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viernes, 5 de diciembre de 2025

LA AVERSIÓN AL LIBERALISMO TRAVESTIDA DE FE: SÍNTOMAS, BROTES Y DELIRIOS por JAVIER BENEGAS


LA AVERSIÓN AL LIBERALISMO 
TRAVESTIDA DE FE:
SÍNTOMAS, BROTES Y DELIRIOS


Hay una corriente creciente en ciertos círculos católicos que se ha especializado en combatir al liberalismo con una mezcla muy española de solemnidad, gesticulación moral y un conocimiento más bien escaso de lo que dice realmente la tradición liberal. El artículo * "Liberalismo y fe", de Julio Llorente, tan aplaudido en esos ámbitos, es solo la punta visible de un fenómeno más amplio: la crítica al liberalismo hecha desde una caricatura que se parece al liberalismo tanto como un mapa del tesoro dibujado por un niño se parece a una carta de navegación. Que tantos lo hayan celebrado revela, más que una victoria intelectual, una metodología: la de apagar la luz antes de entrar en la habitación y describir lo que uno cree ver allí dentro.

Lo relevante no es el texto en sí, sino el entusiasmo con que muchos lo han difundido como si ofreciera una refutación decisiva. Se podría pensar que algo tan celebrado escondería un análisis riguroso del liberalismo, o una comprensión profunda de su historia intelectual. Pero lo que encontramos es otra cosa: un liberalismo imaginario que funciona de maravilla como adversario, siempre y cuando el lector no haya leído a Constant, ni a Tocqueville, ni a Berlin, ni a Hayek, ni a Smith más allá de un par de citas de sobremesa. Cuando uno lee que el liberalismo pretende ofrecer una visión del “cosmos”, no puede evitar imaginar a Benjamin Constant y a Isaiah Berlin escupiendo su té en la otra vida.
La crítica al liberalismo que ciertos sectores de la derecha celebran no combate una filosofía política real. Combate un espejismo útil, un muñeco de barro construido para justificar un regreso a formas de autoridad que la tradición cristiana siempre temió
El patrón es siempre el mismo. Primero se construye un liberalismo de laboratorio, casi un meme, una especie de doctrina total que pretende explicar la existencia entera. Después, se acusa a esa construcción artificial de competir con la fe o de minar la moral cristiana. Y finalmente se celebra la victoria. Pero vencer a un muñeco de barro no requiere demasiado esfuerzo. Solo requiere que la audiencia quiera creer, por comodidad o por afinidad tribal, que ese muñeco es el liberalismo. Es el tipo de ejercicio intelectual que consiste en mirar un semáforo ponerse en rojo y acusarlo de abuso de poder.

De ahí surge el gran malentendido, el mostrenco error intelectual: confundir la neutralidad política con la indiferencia moral. Muchos de los que han aplaudido el artículo repiten con convicción la idea de que el liberalismo obliga al creyente a renunciar a la verdad, a su telos, a su compromiso moral. Esto es falso, pero, claro, tiene algo de poético: imaginar al liberalismo como un fantasma relativista que exige al católico dejar su fe en el perchero antes de entrar en la vida pública. Lo cierto es que el liberalismo no exige indiferencia, sino limitación de la coacción. No dice “todo da igual”; dice “tu bien no debe imponerse por la fuerza, y el del vecino tampoco”. La mayoría de los santos, por cierto, vivieron conforme a esta distinción, probablemente porque entendían que evangelizar no es lo mismo que legislar una conversión obligatoria.

Tampoco ayuda que muchos de los entusiastas de esta nueva moda antiliberal hayan decidido instalarse intelectualmente en Hobbes, como quien decide mudarse a un edificio antiguo sin ascensor y luego culpa a la arquitectura moderna de que ha de subir por las escaleras cargado con la compra de Mercadona. Todo se reduce a una definición de libertad como “ausencia de impedimentos”, ¡como si no hubieran pasado tres siglos de teoría política!, y como si Berlin no hubiera afinado el concepto definiendo la libertad negativa como ausencia de coacción, Hayek no hubiera explicado que el enemigo es la autoridad arbitraria y no la ley justa, y Oakeshott no hubiera insistido en que la libertad moderna es un espacio civil, no una moral de diseño. Pero nada de esto suele aparecer en los textos compartidos con fervor; lo que aparece es una versión de la libertad negativa escrita en 1670.

Esta tendencia tiene otro rasgo inquietante: convertir la moral personal en arquitectura política. Muchos de los que celebran la crítica creen sinceramente que si el Estado no impone un telos sustantivo, entonces la sociedad cae en la disolución. Desde esa perspectiva, el liberalismo no sería lo que es, prudencia política, sino nihilismo. Y la neutralidad estatal no sería una técnica que preserva la convivencia, sino un síntoma de decadencia espiritual. El error de bulto es que esto ignora algo esencial: el liberalismo no renuncia al bien; renuncia a imponerlo por medios coercitivos.

Se ignora, incluso, que la tradición cristiana siempre ha desconfiado de los poderes que pretenden salvar almas desde arriba, y con razón. Basta un repaso superficial a la historia europea para constatar que los gobernantes que se consideraron custodios de la virtud terminaron siendo más peligrosos que los supuestos enemigos de esa virtud. La pretensión de fundir moral sustantiva y poder político ha producido muchos más asesinatos que conversiones.

Hay otro detalle del artículo de Llorente que merece mención aparte y que muchos de sus entusiastas probablemente han pasado por alto, quizá porque resulta doloroso mirarlo de frente. Me refiero la descalificación implícita y sutil al Padre Robert Sirico, uno de los pocos teólogos contemporáneos que ha razonado con auténtico rigor por qué liberalismo y fe no son antagónicos, ni siquiera siguiendo al pie de la letra los textos bíblicos. Para Sirico, no solo no existe contradicción entre la moral cristiana y orden liberal, sino que precisamente el liberalismo crea las condiciones para que la caridad, la virtud y la responsabilidad personal florezcan auténticamente, sin coacción.

Lo llamativo —y, seamos sinceros, alucinante— es que esta descalificación velada provenga de quienes, en la práctica, no renuncian a ningún lujo ni aspiran precisamente a un estilo de vida ascético. Es curioso contemplar cómo ciertos críticos del liberalismo, que defienden una supuesta pureza doctrinal en la teoría, en la práctica parecen más preocupados por gozar de una solvencia económica siempre creciente, por no perder comodidades y por rodearse de la seguridad material que proporciona el tipo de economía que ellos mismos demonizan en sus escritos.

En contraposición a la crítica de católicos aburguesados, Sirico, franciscano, ha hecho voto de pobreza. Su defensa del liberalismo no nace de la conveniencia personal ni de un interés material —sería difícil encontrar alguien menos movido por incentivos económicos—, sino de un análisis teológico serio y de un compromiso vital con la idea de que la libertad permite al ser humano responder moralmente, sin la interferencia de un poder que pretende sustituir su conciencia. Que se cuestione veladamente su posición desde la comodidad de despachos bien calefactados, sin asumir la más mínima parte del sacrificio material que su vida encarna, es una ironía que Chesterton no habría pasado por alto.

