EL Rincón de Yanka: ElviraRocaBarea

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sábado, 28 de marzo de 2020

📙 REFLEXIONES FINALES (EPÍLOGO) DEL LIBRO "FRACASOLOGÍA. ESPAÑA Y SUS ÉLITES: DE LOS AFRANCESADOS A NUESTROS DÍAS"

“En España hay complicidad del gobierno de España con el separatismo reaccionario. Hago un llamamiento a la responsabilidad de las élites. De las élites españolas, las personas influyentes, los intelectuales, los empresarios y los dueños de medios de comunicación, porque mirar hacia otro lado e, incluso, hacer negocio con esta operación de erosión de la democracia es una inmensa, gravísima irresponsabilidad. Las élites tienen una responsabilidad inmensa en este país, los grupos de comunicación, y los empresarios también, no están al margen de lo que está pasando. Durante mucho tiempo nadie hizo nada con Cataluña, pues mirar para otro lado, y había gente que alertaba de lo que estaba sucediendo. Hay TVs que hacen negocio, "La Sexta" hace negocio por ejemplo con la erosión de los valores de nuestra democracia. Las élites españolas, yo creo que hay una actitud funcionarial”.
REFLEXIONES FINALES
  FRACASOLOGÍA. 
España y sus élites:
de los afrancesados a nuestros días
María Elvira Roca Barea


Sobre la aceptación universal e incontestada de la leyenda negra se dibujó un paisaje de Europa que incorporó en su diseño el eje de la superioridad del norte frente a la inferioridad del sur. Hoy en el siglo XXI, nadie cuestiona esto. Ahora bien, aquí que distinguir dos niveles de discurso.

Es indiscutible que, a lo largo del siglo XIX, la hegemonía del mundo occidental pasó del eje católico mediterráneo al protestante-atlántico.
Es absolutamente discutible que esto lleve aparejado alguna clase de superioridad moral o que esta hegemonía del norte venga causada por ella. 

Y lo más discutible de todo es que esta situación sea irreversible y eterna.
En realidad, la leyenda negra es la percha de la que cuelga el supremacismo norteño. Y lo es porque no solo la Iglesia romana ha sido completamente derrotada, sino también porque lo ha sido el español, el último de los hijos de Roma que manda en Occidente. Es una derrota completa, sin resistencia ni prisioneros, puesto que los derrotados no solo han dejado de defenderse, sino que han aceptado las ideologías, las modas, los rituales, etc., de los victoriosos como mejores y superiores a los suyos, los cuales siguen existiendo por inercia, pero sin ningún prestigio. La responsabilidad de esta derrota moral debe investigarse en dos frentes: la Iglesia católica y las élites intelectuales.

La historia de España es un juicio moral permanente. Está así establecido desde los comienzos del cisma. Por la sencilla razón de que el protestantismo se sustenta en la condena moral del catolicismo, único motivo de su existencia. Si el catolicismo no fuese malo, moralmente condenable, ¿por qué habría surgido el protestantismo? El fundamento del protestantismo era y es que el catolicismo es una forma pervertida del cristianismo, o de otro modo no se habrían separado y formado iglesias distintas. Y, por tanto, es natural que en esa condena moral ocupe un lugar de honor España, la campeona del catolicismo durante siglos en el mundo entero. 

Cuando el protestantismo necesita alimentar su autoestima recurre siempre al mismo sistema de refuerzo moral. De hecho, podría afirmarse que el protestantismo surgió para la condena moral sobre el poder hegemónico español fuese eterna e inapelable. Tan acostumbrados estamos a ello que ni siquiera nos damos cuenta. De vez en cuando, algún escribiente se extraña de que nunca caiga sobre los demás países europeos la condenación eterna por más atrocidades que hayan perpetrado.
Murieron en las cámaras de gas seis millones de seres humanos y no ha caído sobre Alemania la condenación eterna. Antes de eso los bonos alemanes habían provocado la ruina de media Europa, en especial en el centro y el este. En los cuentos de Isaac Bashevis Singer aparecen a menudo familias, unas judías y otra no, de clase media-alta que andaban vendiendo por Varsovia y otras ciudades de esa parte de Europa sus muebles finos, sus cuadros de firma, o alquilando habitaciones y despidiendo a la criada como consecuencia de haber depositado su confianza y sus ahorros en la deuda alemana. Esto ocurrió dos veces en el mismo siglo. No importa. En la siguiente crisis, la de 2007, los ahorros de media Europa fueron a parar a Alemania. La confianza que los demás demuestran en Alemania es la que Alemania tiene en sí misma. Inmune por completo a los remordimientos. Esto no es tan extraño en realidad. Un millón de irlandeses sobre una población de cuatro millones murió en lo que muchos (cada vez más, por cierto) no dudan en calificar de genocidio cuando la gran hambruna de 1845. El chivo expiatorio de aquel horror ha sido una enfermedad de la patata. Más muertos hubo todavía en la India durante el colonialismo inglés a causa de las hambrunas (epidemias de hambre, según reza el delicioso eufemismo), las cuales fueron provocadas por las sequías y el primitivismo de la agricultura india (chivo expiatorio). Entre la costa irlandesa y la inglesa median sesenta kilómetros, pero ni los ingleses ni su Gobierno tienen nada que ver con aquella atrocidad, que no fue provocada por una plaga, sino por las sacas de alimento que diariamente se hacían desde los puertos irlandeses con la ayuda de doscientos mil soldados desplegados en la isla. Sumemos a esto los horrores de la guerra de los Bóeres, que inventa los campos de concentración y los de las Guerras del Opio. Tampoco ha merecido por esto la Gran Bretaña condenación eterna, porque también son inmunes a los remordimientos. Nadie entra a historiar en Alemania o Inglaterra, por seguir con los ejemplos ya dichos, para juzgar, para emitir un juicio moral sobre su ser, sobre su propia existencia. 

Entre otras cosas porque ni ingleses ni alemanes han permitido nunca que su historia nacional sea contada por otros. Ni la historia de Gran Bretaña ha sido contada por alemanes ni la historia de Alemania ha sido contada por ingleses. Entiéndase esto bien y con todos sus matices: la historia de Gran Bretaña que se estudia en Gran Bretaña es la que ellos han escrito para su país, no la que escribieron sobre Gran Bretaña franceses o alemanes. La historia de España desde el siglo XVIII está en manos de historiadores extranjeros a los que llamamos «hispanistas». No es que no haya historiadores españoles, pero las riendas no las llevan ellos. Esto está así con ligeras variaciones y alguna mejora parcial desde que el periodo Habsburgo fue condenado a la damnatio memoriae con el cambio de dinastía. 

La historia de los vecinos europeos es simplemente historia, con aciertos y errores, como todas. La historia de España, no. 
La tradición exige el juicio moral permanente desde el siglo XVI. La costumbre ha hecho que, de tan visto y tan sabido, nadie se da cuenta de ello, ni los españoles ni los foráneos. Es el esquema mental (de vencido, de subyugado, de sometido y de dominado o colonizado) dentro del que nos movemos, un organigrama secular y consagrado por una larga tradición en la historiografía europea. Insistimos: va de soi (por sí mismo) con la historia de España, incorporada a ella. 

