Raúl González Zorrilla:
"Tres totalitarismos asedian a Occidente:
el neocomunismo, el Islam político
y el globalismo socialdemócrata"
"EL SHOCK DE OCCIDENTE, EL HUNDIMIENTO DE UNA CIVILIZACIÓN", reúne un amplio conjunto de artículos en los que el periodista Raúl González Zorrilla, director de "La Tribuna del País Vasco", analiza, denuncia y describe minuciosamente el lento pero progresivo hundimiento de la civilización occidental.
En estos ensayos, González Zorrilla reflexiona con la inmediatez y la lucidez del mejor periodismo, y con la precisión del más afinado testimonio historiográfico, sobre cómo la socialdemocracia surgida en Europa tras las Segunda Guerra Mundial y el nuevo comunismo renacido tras la caída del Muro de Berlín, se han aliado para propinar el tiro de gracia a una civilización que nacida del eterno legado judeo-cristiano y de la gran tradición grecorromana ha proporcionado a la humanidad sus mayores niveles de libertad, seguridad y prosperidad.
“El ‘gran reinicio’ que nos quieren imponer
es el modelo civilizacional
diseñado por el Partido Comunista chino”
El digital galo Breizh-info ha publicado una extensa entrevista con Raúl González Zorrilla, director de "La Tribuna del País Vasco" y de la revista Naves en Llamas, en la que éste presenta ambos medios a los lectores franceses y en la que reflexiona sobre algunos de los principales retos y urgencias que azotan a la prensa y al periodismo en este convulso comienzo del siglo XXI.
En conversación con el periodista Yann Vallerie, González Zorrilla explica cómo, en su opinión, los temas que más preocupan a los lectores de "La Tribuna del País Vasco" son “aquellos que tienen que ver con la memoria histórica (especialmente en el País Vasco), con la caída de Occidente, con la tiranía progresista, con la imposición de la ideología de género, con el reemplazo de la población europea, con la inmigración ilegal, con la presión neocomunista global que padecemos y con la desaparición a marchas forzadas de la libertad de expresión”.
El director de La Tribuna del País Vasco detalla cómo este periódico se posiciona muy claramente “en uno de los bandos que compiten en la gran batalla cultural global que en estos momentos se libra en el mundo: defendemos las libertades individuales, la familia tradicional, la meritocracia, los valores tradicionales, el derecho a la defensa y la seguridad, el capitalismo tradicional frente a la volátil especulación financiera posmoderna. También nos posicionamos junto a las Fuerzas de Seguridad, al lado de quienes protegen la cultura y no la cancelan, junto a los que se parten la espalda para defender orgullosos el mundo que crearon sus abuelos, junto a quienes aún creen que los hombres tienen pene y las niñas vagina, junto a los políticamente incorrectos… Y, sobre todo, queremos estar junto a la gente de la calle simplemente decente que solamente desea llevar una vida digna, formar a sus hijos sin que éstos sean aleccionados por el Estado, trabajar y poderse tomar un café con la persona de su vida en un entorno seguro”.
Preguntado por el posicionamiento del periódico con respecto al mundo nacionalista vasco, Raúl González explica que “nuestra posición ideológica con respecto al nacionalismo vasco es extremadamente crítica porque el nacionalismo vasco tiene un marcado carácter totalitario que contempla al resto de España como a un enemigo y que abraza políticamente a los terroristas de ETA mientras insulta y desprecia a sus víctimas. Para convertir su ideología en un rodillo totalitario, el nacionalismo vasco utiliza la imposición lingüística del vascuence (una lengua que apenas habla habitualmente el 10% de los vascos), impone una educación íntegra en esta lengua (a pesar de que el español es la lengua materna del 90% de los ciudadanos del País Vasco). Además, despilfarrando miles de millones de euros de recursos públicos, el nacionalismo vasco manipula la historia, la cultura y la información para alumbrar una ‘realidad vasca independiente’ que no existe. Y que nunca ha existido”.
En relación con el estado de
excepción político, económico y
periodístico que se ha impuesto
alrededor de la pandemia del Covid19, Raúl González Zorrilla arma
que “la capacidad infectiva del
Covid-19 es peligrosa y dramática,
sobre todo, por su poder aterrador
para provocar el colapso final de
Occidente aprovechándose de imposiciones terapéuticas tan fanáticas como opacas. El Covid aterroriza aprovechando los recursos autoritarios que tiene la actual gobernanza socialdemócrata, utilizando el inmenso desarme ético que sufren millones de ciudadanos europeos, empleando el miedo generalizado a lo desconocido como herramienta de dominación y urdiendo una 'nueva normalidad', un 'gran reinicio' colectivo que sigue miméticamente el trazado del gran modelo civilizacional instaurado por el Partido Comunista chino del siglo XXI: élites políticas, sociales, económicas y culturales endogámicas y dominantes; capitalismo salvaje, expansionismo agresivo, hipervigilancia de la ciudadanía, masas acalladas, libertades mermadas e imposición política y doctrinaria”.
