EL Rincón de Yanka: ¿VOTO ÚTIL?: NI MAL MENOR (Malminorismo) NI BIEN POSIBLE (EN POLÍTICA) Y SÓLO ES LÍCITO VOTAR EN CONCIENCIA POR EL BIEN MAYOR por JUAN MANUEL DE PRADA

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miércoles, 24 de mayo de 2023

¿VOTO ÚTIL?: NI MAL MENOR (Malminorismo) NI BIEN POSIBLE (EN POLÍTICA) Y SÓLO ES LÍCITO VOTAR EN CONCIENCIA POR EL BIEN MAYOR por JUAN MANUEL DE PRADA


¿VOTO ÚTIL?
Ni mal menor 
ni bien posible (en política)

Resumamos lo que nos dice la moral (natural y revelada) sobre el mal menor: hay que distinguir si es algo que depende de mí o no. Si depende de mí, no puedo hacer el mal, ningún mal, ni por más pequeño que parezca; el mal no es elegible. Si no depende de mí y no lo puedo evitar, debo elegir lo que haga menos daño: o sea, el mal menor en el verdadero sentido ético. 
Elegir un mal moral, sea grande o pequeño, es un pecado y el pecado nunca se puede cometer con conciencia recta, ni siquiera para evitar un pecado mayor. El mal moral sólo se puede sufrir. 
Si intentamos aplicar estos principios a la política, empecemos por recordar que esta no se reduce a las votaciones ni a los partidos políticos; sin embargo, ya que en España estamos en un ciclo electoral intenso, es necesario reflexionar sobre cómo se abusa –a través del llamado al sufragio– del principio del mal menor con consecuencias devastadoras. 

Es evidente que en el terreno político nos movemos –por definición– en el campo de lo elegible, lo temporal y libre; por tanto, en la política no tiene justificación actuar según el principio del mal menor. La única excepción que se puede aceptar es cuando ocurran situaciones puntuales y excepcionales, en las que se pueda recurrir a la opción menos mala (y sufrir sus maldades) para evitar una catástrofe. 

En cambio, cuando la elección del mal menor se repite habitualmente, como ocurre con el llamado voto útil, la cosa cambia mucho, porque de esta manera se institucionaliza el mal. Si el recurso al mal menor, unido a criterios meramente utilitaristas, es habitual, termina siendo algo perverso, como viene ocurriendo en las últimas décadas en la mayoría de las naciones. 
A todo ello se añade que, en no pocas ocasiones, nuestra indiferencia, inconsciencia, cobardía o pereza, suele estar en la raíz de este dilema, pues al no estar dispuestos a hacer el bien nos conformamos con el mal menor. 
A pesar de lo nítido de estas enseñanzas morales, en la conciencia del Pueblo de Dios se ha instalado el malminorismo, que ahora recibe otro nombre mucho más seductor: el «bien posible», que es el mismo perro, aunque le cambien de collar. 

El malminorismo (o posibilismo) es una negación de la Encarnación de Dios, ya que asume que la realidad (personal, familiar, mundana...) no puede ser transformada por la Gracia de Dios a través de mediaciones humanas, que es como actúa Dios desde la Creación. Según la praxis malminorista o posibilista, lo que existe se mueve por la pura ley de la materia o del destino y lo único que le cabe al hombre es acomodarse a ella o, en todo caso, huir. Lo contrario de la Encarnación es el gnosticismo y el maniqueísmo, teologías ambas que sostienen el malminorismo-posibilismo. 

