EL Rincón de Yanka: DEPRESIÓN

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viernes, 12 de septiembre de 2025

LIBRO "EL MALESTAR EN LA CULTURA" por SIGMUND FREUD

EL MALESTAR EN LA CULTURA

1929 [1930]
Considerada como una de las obras más influyentes del siglo XX en el campo de la psicología, El malestar en la cultura indaga en el efecto que sobre las pulsiones del individuo ha tenido el desarrollo de la civilización, como moldeadora pero también como represora del comportamiento humano. En efecto, Freud defiende la existencia de un antagonismo irreconciliable entre las pulsiones agresivas, innatas en los individuos, y la cultura, pues esta, al tratar de controlar su satisfacción, provoca la pérdida de la libertad y de la individualidad, generando sentimientos de frustración y de culpa. Pero además, el hombre tiene también otra pulsión innata, la de muerte o destrucción, que persigue la satisfacción de las necesidades del yo, y que también encuentra en la cultura una fuerte represora. Un brillante ensayo apoyado en el desarrollo de la teoría psicoanalítica con el que Freud echa por tierra el valor que el hombre ha concedido siempre a la cultura al concluir que esta no puede más que generar insatisfacción y sufrimiento al hombre.
El malestar en la cultura, trabajo en el que sentó que nuestra especie ha pagado por el progreso el elevado precio de sacrificar la vida instintiva y reprimir la espontaneidad. 
INTRODUCCIÓN

No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. 

Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples. 

Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». 

Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión. Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». 

En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos». 

Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa. Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. 

La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir genética- del mencionado sentimiento. Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. 

Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que por otra parte, aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello- nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. 

Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables. 

Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución, imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de excitación -que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente -entre éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia en el llanto. 

Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. 

Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no-yo, con un «afuera» ajeno y amenazante. Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su carácter placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser inseparables del yo, de procedencia interna. 

Con todo, el hombre aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior (perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso hacia la entronización del principio de realidad, principio que habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. 

La circunstancia de que el yo, al defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su interior, aplique los mismos métodos que le sirven contra el displacer de origen externo, habrá de convertirse en origen de importantes trastornos patológicos. De esta manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior, aunque más correcto sería decir: originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo exterior. 

Nuestro actual sentido yoico no es, por consiguiente, más que el residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura universal, que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y el mundo circundante. Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste -en mayor o menor grado- en la vida anímica de muchos seres humanos, debe considerársele como una especie de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites son más precisos y restringidos. De esta suerte, los contenidos ideativos que le corresponden serían precisamente los de infinitud y de comunión con el Todo, los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el sentimiento «oceánico». Pero, ¿acaso tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo primitivo junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado? Sin duda alguna, pues los fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera psíquica ni en otra cualquiera. 

Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la hipótesis de que las especies más evolucionadas han surgido de las inferiores; pero aún hoy hallamos, entre las vivientes, todas las formas simples de la vida. Los grandes saurios se han extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos; pero aún vive con nosotros un representante genuino de ese orden: el cocodrilo. Esta analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra parte, adolece de que las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser las verdaderas antecesoras de las actuales, más evolucionadas. Por regla general, han desaparecido los eslabones intermedios que sólo conocemos a través de su reconstrucción. 

En cambio, en el terreno psíquico la conservación de lo primitivo junto a lo evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería ocioso demostrarla mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi siempre a una bifurcación del curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una tendencia instintiva se ha sustraído a toda modificación, mientras que el resto siguió la vía del desarrollo progresivo. Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. 

Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad. Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. 

Los historiadores nos enseñan que el más antiguo recinto urbano fue la Roma quadrata, una población empalizada en el monte Palatino. A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las poblaciones situadas en las distintas colinas; más tarde apareció la ciudad cercada por el muro de Sirvio Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las transformaciones de la República y del Primer Imperio, el recinto que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No hemos de perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en cambio, qué restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un turista al cual suponemos dotado de los más completos conocimientos históricos y topográficos. Verá el muro aureliano casi intacto, salvo algunas brechas. 

En ciertos lugares podrá hallar trozos del muro serviano, puestos al descubierto por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes -superiores a los de la arqueología moderna-, quizá podría trazar en el cuadro urbano actual todo el curso de este muro y el contorno de la Roma quadrata; pero de las construcciones que otrora colmaron ese antiguo recinto no encontrará nada o tan sólo escasos restos, pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría señalar la ubicación de los templos y edificios públicos de esa época. Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. 

Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares históricos como Roma. 

Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel Sant'Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. 

Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino también en la primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones. 

Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos de encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva. Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una ciudad para compararlo con el pasado anímico. 

La hipótesis de la conservación total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la condición de que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico. 

Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste, recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna, sino que se agotan en las ulteriores cuyo material han suministrado. 

Es imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño, sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil; pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente tal fenómeno. Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión. 

Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente condenado a la destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja de ser posible -como norma o excepcionalmente- que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos en tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además, su conservación podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero nada sabemos al respecto. 

No podemos sino atenernos a la conclusión de que en la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla más bien que una curiosa excepción. Así, pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un «sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del sentido yoico; pero entonces se nos plantea una nueva cuestión: 
¿qué pretensiones puede alegar ese sentimiento para ser aceptado como fuente de las necesidades religiosas?

Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada, pues un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si a su vez es expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del «sentimiento oceánico», que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. 

