CON LA BIBLIA Y LA PARABELLUM
PEDRO ONTOSO
CUANDO LA IGLESIA VASCA NAZIONALISTA (ETARRA) PONÍA UNA VELA A DIOS Y OTRA AL DIABLO CON EL SILENCIO MISERABLE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
"La Iglesia cometió en el País Vasco
un pecado de omisión y dolo*"
*Engaño, simulación llevados a cabo maliciosamente con la intención de dañar a alguien. Voluntad deliberada de cometer un delito, a sabiendas de su carácter delictivo y del daño que puede causar.
El conflicto vasco es el único donde no murió ningún cura.
Ha habido sacerdotes asesinados en Italia por oponerse a la Mafia o en México a los narcos. ETA no veía a la Iglesia como una enemiga, sino como una aliada. La Iglesia fue refugio y paraguas de los opositores al franquismo.
Cuando las armas callan, llega el momento de prestar atención a las historias. Y la de este libro hasta ahora no se había contado entera.
A lo largo de los casi sesenta años transcurridos entre la fundación de ETA, en 1959, y su disolución, en 2018, no han sido pocas las veces en que los caminos de la banda terrorista se han cruzado con los de la Iglesia. Católicos destacados y miembros del cuerpo eclesiástico han tenido un papel clave tanto en la legitimación de la violencia como en los numerosos episodios de mediación, pacificación, reinserción y acercamiento entre víctimas y victimarios, e incluso en el desarme y desaparición de ETA.
Es la hora de que salgan a la luz los relatos que la necesidad de solucionar el conflicto hacía parecer secundarios. También de hablar del golpe de timón de la Santa Sede para reconducir a una Iglesia vasca politizada, y del empeño del cardenal Rouco para hacerse con la voz eclesial sobre el terrorismo, dentro del pulso continuado entre los poderes civil y eclesiástico por pilotar una situación de la que nunca ha sido ajena el Vaticano.
PRÓLOGO
de Rafael Aguirre Monasterio
Este libro aborda el papel de la Iglesia, de sus estamentos oficiales y de varias de sus instituciones y miembros relevantes en los últimos cincuenta años de la política vasca, marcados por la violencia de ETA, que condicionó toda la vida social. Es un campo completamente minado y me apresuro a decir que Pedro Ontoso lo atraviesa con absoluta limpieza y sin escabullirse de ninguna de sus dificultades.
Es sabido que las relaciones entre la Iglesia y los medios de comunicación no son fáciles. La institución eclesiástica no destaca por su transparencia; su lenguaje resulta, con frecuencia, alambicado y confuso; las decisiones más importantes se toman con discreción, por no decir secretismo. Está habiendo cambios notables, pero todavía queda mucho camino por recorrer. Esta opacidad propicia que los medios busquen en la Iglesia lo escandaloso, eleven a noticia el rumor y especulen con notable ignorancia y superficialidad. Hay periodistas especializados en economía, política, cultura, deportes, pero es muy raro, sobre todo en España, encontrar a quien tenga conocimientos sobre la Iglesia, sobre su función social, su vida y sus actividades. Puestos a sumar dificultades, hay que añadir que, también en nuestra sociedad, sometida a un galopante proceso de secularización, el tema desata pasiones y polariza las opiniones. Encontramos informaciones sobre la Iglesia que rezuman hostilidad, mientras otras tienen un inconfundible aire apologético. Pero el terreno pantanoso por el que se mueve este libro tiene una peligrosidad muy especial, porque afronta la actitud de la Iglesia en un País Vasco marcado por el terrorismo de ETA.
La Iglesia vasca ha tenido una personalidad muy acusada, ha conocido serios conflictos internos, ha jugado un papel importante y ha experimentado una transformación profunda inducida desde Roma. Esta Iglesia ha estado en la picota en la sociedad española, con razón o sin ella. Pedro Ontoso ha encarado esta problemática, tan compleja y conflictiva, y ha salido más que airoso de ella porque tiene acreditada competencia profesional como periodista y un profundo conocimiento de la Iglesia. Ha seguido los acontecimientos día a día desde El Correo, en el que ha trabajado durante muchos años, y ha realizado una investigación exhaustiva recurriendo a la historia, a documentación -para recabarla ha estado una buena temporada en Roma y ha visitado diversos archivos- y a testimonios orales, que son de especial importancia cuando se trata de acontecimientos recientes que han tenido lugar, muchas veces, en secreto.
