Los intelectuales:
los nuevos impostores
Advertencia inicial
El adjetivo «impostor» se predica, en este ensayo, de la clase asociativa designada por el plural «los intelectuales». Por ejemplo, de los intelectuales en tanto son capaces de presentarse como «colegiados» o «congregados» en un Congreso Internacional de Intelectuales «que acude al toque o rebato de un ¡Intelectuales de todos los países uníos!»; por tanto, de los individuos de esa clase asociativa o colegio, en cuanto son precisamente elementos definibles por la pertenencia a la clase de referencia.
Además, las imposturas de las que en este ensayo va a hablarse son sólo aquellas imposturas que puedan ser derivadas precisamente de lo que, si no nos equivocamos, constituye la raíz del paradójico formato lógico de este concepto clase, a saber, la condición «colegiada» de los intelectuales cuando ella tenga lugar, como es el caso de un Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas. Ya desde esta perspectiva es interesante constatar la transformación operada en las denominaciones de los dos Congresos Internacionales de Intelectuales celebrados en España, el Congreso de Valencia de 1937, en plena Guerra Civil, y el Congreso de 1987, también en Valencia, en plena paz socialista capitalista: los «escritores antifascistas» de 1937 se han convertido en 1987 precisamente en «intelectuales» (en conjunción copulativa con los «artistas», que pueden no ser escritores).
Esta transformación no es gratuita y refleja alguno de los cambios que han tenido lugar en estos cincuenta años. El fascismo ha desaparecido de Europa como sistema político; pero también han desaparecido los escritores, al menos como clase monopolística de las funciones que se sobreentienden desempeñadas por los «intelectuales», al consolidarse los nuevos medios sociales de expresión, principalmente la Radio y la TV y, por tanto, al reconstruirse la figura paralela a la de los oratores de la Edad Media. Una figura –situada entre los laboratores y los bellatores– propia de una sociedad analfabeta, anterior al descubrimiento de los «medios de masas». Sin embargo el predicado que queremos atribuir a esta nueva clase de los intelectuales no lo hubiéramos podido atribuir a la clase o colegio de los escritores, porque ahora los escritores (aun cuando no se determinen como antifascistas) aparecen definidos por una característica (positiva) que permite dar pleno significado a su enclasamiento asociativo, a su afiliación, por ejemplo, en un sindicato o mutualidad que tienda a defender los derechos de autor.
Otro tanto podría decirse, desde luego, de quienes utilizan la voz o la imagen –es decir, de los oratores (incluyendo aquí a los cantantes)– que son características positivas susceptibles de ser computadas. Y esta susceptibilidad es precisamente la que, a nuestro juicio, se desvanece cuando escritores y oradores (de radio o televisión) se refunden bajo el concepto de «intelectuales», concepto que al parecer los arroja a una curiosa vecindad con los artistas.
Saludamos con todo a este Congreso de Intelectuales y Artistas cuyos brazos son tan generosos que permiten incluso que en su seno sea calificada de impostura su propia existencia.
I
Preliminares críticos
1. Definir una clase, en su más neutro significado lógico, exige la determinación de unas notas que no solamente manifiesten el orden interno de sus características estructurales o meramente fenoménicas, sino que también actúen como marcas diferenciales que permitan la demarcación de otras clases que se suponen dadas en aquello que Platon Poretsky llamó el «universo lógico del discurso».
La función demarcadora, respecto de las otras clases, prevalece en la definición de una clase (cuando se trata de un concepto clasificatorio), incluso sobre las funciones de suturación interna. Los «intelectuales» siempre se darán en relación con otras realidades, que pueden permanecer muy oscuras.
En cualquier caso, la delimitación o demarcación del concepto de una clase presupone siempre un conjunto de decisiones, explícitas o implícitas, acerca del universo o tablero lógico en el cual operamos y recíprocamente, una definición de esta índole predetermina de algún modo la estructura del universo lógico del discurso que, como una atmósfera, permite respirar al concepto de la clase definida.
2. La mayor parte de las definiciones con «curso legal» de los intelectuales como clase se mueve en un género de tableros lógicos que, por diferentes motivos, consideramos inadecuados:
–Unas veces, porque el propio tablero lógico nos remite a un espacio nebuloso poblado de entidades metafísicas –metafísica valentiniana o metafísica hegeliana–, un espacio en cuyo seno cualquier demarcación de una clase de tales entidades sólo puede alcanzar significado para quien flote entre ellas (lo que no parece ser el caso entre los aquí presentes).
–Otras veces porque el tablero lógico de referencia, aunque nos remita a un terreno más positivo, viene a ser, por su materia (psicológica, etológica e incluso sociológica o política) poco apto para permitir una demarcación eficaz en su seno.
Al primer grupo pertenecen todas aquellas definiciones que se basan, de un modo u otro, en la delimitación, en el conjunto de los seres humanos (laboratores, bellatores…) de determinadas fronteras de una clase o recinto concebido precisamente como el lugar en donde brilla la conciencia de la Humanidad, como el punto de aplicación del Entendimiento Agente, incluso como el Espíritu Absoluto en su sustancia real. No por ello les sería siempre permitido a los «intelectuales» aislarse en su cátara soledad. Se subrayará su responsabilidad «para con la sociedad» –así, en globo, como si ellos estuvieran sobrevolándola– y, por tanto, se los concebirá íntegramente orientados a la ilustración del pueblo, a su iluminación (puesto que ellos son la luz). Ocurre como si quisieran compensar el temor y el pudor de la autocomplacencia de su estirpe divina, con la voluntad de servicio. Pero esta voluntad de servicio todavía hace más llamativa su conciencia de élite, de autoconciencia de la Humanidad.
No importará que la luz se haga proceder de lo alto, de una revelación cuyo depósito conserva y divulga un cuerpo o colegio de mediadores, de sacerdotes. La luz podrá proceder también de abajo, del mismo «pueblo», sólo que parece que ese pueblo sólo pudiera transformarse en luz a través de la clase de los intelectuales, de la intelligentsia. Por consiguiente, y sin perjuicio de la democratización de su génesis teórica, cabría afirmar que la clase de los intelectuales sigue recordando muchas veces, al menos en cuanto a estructura, las funciones que la sociedad helenística atribuía a los sacerdotes gnósticos, o la sociedad medieval a los sacerdotes cristianos. Independientemente de que, por su extensión, el concepto de la clase de los intelectuales pudiera considerarse como un concepto no vacío, supondremos que a través de esta suerte de definiciones, el concepto sigue siendo puramente metafísico, meramente ideológico. Sin embargo, la gravitación de tal concepto metafísico de intelectual sigue siendo muy potente en nuestros días, como trataremos de demostrar más adelante.
Al segundo grupo de definiciones pertenecen todas aquellas que, buscando suprimir la connotación elitista de las definiciones metafísicas, proceden, más que regresando aunque sea críticamente, de más atrás que los componentes hegelianos del concepto (conciencia, representación), extendiendo y transformando el concepto mismo, al conferirle un radio tal que su esfera de aplicación pueda cubrir también a los científicos, a los profesores, a los maestros, a los ingenieros e incluso a los sacerdotes, y esto según el propio Gramsci. «Cada grupo social, naciendo en el terreno propio de una función esencial en el mundo de la producción económica, crea con él orgánicamente una o varias capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función, no solamente en el terreno económico, sino igualmente en el terreno social y político». Este concepto de «intelectual orgánico» de Gramsci, constituye hoy sin duda una categoría de la mayor importancia (una vez reconstruidos sus componentes idealistas) y, de hecho, nosotros la damos aquí por presupuesta, pero siempre que se aplique a la esfera que le es propia.
El intelectual orgánico permite pensar en algo que ya no es meramente superestructural –sin perjuicio de lo cual Gramsci llamó a los intelectuales «funcionarios de la superestructura»– sino un instrumento del propio grupo o clase social en tanto se relaciona precisamente con otros grupos o clases sociales. Sin embargo, el concepto de intelectual orgánico se mueve en un «tablero lógico» cuya escala es distinta de la que nosotros necesitamos para llevar adelante el análisis de los «intelectuales» en el sentido de nuestro Congreso, que alude, desde luego, a intelectuales «inorgánicos». Por otra parte el concepto de «intelectual orgánico» incluye el postulado ad hoc de ciertas unidades sociales («orgánicas») dotadas de un teleologismo (o un funcionalismo), no siempre probado o, a lo sumo, probado sólo ex post facto, como es el caso de los «bloques históricos», a los cuales los intelectuales orgánicos suelen servir.
El concepto de intelectual orgánico de Gramsci conserva, sin embargo, como esencial la conexión entre el intelectual y los estratos o grupos sociales precisamente en tanto que mutuamente diferenciados y aun opuestos. Pero esta conexión de los intelectuales con los «grupos diferenciados», llegará incluso a perderse cuando el concepto se extienda de modo universal y casi psicológico, y esto según el propio Gramsci (su tesis de «todo el mundo es filósofo»). Intelectuales serán ahora, en principio, «los trabajadores intelectuales» –como se les denomina en la terminología leninista– es decir, virtualmente, intelectuales serán todos los hombres, si es verdad que entre los objetivos de la Revolución socialista se encuentra la supresión de las diferencias entre «trabajo intelectual» y el «trabajo manual». Ahora bien, las determinaciones del concepto dadas en un tablero psicológico o psicosocial (intelectual será todo individuo que desarrolle determinadas conductas llamadas «intelectuales» y comunes, por tanto, a todos los «animales racionales», incluyendo a aquellos que Lévy-Bruhl estudiaba bajo el nombre de «mentalidad prelógica») son ineficaces para delimitar la clase de los intelectuales a la que dice referencia un Congreso de intelectuales como el presente. ¿Acaso han sido convocados a nuestro Congreso, no ya los cientos de millones de hombres de quienes puede afirmarse que desempeñan tareas intelectuales, en un sentido psicológico, sino también los millones, o al menos delegaciones suyas, de esos trabajadores intelectuales de la sociedad pre-comunista –ingenieros, sacerdotes, matemáticos, maestros, economistas, futurólogos, &c.–?