En opinión de González Zorrilla, “lo que está emergiendo fruto de la alianza del nuevo comunismo con las grandes corporaciones es una nueva y aterradora realidad tan perfecta como el virus del Covid-19: gobierna a través del terror y la emergencia permanentemente impuesta, induciendo a las masas dramáticamente asustadas y empobrecidas a aceptar decisiones drásticas y antidemocráticas como el único salvavidas para asegurar las vidas". (...) "En nombre de la contención del virus y de la seguridad sanitaria, se legitima la expropiación de la democracia y de los derechos más elementales, así como la creciente violación del espíritu y la letra de la Constitución (…) En el caso de España, el Gobierno de extrema-izquierda formado por el PSOE y Podemos, y especialmente por personajes estalinistas como Pedro Sánchez y Pedro Iglesias, representan excepcionalmente bien este derrumbe de la libertad y la inmensa amenaza global que los nuevos comunistas o los viejos socialdemócratas representan para la democracia; una amenaza que, aunque nacida antes del Covid-19, ha llegado a su paroxismo e intensificación aprovechando la intensa y acelerada disolución social, económica y cultural que está provocando la pandemia”.
En su larga conversación con el periódico bretón, Raúl González Zorrilla también reflexiona sobre los cada vez más intensos ataques que en todo Occidente sufren la libertad de expresión y la libertad de cátedra. En su opinión, “vivimos en una nueva Edad Media, bajo el mandato dictatorial de unos nuevos señores feudales, a los que hay que obedecer o, al menos, a los que no hay que molestar para que te dejen hablar o escribir. Occidente, infiltrado por los nuevos comunistas que aparecieron tras la caída del Muro de Berlín, está suicidándose y dilapidando algunos de sus valores principales, como la libertad de expresión o la libertad de cátedra (…) Nos enfrentamos a tres nuevos tipos de totalitarismo que crecen y crecen ante la mirada impávida y satisfecha de gran parte de la población: el totalitarismo neocomunista, construido sobre la imposición de lo políticamente correcto, la tiranía del género y un nuevo racismo que quiere acabar con el hombre blanco, occidental y heterosexual; el totalitarismo islamista, que se infiltra en nuestras instituciones mientras sus brazos terroristas decapitan a profesores como Samuel Paty; y el totalitarismo de las élites tecnológicas “turbocapìtalistas”, que tratan de evitar que se cuestione el globalismo socialdemócrata, ese que no tiene patria, que no tiene arraigos, que no tiene valores, que no tiene historia ni tradiciones y que solamente busca consumidores sin nación, sin sexo, sin religión y sin espíritu”.
Preguntado sobre cómo responder a estos ataques, el director de La Tribuna del País Vasco insiste en que “hay que seguir haciendo periodismo por tierra, mar y aire. Combinando lo digital con el papel, que siempre es más difícil de censurar. Creando pequeños nichos de lectores que, a su vez, extiendan el mensaje. Haciendo lo que el mejor periodismo ha hecho siempre: informar, denunciar, analizar, cuestionar y reflexionar. Ese es nuestro deber. Se lo debemos a nuestros hijos. Debemos denunciar por todos los medios posibles que la realidad que nos quieren imponer no es la verdad, sino que es una farsa; que debemos hacer entender a nuestros conciudadanos que, si no detenemos a los nuevos fanáticos que se están apoderando del mundo, en apenas una generación, Occidente, la civilización más grande que ha creado la Humanidad hasta el momento, habrá desaparecido”.
Giulio Meotti, escritor y periodista italiano, jefe de Cultura de Il Foglio, acaba de publicar en la web del Instituto Gatestone de Nueva York un extenso artículo en el que se hace una pregunta trascendental: si todo el mundo se arrodilla, ¿quién se alzará en defensa de la historia y la cultura de Occidente? Extractamos algunos de los párrafos fundamentales del texto.
Finkielkraut habla del "autorracismo" como "la patología más grotesca y desalentadora de nuestra época". Londres es su capital.
Derribar a los racistas es un mapa que contiene 60 estatuas de 30 ciudades británicas cuya eliminación se está demandando en apoyo del movimiento surgido en EEUU después de que un policía blanco, Derek Chauvin, matara a un hombre negro, George Floyd, poniéndole la rodilla en el cuello.
En Bristol, una multitud arrojó a las aguas del puerto la estatua del filántropo y propietario de esclavos Edward Colston.