Este punto es de especial importancia y uno de los mayores méritos del libro. Pedro se ha entrevistado con multitud de protagonistas del conflicto vasco de ideologías dispares: unos, miembros activos de la Iglesia; otros, personas que recurrieron a ella, pero siempre en relación con el conflicto de la sociedad vasca durante esos años. Sorprende la libertad con la que muchos han hablado con Pedro, sin duda cautivados por su calidad humana y por su fiabilidad, y también por una notable capacidad de empatizar con sus interlocutores sin traicionar los límites que impone la profesionalidad del periodista y la objetividad del relato. Gracias a esto, Con "la Biblia y la Parabellum" (título sensacionalista, que no responde a la seriedad del contenido) proporciona informaciones de mucho interés y, en varios casos, desconocidas hasta ahora. Pedro Ontoso lleva a cabo una descripción ágil y documentada que pretende ser rigurosa y lo consigue y, en algunas ocasiones, corno no podía ser menos, manifiesta su opinión y hace algunas valoraciones, siempre con claridad, mesura y respeto.
El libro explora con gran amplitud el papel que la Iglesia y miembros cualificados de ella jugaron durante estos años conflictivos de la vida vasca. No me atrevo a decir que sea exhaustivo, ya que con toda probabilidad se irán conociendo con el paso del tiempo otros datos y actuaciones relacionadas con la Iglesia, pero desde luego no hay hasta la fecha ningún estudio que sea tan completo ni de lejos. En la medida en que la Iglesia fue un factor político de primera importancia, este libro es fundamental para conocer con rigor la historia del País Vasco de estos últünos cuarenta años.
Cada capítulo tiene unidad en sí mismo y no sigue un orden cronológico. Pedro conjuga la pluma ágil del periodista con la información rigurosa del historiador. El lector se encuentra con digresiones relacionadas con acontecimientos o personajes de la Iglesia que resultan interesantes, agilizan la lectura y, con frecuencia, tienen un gran valor para conocer algunas idiosincrasias y ambientar acontecimientos. Así, por ejemplo, el primer capítulo nos sorprende con la descripción del secuestro y asesinato de Aldo Moro, situándolo en las calles de Roma donde tuvo lugar, en unas páginas en las que Pedro Ontoso nos atrapa con un relato absolutamente fidedigno. Pero lo notable es el juego de espejos que realiza entre las Brigadas Rojas, que quedan frustrar el compromiso histórico entre la Democracia Cristiana de Moro y el Partido Comunista Italiano de Enrico Berlinguer, con la perversidad del terrorismo etarra que redoblaba sus esfuerzos cuando se asentaba la democracia en España.
Como es inevitable, el libro hace referencia al magisterio de los obispos vascos de los años setenta a finales de los noventa, una época en la que José María Setién era el gran referente ideológico. Lo hace con precisión y relativa brevedad, porque es un aspecto muy conocido. Proporciona muchos datos sobre los intentos y presiones para que la Iglesia hiciese de puente o mediadora entre el abertzalismo radical y el Gobierno central de España. En mi opinión, en el libro queda claro que el valor que aportaba la Iglesia para estas gestiones era su cercanía y contactos con el mundo nacionalista y, concretamente, con su versión más radical. En todas estas maniobras salen muchos nombres, pero hay uno omnipresente, el de Juan María Uriarte, primer obispo auxiliar de Bilbao, quien, después, fue titular de Zamora y de San Sebastián y, más tarde, emérito. El Gobierno de Aznar recurrió a Uriarte para el diálogo con la banda etarra que tuvo lugar en Suiza en 1999. Pero reiteradamente era la izquierda abertzale la que recurría a la Iglesia para que le abriese el camino hacia personalidades eclesiásticas y para que avalase con su presencia a mediadores internacionales, siempre en función de su estrategia, según la cual ETA respondía a un conflicto político al que era necesario dar una proyección internacional.
