NADIE NACE
EN UN CUERPO
EQUIVOCADO
Éxito y miseria
de la identidad de género
Un fantasma recorre los países más desarrollados: el generismo queer. Tras las grandes conquistas sociales de las últimas décadas relativas al respeto y los derechos de las personas que no encajan en los roles sexuales tradicionales, ha aparecido un nuevo transactivismo: uno que está destruyendo los logros alcanzados, que recae en concepciones retrógradas y genera problemas donde no los había. No está basado en conocimientos de la medicina, la psiquiatría o la psicología. Tampoco existe ninguna filosofía sólida que permita afirmar que se puede nacer en un cuerpo equivocado.
Por el contrario, este nuevo activismo se basa en una filosofía posmoderna ya superada, en una idea particular de justicia social y en una agenda política que no se corresponde con los problemas reales de los individuos. Lo que se presenta como una revolución que por fin da voz a una realidad invisible hasta hoy puede estar encubriendo la legitimación educativa, jurídica y social de los estereotipos sexuales más conservadores.
Nadie nace en un cuerpo equivocado es un brillante libro divulgativo que aborda este tema desde sus mil vertientes: la psicológica, la filosófica y la sociológica; y que atiende a fenómenos como las redes sociales, la vida en la ciudad moderna, la publicidad, la infantilización de la universidad o los problemas actuales de la infancia y la adolescencia, entre otros.
Un análisis riguroso, lleno de empatía y buen humor, que se apoya en tesis fundamentadas y que invita a pensar y a desafiar el lenguaje triunfante de la teoría queer.
Prólogo
por Amelia Valcárcel
The time is out of joint: O cursed spite!
That ever I was born to set it right.
(El tiempo se descoyunta:
¡Oh maldito despecho!
Que alguna vez nací para arreglarlo).
SHAKESPEARE, Hamlet, acto I
Éste es un libro escrito con rigor y con humor. Un libro informado y claro, obra de dos académicos, lo que lo hace especial. En buena parte, consiste en recordar y poner ante nuestros ojos asuntos elementales que parecen andar perdiéndose de vista. El principal es el sexo, en realidad, el dimorfismo sexual. Nos asegura que el sexo existe y que se divide en dos: masculino y femenino. Que su finalidad es la reproducción y la ha venido cumpliendo perfectamente. El sexo fundamenta el éxito reproductivo del que disponen los organismos vivos, ya que permite el intercambio génico y en consecuencia diversifica. Existe desde hace unos seiscientos millones de años. Como pareciera que todo ello comienza a diluirse, los autores insisten en recordarnos que si tomamos un libro de biología de cuarto de la ESO, allí nos lo vamos a encontrar. En sus propias palabras: «Para que Judith Butler pueda existir y decir que los bebés nacen sin sexo, han tenido que estar naciendo crías con sexo durante seiscientos millones de años de reproducción sexual binaria. Ella misma es un ejemplo de lo que niega.
Cada tuitero que se declara “sexualmente no binario” en su perfil de Twitter es el eslabón final de una cadena de decenas de millones de generaciones sexualmente binarias y, en caso de que se reproduzca, continuará esa cadena». Es así porque los sexos son la mejor estrategia reproductiva y vienen perpetuándose precisamente por ello. Pero ¿acaso hay que afirmar que el sexo existe? Pues sí, por extravagante que parezca, ha llegado la hora de tener que defender que la Tierra es redonda y que el sexo existe. Dejando a un lado el sistema solar, que tiene sus detractores, debe señalarse que, desde 1993, el sexo ha entrado en insolvencia ontológica.
A menudo leemos, como si tuviera algún sentido, que «el sexo se asigna». La frase parece apuntar a que determinar el sexo de cualquier ser viviente es un problema abstruso de compleja solución. Un enigma. Pero la verdad es que el sexo no se asigna, se observa. Hacerlo es bastante sencillo en la mayor parte de los animales vertebrados. Su observación meramente genital suele ser suficiente y el margen de error es escasísimo. El sexo se observa, y se obra en consecuencia.
