EL Rincón de Yanka: LIBROS "EL ORBE A SUS PIES": MAGALLANES Y ELCANO y La batalla (y la flota) de las especias ⛵🌎🌍🌏

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sábado, 20 de agosto de 2022

LIBROS "EL ORBE A SUS PIES": MAGALLANES Y ELCANO y La batalla (y la flota) de las especias ⛵🌎🌍🌏


EL ORBE A SUS PIES
MAGALLANES Y ELCANO:
CUANDO LA COSMOGRAFÍA ESPAÑOLA MIDIÓ EL MUNDO


A Magallanes se debe el logro de hallar el «paso» estrecho que une el Atlántico y el Pacífico, con lo que sorteó el muro que el continente americano representaba para la navegación. Pero quien realmente dio la vuelta a la Tierra y convirtió en una experiencia lo que hasta entonces no era más que un concepto matemático fue el español Juan Sebastián Elcano, al surcar el océano Índico y bordear por el Atlántico el continente africano sin hacer escalas. La esfericidad del orbe terrestre, cuya circunferencia había sido medida con sorprendente precisión por Eratóstenes en el siglo III a.C., se vio por primera vez recorrida por los pies de un hombre.

Dieciocho siglos separan el concepto cosmográfico de la esfericidad del globo de la experiencia circunnavegatoria, que fue posible gracias a una serie de condiciones geoestratégicas, tecnológicas, doctrinales e institucionales, de las que se ocupa este extraordinario libro. Se trata, en palabras del cosmógrafo Pedro de Medina, de conocer «esta sutileza tan grande que es que un hombre con un compás y unas rayas señaladas en una carta sepa rodear el mundo».

Sin lugar a dudas, la «revolución» de Magallanes y Elcano conmovió al orbe entero al desmoronar a su paso, y de forma definitiva, la antigua concepción de la cosmografía terrestre.

Prólogo

El libro que el lector tiene entre sus manos responde de la mejor manera posible a la conmemoración del quinto centenario de la primera vuelta al globo de Magalla­nes y Elcano. Decir «de la mejor manera posible» no es gratuito, pues cuenta con detalle cómo se forjó esa hazaña, recorriendo desde las peripecias de sus protago­nistas hasta los conflictos diplomáticos relacionados con ella, pasando por la geo­ estrategia y la filosofía que dominaban la época. Sin duda, todo un ejercicio de aquel lema según el cual únicamente se puede amar lo que se conoce, y Pedro In­ sua demuestra ser -ya que de conmemorar se trata- un gran conocedor de la historia de España.

Ahora bien, lejos de caer en el nacionalismo estrecho -el adjetivo, en este caso, es redundante-, el autor reconoce que el peso de la gesta recayó en el portu­gués Magallanes, antes que en Elcano, aunque la empresa fue íntegramente espa­ñola. Una circunstancia, la de la nacionalidad de sus artífices, que, en cualquier caso, no puede ocultar el hecho de que la expedición que por primera vez circun­navegó la Tierra afecta a todas las naciones, y marca un hito por el que toda otra fecha histórica anterior o posterior queda por ella interpretada.

En efecto, ante la primera «globalización» de la historia, debemos fijarnos en que hay, al menos, dos pares de conceptos involucrados en ella: «antiguos» frente a «modernos» y, por otra parte, Oriente y Occidente.

En cuanto a la conocida distinción entre «antiguos» y «modernos», este libro pone pie en pared a los excesos de la Posmodernidad como el gran rótulo de la «Úl­tima filosof ía» que se ha atrevido a proclamar el «fin de la modernidad» e incluso «el fin de la Historia». Y es que la Edad Moderna no se abre ni se termina en virtud de cualquier fecha que pueda elegirse. Si el año 1492 -que, por cierto, da título al anterior libro de Insua- es el hito que cierra la Edad Media, lo hace porque acaba con lo que hasta entonces se consideraba el saber definitivo del mundo, la obra de la Creación de Dios. América sacaba a la luz la «Omisión de funciones» (podría de­cirse) del Espíritu Santo -representado por la Iglesia católica-, al no haberse pro­ pagado allí el mensaje evangélico, desconocido para los indígenas americanos.

Con el descubrimiento del Nuevo Mundo comienza propiamente la Historia universal, es decir, la historia de los grandes Imperios universales -el primero de los cuales fue España-, que iban a «Sustituir» las funciones que hasta entonces había venido cumpliendo, al parecer de forma negligente, la Iglesia católica. Y así fue como la teología fue perdiendo su papel de ciencia superior, mientras que las humildes «artes», las técnicas, en virtud del prestigio de sus conquistas, nunca mejor dicho, instauraron el único criterio estrictamente histórico al que los hom­ bres podían atenerse: la escritura acerca de sus hazañas.

