Silencio
sobre
lo esencial
“Cuando un hombre no es perseguido por su creencia, no resulta fácil saber lo que cree y a qué profundidad lo cree. En realidad, lo que yo creo, es lo que aceptaría sostener bajo la ironía, bajo el silencio o el desprecio de los que estimo; es aquello por lo que soportaría que me quemaran el dedo meñique. Sólo se cree realmente aquello por lo que aceptaría sufrir, o llegado el caso ser tomado por un imbécil”.“El síntoma de la gran mutación es que se han puesto en tela de juicio los principios supremos sobre los cuales descansaba la humanidad (…) La muerte de Dios amenaza de muerte al hombre. En consecuencia, se impone a toda mente la elección entre “el ser y la nada”, lo misterioso y lo absurdo, elección que se cumplirá a plena luz. Y es posible que antes de un siglo”.
Jean Guitton el ÚLTIMO GRAN FILÓSOFO CATÓLICO ha publicado un pequeño librito en el que sostiene que, en este mundo nuestro, se habla de todo menos de lo esencial. Nos inundan los noticiarios, las voces de la gente, los anuncios que tiran de nuestros ojos desde las paredes de las calles, pero nadie habla de lo verdaderamente importante, de aquellas cosas que cree, de las que en realidad alimentan y sostienen su alma. Se habla, por ejemplo, muy poco de Dios. Hasta los mismos creyentes parecen experimentar una especie de pudor y discuten sobre los obispos o el modo de celebrar la liturgia, pero rara, rarísima vez, hablan de Dios, o de la oración. Se piensa que esas cosas son demasiado íntimas. Se encierran en el interior del alma y jamás se habla de ellas. Pero esto ocurre en todos los campos. ¿Quién ha oído a un marido hablar de lo que quiere a su mujer, o de lo que estaría dispuesto a hacer por sus hijos? Tienen que ocurrir grandes tragedias para que estos temas suban a la boca. Y lo mismo ocurre con los jóvenes, que nunca cuentan qué es lo que verdaderamente sostiene sus vidas, cuáles son sus ilusiones o ideales. Se habla de la última película que se ha visto, pero no de lo que ilumina nuestra existencia. Menos se habla aún de temas como la muerte, el sentido profundo del dolor. Los mismos cristianos, incluso los predicadores en los púlpitos, no hablan ya casi nunca del juicio final y a algunos hasta les cuesta confesar que creen en la vida eterna. Ha surgido una especie de respeto humano, de pudor, una idea de que se es más caritativo no tocando ciertos temas, de que, en bien de una paz y del respeto de las opiniones de los demás, es mejor que no afloren cuestiones en las que podríamos no estar de acuerdo. Y el resultado final es el silencio sobre aquellas cosas que todos reconocemos que son las verdaderamente importantes. ¿Y por qué ocurre todo esto?
Guitton opina que la causa está en «el peso de ese monstruo anónimo que se llama la opinión. Monstruo más insoportable que el miedo a un Nerón, a un Hitler. Cuando el adversario se resumía en un solo personaje, visible, grotesco o feroz, era posible desafiarlo. Pero ya no tenemos que luchar contra un tirano, sino contra una multitud confusa, cuya arma disuasiva no es un suplicio, sino el silencio». Es cierto: el gran monstruo que hoy pesa y gravita sobre muchas conciencias es precisamente el «que dirán». Hay en el hombre contemporáneo - salvo excepciones, claro - una especie de obsesión por «ser como todos», por no ser considerado un «bicho raro», espanto a que nos señalen y nos estigmaticen con estos o aquellos calificativos: «Es un carca», o, al contrarío, «es un rebelde». No, todos queremos ser rebaño. Si nos preguntan: «¿Tú eres creyente?» contestamos: «Sí, pero no un beato». Es decir: lo afirmamos, pero señalando enseguida la rebaja, no nos vayan a considerar «demasiado creyentes». Y lo mismo ocurre a la inversa: hoy a los ateos les encanta llamarse agnósticos, porque eso les permite vivir como si Dios no existiera, pero sin pronunciarse demasiado sobre el asunto. Y lo mismo ocurre en mil problemas de la vida: creemos en el amor, pero no demasiado; y en el trabajo, pero no mucho; y en la política, pero poco. Y, entonces, se procura hablar de todo sin hablar de nada.
Como decía aquella niña que, tras escuchar muchas conversaciones de adultos, comentaba: «Se pasan el día hablando, pero no dicen nada». Y el gran problema es que todas aquellas cosas que no se conviven, no se comparten, se van muriendo y desapareciendo también en el interior de las personas. Y, primero, se frivolizan las conversaciones, luego se vulgariza el mundo y, finalmente, se queda vacía el alma y el corazón. Es asombrosa esta gran cobardía ante el qué dirán. Recuerdo muy bien aquel personaje de una novela de Stendhal, de quien el novelista decía que «no era valiente más que en la guerra». ¿Quién no ha conocido personas que en las guerras o en circunstancias terribles no han tenido miedo a las balas o a la muerte, y que, en cambio, vacilan ante el temor de que los demás reciban con una sonrisa sus opiniones? Lo que no pudo el ejército enemigo lo consigue esa chavalita que te mira como diciendo: «¡Pero qué carroza se ha vuelto usted, señor!». Y, sin embargo, parece que ha llegado la hora de perder esos miedos, de hablar con descaro de lo que uno cree, de lo que ama, de lo que sostiene nuestras almas. Y habrá que empezar a hacerlo pronto. Antes de que se nos deseque el corazón.
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