¿Cuántos sexos hay? La respuesta, cuestionada aunque obvia, es que de momento, y desde los mentados seiscientos millones de años, hay dos: uno que pone un gameto, el masculino, y otro que pone otro gameto y además en muchos casos gesta, el femenino. Y esta verdad no tiene salvedades. El sexo no es un continuo ni las criaturas intersexuales son sexos diferentes, sino variantes que todo hecho biológico presenta, por cierto, estadísticamente inapreciables. Empero, desde hace unos cuantos años, cualquier seguridad sobre este asunto se está licuando. No sólo se escucha que el sexo se asigna, sino que en realidad no existe. ¿Tan victorioso ha sido el feminismo en su afirmación de que el sexo no importa o no debería importar como para que tal novedad se haya vuelto moneda corriente? ¿Estamos descreyendo de él?
Asistimos a un extenso y turbador fenómeno social: en la mayor parte de las sociedades abiertas, dos ideas contrarias —una, que el sexo es un constructo; otra, que es una vivencia interna innegable— vienen extendiéndose. Van juntas, aunque no se soportan mutuamente. Pero no se limitan a temas debatibles, sino que se encarnan en prácticas legislativas, médicas, escolares. Las sociedades abiertas, todas, en mayor o menor medida, han escuchado este doblete queer. Muchas están sucumbiendo o bien intentando salir de una evidente fase delirante. Llamo «delirio queer» a algo fácil y señalable: a mantener que el sexo no tiene existencia real, sino que es un constructo, más específicamente, una construcción performativa. Y, a la vez, una revelación espiritual que, desde el interior de cada quien, no cabe negar.
Durante muchas décadas de trabajo y amistad con Carlos Castilla del Pino, el más eminente de nuestros psiquiatras, siempre logró que me interesara por uno de sus temas favoritos: la personalidad delirante, a la que llegó a dedicar un libro completo. En el delirio asistimos a una progresiva desconexión de la realidad. La personalidad delirante se «desentrena» de ella y deja libre curso a la fantasía y la creación de un lenguaje que pueda apoyarla. En la doctrina queer hay tractos, y sobre todo hay glosolalia en las personas afectadas, que responden perfectamente a la descripción del delirio. Sin embargo, lo que venimos observando estos últimos tiempos tendría más bien la impronta del delirio colectivo. Del hecho de que existan personalidades delirantes no cabe dar el paso mecánico a la existencia de delirios colectivos, no sería epistémicamente honesto, pero cabe ver las condiciones de posibilidad. El delirio colectivo es un síndrome que afecta a colectivos sociales y que se caracteriza por integrar una creencia como si fuera un hecho objetivo. La gente ha creído en brujas y, de paso, las ha quemado. A veces, por el contrario, la creencia delirante puede partir de algo real y estar distorsionada en cómo afecta ese hecho y las consecuencias que se derivan de él. El delirio individual puede tener un desencadenante cierto en alguna condición colectiva que le dé alas. Podemos no conocer a la perfección la naturaleza de un delirio colectivo pero saber cuándo existen sus condiciones de posibilidad. Y aquí quiero apuntar un rasgo de los tiempos que nuestros dos autores señalan: el narcisismo.
Errasti y Pérez afirman más de una vez a lo largo del libro que el narcisismo, aliado muchas veces de la cursilería, es el signo rotundo de los tiempos. Es más, aseguran que se ha convertido en una auténtica epidemia. A decir verdad, añaden una concausa: el sexo, esta vez como actividad sexual, ha perdido el quicio en nuestras sociedades, lo que no ha ocurrido con otros elementos como, por ejemplo, la edad. El sexo humano no es funcional, socialmente hablando; no tiene ya gozne firme y se ha convertido en casi completamente autónomo. En las sociedades abiertas, la actividad sexual no está tabuizada y casi podríamos decir que forma parte del entretenimiento. Por su parte, el narcisismo es autorreferente. Quien lo padece se contempla como la suma de todas las perfecciones sin mezcla de defecto alguno y también sin deberes contraídos o deudas que solventar. Nada a nadie debe, y los demás, al contrario, a veces le escatiman vilmente su debida admiración. La personalidad narcisista no ve fuera de sí ni da las gracias. Este tiempo que vivimos nos trata como a clientes, por lo tanto, cultiva nuestro narcisismo adrede, fundamenta en él sus ganancias.