El mantenimiento de los puentes con el nacionalismo vinculado al terrorismo etarra hipotecó dañinamente la actitud de la Iglesia, que llegó tarde a las tres grandes tareas que pertenecían a la entraña de su misión y que eran los ejes para acabar con ETA: la denuncia de la ideología de la organización terrorista, que se absolutizaba idolátricamente y exigía sacrificios humanos, lo que implica la más frontal oposición a la fe en Dios; la cercanía y solidaridad con las víctimas del terrorismo etarra y, por último, la defensa de la legalidad democrática como base de la convivencia y de la paz, y de los medios democráticos como única vía legítima para modificarla.
A la Iglesia la obnubiló la teoría del conflicto vigente en el mundo nacionalista, sin cuya resolución sería imposible acabar con ETA y su amplio apoyo social. Su disposición a colaborar en la ingeniería política -la historia ha demostrado que era innecesaria y que no hacía más que alentar las esperanzas de los terroristas- oscureció su testimonio moral y evangélico. La Coordinadora Gesto por la Paz, por el contrario, siempre distinguió netamente entre conflicto violento y conflicto político, y defendió que no se podían ni mezclar ni relacionar.
Hay un momento en el que Pedro habla de la famosa pastoral de los tres obispos vascos (Ricardo Blázquez, Juan María Uriarte y Miguel Asurmendi; no firmó Fernando Sebastián, de Pamplona) de 2002 titulada «Preparar la paz», y menciona las consultas que realizó Blázquez y las reacciones que provocó. Me permito una mención a este episodio porque se refiere a un hecho político que resultó de gran importancia y que generó un debate público en el que participé.Vaya por delante que estoy personalmente muy agradecido a Blázquez y que valoro de forma muy positiva el difícil y duro trabajo que realizó en Vizcaya durante quince años. En la mencionada pastoral, los obispos se oponían al proyecto de ley de partidos políticos que preparaba el Gobierno con el apoyo de casi toda la oposición, y que iba a conducir a la ilegalización de los partidos que mantuviesen algún tipo de vinculación con organizaciones terroristas. Pues bien, tengo que decir -no es ningún secreto porque lo hice en privado, pero también en público en una conversación en la Universidad de Deusto, además de escribirlo en el periódico- que le manifesté a mi obispo, Ricardo Blázquez, que en la pastoral los obispos habían cometido un grave error. Ante todo porque se trataba de un tema muy discutible en el que no debían inmiscuirse. En la carta afirmaban: «Nos preocupan como pastores algunas consecuencias sombrías que prevemos como sólidamente probables y que, sean cuales fueren las relaciones existentes entre Batasuna y ETA, deberían ser evitadas. [...] Probablemente la división y confrontación cívica se agudizarían». Batasuna efectivamente fue ilegalizada y ninguno de estos sombríos presagios se cumplió. La ley fue mano de santo. A partir de ese momento se fue abriendo paso una corriente en el entorno político etarra que propugnaba la desvinculación institucional con ETA, la aceptación del marco democrático y el hacer política ajustándose a las reglas de juego. Esta postura acabó prosperando y fue decisiva para el arrinconamiento social de ETA. En esa ocasión, los obispos no estuvieron especialmente inspirados o, si se prefiere, la perspectiva nacionalista dominante los llevó a un juicio político profundamente equivocado.