3. Podría pensarse, ante la debilidad de las significaciones cristalizadas en torno al término «intelectual» para dibujar un concepto clasificatorio positivo, que la mejor resolución sería considerar inviable el provecto de un concepto clasificatorio de esta índole, como inviable sería el provecto de delimitar la clase de los decaedros regulares. Pero esta resolución sería precipitada hasta que no se ensaye la posibilidad de otra vía diferente, que aún queda abierta. Pues aun cuando sea inadmisible, para la definición de la clase de referencia, la apelación al adjetivo «intelectual», esto no implica que, en extensión, esta clase sea la clase vacía (es decir, la misma clase que la de los decaedros regulares). Acaso tiene ella una realidad precisa y, en esta hipótesis, lo que se necesitará es redefinir la denotación de esa desafortunada y malnacida expresión, «los intelectuales». Por así decirlo, los intelectuales (los intelectuales inorgánicos) existen, pero no son intelectuales, es decir, no es la intelectualidad lo que los define. Será preciso determinar entonces el universo lógico del discurso en el cual esta clase mal definida, pero a la que atribuimos una denotación efectiva, pueda ser redefinida de modo adecuado.
4. Posiblemente lo que ocurre es que el concepto de los «intelectuales», en cuanto concepto clase, se desarrolla en direcciones muy distintas (aquí vamos a considerar las tres que nos parecen más importantes) pero que, sin perjuicio de ello, no pueden considerarse como meras «acepciones» independientes, asociadas por un nombre equívoco («intelectual») puesto que cada una de estas acepciones no solamente se determina emic por la negación de alguna otra (por ampliación o por limitación) sino que al propio tiempo la presupone para constituirse como tal. Y esto ocurre porque cada una de estas acepciones que vamos a considerar está dada dentro de un «formato lógico» característico, por relación al «hombre», tomado como «parámetro material». Lo que equivale a decir que el concepto de «intelectual», como clase lógica, se diversifica según tres formatos diferentes de características extraordinariamente precisas:
(1) Si consideramos las características del Formato-1, la clase de los «intelectuales» desempeñaría la función (en el plano etic, tanto más que en el plano emic) de una parte atributiva del «todo social» frente a otra parte de su mismo rango lógico. Cabría decir que estamos ahora ante una clase n-dimensional, es decir, ante una clase que no se resuelve simplemente en la colección de individuos que satisfacen algunas notas distributivas, porque de los individuos de la clase se definen inmediatamente como tales en cuanto, a su vez, forman parte de subconjuntos que se oponen a otros subconjuntos de la misma clase (como ocurre, por ejemplo, cuando se habla, en Biología, de clases sexuadas). La clase de los intelectuales, según este formato-1, se divide inmediatamente, por ejemplo, en «intelectuales de izquierda» e «intelectuales de derecha» (acaso también en «intelectuales de centro»). El formato lógico de esta clase nos invita a considerar etic a cada uno de sus individuos no ya como alguien que inicialmente pueda ser llamado «intelectual» para ser especificado ulteriormente como de izquierda, de derecha o de centro, sino como alguien que inicialmente se considera englobado en una corriente de izquierdas (porque «representa» los intereses o proyectos de una tendencia social izquierdista –otra cuestión será qué pueda significar esta tendencia en cada caso dentro de la cual desempeña una actividad «intelectual» frente a otros intelectuales de derecha).
La clase de los intelectuales formato-1 se nos da inmediatamente como una clase cuyos subconjuntos de elementos se oponen a otros (por así decir, los intelectuales se oponen ahora a los intelectuales). Sin duda este es el sentido fuerte o estricto del concepto de intelectual como sustantivo, si se atiende a su origen histórico; porque aunque inicialmente el nombre de «intelectual» fue utilizado emic como sobreentendiendo a los «intelectuales de izquierda» en Francia, fue inmediatamente reivindicado por los intelectuales de derecha, y precisamente apelando a la acepción que nosotros daremos en el formato-3 (que era, por cierto, la acepción emic que había inspirado en sinécdoque el nombre de «intelectuales» a los escritores de izquierda).
(2) En segundo lugar y según su Formato-2, la clase de los intelectuales llega a alcanzar la estructura de una parte atributiva del «todo social»; sólo que ahora esa parte no se determina frente a otra parte de su mismo rango, sino precisamente frente a la parte considerada no-intelectual del todo social. Gracias a este formato, la clase de los intelectuales podrá englobar ahora a dos grupos muy distintos de actividades que no es nada fácil delimitar (pues no es muy satisfactorio decir que uno de los grupos pertenece a la base y el otro a la superestructura del modo de producción de referencia) y que, fuera del formato-2, suelen mantenerse separadas y aún opuestas entre sí (con la oposición que pudo mediar entre el «mago» y el «sacerdote» en las sociedades preestatales): el grupo de los tecnólogos (ingenieros, médicos, &c.) y el grupo de los ideólogos (escritores, políticos, artistas, &c.). Sin duda la acepción de «intelectual» según el formato-2 sólo podrá cristalizar en aquellas situaciones en las que alcance un sentido operatorio la distinción en dos partes, coordinables a las citadas, del «todo social», como será el caso de la situación propia de una sociedad uniforme totalitaria, en la cual se pueda establecer una diferencia funcional entre una clase atributiva de «trabajadores intelectuales» (que englobará a científicos, tecnólogos, artistas, «trabajadores de la cultura», ideólogos, &c., en su calidad de funcionarios o burócratas del Estado) y todo lo demás.
La clase de los «trabajadores intelectuales» recibirá una cierta unidad estamental en función de ciertas capacidades (lingüísticas, científicas, administrativas, comportamentales) que les ayudará a constituir el aspecto de un estrato o estamento social similar al que designan, según las circunstancias históricas, los escribas de las sociedades «del modo de producción asiático», la clerecía de la Edad Media latina, la «clase universal» (en el sentido hegeliano) o la intelligentsia (por ejemplo, la «nueva intelligentsia soviética» a partir de 1934, que Molotov cifraba, para 1939 y sobre una sociedad próxima a los 200 millones de ciudadanos, en casi 10 millones de individuos, de los cuales un millón setecientos cincuenta mil eran directivos, cuadros de empresas, fábricas, soljoses o koljoses; un millón sesenta mil eran técnicos, ingenieros, &c.).
Nos parece esencial tener en cuenta que esta acepción-2 de los intelectuales se forja emic como concepto («intelligentsia», «clase universal») en función de la misma acepción-3 referida a continuación, a través de la cual se constituye de algún modo y, por ello, está siempre en conflicto con ella. Un conflicto que unas veces se intenta resolver mediante la ficción ideológica (metafísica) de que los intelectuales son los «mediadores» de la conciencia, son, en acto, el «cerebro» de la sociedad, la clase universal, la «luz» del todo social o incluso de la Humanidad; y, otras veces, mediante la fórmula de compromiso del «estado de transición», definido como aquel estado en el cual todavía subsiste la oposición entre el «trabajo intelectual» y «trabajo manual». También esta fórmula se nutre de la acepción-3 y es esta fuente la que inclina a interpretar ese ideal en términos higiénico-fisiológicos, los términos en los que algunas veces se ha entendido el concepto de «hombre total», politécnico, a la vez trabajador manual e intelectual (una versión del ideal de la mens sana in corpore sano). Semejante interpretación de la fórmula sólo sirve para ocultar el verdadero alcance del postulado de la «superación de la división del trabajo en manual e intelectual», a saber, la superación del Estado totalitario a través del despotismo ilustrado, por decirlo así, de una burocracia de tecnólogos e ideólogos funcionarios que dicen representar la conciencia social del todo.
(3) Y estamos con ello en el Formato-3, los intelectuales como clase constituida por todos los individuos de la especie que Linneo definió precisamente a partir de una nota «intelectualista», a saber, la especie homo sapiens (en nuestros días, homo sapiens sapiens, para diferenciarla de otras especies de primates acaso menos «intelectuales», como pueden serlo los austrolopitecos o los pitecantropos). Ahora, todo individuo de esta especie podrá ser llamado distributivamente «intelectual» (según Gramsci, incluso «filósofo»). Lo que ocurre ahora es que debido a su radio, coextensivo con la especie homo sapiens sapiens, la clase de intelectuales formato-3 ya no será propiamente una clase en el sentido histórico o social, porque ya no será una «parte» del organismo social, ni tampoco designará a este organismo como un todo atributivo puesto que la totalización implicada en esta acepción es de tipo distributivo («intelectual» tiene aquí ahora un alcance antropológico o psicológico).
Para rescatar la función de parte que a esta clase tercera pueda corresponder habrá que enfrentarla a otras especies biológicas (al pitecantropo o al austrolopiteco, y, por supuesto, a las diversas especies de póngidos). Por lo que, a su vez, podremos concluir que cuando estamos usando el concepto de intelectual en su acepción-1 o en su acepción-2, no estamos ateniéndonos en rigor a ciertas características antropológicas o psicológicas, sino a ciertos rasgos o estructuras culturales relativamente recientes (escritura, libros, prensa, televisión), pero no tan enteramente desconectados (o simplemente sobreañadidos, como partes agregadas o postizas) de las características antropológicas o psicológicas que no den algún motivo para erigirlas en representantes o formas purificadas de esas mismas características de la especie entera.
II
Ensayo de una redefinición
positiva del intelectual
1. El tablero lógico en el que debemos movernos es un tablero lógico tal que haga posible una delimitación que, sin apelar a criterios metafísicos, pueda ofrecer un concepto capaz de ajustarse a una clase extensional de intelectuales lo más aproximada posible a las referencias más estrictas (formato-1) de este concepto. {tal como es utilizado de hecho en la convocatoria de este Congreso Internacional de Intelectuales.}
Con frecuencia, las definiciones, incluso con intención funcionalista, que suelen proponerse, son inútiles, al no ser operatorias. Una de las más vulgares es la que apela a la «misión crítica» de los intelectuales. «Los intelectuales deben ser fieles a la función crítica que la sociedad y la cultura en que viven demandan». Definición fatua, si no se determina en qué consiste esta función crítica. Porque juzgar es criticar, discernir, clasificar (según los intereses del crítico); por lo que quien juzga es siempre un crítico y todo individuo, en su uso de razón, tiene que juzgar según sus criterios, sin perjuicio de la sentencia de Séneca: Unusquisque mavult credere, quam judicare. Por tanto, decir que el intelectual debe ser crítico es algo así como decir que el círculo debe ser redondo. El inquisidor, o el obispo bizantino o romano, era el mejor crítico concebible de los herejes, trataba de juzgar, con la mayor finura intelectual posible, al sospechoso de desviaciones dogmáticas (¿era pelagiano, era monofisita, era afzartodocetista? ¿o era albigense, estadingo o joaquinita?). Pero el inquisidor no es el intelectual en el sentido de nuestra referencia formato-1 (aunque pueda ser considerado por los historiadores como un «intelectual orgánico» formato-2).