En 1960 edita nuestro admirado Arnoldsson un libro que se llama "La Conquista española en América, según el juicio de la posteridad. Vestigios de la leyenda negra". El sueco acude al juicio permanente en este caso como abogado defensor. Dios se lo pague. Su veredicto es exculpatorio. Tiene una visión clara de lo que es la leyenda negra, a la que considera  «la mayor alucinación colectiva de Occidente», pero no se da cuenta de que esa alucinación es un pliego de culpas que lleva aparejada una condena moral permanente, y no se pregunta cuál es la función que ese juicio tiene en Occidente, esto es, la ventaja que de esa condena moral obtiene el que la emite. Tenemos, por tanto, un participante en el juicio en defensa del reo (España), pero no se pregunta por qué existe ese juicio y qué sentido tiene. el juicio le parece natural. No se detiene a plantearse la anomalía de esta situación y su significado. 

Ernst Jünger escribió que la «la cultura se basa en el tratamiento que se da a los muertos. La cultura se desvanece con la decadencia de las tumbas». Y es verdad: ninguna cultura puede florecer si no riega sus raíces, y nosotros, españoles e hispanos, no lo hacemos. 

La gestión de nuestra cultura hace ya mucho tiempo que está en manos extranjeras. Se fabrica en los departamentos de universidades que no son las nuestras, y detrás va la intelligentsia de los quinientos millones de hispanohablantes contentísima. Pocos, muy pocos brotes de insubordinación. ¿Por qué? Porque se está bien así. Es cómodo. ¿Por qué va un intelectual que quiere hacer carrera, como todo el mundo quiere, a situarse en una posición incomodísima y posiblemente letal para su futuro convirtiéndose en una molestia, en una molestia real y verdadera, para la cultura dominante? La insubordinación se paga.  No nos confundamos. No se trata aquí del eterno intelectual contestatario tipo Voltaire que ha sido y es un adorno de los salones del poder por el procedimiento de ser «crítico». Esto es revolución de salón al estilo de la gauche divine. Lleva siglos funcionando a la perfección. Forma parte del baile. No toca los resortes verdaderamente esenciales de la política y la cultura dominante. Es salto con red. 

El Imperio español existió y se murió para siempre, por muchas razones, la primera de las cuales es tan obvia que casi da apuro tener que señalarla: porque todo lo humano deja de existir en algún momento, tanto el éxito como el fracaso, tanto la hegemonía como la subordinación. 

Somos cuatro gatos en cada país los que pensamos que la Hispanidad es como aquellos bienes en manos muertas del Antiguo Régimen, un capital que está ahí pero que no da fruto, y que este capital, petrificado hoy, si fuese usado sana e inteligentemente por la comunidad hispana sería no solo una fuente de cultura (eso ya lo es), sino también de riqueza material. Somos tan pocos que no hay peligro de que alguna vez seamos un problema para los promotores del victimismo exculpatorio y el ajuste de cuentas perenne con la propia historia. Por tanto, pueden estar tranquilas las potencias que se disputan la hegemonía en nuestro mundo globalizado. Los hispanos (incluyo a los españoles) no compiten. Están muy ocupados discutiendo temas apasionantes y de gran futuro como «nos robaron el oro» o «hablamos una lengua impuesta»¹. Pero si alguna vez cuajara un movimiento en firme en el sentido de una mayor colaboración política y económica a favor de nosotros mismos, España no debería nunca promoverla. Ni siquiera destacarse. Nuestro país tiene que ir en el pelotón. este movimiento prohispano deben liderarlo las grandes naciones que nacieron del desmembramiento del Imperio, como México, Argentina, Chile, Perú, Colombia o la que esté en condiciones de hacerlo. España jamás. Esto suscitaría un enjambre de suspicacias y cualquier iniciativa, por bien intencionada y argumentada que sea, está condenada al fracaso, así que toca observar y esperar, y el día que haya en Hispanoamérica una nación capaz de liderar la Hispanidad ir de escudero tras ella con entusiasmo.

La nostalgia del Imperio o la idea de que puede volver a existir alguna vez es una ingenuidad y un reflejo de los problemas que hay para hacerse cargo del presente. el tiempo no va para atrás. Hay algunas personas, incluso historiadores, que entienden que limpiar la historia del Imperio español de las toneladas de propaganda que cayeron sobre él indica que se quiere revivir aquellos tiempos o es síntoma de un nacionalismo español imperialista. Esto es tener en poco la inteligencia ajena, quizá porque no se tiene en mucho la propia. Quien plantea el asunto en estos términos es que no capaz de ir más allá de aquella ridiculez de «por el Imperio hacia Dios» o sus contrarios. Y cree que los demás tampoco pueden.

El Imperio español es una realidad histórica enorme que necesita ser estudiada y comprendida más allá de todos los prejuicios que sobre él se acumulan. Y esto, para empezar, por puro afán de conocimiento. La historia del Imperio español no es historia de España, es historia del mundo. De la misma manera que la historia de Roma no pertenece a los italianos, la historia del Imperio español no pertenece a España. Ahora bien, la historia deformada de ese imperio pesa sobre España y las naciones hispanas de hoy como una losa. Es el argumentario principal del ajuste de cuentas perpetuo que traba a todos los países que nacieron del extinto Imperio español y es, en consecuencia, un factor de primer orden en el problema de subordinación cultural e inferioridad moral asumida que afecta a todo el mundo hispano. Este es un hecho que debería haber sido comprendido y estudiado por nuestros intelectuales hace mucho tiempo. en lugar de eso se eligió mirar para otro lado. En 1891, Rafael Altamira define la hispanofobia y explica la gravedad de este problema. es un intelectual prestigioso, vinculado a la Institución Libre de Enseñanza y, sin embargo, nadie le hace caso. En 1914, Julián Juderías vuelve a los mismo y populariza una expresión que se hará conocida y todavía usamos: leyenda negra. Tampoco le hacen mucho caso. Desde entonces hasta 1992, con Molina y García Cárcel, la investigación de este magno fenómeno de deformación histórica dependió durante décadas de autores no españoles: el inencontrable Ronald Hilton en 1938, el argentino Rómulo Carbia en 1948, el sueco Arnoldsson en 1960, el estadounidense Maltby en 1967, Philip W. Powell en 1976... El problema de la leyenda negra tras la aparición de los textos de Rafael Altamira y Julián Juderías no mereció atención por parte de la historiografía española hasta hace muy poco. Y con eso está dicho todo.


Desde entonces para acá hay un goteo lento de publicaciones que mejorará algo el conocimiento del problema, pero la leyenda negra  no ha dejado de ser un tema histórico menor. No hay publicaciones especializadas ni congresos. Ni los historiadores ni los antropólogos ni los sociólogos han entrado a saco en este asunto. Tampoco hay que extrañarse por esto. En su momento y después, los españoles se negaron a hacer frente al magno problema del racismo que cayó sobre ellos en el siglo XIX con el racismo científico y la eugenesia. No solo no lo afrontamos, sino que lo aceptamos y hasta lo absorbimos, dando lugar a una especie de «sálvase quien pueda» para no pertenecer a la raza degenerada. 