La riqueza de este libro invita a glosar y a discutir otros muchos puntos, pero el prologuista debe saber contenerse dentro de unos límites razonables y es momento de acabar con unas reflexiones finales. Los años de plomo de ETA han dejado una fuerte huella en el País Vasco, en las víctimas ante todo, pero también en las relaciones personales y sociales, y en los partidos políticos. ¿cómo sale la Iglesia de este largo y oscuro túnel? Con "la Biblia y la Parabellum" no pretende responder a esta pregunta, pero sí da elementos para que cada uno lo reflexione por su cuenta. Aunque el Vaticano promovió, con años de perspectiva, un relevo episcopal en la Iglesia vasca para cambiar su orientación hasta hacerla eclesialmente más convencional, con menos proclividad nacionalista y más claridad y firmeza contra ETA, la institución sale profundamente tocada de este conflicto. Calculó inal el final de la organización terrorista, que ha sido totalmente derrotada por la aplicación firme y correcta de los recursos del Estado de derecho.
Mientras escribo estas líneas, cabe decir, ha saltado la noticia del nombramiento como obispo auxiliar de Bilbao de Joseba Segura, que aparece reiteradamente en las páginas de este libro. Fue un estrecho colaborador de Juan María Uriarte, y también cumplió delicadas misiones por encargo de Ricardo Blázquez. Del libro se desprende una imagen magnífica de Joseba, de quien fui profesor en la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto. El País Vasco pasa por una situación de sosiego político y el mencionado nombramiento puede interpretarse como un reequilibrio y un enriquecimiento del episcopado vasco.
La Iglesia vasca ha corregido errores, ha pedido perdón y hace esfuerzos para promover espacios de encuentro entre víctimas y victimarios. Pero para esto último hace falta una autoridad moral que no es nada claro que se posea en estos momentos. En el País Vasco nos encontramos con algo más que con un proceso de secularización que se da también en buena parte del entorno europeo. Lo que se da entre nosotros es una crisis de especial rapidez y profundidad, que afecta a la institución eclesiástica, pero que se dirige contra la misma fe cristiana de una forma muy singular. El abertzalismo radical fue una religión de sustitución que desertizó las zonas tradicionalmente más cristianas del país. Dios fue sustituido por la patria vasca, a la que había que entregar la propia vida y, con mucha más facilidad, la de los demás. Detrás de ETA no hay una ideología anticlerical y laica, sino profundamente anticristiana. Y esto perdura, como perdura su proyecto político, que cuenta con una cierta complicidad del nacionalismo hegemónico.
Los cambios en el episcopado han sido interpretados por muchos como un ataque a la Iglesia vasca. Pienso que hubiese sido posible y necesario evitar agravios con los cambios; que se ha acentuado el conservadurismo eclesial, pero también me arriesgo a afirmar que hemos asistido a la catolicidad que ayuda a las iglesias particulares a acertar en su camino y a corregir errores en momentos especialmente delicados.
A otros lectores el libro les puede sugerir reflexiones muy diferentes a las mías; las aquí expuestas son de responsabilidad exclusiva del prologuista, que agradece a Pedro Ontoso su confianza y amistad, que encomia su obra literaria e histórica y que recomienda vivamente su lectura.
DEL HÁBITO A LAS ARMAS
Los tres curas de sangre y pistola de ETA,
que nunca se arrepintieron
El capuchino ‘Igeldo’ le quitó la vida a un guardia civil jubilado hace 43 años. Ya libre, declara: “Sé que ningún cristiano puede matar, pero ese mandamiento también lo ha violado la Iglesia”. Otro benedictino fue ‘maestro’ de Josu Ternera y envió a Madrid al comando que terminó matando a Carrero Blanco.
“No tuve problemas de conciencia”, dice ‘Etxabe’, también sacerdote antes que etarra. La lista de nombres que vinculan a la Iglesia vasca con la banda terrorista es larguísima. Esa investigación no está abierta en el Vaticano, adonde acaba de llegar la de la pederastia con hábito en España
«En una lucha (la de ETA) como la nuestra no hay espacio para el remordimiento, ni el arrepentimiento… Me comprometí con el Evangelio al mismo tiempo que con una sociedad igualitaria y justa… No hay tanta diferencia… En las mismas circunstancias volvería a hacer lo mismo… Yo pedí a ETA formar parte de la organización y me aceptaron con todas las consecuencias… El jefe supremo era entonces José Miguel Beñarán Ordeñana (Argala)…».
