelo le­ninista a Europa del Este, China, el Sudeste Asiático, África y América Central sumió al mundo en una larga Guerra Fría que no llegó a un incierto fin hasta el derrumbe de la Unión Soviética, en 1991. «La Revolución de 1917 ha definido la configuración del mundo contemporáneo y hasta ahora no hemos em­pezado a emerger de su sombra», escribí en el prefacio a la primera edición de La Revolución rusa. La tra­gedia de un pueblo (1891-1924), en 1996. En la actualidad, en 20 17, esa ominosa sombra todavía pende sobre Rusia y las frágiles nuevas democracias que surgieron de la antigua Unión Soviética. Su presencia se percibe en los movimientos revolucionarios y terroristas de nuestra época. Tal como advierto en la frase final de este libro, «los fantasmas de 1917 todavía no descansan».

Muchos no compartieron esa visión durante los años inmediatamente posteriores al desmorona­ miento de la Unión Soviética. Entonces se extendió el convencimiento, al menos en Occidente, de que la Revolución rusa había terminado y de que sus falsos dioses habían sido eliminados por la democracia. En ese momentode triunfo y triunfalismo democrático, Francis Fukuyama escribió su influyente libro "El fin de la historia" y el último hombre (1992), en el que anunció la victoria definitiva del capitalismo liberal en su gran batalla ideológica contra el comunismo. «Lo que estamos presenciando --escribió Fukuyama­ no es soloel final de la Guerra Fria, ni la superación de un periodoconcreto de la historia posbélica, sino el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica del ser humano y la universa­ lización dela democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano».

Mientras trabajaba en La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), entre 1989 y 1996, sin duda tuve la liberadora sensación, en tanto que historiador, de que mi objeto de investigación ya no nece­sitaba definirse por las batallas ideológicas de la Guerra Fría. La Revolución rusa estaba pasando a la «his­toria» de una forma nueva: con el derrumbe del sistema soviético, por fin podía apreciarse en ella una tra­yectoria histórica completa (un principio, un desarrollo y, ahora, un final) que podría estudiarse de ma­nera más permisiva, sin las presiones de la política contemporánea ni las limitantes agendas de la sovie­tología, esto es, del marco científico-político que habían adoptado la mayor parte de los estudios occiden­tales sobre la Revolución rusa cuando la Unión Soviética todavía existía.

Mientras trabajaba en La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), entre 1989 y 1996, sin duda tuve la liberadora sensación, en tanto que historiador, de que mi objeto de investigación ya no necesitaba definirse por las batallas ideoló­gicas de la Guerra Fría. La Revolución rusa estaba pasando a la «historia» de una forma nueva: con el derrumbe del sistema soviético, por fin podía apreciarse en ella una trayectoria histórica completa (un principio, un desarrollo y, ahora, un final) que podría estudiarse de manera más permisiva, sin las presiones de la política contemporánea ni las limitantes agendas de la sovietología, esto es, del marco cien­tífico-político que habían adoptado la mayor parte de los estudios occidentales so­ bre la Revolución rusa cuando la Unión Soviética todavía existía.

Mientras tanto, la apertura de los archivos soviéticos permitió nuevos enfoques para la historia de la Revolución rusa. Mi opción fue utilizar historias personales de individuos de a pie, cuyas voces no se habían incluido en las narraciones de la época de la Guerra Fría (ni soviéticas ni occidentales), ya que se habían centrado en las «masas» abstractas, las clases sociales, los partidos políticos y las ideologías. Dado que había trabajado en los archivos soviéticos desde 1984, me mostraba es­ céptico ante la posibilidad de que todavía pudieran descubrirse revelaciones sor­ prendentes sobre Lenin, Trotski o incluso Stalin, que es lo que buscaban sobre todo las caras nuevas que llegaban a las salas de lectura. No obstante, me emocionaba te­ ner la oportunidad de ahondar en los archivos personales de las figuras menores de la Revolución rusa (líderes secundarios, obreros, soldados, funcionarios, intelectua­ les e incluso campesinos) en mucha mayor medida de lo que se había permitido con anterioridad. El enfoque biográfico que acabé por adoptar en La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891- 1924), pretendía algo más que añadir «interés humano» a la narración. Al entretejer las historias de esas personas anónimas a lo largo de mi relato histórico, q¡uería presentar la Revolución rusa como una dramá­tica serie de acontecimientos que escaparon al control de las personas que partici­ paron en ellos. Las figuras que elegí tenían un rasgo en común: con la intención ini­cial elle influir en el curso de la historia, todas habían sido víctimas de la ley de las consecuencias involuntarias. Al centrarme en ellas, mi voluntad era transmitir el trágico caos de la Revolución rusa, que engulló tantas vidas y destruyó tantos sueños.

