EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA CRISIS DE OCCIDENTE": EN UN MOMENTO DE CONFUSIÓN Y PÉRDIDA DE IDENTIDAD EUROPEA, DEBEMOS VOLVER A NUESTROS FUNDAMENTOS

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lunes, 21 de febrero de 2022

LIBRO "LA CRISIS DE OCCIDENTE": EN UN MOMENTO DE CONFUSIÓN Y PÉRDIDA DE IDENTIDAD EUROPEA, DEBEMOS VOLVER A NUESTROS FUNDAMENTOS


SANTIAGO CANTERA
Orígenes, actualidad y futuro

EN UN MOMENTO DE CONFUSIÓN 
Y PÉRDIDA DE IDENTIDAD EUROPEA, 
DEBEMOS VOLVER A NUESTROS FUNDAMENTOS

"En el fondo de toda civilización moderna late la barbarie, porque es barbarie todo lo que sea sublevación contra los principios morales y religiosos". V. de Mella

¿Qué ha pasado con Europa? ¿Sucumbirá finalmente o hay lugar para la esperanza?
Europa hunde sus raíces en una fusión de cuatro elementos que han configurado su identidad: helenismo, romanismo, germanismo o eslavismo y cristianismo. Sobre ellos ha sustentado el mensaje que ha transmitido al resto de la humanidad y que ha dado origen a la civilización occidental, principalmente al proyectarse hacia América. Sin embargo, desde un cierto momento histórico comenzó a producirse una alteración progresiva con respecto a sus fundamentos y, a consecuencia de ella, en nuestro tiempo nos encontramos ante una verdadera crisis de civilización que amenaza con el mismo ocaso de ésta.

"La crisis de occidente" se ha convertido en una obra imprescidible para reconocer nuestros orígenes, y cómo Occidente fue cimentada en base a una fe y una cultura cristiana que nos atañe a todos de una forma u otra. La obra está fundamentada desde una idea arquitectónica -y no es simple metáfora-, solo hay que ver cómo se titula cada parte del libro. El autor se retrotrae a una etapa de construcción donde Europa no era reconocida como lo que es hoy, una sólida agrupación de países ricos y desarrollados, si no cuando era un gran paraje de pueblos disueltos en una geografía que les sobrepasaba. La edific ación de Europa, a través del desarrollo de los monasterios benedictinos, fue la red necesaria para sostener lo que hoy conocemos como Occidente.

PRÓLOGO

A LA PRIMERA EDICIÓN

Ciertamente, vivimos un momento de orfandad espiritual y amnesia histórica. Un momento en el que la damnatio memoriae Ecclesiae hace especial daño a la memoria histórica común de los europeos.
De hacer caso al primer borrador del preámbulo del fenecido proyecto de Constitución Europea pareciera que en la historia de Europa no habría habido contribución alguna del Cristianismo.
Ello ante la pasividad de buena parte de la clase política y los intelectuales. De ahí la necesidad de una profunda ref lexión sobre la identidad europea como la que fray Santiago Cantera nos ofrece en el presente libro.
Los siglos de transición entre la Antigüedad y el Medievo fueron testigos del fin del magnífico edificio institucional levantado por el genio de Roma. Muchos creyeron entonces que se aproximaba el final de los tiempos pero el alma no muere y el espíritu romano, animado de nueva vida por el hálito cristiano, fue a buscar otro asilo en el seno de los pueblos germánicos.
Corruptio unius est generatio alterius. Roma tenía que morir para que naciera Europa.
Sería el Cristianismo, portador de la herencia de la Antigüedad clásica, el nuevo aglutinante de Occidente. La Iglesia sería, en efecto, la principal artífice del alumbramiento de una nueva identidad romano-germánica, en una brillante síntesis de lo mejor de ambas culturas, una síntesis a la que podemos definir con rigor como «matriz de la conciencia europea».
De la simbiosis de los pueblos germánicos invasores y los provinciales romanos conquistados nacieron las naciones europeas, a su vez conformadas en una unidad superior por una comunidad de civilización y fe llamada Cristiandad. Sin la acción de la Iglesia, la barbarie germánica y la amenaza islámica habrían prevalecido y no habría habido Europa. Eso lo conoce cualquier medievalista.
En estos tiempos de falseada memoria histórica y hostilidad ambiental al hecho cristiano resulta de la mayor importancia recordar a los lectores que la esencia misma de la civilización occidental hunde sus raíces en un fenómeno de importancia cardinal: la cristianización primeramente de la orgullosa Roma y luego de los indomables bárbaros.
Jesucristo y Su Iglesia vencieron allí donde las legiones de César y los discípulos de Sócrates habían fracasado: la integración del mundo de la barbarie en la civilización grecolatina del Mediterráneo. Y ello a través de la predicación y la misión, a través de la Palabra y no de la Espada. Irlandeses, Francos, Visigodos, Anglosajones, Burgundios, Normandos, Varegos, Frisios, Polacos, Bohemios, Magiares... la lista de pueblos convertidos a la Fe católica en la Alta Edad Media es ciertamente larga. Repárese en que más de la mitad de las naciones europeas son hoy parte de Occidente gracias no al genio helénico o romano sino a la labor misionera de sacerdotes y monjes benedictinos. San Benito de Nursia o San Gregorio Magno no son menos padres de Europa que Aristóteles o Cicerón.
En este sentido, resulta a mi entender particularmente oportuno reivindicar la magna obra civilizadora de la Orden de San Benito en los siglos más oscuros de la Alta Edad Media, cuando la luz de la Cultura latina iluminada por la Fe católica parecía que podía apa-garse en cualquier momento ante la acometida conjunta del Islam avasallador y las hordas vikingas del Norte. Las abadías benedictinas fueron el último dique que contuvo a la tormenta de barbarie desatada por los hijos de Gog y Magog en las tres centurias previas
al Año Mil.