Quien así habla en el documental de Iñaki Arteta Bajo el silencio es Fernando Arburua Iparraguirre (alias Igeldo), condenado por tres asesinatos, entre ellos, el del guardia civil retirado y enfermo de cáncer Félix de Diego Martínez.
El próximo 31 de enero se cumplirán 43 años de aquel día en el que Igeldo alcanzó con siete disparos a bocajarro el cuerpo del agente de la Benemérita mientras estaba sentado en el irrundarra bar Herrería, propiedad de su esposa, que se encontraba a su lado. En el suelo fue rematado sin miramientos, cubierto de sangre, por otro integrante del comando Txirrita, Manuel Ostolaza Alcocer, que volvió a entrar en el local al comprobar que la víctima se debatía entre la vida y la muerte.
DE HÁBITO CAPUCHINO A MATAR A TIROS
Arburua Iparraguirre compatibilizaba en aquellos años la jefatura del sangriento comando Txirrita con la titularidad, como sacerdote capuchino, de la parroquia San José Obrero, sita en el donostiarra barrio de Alza, donde sus feligreses le conocían como «el padre Fernando», ajenos a su actividad principal con la pipa. Entre 1978 y 1981, hasta su detención, Igeldo fue el terrorista más sangriento de la banda.
Cuarenta años después, tras pasar 24 años en una prisión de El Puerto de Santa María (Cádiz), el cura etarra Igeldo declara: «En nuestra lucha no hay espacio para el remordimiento…».
Fernando Arburúa había ingresado a los 11 años en el seminario de Alsasua (Navarra). A los 25 hizo profesión de votos en la orden de los capuchinos. Ya en libertad, con la pena cumplida pero sin asomo de contrición, reconoce: «Solicité en ETA el máximo compromiso… Sé que ningún cristiano puede matar, pero ese mandamiento también lo ha violado la Iglesia». Y concluye: «Seguramente hizo falta todo aquello, incluidas las casi 900 muertes de un lado y las nuestras».
En pleno periodo democrático ya, en 1981, Igeldo es detenido en su propia parroquia bajo la acusación de ser el jefe del comando Txirrita, que llevaba ya a sus espaldas tres asesinatos. Se le incautaron cinco pistolas, granadas, metralletas, explosivos y abundante munición.
Contumaz, Igeldo fue detenido de nuevo en 2015 por ser uno de los líderes del llamado frente de las cárceles. Ahora, que cumple 88 años, lejos de mostrar arrepentimiento parece estar orgulloso de su pasado. «Porque el tema moral es algo muy relativo», decía en el documental. Vive en San Sebastián.
La extensa investigación sobre los crímenes etarras [en los días en que una investigación sobre los abusos sexuales de religiosos a menores llega al Vaticano] deja aún 300 casos sin esclarecer. Resulta especialmente oscura cuando se intenta enlazar nombres y apellidos de activistas etarras con el olor de las sotanas de las pistolas.
DE FRAILE EN EL MONASTERIO A JEFE MILITAR DE ETA: ‘TXIKIA’
Ya el primer pretendido mártir etarra, venerado hasta el día de hoy, fue Francisco Javier (Txabi) Echebarrieta Ortiz, conecta la banda con las sacristías vascas. Cuando se cobró la primera víctima de ETA, el 7 de junio de 1969, en la joven vida del guardia civil de Tráfico José Antonio Pardines,
Etxebarrieta se dirigía, junto con otro miembro de la banda, Iñaki Sarasketa (cuya posterior condena a muerte en el Proceso de Burgos fue conmutada por intercesión del padre Arrupe, superior de los jesuitas), al monasterio benedictino de Lazcano, donde le esperaba el fraile Eustaquio Mendizábal Benito (Txikia).
Txikia fue un personaje peculiar. Permaneció durante 12 años en la abadía guipuzcoana, y de ella salió para convertirse en jefe militar de ETA en Guipúzcoa, previo paso de entrega del hábito.