Hay que entender por qué la leyenda negra se reproduce y hasta tiene brotes nuevos cuando ya España no es un imperio ni tiene hegemonía alguna contra la que otros tengan que luchar. 


Esto es importante saberlo para no llevarse sobresaltos como los que estos últimos años hemos tenido con los nacionalistas flamencos en Bélgica, los jueces alemanes de Schleswig_Holstein, la política anti-Colón y anti-fray Junípero en California, olas cartas al rey Felipe VI por parte de un presidente hispanoaméricano exigiendo que se pida perdón por la conquista... Habrá más episodios de este tipo en los años años venideros. 

La leyenda negra es una visión deformada de la historia de Europa que está en los mitos fundacionales de varias naciones y religiones del Occidente. De ahí no se va a mover. Su estructura narrativa del tipo David contra Goliat lo pone de manifiesto de manera inmediata. Hay quien considera que no puede hablarse de nacionalismo en los siglos XVII y XVIII, porque no hay ni teoría política ni movimiento social que así se autoproclame, que es lo mismo que considerar que el racismo no existe hasta que no empieza a desarrollar su propio cuerpo teórico. No hay problema. Podemos llamarlo «xenofobia primaria», como hace Lévi-Strauss y resolvemos la cuestión de la nomenclatura que tanto desasosiega a los eruditos. Creemos haber explicado en qué consiste el nacionalismo y cuál es su diferencia con respecto al patriotismo. Se trata de un sistema de lucha tribal que ha existido en muchos tiempos y muchos lugares porque genera una división del mundo entre los nuestros y los otros que no admite reconciliación. 

El nombre de España está en los mitos fundacionales de los ingleses con la Invencible, de inmortal memoria, y ahí seguirá mientras Inglaterra aliente sobre la fax de la Tierra. También está en los de la pequeña Holanda, que tanto los necesita, y en todos los relatos de la mitología orangista. Y podríamos seguir. El inglesito al que le enseñan en la escuela en cuarto de primaria el mito de la Invencible no puede prescindir de él porque le sirva para construir una imagen gloriosa de su país. Eso para empezar. Después, y de una manera inmediata, aprende una visión determinada de España de la que no se apeará jamás porque es útil y nutritiva para su autoestima. Cuando más grande y monstruosa sea esa España, mejor es Inglaterra porque luchó contra ella, y mayor es su mérito porque la derrotó. Y esas imágenes fabricadas hace cinco siglos siguen siendo hoy tan necesaria como entonces. Y, entiéndase esto bien, las necesita el inglés y por eso no permite que se olvide. La aberración de la subordinación cultural consentida y hasta fomentada por nuestras élites ha hecho que también nosotros estudiemos ese mito inglés y hayamos llegado a valorarlo tanto como los ingleses mismos.

Con todo lo que llevamos escrito es posible que el lector haya entendido qué es la subordinación cultural que los países católicos padecen, y España de manera muy sobresaliente, por acumulación de circunstancias. En efecto, al catolicismo genuflexo de la Iglesia como institución hay que añadir las consecuencias de la hegemonia que se substanciarán en la leyenda negra y todas sus ramificaciones. 

Pero el propósito primordial de este ensayo es explicar que de la situación de subordinación cultural no se sale sin el concurso de las élites. Se puede resistir durante mucho tiempo, siglos incluso, pero no se sale de la subordinación y este es el problema, vivo hoy como hace doscientos años. Lo podemos negar y seguir viviendo, claro que sí. Es lo que hemos hecho mucho tiempo. Las élites subordinadas viven bien porque las élites siempre viven bien. Otra cosa son los pueblos que las tienen que soportar. Las élites disfuncionales  prosperan adaptándose a su posición subordinada. Para empezar, niegan siempre que lo son y fabrican alguna «España mala» a la que colgarle los fracasos que ellas mismas han producido. Esta subordinación es el resultado de la batalla cultural más dura que se ha librado en el Occidente y la que mudó el centro de poder de nuestra civilización del sur mediterráneo al norte atlántico. Esa batalla la siguen librando la anglosfera y la protestarquía cada día de su vida, en especial cuando se siente débil y en peligro, y ve como un horizonte no lejano ni imposible la pérdida de la hegemonía mundial. 

Ahora hay que dedicarle algunos párrafos al parvulario pero irremediablemente esto hay que hacerlo dada cierto tiempo. A todo lo dicho vendrán algunos que explicarán, como si acabaran de inventar la pólvora, que jamás ha habido una conspiración contra España y que este tipo de planteamiento es paranoide y ridículo. Lo es. Absolutamente. el asunto de la conspiración suena a conde de Montecristo y complot de mesa camilla. La cosa es tan simple como que todo el mundo defiende sus intereses y hay quienes lo hacen con más habilidad que otros. Este fenómeno de la leyenda negra es muchísimo más complejo que un complot. Tiene honduras sociales, religiosas, antropológicas y hasta filosóficas que apenas podemos vislumbrar. Una batalla cultural que hace pivotar el eje de una civilización no es asunto que se despache en trescientas páginas ni en tres mil. Pero si no se estudia, no se comprenderá jamás. Hacen falta varias generaciones de cabezas pensantes para investigar a fondo cómo el Mediterráneo católico dejó de tener su propia agenda y cómo absorbió el discurso de su propia inferioridad moral. Y como lo no estudiamos, no lo comprendemos y no podemos superar la situación de subordinación cultural. No hay que buscar ninguna conspiración, porque no la hay, sino analizar cómo funciona el sistema el sistema interiorizado de autodesprecio encaminado a justificar a perpetuidad la hegemonía ajena. 

El asunto aquí tratado no es cosa de buenos y malos ni de conspiraciones. La historia es un campo de batalla permanente y unas luchas se libran con cañones y otras con papeles (propaganda, imágenes, historia, literatura, filosofía, religión...). Esto, como se verá, no tiene nada que ver con un complot ni con buenos y malos en ll parvulario, que ya es hora. 
a historia del mundo. A ver si vamos saliendo de
Como cabe esperar, en sus mil manifestaciones cotidianas, el análisis de este mecanismo complejo perfectamente vivo hoy entre quienes fueron enemigos del imperio requiere de una análisis que no está al alcance de cualquiera. Requiere de élites intelectuales muy cualificadas, capaces de analizar, explicar y construir soluciones. Pero, sobre todo, requiere de la voluntad de hacer esto y del coraje que semejante esfuerzo requiere, después de haber perdido, primero, el miedo a que no te inviten a los seminarios de la Ivy League. Este es el problema de fondo. Quizá hayamos acertado a explicar al menos en parte por qué no tenemos ese tipo de élites. Repárese en el contraste que ofrecen las élites inglesas o francesas cuando peleaban sin desmayo contra la hegemonía española, generación tras generación, encajando derrota tras derrota, si se las compara con las élites españolas, que en cuanto perdieron la hegemonía se acomodaron a su posición subordinada y dejaron de luchar. Jamás hubo élites francesas que propusieran a su país que se hispanizara o se españolizara. Pero las nuestras se afrancesaron.