Cuando el cristianismo ha cultivado la mística encarnatoria, ha sido capaz de transformar las realidades políticas más adversas y complicadas imaginables. Ejemplos evidentes de esto los encontramos en la Iglesia primitiva, en la Iglesia medieval que forma Occidente, en la Evangelización de América o en los orígenes del Movimiento Obrero. 
Los cristianos de esas épocas aceptaron a las autoridades legítimas y rezaban por ellas; pero, con su forma de celebrar y vivir, con su forma de ser y estar, con sus formas de anunciar el evangelio en respuesta a los tiempos –réplicas evangélicas–, socavaron las bases de los respectivos sistemas sociopolíticos predominantes por antinaturales y anticristianos. Y, lo más importante, levantaron culturas y civilizaciones cualitativamente mejores. 
El cristianismo actual no puede aceptar, desesperanzado, la civilización materialista que el imperialismo ha impuesto en el mundo, ni, lo que es peor, diluirse en ella. Fiel a su tradición, la Iglesia debe hallar las réplicas evangélicas acordes a nuestro tiempo. Someterse en política –sea consciente o inconscientemente– a las reglas del mal menor (o del bien posible) nos aboca a elegir cualquiera de las deleznables opciones que la Bestia nos presenta.


Contra el voto útil 
y la táctica política del mal menor 
Miguel Angel Ruiz

Aunque la elección o aceptación (no así su realización) del mal menor (el menor de dos males) es admitida por la moral católica en ciertas circunstancias («doctrina del mal menor»), cuando esta elección se lleva al peculiar terreno de la acción política y, en concreto, al terreno del voto, es necesario estar muy atentos para no caer en la perversa «táctica política del mal menor», aquella que respalda tácticamente el mal para conseguir el bien. El autor es profesor de Derecho y miembro del Movimiento Cultural Cristiano y de Profesionales por el Bien Común.

El voto útil, también llamado voto estratégico, es aquél que no se dirige al candidato o partido de preferencia –por no tener opciones de ganar–, sino a un segundo candidato o partido, peor que el primero –pero con opciones de ganar– con la intención de evitar que gane un tercer partido aún peor que el segundo. Se evita así el plus de daño que este tercero puede causar. Por ejemplo, quien es contrario a la legalización del aborto, no vota, sin embargo, al candidato de un partido político que se opone al aborto en toda circunstancia (al que las encuestas no le otorgan posibilidades de victoria), sino al candidato que defiende el sistema de supuestos –admite el aborto en ciertos casos tasados en la ley– de modo que no gane el partido que defiende el sistema de plazos –que autoriza el aborto a demanda, sin dar razones, hasta cierto momento del embarazo–. Otro ejemplo: quien es partidario de la regularización de la situación legal de los inmigrantes sin papeles, no vota al partido que sostiene esta propuesta en su programa electoral (pues las encuestas dicen que este partido no puede ganar), sino que vota al partido que hace una propuesta de expulsión selectiva, para evitar de esta forma que gane otro partido más xenófobo todavía y que propone expulsar a todos los inmigrantes sin papeles sin distinción de casos. 

La situación no es moralmente muy distinta de aquella en que, no existiendo un candidato o partido de preferencia, se elige al «menos malo» de entre los existentes –a sabiendas de que también es «malo»– para evitar que gane uno peor. Se trata de elegir «el menor de entre dos males» (expresión de uso habitual en el mundo anglosajón —the lesser of two evils—). Por ejemplo, en un escenario en el que todos los partidos admiten el aborto, se vota al partido que introduce más restricciones; o, en un escenario en que todos proponen expulsar a los inmigrantes sin papeles, se vota por aquél que matiza más su postura. 
Ambas situaciones son, a su vez, manifestaciones, en el campo político, del dilema moral del llamado mal menor: ¿es licito moralmente elegir/tolerar/ hacer un mal para evitar otro peor? ¿Podemos votar a un partido (o una ley) abortista o xenófobo para evitar que gane otro todavía más extremo en estas posturas? ¿Podemos apoyar a dicho partido, ser sus candidatos, ejecutar sus políticas? 