«El cliente siempre tiene razón», y además, como a menudo no tiene dónde ponerla, hay que darle y venderle voluntad de virtud, mostrarle actitudes y creencias, no importa si son algo extravagantes, para que las compre, se distinga y se infle de gusto en su originalidad. «Tú lo vales», aunque no se sepa qué o cuánto. Una sociedad de consumidores, que lo es, sucumbe al eco narcisista fácilmente. Nos lo venden y lo compramos. ¿Qué sucedería si precisamente algunas personalidades delirantes nos fueran ofrecidas como ejemplo, ya se hiciera con buena voluntad o con acusada malicia? Digamos que contaríamos con apoyos interesados, y otro tipo de personalidades, especialmente manipuladoras, que, no creyendo lo que predican, sacarían de ello su provecho. Tal actividad, que posee innúmeros precedentes religiosos, no es descartable.
Lo que los autores de este ensayo llaman «epidemia de narcisismo» tiene también las características de un delirio colectivo buscado. Y, siguiendo de nuevo a Castilla del Pino, aun siendo todo delirio un error, casi siempre contiene algo inevitable: es «un error necesario». Para abrir un diálogo importante e inteligente con ellos planteo una disyuntiva: ¿el motivo es la cultura narcisista o el terror creado por la inseguridad de las normas de género?
El sexo son las actividades sexuales, cierto, y biológicamente son dos. Pero en nuestra especie, que es locuaz, el sexo se dobla de género: un conjunto a menudo coherente aunque cambiante de normas que dictan qué corresponde a cada uno de los sexos ser y hacer. Esa normativa está fragilizada en la civilización feminista. Más que fragilizada, casi hecha añicos. En consecuencia, tenemos un estado de «anomia de género». Éste creo yo que es el motivo principal del delirio que nos sobrevuela. Según andamos en lo que va de milenio nadie o casi nadie es ya binario normativo aunque absolutamente todos tengamos sexo, que lo es de todas. El delirio se alimenta de la falta de seguridad en las normas de género, no en que no sepamos que el sexo es binario. Porque en el fondo de todo delirio hay un terror, un terror que precisamente el delirio permite salvar. Lo malo es que el remedio es peor que la enfermedad.
El porqué del delirio queer es la civilización feminista y sus características igualitarias. Todo el queerismo es un desentendimiento del fenómeno de la innovación normativa, combinado con un salto lateral de sentido. «El género ya no es claro..., entonces el sexo no existe.» Pero temo que no baste con afirmar, lo que es bien cierto, que Butler no ha entendido el concepto de performatividad de Austin. Porque el hecho de que tales discursos adquieran celebridad no es la causa, sino un síntoma más de lo que ocurre. No es el sexo, sino las normas que le aseguraban su puesto, lo que se ha desquiciado por muy diversas causas.
Se está produciendo un proceso de infantilización del saber del que los autores de este libro nos avisan con toda razón. Flota en nuestro ambiente una interesada candidez por medio de la cual nos intentamos separar de algunas cosas que ocurren. Todo es porque sí, como si a través de la investigación de sus causas no se entendiera cualquier fenómeno, sino que para todo se nos exigiera una comprensión emocional y ninguna otra. Se pide demasiado a la inteligencia emocional para poder aparcar la inteligencia en sí, pues de vez en cuando resulta molesta. La doctrina queer es la orden de abdicar de cualquier atisbo de solvencia intelectual para no molestar. La candidez interesada vive del imperativo «déjalo, a ti qué te importa». Pero es que a la inmensa mayoría nos importa, y mucho, todo lo que está sucediendo, intelectual y políticamente. Queremos conocerlo, saberlo, investigarlo, analizarlo. Este ensayo es de un valor indiscutible para ello. No sé qué debemos agradecerles más, si la honestidad intelectual o la valentía de mantener firmes las verdades que ahora resultan molestas. Evitemos confundir los deseos con derechos y los temores con razonamientos. Se necesita mucha luz sobre este asunto y en este libro la hay excelente.
AMELIA VALCÁRCEL,
catedrática de Filosofía Moral y Política
y Consejera Electiva de Estado
Introducción
Un fantasma recorre los países más desarrollados: el generismo queer. Después de las grandes aportaciones del activismo en favor de la visibilidad, el respeto y los derechos de las personas que no se identifican con el género asignado de nacimiento ni con el género binario varón/mujer, un nuevo activismo parece estar destruyendo logros alcanzados, recayendo en concepciones retrógradas y generando problemas donde no los había. Un ejemplo de destrucción es el borrado de la mujer como sujeto político que el feminismo había logrado. Un ejemplo de retroceso es el fortalecimiento paradójico de las repercusiones biomédicas de la disforia de género, con la excusa de su despatologización. Un ejemplo de nuevos problemas es el importantísimo crecimiento de la disforia de género en la infancia y la adolescencia.
