ENSAYOS SOBRE
LA LIBERTAD Y EL PODER
El presente volumen recoge fundamentalmente la selección de ensayos de Lord Acton que Gertrude Himmelfarb publicó en 1948 bajo el título Essays on Freedom and Power. Sin embargo, se han añadido otros que, a nuestro juicio, completan dicha selección y ayudan a comprender la visión de Lord Acton sobre el progreso de la libertad en la historia. Los ensayos aquí recogidos son los siguientes: El Estudio de la Historia, conferencia pronunciada en Cambridge el 11 de junio de 1895. Publicada con el título A Lecture on the Study of History (Londres 1895). Reeditada en Acton, Lectures on Modern Story (ed. por John Figgis y Reginald Laurence, Londres 1906), pp. 1-28, 319-342; Acton, Essays on Freedom and Power (ed. por Gertrude Himmelfarb, Illinois 1948), pp. 3-29, 399-428; Acton, Essays in the Liberal Interpretation of History (ed. por William McNeill, Chicago 1967), pp. 300-359. En nuestra edición se han suprimido las abundantes notas, material no integrado en el texto y reunido por el Autor en vistas a una posterior elaboración. Historia de la Libertad en la Antigüedad. Publicado originariamente, junto con "The History of Freedom in Christianity", con el título The History of Freedom in Antiquity and the History of Freedom in Christianity,
«Por libertad entiendo la seguridad de que todo hombre esté protegido en el cumplimiento de lo que considera su deber contra la influencia de la autoridad, de las mayorías, de la costumbre y de la opinión».
La libertad es, además, el fin más elevado del hombre en sociedad. Es la de Acton una noción positiva y teleológica de la libertad. Positiva porque incluye la exigencia de que existan garantías que aseguren que cada quién pueda actuar de acuerdo a los dictados de su conciencia; y teleológica porque, como advirtió Beriin, presupone que ia libertad no es nunca una necesidad temporal sujeta a contingencias, sino un fin inmutable al que propendemos con nuestras acciones, guiadas como están por la conciencia, «...arising out of our confused notions and irrational and disordered lives».
Esta propensión del hombre a la libertad choca con los continuos esfuerzos de la autoridad para imponerse. Acton veía la historia como un enfrentamiento permanente entre el poder, con su efecto corruptor, y los esfuerzos conscientes del individuo por lograr la libertad. La autoridad era ejercida legítimamente sólo allí donde garantizaba la causa de la libertad.
«No hay peor herejía que la que dice que el cargo santifica al que lo tiene. Ese es el punto en el que la negación del catolicismo y del liberalismo se encuentran y celebran su fiesta: el fin justifica los medios».
Frente al influjo creciente de la autoridad y su capacidad de corromper a quienes la ejercían, Acton, de forma muy diferente a Burckhardt— quién había propuesto el ascetismo y la contemplación como única alternativa para sustraerse del efecto negativo ejercido por el poder sobre los hombres— confiaba en la fuerza de una conciencia individual de inspiración religiosa, que tendía a restringir la esfera de influencia de la autoridad y a engrandecer el ámbito de la libertad. Sería el francés Alain quién, observando la realidad de la Tercera República, abundaría en la divisa actoniana del auto-gobierno, insistiendo en la necesidad de encontrar fórmulas que incrementaran la responsabilidad de los gobernantes frente a los gobernados.
El supuesto del auto-gobierno no implicaba la inhibición total del Estado en la regulación de las relaciones sociales. En contra de lo sostenido por su contemporáneo Spencer, Acton afirmará que al Estado le corresponde «ofrecer una ayuda indirecta en la lucha por la vida», interviniendo, aunque no precisa la medida, en los ámbitos de la religión —legislando en favor del principio de autogobierno de cada confesión—, la educación y la distribución de la riqueza. Acton afirma que la «teoría moderna» de la libertad no provee al individuo de las garantías necesarias para ejercitar libremente su conciencia. Ello ocurre con la más esencial de todas las libertades, la libertad religiosa, pues mientras la profesión de una u otra religión es efectivamente libre, el gobierno de la Iglesia, en virtud del Anglicanismo, está controlado.
Para Acton, donde la autoridad religiosa está restringida, no existe en realidad libertad de religión. Esa es la trampa de una legislación que, sólo parcialmente, ha conducido a la emancipación de los católicos en Inglaterra. Al analizar el problema capital de la tolerancia religiosa, Acton afirmará que quienes sostengan que los hombres son libres en materia de conciencia condenarán por igual las persecuciones religiosas llevadas a cabo por la Iglesia católica y por el protestantismo, mientras que quienes, como él, insistan en que la libertad no es sólo una cuestión de conciencia, sino que presupone la existencia de ciertas garantías para su ejercicio, se verán impelidos a aprobar la intolerancia de la que católicos y protestante hicieron gala a lo largo de la historia.