Mi concepción de la revolución como la «tragedia de un pueblo» también bus­caba servir de debate sobre el destino de Rusia: su incapacidad de superar el pasado autocrático y estabilizarse como democracia en 1917; su precipitación hacia la vio­lencia y la dictadura. Me parecía que las causas de ese fracaso democrático enraiza­ ban en la historia del país, en la debilidad de su clase media y de sus instituciones civiles, y, sobre todo, en la pobreza y el aislamiento del campesinado, la inmensa mayoría de la población rusa, cuya revolución agraria había estudiado con detalle en mi primer libro, Peasant Russia, Civil War (1989).

Cuando se publicó la primera edición de La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), hubo críticos que pensaron que el libro era demasiado des­ alentador en su evaluación del potencial democrático de la revolución. Parte de esa reacción tenía su origen en la visión marxista de la Revolución de Octubre de 1917 como un levantamiento popular basado en una revolución social que no perdió su carácter democrático hasta después de la muerte de Lenin, en 1924, y del ascenso de Stalin al poder. Pero parte de ella se enraizaba en las esperanzas democráticas in­vertidas en la Rusia postsoviética por una amplia variedad de agentes interesados, desde aquellos idealistas veteranos, la intelligen­tsia rusa, que quería creer que Rusia todavía podría convertirse en una democracia floreciente una vez que se la liberase de su herencia estalinista, hasta los líderes empresariales de Occidente, más prag­máticos pero ignorantes acerca de la situación del país, que necesitaban creer lo mismo con el fin de invertir allí su dinero.

Esas esperanzas demostraron tener los días contados, pues bajo el mandato de Vladímir Putin, elegido presidente en 2000, Rusia retrocedió a un tipo de gobierno más autoritario y familiar. Las causas de este fracaso democrático eran equipara­bles a las de 1917, tal como las describí en La Revolución rusa. La tragedia de un pue ­blo (1891-1924), aunque con una salvedad. A diferencia de la caída del sistema za­rista en febrero de 1917, el desmoronamiento del régimen soviético en 1991 no fue la consecuencia de una revolución popular ni social que condujese a la reforma de­mocrática del Estado. Fue en esencia una abdicación del poder por parte de las élites comunistas, quienes, por lo menos en Rusia, donde no existían leyes de depura­ción como las presentes en Europa del Este y en los Estados bálticos que les impi­dieran ocupar de nuevo cargos públicos, pronto lograron recuperar puestos domi­ nantes en la política y en los negocios con nuevas identidades políticas. Ahorrándose el escrutinio público por sus actividades durante el periodo soviético, el KGB, en la que Putin había hecho carrera, la agencia se reconstruyó y acabó convertida en el Servicio de Seguridad Federal (FSB, por sus siglas en ruso) sin cambios importantes de personal.

Igual que en 1917, el giro hacia un gobierno autoritario durante el mandato de Putin fue posible debido a la debilidad de las clases medias y de las instituciones públicas de la Rusia postsoviética. Sujeta a las presiones del mercado, la intelligen­tsia demostró ser mucho más pequeña y menos influyente de lo que se creía y per­dió su credibilidad en tanto que voz moral del pueblo, un papel que había desempe­ñado desde el siglo XIX: vivía en un mundo de libros en una época en la que el poder y la autoridad se veían definidos cada vez más por los medios de comunicación de masas, controlados por el Estado. Junto a eso, en el cuarto de siglo transcurrido desde la caída del régimen soviético el desarrollo de las instituciones públicas en Rusia ha resultado ser penosamente débil. ¿Dónde están las asociaciones profesionales, los sindicatos, las organizaciones de consumidores, los partidos políticos de verdad? El problema para la democracia en Rusia se debe tanto a la debilidad de la sociedad civil como a la fuerza opresiva del Estado.

