EL Rincón de Yanka: LIBRO "COLECTÁNEA": UNA CRUZADA CONTRA EL ESPÍRITU DEL SIGLO por ALONSO PINTO MOLINA 💥

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lunes, 21 de junio de 2021

LIBRO "COLECTÁNEA": UNA CRUZADA CONTRA EL ESPÍRITU DEL SIGLO por ALONSO PINTO MOLINA 💥


Una cruzada contra el espíritu del siglo
"Ningún sistema económico será justo mientras el corazón del hombre no lo sea. Nos hemos acostumbrado a pensar que hay que mejorar las teorías económicas, los modelos de distribución, la producción, el mercado, y hemos olvidado que debemos mejorarnos a nosotros mismos. ¿De qué servirá purificar el agua, si el vaso en el que se vierte está sucio?"
Pretendo desarrollar en estas líneas una idea apenas esbozada en mi último artículo Comprender a nuestros muertos.
En el último párrafo, y a modo de conclusión, apuntaba que «no es extraño que en una época donde la utilidad prima sobre la idealidad, nos induzcan a suprimir cualquier idea trascendental sobre la muerte, pues cerrando toda posibilidad hacia esa trascendencia crece proporcionalmente el pragmatismo materialista, ya que al ser convencidos de la transitoriedad de nuestra existencia queremos rentabilizarla de tal modo que lo que nos han quitado en eternidad lo ganemos en intensidad, cosa por lo demás descabellada. Reflexionar sobre otra posible vida es para el actual sistema capitalista contraproducente, puesto que invierte el modelo carpediemista en el que se sustenta. Al inducir a la negación irreflexiva de dicha trascendencia, se consigue potenciar la agresividad y competividad hacia lo material por la ilusión de rentabilidad antes mencionada». Quisiera extender y fortalecer mis argumentos para preservar a la idea de una posible aluminosis, y si bien la idea no fraguará en tan poco espacio de tiempo, sí creo que quedará preservada durante más tiempo de las bolas de derribo de la refutación.

No sería tarea muy complicada para alguien, y quizá se haya hecho ya, el analizar la relación de causa y efecto entre la secularización y el actual capitalismo, que lleva implícito pérdida de valores. Es posible rastrearlo desde un punto de vista histórico, ateniéndose, sino a el nacimiento exacto de algunos movimientos significativos como consecuencia de la secularización, cosa casi imposible, sí tomando como referencia el nacimiento de los términos que los nombran, referencia ésta que siempre es un poco posterior a la idea original, y siempre anterior a su popularización. Sin embargo, el margen de error que nos deja es secundario cuando se trata de relacionarlos unos entre otros. Así, la secularización en Occidente deviene, en el sentido filosófico, en el nihilismo, cosa que guarda al menos una coherencia ejemplar contra lo que reacciona, se esté o no de acuerdo con él. Pues tras la secularización (y en todo este texto se habla de la secularización como abandono del cristianismo en todas sus interpretaciones, y no como abandono tan sólo del catolicismo) el nihilismo niega los valores morales o cualquier principio ético. En ese sentido es coherente. Si Dios no existe, no existen los valores morales que se han derivado de suponer su existencia. Es cierto que hoy en día alguien puede no creer en Dios, sea este cual sea, y tener valores éticos y morales como cualquier otro que crea en Él, pero eso es sólo porque se encuentra dentro del período de transición en el que aún no puede ser del todo consecuente con su postura. Si Dios no existe, no existe un significado trascendente de nuestra vida; somos una mera coincidencia biológica y como tal, es lícito que cada individuo busque saciar sus pasiones aunque sea en perjuicio de otro. La causa de que un ateo (yo lo he sido durante más de diez años, y pensaba así) no quiera de ninguna manera aceptar esa consecuencia, es que ha nacido en un contexto histórico donde esos valores morales del Dios que él niega están enraizados hasta casi tocar su memoria genética. Puede negar a Dios, pero no negar todavía todo lo que de él se ha derivado en cuestiones éticas de dos mil años a esta parte. Su defensa de esos valores será irracional, por reacción emocional; sí reflexionara verdaderamente sobre las implicaciones de su postura se daría cuenta de que no tiene un principio de defensa, porque todo en lo que aún cree estaba sostenido por un principio que él ha negado. Se siente capaz de vivir sin Dios, pero aún no de vivir como si Dios nunca hubiera existido, o como si nunca se hubiera creído en él. Sus respuestas serán tautologías (hay que hacer el bien por el bien mismo) o sofismas de otra clase, pero toda la maquinaria de su ingenio trabajará para ocultar la verdad del vacío que se abre entre sus creencias y la razón primera de que ellas son derivaciones.

