Nosotros también estamos (y somos) en la Eucaristía
y, al comulgar a Jesucristo, nos comulgamos:
lo comulgamos a Él
y nos comulgamos unos a otros en Él
Líbranos de todos los males, Señor,
y concédenos la paz en nuestros días,
para que ayudados por tu misericordia,
vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación,
mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo.
Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria,
por siempre, Señor.
(RITO DE LA COMUNIÓN)
En la Eucaristía celebramos en comunión con los santos el banquete de la eternidad. En la Eucaristía celebramos una cena en la que el cielo y la tierra se hacen uno, en la que la fronteras entre vivos y muertos se levantan. En la que el pasado, el presente y el futuro se hacen eternidad. Celebramos la eternidad de lo que viviremos todos unidos en Dios Trinitario.
“Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú el que me transformará en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú serás transformado en mí“ (Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742). Cada vez que comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, cuando distribuye la Eucaristía, te dice: “El Cuerpo de Cristo”, tu respondes: “Amén”, es decir, reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en el Cuerpo de Cristo. Porque cuando tu recibes la Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es hermoso esto; es muy hermoso! Al mismo tiempo que nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!
En la Eucaristía comulgamos y nos comulgamos, comulgamos a Jesús y en Él nos comulgamos nosotros también unos a otros
Mt 19,26: «Pero Jesús, mirándolos, les dijo: Para los hombres eso es imposible, pero para Dios todo es posible».
Mt 22,29: «Estáis en un error, pues no entendéis las Escrituras ni el poder de Dios».Jesús no instituyó la Eucaristía para crear en ella una especie de «instrumento despótico» de su Poder, para imponernos su adoración «impositivamente», con exclusión de todo lo demás por indigno e impuro. ¿Como impuro e indigno? ¿de qué nos ha valido la Sangre de Jesús si después de bautizados en su Sangre, confesados y alimentados con Ella seguimos siendo impuros e indignos de Él? Eso es más bien la manera de pensar humana, que, voluntaria o involuntariamente, se ha ido infiltrando en nuestra concepción de la Eucaristía, desvirtuándola de su verdadero sentido original, y cuya conciencia aún sigue anclada en el viejo pecado, y no ha comprendido bien la Obra de Amor que Jesús ha hecho con nosotros, compartiéndonos la Gracia y Gloria Divina que solo estaba reservada a Él.
Is 55,8-9: «No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos, dice Yahvé... Están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos».Jesús nos comparte su misma Gloria (cf. Lc 22,29-20; Jn 5,44;17,22) y así como un día será en el Cielo es desde ya en la tierra (cf. Mt 6,10), anticipadamente, para los que sinceramente creamos en Él y vivamos según su voluntad y sus enseñanzas.
¿Quién no ha tenido reparos en dar su Vida en la Cruz por los pecadores, nos la negará su Vida y Presencia de Amor en la Eucaristía? ¿Quién no tiene reparos en entrar con su Cuerpo Divino e Inmaculado en nuestro cuerpo de pecado, tendrá reparos en que nosotros habitemos con Él en un abrazo de amor en la Sagrada Hostia? ¿Acaso la presencia misma de Jesús en la Eucaristía y en todos los Sagrarios no es una llamada e invitación a que estemos con Él, que lo imitemos y seamos como Él otras tantas Eucaristías presentes en el mundo? Si nosotros estuviéramos verdaderamente preparados y convencidos, y si nuestra fe fuera como un grano de mostaza (cf. Mt 17,20), vendría Él mismo sobre el carruaje de su gloria y como a Enoc o a Elías nos tomaría y nos llevaría con Él a su eterno seno eucarístico (cf. Gn 5,24;Hb 11,5; 2 Reyes 2,11). Ese carro de gloria de Dios que llevó a Elías entonces, hoy es la Santísima Hostia, basta que comulgues con esta convicción y te dejes transportar por Él en su Amor en la Sagrada Eucaristía. Y así como las ansias de Enoc y Elías por estar con Dios eran tan grandes que Él mismo mandó buscarlos para llevarlo a su seno, o así como las ansias de Jesús por regresar con el Padre lo llevaron al Cielo en ascensión, o las ansias de María por estar con su Hijo resucitado la llevaron en ascenso al seno del Hijo. Así nuestra fe y nuestras ansias nos llevarán directo a su Seno Eucarístico, su Amor unido a nuestra fe lo puede todo.
Cuando Jesús instituyó este Sacramento, lo hizo como Sacramento de Redención, Amor y Unidad. En Él amamos a Dios sí, pero también amamos y encontramos al hombre redimido que, como oveja perdida y encontrada otra vez, camina sobre los Hombros de su Redentor. Allí estamos todos (las almas en Gracia, reconciliadas con Dios), no solo Jesús, porque ASÍ LO QUIERE JESÚS, no por nuestros méritos, que no los tenemos, sino porque Él lo desea y el Padre hace lo que su Hijo desea y nos tiene allí con Él a través del Espíritu Santo de Gracia (cf. Jn 6,56;12,26;14,3;17,24; 1 Cor 10,16-17;12,27; ...).