Ninguno de estos cambios está fundado en conocimientos de la medicina, la neurociencia, la psiquiatría o la psicología. Tampoco existe ninguna filosofía sólida que permita afirmar que se puede nacer en un cuerpo equivocado. Por el contrario, parecen estar fundados en una filosofía que ya debería estar superada, como es el constructivismo posmoderno, y en un activismo con una particular idea de justicia social y una agenda política más allá de los problemas reales de las personas. La mezcla de esta filosofía con este peculiar activismo da lugar a la teoría queer, toda una ideología que ha trascendido de los tradicionales estudios de género y campus universitarios al mundo real del lenguaje ordinario, las instituciones educativas y sanitarias, y la política legislativa y gubernamental. Si alguien pensaba que la filosofía no tiene aplicaciones prácticas, aquí tiene el posmodernismo aplicado, ahora convertido en narrativa dominante y portador de verdades indiscutibles, cuya puesta en duda implica ser acusado de transfobia. Curiosamente, el posmodernismo había declarado la defunción de los grandes relatos y de la verdad. En su lugar, decía, habría discursos y juegos de la verdad. Y ahora se presenta como la nueva ortodoxia.
¿Cómo es posible que semejante discurso —antirracionalista, relativista, subjetivista, nominalista— haya tenido tanto éxito en una sociedad que por lo demás admira la ciencia, sin que ni siquiera cuente con el apoyo de ser la filosofía más representativa de nuestro tiempo? Se comprenderá que no es fácil responder a esta pregunta, pero plantearla es un gran paso. Para responderla, se han de considerar al menos dos tipos de razones: una inesperada convergencia entre la izquierda y la derecha, y la aparición de nuevas formas de censura en tiempos democráticos.
La inesperada convergencia entre la derecha y la izquierda se refiere a la deriva de la izquierda hacia las políticas de las identidades subjetivas y sentidas, en detrimento de las realidades y contradicciones objetivas de la sociedad capitalista, y al aprovechamiento que el capitalismo neoliberal, que es el mayor productor de subjetividades, realiza capitalizando dichas políticas de izquierdas. Ahí está la bien pensante izquierda, con su particular justicia social, haciendo buena parte del «trabajo sucio» del denostado capitalismo neoliberal, tomando las identidades y los cuerpos de los niños y adolescentes como campo de batalla y mercado.
Por su parte, las nuevas formas de censura democrática incluyen el lenguaje políticamente correcto, la infantilización de la universidad como «espacio seguro», donde nada choque con las opiniones de los estudiantes, y la «fobia», el «odio», la «ofensa», la «violencia epistémica» y la «violencia de las palabras» como armas arrojadizas y acusaciones morales, incluso legales. ¿Qué podría pensar alguien que haya sufrido propiamente violencia —violación, maltrato, tortura, vejación— cuando se la coloca al mismo nivel de la llamada «violencia epistémica» y «de las palabras»? La teoría y el activismo queer han logrado crear un «terror» hacia la ya temible acusación de «transfobia», «odio» y «violencia epistémica» contra quienes digan algo que no sea la aceptación de la identidad sentida como evidencia de una condición natural exenta de influencias sociales y el enfoque afirmativo de la transición de género como la única alternativa aceptable. Cualquier crítica a la teoría queer se considera un ataque a los derechos humanos que desautoriza al crítico para poder opinar. La teoría queer puede ser debatida, pero curiosamente sólo entre quienes la defienden, a pesar de que obviamente las críticas a dicha teoría no van en absoluto en contra de ningún derecho de las personas trans.
Dado este contexto hostil y punitivo, se puede entender que lo políticamente correcto prime sobre lo correcto científicamente en las declaraciones de las sociedades científicas y profesionales, así como en las instituciones académicas y políticas, amén de las corporaciones, en lo tocante a la identidad transgénero. Se entiende también la autocensura de profesores y científicos por miedo a la acusación de transfobia a la hora de hablar del tema transgénero. No sería la primera vez que la acusación de transfobia y la expresión de un sentimiento de ofensa zanjaran un debate o paralizaran una discusión científica y académica para perplejidad de muchos. Al final, este activismo queer termina por generar miedo e hipocresía, y por dividir al propio colectivo de personas transgénero, que, por cierto, está lejos de ser unánime a este respecto.