No podía faltar, en este ecosistema que celebra el antiliberalismo como señal de identidad, la caricatura de Adam Smith. Este meme es ya casi una tradición. Se repite un ritual casi litúrgico: se cita la “mano invisible” descontextualizada, se omite La teoría de los sentimientos morales, y se declara solemnemente que el liberalismo santifica la codicia. El procedimiento es tan rudimentario que se podría adaptar a una función escolar.

Sin embargo, quien haya leído a Smith sabe que era —¡ni más ni menos!— un moralista escocés preocupado por la prudencia, la benevolencia y la virtud, no un apóstol de la depredación económica. Que esta caricatura siga circulando y siendo aplaudida dice más de la cultura del meme que de la economía política. Y, desde luego, dice mucho más del entusiasmo con que algunos fabrican enemigos doctrinales que de la doctrina en sí.

Por eso no sorprende que el relativo éxito de discursos como el de Llorente no se deba a su solidez intelectual, sino a su utilidad tribal. Una parte de la derecha española, deseosa de combatir al progresismo, ha decidido que la mejor manera de hacerlo es atacando la libertad individual, el pluralismo y el Estado de derecho, como si todo ello fuese un invento globalista para debilitar la tradición. No es casualidad que muchos de esos mismos sectores celebraran, hace no tantos años, la libertad religiosa y la libertad de educación como logros históricos.

El giro antiliberal, más que una convicción, parece una moda reactiva, bastante infantil, por cierto, que confunde autoridad con orden y coacción con virtud. Es más sencillo acusar al liberalismo de tibieza que leer a Berlin; más rentable denunciar el pluralismo que asumir la enorme complejidad moral de una sociedad libre.

El liberalismo real —no el liberalismo de barro que algunos combaten con tanto entusiasmo— nunca ha impedido a nadie vivir su moral plenamente. Lo que impide es imponerla por decreto. Permite la evangelización, pero no la conversión administrativa; permite la tradición, pero no el integrismo a golpe de BOE; permite la fe, pero no la fe certificada con sello oficial y firma del ministro. Esa distinción es precisamente lo que protege la conciencia individual, especialmente la religiosa. Y es precisamente esa distinción la que muchos parecen dispuestos a sacrificar en nombre de una épica política mal entendida. Esta sí, producto de un nihilismo infantil acorde con los tiempos.

La crítica al liberalismo, tal como se está popularizando en ciertos círculos, no combate una filosofía política real. Combate un espejismo útil, un trampantojo, una ilusión proyectada para justificar un regreso a formas de autoridad política que, cuando se examinan con detenimiento, acaban pareciéndose demasiado a aquello de lo que la propia tradición cristiana ha intentado escapar desde hace siglos. Quizá ahí esté la verdadera paradoja o, mejor, la alucinante paradoja: parte de la derecha quiere luchar contra el progresismo adoptando justo aquello que históricamente ha destruido la libertad religiosa, la propiedad privada y el orden moral no coercitivo que emana de la comunidad.

No es que se critique al liberalismo; eso es legítimo y, a menudo, necesario. Es que se critica desde la ignorancia y se aplaude desde la comodidad. Se confunde la prudencia con tibieza, la libertad con relativismo, la neutralidad con vacío moral y el Estado de derecho con una especie de complot anticristiano. En ese clima, cualquier texto que confirme las sospechas del grupo se recibe como si hubiera desmontado dos siglos de filosofía política. Pero desmontar un espantapájaros no convierte a nadie en ingeniero: mucho menos en intelectual.

El liberalismo clásico no es perfecto, pero es sensato, modesto y extraordinariamente prudente. Se basa en una idea simple y profundamente humana: somos falibles, y por eso el poder debe estar limitado. Que una parte creciente de la derecha española esté olvidando esta lección para abrazar un moralismo político de diseño —pura ingeniería social— debería preocupar más que cualquier artículo aislado. Porque cuando se deja de entender por qué necesitamos limitar el poder, lo que viene después siempre es peor. Gracias a Dios —nunca mejor dicho— esta corriente antiliberal es bastante marginal. Lo preocupante, sin embargo, es que algunos sectores de la Iglesia la subvencionen y parezcan olvidar que lo que la ha salvaguardado del totalitarismo de izquierda ha sido, precisamente, el orden liberal.

'Liberalismo y fe' 
o las simplificaciones peligrosas
El cristianismo no se juega su futuro en su oposición frontal al orden de libertades contemporáneo, sino en su capacidad para fundamentarlo de nuevo sobre una antropología verdadera. No necesita menos libertad. Necesita más verdad
Hace unas semanas,
Julio Llorente publicó en "La antorcha" un artículo titulado    
*'Liberalismo y fe'. Dicho texto induce a una confusión grave entre los católicos que merece ser señalada, pues defiende una incompatibilidad esencial entre nuestra fe católica y nuestro marco jurídico y político. Proyecta, además, una imagen de la Iglesia difícilmente conciliable con su magisterio reciente. De esta manera, se desorienta a los creyentes en su juicio sobre la vida pública y empobrece el debate cultural. Desgranar estos errores resulta necesario para no combatir en escenarios ficticios, sino allí donde realmente se juegan los desafíos de nuestro tiempo.

Enumeraré los errores del artículo para facilitar su lectura.

1. Convertir el diagnóstico en caricatura

El artículo describe con bastante fidelidad algunos rasgos de la cultura contemporánea surgida en el contexto del liberalismo tardío: el primado absoluto del yo, la autodeterminación erigida en dogma, la desvinculación entre libertad y verdad, la sospecha sistemática hacia toda norma objetiva.
Llorente simplifica, al máximo, de forma que el liberalismo deja de ser un conjunto plural de tradiciones políticas para convertirse en una especie de sujeto moral unificado, responsable de todos los males contemporáneos. Con ello pasa por alto un hecho decisivo: muchas de esas derivas no proceden directamente del liberalismo como tal, sino de ideologías posteriores –de signo identitario, constructivista, poshumanista, ideología woke, ecologismo político o animalismo ideológico– que nada tienen que ver con el liberalismo en su origen, aunque hayan prosperado en el espacio que el propio liberalismo permite. La raíz última de este problema la abordaré más adelante.
Esta operación intelectual, tan eficaz retóricamente como pobre en rigor, convierte una descripción de efectos en una condena de esencias y, con ello, desfigura el diagnóstico del problema que pretende combatir.

2. Ignorancia del marco eclesial

El artículo razona como si la Iglesia no hubiera reformulado profundamente su relación con la libertad, el Estado y la sociedad plural a lo largo del siglo XX. Hoy la doctrina católica afirma simultáneamente tres cosas inseparables: que la libertad sin verdad ni caridad es insostenible, que el mercado sin límites morales se vuelve inhumano y que la libertad civil y política es un bien que debe ser preservado.
El texto asume las dos primeras, pero omite sistemáticamente la tercera, sin reconocer en ningún momento el valor propio de la libertad civil y política como bien a preservar. Esta no es la posición de la Iglesia, sino una lectura ideológica que sitúa a los católicos en una relación de hostilidad permanente con el marco histórico en el que hoy están llamados a vivir y evangelizar.