La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil. Es posible que aquélla oculte aún otros elementos; pero por ahora se pierden en las tinieblas. Puedo imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse ulteriormente con la religión, pues este seruno-con-el-todo, implícito en su contenido ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo exterior. 

Confieso una vez más que me resulta muy difícil operar con estas magnitudes tan intangibles. Otro de mis amigos, llevado por su insaciable curiosidad científica a las experiencias más extraordinarias y convertido por fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas del yoga, es decir, apartándose del mundo exterior, fijando la atención en las funciones corporales, respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar en sí mismo nuevas sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir como regresiones a estados primordiales de la vida psíquica, profundamente soterrados. 

Consideraba dichos fenómenos como pruebas, en cierta manera fisiológicas, de gran parte de la sabiduría de la mística. Se nos ofrecerían aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del trance y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del buzo de Schiller: 

¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!

martes, 29 de julio de 2025

¿QUÉ "MUNDO FELIZ" SE NOS ESTÁ VENDIENDO?: España es el líder mundial en el consumo de ansiolíticos y antidepresivos por REVISTA AUTOGESTIÓN

¿QUÉ   "MUNDO    FELIZ" 
SE   NOS    ESTÁ   VENDIENDO? 

España es el líder mundial en el consumo 
de ansiolíticos y antidepresivos

Por Grupo Autogestión

“Don´t worry, 
be happy!”
“¡No te preocupes, sé feliz!”. Tengo hambre. “¡No te preocupes, sé feliz!”. Tengo frío. “¡No te preocupes, sé feliz!”. Tengo un trabajo basura con un salario que no me llega a fin de mes. “¡No te preocupes, sé feliz!”. Tengo un hijo que necesita de mí y no puedo estar con él. “¡No te preocupes, sé feliz!”. Tengo que cuidar de mis padres, que ya están mayores, son dependientes y están enfermos. “¡No te preocupes, sé feliz!”. Estoy solo, mi familia está muy lejos de aquí, y me estoy volviendo loco. “¡No te preocupes, sé feliz!”. “Todo va a salir bien”. “Si persigues tus sueños…” Pero… ¿Cómo se puede ser feliz así? 
¿Cómo es posible asumir el discurso indoloro de la felicidad y la satisfacción en medio de escenas reales tan desesperadas como las que sabemos que existen? ¿Qué nos hace capaces de llevar la sonrisa de un selfie con tanto desparpajo en medio de tantas catástrofes personales y familiares como vivimos y conocemos? ¿Qué me impide pensar que hay toneladas de sufrimiento en medio de una marea de gente cargada de bolsas reciclables, llenando todos los bares, las terrazas, los restaurantes y las tiendas de marca de todos los centros comerciales? 

No tenemos respuestas muy fiables. Tal vez algunas intuiciones. Decía Guillermo Rovirosa, del que celebramos anualmente un homenaje en el Movimiento Cultural Cristiano, que cuando se roba la esencia de una persona, vocacional y solidaria por naturaleza, se infringe una violencia de tal calibre que sólo puede ser falsamente compensada con la prostitución, la cárcel y los manicomios. Rovirosa intuía que hemos perdido la conciencia de la realidad y hemos perdido la libertad real, la que es fuente de deberes que preceden a los derechos. Y eso quiere decir que hemos acabado viviendo fuera de la realidad- ¿recuerdan lo de “sensación de vivir” de la Coca Cola? - y en una falsa libertad que se sustenta en el paraíso de la autocomplacencia del placer. 

Vamos a leer en el artículo de la sección central de esta revista: “La violación de la dignidad sólo se soporta con dosis cada vez más altas de evasión y de todo tipo de drogas: las de sustancia, con el alcohol en primer lugar, y las que no requieren sustancias. Las físicas y las virtuales. Se trata de que el individuo no se enfrente a la oscuridad de su propia mente, ya que si lo hace se dará cuenta de que está sumido en una profunda crisis”. Lo suscribimos. Y lo sometemos a diálogo. El consumismo compulsivo del deseo manufacturado ocupa uno de los primeros puestos de esta lista de adicciones. 

Y no queremos llevar razón. Si hablamos de España, hace ya mucho tiempo que nos llama poderosamente la atención que ostentamos récords alucinantes de evasiones y drogas. Es decir, de autodestrucción. Somos el país del mundo con mayor consumo de benzodiacepinas, sedantes con efecto de ansiolítico. También estamos a la cabeza del consumo de antidepresivos. El negocio de la droga alcanza niveles históricos en España. Nuestro país es además el mayor consumidor de prostitución en el mundo y nos hemos convertido en uno de los principales prostíbulos de todo el planeta. El último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE,2023) sitúa a España como el segundo país que más alcohol consume en el mundo. Podríamos seguir. 

Si a esta espiral de autodestrucción (suicidios lentos), en la que no hemos metido las adicciones que no conllevan sustancias, le añadimos los datos de natalidad negativa (pura y dura desconfianza en el futuro con muchos o con pocos motivos para ello), o los de mortalidad por suicidio (primera causa de mortalidad no natural en los jóvenes), el producto al que aspiramos con la etiqueta de “felicidad” resulta, cuando menos, sospechoso. 