Se hace indispensable haber anotado aquí algo sobre la secularización, pues el abandono de las religiones conlleva abandono de las ideas de alma, Dios y trascendentalidad. No implícitamente; no sería así si el hombre vulgar no acostumbrara a aceptar o negar las cosas en bloque. Lo que suele suceder en el hombre vulgar es que si ha aceptado una religión heredada, más tarde la niegue no en sus puntos desfavorables, dando en una heterodoxia, o no negando sus liturgias, simbolismos, o personalismos de otra índole específicamente religiosa, sino negando todo conjuntamente, cosa más cómoda, rápida e irreflexiva. No negará un Dios específico para creer en uno aristotélico, ni dará en un panteísmo o teísmo complejo, sino que, como si su irreflexiva reacción le ofreciera una oferta por un pack, decide negarlo todo en una tongada, acción que suele conllevar las más de las veces un fanatismo igual o superior al anteriormente ejercido en pro de la fe religiosa.

Por otra parte nos conviene definir el capitalismo. Huiré de las definiciones embrutecidas por el mismo capitalismo, nacidas en su atmósfera. Lo defino como el modelo social en el cual la ética está supeditada al capital. Es decir que ética y capital sólo pueden coincidir en ese modelo en circunstancias específicas en que la ética no infiere o modifica los intereses del capital. Pero hay una definición aún más sencilla y no muy mencionada: el capitalismo es un sistema ideado para el cuerpo. Hacia él va dirigido y de él, de sus impulsos y necesidades fisiológicas, se alimenta. Cuando hasta en los anuncios de dentífricos utilizan el sexo como reclamo, nos están diciendo subliminalmente: eres tan completamente idiota que ya no me importa no disimular y no ofrecerte mi producto sin ningún cebo instintivo como reclamo. Y es cierto. Por muchos años que pasen mi sorpresa no mengua ante algunos mecanismos del capitalismo y su evolución hasta vulgarizarse y vulgarizar al hombre conjuntamente. Lo cierto es que el capitalismo modifica el comportamiento moral y ético, y de una forma que tiende siempre hacia la retroalimentación. Por supuesto esas modificaciones son relativamente lentas, de modo que se asienten en la nueva generación y que las antiguas generaciones acaben por aceptarlas para no aumentar en ellos el sentimiento de anacronismo en relación con los nuevos tiempos.

Pondré como ejemplo el caso de la humildad. Ha habido un gran cambio respecto a esta virtud, y ello se hace evidente sobre todo en los personajes que hoy en día son blanco de admiración para la juventud. La soberbia y la prepotencia hoy despiertan tanta admiración como ayer la humildad. El crecimiento de la soberbia como virtud y no como defecto obedece sin duda al creciente egoísmo, ya que una sociedad que no dirige su admiración hacia conceptos trascendentes la redirige tarde o temprano hacia sí misma, o bien divinizando la humanidad o, lo que es frecuente, divinizándose cada uno a sí mismo. Decía C.S. Lewis que la humildad no es pensar menos de uno mismo, sino pensar menos en uno mismo. La tendencia, una vez que la soberbia se ha aceptado irreflexivamente y aun incorporado al día a día, es justificarlo con sofismas que la disfracen de virtud. El consejo tácito y aun explícito es que hay que pensar en uno mismo, preocuparse sólo por uno mismo, hacer aquello que nos sea beneficioso sin importar demasiado las consecuencias perjudiciales en el prójimo. Lo que omiten es que la raza humana no hubiera traspasado el umbral de la prehistoria con esa filosofía de vida, y que si hay algo que el cristianismo original predicaba era la solidaridad y fraternización extrapolados al género humano, no reducido al ámbito familiar donde nuestro instinto nos obliga a ejercerlas para preservar nuestra especie, extinguida hace tiempo a no ser por la falta de egoísmo.