El postulado implícito en el cual nos apoyamos es el de la efectividad de una función específica (dada en su contexto adecuado), de una estructura o esencia conceptual que, dotada de una «geometría» propia, alienta el concepto, más bien fenoménico, que acostumbramos a utilizar. Sin duda, es posible construir diferentes conceptos y estipulativamente denominarlos «intelectuales». Pero no creemos que esta posibilidad autorice a hablar, en todo caso, de las definiciones, en general, como siendo puramente estipulativas, nominales o convencionales. Un concepto no se constituye de un modo meramente arbitrario, si ha de ser un concepto operatorio dotado, no solamente de consistencia interna, sino de composibilidad con otros terceros. La estipulación está a lo sumo en el nombre que se le impone, y esta estipulación, cuando el nombre está ya en circulación, tiene unos límites muy restringidos que sólo al comienzo de Cratylo podía desconocer Hermógenes. Nuestra definición quiere ser, pues, esencial, estructural, no convencional, y dada en un tablero no metafísico sino histórico. Y la denominación de esta clase con el nombre de «intelectuales» tampoco quiere ser arbitraria, sino apoyada en las connotaciones que originariamente estuvieron ligadas al término en cuanto a nombre sustantivado de una clase, los «intelectuales».
2. La sustantivación del adjetivo «intelectuales», tradicionalmente aplicada a cualquier actividad o producto que tuviera que ver con el entendimiento (humano, angélico o divino), como es sabido, es un proceso reciente que cristalizó (formato-1) hace aproximadamente un siglo en el «Manifiesto de los intelectuales» inspirado por Zola a raíz del asunto Dreyfus. Así, pues, de adjetivo que designaba tradicionalmente a los actos de la persona que tuvieran que ver con el entendimiento (y aun con la voluntad, en cuanto subordinada al entendimiento: amor intellectualis de Espinosa) el nuevo uso le confirió el estatuto de un sustantivo, «los intelectuales», un sustantivo que habría de entrar en competencia continua con el adjetivo tradicional. Una competencia que dará origen a interesantes episodios que, en esta ocasión, tenemos que dejar de lado.
Nada de lo que se contiene en este proceso fundacional de la sustantivación debiera considerarse como meramente anecdótico. Mejor sería reexponer el «complejo anecdótico» como si fuera un fenómeno, es decir, una manifestación empírica determinada por las circunstancias del momento, de la nueva estructura conceptual que suponemos internamente asociada a la sustantivación. Por lo demás, es evidente que el análisis del significado esencial de estos detalles o anécdotas fenoménicas sólo desde el concepto ya constituido puede llevarse a efecto, dado que los detalles son múltiples y es preciso un criterio de selección. Pero la circunstancia de que, recíprocamente, determinados componentes considerados esenciales del nuevo concepto puedan ser presentados como contenidos del anecdotario fenoménico, constituye la mejor garantía acerca de la validez del nombre «intelectuales» aplicado a este concepto.
Tres rasgos se nos manifiestan como relevantes anécdotas «fenoménicas»:
a) El primer rasgo no es otro sino la misma forma plural según la cual se presenta la sustantivación del tradicional adjetivo. Se habla de «los intelectuales» y no, por ejemplo, de «la intelectualidad» o de «el grupo intelectual». Pero la forma plural sugiere que estamos ante el nombre de un conjunto o clase distributiva, puesto que la forma singular queda disponible para designar a cada uno de los individuos de esa clase como un intelectual. Aquí se nos muestra ya la paradójica naturaleza lógica del nuevo concepto. Su forma plural nos pone inmediatamente delante de una clase (en sentido lógico) lo que sugiere que el concepto es, ante todo, un concepto clase y que, por tanto, sólo en cuanto miembro de la clase un individuo podría recibir la condición de intelectual; pero, por otra parte, la clase es distributiva, lo que nos indujo, pese a su formato-1, a admitir la posibilidad de que un individuo tienda a ser reconocido como un intelectual independientemente de su agrupamiento (fraternal o polémico) con otros intelectuales. De otro modo, la clase de los intelectuales, no excluye su determinación de clase unitaria, de clase de un solo elemento, situación a la que nos aproximaríamos en algunas situaciones históricas más o menos coyunturales. (El único intelectual, que, según el nuevo concepto, retrospectivamente utilizado, podemos acaso encontrar en España durante la primera mitad del siglo XVIII, se avecindó en Oviedo y se llamó «El Padre Feijóo»).
b) El segundo rasgo, muy vinculado con el precedente, se refiere a la circunstancia de que los intelectuales, en el primer uso sustantivado del término, aparecieron firmando un escrito de protesta. Si firmaban con sus nombres propios, en un periódico, era porque los lectores, el público en general, los conocía. Los «intelectuales» del «manifiesto de los intelectuales» eran nombres conocidos, autores notables, escritores famosos. No eran firmas de gentes desconocidas, «anónimas», sin perjuicio de su firma. Y con esto se relaciona una importante determinación: La clase de los intelectuales, aunque plural, ha de ser poco numerosa y desde luego no será la clase en su formato-3. No será una clase unitaria, pero su cardinal no subirá más allá de la docena, si es que este es el número de nombres que pueden ser retenidos, como máximo, por el gran público. Ha sido mucho más tarde, cuando el concepto de «intelectual», perdiendo este rigor originario, se ha diluido a fuerza de laxitud, contaminándose con el sentido adjetivo que cobra en el contexto «trabajador intelectual» (más próximo al formato-2), cuando las firmas de los documentos de protesta suscritos por intelectuales en la época del franquismo, en España, comenzaban a llevar debajo el número del «documento de identidad», precisamente porque el nombre o los apellidos a secas, ya no servían para identificar a esos «nombres anónimos», valga la paradoja, que masivamente empezaban a figurar en los escritos de protesta.
Pero ni siquiera esta evolución de la ceremonia de los escritos de protesta desvirtúa nuestra observación antecedente, antes al contrario, la confirma. Muchos de los firmantes anónimos de los escritos de protesta durante el franquismo, o durante el período de transición, adquirieron la condición de intelectuales, precisamente por haber figurado al pie de esos escritos de protesta, originariamente reservados a los notables. Por así decir, recibían, por contagio, la condición de intelectuales, lo que demuestra que la connotación originaria subsiste de algún modo. Y esta connotación es acaso la mejor aproximación a una definición fenomenológica: «intelectual es todo aquel que firma un manifiesto de protesta publicado en los periódicos».
Porque se supone que cuando alguien firma, lo hace en virtud de su notoriedad, de que compromete su prestigio en esa firma, y, en consecuencia, por un mecanismo de mera reciprocidad probabilística, recibe notoriedad de intelectual por el hecho mismo de haber firmado. (Por lo demás, la notoriedad de que hablamos ha de entenderse como una magnitud objetiva, y no como un juicio de valor intrínseco; desde un punto de vista histórico, cabría incluso establecer en muchos casos una relación inversa: los nombres más notorios en una sociedad determinada posiblemente caerán en el más absoluto anonimato a los pocos años, dada la vacuidad de la obra). Y aunque aumente la nómina de los que firman, ésta tampoco podría rebasar una página –lo que muestra que si el intelectual se utilizase en formato-2 las firmas debieran contarse por millones, para poder tener alguna fuerza…
c) El tercer rasgo que destacaremos (característico del formato-1) es la airada reacción de la derecha francesa de la época que echó en cara a los abajo firmantes –que automáticamente quedaron polarizados, si no lo estaban ya, como izquierda– la ridícula pretensión de arrogarse el monopolio de la inteligencia. «También nosotros, los hombres de derechas», dijeron, «podremos firmar como intelectuales, intelectuales de derecha». Pero lo cierto es que, en su origen, los intelectuales aparecieron en primer lugar como una cierta clase de notables de izquierda, que manifestaban su protesta ante un gobierno o una magistratura judicial de derechas y que, vagamente, y a falta de otra denominación, apelaban a un adjetivo metafísico y objetivamente ridículo, cuando se utiliza como definición.
Por derivación, la denominación tenía que ser reclamada inmediatamente por la derecha, y, en particular, por los intelectuales cristianos. No es absolutamente preciso, para nuestro propósito, entrar en la determinación del significado de la oposición entre las izquierdas y las derechas. Baste constatar que ya en los mismos días de su aparición, como tal, la clase de los intelectuales se manifestó inmediatamente escindida (formato-1) por lo menos en dos subclases antagónicas, hasta el punto de que llegaban a negar-se el derecho de usar el mismo nombre de intelectual. Unamuno, por ejemplo, preguntaba, con ocasión de una polémica con un diario que era órgano de la derecha integrista: «¿pero no es contradictorio dar a este periódico el título de El Pensamiento Navarro?» Se comprende que un general del otro bando, llegada la ocasión oportuna, exclamase en presencia de Unamuno: «¡Abajo los intelectuales!»
3. Hemos de intentar ya el regressus desde estos rasgos que hemos destacado en el complejo fenoménico y que, al parecer, son meramente anecdóticos o accidentales, hasta el sistema de constituyentes de un modelo esencial más sólido (si es que éste existe), es decir, hasta una estructura capaz de dar razón de la extraña persistencia de ese síndrome o complejo fenoménico en sociedades relativamente diversas entre sí, dado que tal persistencia no se explica por sí misma. Se trata de «leer» los fenómenos a la luz de la estructura conceptual, que en realidad fue la que los destacó como tales fenómenos significativos.