En este punto, introduce un matiz fundamental al justificar las persecuciones católicas sobre la base de que éstas fueron el fruto de una época en la que existía la unidad religiosa, siendo su preservación esencial para el sostenimiento de la sociedad en su conjunto, mientras que la intolerancia protestante era absolutamente inaceptable, puesto que nacía de la necesidad de preservar el dogma contra la amenaza de disolución planteada por la existencia de sectas disidentes, y tenía, por tanto, su fundamento íntimo en la violación del principio elemental de libertad de conciencia en beneficio de un colectivo particular y no, como era el caso de la intolerancia católica, de la sociedad toda.
La Reforma había reducido el espacio de la libertad a la libertad de conciencia y había reforzado el poder de la autoridad a expensas de la autonomía de la Iglesia, único factor que limitaba la influencia del poder civil y aseguraba la independencia del individuo consciente.
El protestantismo, al vincular Iglesia y Estado, venía a favorecer el despotismo y la revolución por igual, en la medida en que justificaba el derecho de resistencia sólo allí donde el príncipe no se ajustara a las condiciones esenciales de la fe. La confusión entre la autoridad religiosa y el poder político era el origen, en buena medida, de las múltiples violaciones que desde entonces se habían cometido contra la libertad. Sobra decir que la sutileza de este controvertido razonamiento le ganó muchas críticas a Acton, no sólo desde el Anglicanismo, sino también desde un ultramontanismo católico con el que siempre discrepó.
Desde el momento en que concibió la política y la moral como dos esferas independientes, Acton se separó de Burke, con quién compartía la creencia en la existencia de grandes principios subyacentes a los acontecimientos políticos. Al poner en cuestión la máxima anglicana de identificación entre la Iglesia y el Estado, Acton se oponía a la famosa afirmación del irlandés: «God willed the State».
La cuestión de la tolerancia no está al margen de la reflexión actoniana sobre otro de los problemas centrales de su tiempo: cómo preservar la libertad en democracia. En los años treinta Tocqueville en Francia, y unos veinte años después John Stuart Mili en la propia Inglaterra, tomaron conciencia de que en una época de profundas transformaciones sociales, propiciadas por una industrialización y urbanización crecientes, las garantías a la libertad individual debían provenir de algo más que de proclamar la existencia de derechos humanos inviolables, consagrar un sistema de monarquía limitada y de responsabilidad ministerial o afirmar la libertad de prensa y religión.
Se necesitaban nuevas fórmulas para contrarrestar las tendencias autoritarias provenientes de la extensión de un nuevo sistema político, la democracia, cuya legitimidad se basaba, en la percepción de estos autores, en el derecho indiscutible de la mayoría a hacer valer sus intereses sobre los del individuo o sobre colectivos minoritarios. Acton, como Tocqueville, detectó que ningún otro modelo de gobierno gozaba de una legitimidad mayor, en la medida en que su base de apoyo podía expandirse tanto como se quisiera, mediante la apelación manipuladora de la autoridad a la existencia de un interés colectivo ficticio, en virtud del cual: «La tolerancia religiosa, la independencia judicial, el temor a la centralización, el control de la interferencia del Estado, se convierten en obstáculos para la libertad en lugar de sus garantías». Igual que Mili, Acton insistió en que en democracia el individuo corría el peligro de quedar anulado bajo el peso de los poderes colectivos.
Ocurre en las democracias que lo que constituye su principio esencial, que nadie debe ejercer autoridad sobre los demás sin su consentimiento, pierde sentido hasta el punto de que la autoridad pasa a disponer de un poder absoluto. El supuesto de que nadie se vea nunca en la situación de tener que hacer lo que no quiere se desvirtúa hasta el punto de convertirse en que nadie se vea en la obligación de tolerar lo que no le gusta, lo cual implica anular la discrepancia. La máxima de que la libertad individual no sufra ningún tipo de amenazada desplaza su base de legitimidad hacia el colectivo, de forma que éste se transforma en la prioridad. En democracia, por tanto, el poder no sólo tiende a ser supremo, pues no existe autoridad alguna por encima de él —la opinión pública, de la que deriva su legitimidad, es todopoderosa—, sino también absoluto, pues al no existir espacio para la discrepancia, se transforma en su propio amo y no en lo que originalmente se pretendía que fuera: un mero fideicomisario.
Un sistema electoral proporcional, según Acton, no es suficiente para corregir los excesos de la mayoría en democracia, pues en realidad éste sólo sirve para que las minorías se disuelvan en la mayoría, perdiendo sus perfiles diferenciadores. El único correctivo eficaz es la consagración de un sistema federal, que divida el poder y distribuya equitativamente las potestades de gobierno. Estados unidos es el modelo a seguir, hasta la contienda desatada entre los Estados del Norte y los del Sur, que puso de manifiesto que el sistema federal diseñado por la Convención de Filadelfia no era todo lo justo que cabía esperar.
