EL Rincón de Yanka: IDEOLOGÍA, IDEAL, IDEALISMO Y UTOPÍA

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jueves, 9 de marzo de 2017

IDEOLOGÍA, IDEAL, IDEALISMO Y UTOPÍA

Ideología, ideal e idealismo


No siempre se tiene clara cuál es la principal diferencia entre, ideología, ideal e idealismo.

Para tener claros los mensajes que se transmiten a la sociedad, es importante que se sepa diferenciar el significado de cada uno de ellos. 

Así se podrá diferenciar entre mensajes politizados y, los mensajes políticos. Dicho de otra forma, se debe saber diferenciar entre la manipulación de la ideología y aquellos mensajes que transmiten valores. 



Definición de ideología, ideal e idealismo



El diccionario de Larousse, define el concepto de ideal como: "El conjunto de valores intelectuales morales o estéticos de acuerdo con las aspiraciones más elevadas de una persona o de un colectivo de personas".



Mientras que la definición de idealismo es la siguiente: "La actitud de espíritu que le concede gran importancia al ideal". 


Para terminar, el diccionario de Larousse define ideología como: "El sistema de ideas generales que forman parte de la doctrina filosófica o política y que son fundamentales para el comportamiento individual o colectivo".

Las diferencias entre ideología, ideal e idealismo
A los tres términos les une un único concepto la idea. 

Por lo que la conclusión que se saca es que tanto en el ideal cómo en el idealismo la idea tiene valor por sí sola Mientras que la ideología trata de justificar una postura frente al poder. Según el Marxismo es la sumisión de las ideas a una causa. El Marxismo también terminó despreciando la ideología, pero terminó fundado otras nuevas, el nazismo, el comunismo y el socialismo y aquellos países en los que fueron aplicadas terminaron convirtiéndose en una dictadura. Mientras que el capitalismo y los nacionalismo son capaces de sobrevivir siempre que hay conflictos sociales. 

Si cada ideología es capaz de fundar, un partido, un sindicato o incluso como sucede en la actualidad es capaz de controlar las redes sociales. Solo tiene un objetivo, apoderarse de la forma de pensar tanto individual cómo de un grupo de personas. Para así poder centrar el poder en un solo grupo de personas y de este modo y siempre según ellos poder velar por los intereses de todos. 


El ideal y el idealismo pueden convivir solos y realizarse dentro de cada persona. Mientras que la ideología necesita de un grupo de personas que vaya transmitiendo el pensamiento único a un grupo de personas aún mayor. 
Las personas que son esclavizadas por una doctrina o por una ideología son fácilmente influenciables y manipulables. Por lo que terminan estando sujetas a unos pensamientos y planteamientos que ni son lógicos ni son coherentes. Es la dictadura enmascarada con el nombre de democracia.









Antonio García-Trevijano 
FRENTE A LA GRAN MENTIRA


EL ESCOLLO DE LA GRAN MENTIRA
(Ideología y Utopía)





Antonio García-Trevijano


(...) «Logía» proviene de "legein", el acto de decir. Pero pocas recuerdan que «ideo» viene del "aoristo" del verbo ver, "eidon", yo he visto. La idea es lo que he visto. La ideología es el discurso de lo que he visto. Pero al "logos" que se apoya en la idea para cumplir la proeza de hacer visible a lo invisible se le llamó lisa y llanamente filosofía. Fue Napoleón, que había sido adicto al Instituto de los ideólogos, quien dio a la voz ideología el sentido despectivo con el que ha llegado hasta nosotros: ideas vacuas o falsas del adversario, como los ídolos de la tribu y del teatro denunciados por Bacon. 

En La ideología alemana, Marx y Engels atribuyeron a una buena parte de la filosofía la función de ocultar el dominio político de la burguesía, mediante un «velo intelectual», y un «aroma espiritual», que justificaban su paladina dominación del Estado en nombre del valor universal de «sus» ideas liberales. Desde Demóstenes se sabía que generalmente «se piensa como se vive». Pero es a partir de la sociología del conocimiento de Mannheim cuando se generalizó una atmósfera de sospecha sobre el valor de moralidad, o de verdad, que pueden expresar las ideas abstractas, indefectiblemente infectadas por nuestras proyecciones de clase, o por el «condicionamiento existencial» del pensamiento. La clave de su originalidad descansa, sin embargo, en una grave confusión terminológica sobre las palabras ideología y utopía (Ideología y utopía, 1929), a las que consideró expresivas de ideas realizables pero incongruentes con la realidad. Con la única diferencia de que la incongruencia de la utopía tiende a destruir el orden existente, mientras que la incongruencia de la ideología tiende a conservarlo. A pesar de que estos gratuitos significados de ideología y utopía han sido generalmente aceptados en el lenguaje vulgar de nuestros días, aquí seguiremos entendiendo rigurosamente la utopía como una idea irrealizable, que sólo vale como crítica de la realidad; y la ideología, como una idea pretenciosa que legitima, con su valor de verdad universal y abstracta, el dominio particular y concreto de una parte de la sociedad sobre el todo social. Lo que no impide a la utopía, cuando se intenta realizar, que asuma la función de ideología, como pasó con el comunismo. 