Este ensayo tiene además por objetivo facilitar la comprensión de la relación contradictoria y esquizofrénica, cuando no abiertamente antipatriota, que buena parte de las élites españolas tienen con su país. Es necesario estudiar este fenómeno porque de otra manera resulta imposible comprender no solo la acomodación de los tópicos de la leyenda negra dentro de España, sino la subordinación cultural que ha llevado a aceptar como historia oficial de España aquella que fue escrita por quienes lucharon contra su hegemonía en los siglos pasados. El afrancesamiento no es el resultado de la influencia cultural que todo país hegemónico en Europa ejerce sobre los demás. Es un proceso más complejo. La influencia francesa es grande en el continente desde la segunda mitad del siglo XVII y el siguiente. esto se ve claramente en la moda y en cómo el estilo francés de vestir o decorar es imitado en todas partes. Ahora bien, el afrancesamiento va mucho más allá de esto y se convierte en un auténtico síndrome de aculturación. Había bastante que aprender de Francia, pero se copió justamente aquello que no se debía: el discurso francés sobre España, que no podía ser ni favorable ni positivo. Por pura lógica.

Durante el siglo XIX se producen cambios sustanciales, principalmente el desmembramiento del imperio, muy debilitado después de un siglo de afrancesamiento militante. esta fragmentación se hubiera producido igualmente, con independencia de cuál hubiera sido el resultado de la Guerra de Sucesión, solo que hubiera sucedido de otra manera que no podemos imaginar. Tenemos, por tanto, que concentrarnos en los hechos tal y como ocurrieron. Decimos que la fragmentación se hubiera producido igualmente, porque mantener políticamente unidos territorios que sobrepasan los veinte millones de kilómetros cuadrados, con océanos de por medio, es un proeza que tiene pocos equivalentes en la historia de la humanidad. Antes o después hay que pasar de lo excepcional a lo normal.  Y la normalidad llegó en el siglo XIX, pero arrastró consigo varias inercias que estaban ya muy instaladas en el siglo anterior: la fracasología y la relación autodestructiva con la propia historia. Ambas tendencias son válidas tanto para Hispanoamérica como para España. La construcción del Estado moderno se hace en España con las mismas dificultades que en toda Europa, con la peculiaridad de que pervive una tendencia a la balcanización que se hace fuerte en cuanto el Estado comienza a dar síntomas de debilidad. Una y otra vez ese Estado se empeña en integrar las corrientes balcanizantes y fracasa. Pero, curiosamente, de esos fracasos no aprende. 

Desde Masson de Morvilliers y su famosa entrada sobre España en la Enciclopedia Metódica (y aún antes), los ataques que desde el exterior sufren la historia de España, sus símbolos o su cultura tienen una respuesta epidérmica y torpe. Hay una paralelo evidente entre lo sucedido a finales del siglo XVIII con las enciclopedias francesas y la oleada anti-Colón y anti-fray Junípero en estados Unidos. Las respuestas serán semejantes e igualmente ineficaces hoy. Si este ensayo ha servido para algo, el lector podrá al menos comprender un poco mejor por qué esto es así. 

No podemos ni queremos acabar este libro sin proponer ideas que ayuden a solucionar el problema territorial que España tiene ahora mismo. Decíamos que no se hallan soluciones porque se buscan donde no están. El problema no es que existan en España tendencia balcanizantes. Esto es bastante común. El problema es que las fuerzas políticas no balcanizantes, que son mayoritarias y dicen que constitucionalistas, han sido incapaces de ofrecer un frente común que neutralice la balcanización y le impida seguir destruyendo el ordenamiento constitucional. Una democracia no puede integrar cualquier tendencia que surja en el horizonte y, desde luego, no puede sostenerse en un Estado que alimenta estructuras que trabajan para su propia destrucción. Nuestras élites políticas hoy y en la Transición ignoran las lecciones de la historia. Que la Primera República acabó en un fenómeno de cantonalización esperpéntico y peligroso, y que a la Segunda República, entre otros factores, la llevó a una situación insostenible el secesionismo catalán. Pero todavía Azaña tuvo arrestos para hacer lo que no hizo Rajoy en idéntica coyuntura. 

La idea de las autonomías comienza a cobrar prestigio en España con una serie de artículos que publica Ortega entre noviembre de 1927 y febrero de 1928 y que luego aparecieron bajo la forma de libro con el título "La redención de las provincias" en 1931, el año de proclamación de la Segunda República, pero la idea había sido ya esbozada en otro texto que vio la luz en 1924 y que se tituló "Dislocación y articulación de España". Desde entonces ha rodado un siglo. Incrustada esta idea en la Segunda República, ya sabemos lo que pasó y en la monarquía parlamentaria actual también lo estamos viendo. Ha provocado a una auténtica disgregación del Estado. El régimen de las autonomías, tal y como está, lleva a un callejón sin salida. La propuesta federal, que ya ha sido ensayada con el éxito que conocemos, no es más que un ahondar en lo mismo, sobre todo porque las autonomías son ya un régimen federal (cambio de palabras nada más), de maneras que queda poco por disgregar y repartir; los meros símbolos y poco más, y aun esto ofende. Es más, las autonomías están planteadas desde su principio como un sistema confederal asimétrico, que es uno de los errores más graves que tiene en su interior la Constitución de 1978, que es una buena Constitución y que debe ser defendida. Como dice Alfonso Guerra a todo el que le quiera oír: no hay que cambiar la Constitución, pero hay que hacer cambios en la Constitución².

La Constitución de 1978 necesita principalmente tres modificaciones:

1. Resolver la desigualdad que consagra en su articulado al referirse a "regiones y nacionalidades" (artículo 2) y al conceder en la Disposición Adicional I derechos históricos a los territorios forales. Esto en la práctica ha llevado a la confederación asimétrica. Solo hay un régimen autonómico capaz de estabilizarse: el que garantice igualdad entre todos los españoles. Lo contrario es seguir sembrando vientos.
2. La reforma constitucional debe ir en el sentido del Estatuto Único para todos los territorios, con un marco competencial establecido en la propia Constitución e inamovible, de tal manera que sea imposible comprar investiduras y apoyo parlamentario para los Gobiernos que no tengan mayoría suficiente, sean de derechas o de izquierdas, con paquetes de transferencias, o sea, con millones de euros.
3. El Estado tiene que recuperar competencias esenciales, principalmente la educación. Hace más de veinticuatro años que en 
España se educa de forma abierta en colegios e institutos a los niños y adolescentes para que no sean españoles. Es imperativo desmantelar las estructuras en el exterior que han ido creando una autonomía tras otra. La política exterior tiene que ser exclusiva del Gobierno central.