Ante todo, los intelectuales (formato-1) se nos presentan como individuos que teniendo una cierta notoriedad –que puede llegar hasta lo que se llama tener un nombre famoso– hablan regularmente a un público anónimo e indiferenciado. ¿Respecto de qué criterio? Sin duda, respecto de las profesiones establecidas en la sociedad. El público al que se dirigen los intelectuales no es un público profesionalmente determinado –el intelectual, en cuanto tal, no habla a médicos ni a abogados; no habla a metalúrgicos, ni a matemáticos, ni a zapateros. No es que hable a gentes que precisamente no deban ser nada de esto, sino que habla a gentes que puedan tener cualquiera de estos oficios o ninguno. Habla, por decirlo en palabras que hoy suenan muy fuertes, pero que son las palabras de la Ilustración, habla al «vulgo», como decía Feijóo. (Y añadía: «Hay vulgo que sabe latín»; porque el ingeniero es vulgo en materia de medicina, y el médico es vulgo en materia de política.)
O, para decirlo con palabras acordes a nuestra sociedad democrática, habla «a los ciudadanos» en cuanto tales, a cualquier ciudadano que lee el periódico –acaso un «libro de bolsillo»– o que escucha la radio o ve la televisión. Algunos intelectuales se dirigen, aún más solemnemente, no ya a los «ciudadanos» sino a los «hombres, en general», en cuanto semejantes suyos, formato-3. Pero esta intención puede objetivamente considerarse como meramente retórica, si tenemos en cuenta que los intelectuales escriben o hablan en un lenguaje determinado –español, inglés, francés…– y, por tanto, formalmente, sólo hablan a los que entienden ese lenguaje. (En este sentido, los músicos, y aun los artistas, se diferencian ya notablemente de los intelectuales.)
Según lo anterior, el intelectual no procede como un especialista, que desarrolla una lección o un curso en el aula o que publica un tratado o un artículo técnico con la jerga propia de cada oficio o profesión. Los intelectuales escriben o hablan el lenguaje ordinario, en román paladino, y su género literario de elección es el ensayo, no el tratado, el folleto y opúsculo, no el libro (en el sentido tradicional) y, menos aún, el libro de texto. El autor de grandes libros en folio, o incluso en cuarto, considerará, recíprocamente, con frecuencia como superficiales o frívolos a los autores de artículos de periódico o incluso de opúsculos o de libros de octavo, que, sin embargo, se difunden tanto o más cuanto que suelen transportar un mensaje diabólico, según aquellos versos que Arjona atribuía irónicamente a los escolásticos del XVIII defensores del infolio: «libro en octavo / sólo con rabo / se puede hacer.» El intelectual no escribe libros de texto o manuales, al menos en calidad de intelectual, y esto se relaciona con otra circunstancia del mayor interés: él no tiene, en general, un programa fijo que desarrollar, de modo preceptivo.
¿De qué hablan entonces los intelectuales, puesto que no hablan de materias técnicas especializadas y no tienen un programa preceptivo? ¿cuál es la naturaleza de la obra, del producto, que ofrecen al público, o, lo que es equivalente, la naturaleza del producto que el público les reclama? Podría pensarse que, puesto que las materias especializadas (la física o la astrofísica, la biología o las matemáticas) son aquellas que en nuestro siglo han alcanzado un estado de complejidad tal que las convierte en los verdaderos contenidos del saber, y, por cierto, de un saber semisecreto (un libro de álgebra superior guarda mejor su secreto entre un público indocto que un documento político guardado en siete cajas fuertes), la materia que los intelectuales, al menos en nuestro siglo, tendrían casi como obligación, que explotar, sería la materia de las especialidades, pero expuestas en lenguaje vulgar, es decir, divulgadas. Según esto, podríamos intentar definir a los intelectuales en función del «vulgo» por medio del concepto de «divulgación», y los intelectuales serían los divulgadores de la sociedad industrial. Pero este criterio obligaría a entender al intelectual típico como alguien que, habiendo alcanzado la notoriedad en su oficio (acaso un premio Nobel en Física) se preocupa, por amor al público, o por lo que sea, de divulgar su ciencia y hacerla asequible al común de los mortales.
Sin embargo, esta conclusión no puede sostenerse, no es compatible con los fenómenos. El «gran divulgador» –sea Gamow, sea Asimov, sea Sagan– y no digamos nada del pequeño divulgador, no es un intelectual, cuando habla como tal divulgador. Sigue siendo un profesor que habla en nombre de su gremio, de su especialidad, pero que ha bajado, por decirlo así, del pedestal de su cátedra universitaria para pisar el suelo del aula de primaria o acaso el de la escuela nocturna para adultos. El «divulgador» hace algo similar a lo que, en algunos lugares, se llama «extensión universitaria». El divulgador, en suma, no es un intelectual, sino un maestro, y ya es bastante. Sin duda, eventualmente, en su trabajo de divulgación, puede encontrarse con materias propias y características del intelectual; pero esto no oscurece la diferencia.
Lo principal sigue siendo el hecho de que la inmensa mayoría de los intelectuales, en el sentido estricto (formato-1) del que hablamos, no son científicos, ni especialistas en disposición de divulgar su saber, hablando en nombre de él. Esta tesis creemos que puede mantenerse, hoy por hoy, tanto cuando nos referimos a las ciencias naturales (o formales o tecnológicas) como cuando nos referimos a las ciencias humanas. Sería, en efecto, también gratuito acogerse a una fórmula inspirada en aquella distinción que Snow ha propuesto entre las «dos culturas», diciendo que los intelectuales se mantienen en el terreno de la primera cultura (más o menos equivalente, al menos en extensión, a las «humanidades» o a las «letras») mientras que los especialistas (o los divulgadores) se ocuparían de la segunda cultura («de las ciencias» y «tecnologías»).
Porque las llamadas «humanidades» se han ido convirtiendo en las últimas décadas en especialidades tan abstrusas y cerradas como años anteriores pudieran serlo la Química o la Termodinámica. (El propio Snow lo reconocía de algún modo en sus Nuevos enfoques, al mencionar la «tercera cultura».) Pero tampoco los intelectuales hablan, en cuanto a tales, de los tipos de aoristo en la literatura helenística, ni de las formas de cerámica del Neolítico, ni discuten la Ley de Zipf, o las matrices de transformación asociadas al álgebra del parentesco. Si hablan de estas materias, y no como meros divulgadores, es por razones similares a las que impulsan a otros a hablar de la fisión nuclear o de las técnicas de clonación.
En conclusión, sugerimos que las materias características de las que se ocupan los intelectuales formato-1 no son las materias propias de las especialidades profesionales (sean científicas, paleotécnicas o neotecnológicas, o humanísticas), sino materias comunes, pero materias comunes en una sociedad en la que existen corrientes ideológicas suficientemente configuradas, ya sea porque representan diferentes intereses de partes de esta sociedad, bien sea porque representan sencillamente opciones cuyas raíces son múltiples y que ni siquiera pueden fácilmente adscribirse a un determinado grupo definido de intereses, a un «organismo» configurado dentro de un marco global político-social. Naturalmente, y cada vez más, toda materia común siempre resulta tocada, oblicua o directamente, por alguna especialidad científica.
Diríamos que hoy no quedan ya zonas salvajes que no hayan sido roturadas, algunos dirán «holladas», por algún especialista. Hace pocos años, todavía podía, sin rubor, proponer cualquier intelectual formato-1 una etimología ingeniosa de su cosecha, como podía sugerir una hipótesis sobre cualquier reacción psicológica observada por él, o incluso una teoría sobre el origen de los mayas. En nuestros días, esta situación ha desaparecido, pero no sólo en el terreno de las ciencias naturales, sino también en el terreno de las ciencias humanas. Sólo el indocto equipamiento de algunos notorios intelectuales, y de su público correlativo, que no escasea en nuestro país, puede hacer creer otra cosa.
El intelectual de nuestros días tiene que tener, sin duda, una preparación lo más extensa que le sea posible, por así decir enciclopédica, en especialidades muy diversas, pero no ya para informar de ellas sino, casi podría decirse, para conocer los terrenos en los que no debe entrar. Porque las materias en torno a las cuales se ocupan los intelectuales siguen siendo los lugares comunes, los tópicos, en el sentido aristotélico, vigentes en cada circunstancia histórica cambiante. Son los lugares comunes que afectan, por los motivos que sean (una crisis económica, una decisión política, una moda, una situación paradójica en moral), en principio a cualquier ciudadano. Tópicos que forman parte de su horizonte práctico cotidiano, pero de modo tal que implican, a la vez, una amenaza, una alteración, una conmoción, un desequilibrio.
Para poder delimitar la naturaleza de esas materias comunes de las que se ocupan los intelectuales es preciso regresar, me parece, por lo menos, a un concepto similar al concepto que, para abreviar, llamaremos metafóricamente la «bóveda ideológica» propia de una sociedad determinada. No queremos hablar de «superestructura», porque la bóveda ideológica es algo más que un sobreañadido o secreción de la infraestructura. En cierto modo forma parte de la propia estructura social, puesto que de ella se toman referencias para la acción, incluida la acción tecnológica, a la manera como el navegante toma referencias en la bóveda celeste. Suponemos que la bóveda ideológica forma, por tanto, parte de la estructura de todo grupo social-humano que ha rebasado el nivel de la Alta Prehistoria.
Los saberes empíricos, los mitos, las habilidades técnicas, las ciencias, el propio lenguaje, son hilos con los cuales se teje la bóveda ideológica de una sociedad. Ahora bien, hay sociedades en las cuales la trabazón de los materiales de que está compuesta su bóveda ideológica, están apoyados en el resto de la estructura social de modo tal que pueden, manteniéndose a través de las generaciones, cobijar uniformemente a todos los ciudadanos.