La palabra ideología se usa hoy para designar esas cosas que antes se llamaban ideas, ideales, doctrinas, teorías, creencias o concepciones del mundo. El abuso de la propaganda ideológica, durante el fascismo y la guerra fría, desacreditó la utilización en las ciencias sociales de la palabra ideología. Pero incluso si no la empleamos para lo que se designa mejor con las palabras clásicas, siempre tendremos necesidad de ella para expresar con un término adecuado, como pide Sartori, «la conversión de las ideas en palancas sociales», en motores de la acción política. Yo entiendo aquí por ideología la conversión intelectual y moral de unos intereses particulares y concretos en ideas universales y abstractas, con el propósito político, más o menos consciente, de prolongar o conquistar en el Estado una situación de dominio de lo particular sobre lo general. La distinción poco antes esbozada entre las ideologías del poder, como las contenidas en los términos liberalismo, socialismo o nacionalismo, y las ideologías del saber, como las expresadas con las palabras estado, gobierno, constitución y Democracia, no quiere decir que estas últimas carezcan de finalidades políticas. 

Detrás de toda ideología hay una idea particular del poder que se presenta como una idea general del saber. Pero las ideologías puras que operan directamente en la política centran nuestra mirada en la acción, y el problema que nos plantean es el de su eficacia. Mientras que las ideologías del saber fijan nuestra atención en el pensamiento, y el problema que suscitan es el de su validez. La voz democracia se usa hoy como una ideología del saber, como una ideología del conocimiento que prejuzga, sin permitir su verificación en la realidad, la validez del concepto. Las ideologías del poder falsean los móviles de la acción y presuponen en ellos una eficacia solucionadora del conflicto social. Por eso son movilizadoras. En cambio, las ideologías del saber falsifican los presupuestos intelectuales de la acción y prejuzgan su validez sin análisis. Por eso son paralizadoras. 

La democracia como ideología paraliza la acción política porque nos hace creer el error o la mentira de que ya la tenemos como forma de gobierno, y nos hace sentir con demagogia que también la tenemos al alcance como forma igualitaria de la sociedad. La idea democrática, que sólo puede ser una parte de la realidad, ha adquirido hoy, al convertirse en ideología del conocimiento, un poder mayor que el de la realidad misma, a la que suplanta. Es tan innegable que el sistema proporcional de listas no puede ser representativo de la sociedad civil ni de los electores; es tan irrefutable que el régimen parlamentario está basado en la confusión de los poderes del Estado; es tan evidente que el pueblo no elige ni depone al gobierno en el Estado de partidos, que lo inexplicable es por qué todos los intelectuales y toda la clase política dicen, sin inmutarse, lo contrario. Mannheim introdujo una excepción a la regla del condicionamiento existencial del conocimiento. Los intelectuales, al no ser una clase social, escapaban a la determinación socioeconómica de su pensamiento. El problema de Mannheim, a diferencia del problema de Marx, ya no estaba en la explicación social del pensamiento creativo, sino en los motivos que inducen a las masas de los no pensadores a elegir o adherirse a los productos mentales que les ofrecen los intelectuales en forma de mentira ideológica. Pero si la ideología es un sistema de ideas sobre el que nadie piensa ya más, la responsabilidad por la continuidad de la Gran Mentira creada por el universo mental de los propagandistas de la democracia ideológica recae sobre «la mollera sabia que hace una reverencia al imbécil dorado» (Timón de Atenas ). 