El debilitamiento de España es el de todas sus partes, aunque los señoríos ahora gozosamente establecidos en sus pequeñas taifas autonómicas estén en ellas muy a gusto. Es el común de los mortales, el sufrido contribuyente, el que padecerá las consecuencias de la debilidad del Estado en cuanto vengan mal dadas.

Resulta casi imposible que los partidos políticos acometan una reforma en firme del Estado autonómico tal y como está planteado por la sencilla razón de que tienen colocados a la mayor parte de su personal en él. Y hay mucha gente que colocar, porque la política en España se ha transformado en una actividad no solo chillona y falta de elegancia, sino llena de gente que no sabe ganarse la vida en otra cosa. Pero la propuesta de reforma constitucional que se va a hacer a los españoles próximamente no va a ir en ese sentido que hemos apuntado. 



La incapacidad de las élites españolas (e hispanoamericanas) para consolidar Estados sólidos es uno de los problemas más graves que tiene nuestro mundo hispano y obliga a nuestras naciones a estar haciéndose y deshaciéndose de continuo, con el gasto de energía que eso supone. Cuánto se ha debilitado nuestro país es algo que puede verse comparado cómo se celebró el V Centenario del Descubrimiento de América y cómo se está celebrando el V Centenario de la Vuelta al Mundo de Elcano y Magallanes. Cuando Portugal, con ocho millones de habitantes, está en condiciones de imponer su presencia en pie de igual en la celebración de un acontecimiento histórico, un hito en la historia de la humanidad realmente (por eso Portugal quiere estar ahí), es que nuestro país ha llegado a un estado de debilidad extremo. Como dejó escrito Raymond Aron, la relación entre los Estados se basa en que unos son capaces de imponer su voluntad a otros. Y Portugal es ahora mismo capaz de imponer su voluntad a España, que multiplica por más de cinco el número de sus habitantes. Esto es solo un ejemplo de lo que puede ir sucediendo en el futuro en asuntos más graves y más serios a España, o sea, a las partes de España, que con el cerebro comido por las termitas de la balcanización creen que el debilitamiento de España no es el suyo también.
¹ En España, la versión de esta temática cambia los pronombres, pero es lo mismo: «Les robamos el oro» y «les impusimos la lengua».
² Alfonso Guerra hace un análisis minucioso e impecable, accesible para cualquier lector, no solo de las causas que han provocado la situación actual de disgregación territorial, sino de las posibles soluciones que eso tiene: "La España en la que creo. En defensa de la Constitución", La Esfera de los Libros, Madrid, 2019.



🚩 HISPANOFOBIA, ENDOFOBIA Y «FRACASOLOGÍA» 🚩


viernes, 27 de marzo de 2020

📙 AQUELLOS ESPAÑOLES Y ESTOS ESPAÑOLES: EPÍLOGO DE "IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA" POR MARÍA ELVIRA ROCA BAREA

IMPERIOFOBIA
Y LEYENDA NEGRA 

EPÍLOGO


Aquellos españoles y estos españoles

Para Platón y Aristóteles la sabiduría es hija de Zauma, la sorpresa. Comienza, por tanto, el saber con el asombro y el maravillarse¹. Ojalá venga el lector de sumergirse en páginas plagadas de asombros, tantos y tan egregios que la impericia de la autora no habrá podido oscurecer su brillo. Está por un lado el hecho asombroso de la unanimidad en el prejuicio hispanófobo, capaz de atravesar lenguas, siglos y hasta religiones. Era esperable, ya que la imperiofobia en sus distintas manifestaciones vivía y vive sin ser molestada, plácidamente acomodada en el regazo de los que la albergan. Quienes sentirían un pinchazo moral sumamente molesto si se sorprendieran a sí mismos en algún desliz racista u homófobo, proclaman orgullosos su imperiofobia, actualmente bajo la forma habitual de antiamericanismo. 

La persecución o discriminación de los católicos no es un rasgo de intolerancia en Occidente. Desde la Ilustración al menos está sancionado que es más bien un síntoma de modernización. Así, nada ha empañado el título de «una de las naciones más tolerantes del mundo» que puede leerse ligado a Holanda en cualquier texto histórico para plebeyos o expertos, guías de viajes y documentos de todo tipo. Esto a pesar de que las leyes de discriminación de la población católica estuvieron vigentes hasta la invasión francesa. Otro excelso ejemplo de tolerancia es el Reino Unido, aunque sus leyes discriminatorias vivieron hasta mediados del siglo XIX. En Estados Unidos los católicos han sido discriminados hasta los años setenta de manera visible y sin disimulo. 

Es una cosa muy rara, pero los católicos no se defienden. Como no soy católica más que de refilón, esto no lo comprendo. Las causas deben estar en el subsuelo de la mentalidad católica y no llego a ellas. La actitud del protestante es radicalmente distinta, antes y ahora. El protestantismo es el triunfo de una verdad oculta, moralmente superior y arrebatada por Roma a los pueblos durante siglos. Esto no es una idea del pasado, sino un estado de opinión perfectamente vivo y actuante entre los protestantes de toda nacionalidad. Puede el lector entretenerse buscando en Google las páginas de algunas confesiones de reciente implantación en España y verá la virulencia del ataque. En cambio no encontrará esta actitud ofensiva entre los católicos, ni siquiera en los territorios misionales de la Iglesia católica. 
Durante una visita papal al Parlamento Europeo en 1988, el eurodiputado norirlandés Ian Paisley montó un escándalo inverosímil acusando a Juan Pablo II de ser el Anticristo. 

El asunto pasó bastante desapercibido. Si hubiera sido al contrario, hubiera habido altavoces proclamando la intolerancia católica como un mal perenne. De hecho los conversos actuales al protestantismo muestran la misma agresividad hacia el catolicismo de los padres fundadores. En definitiva, ¿cómo puede uno ver al Demonio paseándose tranquilamente por las calles y no reaccionar? No iremos muy lejos a buscar un caso ilustrativo. Lo tenemos en casa y es muy popular. El periodista César Vidal es un ejemplo fácil y bien visible. Su proceder insultante tiene la misma causa hoy que hace quinientos años: necesita ofender y denigrar para justificarse. Si los católicos no fuesen demoniacos y moralmente inferiores, ¿por qué me habría hecho yo protestante? He huido de los malos para estar con los buenos. 