No es que no haya variaciones; es que éstas o son infinitesimales o resultan asimiladas globalmente. En sociedades antiguas, en las cuales los contactos son pequeños o grandes, los mecanismos de drenaje de intrusiones de difícil asimilación, la bóveda, rígida o elástica, pero de malla prácticamente inmutable, no necesitará de remiendos continuados. No harán falta intelectuales en el sentido estricto, formato-1. Habrá, sí, sus paralelos, sus análogos, como puedan serlo los teólogos, los moralistas, los predicadores, que guardan la pureza doctrinal del Estado. Sin duda, podrán, por analogía (formato-2), ser llamados intelectuales, pero sólo por analogía, porque más bien su relación con ellos correspondería a lo que los biólogos llaman homología. Su función es también crítica y debe ser muy afinada muchas veces; son órganos de filtro o censura, de propaganda o de crítica a lo que procede del exterior a la bóveda. Por ello pueden ser funcionarios desconocidos, jueces de un tribunal de inquisición, aunque su poder, en el complejo burocrático, sea muy grande. Porque ellos dictaminarán, juzgarán, en nombre de la ortodoxia de la bóveda ideológica, y es su autoridad lo que les confiere el poder.
Pero cuando una sociedad ha alcanzado un estado tal del que pueda decirse que se ha cuarteado su bóveda ideológica, que hay corrientes ideológicas diferentes, que lo que viene de afuera no puede ser asimilado inmediatamente y uniformemente en la bóveda ideológica residual, y que esta asimilación tiene lugar de modos antagónicos, entonces el metabolismo de los materiales vivientes que componen la bóveda ideológica de una sociedad se acelerará y las funciones de asimilación y desasimilación, de crítica, tendrán que alcanzar un ritmo de vida incesante, cotidiano, «periodístico».
Los intelectuales aparecerán, según esto, en estas sociedades, como órganos especializados intercalados en este proceso cotidiano de metabolismo. Analizada esta función desde la perspectiva de la multiplicidad de culturas, el intelectual podría ser presentado como un extra-vagante entre las diversas culturas que no pertenece a ninguna de ellas, la «quinta clase», un apátrida, un francotirador, un cosmopolita que vive inter mundia, como los dioses epicúreos (como sugiere Toynbee).
Nos parece, sin embargo, que este concepto es ideológico y puramente abstracto:
Esa razón universal, cosmopolita, representa en realidad los intereses de un público que está estructurado de otro modo, que lee en un idioma determinado. El intelectual, por independiente que sea, ha de adaptarse a la ideología de su público. Por supuesto, la importancia de los intelectuales como correas de transmisión en la recepción de contenidos culturales procedentes de fuera, es indiscutible. Incluso en la circunstancia de que muchos intelectuales de una sociedad sean originariamente extranjeros, metecos o emigrados, personas procedentes de una diáspora, como ocurrió con los sofistas en Atenas, con los judíos y cristianos en Alejandría y Roma, con tantos humanistas en el Renacimiento, o con tantas intelligentsias, en gran parte extranjeras, de la época contemporánea. Pero, en todo caso, estos intelectuales metecos tendrán siempre que hablar en nombre de alguna de las corrientes internas de opinión de la sociedad en la que viven.
Cuando los del interior invocan la superioridad cultural de los de fuera (la cultura francesa, para Federico de Prusia o Catalina la Grande, la cultura «europea» para los intelectuales españoles de hoy) no salimos del horizonte de las maniobras propagandísticas al servicio de los intereses de alguna corriente, clase o estamento definido del interior. Los intelectuales, según esto, son ideólogos y, originariamente, de izquierdas, si es que la izquierda se distingue, en principio, por la crítica a la tendencia a la petrificación de la bóveda ideológica heredada por una sociedad. Pero, como es evidente, también los ideólogos de derechas, en tanto juegan con las mismas armas, reclamarán con justicia el nombre de intelectuales. Por la fuerza del tiempo, los que en un momento fueron intelectuales de izquierda se habrán convertido, ateniéndose a los contenidos, y al proceso de la negación de la negación, en intelectuales de derecha, precisamente porque no se han movido (muchos de los intelectuales de izquierda que asistieron al Congreso de Escritores del 37, o algunos de sus discípulos de hoy, resultan ser intelectuales de derechas).
Podemos aventurar, en resolución, una fórmula que dé cuenta del nexo entre las características que vamos recogiendo, aventurar el primer dibujo del concepto sintético del intelectual que en formato-1 venimos buscando. El error de método consiste en presuponer que el intelectual ha de definirse en formato-2, o en formato-3 por relación a la sociedad, globalmente tomada, en la que vive. Este método es el que conduce acaso a la necesidad de apelar a la «conciencia social», a la metáfora de la luz, a la Ilustración. Pero el intelectual formato-1 no es un concepto que se recorte ante la sociedad, en general, puesto que surge del diferencial entre unas partes frente a otras de la sociedad, una sociedad en la que existen esas corrientes de las que venimos hablando. Más que un faro, o un ojo, un «iluminador» –porque muchas veces el intelectual debía ser llamado un oscurecedor, un mistificador, un oscurantista– el intelectual es una suerte de estómago encargado de digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos sectores de la sociedad necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos definidos los límites de sus intereses (no sólo políticos o económicos) frente a los otros sectores.
El intelectual, en resolución, será elegido como tal, no ya tanto por su función alumbradora (que, a lo sumo, es una justificación emic) sino debido a esa capacidad de predigerir una papilla ideológica gustosa para su público en cuanto enfrentado a otros, es decir, del mismo sabor que tienen las representaciones con las cuales ese público se alimenta cotidianamente. Si se prefiere, es elegido porque se intercala en la misma dirección en la que se mueven los fragmentos de la cuarteada bóveda común, cuando tienden a recomponerse de un modo, mejor que de otro.
El intelectual, pues, ha de hablar de acuerdo con los intereses de su público (que no siempre es un público «organizado») y no porque deba limitarse a ser un pleonasmo suyo. El intelectual no puede ser excesivamente trivial (respecto de su público), debe introducir datos nuevos, «picantes», pero asimilados e interpretados a conformidad de su público. Pues no habla en nombre de una autoridad superior, sino en nombre del propio sentir de su público, un sentir que muchas veces se autodenomina «sentido común» o «razón universal». Esto es reconocido por el intelectual, por ejemplo por el «filósofo mundano», con gesto acaso no libre de ironía: «el buen sentido es la cosa del mundo mejor repartida, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que incluso los que son más difíciles de contentar en cualquier otra cosa, no acostumbran desear de él más del que ya tienen» –dice Descartes al comienzo de su Discurso del método, que está dirigido, no ya a los doctos cuanto al público en general. Y el propio Kant dice, en un escrito popular (Que es la Ilustración, 1784) que, al menos en su siglo, «ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable».
El intelectual desempeñaría también, en un principio, funciones parangonables a las funciones del ojeador, del explorador, del mensajero o batidor de una sociedad preestatal, en tanto es un «delegado» del propio grupo social para averiguar lo que ocurre en el «exterior» y dar cuenta, en términos comprensibles por todos, de algo que cualquiera podría ver por sí mismo. La paradoja del intelectual es que el prestigio y la fuerza que se le atribuye se debe, no ya a que pueda apelar a alguna superior autoridad (científica, política, revelada) sino que debe apelar a la misma evidencia tópica poseída por su público con objeto de que el público experimente la sensación, al escucharle, de que el intelectual es «él mismo» hablando en «voz alta». En este sentido, el intelectual es un ideólogo. No representa tanto conciencia política del pueblo como totalidad social, cuanto los intereses de una parte de la sociedad frente a las otras. Sólo por ello tiene clientela, sólo por ello el intelectual puede tener un nombre en la sociedad en la que vive. Y por ello también una sociedad se mide por sus intelectuales: Pitita Ridruejo o Savater, Umbral o Díaz Plaja.
4. La figura y la función del intelectual, tal y como la venimos dibujando, quedará más limpia si la contrastamos con otras figuras afines, con las cuales intersecta constantemente:
–Ante todo, con los «artistas». Especialmente, en nuestros días, con los músicos cantantes pop, por su gran influencia social, que es la que de hecho orienta o canaliza clientelas muy grandes, según directrices morales o políticas (incluyendo el libertarismo) determinadas. Son seguramente los «moralistas» más influyentes en la época de los espectáculos de masas. Son acaso los verdaderos oratores de nuestra época.
Pero el mensaje de estos cantantes suele ser demasiado monótono como para poder confundirse con el producto propio de los intelectuales.
–Los profesionales que ofrecen productos especializados no son, por sí mismos, intelectuales, aunque eventualmente puedan desempeñar funciones similares. Un meteorólogo, sin perjuicio de la gran preparación científica que necesita, difícilmente puede ser considerado como un intelectual en el momento de predecir el futuro atmosférico; pero un futurólogo –que también es un especialista y que no se equivoca mucho más, a veces, que el meteorólogo– sí puede desempeñar funciones intelectuales. Otro tanto diríamos del novelista. Como tal novelista, más que intelectual, es un literato, un artista. Pero, por la naturaleza de sus productos, puede llegar a la opinión pública a la manera a como también llegan los directores de cine, los arquitectos que, muchas veces, son también filósofos mundanos, moralistas, que hablan incluso de cuestiones abstractas (justicia, libertad).
–Los políticos son seguramente aquellos individuos que, por su función, tienen, en la sociedad parlamentaria, más semejanza (formato-1) con los intelectuales (sobre todo, cuando se encuentran en estado de oposición). Porque los políticos tienen que hablar y opinar razonadamente frente a otros, de asuntos comunes, tienen que ofrecer argumentaciones e informes a sus partidos. La diferencia sociológica, sin embargo, sería clara: el intelectual es elegido como tal, pero no por los votos de sus partidarios, sino por sus lectores o compradores de sus libros, de los discos o de los periódicos en los que publica; el político es elegido por su partido. Y, sobre todo, en cuanto alcanza el poder, deja de ser un intelectual y se convierte en ideólogo, en teólogo, en editorialista, anónimo otra vez, del Gran Diario.