Los intelectuales europeos son culpables de haber renunciado a la verdad y al desenmascaramiento de la mentira propagada por la democracia ideológica. Hay que denunciar la brutalidad mental del consenso creado por ellos contra la libertad de pensamiento sobre la democracia política. Hay que delatar, ante el tribunal de la razón pública, el extremismo de esos intelectuales que afirman inmoderadamente la existencia de democracia en Europa. Como dijo Ortega, «los inmoderados son siempre los inertes de su época». Y la inercia intelectual de la propaganda de la guerra fría está mantenida por dos tipos de inmoderación ideológica: el terrorismo mental, que asesina la evidencia de los hechos, y la especulación fantástica, que ahoga al pensamiento crítico. 

Estos dos tipos de inmoderación están encarnados en la ideología latina y en la ideología alemana de la «democracia de partidos». Aunque ambas versiones de la democracia ideológica persiguen la misma finalidad legitimadora de la oligarquía de partidos, cada una de ellas lo hace al modo típico de su tradición cultural. La ideología latina, cínica y antipositiva, se reserva el privilegio autista de poder ignorar los hechos de evidencia experimental que contradicen la existencia de la democracia. En España y los demás países latinos europeos se piensa que hay democracia simplemente porque la ideología del saber democrático afirma, sin fundamento alguno en la realidad, que el régimen político tiene las tres condiciones requeridas para ello: 

la condición representativa de la sociedad, la condición electiva del gobierno y la condición divisoria del poder. No importa que la realidad pueda refutar con facilidad la existencia de estas tres condiciones. 

La ideología jurídica las suple tranquilamente con tres ficciones formales que ocultan o enmascaran la realidad. En cambio, la ideología alemana, hipócrita y fantástica, se doblega ante las evidencias fácticas y rechaza, en consecuencia, la naturaleza representativa de la democracia de partidos, pero no porque esté dispuesta a reconocer la naturaleza oligárquica de la realidad, sino para sublimarla, como vimos en el capítulo anterior con la veladura intelectual y el aroma espiritual de una fantástica ideología de democracia directa, electiva y divisoria del poder. 

La democracia como ideología latina convierte espiritualmente a una particular oligarquía de partidos en un sistema universal de poder representativo, electivo y dividido. Mientras que la ideología alemana, mucho más audaz, la presenta como sistema universal de democracia directa y plebiscitaria, en la que se produce la identificación entre gobernantes y gobernados y la división social de los poderes del Estado. Y la opinión pública, fabricada por los grandes medíos de comunicación, consume como estupefacientes tranquilizadores los productos ideológicos de los intelectuales europeos de partido y de la corrupta oligarquía.

El imaginario paraíso con el que soñaban los hombres y mujeres de la Edad media, también utópico, se volvió inmanente con el Renacimiento. Sin embargo, tanto las ideologías como las utopías trascienden la situación real, el status quo, el orden social existente. Como las utopías, las ideologías nunca lograron realizar su contenido virtual, porque sus motivos bien intencionados de conducta suelen deformar su sentido al aplicarse. Pensemos en las deportaciones masivas soviéticas o en el desastre del tercer Reich. Todas las ideologías han acabado manchándose las manos de sangre. 

Ninguna utopía se puede vivir aquí y ahora. Pongamos por caso la idea cristiana del amor fraternal, el ágape o la caridad. Vivir de forma coherente con este principio en una sociedad que no está organizada según el mismo resulta imposible, por lo que el individuo en su conducta personal se ve obligado a renunciar a sus nobles principios, se deja arrastrar por la corriente, si no quiere verse destruido por ella como un mártir. 

Por eso, toda mentalidad utópica o ideológica, salvo la del héroe revolucionario, tiene algo de incongruente, de hipócrita y se basa en un (auto)engaño deliberado.

Las utopías trascienden el orden social en el que nacen y orientan la conducta hacia elementos que no contiene la situación. Parecen irrealizables desde el punto de vista de un determinado orden social, pero transforman la realidad. Si llamamos “topía” a cualquier orden social existente, la secuencia o dialéctica histórica se configura:

topía à utopía à topía à utopía, etc.

Mannheim aprecia lo que llama “utopías relativas”, realizables, mientras que condena el utopismo absoluto. El caso que cita como ejemplo de utopismo absoluto es el anarquismo, que ve en cualquier orden social el mal supremo, como si este fuese sólo el residuo maléfico que dejan las utopías y revoluciones. El sociólogo del conocimiento busca un principio viviente, dialéctico, que vincule el desarrollo de la utopía con cierto orden existente.