En todo caso, el mayor problema para el proyecto democrático de 1991, igual que en 1917, fue el simple hecho histórico de que los rusos no tenían una experiencia real de democracia. Ni el Gobierno zarista ni el soviético les habían dejado probar ni habían permitido que comprendieran qué eran la soberanía parlamentaria, la res­ ponsabilidad del Gobierno ni las libertades protegidas por ley. La concepción popu­lar de «democracia» en 1917 no era en absoluto una forma de gobierno, sino más bien una etiqueta social, equivalente a «pueblo llano» y cuyo sistema contrario no era la «dictadura», sino la «burguesía». Partiendo de esa premisa, durante las seis o quizá siete décadas posteriores, la gente podía creer que el sistema soviético era «el más democrático del mundo», en la medida en que proporcionaba, más o menos, empleo universal, vivienda, sanidad e igualdad social. Desde ese prisma, la crisis económica que acompañó al desmoronamiento del sistema soviético minó la credi­ bilidad de las versiones capitalistas de la «libertad» y la «democracia» que se ofre­ cieron en su lugar.

Para la mayor parte de los rusos de a pie, sobre todo para los de cierta edad y que se identificaban como «Soviéticos», la década de 1990 fue casi una catástrofe. Lo perdieron todo: una forma de vida que les era familiar; un sistema económico que garantizaba la seguridad; una ideología que les proporcionaba certezas morales, in­ cluso quizá esperanza; un gran imperio con un estatus de superpotencia y una identidad que cubría todas las divisiones étnicas, y un orgullo nacional por los lo­ gros soviéticos en cultura, ciencia y tecnología. Mientras se esforzaban por adap­tarse a las duras realidades del nuevo modo de vida capitalista, en el que no había ninguna gran idea, ningún propósito colectivo definido por el Estado, miraban con nostalgia al periodo soviético. Muchos suspiraban por el pasado mítico que recor­ daban o imaginaban haber vivido con Stalin, quien, según creían, había presidido en épocas de abundancia material, orden y seguridad, los «mejores momentos de la historia del país». Una encuesta realizada en 2005 indicó que el 42 por ciento de los rusos, y el 60 por ciento de quienes tenían más de sesenta años, deseaban el regreso de «un líder como Stalin».

Desde el principio de su régimen, Putin se propuso restaurar el orgullo de la his­toria soviética. Era uno de los pilares de su plan para volver a hacer de Rusia una gran potencia. La recuperación del pasado soviético, Stalin incluido, sancionó el propio gobierno autoritario de Putin y lo legitimó como la continuación de una gran potencia. La recuperación del pasado soviético, Stalin incluido, sancionó el propio gobierno autoritario de Putin y lo legitimó como la continuación de una larga tradición rusa de un poder estatal fuerte que se remontaría a antes de 1917, con los zares. El orden y la seguridad proporcionados por el Estado, según este mito, están mejor valorados a ojos de los rusos que los conceptos liberales occiden­tales de los derechos humanos y la democracia política, que carecen de raíces en la historia rusa.

La iniciativa histórica de Putin ganó popularidad en Rusia, sobre todo cuando alentó los sentimientos nacionalistas, el orgullo patriótico sobre la victoria sovié­tica en 1945 y la nostalgia por la Unión Soviética. Cuando en 2005 declaró ante la Asamblea Federal rusa que «la ruptura de la Unión Soviética era la mayor tragedia geopolítica del siglo XX», Putin estaba verbalizando la opinión de tres cuartos de la población, que, según una encuesta de 2000, lamentaban la descomposición de la URSS y querían que Rusia se expandiera en tamaño e incorporase territorios «ru­ sos», como Crimea y Donbás, que se habían «perdido» a manos de Ucrania. En 2014, voluntarios con banderas neosoviéticas cruzarían la frontera de Rusia para luchar por la recuperación de esos dos territorios ucranianos.

La reescritura positiva de la historia soviética también supuso un alivio para aquellos rusos que habían lamentado que se «ensuciara» la historia de su país du­rante el periodo de la glásnost, cuando los medios de comunicación se llenaron de revelaciones acerca de los «crímenes de Stalin», lo que ponía en entredicho la versión de los libros de texto soviéticos que habían estudiado en la escuela. Muchos se habían sentido incómodos con determinadas preguntas acerca de las acciones de sus familiares durante el mandato de Stalin. No querían escuchar discursos morali­ zadores sobre lo «mala» que era la historia de su país. Al restaurar el orgullo por el pasado soviético, Putin ayudó a que los rusos volvieran a sentirse bien de serlo.