En cuanto a los conceptos de mal menor y voto útil, estas son mis conclusiones:
- El mal menor como doctrina moral es siempre válido si nuestra responsabilidad es exclusivamente la elección.
- El mal menor como táctica política nace en la Europa postrevolucionaria en un contexto de debilidad de las opciones políticas cristianas.
- La táctica del mal menor es pesimista e ineficaz.
- La táctica política del voto útil es puro maquiavelismo político y aunque aparentemente contradice la táctica del mal menor es en realidad una prolongación de una misma concepción que esteriliza la acción política de los laicos católicos.
En su artículo, «Doctrina y táctica del mal menor» (Revista Arbil n.º 112), Garisoain Otero distingue, acertadamente, entre la «doctrina moral del mal menor», de una parte, avalada por la moral cristiana contenida en la Doctrina Social de la Iglesia, y la «táctica política del mal menor», de otra, la cual sería una actividad política prohibida por la anterior doctrina por estar impregnada de relativismo y de materialismo. 

La doctrina moral del mal menor 

Para la moral católica, debemos elegir siempre el bien y nunca el mal, ni menor ni mayor. Así, el catecismo ordena «practicar el bien y evitar el mal» (Cat. 1.706 y Cat. 1.777) y afirma que «no se puede hacer el mal si se busca la salvación» (Cat. 998) y que «nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien» (Cat. 1.789). 
Pero, en ocasiones, las circunstancias constriñen a elegir ante un rango limitado de opciones o cursos de acción, ninguno de los cuales es expresión del bien en términos absolutos, aunque al evitar un mal mayor sus consecuencias pueden ser buenas en términos relativos: evitar un plus de mal es un bien. No se elige el mal (menor) sino que se elige el bien que consiste en eliminar ese plus de mal. 

Santo Tomás de Aquino enunció este principio en la Summa Theologiae, donde señaló que el objeto de la elección de la voluntad es el bien posible, no el bien imposible (ST I-II q13, a5). También San Alfonso María Ligorio consideró lícita la elección del mal menor cuando de este modo se está promoviendo un bien mayor (Theologia Moralia, L. 3, § 57). Aplicando este principio, san Juan Pablo II enseñó en Evangelium Vitae que es legítimo, por ejemplo, que un legislador vote por una ley más restrictiva con respecto al aborto para evitar que salga adelante otra ley menos restrictiva: «esto no representa una cooperación ilícita con una ley injusta, sino, más bien, un intento legítimo y adecuado de limitar sus aspectos malvados, para evitar que se adopte una legislación peor» (Evangelium Vitae, § 73). Benedicto XVI, por su parte, en un documento titulado Dignidad para recibir la Sagrada Comunión: 

Principios generales (2004), para determinar si el voto a un partido abortista podía suponer la excomunión, afirmó que «si un católico no comparte la posición de un candidato a favor del aborto y/o la eutanasia, pero vota por ese candidato por otras razones, se considera cooperación material remota, que puede permitirse en presencia de razones proporcionadas». 

Sin embargo, esta doctrina debe distinguirse claramente del utilitarismo y también de otras formas de consecuencialismo o proporcionalismo. 
Para el utilitarismo, las consecuencias buenas o malas de las acciones son apreciadas con criterios puramente materiales o naturalísticos que pueden medirse cuantitativamente. De este modo, se acepta, por ejemplo, el sacrificio de unas pocas vidas para salvar muchas, pues valora cada vida matemáticamente, como una unidad de medida, y «más cantidad de vidas» son un bien mayor que «menos cantidad de vidas», algo que, por ejemplo, justificó el empleo de la tortura sistemática en la llamada «guerra contra el terror» del gobierno de los EE. UU o el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki o el bombardeo de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial. 

Del mismo modo, el mayor «volumen» de autoconsciencia o de vigor físico o mental de un sujeto lo convierten en un bien mayor que otro con un menor «volumen» de autoconsciencia y vigor (un niño no nacido, un bebé de pocos meses, un enfermo en coma o con Alzheimer, un discapacitado psíquico o físico, etc.), legitimándose así el aborto, la eugenesia, la eutanasia y otras formas de exterminio de los débiles. Recordemos, sin ir más lejos, el descarte de ancianos en centros de salud durante la pandemia mediante un triaje que beneficiaba sistemáticamente a los más jóvenes.