Para abordar esta problemática, supuesto que es mejor hacerlo que no hacerlo, se hace necesario movilizar una serie de delicados temas, algunos casi anatema, entre ellos el dimorfismo sexual y la discusión sobre si hay más de dos sexos a resultas de la diversidad de género, el narcisismo como característica constitutiva del individuo actual, la abigarrada filosofía posmoderna, la posibilidad de «nacer en un cuerpo equivocado», el «enfoque afirmativo» como única alternativa aceptable, el movimiento queer como lobby capaz de influir en las políticas nacionales y el encantamiento de la sociedad con todo ello. El éxito del movimiento de la identidad de género no ha de ocultar su miseria, el lado que tiene que ver con personas descontentas y perjudicadas con daños irreversibles. La buena noticia es que hay alternativas. Nuestro argumento cuenta con la palabra y el análisis de las personas trans en las que nos hemos basado.
No estamos ante un problema sencillo ni unidimensional. El generismo queer aparece desde muchos frentes diferentes, y todos ellos serán abordados en este libro, cada uno al nivel que le corresponda. Estamos hablando de un movimiento que tiene presencia en la filosofía y en los platós de televisión, en la legislación internacional y en las redes sociales. Sobre él hablan actores de Hollywood y doctores en medicina. Así que, paralelamente, habrá capítulos de discusión filosófica académica y otros que parezcan más un hilo de Twitter. Habrá momentos de ironía y otros de gravedad, se explicarán conceptos psicológicos relevantes, y no olvidaremos que esta cuestión tiene a la vez aspectos macrosociales, personales e ideológicos. Trataremos de ponernos a la altura de las distintas caras del problema argumentando a su nivel.
Al mismo tiempo, tampoco es un problema que permita ser abordado desde un único punto de vista. La crítica a la visión queer de la identidad de género se ha ejercido mayoritariamente desde el feminismo, lo que es perfectamente comprensible dado el notable ataque a los derechos de las mujeres que supone su implantación política. Pero además de los perjuicios para las mujeres y la infancia, esta ideología resulta ser psicológica y filosóficamente muy cuestionable, por lo que también cabe plantear una crítica desde estas disciplinas académicas que se una a la crítica ejercida desde el feminismo. Comienzan a oírse voces que acertadamente critican que la universidad se ponga de perfil y se inhiba ante el grave problema social que las políticas queer implican, mientras únicamente las feministas dan la cara en público, en no pocas ocasiones con un alto coste personal. Este libro no está escrito desde el feminismo, pero es perfectamente complementario de sus planteamientos y pretende acabar con el silencio de la academia ante estas cuestiones.
Sabemos que, junto a la polémica ideológica, nos enfrentamos a la pereza intelectual y a un buenrollismo basado más en emociones inmediatas que en actitudes éticas fundamentadas. Nadie puede negar que, por el momento, el generismo queer está ganando la batalla del lenguaje mediante un bombardeo mediático ante el que es difícil resistirse. La ideología queer es un producto más a la venta, cuyos compradores tienen un perfil de edad muy específico, y que se publicita con las mismas herramientas que los móviles o la ropa, aunque el seguidor es diferente: sofisticado y firme defensor de grandes causas —tolerancia, inclusión, derechos—. Está a favor de la tolerancia, pero ¿de qué?; de la inclusión, pero ¿de qué?, y de los derechos, pero ¿de cuáles? La generación menos amenazante para el poder político y económico de la historia reciente es la que considera que ha alcanzado la mayor altura moral nunca vista en la civilización occidental. De la teoría queer se sale, pero el camino es cuesta arriba y a contracorriente. Se necesita pensar.
En el capítulo 1 («De dónde vienen los niños») planteamos directamente la cuestión de si en verdad hay más de dos sexos, cuántos, si el género redefine el sexo y si éste al final no es más que un constructo social.
El capítulo 2 («Diferente como tú, especial como tú, único como tú») analiza los mitos urbanos y neoliberales de la identidad y del sentimiento como supuestas fuentes de la autenticidad y la verdad que emanan de uno mismo. El capítulo 3 («Los mil frentes de la invasión queer») repasa los importantísimos ámbitos en donde la (i)lógica queer se ha ido imponiendo: política y leyes, educación, empresas y corporaciones, televisión, así como la importante financiación internacional de este movimiento.