Su iniciativa empezó en las escuelas, donde los libros de texto considerados de­masiado negativos en su enfoque sobre el periodo soviético no recibieron la aproba­ción del Ministerio de Educación y, por lo tanto, se retiraron de las aulas. En 2007, Putin dijo en un encuentro de profesores de historia:

En cuanto a la existencia de páginas problemáticas en nuestra historia, sí, las hemos tenido. Pero ¿qué Estado no las tiene? En realidad, hemos tenido menos que otros [países]. Y las nues­ tras no han sido tan horribles como las de otros. Sí, las hemos tenido: recordemos los aconte­cimientos que empezaron en 1917, no los olvidemos. Pero otros países no han tenido menos problemas, sino más. En resumidas cuentas, nosotros no vertimos productos químicos en miles de kilómetros cuadrados ni lanzamos en un país pequeño siete veces más bombas que durante toda la Segunda Guerra Mundial, como hicieron los estadounidenses en Vietnam. Tampoco tenemos otras páginas negras, como el nazismo,por ejemplo. En la historia de cualquier Estado ocurren toda clase de cosas. Y no podemos permitir que la losa de la culpabili­ dad nos aplaste...

Putin no negaba los crímenes de Stalin. Pero insistía en la necesidad de no obse­ sionarse con ellos, de ponerlos en la balanza frente a sus logros como una forma de reconstruir el «glorioso pasado soviético». En un manual para profesores de histo­ria encargado por el presidente y muy promocionado en las escuelas rusas, Stalin quedaba retratado como un «líder eficaz» que «actuó de manera racional al condu­cir una campaña de terror para asegurar la modernización del país».

Los sondeos sugieren que los rusos compartían esta perturbadora actitud hacia la violencia de la Revolución rusa. Según una encuesta llevada a cabo en 2007 en tres ciudades (San Petersburgo, Kazán y el lugar de nacimiento de Lenin, Uliánovsk), el 71 por ciento de la población pensaba que Félix Dzerzhinski, el fun­ dador de la Checa (la precursora del KGB) en 1917, había «protegido el orden pú­ blico y la vida civil». Solo el 7 por ciento consideraba que era un «Criminal y ver­dugo». La encuesta sacó a la luz algo aún más preocupante: pese a que casi todos los ciudadanos estaban bien informados acerca de las represiones en masa ocurridas durante la época de Stalin (la mayoría reconocía la existencia de «entre diez y treinta millones de víctimas»), dos tercios de quienes respondieron todavía creían que Stalin había sido positivo para el país. Muchos consideraban que, bajo su man­dato, la gente era «más amable y más compasiva». Incluso teniendo constancia de los millones de personas asesinadas, daba la sensación de que los rusos continua­ ban aceptando la idea bolchevique de que la violencia de Estado masiva puede jus­tificarse si permite alcanzar los objetivos de la revolución.

En otoño de 2011, millones de rusos vieron el programa de televisión Sud vre­ mení (El tribunal del tiempo), en el que se juzgaba a diversas figuras y episodios de la historia rusa en un juicio ficticio con abogados, testigos y un jurado de telespecta­ dores que daban su veredicto por teléfono. Las sentencias a las que se llegó en este juicio emitido por la televisión estatal no permiten albergar muchas esperanzas de que la actitud de los rusos haya cambiado. Una vez presentadas las pruebas de la guerra de Stalin contra el campesinado y los catastróficos efectos de la colectiviza­ción forzosa, a causa de la cual murieron de hambre millones de personas y muchas más fueron enviadas a los campos de concentración de los gulags o a otros centros penales remotos, el 78 por ciento de los telespectadores seguía creyendo que, pese a todo, dichas medidas estuvieron justificadas, que fueron una «terrible necesidad» para la industrialización soviética. Solo el 22 por ciento las consideró un «crimen».

Puede que la Revolución rusa haya muerto políticamente, pero continúa viva en esas mentalidades que, a su vez, seguirán dominando la política rusa durante mu­ chos años.