La moral católica, en cambio, partiendo de la dignidad sagrada de la persona, valora cada vida, su integridad y su dignidad como un valor absoluto y no consiente que el bien de los pocos sea sacrificado por el de los muchos o que el bien del débil lo sea por el del fuerte y vigoroso, principio, por otra parte, tan propio del capitalismo (y del comunismo colectivista) que, no por casualidad, es el caldo de cultivo de la ética utilitarista y que fácilmente deriva a la voluntad de poder con desprecio de toda ética. 

Por otra parte, la moral católica no es consecuencialista o proporcionalista. Estos sistemas morales consideran que una acción es moralmente buena si ha considerado sus consecuencias, estas son buenas en su conjunto y su autor tiene la intención sincera de adherirse a ellas. De tal modo, actos malos en sí (como un ataque a la vida, la integridad o la dignidad humana) serían admisibles si el resultado final fuera evitar un mal mayor ulterior. Dicho de otra forma, el fin justifica los medios si el mal que conlleva el medio es menor que el mal evitado. Sin embargo, para la doctrina católica la voluntad no puede adherirse al mal para conseguir el bien (o el mal menor), pues el acto de mal –aunque sea instrumental– siempre aleja de la perfección querida por Dios para sus criaturas. Estos actos que son malos en sí (y no pueden realizarse ni aun de forma instrumental) son revelados por la razón, configuran la ley natural y están consagrados en los mandamientos (cfr. Veritatis Splendor, 79). De este modo, si bien puede está justificado votar una ley abortista que promueve el sistema de supuestos para evitar que se apruebe otra que propone el sistema de plazos, no es moralmente admisible adherirse al mal que promueve dicha ley (promoviéndola, avalándola más allá del voto estratégico, ejecutándola, etc.) como tampoco es legítimo torturar a un terrorista o a un enemigo para conseguir una información vital (aunque con ello pueda salvarse a millares de personas), bombardear civiles para ganar una guerra (y salvar a más población de la sacrificada), quitar un respirador a un anciano aunque esto pueda salvar a una persona más joven o sostener un sistema económico radicalmente injusto para promover el crecimiento económico (cfr. VE 80). 

Votar por el mal menor en política (quaestio iuris: la norma) 

Cuando se trata de «votar al menos malo» o al menos malo con opciones de ganar (voto útil) no hay que perder de vista las consideraciones anteriores, a las que se pueden añadir algunas otras. 
Por una parte, el voto, al que se refiere el mal menor, no es sino uno de los aspectos de la política. Una pieza cuya valoración moral no puede hacerse separadamente del resto de las piezas del puzle del que forma parte. Restringir la acción política al voto y acudir entonces al voto útil o al «voto al menos malo», para quedarnos luego cruzados de brazos, sin hacer nada más, es hipócrita e inmoral. Porque la opción elegida (mala) será solo la «menos mala» si estamos dispuestos a hacer algo para cambiar el estado de cosas que genera. Es decir, es la «menos mala» solo si decidimos no renunciar a nuestro deber político. Como afirma Garisoain Otero «los laicos católicos no pueden limitarse a elegir pasivamente entre los males que los enemigos de la Iglesia quieran ofrecer, sino que debe ser una participación activa y directa, “abriendo las puertas a Cristo”», evitando el papel «mediocre y pasivo» que se les quiere otorgar. 

En el texto ya citado, el santo papa Juan Pablo II, admitiendo el voto a la menos mala de dos leyes, añadía que, correlativamente al voto, había que dar a conocer nuestra «absoluta oposición» al mal (menor) que conllevara dicha ley por la que se vota. De esta manera, se pone de manifiesto el verdadero motivo del voto y se socava el escándalo de parecer votar por el mal. 

En resumen, quien no encuentra un partido que haga propuestas éticamente correctas, puede decidir moralmente votar al partido «menos malo», para evitar que gane «el aún peor», pero esta decisión no es moralmente adecuada si la acción política previa, simultánea y posterior a dicho voto no denuncia las políticas implementadas por el partido al que se votó y se opone con todas las fuerzas (incluso mediante la desobediencia civil) a las políticas inmorales (por las que paradójicamente votó) reduciendo así, de forma activa y responsable, el efecto del «mal» asumido con su voto. Entre la acción política ulterior al voto útil o al menos malo (o, incluso, al voto en blanco) se cuenta la configuración de nuevas opciones políticas (por ejemplo, fundando un partido que haga las propuestas correctas). La responsabilidad política no es solo elegir: conlleva también hacer (política). No hacerla es participar del mal. 