El capítulo 4 («Dándole la vuelta al espejismo queer») resitúa la imagen invertida que se suele tener de los sentimientos y la identidad, entendiéndolos ahora más como algo que va desde la sociedad hacia el individuo, que como algo que brota espontáneamente del interior de la persona hacia la sociedad.
El capítulo 5 («La teoría queer a examen: Judith Butler y Paul B. Preciado») revisa la filosofía de las dos figuras probablemente más prominentes de la teoría queer.
El capítulo 6 («Cómo hemos llegado hasta aquí y cómo podemos salir») «pone en su sitio» a esta filosofía, en vez de tomarla como la última palabra, mostrando que la filosofía actual va por otro lado.
El capítulo 7 («Infancias trans: ¿nacido en un cuerpo equivocado?») estudia el fenómeno de la creciente disforia de género en la infancia y la adolescencia, se pregunta si los niños están atrapados en un cuerpo equivocado o en realidad están atrapados en discursos equivocados que les complican la vida.
El capítulo 8 («Desmontaje del enfoque afirmativo: abrir alternativas») desmonta el enfoque afirmativo de «talla única» como la única alternativa aceptable, sin descartarla cuando sea el caso, en favor de enfoques centrados en los problemas reales de cada uno, sin convertirlos en patologías.
El capítulo 9 («Neolengua, neogéneros, neoargumentos») analiza esta potentísima sinergia que se ha establecido entre un nuevo lenguaje y el nuevo medio que suponen las redes sociales, sin las que nada de lo que está pasando puede entenderse.
Por último, el capítulo 10 («Transfobofobia e inqueersición») denuncia los miedos y censuras que a veces las buenas intenciones terminan creando, y los intentos de dispensar a la teoría queer del examen que suponen los debates regidos por la libertad de expresión, a los que toda teoría académica o política debe someterse.
¿Por qué nos hemos metido en esto?
¿Por qué os habéis metido en esto?, nos preguntan, y nos preguntamos también nosotros, teniendo en cuenta que ya estamos satisfactoria y sobradamente ocupados como profesores de psicología en la Universidad de Oviedo.
Primero, como universitarios, asistimos a una preocupante tendencia, ya observada en muchas universidades del mundo, que se viene identificando como «infantilización de la universidad». La universidad como «espacio seguro», donde el estudiante no se encuentre con opiniones que choquen con la suya y los sentimientos como argumento serían aspectos de esta tendencia. Ambos coartan el análisis, estudio y exposición de temas «sensibles» como los concernientes a las «identidades sentidas». Los profesores se autocensuran dejando de hablar de ciertos temas o, lo que sería peor, contribuyen a ellos con los mantras de turno. De esta manera, la universidad deja de ser el lugar donde se desafían las opiniones y los estudiantes aprenden a mirar más allá del ombligo. De hecho, la universidad debería ser un lugar inseguro para todas las opiniones, empezando por las de los estudiantes y terminando por las de los propios docentes e investigadores.
Como profesores de asignaturas como Psicología de la Personalidad y Tratamientos Psicológicos, nos conciernen temas y problemas que tienen que ver con la identidad sentida. En nuestras clases hablamos sobre si la identidad sentida se funda a sí misma o se aprende socialmente, y sobre si las ayudas psicológicas pueden ser de «talla única» o requieren el estudio pormenorizado de cada caso. Nos preocupan el esencialismo de las identidades sentidas y la patologización del sufrimiento. Como psicólogos, profesamos una concepción de la psicología centrada en la persona y sus circunstancias: cómo la subjetividad, incluyendo la experiencia del propio cuerpo y el comportamiento tanto funcional como disfuncional, se constituyen y tienen su sentido en el contexto social, histórico y cultural en el que los individuos están situados. Concebimos la psicología como una ciencia crítica de la sociedad y vigilante de sus propios conocimientos.
Como trabajadores de la universidad pública española que asistimos a un fenómeno social de graves implicaciones prácticas relacionado con nuestras materias académicas, entendemos que debemos presentar públicamente, fuera de las aulas, las reflexiones que llevamos décadas exponiendo a nuestros estudiantes.
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