3. Una crítica que apaga más luces de las que enciende

Aunque el artículo no formula explícitamente un modelo alternativo ni una propuesta política concreta, su modo de plantear el problema –como una incompatibilidad de principio entre liberalismo y fe– cierra de hecho la posibilidad de toda reforma interna del orden liberal y empuja el debate hacia una lógica de sustitución global. Al presentar el liberalismo como intrínsecamente viciado, el texto desactiva cualquier intento de corrección desde una visión cristiana. Cabe entonces preguntarse cuál sería la alternativa: ¿vincular de algún modo fe y poder?
Ya sabemos cómo acaba la historia cuando se olvida que su reino no es de este mundo. Siempre que la Iglesia se ha ligado en exceso a un régimen político, ha pagado un precio alto: pérdida de credibilidad, instrumentalización, persecución, descrédito moral. El orden de libertades moderno –con todos sus déficits– ha sido, precisamente, el marco en el que la Iglesia ha podido predicar sin tutela estatal, organizarse sin dependencia del poder y expandirse en libertad. Ignorar estos hechos es una forma de miopía histórica.
No hay que olvidar que este tipo de discursos presentan la fe católica como intrínsecamente incompatible con la libertad civil, el pluralismo jurídico o la autonomía de conciencia, algo que no sólo no es cierto, sino que perjudica seriamente la imagen de la Iglesia. Se refuerza así el retrato que sus adversarios desean imponer: el de una institución esencialmente hostil a la libertad. De este modo, un discurso que pretende ser apologético termina funcionando como argumento perfecto para los detractores del catolicismo.

4. El exceso de forma y la falta de fondo

A lo anterior se añade un problema igualmente serio: un estilo argumentativo más atento a la brillantez expresiva que a la solidez lógica del razonamiento. El artículo hace un uso constante de oposiciones tajantes, definiciones monolíticas, citas sacadas de contexto y asociaciones retóricas más sugerentes que demostradas.
Todo ello envuelto en un registro de apariencia teórica que sustituye con frecuencia la demostración por la sugerencia. Este tipo de discurso resulta dañino por el efecto que produce: puede inducir en muchos lectores la impresión de que se está ante una crítica de mayor hondura doctrinal de la que tiene.

5. El problema no es la libertad individual, sino su desvinculación de la verdad

El núcleo de la crisis contemporánea no es la existencia de libertades civiles, sino la ruptura con la antropología que les daba sentido. Cuando desaparece la noción de naturaleza humana, cuando la dignidad deja de remitir a un orden recibido, cuando la libertad se redefine como pura autoafirmación, las libertades dejan de ser camino y se convierten en factor de desorientación y de pérdida de sentido.
Esto es un riesgo inherente a la condición libre del hombre, asumido por Dios al crearlo, no una invención del liberalismo. Esta crisis no se resuelve suprimiendo la libertad individual querida por Dios, sino restituyendo su significado y recordando a la sociedad que no todo lo posible es humano, que no todo lo elegido es bueno, que no todo lo deseado es digno.

6. El inciso decisivo: libertad y antropología

Aquí conviene introducir la matización central que el artículo 'Liberalismo y fe' omite por completo: el liberalismo no nace ex nihilo, sino dentro de una cultura ya estructurada por categorías de raíz cristiana (dignidad, conciencia, ley natural, límite al poder o igualdad moral).
El primer liberalismo fue viable –con sus límites– porque vivía aún de ese humus moral heredado. El problema surge cuando se emancipa de ese suelo antropológico: cuando la dignidad depende solo de la voluntad, los derechos de la decisión y la libertad pierde referencia al bien, el sistema entra en contradicción consigo mismo. Por eso puede decirse que el liberalismo sin una antropología firme lleva en sí el germen de su autodestrucción.
La tarea inteligente para los católicos hoy no es demoler el marco liberal, sino recordarle los presupuestos antropológicos que lo sostienen: que existe una naturaleza humana, que hay bienes objetivos, que la libertad no se crea a sí misma, y que los derechos descansan sobre un orden previo que no depende del consenso. Todo esto, lejos de ser un gesto antiliberal, es el único modo de salvar lo mejor del liberalismo de su propia deriva.

Conclusión

El artículo 'Liberalismo y fe' acierta al identificar una crisis real del sentido de la libertad y del bien en nuestras sociedades. Pero yerra gravemente al confundir efectos históricos con esencias doctrinales, al transformar una crítica moral en una condena política global, al sugerir una salida implícitamente regresiva y autoritaria, y al adoptar unos modos argumentativos que, bajo apariencia de profundidad, confunden más de lo que esclarecen.
El cristianismo no se juega su futuro en su oposición frontal al orden de libertades contemporáneo, sino en su capacidad para fundamentarlo de nuevo sobre una antropología verdadera. No necesita menos libertad. Necesita más verdad. Y la verdad —como enseñó siempre la Iglesia— no se impone por choque cultural ni por ropajes pseudointelectuales, sino por su capacidad de iluminar la vida concreta de los hombres.

* EL LIBERALISMO Y FE

El liberalismo es singular desde por lo menos un punto de vista. Su relación con la Iglesia católica es más amistosa que la de las demás ideologías. Considerada la promesa de un paraíso terrenal, consideradas las criminales aplicaciones de las tesis de Marx, nadie se pregunta a estas alturas si el comunismo es conciliable con la fe católica. Lo mismo ocurre con el fascismo: ¿cómo soslayar la incompatibilidad de su propensión paganizante y de su exaltación beoda de la voluntad con el credo de los apóstoles? Sólo al liberalismo se le ha concedido  el privilegio de la duda. Hay quienes conjugan La riqueza de las naciones y el Evangelio con admirable ligereza, convencidos de que apenas encajan las piezas de un puzle. Para algunos teóricos, el liberalismo es la derivación política y económica del sermón de la montaña, algo así como el culmen natural del desarrollo de la fe.

El sacerdote Robert Sirico, defensor del libre mercado, descubre en las parábolas el origen remoto del capitalismo. Charles Gave, por su parte, aventura una tesis más audaz: según él, Jesús no habría sido un liberal avant la lettre, qué va, sino el Liberal por antonomasia, el arquetipo mismo de todos los liberales.

Tal vez esta excepcionalidad responda a la misma naturaleza del liberalismo. ¿Cómo repudiarlo cuando no ha sido abiertamente hostil a la fe? ¿Cómo cuando los católicos han vivido libremente -o al menos eso se afirma­ bajo regímenes liberales? El liberalismo no impondría un sistema; propondría un talante. Ampliaría el espacio público, derribaría sus antiguas murallas. Las revoluciones liberales habrían clausurado la época de los discursos indecibles y de los ritos impracticables. Tras siglos de opresión -eso nos recuerdan sus entusiastas-, hoy conviven en el ágora la palabra blasfema y la palabra devota, el ateísmo y la religiosidad. Lo mismo sucedería en el ámbito económico: el capitalismo - declinación económica del liberalismo­ no impondría un ideal; permitiría al individuo emancipado seguir el suyo. El maestro Enrique García-Máiquez expresa el sentir de muchos católicos cuando dice, demasiad o a menudo, que el liberalismo económico es el único sistema que tolera un modo de vida chestertoniano. Descubrimos, de este modo, la razón última de la fraternidad liberal-católica: la neutralidad institucional pretendida por el liberalismo propiciaría el florecimiento religioso anhelado por la Iglesia.