Pero también resulta obligado describir, como hace fray Santiago, el daño causado por otra barbarie destructora, aunque ésta no fuera obra de salvajes analfabetos sino de filósofos con peluca: la malhadada Ilustración y sus terribles secuelas.
La descripción que de estos acontecimientos y de su contexto realiza en el presente libro fray Santiago Cantera, de quien me honro en considerarme amigo, no puede ser más acertada y precisa.
Su penetración de la causa última del proceso de degeneración de Europa y sus llamadas a una restauración del orden cristiano llaman poderosamente la atención y nos interpelan. No podía ser de otra forma si atendemos al perfil de su autor, a quien debemos ya varios libros de notable factura. En él se combinan de forma poco usual el máximo rigor académico del doctor en Historia con la sabiduría espiritual del monje benedictino. Creo que en el difícil momento que nos ha tocado vivir estamos muy necesitados de ambas virtudes en el campo de la historiografía española. Quiera Dios que fray Santiago Cantera sea el pionero de una nueva generación de jóvenes historiadores católicos españoles que tanta falta nos hace.

MANUEL ALEJANDRO RODRÍGUEZ DE LA PEÑA
Profesor de Historia Medieval (Universidad San Pablo-CEU


Este libro quiere ofrecer una comprensión de Europa y de su actual crisis de identidad. Pero, ¿hablar de crisis de la identidad europea cuando precisamente se está construyendo Europa? 
¿Qué dice un monje, un atrevido y trasnochado «fraile» que aún viste un hábito negro con capucha, al inicio del siglo XXI? 
¿De qué cosas se trata en estas páginas y por qué parece que se nos inquieta con estas ideas que hacen referencia a una crisis, cuando los medios de comunicación social nos explican y convencen de que todo va muy bien y que se auguran tiempos magníficos? 
¿Tal vez tuviera razón cierto personaje del mundo político español, que calificó de «tenebrosos e inmovilistas» a «los curas y los jueces» porque, en palabras suyas, «desde hace siglos se han opuesto a todos los avances»?