Este cambio en la manera de ver la humildad puede parecer algo sin importancia, una niñería de nuestra época, pero lo cierto es que viene empujada desde hace tiempo por el pragmatismo, el utilitarismo y el materialismo (ejusdem farinae), y que ha recibido el golpe de gracia en el actual capitalismo por su alto valor utilitario, puesto que el egoísmo es esencial para el capitalismo, y la humildad un enemigo rendido a sus pies. Cuando vemos que en televisión adquiere fama quien menos humildad tiene, y que la falta de otros valores morales son premiados y se ofrecen al espectador como motivo de reputación y exito; cuando nos dicen, aprovechando lo atractivo y fácil que ello nos puede resultar, que debemos preocuparnos sólo por nosotros mismos, y vestir y comportarnos de cierta manera para crear una imagen de éxito y modernidad, no nos están diciendo otra cosa sino que la soberbia y el egoísmo son altamente prácticos y que conviene ponerlos en práctica si uno no quiere quedarse atrás. Es un mensaje altamente atractivo por lo fácil que nos resulta volvernos hacia nosotros mismos y por la utilidad que lleva emparejada. Si Velázquez pintara hoy La rendición de Breda, es seguro que la actitud del vencedor, Ambrosio de Spínola, no despertaría demasiada admiración. Una actitud tan humilde, tan grande de hecho que de no ser por el contexto que conocemos no sabríamos identificar a vencedor y vencido, no sería del agrado del público. Hoy se representaría al general Spínola pisoteando con sus botas embarradas la cabeza del vencido. Al igual que Chesterton decía que «la humildad es una virtud tan práctica, que los hombres se figuran que debe ser un vicio», hoy podríamos decir todo lo contrario: que la soberbia es un vicio tan práctico, que los hombres se figuran que debe ser una virtud.

Es sólo un ejemplo, y carente de relevancia si se observa aisladamente, pero lo cierto es que es una de las primeras piezas caídas del efecto dominó que arrasará más tarde con la solidaridad, la compasión e incluso el amor como hoy lo conocemos. Con el tiempo, cuando en los descendientes de los que abandonaron algo firme y sólido por algo difuso e improvisado se vayan borrando las huellas de las virtudes, y éstas ya no se sustenten ni siquiera por la inercia de aquello que se abandonó, será cuando el propio bien se relativice, difumine y desaparezca. Quizá para entonces nadie comprenda como se ha llegado hasta esa situación, y la respuesta está en los dos siglos que ahora preceden a este XXI. Ya no debatimos siquiera si existe el alma, cosa que puede quedar para un debate filosófico, pero desde un punto de vista social ¿es beneficioso para el ser humano no creer en ella? Por los acontecimientos que se derivan de la incredulidad en ella parece que no. ¿Se hace mejor filosofía hoy que en los tiempos en que se creía en ella? Podemos decir más o menos con Whitehead que «toda la filosofía occidental no es más que una serie de notas al márgen de las obras de Platón»; ¿Mejor literatura? Parece imposible volver a hacer algo a la altura de la Odisea de Homero, La divina comedia de Dante, o El Quijote de Cervantes; ¿Mejor pintura? Velázquez y Goya, por poner dos ejemplos españoles, tienen la eternidad para esperar un sucesor. ¿Se vive mejor? En esa cuestión algunos responderán que sí, por el progreso técnico, pero el progreso técnico venía avanzando desde antes, y hubiera seguido su curso igualmente. Es más, sin el capitalismo ese progreso técnico se centraría en verdaderas mejoras para la vida, y no en sofisticadas ramas de tántalo con obsolescencia programada. ¿Se es realmente hoy más feliz? La depresión es hoy tan común y abundante que parece ley de vida padecerla en algún momento de ésta.