Cuando España firma el Tratado de París en 1898, el país recibe la noticia como un mazazo. Cualquier periódico o gacetilla comarcal se hace eco día tras día de lo que se llama el Desastre, porque como tal se vivió colectivamente. ¿Qué fue lo que resultó tan insoportable? ¿Fue realmente un desastre? En realidad no fue más que la recepción del certificado de defunción de un imperio que estaba muerto desde hacía ya mucho. Más de un siglo después resulta difícil calibrar cuánta responsabilidad tuvieron las élites intelectuales en aquel histérico llanto colectivo que ensordeció a los locales y que se oyó con plena claridad más allá de las fronteras. Era natural, por otra parte. La tradición intelectual española es autocrítica y flagelante desde muy antiguo. Ya el marqués de Santillana se quejaba: «Hago un singular reposo [se refiere al ocio intelectual] a las vexaciones e trabajos que el mundo continuamente trahe, mayormente en aquestos nuestros reynos»¹. El intelectual español nace, crece, se reproduce y muere en un hábitat que exige la crítica nacional, si se quiere conseguir algún respeto. Quien no la practique con la necesaria virulencia, será calificado como mínimo de ignorante y cateto (no sabe las maravillas que hay más allá de las fronteras), y además de derechas. Era por tanto imposible que surgiera ante aquella crisis una solución a la francesa, por falta de tradición. Desde que apareció el salón subvencionado en tiempos de Luis XIV, el intelectual francés ha vivido de y para dar brillo y razones a la grandeur, achicando descalabros y transformando disparates en logros para la humanidad. 

Todo el siglo XIX prepara ese momento, el de la llegada del certificado de defunción. Hay una construcción argumental que comienza en el siglo XVIII y que va durante todo el siglo XIX cargándose de razones y causas históricas inventadas por la propaganda para llegar a la conclusión más que necesaria, necesitada: aquella según la cual la culpa del acabamiento del imperio la tienen aquellos españoles que lo levantaron y no estos que lo llevaron a su final. Con precisión casi matemática van asumiéndose uno a uno los tópicos de la leyenda negra. Los españoles del siglo XIX construyen con ellos una explicación que necesitan casi desesperadamente, y hay que buscarla allí, en aquellos españoles y no aquí, en estos de ahora. Ello nos muestra hasta qué punto la diferencia entre unos y otros es radical. Habría que pensar este asunto con mucho pormenor y mucho mimo porque la continuidad de nombres suele ser engañosa. Los españoles del siglo XIX no son en absoluto los del siglo XVII. El español del siglo XVII no habría buscado nunca un culpable para sus males que no fuese él mismo. Solemos considerar que España es un estado europeo que nació en la primera oleada de formaciones estatales, la del Renacimiento, pero, si bien se piensa, la España de hoy se forma en el siglo XIX, en la etapa postimperial y como parte desgajada de un organismo mayor.  

Con mucho tino dijo el historiador Juan Antonio Ortega que «España se independizó de sí misma». 

Así las cosas, es muy posible que la historia del Imperio español la escriban alguna vez los arqueólogos. Tendrán mucho y bueno donde entretenerse. Estaría bien saber cómo se imaginarán aquella gente que tantos restos en piedra dejó. Pero esto no sucederá hasta que los pueblos que descienden de aquellos españoles, incluido el nuestro ahora, hayan adquirido despego suficiente y hasta que a aquellos otros que echaron los dientes luchando contra aquellos españoles les suceda lo mismo. Digamos que es un mensaje en una botella que se arroja al mar. Seguro que algún día llegará, pero nosotros no lo veremos. El Imperio español merece justicia histórica y la tendrá, pero hace falta mucho más tiempo. Los españoles de hoy tienen, cuando la tienen, una relación con aquel imperio bastante confusa. En realidad el factor dominante suele ser el de entrar en el Imperio ya muerto para buscar culpables y justificar el presente. En esto los descendientes de aquellos españoles y los descendientes de sus enemigos se comportan igual. De vez en cuando estos españoles y los del otro lado del charco, a los que solemos llamar hispanos por costumbre, tienen como un ataquillo de orgullo, a veces ridículo, a veces nostálgico y siempre inútil. También los peninsulares deberíamos tener otro nombre que nos separara nítidamente a aquellos españoles. Parece que los españoles siguen existiendo, cuando ni los hispanos ni los que llevan ahora este nombre son ya aquellos españoles. En verdad, también los españoles peninsulares deberían llamarse hispanos. Si trasladamos la situación a Roma se verá más claro. Ningún pueblo románico es romano. Los romanos ya no existen. En el siglo V ya no existían. Ni los portugueses, ni los italianos ni los franceses son romanos. Y los que así son llamados hoy día, los habitantes de la ciudad de Roma, no tienen nada que ver con aquellos romanos del imperio. 

El Imperio español es una unidad histórica ya fallecida cuya comprensión escapa por completo a la historiografía occidental hoy vigente. Lo vio muy bien Madariaga cuando habló del «ciclo hispánico». El problema es que solo sucede de vez en cuando que una persona se acerca (o se aleja, según se mire) a los hechos aquí parcialmente historiados y comprende su extraordinaria magnitud. Eso es tan excepcional que ni crea corrientes académicas, ni muchísimo menos opinión pública. Hemos llegado al siglo XX después de fatigarnos por muchos senderos y hemos visto que la leyenda negra sigue viva. ¿Cómo se explica esa continuidad histórica frente a la discontinuidad del Imperio? Si como defendemos aquí no hay continuidad entre aquellos españoles y estos españoles, ¿por qué estos de ahora siguen padeciendo los efectos de la hispanofobia? 

Dos son las razones principales que explican la perpetuación de la hispanofobia y sus tópicos. La primera es su papel en el aparato de autojustificaciones de las naciones protestantes con sus correspondientes iglesias, y luego de la Ilustración y del liberalismo. Las naciones y las religiones que se formaron contra el Imperio español no pueden prescindir de la leyenda negra porque se quedarían sin Historia. Y una vez muerto el imperio, la leyenda negra se transforma de manera suave y natural en el mecanismo que hemos llamado chivo expiatorio. La existencia de la hispanofobia es útil al mundo protestante y rentable económicamente cuando llega el caso. Los tópicos de la leyenda negra se reproducen y se perpetúan porque tienen mercado. Mientras la hispanofobia era imperiofobia, la victimización era poco evidente. Cuando ya no había imperio, la hispanofobia se había convertido en un mecanismo social útilísimo al que costaba renunciar, porque ofrecía grandes ventajas. El mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal, como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo. 

En consecuencia, el protestantismo no podía ser sino la historia de un éxito¹. De otro modo, ¿cuál sería su razón de ser?, ¿cómo justificar el cisma? La ruptura con el catolicismo tenía que ser explicada y solo la denigración de este podía servir para tal fin. Por lo tanto, ningún fracaso es fracaso sino una etapa hacia el triunfo. Para creerse esto hay que repetir hasta la saciedad, hasta el autoconvencimiento y la negación de la realidad, que el mundo católico es un fracaso, de forma que cualquier traspiés se transforma en norma y se magnifica hasta la deformación. No tiene importancia que Holanda, tras la secesión, sufriera el régimen oligárquico más cerrado y falto de representatividad que haya conocido Europa, ni que se pagaran más impuestos que nunca, ni las hambrunas atroces y cíclicas que vinieron después. Tampoco empaña el manto de nación supertolerante que tuviera leyes de discriminación religiosa hasta que perdió su independencia en tiempos de Napoleón, ni que se haya vivido allí en un apartheid de facto (columnización) que todavía es visible. Holanda es rica y tolerante por definición. Su historia es la de un triunfo, una vez liberada del oscurantismo hispanocatólico. La independencia oficial de las provincias neerlandesas que Orange consiguió secesionar se produjo en 1648 (Tratado de Münster). El año 1672 ha pasado a la historia de Holanda como «el año del desastre» (Rampjaar). ¿Qué sucedió en esa región en este año para dejar tan terrible e inolvidable apelativo? Se puede apostar mil contra uno a que el lector no lo sabe. Quien esto escribe tampoco lo sabía hasta hace un año, poco más o menos. La ley del silencio es implacable y perfecta. Sin embargo, es asunto de mucho interés ir al detalle de las consecuencias del éxito del nacionalismo orangista, especialmente en el momento de plena euforia triunfal. Es averiguación que le dejo como tarea al lector, que a estas alturas o es ya un amigo, y por tanto hay confianza, o un enemigo irreconciliable. Así se dará cuenta del esfuerzo que supone traspasar el muro de invisibilidad que las diversas versiones del protestantismo y del nacionalismo han levantado en la historia de Europa. También la historia de Inglaterra es la historia de un enorme triunfo contra toda evidencia, como explicamos más arriba. 