Quaestio facti (la práctica) 

Pero todo esto en teoría, porque, en la práctica, al mirar al panorama político, es casi imposible que se den las condiciones que hacen lícito la opción por el mal menor. Por una parte, por la dificultad de graduar el mal en un panorama de partidos dominado por la cultura de muerte. 
La asunción por la práctica totalidad de los partidos de los principios del neocapitalismo liberal (primacía del capital –beneficio– sobre el trabajo –dignidad humana–) (y del comunismo colectivista) hacen de todos ellos adalides de las diversas formas de la cultura de muerte que este sistema económico ha potenciado y que le sirven de combustible. 
Por ello, en este marco, el «plus de mal» que se evita eligiendo al partido «menos malo» –según la moral católica– es imposible de determinar. Lo que es «menos malo» al leer el programa electoral de un partido respecto de los demás, queda contrarrestado, avanzando en la lectura, con algo «peor» a lo previsto por los demás partidos. Ello sin contar con que los programas de los partidos y sus campañas electorales son estrategias de mercadotecnia donde se miente despiadadamente. 

Las «derechas» quieren captar el voto católico con una pretendida defensa de la vida frente al aborto y la eutanasia o con la defensa a la familia. Pero no solo esta defensa es muchas veces mera propaganda (pues mantienen en lo esencial el marco jurídico contrario a la vida y a la familia que han establecido los partidos de «izquierda» salvo pequeños matices), sino que además se ve contrarrestada por un énfasis no disimulado en la primacía del capital (bajo la falsa bandera de la propiedad privada de raíz católica). Defienden así, de hecho, un sistema movido por el lucro y el poder, un sistema anticristiano, que, paradójicamente, es la fuente de la cultura de muerte que dicen combatir. No está de más recordar, en este momento, que entre aquellos actos que, por sí y en sí mismos e independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos se incluyen dos manifestaciones de tal sistema: «las condiciones infrahumanas de vida» y «las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables» (junto a «los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; [...] las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; [...] los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes» — Evangelium Vitae, § 3, Gaudium et Spes, § 27). 

Las «izquierdas» apelan al voto católico con la pretendida defensa de los económicamente débiles, pero, por una parte, esta defensa es pura propaganda (pues se limitan bien a asumir la redistribución de renta en el marco de un sistema de explotación del trabajador a nivel global que no cuestionan en su esencia, bien a auspiciar un «capitalismo de Estado», aun peor que el liberal). Por otra parte, esta pretensión de defensa del débil se contrarresta con una apuesta antropológica descarada y militantemente antihumana y anticristiana que, justamente, deja indefensos a los más débiles (a quienes ellos dicen defender).
En el caso del voto útil, además, podría darse el fenómeno perverso de la profecía autocumplida: al considerar que el candidato idóneo (aquel que defiende un programa éticamente impecable) no puede ganar y, por tanto, votar a uno de sus adversarios (el menos malo) estamos, de hecho, impidiendo la victoria del «buen candidato», siendo entonces responsables con dicho voto no ya del mal menor, sino del mal frente al bien. En época de manipulación mediática y fake news no es un escenario sin sentido. 

La táctica del mal menor: siembra del mal mayor 

Cuando el católico que se limita a elegir al «menos malo» o practica el voto útil –o, incluso, el católico que vota en blanco– no se muestra activo en política, manifestando públicamente su desacuerdo con los partidos existentes, haciendo propuestas o colaborando a crear un clima social que propicie nuevas realidades políticas, mediante objeción de conciencia, o llegado el caso, la desobediencia civil, estará cayendo en lo que Garisoain denomina el «malminorismo» o táctica política del mal menor. 
Quien así actúa espera, resignado con el mal menor, a que «su» partido (por el que él votó o incluso en el que milita) «evolucione» o lo hagan «los votantes». Peor aún, muchas veces sostiene y ampara abiertamente aquellas decisiones del partido con las que está de acuerdo, pero calla frente aquellas con las que no lo está (las que concretan el mal «menor» que contenía el programa por el que votó). 