En ninguna otra época el capitalismo hubiera sido posible como sistema, porque es incompatible con una sociedad que cree en el alma. La idolatría al cuerpo obedece al hecho de que es en lo único en que el hombre cree, y hacia él dirige todo su esfuerzo. La ilusión es la de que hemos avanzado mucho, que hemos dejado atrás los tiempos estúpidos en que se idolatraban cuerpos de mármol, pero lo cierto es que la idolatría de nuestro propio cuerpo (que por coherencia con un ideal no trascendente no es más que cierta materia consciente de ella misma, tan fugaz que para la eternidad es menos que nada), esa idolatría es mucho más estúpida. De hecho, si el alma no existe sigue siendo mucho más estúpida, pues creer en algo que puede no existir pero que es trascendente y conlleva implicaciones éticas es mejor que creer en algo existente pero tan poco relevante que su existencia carece de sentido. Poco a poco las virtudes éticas, antes órbitas de la humanidad, desaparecen centrífugamente. Es una consecuencia directa de cambiar algo eterno, trascendente y retroalimentador de ética como el alma, por algo temporal, frívolo y retroalimentador de barbarie como el cuerpo, cuando éste es principio y fin y no un medio al que se la da su justa medida. Si él es lo único real, entonces todas las nociones éticas deben darse en holocausto para su entretenimiento. Hoy vemos que proliferan siniestros juegos como el de golpear a desconocidos por la calle y grabarlo con el teléfono móvil; vemos como los escrúpulos son un estorbo para la consecución del éxito; la corrupción política se tolera porque algo le dice a la mayoría que, en sus mismas circunstancias, también harían lo posible por adquirir ilícitamente más comodidades para el cuerpo; surgen las modas más macabras e irracionales (nótese aquí que la irracionalidad era un atributo que se suponía exclusivo de los creyentes) y la gente desalmada se adhiere a ellas con ferviente pasión. Ya no besan los pies de un Cristo, pero adoran el último modelo de zapatos; no mueren por un Dios, pero son capaces de dar la vida por una adquisición más; no se encierran los domingos en una iglesia, sino en centros comerciales. Su mayor estupidez es pensar que, a pesar de todo, la humanidad es hoy menos ignorante, cuando sólo quieren decir que la ignorancia es menos humana. (El capitalismo y la inmortalidad del alma)

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En el caso de Alonso Pinto, mi entusiasmo da un paso más allá o más acá de la literatura. Hay una admiración por el fondo de su pensamiento. Aquí es donde puede extrañar más la convergencia del conservador a machamartillo con el reaccionario recalcitrante, su rival verdadero en el mundo de las ideas serias.
En realidad, sucede que, como un judoka, utilizo la fuerza del contrario. Esto es, que la existencia de este libro de Alonso Pinto es una razón de peso para creer que el mundo no está tan perdido como cree Alonso Pinto.
Primero, por la certeza de su diagnóstico, que es un requisito previo indispensable para acertar con el tratamiento. La perspicacia con la que Pinto observa la sociedad actual asombra, estremece y convence. Véase este párrafo político-teológico, con tonos dignos de un conde de Maistre: «Negar la Trinidad de Dios y la trinidad de la familia no son dos negaciones diferentes, sino una sola negación de lo sobrenatural cumpliendo su sanción en la esfera de lo natural. Negar que Dios se hizo hombre para redimirnos del pecado es la premisa para afirmar que el hombre se ha hecho dios para poder pecar impunemente. Negar que el Hijo del Hombre volvió a vivir después de ser ejecutado es afirmar a la larga que los hijos pueden ser ejecutados antes de vivir. No hay negación de los dogmas católicos que no repercuta de forma más o menos inmediata en el género humano para su propia condena, deshaciendo realmente en la tierra lo que deshace virtualmente en el Cielo». Y, a partir de ahí, sin ningún respeto humano ni complejo intelectual, va concretando síntomas en un sinfín de circunstancias: «La misma ilusión que lleva a los hombres a colocar muchos espejos en una casa pequeña es la que lleva a las sociedades que han dejado de creer en su inmortalidad a llenarla de libertades». O: «La censura moderna no cercena los frutos de la conciencia, sino su flor». O: «Los antirreligiosos repiten que la religión sugestiona, que la religión sugestiona, que la religión… y así hasta sugestionarse». O: «Los habitantes de Sodoma y Gomorra creen ser más felices cuanto más tiempo tarda en caer la lluvia de fuego sobre ellos. Todavía no han comprendido que, en la mayoría de las ocasiones, esa lluvia no inaugura el castigo, sino que le pone fin».