Pero el hombre, incluso el liberal, está condenado a la doctrina; para él, la neutralidad constituye tan sólo una quimera. Quien se encoge de hombros también toma partido. Los enemigos de los dogmas son, para su desgracia, unos dogmáticos. Cuando el liberal propone la convivencia armoniosa de cosmovisiones, delinea sin pretenderlo una cosmovisión. Tal vez su fe sea vaporosa, pero no es por ello menos militante. 
¿Puede el católico profesar dos credos, el de la indiferencia pluralista y el de la cruz? ¿Puede uno desear la ciudad de Dios y, al tiempo, bendecir la torre de Babel?

"El liberalismo no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción
determinada del hombre y del cosmos".

Las razones de una incompatibilidad

Por el momento apenas hemos identificado el liberalismo como ideología: no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción determinada, aunque brumosa, del hombre y del cosmos. Nos corresponde ahora, por tanto, regresar a la pregunta inicial. ¿Son conciliables el liberalismo y la fe católica? Amparado en la autoridad de muchos pontífices, yo sostengo que no. El indiferentismo liberal se funda en una imagen del hombre y de la Libertad diferente, podría decirse que antagónica, de la imagen católica. Para el liberal, la libertad consiste en una mera ausencia de impedimentos (Hobbes); para el católico, en la elección consciente del bien (Agustín). Para el primero, la libertad constituye una meta; para el segundo, un viacrucis. La libertad liberal es una prebenda; la libertad católica, un compromiso. El teólogo William Cavanaugh escribe al respecto en el primer capítulo de Ser consumidos, donde compara las filosofías de san Agustín y de Hayek:

"La libertad, desde el punto de vista de san Agustín, no consiste simplemente en la falta de interferencia externa. La visión de libertad que tiene san Agustín es más compleja: la libertad no es simplemente una libertad negativa de, sino una libertad para, una capacidad para lograr ciertas metas que valen la pena. Todas esas metas se integran en el telos que rige la totalidad de la vida humana, el retorno a Dios". 

El liberalismo se revuelve contra este telos, considerado opresivo. Si la Iglesia afirma la existencia de una finalidad intrínseca al hombre -"Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti"-, el teórico liberal la descarta. No habría un fin innato y, como tal, ineludible. El individuo liberal, señor de sí mismo, artífice de su propia ventura, decide autónomamente los horizontes a los que encaminarse. Ya no estaría llamado a la realización en el bien, sino a la autodeterminación, aunque sea en el mal. Ya no estaría constreñido por una vocación natural, sino empoderado por una soberanía irrestricta. En un célebre pasaje de La libertad de los modernos, Benjamin Constant asegura que libertad es también, por supuesto, "libertad para abusar". Hayek, más grandilocuente, erige al individuo en "juez supremo de sus fines". El titán brama desencadenado. 

"Los enemigos de los dogmas son, para su desgracia, unos dogmáticos".

La economía de los árboles

De la negación de un fin compartido se deduce, en lógica consecuencia, la imposibilidad de un bien comunitario. El fin propio de Ja política estribaría en salvaguardar la soberanía del individuo; el fin propio del individuo, en multiplicar su autonomía. La vida buena se disolvería en una vida libre. El bien común degeneraría en una suma babélica de intereses. Emancipado de la comunidad, pletórico de independencia, el individuo puede perseguir sus propias aspiraciones. La sociedad cae, así, en un atolladero anómico que sólo la taumaturgia, ejem, puede remediar: en sus dos principales ensayos, Adam Smith se refiere a una brumosa mano invisible que troca el beneficio individual en beneficio general,
la codicia en filantropía. ¿No es esto -zafia como todas las secularizaciones- de la providencia?
¿No acaso una santificación del egoísmo?

"Nada hay de virtuoso en el egoísmo y la codicia sólo engendra codiciosos"

Nada más contrario -creo- a una "economía católica", cuyo eje no es el individuo, sino el prójimo. El liberalismo orilla una verdad tan vieja como el Evangelio: el hombre se realiza cuando se descentra y se descentra cuando se entrega. El padre trabaja para que su familia viva; el camarero faena para que la parroquia goce; el jardinero cultiva para que el mirlo cante. La fe de nuestros padres desvela la ficción liberal. Nada hay de virtuoso en el egoísmo y la codicia sólo engendra codiciosos. ¿A qué está llamada la empresa sino al servicio? ¿A qué está llamado el oficio sino a la ofrenda?
Cristo utiliza con frecuencia imágenes hortofrutícolas. En una escandalosa inversión de las jerarquías, erige al árbol en modelo para el hombre. Tiene sentido, naturalmente. Los frutos de la higuera no son para sí misma. Su esfuerzo, como el del jornalero esmerado, como el del artesano cuidadoso, culmina siempre en oblación.

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jueves, 4 de diciembre de 2025

LA RELIGIÓN DEMOCRÁTICA: NUEVA FORMAS DE CULTO EN EL SIGLO XXI por FRANCISCO DE BORJA GALLEGO PÉREZ


La religión democrática: 
nuevas formas de culto en el siglo XXI



1. EL DEVENIR HISTÓRICO DE LA RELIGIÓN POLÍTICA

El fenómeno de la religión política no es extraño a la historia de la modernidad europea. Las ideologías utópico-revolucionarias nacidas en torno a la deriva reformista del calvinismo eclosionarían entre los XVIII y XIX, dando el pistoletazo de salida al modo de pensar occidental posmoderno, cuya savia doctrinal, fundada en la revolución como elixir farmacológico-emancipatorio, se extendería hasta bien entrado el siglo XX. La culminación de estos nuevos dogmas de fe decididamente ateos, pero marcadamente religiosos, llegaría como consecuencia del auge y del posterior triunfo de los regímenes totalitarios. Estas nuevas formas de mesianismo político compartían entre ellas no solo las características típicas de todo pensamiento total -siendo la más prominente, quizá, la invasión de la conciencia-, sino también la necesidad de erradicar el mal -trasunto secular del pecado- como condición sine qua non para la victoria definitiva de la ideología en la historia. La materialización del paraíso en la tierra -una idea puritana- no era otra cosa que la construcción de la sociedad perfecta, el prurito revolucionario por antonomasia. La promesa en la bienaventuranza eterna del cristianismo fue, por tanto, sustituida por el discurso prometeico de la bienaventuranza terrestre, conquistada y garantizada por la política. No resulta arriesgado afirmar que el precedente más nítido de religión secular, y futuro material genético totalitario, se halle en el socialismo marxista, aunque se podría legítimamente alegar también que la verdadera embriogénesis se remonte al jacobinismo francés o incluso en los experimentos proto-anarquistas del milenarista Juan de Leiden.

En cualquier caso, el marxismo presentó un sistema filosófico que sentaría la base de los futuros dogmas totalitarios. El principal estandarte fue el materialismo histórico, de cuño hegeliano. En el marxismo supuso la liquidación definitiva del sentido lógico-objetivo, y también natural, de la realidad, a favor de una interpretación mecánica y científica de la historia, sostenida por la dialéctica entre las clases como motor del progreso y del futuro. La violencia, partera de toda revolución según Marx, sería el instrumento de acción necesario para catalizarla. La recompensa final era el paraíso terrenal, liberado de toda desigualdad; una suerte de edén intrahistórico donde una nueva categoría antropológica se declaraba vencedora y redentora de todos los males del mundo. Una hipótesis, con acentuado tono soteriológico, reproducida hasta la saciedad casi un siglo más tarde por todos los grandes movimientos totalitarios del momento.