Posteriormente, en Londres unos manifestantes vandalizaron las estatuas de Winston Churchill, el Mahatma Gandhi y Abraham Lincoln. Tras retirar del exterior del Museum of London Docklands la estatua del esclavista escocés Robert Milligan, el alcalde de la capital británica, Sadiq Khan, anunció la creación de una comisión para quitar las estatuas que no reflejen "la diversidad de la ciudad".
Otras dos estatuas han sido eliminadas de dos hospitales londinenses. El vandalismo y el autoodio han ido ganando terreno rápidamente. La épica de los grandes descubrimientos asociados al Imperio Británico se ha tornado ominosa. Las protestas no son sobre la esclavitud. Nadie en el Reino Unido actual celebra ese periodo. Es más bien un llamamiento a la limpieza cultural de todas las obras que contradigan el nuevo mantra de la diversidad.
"En el Reino Unido de hoy ha nacido una nueva variante del Talibán", ha escrito Nigel Farage, en referencia a los dos budas gigantes dinamitados por los talibanes en Afganistán en 2001. "A menos que nos dotemos rápidamente de un liderazgo moral, no va a merecer la pena vivir en nuestras ciudades".
En la lista de estatuas eliminables figuran los nombres de Oliver Cromwell y Horatio Nelson, dos guras mayores de la historia británica, así como el de Nancy Astor, la primera parlamentaria británica electa (1919), y los de Sir Frances Drake, Cristóbal Colón y Charles Gray, el primer ministro cuyo Gobierno supervisó la abolición de la esclavitud, en 1833. El actual premier, Boris Johnson, ha mostrado su oposición a la campaña de esta manera: “No podemos tratar de editar o censurar nuestro pasado. No podemos pretender haber tenido una historia diferente. Las estatuas de nuestras ciudades y pueblos las erigieron generaciones anteriores que tenían perspectivas diferentes, una comprensión distinta del bien y del mal. Y esas estatuas nos enseñan sobre nuestro pasado, con sus errores. Derribarlas sería mentirnos acerca de nuestra historia, y empobrecer la educación de las generaciones venideras”.
(...)
La culpa poscolonial está igualmente asfixiando la libertad de expresión en el Reino Unido. El exjefe del observatorio británico para la igualdad Trevor Phillips fue suspendido de militancia en el Partido Laborista tras ser acusado de "islamofobia". ¿El motivo? Su crítica al multiculturalismo. Esto es lo que tiene que decir al respecto Philips: “En mi opinión, la renuencia a afrontar la cuestión de la diversidad y sus descontentos lleva aparejado el riesgo de que nuestro país se dirija como un sonámbulo hacia una catástrofe en la que las distintas comunidades se enfrentarán entre sí, se condonarán las agresiones sexuales, se suprimirá la libertad de expresión, se revertirán libertades civiles que ha costado mucho conseguir y se minará la democracia liberal, que tan bien ha servido a este país durante tanto tiempo”.
(...)
Los activistas que hacen campaña por la eliminación de estatuas quieren alterar radicalmente el perfil de la capital británica. El enfrentamiento parece darse entre unos censores violentos que acosan a todo el mundo, por un lado, y, por el otro, unos políticos cobardes y apaciguadores que se doblegan ante los vándalos. Los monumentos son una parte vital de una ciudad global; dan cuenta del lugar en la Historia de la ciudad. Sin ellos, sólo quedarían las paradas de autobús y los Burger Kings. Estos protestatarios parecen anhelar una Historia revisada y saneada. Si no lo entendemos rápidamente, si borramos nuestro pasado, como trató de hacer la URSS, les será más fácil generar una visión de nuestro futuro que no remita a nuestros valores. No nos dejarán más que esquirlas de nuestra historia y nuestra cultura.
Este movimiento de odio a Occidente –que, como todo, tiene una historia imperfecta– parece haberse iniciado en las universidades británicas. En Cambridge, profesores de literatura pidieron reemplazar a autores blancos por otros representativos de las minorías para descolonizar el currículum. El sindicato de estudiantes de la prestigiosa Escuela de Estudios Africanos y Orientales londinense demandó la eliminación de autores como Platón, Kant, Descartes y Hegel del plan de estudios porque "todos eran blancos"; como si el color de nuestra piel fuera el determinante único de nuestros pensamientos. En Manchester, unos estudiantes pintarrajearon un mural inspirado en el poema "Si" de Kipling. Un estudioso del colonialismo, Nigel Biggar, ha armado que en las universidades británicas se ha vuelto a instalar un "clima de miedo". La Universidad de Liverpool acordó recientemente renombrar un edificio que rendía homenaje al primer ministro William Gladstone. En Oxford, la estatua de Cecil Rhodes, filántropo y fundador de Rodesia (actual Zimbabue), corre el riesgo de ser la siguiente en la lista.