Tras el crudo diagnóstico, Alonso Pinto aplica la afilada finura de su bisturí. El análisis de las razones del contrario es certero y tajante. Ensaya con pulso, junto al ana-lítico, el tono epigramático: «Mejorar la raza humana a través de la eugenesia es un absurdo lógico, pues quien la acepta demuestra su inhumanidad»; «Un hedonista no es otra cosa que un masoquista que comienza por el final y acaba por el principio»; «La gente suele llamar “doble moral” a lo que no es ni su mitad»; «Dios prueba su existencia y la inmortalidad del alma permitiendo que el hombre las niegue […] El estado indigno que el hombre ha alcanzado para vivir conforme a su mortalidad, es la prueba de que no ha sido creado para ella».
Después de localizar, abrir y limpiar la herida, practica curaciones: «Te lo advierto: como insultes a Dios una vez más, voy a pedirle que te perdone». Pinto es un autor muy sensible a la belleza de la que no se le escapa su sutil llamada a la trascendencia: «Lo que nos asombra de algo bello que vemos por primera vez es su asombroso parecido con aquello que nunca habíamos imaginado». Sus muy pertinentes comentarios metaliterarios muestran a un autor atento y sensible al oficio que se trae entre manos.

Tampoco su cristianismo es ni mucho menos tonante. Creído –lo que no es tan común como parece– y encarnado, no está exento de una recia misericordia, que conmueve más que tantas blanduras semiautomatizadas de moda: «Dios debe sentir por quienes se resisten a la conversión la misma ternura que sentimos nosotros por el niño que se limpia nuestro beso». Ni para hablar de la fe prescinde de la penetración psicológica de la que hace gala cuando juzga asuntos más sociopolíticos: «Enseña una oración a un niño y pídele acto seguido que te enseñe a rezar». Nos regala observaciones que impresionan como vislumbres de un diario de Léon Bloy: «Cuando un reloj de sol vuelve a marcar la hora tras una tormenta, llega tan puntual como los relojes que no fueron interrumpidos por ella. De la misma manera, quien abraza la cruz después de haberla abandonado, llega a Cristo al mismo tiempo que el que no la abandonó nunca».
No extraña, por tanto, que en este libro combativo y feroz subyazca un refulgente optimismo del más puro acero chestertoniano, que no renuncia al sabor de la aventura: «Agradezcamos que ahora para tener pudor haya también que ser valiente». Juzguen, para ir terminando, estas líneas de Pinto también de gratitud verdadera y de esperanza irónica: «Hay que agradecer a los enemigos del catolicismo que devuelvan a nuestra religión, de tiempo en tiempo, su insolencia original». La honradez intelectual de quien no puede dejar de sopesar la realidad contando con sus vetas de bondad y de belleza acerca a Pinto al lector conservador. «La esperanza es el noble prejuicio del amor», ha escrito inolvidable y hermosamente. Nos descubre un acabado lema conservador, a la altura del Esto perpetua! («¡Igual para siempre!») con que brindaban los miembros del club del Dr. Johnson y Edmund Burke, nada menos. Él cincela: «El pretérito imperfecto de “amar” no lo conjuga, lo desmiente».

Alonso Pinto nos ayuda a amar el mundo (lo que aún puede amarse en él) y sostiene nuestro optimismo –con perdón–. Es un signo luminoso que un libro como éste haya encontrado resquicios para poder ser pensado, escrito y publicado. Y que lo haya encontrado, para que usted, lector, decida sostenerlo en sus manos. La valía de su joven autor y el valor de la joven editorial son cosas que merecen ser celebradas y conservadas.

La verdad hace mucha falta, porque con ella nos atenemos a la realidad, que es de todos. Nos convence y no nos vencen, así, la voluntad, la fuerza o la manipulación. Sin embargo, el primer problema que plantea la verdad es qué es. Pilato lo preguntó a Jesús y éste calló, no por desprecio, sino para que se fijase bien en que la tenía delante.
Quizá a algún lector este arranque le parezca demasiado religioso, pero la verdad relativista sí que tiene un absoluto cariz religioso. La verdad que trajo el cristianismo la habían preanunciado Sócrates y los salmos -como explica de maravilla el antropólogo francés René Girard-. Es la que instaura la era de la verdad objetiva, científica en su caso, examinadora siempre, que adoptó la Cristiandad e hizo, por tanto, Occidente.
Constanzo Preve explica que, para los paganos, en cambio, "la verdad era un desvelamiento sapiencial de las condiciones que presidían la reproducción de la comunidad misma, mientras que la falsedad se identificaba, directamente, con las fuerzas de disolución de la comunidad". La verdad era política. Pilato no hizo una pregunta boba en un momento crucial: puso el dedo en la llaga. Tras citar a Preve, Adriano Erriguel concluye que en el paganismo «es verdad todo lo que opera a favor del mantenimiento y el desarrollo de la comunidad. Es falso todo lo que amenaza su supervivencia».