Nadie debe poner en duda la legitimidad de una vida que anhela el sentido, la felicidad. Y por eso, precisamente, deberíamos ponernos muy en guardia sobre lo que se explota a propósito de esta aspiración. En su nombre, toda relación estable y duradera es una pesada carga; el hijo, es un problema y una irresponsabilidad; los vínculos fuertes y el compromiso conllevan sacrificios que no merece la pena tener; el sufrimiento inevitable, un sinsentido que dignifica a la muerte; la esclavitud y el conformismo, el honorable precio a pagar por la seguridad, el poder y el placer. 

Nadie, repetimos, debe poner en duda la legitimidad de una vida plena de sentido. Y todos tenemos la intuición de que esto es posible cuando, tal vez porque alguien o algo ha despertado en nosotros la conciencia de nuestra infinita dignidad, dejamos de buscarnos a nosotros mismos y somos capaces de entregar a los demás lo mejor de nosotros mismos. Recibimos entonces el ciento por uno, es decir, la alegría que da la conciencia del que se sabe deudor de la Vida. La felicidad no es un producto. Posiblemente se parece más a una búsqueda. Una búsqueda incansable, no exenta de dudas y sufrimientos, de la verdad, de la belleza y de la bondad que encuentra en su camino rayos de luz, y amigos, lo suficientemente luminosos como para seguir caminando con auténtica esperanza.

¿UN MUNDO FELIZ?

Qué duda cabe que en lo más profundo de las luchas y las conquistas que ha emprendido el hombre descubrimos un anhelo de plenitud, de sentido, al que llamamos felicidad. Y que, en la noción genérica, tal vez abstracta, de la felicidad, esperamos saciar el latido profundo de libertad/ responsabilidad, igualdad/justicia y fraternidad/ amor que se bordó en una bandera en nombre de la Revolución.

La felicidad, una aspiración legítima

Lo cierto es que ha llovido mucho desde que se blandió esta bandera por la que la sangre de los pobres se utilizó para encumbrar a la burguesía que nacía del capitalismo comercial, financiero e industrial que comenzó a desplegarse ya desde el siglo XIII. Y sólo desde la perspectiva del tiempo hemos empezado a entender que la libertad, la justicia y el amor (“la felicidad”) que manoseó el liberalismo no tenía nada que ver con la que convirtieron en su ideal “los pobres de la Tierra”. 

El actual nivel de desigualdad, medido exclusivamente como disposición de bienes materiales, jamás ha sido en toda la historia más ignominioso. Menos del 1% de la población mundial ya controla más del 50% de toda su riqueza. Nunca ha existido un número de hambrientos más numeroso en medio de nuestra impresionante capacidad de generar riqueza. Nunca se han librado guerras tan devastadoras como las de los dos últimos siglos dónde el mayor porcentaje de bajas se encuentra entre los que no han cogido ningún arma y entre los niños. Nunca se ha pisoteado la dignidad del trabajo hasta el punto de mantener a más del 60% de la población trabajadora en la economía informal, basura, precaria, con niveles salariales que impiden disponer de lo más mínimo para sobrevivir: el pan y el techo. Nunca ha habido un ejército de niños esclavos y huérfanos tan numeroso al servicio del bienestar de una minoría cada vez más minoritaria. 

El anhelo de la felicidad, de sentido, aviva sus llamas. El rescoldo de las cenizas vuelve a convertirse en fuego. 

La manufactura del deseo: un producto llamado “felicidad” 

Tal vez por eso, “la felicidad” ha pasado a convertirse en uno de los señuelos más relevantes de este sistema. Si estamos condenados a que la mayoría de la humanidad seamos sacrificados en aras de una minoría y esto hay que aceptarlo sin más; si nuestra actual arquitectura de gobierno resulta tremendamente estéril y estrecha de miras, parsimoniosa, ineficiente y corrompible; si la auténtica libertad, la que pide asumir responsabilidades y compromisos, nos provoca el pánico y la angustia y la ansiedad; si el trabajo, desvalorizado, desprofesionalizado y rutinario, es un castigo; si cualquier dolor y sufrimiento carecen de todo sentido y deben ser abolidos,… ¡Qué mejor producto para mantener la maquinaria que la promesa de un “Mundo Feliz”! 

Para ello, es imprescindible orientar el latido más humano del corazón: el deseo. Y dirigirlo no ya hacia la belleza, la verdad o la bondad (los materiales de la Justicia) sino hacia la comodidad y el placer hedonista y narcisista. Es necesario un “producto” sustentable que nos ofrezca la liberación de todas las responsabilidades, de los compromisos, del dolor y el sufrimiento, de la necesidad de tomar decisiones… Es necesario un producto, una promesa, que permita que el mundo nos sea indiferente, que nos orientemos hacia nuestro propio confort y satisfacción ególatra y nos regocijemos en el placer indoloro. Y ese producto es “la felicidad”. Un remero plausible, comercializable, capitalizable, del sentido de la vida. Un producto así proporciona el más sostenible de los combustibles a la maquinaria del poder y del lucro. Un producto así exige la manipulación del deseo, la manufactura de deseos. 

En el mundo real en el que vive la mayoría de la humanidad, despertarse por la mañana es la peor pesadilla. El que vive en la miseria y el hambre se levanta de la cama sabiendo que el día que comienza le depara más miseria y más hambre, para él y para los suyos. Y este aplastamiento es también espiritual y moral, y afecta a los que no sufren esas necesidades materiales más perentorias que permiten la supervivencia. Porque resulta que, habiendo conseguido un sector intermedio de la humanidad “tener algo”, se nos ha despertado el deseo insaciable de “tener más”, emulando a los que dicen ser felices “teniéndolo todo” (o casi todo). Y la frustración, para unos -cada vez más-, y para otros- cada vez menos se hace insoportable.