Lo que quiere exponer aquí un monje benedictino, sencillamente, no son más que unas impresiones ante el proceso actual en que se halla inmersa Europa y, aún más ampliamente, la civilización occidental, que es de cuño europeo. Sus opiniones son todo lo pobres que puedan serlo por su persona, pero trata de elaborarlas y exponerlas, no tanto desde su propio punto de vista, como a raíz de lo que una Tradición secular, de la que se sabe heredero y partícipe, le permite observar y juzgar, así como a la luz de una vida dedicada a la contemplación de Aquel sin Quien nada ni nadie podrá explicarse, por más que se intenten buscar sustitutos que rellenen el vacío que deja la ausencia de Dios.
* * *
Hemos hecho alusión a dos conceptos fundamentales, de los que hoy carece la sociedad europea: raíces y luces. La sociedad europea, que en nuestro tiempo está tratando de configurarse a sí misma de un modo absolutamente nuevo, ha renunciado a las verdaderas raíces que le podían dar consistencia. Reniega de su pasado más auténtico, de aquél que dio vida a Europa, y quiere edificar una nueva «casa común europea» en el vacío. De este modo, es obvio que el desplome se producirá más tarde o más temprano. No hay más que escuchar lo que hace ya dos mil años enseñó un Hombre extraordinario en Palestina: «Así, pues, todo el que escucha estas mis palabras y las pone por obra, se asemejará a un varón prudente que edificó su casa sobre la peña; y bajó la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y se echaron sobre aquella casa y no cayó, porque estaba cimentada sobre la peña. Y todo el que escucha estas mis palabras y no las pone por obra, se asemejará a un hombre necio que edificó su casa sobre la arena; y bajó la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y rompieron contra aquella casa y cayó, y su derrumbamiento fue grande»1.

Pero, claro, a este Hombre, que la Europa de otro tiempo reconocía como Dios, hoy se le quiere desterrar del continente, e incluso se evita pronunciar su Nombre, y por consiguiente se caerá en el olvido de sus prudentes y sabios consejos. Así que, por eso mismo, ante este destierro decretado abierta o tácitamente contra ese Hombre-Dios, quien escribe estas líneas, sabiéndose auténticamente libre, explicita con firmeza y con amor, aquí y ahora, dicho Nombre: Jesucristo, Rey y Señor del Universo.

Y es también Jesucristo quien iluminó la Europa de otro tiempo y quien, con aquella Europa cristiana, hoy podría iluminar a la Europa actual si ésta le recibiera nuevamente. La Europa de hoy carece de luz verdadera; su desarrollo material, del que no hay garantía que vaya a durar siempre, la llena de luces artificiales: tecnología, consumismo, placeres pasajeros... Es decir, nuevos ídolos que la envanecen, la vacían de contenido y la hipnotizan. Pero no tiene auténtica luz perdurable, porque rechaza el entronque con sus raíces históricas y abjura de Jesucristo, Quien ha dicho de Sí mismo: «Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no tema caminar en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»2.
Ésta es, pues, la Europa que Juan Pablo II, en su exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa del año 2003, definió como inmersa en un proceso de «apostasía silenciosa»3. Según el santo Papa, y de acuerdo con lo que recordaron los Padres reunidos en el Sínodo, esta situación se ve caracterizada en buena medida por «la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiri-tual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. Por eso no han de sorprender demasiado los intentos de dar a Europa una identidad que excluya su heren-cia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo»4.
* * *
Y a un monje benedictino, ¿qué le corresponde pensar acerca de Europa, con relación a esas raíces y a esas luces que ha mencionado?
Desde su retiro en el claustro, apartado del «mundanal ruido», ¿qué es lo que puede aportar?
* * *
Ya decimos que el valor de lo aquí expuesto no son tanto unos juicios personales, que indudablemente pueden ser pobres y no exentos de errores, como unos juicios realizados a partir de una vida dedicada a Aquel que es la Luz del mundo, y a partir asimismo de la luz que concede el verse respaldado por una Tradición secular. No en balde, como un agnóstico le reconoció a un notable abad francés, el fundador del monasterio provenzal de Le Barroux, Dom Gérard Calvet: los monjes, «en medio de esta desbandada general, son los testigos de la permanencia de los valores»5.

En efecto, el monacato es heredero de una Tradición y él mismo en gran medida es Tradición. Y como Tradición que es, es una Tradición siempre viva. La esencia de la vida monástica es la búsqueda absoluta y contemplativa de Dios en un clima de silencio y soledad, lo cual implica necesariamente el retiro del mundo y un esfuerzo ascético. Y la Tradición, desde una metafísica tomista, ha sido definida por el doctor Palomar Maldonado, de acuerdo con los profesores Petit y Prevosti, como «arraigo o enraizamiento del devenir en el ser». Este mismo autor también ha recordado su vinculación con las raíces, la savia, la memoria de la paternidad en una comunidad y el sentido de la filiación, y ha puesto en relación el amor humano implícito en ella con el Amor de Dios. Asimismo, ha señalado como rasgos característicos de la Tradición: la acción (en tanto que transmisión), la comunión (hay acción comunicativa entre el donante y el que recibe), la permanencia (lo que se transmite es lo permanente) y la esperanza, pues es a la vez proyección de futuro y posee por lo tanto perfectividad (tiende a una meta y, considerando la vocación del hombre a la eternidad, el sentido de la Historia es la realización del designio divino, el Reinado de Cristo) 6.