«La disputa entre el poder absoluto y limitado, entre la centralización y las autonomías ha sido, lo mismo que la contienda entre privilegio y prerrogativa en Inglaterra, la sustancia de la historia constitucional en Estados unidos». Acton apoyará la causa sudista, en la que ve el más claro ejemplo histórico de resistencia contra la vulneración de los derechos de la minoría. Como parte de su crítica a la democracia hay que entender sus ideas sobre nacionalismo: «La teoría de la nacionalidad forma parte de la teoría democrática de la soberanía de la voluntad del pueblo». Ahora bien, existen dos tipos diferentes de nacionalismo, uno de ellos antepone la idea de unidad nacional a cualquier otro interés, llevando hasta el extremo la teoría de la soberanía popular, sobre la que se justifica la existencia de un Estado, de fado, absoluto. El otro presenta a la nacionalidad como un elemento esencial, pero no supremo, para determinar la forma de un Estado y «obedece a las leyes y a las aspiraciones de la Historia y no de un futuro ideal».
El primer tipo tiene su base doctrinal en las teorías revolucionarias que destruyeron la monarquía francesa, mientras que el segundo se inspira en las tradiciones liberales inglesas. Como ocurre con la libertad individual, los derechos nacionales sólo tienen sentido en y por el Estado. Pretender que pueda existir una nacionalidad previa al Estado, es para Acton una aberración: «La nacionalidad formada por el Estado es, entonces, la única para con la que tenemos deberes políticos y es, por tanto, la única que tiene derechos políticos».
Acton esbozó su filosofía de la Historia de acuerdo al análisis de los grandes procesos que dotan de sentido a la narrativa histórica, es decir, que convierten la historia de la humanidad en algo inteligible, en un proceso abierto en una línea de progreso. «La Historia nos obliga a sostener causas permanentes rescatándolas de las temporales y transitorias». Este trascendentalismo tiene una raíz religiosa. El progreso ha sido promovido desde el ámbito de la religión que, en su continua aproximación a las verdades inmutables dictadas por Dios a los hombres, ha ido ampliando el ámbito de la libertad.
La sabiduría del mandato divino se muestra no en la perfección, a la que se tiende pero que jamás se alcanza, sino en el progreso del mundo. Por eso clama Acton «El triunfo del revolucionario anula al historiador».
Los grandes logros de la humanidad no han tenido lugar a partir de convulsiones políticas, pues son el fruto del progreso que resulta por la creciente ampliación del espacio de la libertad individual de acuerdo al ejercicio constante de la conciencia, alentado por la religión. «Lo reconoceréis (dicho progreso) por signos externos: la representación política, el fin de la esclavitud, el reinado de la opinión y tantas otras cosas; y mejor aún por evidencias menos aparentes: la seguridad de los grupos más débiles y la libertad de conciencia que, si está completamente afianzada, garantiza la libertad».
En «Nacionalidad», escrito tres décadas antes de pronunciada la conferencia de acceso a Cambridge, Acton había reconocido que las revoluciones habían servido para propagar ideas destinadas a «mantener viva la conciencia de lo injusto», aunque en ningún caso podían servir para «la reconstrucción de la sociedad civil», «lo mismo que una medicina no puede servir de alimento».
Quizás la conclusión más decisiva que puede extraerse acerca del pensamiento de Acton es que éste siempre gravitó sobre la crítica al autoritarismo. Contrario al principio anglicano de identificación entre Iglesia y Estado, crítico con la tendencia ultramontana mayoritaria en el seno de la Iglesia de Roma, defensor de los derechos de las minorías y del federalismo, siempre abogó por la búsqueda de fórmulas destinadas a preservar las libertades individuales; el derecho de cada quien a dirigir su vida de acuerdo a los dictados de su conciencia religiosa. Su inverosímil defensa de la intolerancia católica es quizás el elemento que peor encaja en este esquema de cosas.
En definitiva, Acton no fue ni un liberal convencional en el contexto de la Inglaterra victoriana, ni un católico al uso, a pesar de lo cual, su participación en el Concilio Vaticano I (1870) del lado de quienes negaban la infalibilidad papal y en favor de un reconocimiento y potenciación de la combinación de los principios liberales y católicos, revelaba, como ha señalado el editor con gran acierto en su estudio preliminar, el eje fundamental sobre el que basculaba el catolicismo liberal decimonónico: «el progreso de la religión necesitaba de la libertad». (Lord Acton Ensayos sobre la libertad, el poder y la religión Estudio preliminar, edición y notas de Manuel Álvarez Tardío Madrid, CEPC, 1999)
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