La violación de la dignidad sólo se soporta con dosis cada vez más altas de evasión y de todo tipo de drogas: las de sustancia, con el alcohol en primer lugar, y las que no requieren sustancias. Las físicas y las virtuales. Se trata de que el individuo no se enfrente a la oscuridad de su propia mente, ya que si lo hace se dará cuenta de que está sumido en una profunda crisis. 

España es el país del mundo con mayor consumo de benzodiacepinas, un medicamento incluido dentro del grupo de los hipnosedantes que, a menudo, se receta para dormir mejor por su efecto ansiolítico, hipnótico y relajante muscular, según datos de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). Se estima que en 2020 se consumieron en España casi 110 dosis diarias por cada 1.000 habitantes. ¿Casualidad? 

No tenemos respuestas, pero si preguntas: ¿cómo ha sido posible pasar en tan poco tiempo de ser el país con las redes sociales más fuertes de Europa, es decir, con una familia extensa fuerte, a abrazar una cultura del individualismo y la desvinculación tan necrófila como la que estamos aceptando? 

Si, es cierto, estamos más globalizados, más conectados y en-redados que nunca. Pero a la vez cada vez más desligados y desvinculados… de nosotros mismos (hasta de nuestro propio cuerpo) y de los demás, de la historia, de aquellas cosas que históricamente le dieron sentido al hombre. Y desvinculados del Misterio, que para eso está el dios-progreso. Dostoyevski creía que el ser humano no podía vivir sin belleza. Belleza: el esplendor y la tempestad de la verdad junto a la fragancia y la armonía de la bondad. ¿Se equivocaba? 

Lo dicho. Quizás la gran ilusión moderna tiene que ver con la idea de que el ser humano existe para su propia, PARA SU PROPIA, felicidad. Una felicidad individualista, una felicidad que trata de suprimir todas las amenazas, todo el dolor, todo el miedo, toda la oscuridad, y de abrirse el terreno hacia la máxima comodidad y hacia el más alto diseño del placer. 

Distopías no tan disparatadas. 

“Un Mundo Feliz” El analista de medios Neil Postman distinguió la visión distópica de Huxley de la de Orwell. La del primero estaba basada en el deseo y la segunda en el miedo. De manera quizá un poco más sofisticada, Huxley entendió que en el "futuro" íbamos a ser controlados no a través de la fuerza, la represión violenta o la supresión de la información, sino, sobre todo, a través de la distracción y el entretenimiento. 

La sociedad, en esta distopía, debe convertirse en un organismo funcional, eficiente, predecible, pero sin alma, y en una perenne crisis existencial que es suprimida por paliativos. Crisis existencial que es rápidamente atacada por el entretenimiento y la evasión.

Esta es la promesa de la tecnoutopía del Mundo Feliz de Huxley: una existencia descorporalizada en la que se puedan crear paraísos hedonistas sintéticos. Todo el desarrollo tecnológico se pone al servicio de esta existencia y se convierte en la piedra filosofal de todo el sistema. 

Asimismo, Aldous Huxley ya vislumbraba que las personas estaban dispuestas a sacrificar su libertad en niveles alarmantes a cambio de seguridad, especialmente después de haber vivido una guerra. Esto se pudo comprobar con el movimiento nazi. 

Pero la utopía requiere también de una droga. Con la dispensación libre de Soma, los poderes totalitarios que gobiernan Utopía previenen cualquier tipo de inadaptación o inquietud social y, por supuesto, eliminan cualquier idea subversiva. Todos iguales en una felicidad autoimpuesta que anula los impulsos naturales del ser humano. Si nunca se desea lo que no se puede tener, la felicidad se plantea como un estado alcanzable. Sin sufrimiento no se precisa consuelo y ni siquiera la religión se plantea como opción. Soma abole la voluntad, la personalidad y la diferencia, logrando, de esta manera, construir esa sociedad utópica libre de guerras y pobreza en la que cada uno ocupa el lugar previamente asignado. Soma encumbre lo banal, lo trivial, lo vulgar incluso, haciendo creer a sus consumidores que todo está en orden y que, simplemente, son felices a cada instante. Al más mínimo indicio de flaqueza, una dosis de Soma y todo vuelve a ese estado de felicidad artificial. Obviamente, el pensamiento crítico también queda abolido, previa instauración del «culto a la ignorancia».

Y mientras que llega la Utopía… ensayemos la “happycracia”.

Eva Illouz y Edgar Cabanas, directora de la Escuela de Estudios Superiores de CC. Sociales de París y doctor en psicología respectivamente, son los autores de uno de los primeros ensayos- ya han salido otros- que analizan la industria de la felicidad y la aparente legitimidad científica de la psicología positiva. Desde que en 1998 naciera en EE.UU. la ciencia de la felicidad y la psicología positiva, bien financiada por fundaciones y empresas, en pocos años han pasado a estar en lo más alto de las agendas académicas, políticas y económicas de muchos países. 

La felicidad que se vende, ese producto llamado “felicidad”, viene a ser “un estilo de vida que apunta hacia la construcción de un ciudadano muy concreto, individualista, que entiende que no le debe nada a nadie, sino que lo que tiene se lo merece. Sus éxitos y fracasos, su salud, su satisfacción, no dependen de cuestiones sociales, sino de él y la correcta gestión de sus emociones, pensamientos y actitudes”. 