Así, el pensamiento totalitario abrazó, sin excepción -aunque con ciertas variaciones según cada evangelio ideológico- todos los elementos clásicos del marxismo, empezando por la explicación mecánico-materialista, antirreligiosa, nihilista y secularista de la realidad, la cual incluye una escatología terrestre, así como la hondura hegeliana en la dialéctica existencial entre las estructuras sociales. Posteriormente, los diversos movimientos fueron añadiendo sus características propias: la palingenesia a través de la sociología moral de la nación -un hito romántico-, el utopismo y la perfectibilidad humana mediante la política – que exige el culto a la juventud y el rechazo de lo vetusto-, la hagiografía de los mártires, la extirpación política del mal, la megalomanía estética, el nominalismo subyacente en el uso del lenguaje, el derecho auto percibido y la identidad auto construida, y, en algunos casos, la mitificación de la raza mediante la mística alrededor del bios. En fin, un largo etcétera que constituye los ingredientes de la receta clásica de religión secular y la devoción sistémica hacia la idea del hombre nuevo, hijo predilecto del progreso.

Tras la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazismo, la cuestión de la religión política como sustituta de la espiritual, pareció haber perdido cierta relevancia, y el debate sobre sobre la posibilidad de un culto inmanente o laico en los tiempos de la democracia, ha quedado desplazado o directamente postergado al ámbito de la especulación académica. Sin embargo, creo que el fenómeno ha experimentado una intensificación al asociarse con determinadas expresiones políticas propias y exclusivas del modelo democrático, que particularmente sirve como plataforma de propagación y, a menudo, ocultamiento.

2. LA RELIGIÓN DEMOCRÁTICA Y SUS SUBPRODUCTOS

En nuestro tiempo hodierno, la cuestión religiosa ha quedado limitada al ámbito de lo privado. La aconfesionalidad de los Estados occidentales y el triunfo de las sociedades laicas son testimonio de la culminación final del proceso de secularización inaugurado en la era de Lutero. Lo que comenzó como una maniobra para preservar la fe del poder contaminador de lo mundano, acabó por desplazar lo religioso del espacio público, confinándolo en la esfera individual de la conciencia. De esta manera lo religioso abandonó su papel, antes fundamental como constitutivo del êthos social, para quedar relegado a la intimidad espiritual individual. Este modelo ha logrado perdurar en Europa al encajar operativamente con el espíritu de neutralidad de los sistemas democráticos. Esto no fue óbice sin embargo para la confección de una moral pública y colectiva, desalojada ya de toda sustantividad o trascendencia. Un tipo de moral que habría de servir como remedo de la otrora moral religiosa ante el vacío metafísico que provocó la ausencia de un sentido verdaderamente espiritual en la vida pública del hombre. Así, las sociedades modernas habrían de suplir la falta de fe en la vida ultramundana por una fe en el sistema.

En el contexto de la superación de la etapa de los totalitarismos, el modelo liberal parlamentario -cuya legitimidad internacional había quedado probada tras las guerras mundiales-, gozaría de una presencia -bajo la fórmula de la socialdemocracia- cuasi omnímoda en Europa. Un remedio apotropaico aplicado a todas estructuras políticas posibles, imponiendo no sólo la fórmula representativa y electoral, sino los valores europeos laicos, herederos del humanismo cristiano -libertad, igualdad, dignidad- ahora neutralizados y atravesados por el matiz ideológico del liberalismo occidental. Un sistema fundado en las libertades individuales, los derechos civiles y la igualdad jurídica que, sin embargo, parece a menudo funcionar en contra del pensamiento crítico y la libertad de conciencia, supuestamente objeto de protección jurídica. Oponerse a la democracia constituye un anatema, puesto que esta representa el bien político por excelencia, y cualquier otra alternativa es susceptible de ser expulsada del espacio público. En el crisol pluriideológico de la democracia, dominado por el relativismo y la neutralidad política, cualquier forma de pensar es válida siempre y cuando esté subsumida al valor supremo del sistema. Dicho de otra manera, ningún discurso es moralmente superior a otro porque todos se articulan dentro del mismo código de valores instituidos por la democracia. Se ha generado así, desde mediados del siglo XX, un universalismo moral democrático sobre el que no cabe reproche, pues oponerse a la democracia constituye una felonía política o, cuanto menos, una herejía secular. El concepto del pecado ha transitado desde la prevaricación moral contra el orden divino, hacia la desobediencia -legal o moral- al orden de cosas establecido. El centro metafísico de la mácula religiosa ahora es sustituido por el estigma sociopolítico que supone sospechar de un sistema que aparentemente existe para proteger la libertad. Una libertad en la que no es posible la disidencia.

Por todo esto, me aventuro a colegir que la democracia ha devenido en la última religión política de nuestro tiempo, aunque esta afirmación exige sin duda matices. El más importante es que la religión democrática se diferencia ampliamente de las religiones seculares “tradicionales”, que todavía se articulaban alrededor de una explicación objetiva de la realidad -mecánica o biológica-, ya que la religión democrática apuesta directamente por la fragmentación del pensamiento y la hipertrofia solipsista de la voluntad. De esta forma, la democracia, más que una religión en sí misma, busca proporcionar una legitimidad al resto de ideologías que ven la luz como subproductos de ella. Se trata por tanto de un medio conductivo para la conformación de nuevas y muy numerosas formas de religión laica. Estas, como digo, solo existen o pueden sobrevivir dentro de la tuición del pluralismo y la pretendida neutralidad democrática, por eso entiendo que son subyacentes al sistema y jamás podrían reproducirse fuera de este.

La agenda ideológica de la religión democrática es muy variada y variopinta. El denominador común es doble: el sustrato nominalista y el sentido materialista e indeterminado del progreso.

3. EL ÓBITO DE LA REALIDAD

Empezando con lo primero, resulta inevitable rescatar la idea de Baudrillard, quien lamentaba que la realidad posmoderna, carente de sentido y desahuciada ontológicamente, parece haber devenido en un simulacro, una ficción representativa o una “performance”. En otras palabras, lo que el filósofo francés denunciaba, en definitiva, es que la posmodernidad es el verdugo de la realidad, y que lo que estamos presenciando, no es otra cosa que su ejecución o asesinato: lento, tortuoso e irreversible. Una suerte de tiempo patibulario en el que el orden objetivo de las cosas, con antaño referencia en lo universal -a lo que el hombre siempre ha podido acceder, desde los tiempos de Aristóteles, por medio de la razón y de la inteligencia- periclita a favor de la vindicación identitaria y emocional del individuo, solo accesible vía deconstrucción del orden mismo del ser y de su propia naturaleza. La sindéresis tomista -aquella que nos hacía partícipes del orden de lo creado mediante la razón- deja paso a la letanía de la auto referencia absoluta del sujeto.