Son varios los estudios que se han dedicado al concepto de Tradición monástica, pero aquí sencillamente diremos que la idea de Tradición en el monacato está siempre presente, ya que éste se concibe y se vive como un legado recibido de unos padres fundadores, que se ha de continuar trasmitiendo a las siguientes generaciones de monjes y se debe vivir con fidelidad. Un legado que recoge y es fundamentalmente esa misma esencia de la vida monástica, la cual, según la diversidad de vocaciones especiales suscitadas por el Espíritu Santo, puede manifestarse de dos grandes formas: cenobítica (vida comunitaria) y eremítica (vida solitaria). Y éstas, a su vez, se diversifican en una variedad bastante amplia, lo cual lleva a poder hablar de una Tradición benedictino-cisterciense, una Tradición cartujana, una Tradición jeronimiana, una Tradición basiliana, etc.

Pero en conjunto, todas conforman la Tradición monástica, la cual se retrotrae en un primer término a la Tradición de los primeros Padres monásticos del Oriente cristiano: sirios y, sobre todo, egipcios. Y dichos Padres, por su parte, se remitían a la Tradición del premonacato bíblico, representado especialmente por personajes como Elías en el Antiguo Testamento y San Juan Bautista en el Nuevo. Pero, aún más, junto a esta propia Tradición monástica, el monje se sabe heredero de unos antecesores que construyeron Europa, tanto la occidental (especialmente los benedictinos y cistercienses) como la oriental (sobre todo monjes herederos del espíritu de San Basilio); ambos eran a su vez hijos de unos padres que echaron los cimientos sobre los que les fue posible, en realidad sin pretenderlo, llevar a cabo aquella magna obra de edificar toda una civilización en el curso de varios siglos. Y esos padres, Copatronos de Europa, fueron San Benito de Nursia y los santos hermanos Cirilo y Metodio. Por lo tanto, el monje es heredero también en este terreno de una Tradición secular, es hijo de unos predecesores que han sido invocados y designados como «Patronos» y «Padres» de Europa. El monje es heredero de la más rica y pura esencia de la Tradición europea: la de sus raíces y su carácter cristianos.
* * *
Este libro no pretende ser ni un estudio a fondo ni una breve síntesis histórica, como otros que haya elaborado hasta el momento. Se trata
más bien de unas ref lexiones hechas por un hijo de San Benito a raíz y a la luz de la fe cristiana, de la vida de oración y de la Tradición de que este benedictino se siente partícipe, heredero y transmisor. Asimismo, están elaboradas a partir de la formación adquirida, antes de abrazar la vida monástica: primero como alumno de Geografía e Historia; y luego como profesor en la Universidad, donde impartió, entre otras asignaturas, la de «Historia de las Civilizaciones», que tanto disfrutó y que le permitió ref lexionar sobre la materia, en buena medida siguiendo de cerca el pensamiento y la obra de Christopher Dawson. Estas páginas, pues, son propiamente un ensayo de tipo religioso-filosófico-histórico (si bien con un aparato crítico de notas más abundante que lo habitual en este tipo de obras), todo lo pobre que la persona de este monje es, pero todo lo rico que la Tradición y la fe en Cristo pueden aportar hoy a Europa.

El cristiano, y especialmente el monje, es un hombre libre frente a las presiones del «mundo». Su obediencia consagrada, abrazada voluntariamente, le confiere auténtica libertad. Quien se dona a Cristo y a su Santa Iglesia, en una entrega voluntaria de su vida como respuesta a una llamada personal amorosa que Dios le ha hecho, se sabe y se siente libre. Por eso mismo, el monje se puede ver libre de los condicionamientos humanos, de los miedos a lo que pueda pasar por hablar con claridad, del temor a incurrir en juicios «políticamente incorrectos», etc. Su vida es de Cristo y para Cristo: por eso, la calumnia padecida por Él, la persecución sufrida por su Nombre y el martirio por no renegar de Él, son motivo de gloria y de dicha, como lo son para todo cristiano; aunque jamás hay que  olvidar que la perseverancia y el triunfo en esas pruebas no existirán si no se piden a Dios como gracias suyas que son.