La “ciencia” y la “industria” que se encargan de vender esta noción de felicidad trabaja, a juicio de los autores, “al servicio de los valores impuestos por la revolución cultural neoliberal”: no hay problemas sociales estructurales sino deficiencias psicológicas individuales. Riqueza y pobreza, éxito y fracaso, salud y enfermedad, son fruto de nuestros propios actos. 

Y el psicólogo señala que en esta nueva ciencia “no es suficiente con no estar mal o estar bien, hay que estar lo mejor posible”. La felicidad así es una meta en constante movimiento, nos hace correr detrás de forma obsesiva. Y tiene que ver siempre con una mirada hacia dentro, nos hace estar muy ensimismados, muy controlados por nosotros mismos, en constante vigilancia. Eso aumenta la ansiedad y la depresión. Nos proponen ser atletas de alto rendimiento de nuestras emociones. Vigorexia emocional. En vez de generar seres satisfechos y completos genera happycondriacos.

Además, la happycracia- concluyen- desactiva el cambio social. “Admiten que las circunstancias algo influyen, pero es muy costoso cambiarlas y no merece la pena. Debes cambiarte a ti mismo. Abogan poco porque la idea de buena vida esté relacionada con una buena vida colectiva”, dice Cabanas, y explica qué pasa cuando la psicología positiva ataca emociones como la ira. “Las emociones no son positivas o negativas. Tienen diferentes funciones según la circunstancia. Y son siempre políticas. La ira puede ser mala a veces y buena para luchar por reparar injusticias. Cuando dices que es tóxica, desactivas una emoción política muy importante. Cuando estamos indignados, nos ponemos las pilas.”.

“Felicidad Nacional Bruta” (FNB)

En 1974, el economista Richard Easterlin en un estudio comprobó la existencia de determinadas indecisiones que cuestionaban abiertamente la importancia de la riqueza como un indicador confiable y susceptible de establecer valores de bienestar. Estos valores además pueden medirse y observarse. Nacía la famosa "paradoja de la felicidad o paradoja de Easterlin": el aumento indefinido de ingresos no resuelve el problema del bienestar. 

El economista estadounidense hizo un examen comparativo entre los países y las personas, analizando las relaciones entre semejanzas y diferencias de los ciudadanos que decían ser felices. Estableció, a modo de conclusión, una característica común en aquellos que habían saciado sus necesidades fundamentales: que el índice de felicidad promedio no se alteraba al margen de su mayor capacidad de generación de ingresos. 

Hace cuarenta años, el joven y flamante cuarto rey de Bután hizo una elección notable: Bután debía perseguir la “Felicidad Nacional Bruta" (FNB) en lugar del producto interno bruto. Decenas de expertos se reunieron en la capital de Bután, Thimphu, para analizar la experiencia del país 

Lo hicieron a instancia de las Naciones Unidas, con la participación de uno de los principales asesores de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, Jeffrey D. Sachs, profesor de la Universidad de Columbia. La cuestión que se analizó, según nos relata el profesor, fue la de cómo alcanzar la felicidad en un mundo que se caracteriza por la rápida urbanización, los medios masivos, el capitalismo global y la degradación ambiental. ¿De qué manera nuestra vida económica se puede reordenar para recrear una sensación de comunidad, confianza y sustentabilidad ambiental? 

Las principales conclusiones que se obtuvieron a partir de este informe fueron: 

1) El progreso económico es fundamental para la felicidad: para poder ser feliz hay que tener cubiertas las necesidades básicas como la comida, agua potable, atención médica, educación. 

2) La simple búsqueda del PIB, sin tener en cuenta otros objetivos, no conduce a la felicidad, sino que lleva a grandes desigualdades en riqueza y poder. 

3) La felicidad se logra a través de una estrategia equilibrada frente a la vida. Como individuos, una vez cubiertas nuestras necesidades elementales, sólo seremos felices si la búsqueda de mayores ingresos no reemplaza nuestra dedicación a la familia, los amigos, la comunidad, la compasión y el equilibrio interno. Como sociedad, una cosa es organizar las políticas económicas para que los niveles de vida aumenten y otra es olvidar los valores de la sociedad (justicia, confianza, salud física y mental, sostenibilidad ambiental…) para conseguir mayores ganancias. 

4) Debido a que el capitalismo global plantea amenazas directas a la felicidad, proponen algunas actitudes que se deberían modificar para fomentar la felicidad: la destrucción del medio ambiente natural; la debilitación de la confianza social y la estabilidad mental; el uso, por parte de la industria de comida rápida, de ingredientes adictivos para crear una dependencia poco saludable de alimentos que contribuyen a la obesidad; o la publicidad que contribuye a muchas otras adicciones de consumo que implican grandes costes para la salud pública (tiempo excesivo frente al televisor, apuestas, consumo de drogas, tabaquismo y alcoholismo).

5) Para promover la felicidad, debemos identificar los muchos factores más allá del PIB que pueden aumentar o reducir el bienestar de la sociedad. La mayoría de los países invierten para medir el PIB, pero gastan muy poco para identificar las causas de la mala salud. Estas cinco conclusiones están resumidas, pero han sido fielmente tomadas del artículo escrito por el profesor Jeffrey D. Sachs a raíz del encuentro en Thimphu.

¿Puede convertirse el tigre del capitalismo en vegetariano (o vegano)?