Defenestrado el binomio universal-racional, la religión laica posmoderna reclama un nuevo sintagma fundado en lo personal-identitario o subjetivo-emocional. La naturaleza y la razón, antaño estandartes de la vida política y social, en tanto ordenaban el quehacer humano en torno al bien lo común según una naturaleza -política y antropológica- compartida, son resignificados ahora por la conjura arbitraria de la voluntad privada del agente reflexivo, recipiente último de la voluntad superior del Estado, quien colma vía deus ex machina sus más bizantinos designios. El interés común de la vida pública queda desplazado por el capricho individual, al quedar confundido el deseo con derecho -el gran problema del derecho subjetivo-, haciéndolo mudar desde su sentido ordenador de lo común, hasta su instrumentalización por parte de lo que exigen unos pocos para la asunción de todos.

La nueva teodicea identitaria, marca también de forma definida sus ritos y liturgias seculares, así como la democracia lo hace con el sacramento del voto -que incluye jornada institucional de reflexión-, la perícopa de la religión política posmoderna celebra sus conmemoraciones, cabalgatas y “parades”, reivindicando orgullosamente la libertad, la igualdad y la integración de aquellos que, según su discurso, han sido tradicionalmente desplazados y que ahora, en una suerte de revanchismo histórico, tienen el deber moral de invertir la dinámica superestructural de hegemonía política. En todo este proceso, se configuran símbolos, se enarbolan banderas, se elaboran consignas y, sobre todo, se produce ingente cantidad de nuevo lenguaje. Las palabras constituyen la principal munición en la batalla política por doblegar la realidad y la naturaleza. La plasticidad ínsita del lenguaje se presta para esta peculiar tarea: allí donde no existe una categoría, se inventa, porque solo mediante su invocación nominal es posible determinar su existencia sobre el vacío de una realidad ya sustancialmente debelada. Dicho de otra manera, de lo que se trata es de pujar por un emplazamiento en el espacio político en esta enorme subasta de las ideas y los conceptos que es la posmodernidad.

Un carnaval orgiástico del capricho humano, donde la voluntad es confundida con un deseo sicalíptico auto referencial, y en el que el narcisismo patológico se extiende endémicamente como una enfermedad crónica e histérica, ansiosa por reclamar todo aquello que imagina como suyo. O, al menos, aquello sobre lo que tiene capacidad de poseer puesto que, en el fondo, la lógica oculta a esta dinámica del deseo, capaz de reclamar lo imposible mediante ficciones jurídicas útiles, delata una actitud sumamente mercantilista que persigue capitalizar lo humano -su identidad, su naturaleza, su razón-, como un bien de consumo. Como vemos, el germen nominalista es infranqueable.

Algunas de estas religiones subproducto, tienen un claro fetiche genital-identitario, como otras parecen desplegar micro dogmas alrededor de cuestiones también puramente materiales como la raza o el derecho reproductivo, resultado de una interpretación negativa de la libertad sexual, que reducen la vida a una cuestión emocional-psicosocial. De ahí que se haya dado pábulo sin mucho miramiento a la “cultura de la muerte”, donde se justifica la eutanasia y el aborto por motivos fundamentados en la voluntad individual, despreciando la dignidad de la vida humana. Como la categoría “vida” ha quedado rebajada a una imputación nominal, esta deviene sujeta a la veleidad médica y jurídica pertinente, que puede legislar -y así lo hace- sobre la existencia humana hasta el punto de hacer de ella una situación se excepcionalidad, en el que la volición individual hace las veces de poder soberano, así sea sobre el propio cuerpo o el ajeno. En el caso de este último, al no reconocerse su realidad óntica -tampoco fenomenológica- puede liquidarse sin contemplaciones morales, pues no se trata más de una extensión corpórea, tan desechable como cualquier otro apéndice potencialmente deforme del cuerpo.

La eugenesia sistémica del nonato se ha convertido, no solo en un motivo de reclamo político, sino en la gran tragedia de nuestro tiempo. Lo humano -en su sentido ontológico, integral- ha quedado desplazado a favor de los intereses particularistas del mercado, la conveniencia privada y la dimensión psíquica de la madre, aunque esta ya no puede ser considerada a tal efecto. Porque, en todo esto, el uso del lenguaje por supuesto, que como venía adelantando más arriba, juega un papel crucial. El niño es un zigoto, la madre es una progenitora o, incluso, es referida únicamente como persona gestante, porque admitir su sexo sería algo así como asumir que efectivamente existe un vínculo genético, natural y biológico entre ella y el no nacido. El objeto de toda esta oligofrenia terminológica no es otro que desnaturalizar lo humano, vía politización, haciendo de la noción del hombre algo artificioso. La naturaleza, antes inscrita en el magma antropológico del ser, ahora es impostada, performativa y, por tanto, sujeta a todo desplazamiento político posible. Así se derogan las categorías, o como mínimo se hace de ellas nada más que una representación fugaz e intrascendente que ya nada tiene que decir o imponer sobre la vida de las personas. Se puede ser hombre y menstruar porque el dato de experiencia biológico no es suficiente argumento de peso a la hora de dictaminar la providencial agenda identitaria de este “nuevo hombre nuevo”, que ya difícilmente puede ser hombre, pero que desde luego busca ser incesantemente nuevo en la quimérica obsesión por ser relevante en el escaparate monstruoso de la posmodernidad.

Como vemos, el discurso de la libertad ha quedado retorcido, ya que ahora parece versar exclusivamente en términos de autopercepción. El problema radica en que esa percepción se hace vinculante al resto. No en vano, en todo esto subyace una velada tiranía democrática que, como los viejos totalitarismos, ejecutan sus designios motivados por el sentido indeterminado del progreso.

4. EL PROGRESO ETERNO

La primera ideología progresista de la historia, si se me permite expresarlo con estas palabras, fue el cristianismo. Esto es así al menos si tomamos el concepto de progreso como un proceso de perfeccionamiento que alcanza una plenitud en un determinado momento de la historia. Con el cristianismo, esa plenitud es satisfecha fuera de la historia, y además es conclusiva, es decir, se agota sobre sí misma. No puede existir más progreso humano que la salvación, y el hombre no pude ser más perfecto que en su elevación hacia lo trascendente. Al individuo se le abre la posibilidad de este progreso gracias a la inmolación de Cristo, y comienza a recorrer ese sendero progresivo en el momento en el que abre su corazón y acepta la llamada de Jesús. Cuando el hombre encuentra la muerte, sino indefectible en la vida terrenal, comienza a verdaderamente a vivir, sin máculas, sin imperfecciones. El hombre ha progresado y ese progreso termina ahí y se conserva infinitamente. En adición a esto, la historia del mundo también avanza en un sentido progresivo-escatológico. De ahí el entendimiento, desde la perspectiva de la teología política, que la vida terrenal es un espacio intermedio entre el primer Reino de Dios, aquel que es proclamado con la vida y muerte de Jesús, y el segundo, que es consumado en la Parusía que sigue al tiempo apocalíptico. Como vemos, progreso y salvación guardan una muy estrecha relación, algo que el credo secular asumiría muy bien.