Toda época consiente que surjan ideas y valores que contienen tendencias irrealizadas. Dichas tendencias expresan necesidades y elementos intelectuales explosivos. Y el pensamiento humano va por su propia naturaleza desde las cosas como son a las cosas como cree que deberían ser, desde la percepción y la experiencia, al imaginario. Por eso, como decía Lamartine, « las utopies ne sont souvent que des vérités prématurées ». Y quien tilda a una hermosa idea de utópica suele representar el orden social caduco.

Es natural que el grupo dominante esté de acuerdo con el orden existente puesto que le va bien en él, y es ese grupo el que –según Mannheim- determina lo que se debe considerar como utópico, en tanto que el grupo ascendente, en pugna con las cosas tales como son, es el que determina lo que se debe considerar como ideológico.

Es difícil segregar completamente lo ideológico de lo utópico. Entre la interesada e histórica conciencia de la realidad que llamamos, siguiendo a Marx, ideológica, determinada por el modo en que producimos y distribuimos los bienes consumibles, y la idealidad imaginaria de la utopía, hay continuidad. Toda utopía está impregnada de elementos ideológicos. Pongamos por caso el sueño de “la libertad” de la burguesía ascendente en el XVIII que, como posibilidad realizable, estuvo vinculada en su génesis al rompimiento del sistema de gremios y castas del Antiguo Régimen y que, frente a él, partía del individualismo, de la utopía de un pensamiento autónomo.

Si la ideología es la conciencia interesada de la clase dominante o emergente, una conciencia que, en cualquiera de sus especies, falsea u oculta la realidad, la utopía le asigna un horizonte realizable. Para Mannheim, el criterio de demarcación entre una y otra sería su realización en la práctica. Las ideas que a la larga resultan meras deformaciones de un orden social antiguo o potencial eran ideológicas, las que se realizaron eran utopías relativas.

¿Se apaga la lámpara de Utopía?

El determinismo extremo elimina cualquier ilusión utópica. No destruye al adversario oponiendo una utopía propia, sino desenmascarando toda utopía como ideología: 

“No acusamos al adversario de que está adorando falsos ídolos; destruimos más bien la intensidad de su idea mostrando que histórica y socialmente está determinada”.
Por otro lado, si es muy extensa la clase social que domina relativamente las condiciones concretas de la existencia y son amplias las posibilidades de mejora mediante reformas pacíficas, entonces es muy probable que esa clase tome el camino del conservadurismo y renuncie al utopismo o lo desacredite. En cualquier caso habrá renunciado a los elementos utópicos en sus propios modos de vida.

No es de extrañar que con la extensión de la clase media, la forma más pura de moderna mentalidad quiliástica, el anarquismo radical, desaparezca casi enteramente de la vida política o se refugie en el sindicalismo y el bolchevismo. 
La utopía se apaga también porque se acerca cada vez más al proceso histórico social. Utopías del pasado son realidades presentes, como los derechos sociales, que conviene conservar, y la lucha utópica hacia una meta de amplia perspectiva se desintegra ante unas próximas elecciones, en una comisión parlamentaria o en un movimiento sindical que genera una nueva "clase" dominante, una especie de aristocracia o burocracia que tiende a reproducirse y que sólo domina detalles concretos.

Epistemológicamente, la visión amplia del mundo se convierte en mero principio heurístico ante una investigación aplicada y fundida con los intereses industriales, farmacéuticos o militares.
El materialismo histórico era "materialista" sólo de nombre. La esfera económica era una conexión estructural de actitudes espirituales. La infraestructura del modo de producción era un “sistema”, o sea, algo que surge de la esfera del espíritu (el espíritu objetivo de Hegel). Pero el proceso hacia un economicismo radical resultó imparable. El neoliberalismo cree en él. Los acontecimientos se reducen, muy económicamente, a meras funciones de los impulsos humanos (Pareto, Freud). Esta concepción de una inteligencia, o una razón, que es mero instrumento al servicio de las pasiones, o de una cultura subordinada a los impulsos inconscientes tiene su venerable antecedente en el psicologismo de Hume. 

Los elementos tanto ideológicos como utópicos (espirituales) se desintegran. La política se subordina a la economía, la conciencia histórica se debilita, y el ideal de cultura (búsqueda de la belleza, la justicia o la verdad) se reduce a la antropología de la cultura, entendida como artefacto de adaptación del humano al medio (más tecnológico ya que natural). No debe extrañarnos que en este contexto surja el mito del “final de la historia”, pues el mundo ya no necesita de utopías ni de ideologías, sino de recursos I+D+I. La utopía se transforma en tecnociencia o es sustituida por la política.