–Los filósofos son, en principio, quienes más cerca parecerían estar de los intelectuales. Y aun cabe decir que, al menos en algunas épocas –nos referimos al «siglo de los filósofos», el siglo XVIII–, intelectuales y filósofos se identifican. Pero lo cierto es que hay intelectuales que no son filósofos, porque el intelectual puede mantenerse en zonas muy determinadas de la bóveda ideológica, ejercer agudas tareas de filtro, de crítico, de intérprete, sin utilizar categorías filosóficas (incluso manteniendo una gran aversión por la filosofía académica). También hay que citar a filósofos y grandes filósofos (quizá Husserl, acaso el propio Hegel) que, en modo alguno, pueden considerarse como intelectuales, salvo en el sentido laxo (formato-2 o formato-3) en el cual también son intelectuales Dedekind o Hilbert. A nuestro juicio, el filósofo es una figura que originariamente se recorta mejor en un tablero histórico, diacrónico, que en un tablero sincrónico. El filósofo se parece en este sentido más a un geómetra, que escribe tratados, que realiza su labor cara a una «Academia invisible» (y que en modo alguno puede considerarse encarnada en una universidad concreta). Porque él tiene que apoyarse en una tradición, tiene, por ejemplo, que polemizar con Kant o con Platón –y de estas polémicas están muy lejos, en general, las argumentaciones coyunturales de los intelectuales formato-1–.
Y, si se ocupa de la filosofía práctica, sus servicios no son tampoco los del intelectual, sino más bien acaso los del médico o cura de almas, porque no se dirigen a un público indeterminado, sino a personas concretas, o a familias, entre las cuales desempeña un papel similar al del director espiritual, preceptor o consejero. Tal era el caso de tantos filósofos de la Roma del siglo II. Los grandes personajes mantenían junto a ellos a un filósofo que era a su vez amigo íntimo, consejero, y guardián de su alma. «Había que tener bella barba y llevar el manto con dignidad. Y así, Rubelio Plauto tiene cerca de sí a dos doctores en sabiduría, Cerano y Musonio; Asereo fue para Augusto una especie de confesor, como Séneca para Nerón, o Dion Crisóstomo para Trajano» –dice Renan en el cap. III de su Marco Aurelio y el fin del Mundo Antiguo. Pero lo que acabamos de decir no excluye que los filósofos puedan influir en los intelectuales y hacerse presentes al público a través de ellos.
Y tampoco esto excluye que un filósofo pueda desempeñar, como filósofo mundano, el papel de un intelectual sui generis. En nuestro siglo, contamos con los casos eminentes de Russell, Sartre u Ortega. Un papel que no les es, en ningún caso, ajeno, puesto que la perspectiva filosófica se cruza ampliamente con las perspectivas de los intelectuales, tomados en su conjunto. Pero tampoco podemos olvidar el virtual conflicto que siempre existe entre el intelectual-filósofo y los demás tipos de intelectuales, conflicto que podría quizá ejemplificarse, para tomar referencias clásicas, en la oposición entre Protágoras y Platón o entre Kant y Herder.
5. Tal y como hemos dibujado el concepto de intelectual, es obvio que, como primera realización suya (formato-1), tenemos que presentar a los sofistas del mundo antiguo, de las Atenas cosmopolita del siglo V. Y decimos más: la reinterpretación de los sofistas como intelectuales (formato-1), tal como utilizamos el concepto, puede contribuir acaso a despejar algunos malentendidos que, por lo demás, proceden precisamente de la época de los grandes filósofos, a saber, Platón y Aristóteles.
El principal malentendido sea acaso el de tratar de presentar al sofista como una apariencia de filósofo, como un pseudofilósofo –cuando, en realidad, los sofistas se presentaban como lo que eran, a saber, como conferenciantes de gran notoriedad que habían conseguido un público fiel, que pagaba grandes sumas por escucharles; que trataban de cuestiones comunes, hablaban de viajes, de costumbres extrañas, de literatura, de opiniones, que citaban muy poco a los «presocráticos», pero que se interesaban, en cambio, por cuestiones de métodos de discusión y de todo aquello que se necesitaba en el debate político o jurídico. No eran maestros o profesores de asuntos especializados, no eran maestros de flauta, como Ortágoras de Tebas, ni de medicina, como Hipócrates de Cos, ni de escultura, como Policleto de Argos o como Fidias de Atenas. Pero tampoco eran filósofos, sino retóricos, como Gorgias, o lingüistas, como Prodikos, o charlatanes enciclopédicos que sabían cantar e incluso danzar sobre sables afilados, como Eutidemo y Dionisodoro. Algunos, es cierto, se mantenían más cerca de la filosofía, como Protágoras. Al menos, cuando a Protágoras le pregunta Sócrates por la naturaleza de su oficio, él responde: «enseño a ser hombre» (es decir, apela al formato-3).
Que es como decir que no sabe en realidad definir su oficio intelectual (formato-1). Además, lo que en realidad parece que enseñaba Protágoras sería (podría acaso decirse) a ser ciudadano, es decir, miembro de una ciudad determinada con sus propias costumbres, que son buenas en sí mismas, aunque no sean compartidas por otras ciudades. Estas son las virtudes herméticas (de Hermes), que Protágoras se comprometería a enseñar. Virtudes que son propias de cada ciudad, y no las virtudes prometeicas (virtudes diría Snow de la «segunda cultura»), materia propia de una enseñanza técnica paradójicamente más universal y encomendada a profesores especializados y no a «intelectuales».
La Edad Media es la edad de los teólogos y de los filósofos. Por esto, en ella no habría propiamente intelectuales (pese al libro de Le Goff). Y no había intelectuales formato-1 porque no se necesitaban. Los hubo, sin duda, en el momento de la predicación inicial, de la lucha contra el helenismo, en la época de Tertuliano, de San Agustín. Pero, una vez consolidada la bóveda ideológica de la fe cristiana o musulmana, la «profesión» de los intelectuales en la Edad Media podía parecer tan extraña como la de los astronautas en la Edad Antigua –aunque siempre sea posible hablar de Ícaro y de algún experimentador alejandrino. Hay, sí, paralelos. Son, aparte de los trovadores, los músicos, los poetas, los predicadores, los misioneros que andan reclutando nuevas gentes para combatir al infiel.
El Renacimiento y la Edad Moderna vuelve, en cambio, a ser un nuevo clima propicio para la reaparición de una clase funcional, similar a la de los intelectuales formato-1, que identificamos como humanistas. Y los motivos, concuerdan plenamente con nuestro concepto. La época moderna es la época de la disolución de la bóveda ideológica sostenida por la Iglesia Romana. El Estado, y aun el Estado-Ciudad, ocupa su lugar. Una sociedad reorganizada en la forma de estados soberanos, que se vigilan mutuamente y se emancipan ideológicamente de la Iglesia Romana, necesita de un nuevo metabolismo cultural, cuyos agentes serán los intelectuales formato-1. Por ello, los intelectuales aparecerán con más probabilidad en Francia (Montaigne) o en los estados italianos que en España…
A medida que avanza el desarrollo de la sociedad moderna, la clase de los intelectuales irá consolidándose como un tejido permanente de las Repúblicas americanas o de los Estados europeos de los siglos XIX o XX. Un tejido que se atrofiará, por ejemplo, en la Unión Soviética, puesto que allí los ideólogos, encargados de las funciones consabidas, hablarán ya en nombre de un principio superior. Y la atrofia de este tejido o su transformación en un formato-2, será percibida por los intelectuales formato-1 de Occidente como signo inequívoco de un eclipse de libertad en el socialismo real. En cambio, desde la perspectiva del «socialismo real», la pululación de intelectuales formato-1 que ejercitan su «libertad de pensamiento» en los países capitalistas, podrá ser percibida como síntoma de descomposición y como labor de mixtificación.
III
Los intelectuales como impostores
1. Un impostor, según el significado ordinario del término, es aquel individuo que actúa ante un grupo social arrogándose la posesión de determinados títulos (a veces, los personales de otro individuo concreto, y entonces es un suplantador), de los cuales en realidad carece, pero cuya posesión putativa es la condición de su posibilidad de acción pública. El impostor es así, de algún modo, un actor, un hipócrita –sin que esto implique que el actor o el hipócrita hayan de ser siempre impostores, al menos si se mantienen en el contexto de un escenario teatral sometido a la llamada «regla de Diderot». Ahora bien, nos parece excesivo exigir al impostor comportarse de acuerdo con una regla de Diderot propia del actor.
El impostor se comportará ordinariamente (psicológicamente) como un actor que finge, pero esto es irrelevante. Porque aunque llegase a identificarse con su papel, seguiría siendo un impostor. Un impostor que podríamos llamar «ingenuo» o «de buena fe». Mahoma, si es verdad que dijo haber recibido la revelación del arcángel San Gabriel, fue un impostor, pero ¿ingenuo o hipócrita (un actor)? Tanto peor lo primero que lo segundo. En todo caso, es esta una cuestión que consideramos relativamente secundaria. Puesto que la impostura la entendemos como una transformación dada en un espacio social y, de este modo tan «responsable» de la impostura es el impostor como su público, que acepta títulos sin contrastarlos debidamente, y ello, acaso, porque en el fondo desea atribuirlos. Por lo demás, un individuo que comienza como impostor-actor, puede acabar como impostor-ingenuo, a la manera como el verdadero actor puede llegar a transformarse en un actor falso, cuando traspasa la paradoja de Diderot y se identifica con su papel hasta el punto de fundirlo con su vida, como dicen que le pasó a San Ginés, actor y mártir ante el césar Galerio.
Una distinción verdaderamente significativa, capaz de desarrollar un concepto de impostura de un modo objetivo, debe tomar no ya tanto criterios psicológicos cuanto sociológicos. En este sentido, nos permitimos llamar la atención sobre la diferencia entre aquellas formas de impostura que se llevan adelante de modo individual, personal, a título de suplantación (sea porque alguien tiene un anillo de Giges, sea porque tiene parecido natural o arrojo suficiente, como Gaumatas o coyuntura adecuada, como Gregorio Otrepiev) y que puede llegar a alcanzar los grados de genialidad que alcanzó el gran impostor Cagliostro, y otras formas de impostura, o bien en la forma serial de una tradición (de tribus impostoribus, de Tomás de Escoto) o bien en la forma colegiada, en la forma de una impostura, por así decir, institucionalizada.