Es urgente sacar la leyenda negra del estrecho cauce en el que la historiografía al uso la ha mantenido, como un hecho histórico de límites precisos vinculado a las exageraciones de la propaganda de guerra durante los siglos XVI y XVII, con una prolongación en el siglo XVIII. La leyenda negra es un fenómeno histórico y social muchísimo más amplio, que nace en la propaganda pero vive en la literatura y la historia, donde cobra realidad y prestigio, hasta convertirse en lo que primordialmente es: un hecho de opinión pública casi universal en Occidente. Es más: si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido. 

La discusión sobre si la leyenda negra existió realmente o no, o si existió pero ya ha muerto, demuestra una incomprensión profunda de esta realidad, cuyas causas hay que buscar en la leyenda negra misma. La primera tiene que ver con la dificultad para calibrar un fenómeno histórico tan largo y ubicuo. No había a mano nada con que se la pudiera comparar y para hacerlo había casi que salirse de la historia de Europa. La segunda es que la leyenda negra mienta una serie de prejuicios que gozan de gran predicamento intelectual, de tal manera que quien se atreva a oponerse a sus tópicos consagrados se arriesga a ser descalificado ideológicamente primero y luego intelectualmente. El que vio al rey desnudo en el desfile y se atrevió a decirlo, no nos engañemos, no pudo pasar de ser un Diógenes, si es que sobrevivió a aquel atrevimiento. Cualquier discusión sobre la leyenda negra adquiere de inmediato tintes ideológicos, y las ideologías, como las religiones en otro tiempo, no muestran una gran capacidad de tolerancia. A fin de cuentas no dejan de ser un artefacto que se monta en el cerebro para que sirva de brújula. Cualquier grumo que venga a entorpecer el engranaje debe ser automáticamente desechado y triturado, no vaya a ser que su presencia indique que la brújula nos lleva en una dirección equivocada o en una dirección que no sabemos cuál es. La tercera razón es la eficacia de la leyenda negra como autojustificación de religiones e ideologías. La leyenda negra nace como un prejuicio imperiófobo, pero se mantiene después por la razón antes explicada y porque, transformada en chivo expiatorio, se muestra extraordinariamente útil y rentable ante cualquier dificultad sobrevenida, como la crisis que arranca en 2007. 

Decía Leonardo Da Vinci que como no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede. Y lo que se puede ahora es la Unión Europea. No hay por lo tanto más remedio que colaborar activa y lealmente para que ese monstruo de Lrankenstein que es la Unión perdure y funcione bien. Pero esto hay que hacerlo sin papanatismos y sin perder el norte de los propios intereses. La Unión Europea debe servir para crear un espacio de convivencia donde puedan habitar en paz, prosperidad y solidaridad pueblos muy diversos, y no para que unos prosperen a costa de otros, logrando por medios poco éticos y poco visibles una hegemonía que por otros procedimientos no lograron. Cuando llegó la crisis de 2007 nos convertimos en PIGS, esto es, directamente en cerdos o en GIPSY, que es algo más pintoresco. Dos generaciones de españoles, al menos, van a trabajar más y a ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional, fuera de los prejuicios protestantes y de la propaganda financiera bien urdida a partir del anticatolicismo y la hispanofobia. Y puesto que nuestros hijos y nietos van a cargar con estos sobrecostes de manera casi irremediable, estaría bien que les contáramos el porqué. Sin negar nunca la amarga verdad: que la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses y los suyos. Para eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro.

¹⁵ Teeteto (115d); Metafísica (I, 2, 98261).
¹⁶ López de Mendoza, Iñigo, Obras completas, ed. Ángel Gómez Moreno y        Maximilian  Kerkhof, Barcelona: Planeta, 1988, pág. 232.
¹⁷ Véase Foxe, I, pág. 27, nota 7.

María Elvira Roca Berea en IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA: "No se descubre nada al afirmar que Arturo Pérez Reverte es uno de los autores españoles de más éxito dentro y fuera de España. He visto los escaparates de las librerías del Reino Unido literalmente empapelados con sus novelas de arriba abajo. Su éxito en el mundo anglosajón es espectacular. Ha sido traducido a muchísimos idiomas y ha vendido millones de libros. 

El autor exterioriza un patriotismo de rompe y rasga que se aviene muy mal con su obediente repetición de los más manidos tópicos de la leyenda negra. Para alguien que proclama con orgullo que «tiene sus lecturas», no resulta fácil justificar el haberse unido tan oportunamente a la procesión, ya vieja y demasiado concurrida, de los cultivadores de la historia-literatura de España como guarida del demonio. O bien fallan las lecturas o bien interesa participar en el auto de fe perpetuo y siempre exitoso que es la leyenda negra. 

No es descabellado suponer que una parte del éxito de Reverte, dentro y fuera, se debe a que recrea con vigor y convicción los tópicos hispanófobos del protestantismo, de la Ilustración y, luego, del liberalismo. Ese país podrido, corrupto y fanático que Reverte describe en sus novelas es una vieja melodía cuya reiteración suena bien a muchos oídos por razones distintas; razones viejas pero no muertas. El inquisidor de Reverte se parece al de Schiller, al de Dostoievski, y al pavoroso Jorge de Burgos de Umberto Eco, como una gota de agua a otra.

Los personajes de Reverte se mueven por un Madrid corrupto y decadente, podrido hasta los cimientos: «Soltero, mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había comprado al rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por asunto de faldas, o de celos. 

En aquella España corrupta donde todo estaba en venta, desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la Corte». La compra y venta de los servicios del Estado era y es una práctica común. Ahora se llama privatización, o más eufemísticamente, externalización. 