Así pues, ¿cómo deberíamos conmemorar el centenario de la Revolución rusa? En 1889, para celebrar el centenario de la Revolución francesa, se inauguró la torre Eiffel a la entrada de la Feria Internacional de París de aquel año. La torre simboli­zaba los valores de la Tercera República derivados de 1789. No podría construirse un monumento similar en Rusia, donde la conmemoración de la Revolución de Octubre ha dividido al país desde la caída del régimen soviético. En 1996, Borís Yeltsin sustituyó el Día de la Revolución del 7 de Noviembre por el Día del Acuerdo y la Reconciliación «Con el fin de disminuir las confrontaciones y favorecer la con­ ciliación entre losdistintos segmentos de la sociedad». A pesar de ello, los comunis­tas siguieron conmemorando el aniversario de la revolución a la manera tradicio­ nal rusa, con un desfile de estilo militar inmenso y ondeando banderas rojas. Putin trató de resolver el conflicto instaurando el Día de la Unidad Nacional el 4 de no­ viembre (la fecha del fin de la ocupación polaca de Rusia en 16 12). Sustituyó la fiesta nacional del 7 de noviembre en el calendario oficial de 2005 . Pero el Día de la Unidad Naciona l tampoco caló. Según una encuesta de 2007, solo el 4 por ciento de la población sabía cuál era su origen. Seis de cada diez personas se oponían a la des­ aparición del Día de la Revolución. Pese a los esfuerzos de Putin por reclamar los lo­gros positivos del pasado soviético del país, no hay una narración histórica de la Revolución de Octubre alrededor de la cual pueda unirse la nación: algunos la ven como una catástrofe nacional, otros como el principio de una gran civilización, pero el país en conjunto sigue siendo incapaz de reconciliarse con su violento y contradictorio legado.

De un modo análogo, tampoco pudo lograrse un consenso acerca de qué hacer con el fundador del Estado soviético. Yeltsin y la Iglesia ortodoxa rusa recibieron peticiones para que se cerrara el mausoleo de Lenin de la Plaza Roja de Moscú, donde estaba expuesto el cuerpo embalsamado desde 1924, y para que el difunto fuese enterrado junto a su madre en el cementerio Volkov de San Petersburgo, tal como él deseaba. Pero los comunistas se organizaron y se manifestaron para opo­nerse, así que el tema quedó sin resolver. Putin se negaba a sacar a Lenin del mau­soleo argumentando que ofendería a la generación de rusos de más edad, quienes tanto habían sacrificado por el sistema soviético (lo que daba a entender que ha­ bían abrazado ideales falsos).

Con semejante confusión y disparidad de opiniones, probablemente la conme­ moración de la revolución sea discreta en la Rusia de 2017. También es muy proba­ ble que lo sea en Occidente, donde la Revolución rusa ha perdido peso en nuestra conciencia histórica, en parte como resultado del decreciente interés de los medios de comunicación en el tema desde el fin de la Guerra Fría, conforme nuestra aten­ ción se redirigía hacia Oriente Próximo y el problema del extremismo islámico. Y, quizá en parte, porque nuestra preocupación cada vez mayor por los derechos hu­manos, que domina nuestro discurso moral acerca del cambio político, nos ha lle­vado a comprender peor la fuerza emotiva de otros valores, como la justicia social y la redistribución de la riqueza, que alimentan la violencia revolucionaria.

No obstante, tal como han demostrado los acontecimientos de los últimos años, la era de las revoluciones no ha terminado.

Las «revoluciones de colores» de los Balcanes, Ucrania, Georgia y el Líbano, la Primavera Árabe y el Euromaidán ucraniano nos recuerdan la fuerza que tiene la protesta en masa a la hora de derrocar Gobiernos, a menudo mediante la violencia. De todos estos movimientos pueden extraerse lecciones cuando se los compara con 1917. El uso de las redes sociales para organizar a las multitudes, por ejemplo, bien lo habría aplaudido Lenin. Igual que lo fueron los jacobinos para los revoluciona ­ rios del siglo XIX, los bolcheviques se convirtieron en un modelo para todos los mo­ vimientos revolucionarios del siglo XX, desde China hasta Irán, así como para los terroristas de nuestros días. Todos los métodos empleados por ISIS (el uso de la gue­rra y el terrorismo para construir un Estado revolucionario, la devoción fanática y la disciplina militar de sus seguidores y la excelente utilización de la propaganda) los dominaron antes que nadie los bolcheviques durante la guerra civil rusa.