Con esta táctica, se produce el perverso fenómeno que Guillermo Rovirosa denominaba el «consentimiento universal», de modo que, en palabras de Garisoain, «el mal menor convierte en cotidiana una situación excepcional». Dicho de otra forma: el «mal menor» que aceptábamos para evitar un «mal mayor» adquiere carta de naturaleza (después de todo se ha votado por él, a veces durante años –elección tras elección– y mantenido silencio ante él); se expande, como un cáncer, el ethos social que lo acompaña, emponzoñando la cultura y sembrando la semilla de los males mayores que se decía haber evitado. De nuevo en palabras de Garisoain: «una situación de mal menor prolongada hace que el mal menor cada vez sea mayor mal. Los males “menores” de nuestros días pesan demasiado como para no evidenciar un enfrentamiento radical con el Evangelio: el individualismo, la relativización de la autoridad, el primado de la opinión, la visión científico-racionalista del mundo... principios que se manifiestan en la pérdida de fe, la crisis de la familia, la corrupción, la injusticia y los desequilibrios a escala mundial, etc.». 

Valorando el resultado producido por la táctica «malminorista», el citado autor, avalado por la DSI, hace el siguiente juicio moral: «la propuesta de un mal por parte de quien debiera proponer un bien da lugar al pecado gravísimo de escándalo que es la «actitud o comportamiento que induce a otro a hacer el mal» (Cat. 2284). A este respecto es muy clara la enseñanza de Pío XII: 
«Se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos [...] Lo mismo ha de decirse [...] de los que, manipulando la opinión pública la desvían de los valores morales» (Discurso de 1/6/1941, recogido en: Cat. 2286). 

El lastre inadmisible del malminorismo 

Pero si el malminorismo como táctica es nefasto no es solo por lo que hace como por lo que impide hacer, porque, tal como afirma Garisoain en el artículo citado, «las energías que debían gastarse en proponer bienes plenos se gastan en proponer males menores; porque es una opción de retirada, pesimista, en la que el político católico esconde sus talentos por temor, o por falsa precaución; porque la táctica del mal menor predica la resignación; y no precisamente la resignación cristiana, sino la sumisión y la tolerancia al tirano, a la injusticia y al atropello». 

De este modo, concluye, «defendiendo una táctica de mal menor, los cristianos renuncian al protagonismo histórico, como si Cristo no fuese Señor de la historia. Se creen maquiavelos y solo son una sombra en retirada. Niegan en la práctica la posibilidad de una doctrina social cristiana, y niegan la evidencia de una sociedad que, con todas sus imperfecciones, ha sido cristiana. El malminorismo, contrapeso necesario de una revolución que en el fondo es anticristiana, ha fracasado siempre, desde su mismo nacimiento. En cambio, la historia de la Iglesia y de los pueblos cristianos está llena de hermosos ejemplos en los que el optimismo –o mejor, la esperanza cristiana–, nos enseña que es posible, con la ayuda de Dios, construir verdaderas sociedades cristianas».

El falso cristianismo 

Lo más grave del sistema materialista que se ha impuesto en el mundo desde tiempos de la Ilustración (antes había puesto las bases) es su planteamiento religioso y cultural, que consiste no en la oposición frontal al mensaje cristiano, sino en la manipulación del mismo, procurando una nueva teología (invertida) con su correspondiente antropología y espiritualidad. Esa teología satánica está basada en la triple negación de Dios, de la dignidad sagrada del hombre y de la moral. A esto le llamaban, en la HOAC primera o real, falso cristianismo, el cual está muy bien descrito en esta poesía de Rovirosa: 