Cuentan que, en una reunión de militantes cristianos- esas personas que no dudaban en entregar su vida completa por un Ideal de Justicia, Solidaridad y Fraternidad encarnado en Jesucristo- uno de ellos, socarrón y muy simpático, espetó esta pregunta a alguien que ya por aquel entonces hablaba de promover, como lo más realista, un “capitalismo con rostro humano”. Y la pregunta, si leemos con cierta perspicacia las conclusiones anteriores, no puede arrinconarse tampoco ahora. 

No creo que a aquel militante le pareciera mal que al hablar de los “bienes” necesarios para el desarrollo personal y colectivo se incluyeran también los bienes inmateriales junto a los materiales. Con ellos ya se referían entonces a los bienes intelectuales, profesionales, o relacionales-comunitarios- afectivos (familias, amigos, comunidad). Tampoco creo que rechazara de plano, en el nuevo algoritmo económico, la compasión. De eso hablaban igualmente mucho los militantes conscientes de que su principal enemigo era el materialismo, filosofía que encarna como ninguna otra el capitalismo. 

Pero alguien sensible a las argucias del poder, porque la mayoría las habían sufrido y padecido en no pocas ocasiones, leería con mucho detenimiento la segunda parte de la conclusión tres y la cuatro: “Debido a que el capitalismo global plantea amenazas directas a la felicidad, proponen algunas actitudes que se deberían modificar…”. Y entonces surgiría, como entonces, la pregunta del millón: ¿Alguien piensa, a estas alturas de la película del turbocapitalismo digital del control, de la vigilancia, del deseo…en la posibilidad de que se haga vegetariano (o vegano)? 

Queda abierto el debate. No dudo de que será muy interesante. ¿Un Mundo Feliz? ¿De qué persona, de qué sociedad, de qué felicidad estamos hablando?.

LA MEDICALIZACIÓN DE LA VIDA

¿Por qué España es el país del mundo 
donde se toman más tranquilizantes?


Las cifras de consumo de tranquilizantes no dejan de crecer en España. En el último informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), organismo que depende de la ONU, revela que España encabeza el consumo mundial lícito de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes.

¿CUÁLES SON LOS FACTORES QUE ESTÁN DETRÁS DEL INCREMENTO EN LA UTILIZACIÓN DE TRANQUILIZANTES? (RESUMIDO)

1.- El negocio de los tranquilizantes


SITUACIÓN ACTUAL

2.5 millones de personas en España toman a diario alguno tipo de ansiolítico. Entre las más utilizados tenemos el grupo de las benzodiazepinas donde se incluyen el Alprazolam, Lorazepam, Diazepam, Clonazepam, Bromazepam y Lormetazepam. 

Cuando hablamos de tranquilizantes nos estamos refiriendo a aquellos medicamentos cuya finalidad inicial es el tratamiento de problemas básicos de salud mental como son el estrés, la ansiedad o el insomnio. La última Encuesta Nacional de Salud nos da una fotográfica de las personas que los utilizan. Así tenemos que su uso se da en el 30% de las personas mayores jubiladas, en el 42% en las incapacitadas para trabajar o que están en paro y en el 24% de las que se dedican únicamente a las tareas del hogar. En definitiva, podemos decir que estos medicamentos lo que hacen en ayudar a sobrellevar las dificultades económicas, sociales… de la propia existencia. 

Si centramos la mirada en las personas mayores vemos que presentan un patrón de mayor uso de benzodiacepinas, hasta el punto de que la población que rebasa los 65 años supone más de la cuarta parte de los consumidores de tranquilizantes y relajantes en España, en muchos casos utilizados para conciliar el sueño. Ese alto consumo de psicofármacos está detrás también de muchos de los accidentes domésticos, que son una de las principales causas de fractura de cadera. A esto se suma la situación de fatiga post-pandémica, que hace que todavía muchas personas demanden estos psico-fármacos, sobre todo entre las personas mayores que sufren más la soledad emocional por estar solas, por tener dificultades para poder ver a su familia, o a sus amistades, en definitiva, por haberse roto muchos de los vínculos sociales que les daban seguridad. 

Un aspecto importante de este tipo de medicación es que acaba haciendo más frágil al paciente, al cual, una vez que ha comenzado a tomar tranquilizantes, resulta muy difícil retirárselos, ya que generan síndrome de abstinencia (nerviosismo, sudoración, alteración del sueño, inquietud). Crean una adicción, que es sobre todo psicológica. Piensas que no tienes más remedio que tomar pastillas para dormir, para no estar nervioso, para no tener un ataque de pánico. Y si no las tomas, no duermes, porque ya tienes un síndrome de abstinencia.

¿CUÁLES SON LOS FACTORES QUE ESTÁN DETRÁS DEL INCREMENTO EN LA UTILIZACIÓN DE TRANQUILIZANTES?

1.- El negocio de los tranquilizantes

Siempre que hablamos de medicamentos hay que hacerlo en clave de negocio, de beneficio económico. El Instituto Nacional de Salud Mental de EEUU calcula que uno de cada cuatro norteamericanos adultos padece algún tipo de enfermedad mental diagnosticable y la OMS señala que son 300 millones de personas en todo el mundo y que estas patologías son responsables, en las economías desarrolladas, del 15% del gasto en enfermedades (sólo en EEUU supera los 200.000 millones de dólares anuales). A la vez, la industria farmacéutica tiene actualmente más de 300 compuestos en I+D para salud mental, predominando la investigación destinada al tratamiento de la ansiedad y la depresión. 