No conviene que caigamos en la autocomplaciente idea de que la revolución no podría suponer una amenaza para las democracias liberales occidentales. El re­ciente auge de los movimientos de masas populistas por toda Europa debería recor­darnos que las revoluciones pueden surgir de forma inesperada: siempre acechan. La historia europea del siglo XX demuestra lo frágil que ha sido la democracia. Si ganó sus grandes batallas ideológicas contra el fascismo y el comunismo, solo lo hizo por un margen estrecho y su victoria no estaba en absoluto predestinada: el re­sultado bien podría haber sido distinto. Tal como escribí en 1996 en los párrafos fi­nales de La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), «tenemos que intentar fortalecer nuestra democracia, tanto como una fuente de libertad como de justicia social, para evitar que los desfavorecidos y los desilusionados vuelvan a rechazarla».
Londres, enero de 201 7

PREFACIO A LA EDICIÓN DE 1996

En la actualidad denominamos a tantísimas cosas «revolución» (un cambio en la política gubernamental sobre el deporte, una innovación tecnológica o incluso una nueva tendencia del mercado) que al principio puede resultar difícil para el lector de este libro el percatarse de la enorme importancia del tema tratado. La Revolución rusa fue, al menos en cuanto a sus efectos se refiere, uno de los mayores acontecimientos de la historia del mundo. Al cabo de una generación del estableci­miento del poder soviético, una tercera parte de la humanidad estaba viviendo bajo regímenes modelados sobre este. La Revolución de 1917 ha definido la configura­ ción del mundo contemporáneo y hasta ahora no hemos empezado a emerger de su sombra. No se trató tanto de una sola revolución (la erupción compacta de 1917 tan a menudo referida en los libros de historia) como de un complejo entero de re­voluciones distintas que hicieron explosión a mediados de la Primera Guerra Mundial e iniciaron una reacción en cadena de más revoluciones y de guerras civi­les, étnicas y nacionales. Cuando todo terminó, había saltado por los aires (y se ha­ bía vuelto a reconstruir) un imperio que cubría la sexta parte del planeta. Aun a riesgo de parecer duro, lo cierto es que la manera más fácil de abarcar el espectro de la revolución es señalar las formas en que desperdició vidas humanas: decenas de miles fueron asesinados por las bombas y las balas de los revolucionarios, y al me­nos un número igual por las represiones del régimen zarista, antes de 1917; millares murieron en las calles combatiendo ese año; centenares de miles a causa del te­rror de los rojos (y un número equivalente del terror de los blancos, si se cuentan las víctimas de sus pogromos contra los judíos) durante los años que siguieron; más de un millón perecieron en el curso de los combates de la guerra civil, inclui­dos civiles en la retaguardia, y a esos se sumaron las personas que murieron de hambre, de frío y de enfermedad, más numerosas que las fallecidas por todas las otras causas juntas.

Imagino que todo esto es una excusa para la considerable extensión del libro (el primer intento de una historia global de todo el periodo revolucionario en un solo volumen). Su narración comienza en la última década del siglo XIX, cuando empezó realmente la crisis revolucionaria, y más específicamente en 1891, cuando la reac­ ción de la gente ante la hambruna provocó por primera vez un enfrentamiento con la autocracia zarista. Y concluye en el año 1924, con la muerte de Lenin, en la época en que la revolución había trazado un círculo completo y las instituciones básicas, si es que no todas las prácticas, del régimen estalinista ya existían. La razón de esta disposición es el deseo de proporcionar a la revolución un arco temporal mucho más amplio del habitual. Pero tengo la impresión de que, con una o dos excepcio­nes, las historias anteriores de la revolución se han centrado demasiado estrechamente en los acontecimientos de 1917, y esto ha tenido como consecuencia que el conjunto de sus posibles resultados parezca mucho más limitado de lo que real­ mente fue. No resultó en absoluto inevitable que la revolución concluyera con la dictadura bolchevique, aunque centrar la vista en aquel fatídico año conduciría a esa conclusión. Hubo un conjunto de momentos decisivos, tanto antes como du­rante 1917, en que Rusia pudo haber seguido un camino más democrático. La fina­lidad de La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924) al enfocar la revo­lución a largo plazo es explicar por qué no fue así en ninguno de los casos. Como el subtítulo pretende sugerir, el libro se apoya en la tesis de que el fracaso democrá­tico de Rusia estaba profundamente enraizado en su cultura política y en su histo­ria social. Muchos de los temas de los cuatro capítulos introductorios de la primera parte (la ausencia de un contrapeso estatal al despotismo del zar, el aislamiento y la fragilidad de la sociedad civil liberal, el atraso y la violencia del campo ruso, que impulsó a tantísimos campesinos a marcharse y buscar una vida mejor en las ciu­dades industriales, y el extraño fanatismo de la intelligentsia radical rusa) reapare­cerán como temas constantes de la narración de la segunda, tercera y cuarta partes.