Ya desde los tiempos de las comunidades auto proclamadas santas, se entendió que el progreso absoluto puede darse en el mundo, siempre y cuando el pecado sea exterminado por el camino. El calvinismo, en su deriva angelista, tenía claro que la precipitación del Reino de Dios en la tierra era el camino para la salvación y la única vía posible del progreso. La secularización de esta idea trajo lo que ya se ha mencionado: el pensamiento utópico revolucionario, obsesionado con la perfección. La religión política del siglo XIX y XX actualizaría esta propuesta, como he insistido. En lo que respecta a las religiones subproducto de la democracia, esa suerte de culto emotivo-identitario fundado en la voluntad humana, la idea del progreso no sólo no se ha abandonado, sino que se ha intensificado problemáticamente. Quizá la ideología más representativa de este sentir es el transhumanismo, que puede entenderse también como una tentativa por conquistar lo post humano, situando en los altares religiosos la ciencia, la bio-tecnología, la informática y la robótica. En este sentido, el transhumanismo se constata como una filosofía ecléctica, heredera de esa mentalidad progresista que ha acompañado al espíritu revolucionario desde los tiempos jacobinos, pero suavizada mediante los mimbres de la convivencia democrática, la neutralidad política y la sofisticación deducida de las aparentes bonanzas que genera la transformación tecnología.

La diferencia con aquel modo de pensar anterior, mucho más sanguinario, es que el transhumanismo verdaderamente no reconoce el límite de lo humano, o al menos no lo imputa, como hicieron los anteriores, en el mundo. La revolución transhumanista más bien lo que busca no es tanto un perfeccionamiento de lo humano mediante la política, sino superar esa misma naturaleza, por atávica, caduca e imperfecta. En otras palabras, lo que el transhumanismo propone es la transmigración del individuo desde su naturaleza actual hacia una completamente nueva, mejorada y en constante estado de potencial perfección. Esto, constituye, en el fondo, la culminación de siglos de voluntarismo, de sacralización e hipertrofia de la voluntad individual sobre la realidad existencial del hombre, ahora transmutada y pergeñada en algo superior mediante los sortilegios de la ciencia. El enemigo para batir ya no es por tanto un sistema o una superestructura, sino el propio ser, al que se le niega, como ya he dicho, cualquier fundamento antropológico. El punto de partida, insisto, es el deseo de superar lo humano, puesto que lo humano por sí mismo es insuficiente. Su naturaleza, caduca o marchita, o bien se transforma o bien se evacúa. La transexualidad es, quizá, el mejor ejemplo para ilustrar la convergencia entre el viejo nominalismo -uso del lenguaje para resignificar realidades de suyo abstractas- y el transhumanismo como metodología de superación del ser. La discusión sobre los roles de género -que son un excedente social- es relativamente ajena al debate sobre la entidad del sexo. El transexualismo, alimentado por la agenda transhumanista, anima a despreciar lo natural a favor de lo percibido.

En fin, para el transhumanismo, lo humano no es más que una ideación conjetural, una predicación nominativa, siempre modal, siempre potencial y, por lo tanto, siempre subjetiva y no verdadera. Negada la sustancia y toda dimensión entitativa del ser humano, ya no queda nada y, por lo tanto, es fácilmente susceptible de ser reconstruido y mejorado. Aquel viejo mito del “hombre nuevo” alcanza aquí pues un grado de abstracción sin precedentes que somete la realidad y la naturaleza humana a la mera especulación ideológica. Lo humano quedada desalojado de toda sustancia y queda disuelto en la vorágine implacable del progreso.

Desde el punto de vista filosófico, como vemos, el transhumanismo es un legítimo heredero del voluntarismo, pero también, de forma extensiva, del nihilismo. De esto se deduce la lógica capitalista y mercantilista en su aplicación. De este sumatorio, nace un pensamiento necesariamente antirreligioso, que desvía el culto hacia un tipo de progreso que, aunque definido por la tecnología, es en el fondo indeterminado, ya que carece de todo límite. Las viejas religiones políticas definían con gran nitidez las características y las condiciones de su paraíso intramundano e intrahistórico. Al transhumanismo parece no bastarle el mundo, apuntando incluso a las estrellas.

5. EL NUEVO PURITANISMO LAICO

La articulación de una moral pública bajo la cual dar pábulo a todas estas nuevas formas de culto laico viene acompañada de la necesaria persecución de todo aquello que niegue, comprometa o violente las premisas antes expuestas. El paso a las sociedades de rendimiento, típicas de la cultura capitalista, en el que la agresividad ya no es ejercida al modo disciplinario por el Estado, sino que se realiza desde la interioridad del yo, es vital la conformación de un inconsciente colectivo, ese psicopoder al que se ha referido ya Byung-Chul Han. Solo así es posible aplicar una moral compartida sin necesidad de reprimir violentamente al individuo, puesto que él mismo ya lo hace solo mediante la autocensura y la corrección política. Aunque esto no significa que las estructuras de poder sean ajenas, y que la muerte civil, el ostracismo político y social no hayan sustituido al ius vitae ac necis. De hecho, la lógica patibularia del Estado, que imprime un complejo victimista a los individuos, juega este doble papel: por un lado, figura de autoridad que dirime lo bueno, lo socialmente aceptable, del anatema. Por otro, es brazo ejecutor, muchas veces sin tener que recurrir a los procedimientos legales o punitivos tradicionales. Basta con el señalamiento, el estigma, el oprobio y la desaprobación conjunta para generar el castigo. Pero para ello se ha tenido que desplegar previamente toda una maquinaria moralizante al servicio de este trasunto de dictadura no proclamada de la tolerancia. Esta, por cierto, opera como sucedáneo laico del amor al prójimo cristiano. A continuación, veamos esto, así como los mecanismos de control mediante los cuales la religión democrática y sus subproductos hacen la labor de vigilancia y aseguran el correcto mantenimiento de la moral pública al tiempo que reinventan los códigos antropológicos y sociales de nuestro tiempo.

6. LA MORAL INVERTIDA

Esto engarza directamente con el ya mencionado sustrato nominalista, performativo y representativo del credo laico. Si el viejo puritanismo de cuño protestante demonizaba la naturaleza y todas sus expresiones -especialmente el sexo, lo carnal, esencialmente diabólico por su poder de seducción-, pues lo natural pertenece al orden del mundo y por tanto al pecado, la actual maquinaria de higienización social ha invertido los parámetros. El sentido ideológico del progreso, especialmente desde la revolución de mayo de 1968, ha tendido a sacralizar el cuerpo como un templo de devoción privado, -y a veces colectivo-. Un territorio de satisfacción de la libertad, el gusto y la satisfacción estética y libidinal por lo material. El deseo inmanente por lo corpóreo se deduce del proceso emancipatorio por el cual el hombre se aliena del orden trascendente del ser. Rendida la sexualidad en términos reproductivos y teleológicos, la carne es despojada de todo límite y, una vez más, aparece como un objeto consumible y mercadeable. El cuerpo se fagocita a sí mismo mediante una sexualidad animalizada, como parte de un delirante proceso de auto canibalismo psicológico y moral. El amor erótico, que responde a esa identidad compartida con el otro, la persona amada, con quien se completan los vínculos afectivo-emocionales de ajenidad y otredad que nos permiten ser nosotros mismos y más aún, ser para el otro, queda replegado y depuesto frente al ascenso del amor carnívoro, despiritualizado. Y en los términos de moral colectiva, esta sexualidad hiperbólica pero simplificada constituye un hito social sin precedentes. Nada es más importante hoy que la moral sexual y todas las consecuencias jurídicas y humanas que de ello se derivan en términos de libertad y realización personal.