El mecanismo del chivo expiatorio, esto es, de cargar las culpas de la sociedad sobre una persona, y sacrificarla para purificar a la comunidad, les funcionaba a los paganos (a todos menos a la víctima inocente) y, por eso, era su verdad. La injusticia de ese mecanismo la denunciaron los salmos del pueblo judío (al que el paganismo no perdonará jamás) y la reveló Cristo. Cuando el emperador Fernando I adoptó el lema Fiat iustitia pereat mundus (Hágase justicia, aunque el mundo perezca). estaba ejerciendo su cristianismo a fondo, sin dejar un resquicio. Porque en cuanto hay un resquicio se cuelan el maquiavelismo o el utilitarismo, entre otros, con su concepción de la verdad por conveniencia.
Ahora nos hemos descristianizado tanto que regresa por la puerta de atrás un concepto de verdad por interés social que impone el consenso de las mayorías, el "todos juntos salimos más fuertes" (aunque no) y la táctica sacrificial para cerrar filas. Quien se niegue a admitir la neo-unanimidad será considerado un bufón irrisorio, un deplorable, un antisistema…, un hereje. Urge negarse.

Ahora oigo mucho la radio porque voy todo el día de arriba abajo en el coche. Entre el confinamiento y el sedentario verano, había olvidado lo que era quemar caucho. A cambio, escucho. He descubierto -aunque el locutor que nos contaba su vida no cayó en la cuenta- que el mejor activista contra la eutanasia fue Antístenes, el fundador del cinismo, nada menos. Eso nos viene muy bien porque hay quien piensa que sólo es posible estar en contra desde el catolicismo más ortodoxo. ¡Sí, hombre!
Discípulo de Sócrates, encontró la calma en el desprendimiento de los bienes materiales y la indiferencia a la opinión del mundo. A veces le objetaban que no era hijo de atenienses ni de padres libres. Replicaba él, héroe de guerra: "Ni tampoco de dos palestritas o luchadores, y no obstante, soy palestrita".
Este ateniense libre, ya anciano, tuvo una enfermedad muy dolorosa. Diógenes, su discípulo, entró en su habitación con un puñal y se lo dejó ver y preguntó con tonito demagógico: "¿Necesitas de un amigo?". Salió. Antístenes volvió a quejarse: "¿Quién podrá librarme de tanto dolor?" A lo que el diligente Diógenes entró blandiendo el puñal y señalándolo dijo: "¡Éste!", dispuesto a hundírselo del tirón en el quinto espacio intercostal. A lo que Antístenes dio una respuesta de gran actualidad filosófica y ética: "Digo librarme del dolor, imbécil, no de la vida". No creo que el ángel que retuvo la mano de Abraham cuando lo del sacrificio de Isaac fuese más expeditivo.

En la radio no sacaron el corolario de esta escena, pero ya vemos que el Gobierno tiene el verdadero síndrome de Diógenes, que no es tanto recoger basura como creer que un cuchillo o una jeringuilla letal bien clavadas solucionan nada a los enfermos. Hace 2400 años Antístenes dio la respuesta exacta. También había dicho, por cierto, que "las ciudades se pierden cuando no pueden discernir a los honestos de los viles".
Son los cuidados paliativos y el cariño los que requieren los enfermos y mayores. Y ha sido eso, desgraciadamente, lo que hemos echado en falta en esta crisis; y no me refiero sólo a los terribles vídeos de algunas cuidadoras de ancianos desalmadas, sino también al cribado en los hospitales y al abandono en las residencias. Si yo fuese médico de cuidados paliativos, usaría este luminoso apotegma como lema de mi especialidad: "Es el dolor, imbécil", la frase de Antístenes, el cínico, sí, pero no tanto.