El cambio del hisopo por la pistola le fue rentable a Txikia para medrar en su carrera como terrorista (1944-1973). Se convirtió en la mano derecha del jefe supremo militar de la banda, Juan José Etxabe, al que sustituye cuando éste se harta de sangre, pólvora y cadáveres. Mendizábal toma el relevo al frente de ETA-V en 1967.
El ex monje quiere demostrar que se ha sacudido su docena de años entre el ora et labora y exige a la banda «acción» por encima de cualquier otro predicamento teórico. Dirige manu militari una retahíla de secuestros de industriales vascos y navarros (Huerta, Zabala) con los que hace caja y más caja, sumando además atracos a sucursales bancarias por doquier.
Durante su liderazgo Txikia envía un comando a Madrid para preparar el atentado al delfín de Franco, el almirante Carrero Blanco, que se materializará en diciembre de 1973. Ese comando se llamaría Txikia en honor a su jefe, que caería fulminado por policías expertos en antiterrorismo al ser localizado al bajar del tren en Algorta (Vizcaya).
Una plaza del elitista municipio vasco fue bautizada con su nombre, decisión revocada luego por la Justicia bajo la sentencia de que hería «la dignidad de las víctimas». Se le imputan otros asesinatos directos y otros tanto producidos bajo sus órdenes.
Durante una misa celebrada en Sokoa (Francia), otro clérigo vinculado a ETA, el famoso padre Piarres Larzabal (Ascain, 1915), no invocó a Dios, sino al «héroe» abatido. «Eustaquio se nos ha ido… Soy el intérprete de los compañeros caídos del 36 y después del 36, y os pido que nos unamos para obtener la unificación y promoción de nuestro pueblo…
Yo te absuelvo». Cuando el comando etarra al mando de Txikia secuestra el cónsul alemán en San Sebastián, Eugene Beihl, en diciembre de 1970, Mendizábal lo esconde en la casa del citado cura galo… «Yo te absuelvo», pronunció antes y después Piarres Larzabal.
Uno de los subordinados preferidos del monje benedictino fue, por cierto, Josu Ternera, de misa diaria. La Audiencia Nacional acaba de abrir juicio oral contra él por el atentado contra la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza, donde fueron asesinadas 11 personas, seis de ellas, niños.
Txikia no se arrepintió. Un disparo de los agentes policiales que lo cazaron lo mandó con el dios al que juró servir. El hombre que había sido formado bajo el lema benedictino pax había hecho de la guerra total su santo y guía.
EL CURA DE PUEBLO
«Fui ordenado sacerdote al final de la década de los años 50. Salí empapado de la mística sacerdotal. Cura de pueblo, se fue reforzando en mí la vivencia de servicio al mismo y la conciencia de mi responsabilidad con él como sacerdote. Paralelamente, se fue reforzando en mí el sentimiento de patriotismo, generado tanto en mi infancia como en mi juventud, sobre todo en el ambiente familiar…».
Así hablaba en euskera Jon Etxabe Garitacelaya el 3 de diciembre del 2020 en un acto en Éibar para conmemorar el medio siglo del Proceso de Burgos, en el que fue condenado por pertenencia a banda armada.
Continúa hablando en euskera: «En Éibar [donde nació en 1933], ya como sacerdote en los años 60, la influencia y repercusión de las acciones de ETA me producían contradicciones, dificultades para comprenderlo, pero también adhesiones y esperanza. Esa resaca me alcanzó de lleno… Una persona me propuso trasladar a militantes de ETA en mi coche. Acepté.
Sabía que atendiendo a la doctrina oficial de la Iglesia significaba asumir una contradicción enorme; sin embargo, pensé que no se podía negar amparo a los que actuaban a favor del pueblo, ni siquiera Dios se negaría a hacerlo. Ofrecer aquella ayuda estaba en el núcleo mismo del Evangelio. Cuando la policía me fichó, escapé.