En España se publicaba recientemente un artículo bajo el titulo La vida duele tanto que se puede medir en containers de ansiolíticos, donde se ponía en evidencia como el número de aviones y trenes cargados de ansiolíticos que llegan a diario al puerto marítimo de Valencia ha crecido en un 25% desde la pandemia. En 2022 se vendieron en España 111 millones de envases de ansiolíticos y antidepresivos. Todo este volumen comercial le supone a España un gasto de 46.000 millones de euros anuales en salud mental, de los cuales, el 47% se destina a pagar la prescripción de medicamentos por la Seguridad Social, así como las bajas laborales derivadas por el estrés y la ansiedad. Dinero que al final se queda en la cuenta de resultados de grandes empresas farmacéuticas multinacionales (orfidal- Pfizer, lexatín -Roche, tranxilium – Sanofi).
 
A lo largo de los años la industria farmacéutica has sabido desarrollar estrategias para mantener sus niveles de ventas de medicamentos. Una de estas estrategias es la de generar o “inventar enfermedades”, en este caso mentales. Para ello transforman las dimensiones intangibles de nuestra vida íntima en cantidades calculables y por lo tanto comparables con un estándar y todo lo que se salga de esa medida es susceptible de ser medicalizado. Existe una fecha clave, 1987, cuando se aprobó una nueva clasificación de enfermedades mentales (DSM-III revisada), incluyendo novedosas patologías, test y criterios diagnósticos. Desde entonces, más o menos coincidente con la aparición del Prozac y otras moléculas similares, se observa que algunos fenómenos o mecanismos adaptativos han tendido a clasificarse con facilidad como enfermedad tratable con psicofármacos. 

Así, por ejemplo, convertir la tristeza en depresión; convertir la preocupación por algo futuro o inseguro que nos pueda acaecer, en ansiedad generalizada; los sofocos, palpitaciones y miedo a morir, en un trastorno de pánico; o la misma timidez, que de ser una característica personal se ha convertido en fobia social. También se han estandarizado las enfermedades ligadas al mundo laboral: acoso moral, burnt out, bulling y otro largo etcétera consiguiendo medicalizar el conflicto que antaño se llamó lucha de clases y que se dirimía en el ámbito sindical. 

Otra buena parte de este aumento es debido a la "incorporación" de los niños como potenciales consumidores. Sobre todo, debido a la conversión de la timidez infantil en "depresión", de la inquietud del niño inteligente y despierto en "trastorno por déficit de atención con hiperactividad o TDAH", del miedo a la maestra rígida en "neurosis obsesiva", o la aparición del dolor abdominal y los vómitos ante la exigencia escolar en "intolerancia a la lactosa", "dolor abdominal recidivante" o "síndrome de intestino irritable", son sólo algunos ejemplos. 

Esta medicalización de la vida, ha provocado que muchas circunstancias que no son patológicas, sino situaciones vitales o de la vida cotidiana que son etiquetadas erróneamente como trastornos de ansiedad o insomnio, acaben siendo tratadas con psicofármacos. 

2.- La debilidad del Sistema Sanitario 

Otra de las causas en el consumo de psicofármacos es la saturación del sistema de atención primaria y la falta de profesionales en salud mental. En este sentido, el responsable del Consejo General de la Psicología afirmaba en una entrevista que ante el aumento de enfermedades mentales "en España, se ha optado, por administrar sólo psicofármacos, que palían los síntomas, pero no los solucionan. Es sólo un remedio paliativo. Si al paciente no se le enseña cómo afrontar el estrés, a mejorar sus habilidades sociales, el problema seguirá". Según algunos expertos, este consumo de fármacos se debe a la falta de una respuesta adecuada por parte del sistema sanitario a los problemas de salud mental, un problema de años pero que se ha intensificado tras el confinamiento por la Covid-19. 

Hay que tener en cuenta que dos de cada tres casos de trastornos de ansiedad o depresión son atendidos por el médico de familia, que ya tenía una presión asistencial muy elevada antes de la pandemia, cuando disponía de una media de cinco minutos para cada paciente, y que ahora con el desarrollo de la teleasistencia, ya ni siquiera los puede ver. Los problemas como el de la ansiedad no se pueden resolver "anestesiando" con fármacos los síntomas que produce, sino enseñando al paciente a manejar su problema, a afrontarlo contando con su entorno social y familiar. Y si esto no da respuesta a la situación, es ahí donde deberían de intervenir los psicólogos o psiquiatras. 

Los resultados de varios estudios sobre la ansiedad reflejan que, en el caso de quienes recibieron atención psicológica, el 70% dejó de padecerla y el 50% logró una recuperación óptima, porcentajes que bajaron al 20 y al 10% respectivamente en el de los que solo fueron tratados con benzodiacepinas. Mejorar la atención de estos trastornos con más psicólogos reduciría sensiblemente el gasto que ocasiona el uso desmedido de ansiolíticos y sedantes: en torno a 23.000 millones de euros anuales entre costes sanitarios de tratamientos y pago de pensiones por una incapacidad causada por el abuso de estos fármacos o por accidentes domésticos o de tráfico. Pero en el Sistema Nacional de Salud de España hay una ratio de entre 5 y 6 psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes, lejos de los 18 que hay en otros países de la Unión Europea. Además, en España aún no se ha incluido la psicología clínica en la cartera de servicios del sistema público de salud. Por lo tanto, es necesario más tiempo para la atención de los pacientes en la atención primaria y también es necesario tener disponibles a más psicólogos para una atención más especializada. 