Palabras para un tiempo que se agota

Vivimos en las postrimerías de una época. Todo a nuestro alrededor desprende el insistente aroma de un epílogo. La impresión de extravío se agrava cuando constatamos el ritmo al que se suceden las transformaciones. Ni siquiera a los entusiastas de lo nuevo les es dado reprimir, en sus horas más esclarecidas, un sordo espasmo de angustia. No es sólo la velocidad de reemplazo de acontecimientos y objetos, el prematuro aire de caducidad con que irrumpen en el mundo tantas cosas recién estrenadas. Es también, y sobre todo, la imposibilidad de asimilar el hecho de que nada absolutamente es perdurable, a nada se le brinda la ocasión de permanecer a nuestro alcance el lapso de tiempo necesario para aposentarse bajo la forma de un sedimento que germine. Y así sucede que se agita en el fondo de la conciencia un reflejo de incredulidad ante la certeza de que, más allá de los sucesos que la realidad devora, es nuestra misma existencia la que se ve arrastrada por este vértigo llamado a desgarrar el tejido constitutivo de lo humano.

La idea de tránsito, que obsesionara a los hombres del Barroco hasta el extremo de deparar en el arte expresiones de una turbiedad en ocasiones violenta y enfermiza, se materializa ahora en un festín de novedades que, envueltas en un celofán luminoso, embotan la percepción e impiden que el espíritu se expanda. Pero los destellos de la representación no alcanzan a contrarrestar la vertiente más sombría del fenómeno. Porque lo cierto es que esta aceleración de los tiempos, que no es sino la cualidad definitoria de una época que, habiendo extraviado su centro, se condena a desconocer el reposo, nace de una pasión envenenada. Deseamos que todo cambie porque hemos sido adoctrinados en el desprecio, característicamente moderno, hacia la realidad que se nos ha dado. Nos dejamos seducir por la idea –más bien el prejuicio- de que cualquier innovación acarreará una mejora. Exigimos, de entrada, que lo nuevo sustituya a lo viejo, sin reclamarle a lo nuevo otra acreditación distinta al ampuloso marchamo de su condición novedosa. Sin embargo, al adherirnos a tal exigencia cedemos el control de nuestras vidas a quienes han degradado el manejo de los asuntos públicos a una monomaniática excitación de esos deseos. Los mismos astutos gestores que, una vez incumplidas las expectativas que su intensa actividad propagandística ha generado, proceden al manejo del malestar que se deriva de toda aspiración no satisfecha.

Deseamos que todo cambie porque hemos sido adoctrinados en el desprecio hacia la realidad que se nos ha dado

Lo cierto es que el hecho que trato de describir no data de ahora mismo. Con el fin de apropiarse de la desazón instilada en la psicología del hombre moderno, la era revolucionaria acuñó un término que desde muy pronto se vio nimbado con una aureola de magia: progreso. La dinámica de la Historia experimentó entonces una convulsión. Los deseos de justicia y fraternidad, el sueño, siempre aplazado, de una humanidad reconciliada ya no deberían aguardar, para materializarse, al cumplimiento de una promesa ultramundana. Conoceríamos, en un futuro borrosamente cercano, la dicha de un paraíso terrenal. Como única condición sería menester someternos a la guía infalible del Estado, que, en nombre de un puñado de virtuosas abstracciones (la igualdad, la libertad, la soberanía del pueblo…), procedió a la derogación del derecho natural y al vaciado de los usos y costumbres consagrados por la tradición para, sobre esa tabula rasa, imprimir en la arcilla virgen de las conciencias el decálogo de dogmas con arreglo a los cuales el nuevo hombre regenerado alcanzaría la felicidad.

Alrededor de este proyecto utópico ha girado el devenir de Occidente durante algo más de los últimos doscientos años. Sabido es que el ansia por enmendar a toda costa las imperfecciones inherentes a la condición humana ha dado lugar, en sus peores manifestaciones, a algunos de los más feroces totalitarismos que haya conocido la Historia. No obstante lo anterior, la potencia retórica de los mitos alumbrados por la modernidad revolucionaria resulta tan formidable que no es sólo que su capacidad de sugestión haya permanecido intacta hasta ahora, sino que a quienes se han proclamado sus devotos adeptos –aun cuando buena parte de ellos lo haya hecho por conveniencia personal, de manera epidérmica y a simple título de inventario– les ha servido para revestirse de un aura de superioridad.