7. LA VIOLENCIA INTERIOR Y LA CORRECCIÓN POLÍTICA

En consonancia con lo anterior, el aparato moral de la religión democrática favorece el autocontrol del individuo, quien se ve obligado a reprimir sus ideas – y a veces pensamientos- para poder ser integrado en el magmático conjunto social e ideológico al que pertenece o quiere pertenecer. Esta auto agresividad, ya explicada por Han, genera una violencia subjetiva de carácter psicológico, que queda expresada también en las dinámicas típicas de las sociedades de consumo, en las que el hombre busca desesperadamente aliviar el burnout emocional y profesional. El clima moral de la sociedad posmoderna impone al hombre una experiencia de vida famélica, controlada fundamentalmente por un mecanismo tanto externo como interno de represión psicosocial. La culpa y el arrepentimiento, antes inseparables de su significado espiritual, ahora transitan hacia una demoledora dinámica de auto sanción. El individuo que no piensa como el sistema le induce a pensar, es el individuo subversivo, el que se aparta de la lógica falazmente samaritana de la tolerancia civil.

Comenzando con el uso del lenguaje, el aparataje ideológico revisa cada sustantivo para asegurar su conveniencia moral al sistema de valores. A partir de ahí, la terminología es de sobra conocida. La inclusión de las “minorías” se convierte en una agenda de religioso cumplimiento. Las cuotas raciales y de género se tornan vinculantes. Se juridifican los sentimientos y se condena el pensamiento mediante anomalías legales como el muy famoso “delito de odio”. En todo ello, las “víctimas” juegan un papel imprescindible. En la cultura de la cancelación, inherente al eón de la corrección política -que como su propio nombre indica, busca corregir aquello que es de dominio público para la satisfacción exclusiva de unos pocos-, existe una lógica victimaria que replica con inteligencia la legitimidad moral cristiana, como observó René Girad. Es decir, la de la víctima inocente, aquella que sufre la persecución y, como chivo expiatorio, es sacrificado para expirar el mal ajeno. Allende sus matices y diferencias particulares -que además no permiten su jerarquización-, ideologías tales como la de género, el feminismo, el identitarismo, el transexualismo, el homosexualismo -sintetizado en lo queer- el indigenismo, el ecologismo o ambientalismo comparten un claro denominador común, el cual reza que la hegemonía política tradicional ha ejercido una violencia sistémica que se ha sido perpetuada con la connivencia del resto de agentes sociales. En este discurso, la supuesta superestructura, siempre verdugo, se impone agresivamente sobre estos colectivos, los cuales reclaman un nicho de existencia. Esta neurosis colectiva ha generado un sentimiento constante de ofensa e incesante afección que, revestida de concienciación, se jacta de haber “despertado” la lucha por igualdad social, según reza al menos el mantra de lo que actualmente se conoce como woke. En fin, lo cierto es que más allá de esa conciencia de agente reprimido, lo que este ideologismo ha logrado es secuestrar el lenguaje, depauperar el arte, neutralizar la inteligencia y apagar la llama de la libertad.

8. LA DICTADURA DE LA TOLERANCIA

Más arriba adelantaba la idea de que la tolerancia es un remedo del amor al prójimo cristiano. La justificación de esta idea la deduzco de su natural proceso de secularización. Para entender la diferencia, me fundamento en que la propuesta cristiana se ejerce desde la caridad. En la teología cristiana, el pecado no tiene aceptación, al contrario de quien lo padece, que es buscado para ser sanado, y así lo dijo Jesús, quien comparó al pecador con un “enfermo”. Pero en esta analogía no existe desprecio, sino compasión. Jesús no se rodeaba de pecadores porque tolerase el pecado. El pecado, entendía Jesús, debía ser extirpado porque solo así se puede acceder a su Reino. Pero paras ser curado, debe existir voluntad de quien padece el mal. El remedio cristológico no se impone. Es el hombre quien, en el ejercicio de su libertad, decide aceptarlo o no. La hodierna tolerancia exige la aceptación del mal, aunque es un mal relativo. Relativo a quien lo interpreta, no a quien lo padece, pues este, bajo su propia interpretación, no lo sufre. En estos términos no puede darse la caridad, porque el que está en el error no desea ser corregido o no es consciente de ello, y el que lo observa no desea cambiarlo porque parte de la premisa de que ese mal puede ser tal vez un bien para el otro. El relativismo moral, insisto, liquida la posibilidad de la caridad. Y, sin embargo, la farmacología política se aplica con fines claramente apotropaicos. El mal debe ser extinto, pero al no existir una idea sustancial y ontológicamente inmutable del mal, hay que resignificarlo. Al carecer de sustancia, el mal ahora solo puede surgir del gran demonio de nuestro tiempo: la intolerancia, que quizá sea el único elemento en el que parece haber una cierta coincidencia entre las partes ideológicas, las minorías políticas y las religiones subproducto. No tolerar al otro, incluso cuando existe convicción de su error, mal o padecimiento, constituye una falta grave, cuya ofensa puede tener consecuencias civiles y jurídicas.

La articulación horizontal de la libertad negativa, como espacio de acción intersubjetiva, privativa y excluyente -frente a la libertad positiva del Estado, que se ejerce verticalmente para dirimir disputas privilegiando al vulnerado-, se presta muy bien para la consecución de esta lógica pragmática. Además, responde muy bien al concepto de libertad individualista y material de las sociedades posmodernas. De nuevo, lo que es tuyo, es tuyo, y lo que es mío, es mío. Y ese mantra se reza como una plegaria sagrada en la que la libertad humana queda reducida a un dominio privado, lo que incluye, por supuesto, la esfera del pensamiento. Se puede pensar con cierta libertad siempre y cuando ese pensamiento no penetre el espacio vital ajeno, aun si quiera para cuestionarlo. En este peculiar tablero de la existencia humana, los individuos se desplazan con cautela dentro de su pequeña e invisible celda de ideas, con mucho cuidado de no entrar en contacto con la del prójimo. Esto parece describir un escenario de apocalíptica neutralidad, donde no existe la verdadera política al no haber tensión o conflicto en las relaciones humanas. El presagio de Schmitt sobre la era de la neutralización ha resultado ser espeluznantemente cierto.

9. COROLARIO

La religión democrática ha triunfado donde las viejos cultos neopaganos, violentos y represivos no pudieron hacerlo, al carecer de la legitimidad social necesaria para mantenerse en el poder. El poder, que es una categoría política, se ejerce con mayor destreza cuando no hay una verdadera resistencia política. El miedo a la aniquilación solo puede conservarse transitoriamente. El éxito de la democracia radica en su pericia para presentarse ante el mundo en términos salvíficos y ciertamente escatológicos. Esto no supone necesariamente una novedad respecto de las religiones políticas tradicionales, pero el modo difuso en el que lo hace, a través de estos micro dogmas o subproductos religiosos ha logrado una gran difusión social y política. En añadido, el termómetro religioso-espiritual de las sociedades occidentales está en franca decadencia. Y de la derrota de la fe en lo trascendente no puede sino nacer la fe en aquello que está en el mundo, como también he venido explicando. Quizá convendría analizar el papel que juegan otras confesiones no cristianas en Europa, y como pueden invertir la ecuación de la religión democrática -todavía más a costa de la cristiana-, lo que sin duda pondrá en jaque el humanismo laico occidental. Pero eso, sin duda, será motivo de otro ensayo.

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