"Hay algo de hipocresía en que Oxford consiga dinero para que cada año cien becarios, una quinta parte de ellos procedentes de África, vengan aquí y luego decir que queremos arrojar la estatua de Rhodes... al Támesis", ha declarado Lord Patten, rector de la universidad. Patten sostiene que su opinión es la misma que "la expresada por Nelson Mandela en una ceremonia del Fideicomiso Rhodes en 2003" y que, pese a "los problemas asociados con el papel de Cecil Rhodes en la historia, si estaba bien para Mandela, está bien para mí". Pero no para los revisionistas.
Parece que se está rehaciendo la historia de Occidente para presentar toda la civilización occidental como un mero apartheid descomunal. Como si debiéramos deshacernos no sólo las estatuas sino de nosotros mismos. Pero una democracia exitosa no puede construirse sobre la eliminación del pasado.
La estatua de Churchill en Londres –que combatió al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial y salvó a Europa de la barbarie– fue cubierta por las autoridades municipales durante las últimas protestas. Su eliminación visual evoca las estatuas desnudas de Roma tapadas para complacer al presidente iraní Hasán Ruhaní, o las desapariciones en las fotografías de aquellos que habían perdido el favor del Politburó en la URSS. Hay falsedad en el borrado de la historia propia. Puede que la historia de uno no sea perfecta, pero sigue siendo la historia de uno. Como ha escrito el historiador Victor Davis Hanson, un país "no tiene que ser perfecto para ser bueno". Sajar la parte desagradable no cambia los hechos; puede incluso ser reemplazada por una todavía más desagradable.
Algunos museos londinenses ya habían abrazado hace un tiempo la autocensura. La Tate Gallery vetó una obra de John Latham que mostraba un Korán entre cristales. El Victoria and Albert Musem exhibió pero posteriormente retiró una imagen devocional de Mahoma. La Saatchi Gallery exhibió dos desnudos con escritura árabe sobreimpresa, lo que provocó quejas de algunos visitantes musulmanes; el museo las cubrió. La Whitechapel Art Gallery purgó una muestra en la que había unas muñecas desnudas.
El diccionario Merriam-Webster acaba de revisar la definición de racismo para incluir la cualidad de "sistémico", presumiblemente para expresar que toda la sociedad es culpable e injusta.
Los censores parecen querer controlar nuestro universo mental, como en la novela de George Orwell 1984:
“Todo registro ha sido destruido o falseado, cada libro ha sido reescrito, cada cuadro ha sido repintado, cada estatua y edificio han sido rebautizados, cada fecha ha sido alterada. Y el proceso continúa, día a día y minuto a minuto. La Historia se ha detenido. Nada existe salvo el presente incesante, en el que el Partido siempre tiene razón”.
Este proceso de autohumillación occidental empezó hace mucho. Así, los ayuntamientos en manos del Partido Laborista británico empezaron a examinar todas las estatuas bajo su jurisdicción. El alcalde de Bristol, Marvin Rees, en vez de defender el imperio de la ley, calicó de "historia poética" la violenta eliminación de la estatua de Colston. Cuando los vándalos empezaron a destruir estatuas, muchos aplaudieron. El primer ministro británico, Bori Johnson, habló de "iconoclasia políticamente correcta".
Una semana antes de la querella de las estatuas, en el Reino Unido la gente andaba arrodillándose por George Floyd. Parecía una demanda colectiva para que toda la sociedad occidental se arrepintiera. Parecía una suerte de histeria ideológica, no tan distinta de las de la Inquisición o la del proceso contra las Brujas de Salem: diríase que quienes se arrodillaban eran gente más moral, que estaban del lado de la Justicia. Se arrodillaron incluso policías británicos, así como la presidenta de la Cámara de Representantes norteamericana, Nancy Pelosi, y otros líderes demócratas. Ambos fueron actos de irresponsabilidad y capitulación. Días después, el establishment británico sucumbió ante el nuevo Talibán.
¿Qué pretende conseguir este macabro juego ideológico? No el derribo de monumentos como las estatuas de Colón, que han sido incluso decapitadas. Va más allá. Es una toma del poder para desatar una revolución cultural e impedir que nadie diga que no todas las culturas son iguales; para someter a juicio el pasado de Europa; para instilar un remordimiento perenne en las conciencias y esparcir el terror intelectual a fin de hacer avanzar el multiculturalismo. ¿Cuántos se negarán a comulgar con esta supresión coactiva de la Historia? Si son muchos los que se arrodillan ante el nuevo totalitarismo, ¿quién tendrá el coraje para defender la historia y la cultura de Occidente?
Raúl González Zorrilla: Racismo, Feminismo y Justicia Social ¿Demasiado lejos?
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