Hasta hoy. Porque hoy es el momento en que los síntomas del desencanto se hacen perentorios. El fracaso de las promesas seculares, la repetida postergación de ese absoluto en la Tierra que era la levadura de la gran inquietud revolucionaria, ha vertido sobre nuestras sociedades un pesado manto de decepción. La taumaturgia de los significantes vacíos muestra indicios de agotarse. El estado de permanente excitación en que se nos obliga a vivir suscita, a una escala aún minoritaria pero tal vez ascendente, una sobria reacción de hartazgo. Para conservar su capacidad de manipulación, los grandes embaucadores deben, a cada nuevo envite, redoblar su apuesta. En consecuencia, el calibre de sus mentiras se agiganta. Una ponzoñosa aleación de perversidad, estupidez, codicia y egolatría anima su empeño. Por lo demás, comprendemos que el agotamiento vital en que esta sociedad se ha sumido no es en absoluto incompatible con una predisposición colectiva a la agitación y al paroxismo. Al contrario. El progreso, que tan enormes mejoras de las condiciones materiales ha aportado a nuestras vidas, también ha hecho notar su faceta menos resplandeciente cuando, transformado en apología sistemática del cambio, ha acabado por arrojarnos fuera de todo límite. Desconocemos -aunque la intuimos- cuál será su siguiente estación de paso.

El fracaso de las promesas seculares ha vertido sobre nuestras sociedades un pesado manto de decepción

Entretanto, unas cuantas inteligencias eximias se dedican a levantar acta del paisaje que emerge tras la certificación de esta quiebra antropológica. Las novelas de Houellebecq, los ensayos de Jünger, Dalmacio Negro, Bauman, Finkielkraut, Muray, Brague y tantos otros, se sitúan en la lúcida estela de quienes avistaron desde sus primeros comienzos la probable negrura de un horizonte en el que, en alas de la técnica, y al amparo de las ideologías de corte disolvente auspiciadas por el Estado, el hombre jugaría a hacer un dios de sí mismo. Son también esos autores los que, ante el cada vez más evidente imperio de una burocacia de sesgo tecnoeconómico –si bien todavía fuertemente politizada– en la que parece pronto a encapsularse el viejo deliro utópico, nos invitan a percatarnos de la insuficiencia de las categorías clásicas con las que nos habíamos acostumbrado a reglamentar el mundo. Izquierdas y derechas, conservadores y progresistas son nociones que, aun gozando todavía de un innegable predicamento en el tablero de las identidades cívicas, acusan el desgaste propio de unos tiempos que experimentan una vertiginosa metamorfosis.

Mientras, nada tan necesario como ahuyentar de nosotros la tentación de la amargura. Nada tan esencial como, partiendo de las laceraciones propias de nuestra naturaleza dañada, permanecer fieles a ese anhelo irreprimible de rescate que alienta en el fondo de cada uno de nosotros y al que nombramos con la que, a despecho de la costra de cinismo que parece recubrirlo todo, acaso sea la palabra menos ingenua de entre todas las que hemos heredado de nuestros mayores: esperanza. A algunos nos resulta grata la imagen kierkegaardiana del caballero de la fe, que, a la caída de la tarde, enciende una pipa sentado a la puerta de su casa. Pese al avance de la oscuridad, ninguna sombra de derrota nubla su frente. Se lamenta, sin duda, ante la visión de un mundo en el que declinan ciertos esplendores que hacían de él un lugar más dulce y hospitalario. Pero también sabe, con la inextinguible llama de un conocimiento que opera a través de los siglos, que hay una promesa de resurgimiento prendida a cada amanecer que despunta. Mientras aguarda allí, confiado, sereno, custodio de un hogar abierto a la comunidad de hombres que se reconocen en la proximidad del gesto y la palabra, a su memoria acude aquella máxima de Novalis que no es posible evocar sin un temblor de deslumbramiento: “Hay que estar orgulloso del dolor; cada dolor es un recuerdo de nuestro alto rango”.

CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ es escritor, autor de ‘Fragmentos’ (Editorial Sinderesis, 2017) y ‘Contramundo’ (Homo Legens, 2020) y profesor de Literatura.
ENFRIAMIENTO DEL ESPÍRITU HUMANO