En ese tiempo, como ahora, estaba generalizada en toda Europa, y en España lo que destaca son los amplios sectores de servicio público que funcionaban como tales, es decir, que se cubren por oposición. Sobresale por encima de todo la justicia, muy profesionalizada, independiente y jerarquizada desde el reinado de los Reyes Católicos. Los cargos judiciales se vendían al mejor postor en toda Europa, pero no en España. Insistimos: esta era una práctica corriente y que no se consideraba ni corrupta ni perjudicial. Cuando se produjo la gran crisis hacendística que condujo a la Revolución francesa en tiempos de Luis XVI, ya no quedaba apenas puesto ni cargo alguno que enajenar en la Administración del país vecino. En tiempos de Luis XII se habían vendido todos los oficios de la Hacienda Real y Francisco I continuó poniendo a la venta todos los cargos de la justicia. A partir de 1522, con la creación de la oficina de partidas eventuales, todo puesto en la Administración real podía comprarse o venderse. 

Con el tiempo no quedaron a salvo más que los mandos del ejército. Durante todo el siglo XVII y XVIII se alzaron en Francia muchas voces para advertir de los abusos que esta situación producía y de los peligros de degeneración del Estado que estaba provocando. Al barón de Montesquieu, sin embargo, esta práctica le parece muy bien, y produce estupefacción que quien razonó con tanto tino sobre el estado democrático, no comprendiera la necesidad de salvaguardar la Administración pública de los intereses particulares de unos y otros, especialmente de los más pudientes. A esta ceguera contribuyó sin duda que su tío compró y le dejó en herencia un cargo de presidente de una provincia, cargo al que Montesquieu debía un más que buen pasar. 

Esta venalidad fue una de las razones que provocó la quiebra del Estado francés y la Revolución francesa. Nunca se llegó en España a una situación semejante. Volveremos sobre esto en la Parte III. El episodio histórico que da pie al desarrollo de la trama de Reverte es la visita de incógnito a Madrid del príncipe de Gales y del duque de Buckingham a fin de acabar de una vez con aquella negociación interminable sobre el matrimonio del príncipe inglés con una infanta de España. Esto sucedió en 1623, y en este momento había naturalmente un presidente del Santo Oficio. Hay que buscarlo debajo de las piedras para encontrarlo, pero no es imposible dar con él. Su presencia hubiera destrozado por completo cualquier complot fanático o tenebroso. 

Don Andrés Pacheco de Cárdenas era extremeño y franciscano, no dominico. Doctor en Teología por la Universidad de Salamanca, dedicó su vida al estudio y la caridad. Su gran cultura y conocimiento de lenguas hicieron que Felipe II lo nombrara preceptor de su sobrino Alberto de Austria, quien más tarde sería soberano de los Países Bajos desde 1598. Después fue obispo de Cuenca, donde se destacó por su empeño en mejorar las condiciones de vida de los más humildes: «Singular prelado por su rara virtud y santidad y por la eminencia de letras... En tiempo que governava aquella sede no supieron los pobres que avia falta de frutos en la tierra». Murió con fama de santo y no consta que firmara una sola sentencia de muerte. 

Por supuesto se puede decir que todo esto es creación literaria y que el arte es libre. ¿Libre? La Inquisición como tema literario universal se distingue radicalmente de otros en que se supone que lo que de ella se refiere es verdad. Cuando en el siglo XIX aparecen los vampiros en la literatura, a nadie, ni entonces ni ahora, se le ocurrió pensar que tal cosa pudiera ser cierta, de manera que los transilvanos no han sido puestos en cuarentena en las fronteras para ver si padecen el fatal contagio. En cambio, estos personajes inquisitoriales que forman parte de la historia de la literatura viven en la mente de los occidentales como si lo fuesen de la historia verdadera, alimentando sine fine el mundo de los mitos denigrantes que la propaganda creó en torno a esta institución, y por extensión, perpetuando la hispanofobia. 
... Estamos ante imágenes que pueden considerarse ya arquetípicas en la mentalidad europea. El morbo sexual ligado a los sacerdotes católicos, la paranoia conspirativa con base en Roma, la maldad más horrible y fanática oculta tras una sotana, preferentemente jesuita (también sirven bien los dominicos), etcétera, son recursos literarios de éxito casi garantizado. Es lo que encontramos en Pérez Reverte, y este ejemplo actual ayudará a entender cómo funciona este trasvase que alimenta las mentiras de la leyenda negra haciéndolas pasar por historia con gran éxito para los autores. Las novelas de Alatriste suceden en el siglo XVII. El lector sabe que Alatriste es de mentira, que es un personaje ficticio, pero vive moviéndose por decorados históricos, por ejemplo el Madrid del Siglo de Oro, que el lector supone reconstrucción fiel de la realidad. De manera que cuando le cuentan que el gran inquisidor es un fanático asesino que pone los pelos de punta o que el sistema de funcionamiento habitual de la Administración es un procedimiento corrupto, la compra-venta de cargos, se cree las dos cosas".

La Verdad Sobre Arturo PÉREZ REVERTE: el NEGROLEGENDARIO por Santiago Armesilla


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La malagueña recibió el V Premio de la Fundación Villacisneros por desmontar en su ensayo «Imperiofobia y la Leyenda Negra» las falacias vertidas sobre el Estado español durante siglos.

GUSTAVO BUENO: YO NO CONFÍO EN EL PUEBLO ESPAÑOL


María Elvira Roca Barea "Imperiofobia y leyenda negra"

Es un problema filosófico: los pueblos de cultura católica son fundamentalmente aristotélicos, y los aristotélicos con el lenguaje tienen una relación totalmente distinta a la de los platónicos, como son por ejemplo, Martín Lutero. Es un agustino, o sea, el pensamiento platónico que es de una naturaleza completamente diferente, su relación con el lenguaje es otra totalmente distinta, la realidad es una cosa del mundo, el pensamiento es otra, mientras que en el mundo de los católicos, digamos en la res y verba (hechos y no palabras) son dos cosas que tienen que ir juntas y encajar y si todo el esfuerzo de pensamiento, esa coincidencia que se produzca en el lenguaje no debe estorbar el conocimiento, su función no es esa, mientras que en el mundo protestante eso funciona a un nivel totalmente diferente, cuando Martín Lutero dice que lo que él reivindica es la libertad religiosa, es la perversión absoluta de los conceptos, entiendes a que le estás llamando "tu libertad", estás usando la palabra "libertad" para la negación absoluta de la libertad, que es obligar a determinadas personas, a la gente, a los pueblos a cambiar de religión porque su señor ha dicho que él se cambió de religión, como su señor se cambia de religión, entre otras cosas porque confisca las propiedades de la Iglesia, y se adueña de ellas, y si era rico, lo va a ser más, él tiene sus razones, pero esos pueblos no tienen ninguna, y aquí a que yo teológicamente justifique eso, y eso tiene un nombre en latín que es "Cuius regio, eius religio" (Cuyo reino, su religión), a eso yo lo llamo libertad religiosa, es una perversión; en el mundo católico a eso no se le llama libertad, pero ni lo pretende, entiendes, en el lado católico a nadie se le ocurre decir que defienden la libertad. 


“No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre”. Séneca

Catolicismo y Protestantismo ante el Coronavirus: Dos formas de estar ante la enfermedad

QUÉ BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España?