El mundo del silencio ¡Silencio! ¡Está prohibido hablar! 
¡Hablen todos! ¡Está prohibido no hablar! 
No se puede hablar del valle de lágrimas. 
Hay que hablar incesantemente de Jauja. 
El que suspira, o gime, o se queja es un criminal 
culpable de violar la ley sagrada del silencio. ¡Duro con él! 
Quien no se extasía ante el Campeonato de Liga es indigno 
de andar sobre las patas traseras. 
¡Silencio!, gritan los prudentes. 
No se puede decir que hay otras virtudes, 
además de la Prudencia. 
Hay que hablar a todo pasto de Prudencia químicamente pura. 
Hay que pregonar la Ficción, porque fortalece a los fuertes. 
Callar: reglamento. Hablar: 
reglamento. Sociedad perfecta. 
Dentro de cincuenta años, el mundo será el Cielo: 
todos entonando a coro las alabanzas reglamentarias. 
No hablando de miserias, ¡se acabaron las miserias! 
Hablando sólo de grandezas, ¡sólo hay grandezas! 
¿Quién dijo que el hombre es un complejo 
de grandeza y de miserias? ¡Que se calle! 
En el hombre que estamos elaborando 
a base de silencios dirigidos y de hablar dirigido, 
no hay más que grandezas. 
¡Pásmense todos a coro! Una, dos..., ¡tres!: ¡Aaaah! ¡Ooooh! 
¿Quién es este que no ha clamado: ¡Aaaah! y ¡Ooooh!, 
con suficiente entusiasmo dirigido? 
¡A la pared con él! Es un enemigo del pueblo. 
Los buenos son los que callan a coro y hablan 
a coro cuando el que tiene la batuta marca 
los tiempos de hablar y de callar. 
Los malos (pero ¿queda alguno?) 
son los refractarios a esta sabiduría tan profunda. 
Esta es la nueva y verdadera Moral 
que está salvando al mundo del caos. 

A esta falsificación del cristianismo también ha contribuido el abandono –durante siglos– de la vivencia comunitaria de la fe, sustituida por una ascética individualista, en la que los «otros» se veían principalmente como instrumentos para que los «elegidos» pudieran practicar las obras de misericordia. A este estado de cosas lo llama «cristianismo minimizado» o egoísmo espiritual, interesado únicamente en el bien morir. El falso cristianismo caricaturiza todas las virtudes cristianas, empezando por las cardinales, transmutándolas en «buenas» costumbres burguesas: la justicia no sirve para que lo injusto acabe, ni la fortaleza para terminar con las cobardías, ni la templanza con la «buena vida» y el colmo es que la prudencia (reguladora de todas las virtudes) se ha convertido en encubridora de sofismas. 

Rovirosa enfrenta también al conservadurismo, que pretende presentarse como religioso, pero es una manifestación del «Anti-Cristo»: «Si alguna cosa no puede ser el cristiano “de Cristo” es esto que se llama un conservador. Y esto por la sencilla razón de que nunca se llegará a las metas que nos señaló el mismo Cristo».

El posibilismo Ahora sí, ya estamos en capacidad para entender las razones por las que Rovirosa se enfrenta frontalmente contra las teorías morales posibilistas que abogan, entre otras cosas, por el mal menor en el campo sociopolítico. Elegir este camino nos conduce a la legitimación de un sistema que es –intrínsecamente– perverso y que no puede ser reformado. Las múltiples posibilidades que nos ofrece el actual totalitarismo sacrílego (en las que se apoya la teoría del posibilismo) no son más que caretas o señuelos que esconden una única salida: fortalecer el materialismo que se alimenta con la sangre de los inocentes. Cuando se justifican el posibilismo o el mal menor con argumentos supuestamente cristianos, se está intentando que la Iglesia caiga en la trampa del poder que pretende hacer de ella una institución legitimadora del mal, a cambio de lo cual recibirá todo tipo de facilidades y prebendas para realizar una labor «estrictamente religiosa», lo cual –a su vez– provoca agradecimiento y una mayor vinculación mutua, iniciándose así un círculo cerrado con difícil salida. 