Aunque la política nunca anda lejos, esta, en mi opinión, es una historia social en el sentido de que se centra sobre todo en la gente corriente. He intentado presentar a las fuerzas sociales más importantes (el campesinado, la clase obrera, los soldados y las minorías nacionales) como los participantes de su propio drama revolu­cionario en lugar de como las «Víctimas» de la revolución. Esto no significa negar que hubo muchas víctimas. Tampoco significa adoptar el enfoque «finalista» tan de moda últimamente entre los historiadores «revisionistas» de la Rusia soviética. Sería absurdo (y en el caso de Rusia, obsceno) llegar a la conclusión de que cada pueblo tiene el Gobierno que se merece. Pero, al mismo tiempo, ya no resulta ade­cuado el tipo de historias politizadas y «elitistas» de la Revolución rusa que se so­ lían escribir en la época de la Guerra Fría, en las que el pueblo llano aparecía como el objeto pasivo de las perversas maquinaciones de los bolcheviques. Ahora tene­ mos una bibliografía rica y creciente, basada en la investigación de archivos a los que por fin puede accederse, sobre la vida social del campesinado ruso, de los obre­ros, de los soldados y de los marineros, de las capitales de provincia, de los cosacos y de las regiones no rusas del imperio durante el periodo revolucionario. Estas mo­ nografías nos han proporcionado un retrato mucho más complejo y convincente de la relación entre el partido y el pueblo que la que se presentaba en la antigua ver­ sión «elitista». Han puesto de manifiesto que en lugar de una sola revolución abs­tracta impuesta por los bolcheviques sobre toda Rusia, a menudo esta quedó confi­gurada por las pasiones y los intereses locales. La obra que los lectores tienen en las manos es un intento de sintetizar esa reevaluación y de avanzar otro paso más en el debate. Tal como indica su título, intenta poner de manifiesto que lo que comenzó como una revolución del pueblo contenía las semillas de su propia degeneración en la violencia y la dictadura. Las mismas fuerzas sociales que provocaron el triunfo del régimen bolchevique se convirtieron en sus víctimas principales.

Finalmente, la narración de La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924) entrelaza las esferas privada y pública. Siempre que ha sido posible, he inten­tado subrayar el aspecto humano de sus grandes acontecimientos escuchando las voces de los individuos cuyas vidas se vieron atrapadas por la tempestad. Sus dia­rios, cartas y otros escritos privados aparecen con frecuencia en este libro. Además, se siguen las historias personales de varios personajes en el curso de la narración principal. Algunos de estos personajes son muy conocidos (Maksim Gorki, el gene­ral Brusílov y el príncipe Lvov), mientras que otros son desconocidos incluso para los historiadores (el reformador campesino Serguéi Semiónov y el sargento y comi­sario Dmit ri Os'kin). Pero todos ellos tuvieron esperanzas y aspiraciones, temores y decepciones, que fueron típicas de la experiencia revolucionaria en su conjunto. Al seguir los destinos de estos personajes, mi objetivo ha sido trazar el caos de esos años, tal como lo sintieron los hombres y las mujeres de a pie. He intentado presen­tar la revolución no como un desfile de fuerzas sociales e ideologías abstractas, sino como un acontecimiento humano de complicadas tragedias individuales. Fue una historia, desde todos los puntos de vista, de gente que, como los personajes de este libro, partió de altos ideales encaminados a la consecución de un fin solo para des­ cubrir posteriormente que el resultado era bastante diferente. Esta es, de nuevo, la razón por la que elegí subtitular el libro "La tragedia de un pueblo", porque no solo trata del trágico cambio que aconteció en la historia de un pueblo, sino también de cómo la tragedia de la revolución anegó los destinos de quienes la vivieron.