Esta es la forma más interesante de impostura, al menos desde una perspectiva histórica. Porque esta impostura es algo más que una aventura individual. Es una forma característica de cristalización de la falsa conciencia, como lo fue la impostura de los Reyes franceses imponiendo las manos para curar la escrófula. Sin embargo, la mejor referencia de esta clase de impostura institucionalizada que podríamos ofrecer es aquel pasaje de Las Ruinas de Palmira en el cual Volney, aunque sin utilizar la denominación de «impostores», dibuja una escena en la cual los «privilegiados eclesiásticos», que forman, por cierto, un grupo pequeñísimo ante el pueblo reunido, tienen que acudir, para mantener su estatus, al recurso de aprovecharse de la superstición del pueblo, espantándole con el nombre de Dios y de la religión. Pero el pueblo ha perdido la fe ciega en esos atributos que los eclesiásticos se arrogan:
EL PUEBLO. Mostradnos vuestros poderes celestiales.
LOS SACERDOTES. Es menester tener fe; la razón descamina.
EL PUEBLO. ¡Gobernáis sin raciocinar!
LOS SACERDOTES. Dios quiere la paz; la religión prescribe la obediencia.
EL PUEBLO. La paz supone la justicia; la obediencia quiere la convicción de nuestras obligaciones.
LOS SACERDOTES. No estamos en este miserable mundo sino para sufrir.
EL PUEBLO. Pues dadnos el ejemplo.
LOS SACERDOTES. ¿Viviréis sin Dios y sin Reyes?
EL PUEBLO. Queremos vivir sin tiranos.
LOS SACERDOTES. Necesitáis de mediadores.
EL PUEBLO. Mediadores, cerca de Dios y de los Reyes, cortesanos y sacerdotes, gracias: vuestros servicios son demasiado dispendiosos y nosotros trataremos directamente de nuestros negocios.
Entonces el grupo pequeñísimo dijo: «Todo está perdido, la multitud se halla ilustrada».
2. El primer motivo que cabría aducir para considerar a los intelectuales, en tanto se les reúne en una clase, como impostores en el sentido institucional, tiene que ver, desde luego, con la misma denominación cuya crítica ya hemos llevado a efecto en los párrafos anteriores. Evidentemente, la esfera de aplicación de esta crítica se extiende, no ya a los primeros pasos de la institucionalización del nombre, sino a todos aquellos lugares en los cuales el nombre se mantiene, como es el caso de un «Congreso de Intelectuales de todos los países». Un «grupo pequeñísimo» que se constituye como tal arrogándose la posesión especial de la inteligencia (formato-1) y hablando en nombre de ella (formato-3) para dirigirse al pueblo, aunque sea para ilustrarlo, es un grupo de impostores, de mediadores, tanto más inadmisible cuanto que dentro de ese pueblo viven individuos cuya «inteligencia» está a veces mucho más ejercitada (como inteligencia científica o tecnológica o práctica) que el intelecto de algunos de los individuos de esta ilustre clase de intelectuales formato-1, muchos de los cuales, a juzgar por sus argumentaciones, acaso no rebasarían los 60 puntos del viejo test de Terman.
Naturalmente, esta causa de impostura podría atenuarse y aún borrarse si se pudiese probar que es posible mantener la situación en los términos de una quaestio nominis. Concedamos que pretender mantener, para una clase o grupo pequeñísimo, el nombre de intelectuales es, sin duda, una impostura, si es que se mantiene a su vez el significado que a este término quisieron darle sus fundadores y que de hecho le siguen dando muchos miembros de la clase y, desde luego, los diccionarios. Pero ¿acaso no podría mantenerse el nombre mudando su contenido conceptual, como, de hecho, habría sido mudado por el transcurso mismo de los acontecimientos? Así, cuando usamos el nombre de intelectuales –diríamos– no tendríamos que referirnos al entendimiento en cuanto es participado de un modo eminente. ¿Quién se acuerda de los ratones diminutos cuando se dispone a hacer gimnasia para fortalecer sus músculos? Sin embargo, la situación no es equiparable. «Músculo» es el nombre de un concepto anatómico, estructural, que está realmente desconectado de su génesis etimológica; es una metáfora fósil y sólo algún raro partidario de Alfred Korzybski se atrevería a condenar la gimnasia apoyándose en la etimología de «músculo».
Pero, «intelectual» es el nombre de un concepto en cuya estructura conceptual e ideológica actúa de un modo potente la sustantivación generadora. Los nomina numina que actúan en nuestro aparato lingüístico y contra los cuales apenas tenemos poder de resistencia, están aquí presentes. No es nada fácil convertir por decreto en metáfora fósil la transformación viva del adjetivo en sustantivo; habría que escribir intelectual entre comillas y aquí las comillas significarían la misma revisión del concepto. Además, las comillas no pueden usarse en lenguaje hablado, salvo recurrir a esa ridícula mímica que remeda icónicamente las comillas con un movimiento de las manos.
Lo mejor sería, sin duda, encontrar otro nombre, pero esto no es nada fácil. «Escritor», «columnista», «comunicólogo», por ejemplo, compiten mal con «intelectual». Son sinécdoques, metáforas o metonimias suyas que revelan que el concepto no está bien formado, que no es una unidad viviente en nuestro sistema conceptual. Ocurre como ocurre con el término «cultura», que utilizamos para designar no sabemos muy bien qué, aunque a veces lo utilicemos como término denotativo de realidades tan sólidas como pueda ser el edificio llamado «Casa de Cultura» (aunque no sabemos muy bien si «la cultura» es el continente o el contenido, o ambas cosas a la vez).
3. Pero supongamos, y ya es suponer, que hubiésemos logrado conjurar los nomina numina de esta sustantivación nacida con pecado original, «los intelectuales», sea porque hemos logrado fosilizarla, sea porque hemos encontrado un sinónimo perfectamente adecuado. ¿Quedaría con ello revocada la impostura, cuanto a la cosa? No, la impostura se mantendría, incluso se reforzaría por efecto del nuevo nombre supuestamente adecuado. Y ello debido a que la impostura no es sólo nominal, sino conceptual, real. Conceptual: porque la impostura, si no me equivoco, deriva del formato lógico mismo del nuevo concepto, a saber, el formato de clase asociativa que pretendiendo asimismo disimular su formato-1 nos ofrece a los intelectuales como conjunto de individuos capaces de constituir, de algún modo, un colegio, una comunidad, o, si se quiere, una cofradía. Manteniendo en principio la perspectiva estrictamente lógica, podríamos definir la situación diciendo que la impostura brota de la arrogación realizada por individuos pertenecientes a una clase cuyo formato es distributivo puro, del formato lógico de una clase asociativa. Porque la arrogación de un formato lógico opuesto al que propiamente conviene a un material dado, equivale a una transformación del significado de ese material, a una mistificación, o, si se prefiere, es esa mistificación la que impulsa al cambio del formato lógico.
Si esto es así, será legítimo sospechar, al menos, que el motivo inicial, el contenido semántico de la sustantivación por la cual el concepto de intelectuales aproxima a la impostura, no es accidental, es decir, no estará desvinculado del motivo final. Sencillamente ocurriría que entre ambas causas de la impostura habría que reconocer una suerte de correlación, de realimentación. El contenido semántico empuja hacia ese formato lógico; pero una clase compuesta con los materiales consabidos, como clase asociativa, difícilmente puede encontrar un contenido global que no se aproxime, a su vez, al concepto de intelectual, tal como se formó de hecho (formato-1).
En general, cabe decir que es error neo-platónico presuponer el principio de que «la unidad une». También la unidad separa. Los elementos de una clase que soporta relaciones de equivalencia, se agrupan en clases de equivalencia, pero éstas acaso son disyuntas entre sí. Todas las rectas del plano son paralelas a otras, pero esta semejanza es justamente la que las une en haces separados, como si fueran clases disyuntas; sin un solo elemento común. Tratar de agrupar a todos estos elementos en una clase asociativa sería contradictorio, porque el material distributivo se resiste muchas veces a un formato atributivo. No estamos, por lo demás (cuando hablamos de esa resistencia de un material distributivo a remodelarse según el formato asociativo o atributivo) ante una situación única, descrita ad hoc para llevar adelante nuestra crítica al concepto de intelectual. Hay muchos campos en donde encontramos multiplicidades cuyas unidades pueden figurar, desde luego, como elementos o individuos de una clase distributiva pura (es decir, no asociativa); también hay multiplicidades enclasadas, cuyos elementos pueden contraer relaciones asociativas.
La multiplicidad de los «triángulos rectángulos diametrales» inscritos en las infinitas circunferencias cuyos centros son puntos diferentes del plano, constituye una clase distributiva pura (no asociativa); la multiplicidad infinita de los «triángulos rectángulos diametrales inscritos en la misma circunferencia» constituye una clase asociativa, de índole atributiva. Los elementos químicos, en general, pueden considerarse como elementos de clases asociativas, en tanto tienden a combinarse entre sí en cuanto tales elementos, constituyendo diversos compuestos o combinaciones: pero los elementos de la última columna de la tabla periódica fueron llamados «gases nobles», constituyendo, desde luego, elementos de una clase (columna de la tabla) de elementos considerados como inertes a la combinación química, es decir, no asociables entre sí (aunque, de hecho, en 1962, se demostró que, al menos el Xenón, se combina con el Flúor). Los trabajadores pertenecientes a los diferentes Estados europeos en los años de la Primera Guerra Mundial, constituían una clase social bien definida, y una clase que, en principio, era definida como virtualmente asociativa (al menos, de ahí tomaba sentido la consigna: «¡Proletarios de todos los países, uníos!»).
Pero el curso de la Primera Guerra Mundial demostró que tal clase no era asociativa; al menos, no de un modo suficientemente enérgico como para neutralizar las tendencias distributivas, dado que los proletarios franceses estaban más lejos de los alemanes, a efectos de su asociación, que de los capitalistas de su propia nación. Y lo mismo habría que decir de los generales en jefe de los Estados Mayores de los diversos países contendientes. Como tales generales en jefe, constituyeron, sin duda, una clase distributiva pura, pero hubiera sido imposible formar un colegio o comunidad de Jefes de los Estados Mayores de los ejércitos contendientes. Una situación análoga la encontramos, en fin, cuando nos referimos a las clases disyuntas constituidas por los fieles de diferentes religiones proselitistas que se extienden hoy por el planeta.