Pero un paso más a dar es la restauración de los vínculos sociales y familiares de esa persona. Se ha observado que, si el acompañamiento se realiza sobre todo en los domicilios, yendo al encuentro donde están los pacientes con sus familias y amigos, conociendo sus condicionantes sociales, se produce una reducción drástica del consumo de medicamentos, de las recaídas, y la práctica desaparición de los ingresos, con todo el sufrimiento que esto supone. 

3.- La frustración del hombre ante la nueva sociedad 

Vivimos en una sociedad competitiva y estresante en la que debemos sostener rutinas que exigen mantenerse al límite del rendimiento sin angustia y sin claudicaciones. Y es en este contexto, en el que, para enfrentarse a los problemas cotidianos se recurre a la química para desconectar, mitigar la ansiedad o para dormir. Al fin y al cabo, el objetivo último es evadirse de una realidad cotidiana que le resulta agobiante. Una situación que se ha intensificado tras el Covid. Una encuesta sobre la salud mental de los españoles realizada tras la epidemia del COVID reveló que el 23,4% de la población ha sentido mucho miedo a morir debido al coronavirus. Este sufrimiento se ha agravado por los fallecimientos cercanos, la situación de inseguridad o pérdida del empleo y el aislamiento social, lo que no ha hecho más que aumentar la demanda de tranquilizantes. 

Ahora estamos viendo las consecuencias de las condiciones de vida de la gente y la forma rápida en la que están intentando calmar el dolor psicológico. Las personas sufren cada vez más dolor en su intento por tener una vivienda digna, por llegar a fin de mes y por conciliar vida y trabajo. No hay lexatin que te pague el alquiler a fin de mes, ni valium que evite que te desahucien. Pero la solución de muchas personas ha sido acudir a las pastillas para poder seguir produciendo. 

Hasta hace poco, la soledad se asociaba con la vejez. Pero en los últimos años, los expertos han descubierto también la variante de la «soledad en el trabajo» y ahora el problema se ha ampliado para incluir a los jóvenes, los "millennials solitarios". Ya hay numerosos informes que afirman que el impacto de la soledad es mucho mayor en los jóvenes que en las generaciones mayores. Ante esta nueva realidad, las teorías de “la reconfiguración psiquiátrica de la persona", han cobrado impulso en los últimos años gracias a los esfuerzos de la industria farmacéutica, y ya la mayoría de la población ha absorbido la narrativa ampliamente comercializada del desequilibrio químico como causa de los problemas mentales, desplazando los problemas sociales o políticos como raíz de su situación. 

Y así, la soledad, la tristeza y la desesperación por las condiciones de vida que son la respuesta natural a la pobreza, la discriminación y la inseguridad se transforman en problemas médicos individuales con respuestas individuales. De este modo, la idea de que los problemas de salud mental son enfermedades o dolencias puede considerarse una bio-ideología, un término que hace referencia a un conjunto de creencias falsas que ocultan la realidad sufrimiento de la vida bajo el sistema neocapitalista actual. 

A MODO DE CONCLUSIÓN 

El aumento del consumo de estos psico-fármacos tiene que ver con la evolución de la cultura occidental. Vivir bajo el capitalismo oculta más el sufrimiento interno de la persona. Y su eficiencia fuera de dudas oculta el hecho de que los médicos no están adecuadamente preparados ni tienen los recursos ni el tiempo necesario para abordar las emociones como la tristeza, el miedo, la angustia y al final lo resuelven recetando medicamentos, y todo ello, bajo el gran control que posee la industria farmacéutica en el sistema sanitario. Así como los dirigentes de las compañías farmacéuticas rinden cuentas ante la asamblea anual de sus accionistas, los dirigentes de los sistemas de salud deberían rendir cuentas ante los ciudadanos. Cuentas sobre su responsabilidad por la patología causada por los efectos secundarios de los medicamentos por ellos aprobados. Cuentas sobre la transparencia en la toma de decisiones. Cuentas sobre su responsabilidad, por inacción y complicidad, ante el robo sistemático económico y cultural del sistema de salud a manos de la industria biofarmacéutica multinacional que antepone sus objetivos de beneficio económico al bien común de la sociedad. 

La organización de la producción en el capitalismo genera muchos de los problemas que llamamos trastornos mentales. Un sistema económico que distribuyera los recursos de forma más equitativa, que proporcionara seguridad en los ingresos, la vivienda, la educación, la asistencia sanitaria y que permitiera a más personas participar de forma significativa en la vida económica y social, acabaría con gran parte de la actual epidemia de salud mental que está tan relacionada con la inseguridad económica, el endeudamiento, la falta de vivienda, la soledad, la sensación de fracaso y la falta de objetivos existenciales. 

Los enfermos han sido los grandes perdedores en las últimas reformas de las que ha sido objeto la seguridad social. A los promotores de estas reformas le interesa entenderse sin los pacientes, es decir, entenderse sólo entre científicos, industriales y representantes políticos, manteniendo a los ciudadanos al margen de las cuestiones a decidir. Han fomentado que estas decisiones políticas quedaran confinadas a comisiones administrativas formadas por técnicos y expertos. Se ha producido un creciente proceso de medicalización de la sociedad relegando a los pacientes a un papel secundario como consumidores pasivos de medicamentos.

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