Con esa libertad, pues, se puede proclamar abiertamente lo mismo que decía poco antes de su asesinato en 1936 don José Calvo Sotelo, ante las amenazas de muerte venidas contra él del diputado socialista Ángel Galarza y de los comunistas Jesús Díaz y Dolores Ibarruri, nada menos que en las Cortes Españolas: «La vida podéis quitarme, pero más no podéis»7. O lo que nueve siglos antes había respondido un gran abad benedictino español, Santo Domingo de Silos, al rey don García de Navarra, tal como poéticamente lo narra el también benedictino Gonzalo de Berceo 8:

Puedes matar el cuerpo, la carne maltraer,
mas non as en la alma, rey, ningún poder.
(Puedes matar el cuerpo, la carne maltraer,
pero no tienes ningún poder en el alma, rey).

Y aún antes, e inspirándose sin duda uno y otro en Él, el divino Maestro había dicho: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero al alma no la pueden matar, sino temed más bien al que puede arruinar cuerpo y alma en la gehena9
* * *
Los dirigentes de la Europa actual, en el proyecto fracasado de Constitución que pretendieron que Europa se diese a sí misma en función de una abstracta y falsa «voluntad general», intentan pasar del templo pagano griego y romano al templo neopagano racionalista de la diosa Razón que erigió la Revolución Francesa y, desde él, al templo también neopagano de la diosa Europa laicista y capitalista. Pero, ¿qué ocurre con las basílicas cristianas antiguas, con las iglesias bizantinas y prerrománicas, con las catedrales románicas, góticas, renacentistas y barrocas? ¿No existen estos edificios, como no existen estos siglos de cristianismo? ¿Por qué el proyecto de Constitución europea ignoraba este tiempo?

Es ésta la razón por la que, admirando la belleza de las catedrales cristianas, sobre todo las del Medievo, el monje que escribe este ensayo lo ha hecho teniendo presentes sus rasgos arquitectónicos. Y así, entrando por un pórtico, se acercará a ver cuáles son los sólidos cimientos sobre los que se asienta la Europa verdadera, cuáles son los pilares, los arcos y las bóvedas que culminan el edificio, y qué mensaje nos transmite la decoración en los tímpanos de las puertas y en los capiteles. También se verá cuál es el efecto del paso del tiempo, cómo puede haberlo dañado y de qué modo será necesario emprender la restauración.

Como la fe es más fuerte que el totalitarismo revestido de democracia, no hemos de dudar que Dios dará su apoyo a quienes confían en Él. Y por eso no debemos dudar tampoco que es posible reconstruir la verdadera Europa. La esperanza siempre ha de ser más fuerte que la dureza de la situación que se afronta, porque el Dios cristiano es el Dios de la esperanza.

* * *
1 Mt 7,24-27; Lc 6,47-49
2 Io 8,12.
3
JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa. Exhortación apostólica postsinodal sobre Jesucristo vivo en su Iglesia y fuente de esperanza para Europa, 28 de junio de 2003, n. 9.
4
JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 7.

5 UN MOINE BÉNÉDICTIN, La vocation monastique, Le Barroux, Sainte Madeleine, 1990, p. 6.
6 PALOMAR MALDONADO, Evaristo, Sobre la Tradición. Significado, naturaleza y concepto, Barcelona, Scire/Balmes, 2001; hacemos citas y resumen, especialmente, de las pp. 19-25, 53-54, 69
7 Es magnífica y documentadísima la reciente biografía elaborada por BULLÓN DE MENDOZA Y GÓMEZ DE VALUGERA, Alfonso, José Calvo Sotelo, Madrid, Ariel, 2004.
8 BERCEO, Gonzalo de, Vida de Santo Domingo de Silos, edición crítico-paleográfica del códice del siglo XIII por Fray Alfonso Andrés (O.S.B.), Madrid, Padres Benedictinos,
1958, p. 19; estrofa 153 del texto de Berceo.
9 Mt 10,28.


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