Estas religiones, en principio, se excluyen mutuamente y parecería absurda una consigna irenista que sonase así: «¡Sacerdotes de todos los países, uníos!» (consigna que, sin embargo, parece proclamarse últimamente en varias ocasiones y con diverso alcance, desde la «Comunidad Abrahámica» hasta la «Conferencia de todos los creyentes de la tierra»). Los resultados parecen probar, sin embargo, que la cuadratura del círculo no puede lograrse, por mucha buena voluntad que se ponga en intentarla. Es un gran error metafísico, canonizado por los neoplatónicos (según la fórmula unitas unit, de Domingo Gundisalvo) presuponer que la unidad de clase lógica constituye el principio de la unidad asociativa entre los elementos de la clase. Porque ello es tanto como sostener que la semejanza puede ser causa de la contigüidad, o, dicho de otro modo, que las cosas semejantes se atraen (que es el principio de la magia homeopática).
En realidad ocurre que, cuando la relación, generadora de clases de términos dados en un universo, no es conexa (aunque sea universal) introduce separación, disociación tanto como asociación. Podría decirse, según esto, que la unidad separa. Porque, al menos, estas relaciones separadas de clase dan lugar a clases de equivalencia disyuntas entre sí. A este proceso se reduce la paradoja de que, muchas veces, las propiedades universales de una multiplicidad dada, aunque parece legítimo invocarlas como asociativas, son en realidad dispersivas, disyuntivas. Todos los hombres tienen capacidad de hablar, y aún pueden definirse por ella; pero es el lenguaje lo que más los separa, los incomunica (cuando los lenguajes son diferentes). Todas las rectas del plano tienen la relación de paralelismo con otras dadas; es una relación universal; pero el paralelismo agrupa a las rectas en haces de paralelas disyuntos entre sí, sin una sola recta común. Puede decirse que todos los hombres civilizados (es decir, los que viven en ciudades) son animales políticos; pero la condición universal de ciudadanos, no sólo los asocia como hombres sino que los enfrenta, muchas veces a muerte, como patriotas que defienden su entorno político, su polis, su ciudad.
La contraprueba procederá del siguiente modo: no negando apriorísticamente la posibilidad factual, existencial, de asociación, sino mostrando que si esa asociación llegase efectivamente a término sería a costa de modificar y destruir a los elementos mismos de la clase. Concedamos incluso que el intelectual libre, el intelectual inorgánico, acaso sólo cuando, de hecho (etic), desempeña las funciones de un intelectual orgánico, puede subsistir como tal. Pero lo que no podrá reconocer es su condición de intelectual orgánico, porque entonces iría contra su propia norma cultural y «todo estaría perdido para él».
Los hombres que huían de las grandes metrópolis mediterráneas del siglo IV en busca de una vida solitaria entregada a la oración («¡solo con el Solo!») constituyeron una clase distributiva de la mayor significación para la historia final del mundo antiguo; pero los elementos de esta clase, por definición cultural, según su norma, no podrían mantenerse asociándose en congregaciones y colegios. Ellos eran monjes, es decir, solitarios. De hecho, resultaron congregados en determinadas zonas, como aquellas de las que habla Paladio en su Historia Lausiaca. Pero formaron «conjuntos de monasterios», la contradicción de los «conventos de monjes». Esta contradicción determinó la transformación de los monjes en frailes, en cofrades, es decir, en aquellos (comparativamente) «grupos pequeñísimos» de los que más tarde habló el Conde de Volney.
Una situación similar, si no nos equivocamos, conviene a los intelectuales. Situación analógica que quedaría reforzada por la homología que, históricamente, cabe atribuir a la sociedad moderna y contemporánea, con sus intelectuales, y a la sociedad antigua y medieval, con sus «grupos pequeñísimos» de mediadores. A nuestro juicio, los intelectuales, al menos tal y como los hemos definido, constituyen una clase distributiva pura, una clase de individuos que han de concebirse según su norma «solo con el Solo», que ahora ya no es Dios, sino el pueblo democrático, encarnado en sus clientelas respectivas, pero que no pueden asociarse en cuanto tales intelectuales.
Aun cuando fueran intelectuales orgánicos de hecho, no podrían invocar al «organismo» (a ningún «bloque histórico») al que representan y del cual viven, y, por tanto, no pueden asociarse como «la sección de propaganda o de concienciación» de tal bloque histórico. Porque ello iría en contra de su norma constitutiva, de la misma manera que iba contra la norma constitutiva del grupo pequeñísimo de sacerdotes el reconocer que actuaban en nombre propio o de las clases dominantes (no en nombre del mismo Dios). Podrán asociarse en cuanto sean escritores de lengua catalana o acaso de lengua retorrumana; o bien en cuanto sean antifascistas o anticomunistas. Pero, en estos casos, lo que los asociará no será tanto su condición de intelectuales sino su condición de catalanógrafos (acaso frente a los castellanógrafos) o su condición de retorrumanógrafos (frente a los francógrafos) o, por último, su condición, ya explícita, de antifascistas.
Ahora bien, en cuanto intelectuales estrictos, su asociación es imposible y su congreso tan sólo tendría, en el mejor caso, un carácter transitorio y polémico como el del Colloquium heptalomeres imaginado por Jean Bodin, un coloquio de diálogos cruzados en el que cada cual termina reafirmándose en sus posiciones (un congreso de mónadas de Leibniz), puesto que cada cual vive de estas posiciones. La asociación, el congreso, tendrá lugar sólo en el plano de la apariencia, de los fenómenos. En lugar de asociación o congreso, asistiremos a múltiples monólogos yuxtapuestos, simultánea o sucesivamente, y el congreso será tan sólo una plataforma desde la cual cada intelectual sigue, en realidad, enviando mensajes a su clientela.
En este sentido, la mejor imagen de lo que puede llegar a ser una concentración de intelectuales nos la da Platón al describirnos la casa de Calias. Allí va Sócrates (que no es un intelectual, él no sabe nada) con sus amigos, pero encuentra la puerta cerrada. Porque no todo el mundo puede entrar en el lugar donde se reúne el grupo pequeñísimo si no ha sido previamente invitado. Excepcionalmente, Sócrates logra que el portero, un eunuco, abra la puerta. He aquí lo que vio:
«Una vez que entramos, encontramos a Protágoras paseando en el pórtico. A su vera le acompañaban en el paseo, a un lado, Calias, hijo de Hipónico, y su hermano de madre Paralo, hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucón; al otro lado, el otro hijo de Pericles, Jantipo, y Filipides, hijo de Filomeno, y Antímero de Mende, el cual es considerado como el mejor discípulo de Protágoras y está ejercitando el arte para ser sofista. De los que detrás le daban séquito, escuchando la conversación, la mayoría parecían extranjeros de los que Protágoras recluta de todas las ciudades por las que pasa, atrayéndoles con su voz como Orfeo; y ellos, atraídos por su voz, le siguen. También había algunos de aquí en el coro.
Sentí un gran placer al contemplar este coro y ver con qué primor procuraban no cortar jamás el paso a Protágoras, sino que tan pronto como éste daba media vuelta junto con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de detrás se dividían en perfecto orden y, desplazándose hacia derecha e izquierda en círculo, se colocaban siempre detrás con toda destreza. «Después de él reconocí», con palabras de Homero, a Hipias de Elis, sentado en un sillón al otro lado del pórtico. A su alrededor estaban sentados en bancos Erixímaco, hijo de Acumenos, y Fedro, el de Mirrinusia, y Andrón, hijo de Androtión, y extranjeros, conciudadanos suyos, y algunos otros. Me pareció que estaban haciendo a Hipias algunas preguntas sobre astronomía relativa a la naturaleza y a los meteoros, y que éste, sentado en su sillón, las analizaba una por una y trataba minuciosamente las preguntas. (Platón, Protágoras, 314e, 315 c)
No quiero concluir negando a priori la posibilidad factual, existencial de asociación de los intelectuales formato-1, de hecho comprobamos que estos vienen congregándose bajo el formato lógico de una clase asociativa, de la cual nuestro Congreso, como otros análogos, sólo es una expresión natural. Lo que quiero decir es que esta congregación, por tanto, la apelación al concepto clase «intelectual» en el sentido dicho, constituye una impostura que, sin duda, puede desviar a los asociados hacia otros rumbos que, aunque alcancen algún objetivo pragmático, desvirtuarán necesariamente la naturaleza misma de su oficio. Porque la arrogación de una forma lógica que no les corresponde, que es contra natura, no se reduce sólo a un error lógico; es también síntoma y efecto de una desviación real, de una falsificación institucional, que es lo que venimos llamando impostura.
En efecto, si la arrogación de este formato de clase asociativa tiene algunas consecuencias en el terreno de los fenómenos, éstas sólo podrían darse en la dirección tendente a constituir algo así como un collegium o comunidad (como cuando se habla, y muchas veces también en sentido ideológico, de las «comunidades de científicos», en el sentido de Kuhn), en cuyo seno, o desde cuya bóveda, el intelectual pudiera sentirse cobijado, cuando habla. Pero ocurre, suponemos, que esta bóveda no existe. Y entonces, el intelectual traicionaría su papel real. Porque él, según lo hemos dibujado, no habla a su clientela en nombre de ninguna instancia distinta de ella misma, no habla en nombre de una ciencia, o de un oficio, o de una disciplina, sino en nombre mismo de la clientela, a veces llamada por él «el pueblo», que le lee o le escucha. En el momento en que se siente integrado a una comunidad o colegio apostólico, desde cuya plataforma habla a sus clientes, a su pueblo o público, se convierte en un mediador, en un impostor, y se expone a que ese público, cuando advierta que la supuesta autoridad moral o intelectual del intelectual no está respaldada por nada más que por él mismo, diga:
«Mediadores cerca del Espíritu Absoluto (o de la Cultura, o de la Razón, o del Sentido Común), gracias; vuestros servicios son demasiado dispendiosos y nosotros trataremos directamente de nuestros asuntos».
Y entonces, el grupo pequeñísimo de intelectuales, reunido en un Congreso extraordinario, tendría que decir:
«Todo está perdido, la multitud se halla ilustrada».
Pero lo cierto es que todavía no lo está.
VER+:
Gustavo Bueno. Los Intelect... by Bettina García De Sínope
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