Sólo la extrema derecha o la extrema izquierda creen ahora que existe una unidad en el proceso de desarrollo histórico. En su lugar, al menos en las llamadas “democracias avanzadas” se impone el “realismo”.
“Realismo”, explica Mannheim es una palabra que adquiere un significado diferente en Europa y en América. En Europa el realismo apelaba a la necesidad de atender a las tensiones sociales, mientras que en EEUU, donde se imponía la libertad a la igualdad en el plano económico, “lo real” eran los problemas técnicos y de organización. La pregunta europea es: Qué nos reserva el futuro; mientras que la americana es: Cómo puedo hacer tal cosa, cómo puedo resolver este concreto problema individual.

El pragmatismo usamericano renuncia a preocuparse por el todo, pues ya éste se cuidará de sí. William James propone la voluntad, más que la inteligencia, como base de nuestro criterio de verdad. Una proposición es verdadera si de su aplicación se siguen consecuencias útiles.
Siempre que desaparece la utopía, la historia deja de ser un proceso que conduce a una meta final. Desaparecido el sentido de la historia, la utopía ya no ejerce un efecto regulativo ni ofrece un criterio para valorar los hechos. El resultado es una actitud escéptica (la de un Max Weber, por ejemplo) que puede ser la más fecunda científicamente.
Sin embargo, no dejará de ser cierto que la utopía seguirá organizando la conciencia en función sobre todo de nuestra concepción del tiempo (lo que esencialmente somos). Los intelectuales son precisamente esa minoría que se interesa por algo que no sea el éxito en la competencia económica. Su actividad nunca estará libre de un sesgo utópico.

Mannheim divide el papel y actitud de los intelectuales en cuatro grupos:

1. Los intelectuales que aquí llamamos “orgánicos”, que se ven arrastrados por el proceso social, afiliados a la izquierda, y para los que no cabe conflicto entre lo intelectual y lo social.
2. Un segundo grupo lo constituyen los "escépticos" que, en nombre de su integridad intelectual, destruyen o erosionan los elementos ideológicos en la ciencia.
3. Un tercer grupo se refugia en el pasado para encontrar allí una forma de trascendencia. Son "los románticos" que se esfuerzan por espiritualizar el presente, reviviendo el sentimiento religioso, el idealismo, símbolos y mitos…
4. Por ultimo están "los nihilistas" que se apartan del mundo y renuncian deliberadamente a tomar una participación directa en el proceso histórico. Sus miembros se vuelven extáticos como los quiliastas, con la diferencia de que se despreocupan de los movimientos políticos radicales.

Mannheim (1893-1947) no vivió lo suficiente para ver cómo en el mayo del 68 emergerían nuevas mentalidades utópicas, ni como el ecologismo, el activismo a favor de los derechos humanos y el feminismo, imaginarían utopías reformadoras o revolucionarias.
La única forma en que se nos presenta el futuro es como posibilidad abierta. No sabemos si dominarán las tendencias utópicas o la complaciente tendencia de aceptación del presente. Lo que sí sabemos es que no cabe interpretación de la historia (metafísica de la historia) si no es dominada por el interés de un fin y el esfuerzo hacia una meta. 
Si todo el mundo se pusiera de acuerdo la sociedad cambiaría de la noche a la mañana, son los individuos los que alientan con su vitalidad las instituciones establecidas, el status quo, y el sistema establecido de relaciones también encadena hasta cierto punto su voluntad, pero descansa en las decisiones incontroladas de los individuos. Lo que es claro es que los cambios más importantes en la estructura intelectual de una época han de comprenderse a la luz de las transformaciones de la mentalidad utópica.

La eliminación completa de la ilusión utópica nos conduciría a un realismo (Sachlichkeit) que en última instancia significaría la decadencia completa de la voluntad humana. Mientras que la decadencia de una ideología no representa sino la crisis de cierta clase social o grupos sociales, la decadencia de la utopía significaría una inmovilidad social en la que el ser humano se convertiría en cosa. El hombre, privado de ideales, se quedaría también sin ideas y se habría convertido en una criatura de meros impulsos:

“Así, después de un tortuoso, pero heroico desarrollo, en el apogeo de su conciencia, cuando la historia va dejando de ser un ciego destino y se convierte poco a poco en la creación del hombre, al abandonar la utopía, el hombre perdería la voluntad de esculpir la historia y al propio tiempo su facultad de comprenderla” (K. Mannheim).