«El que come Mi Carne y bebe Mi Sangre, habita en Mí y yo en Él» (Jn 6,56)
«Si alguno me sirve, que me siga, y donde Yo esté, allí estará también mi servidor; a quien me sirva mi Padre lo honrará (de esta manera, estando donde está Él)» (Jn 12,26).
«Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré Conmigo, para que donde estoy Yo estéis también vosotros» (Jn 14,3)
«Padre, este es Mi deseo: que los que me has dado estén Conmigo donde Yo estoy, y contemplen Mi gloria, la que Tú me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo» (Jn 17,24)
«Porque el Pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo Cuerpo (el de Jesús, la Eucaristía), pues todos comemos el mismo Pan» (1 Cor 10,17)
«Vosotros sois el Cuerpo de Cristo (la Eucaristía), y cada uno es su miembro» (1 Cor 12,27)Jesús no quiere el Cielo y la Eucaristía solamente para Él, sino que nos invita a su Banquete y nos sienta a su Mesa con Él, y nos comparte su propia Carne para Comida, y su Sangre para Bebida, no nos la niega, nos la comparte. Él es nuestro Anfitrión, nosotros sus invitados. Así como el Cielo es y será lugar de encuentro con Dios y con nuestros hermanos, donde el Amor a Dios y al prójimo alcanzarán la plenitud total, así es y tiene que ser en la Eucaristía, pues no podemos separar el amor de Dios del amor al prójimo ni fuera ni dentro de la Eucaristía, ni en la tierra ni en el cielo, ni en el Espíritu ni en la Carne, ya que la Eucaristía es la realización anticipada del Amor de Dios que nos espera en el Cielo, donde todos seremos completamente uno entre nosotros y todos nosotros con Él.
Y si nosotros estamos con Él porque así es como Él lo quiere, ¿cómo podemos recibirle a Él excluyendo al prójimo? ¿y en qué grado está el prójimo unido a Él, quién puede determinarlo? Jesús nos avisa que en el prójimo está Él: «Lo que hacéis a unos de estos pequeños que creen en Mí me lo hacéis a Mí» (Mt 25,40). Y la comunidad es su misma presencia: «Dónde dos o más de vosotros se reúnen en mi nombre, Yo estaré entre vosotros, y vosotros estaréis Conmigo» (Mt. 18,20). Por tanto, donde está la presencia de Jesús está también la presencia del prójimo y la de la comunidad (toda la Iglesia). Si Jesús nos avisa que no podemos acercarnos al Altar sin primero habernos reconciliado con nuestro hermano de fe (cf. Mt 5,23-24), será porque en el Altar está también ese hermano de fe, porque en Él estamos todos, unidos a Él como una sola Ofrenda ofrecida al Padre sobre ese Altar, y no podemos excluir a ninguno. Cuando Jesús instituyó el Supremo Sacramento no se lo guardó para Sí solo ni para su Madre y sus Ángeles, que sí eran dignos, no, sino que lo dio a nosotros, comunidad de pecadores, que somos la Iglesia, compartiéndonos todo y designándonos dignos por su Gracia de tener lo que por nuestra realidad no merecimos.
Y si Jesús quiso estar entre nosotros en la Eucaristía, será porque también Él nos quiere tener a nosotros con Él, rodeándole a Él, para que su Amor sea completo, y sea en la Tierra como un día será en el Cielo. ¿Y en qué modo y grado podemos estar nosotros con Él?, ¿quién entre nosotros se siente capaz de establecer cotas y límites a la generosidad de la gracia de Dios para con nosotros?, ¿o de poner límites a lo que nuestra fe puede pedir y alcanzar? El amor y la gracia de Dios para con nosotros es ilimitado. Y si uno le pide al Padre morar con Él en su abrazo, ¿el Padre se lo negará?, y si uno le pide al Hijo unirse con Él en su Carne y en su Sangre, ¿el Hijo se lo negará? Así como no se lo negó a los hijos de Zebedeo (cf. Mt 20,23) tampoco nos lo negará a nosotros esta vez.
Así que estando nosotros en la Eucaristía con Jesucristo, sobrenaturalmente y en proporción a la gracia y la purificación obtenida por cada alma, es inevitable que AL COMULGAR A JESUCRISTO indirectamente NOS COMULGAMOS TAMBIÉN UNOS A OTROS. Y es imposible comulgar a Jesucristo sin comulgar a todas las demás almas que están unidas a Él por la Gracia: las del Cielo, del Purgatorio y de la Tierra. Ya que la Comunión Eucarística no es un acto individual, sino un Acto Eclesial Universal, que involucra a toda la Iglesia.
Oración
Alma de Cristo
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos.
Amén
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