ETA me propuso entonces convertirme en liberado. Dar el paso significaba para mí que actuar en una organización armada era algo muy distinto a la actividad sacerdotal, pero no tuve problemas de conciencia. No entré en consideraciones teológicas. No tuve problemas ni con la Iglesia ni con Dios. Acepté la organización de la propaganda y pedí ir armado. La policía se lo pensaría dos veces antes de acercarse a mí».
CÁRCEL CONCORDATARIA PARA SACERDOTES
Cuando es detenido, Etxabe pasa a la cárcel concordataria para sacerdotes de Zamora. Durante el Proceso de Burgos reafirma su fe en el pueblo vasco («Estoy seguro de que triunfaremos»), mientras reconoce su pistola entre muchas otras incautadas a la banda por la policía. Nunca fue probado que cometiera directamente delitos de sangre, pero sí que participó en la reunión donde se decidió el asesinato del inspector Melitón Manzanas, decisión tomada en un convento de los Padres Sacramentinos.
Etxabe fue condenado a 50 años de prisión y tras la sentencia pidió a la Iglesia su secularización. Hoy, con 88 años, vive en sus tierras guipuzcoanas sin que conste dolor de contrición alguno. Sus víctimas no lo acreditan.
El obispo y la bandera
La memoria es fundamento de la vida, por eso que creo oportuno la reseña de ciertos acontecimientos. Es San Sebastián, hace ya cuarenta años, cuando se recibe la llamada de un paquete sospechoso en el barrio de Gros, un joven policía nacional especialista en desactivación de explosivos acude al lugar; la trampa, la potencia de la explosión lo matará. El mando de Policía Nacional de la provincia activa los pormenores propios de la situación, entre ellos su funeral.
Surge una cuestión: ¿lo hacemos entre nosotros o lo mostramos como lo que es, un ciudadano de San Sebastián asesinado, dependiente de un obispo cuidador de su rebaño? Se decide esto último y un capitán se dirige a la catedral del Buen Pastor a gestionar los detalles. En la sacristía, lo recibe el párroco a quien se le traslada nuestro deseo, no dice nada y se remite al obispo. Al poco rato sale el obispo, no traslada su pésame pero dice que no habría problema, a salvo las «manifestaciones políticas» que se produjeran. Nadie quiere que este hecho sea objeto de acción política. Se le indica que no habrá discursos ni simbología partidaria de ningún tipo. Al capitán se le viene a la mente la enseña nacional que estará presente cubriendo el féretro, y se lo dice.
"Eso, a eso me refiero", le indica el obispo: no puede entrar en el templo la bandera de España. Viendo al obispo, la respuesta, y que eso podría impedir el funeral, el capitán recuerda el maltrecho cuerpo de su compañero asesinado y no puede contener las lágrimas. No obstante, indica que va a trasladar esa exigencia a sus mandos. La exigencia es difícil de aceptar, pero se acepta y así se transmite al ministro del Interior y al obispo. La parroquia del Buen Pastor espera el féretro que llega a los acordes del himno nacional y cubierto con la enseña nacional.
En los arcos de acceso al templo tienen que ser el comandante jefe y el capitán quienes retiran la enseña, nadie quiere hacerlo. Dentro del templo, cuando el párroco dice las primeras palabras de la eucaristía, el coronel jefe de Policía Nacional del País Vasco saca de su chaquetón una bandera de España con la que cubre el féretro; el sacerdote calla, no pronuncia palabra alguna, el ministro y autoridades callan, el capitán está en un lateral, es el comandante jefe quien sale de su asiento y retira la bandera. Como un resorte y como si se hubiera apretado el botón de ‘on’, el sacerdote continúa la eucaristía.
Finalizada la eucaristía, bajo los arcos de entrada, se vuelve a cubrir el féretro con la bandera de España. El Estado no combatió solamente contra una organización terrorista.
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Ese es un hecho, como ese obispo famoso que justificaba a los asesinos con sus pastorales. Lo de la Iglesia vasca con ETA no tiene perdón de Dios.
EDUARDO GARCÍA SERRANO
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PEDRO ONTOSO / RAFAEL AGUIRRE “CON LA BIBLIA Y LA PARABELLUM”
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