Rovirosa se lamenta de que durante mucho tiempo la mayoría de los tratadistas se hayan preocupado por las relaciones entre la Iglesia y el Estado; sin quitar importancia a este estudio, él cree que todavía son más importantes las relaciones entre la Iglesia y el pueblo para restaurar la relación óptima (de madre con sus hijos) entre la Iglesia y la sociedad: «Cuando esto se consiga, lo demás (necesariamente) se dará como añadidura». 
El servicio de la Iglesia al pueblo (que molestará profundamente a los poderosos) es hacer descubrir la dignidad sagrada de toda persona, su filiación divina, su pertenencia al común eclesial, su misión de servicio y su vocación a la eternidad. Esto es incompatible con el posibilismo.

MAL MENOR Y VOTO ÚTIL

Sólo es lícito votar en conciencia 
por el bien mayor

Para pescar votos entre los incautos ya no se apela al 'mal menor', tan socorrido durante cierto tiempo; tal vez porque los católicos, incautos o sin incautar, se han muerto ya todos. Hasta hace poco, a los católicos sus obispos turulatos les pedían que, al votar, eligiesen el mal menor; es decir, que votaran al 'menos malo' de los partidos mayoritarios concurrentes. Pero aquella petición era una flagrante aberración moral, porque no es lo mismo elegir entre dos males naturales (pongamos por caso, entre darnos quimioterapia o dejar que el cáncer vaya a su aire, donde se puede elegir prudentemente) que elegir entre dos males morales. El acto de elegir entre hacer el mal de una manera o de otra es, en sí mismo, una aberración moral.

Además, con el paso del tiempo, fuimos descubriendo que el mal menor, como la tortuga en la paradoja de Zenón de Elea, no se quedaba quieto ni a tiros, de tal modo que lo que ayer era el mal mayor hoy pasaba a ser mal menor; y así indefinidamente. Y, entretanto, nuestra conciencia moral se iba convirtiendo en el coño de la Bernarda. Así llegó ese momento en que la noción de bien quedó por completo oscurecida; y lo bueno fue sustituido por lo útil, según la doctrina de David Hume. Para este belitre, los juicios morales nacen del sentimiento, de una emoción o 'agrado' interior que calibra con dos medidas: la utilidad, que nos permite calificar como buenas las acciones que mayor agrado nos procuran; y la simpatía, que es la tendencia a participar de los sentimientos de los demás, para formar parte de la tribu. Así, la utilidad de Hume se convierte no sólo en una aberración moral, sino también en una llamada al gregarismo.

De ahí que al malmenorero que ha terminado con la conciencia hecha fosfatina se le pida ahora el 'voto útil'; o sea, que dimita por completo de las inquietudes morales y vote gregariamente aquello que le brindará el placer de formar parte de una tribu numerosa. Así, el malmenorero se convierte gozosamente y sin remordimiento alguno en utilitarista (y tonto útil). Castellani, que por supuesto era un furibundo detractor de la doctrina clericaloide del mal menor, se revolvía contra sus partidarios, que siempre engañaban a los católicos, diciéndoles que la peor Cámara era preferible a la mejor camarilla; pero que, a la postre, sólo habían conseguido juntar… la peor Cámara con la peor camarilla. Pues la democracia, en vez de traer la máxima autoridad con la máxima libertad (que es la solución óptima), termina siempre trayendo la mínima autoridad con la mínima libertad; es decir, una mezcla de anarquía y tiranía, que es donde ahora estamos, en esta fase terminal de las democracias.

Sólo es lícito votar en conciencia por el bien mayor, aunque haciéndolo no podamos formar parte de la tribu. Y, si el bien mayor no lo hallásemos por ninguna parte, hay que rescatar el «Non Expedit» de Pío IX, que es el único documento pontificio sobre materia electoral digno de ser leído.


Yaco- Tontos útiles. (Home session)

Yaco- Retro. (Home session)

Yaco- La Era de los ofendidos. (Home session)

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