La Edad Media pasó a ocupar de este modo el lugar intermedio, como época oscura, entre los antiguos y los modernos, siendo aquellos el espejo en el que estos se miraban. Ahora bien, había que reconocer que los modernos habían superado a los antiguos en su saber, especialmente en cuanto a la cosmografía se refiere. Al plan de estudios que Platón estipulaba en su República, del que proceden las artes durante toda la Edad Media -el trivium, en el que se integraban la gramática, la ló­gica (o dialéctica) y la retórica, y el quadrivium, que comprendía la música, la arit­ mética, la geometría y la astronomía-, se añadirán en la Edad Moderna nuevas artes entre las que destacará la cosmografía. 

En su libro "El Scholástico" (1550) el es­critor Cristóbal de Villalón, autor también de la Ingeniosa comparación entre lo An­tiguo y lo Presente (1539) -en cuyo título aparece por primera vez esta distinción-, defiende la importancia que para el escolástico (esto es, el académico, el hom­bre sabio de la época) debe tener el conocimiento cosmográfico:


Debe dudarse, por tanto, de que hayamos terminado la Modernidad, así como del fin de la Historia, como querrían los discípulos del filósofo Martin Heidegger o del politólogo Francis Fukuyama, porque el «presente universal» en el que vivimos es aquel que inauguraron Magallanes y Elcano, el de un planeta en disputa por los imperios de hoy, donde el control de las ciencias, hijas de las artes del siglo XVI, si­ gue determinando quién tiene el mayor poder sobre el globo.

Siguiendo la bella expresión de Villalón, «navegación demostrada», enlazamos con la segunda distinción, entre Oriente y Occidente, con la que queremos se­ ñalar la importancia de lo que enseña este libro: la «demostración» de la esferici­dad de la Tierra. Esta constatación práctica -operatoria, no solo teórica como en los antiguos griegos- implica, y bien lo advierte el autor, un nuevo hallazgo en el que no se suele reparar: al volver al punto de partida, los navegantes se dan cuenta de que han perdido un día, con lo que se demuestra, por añadidura, el movimiento de rotación del planeta sobre su propio eje, dando por terminada -casi un siglo antes de que Galileo lo hiciera- la noción de la Tierra inmóvil.

Esta demostración permite a Insua denominar «política esférica» al nuevo gobierno global que tanto Portugal como España se estaban disputando en el Pací­fico, al «Otro lado del mundo». Pues si bien el Tratado de Tordesillas (1494) esta­blecía sobre el plano del mapa, al compás de los descubrimientos, la parte del orbe que correspondía a cada una de las dos potencias trazando una raya en el Atlán­tico, de polo a polo, menos conocido es el Tratado de Zaragoza (1529), del que en esta obra se da cumplida noticia, por el cual ambos imperios se reparten la zona de influencia en el Pacífico mediante la determinación del antimeridiano. Dos trata­dos capitales por los que, también por primera vez en la Historia, la política cobra una verdadera dimensión global.

Por ello mismo, esta distinción entre Oriente y Occidente es válida en el plano, pero cuando ambas potencias converjan en las Malucas, Portugal rodeando ÁfricaEspaña rodeando América, se borrará. «Llegar al levante por el poniente», este fue el objetivo cumplido de España. Ahora bien, la referencia del amanecer y el ocaso se disipa cuando, con el desarrollo de esa política esférica, se sepa que en sus dominios -los del Imperio español- ya no se puede poner el sol. Lejos de ser una hipérbole, esta imagen -debida al poeta italiano Ariosto- se convertirá en una realidad tras la unión de las dos coronas, la española y la portuguesa.

Aún más, cuando todavía hoy la dualidad Oriente-Occidente se hace corres­ ponder con la diferencia entre barbarie y civilización, llegando en el colmo de la «perspicacia» a hablar del «choque de civilizaciones», se ignora que desde aquel 6 de septiembre de 1522 en el que, tras tres largos años de navegación, Elcano arribó a Sanlúcar de Barrameda, en la Tierra solo hay ya una civilización. Se puede hablar así, como hizo Hegel, del «día de la universalidad». Seguirá habiendo diferencias entre civilización y barbarie, pero esta puede encontrarse en el mismo seno del ya mal llamado Occidente.

La universalidad en la política, entonces, no significa la paz perpetua, sino la característica de la función que un imperio ejerce sobre el resto de las sociedades políticas repartidas por la Tierra. Una universalidad, y tal fue la paradoja que nos legó España, que como una parte formal de la humanidad está dispuesta a hablar en nombre de toda ella. Pocos conocerán antes de leer este libro que, hacia 1588, hubo en España una intensa polémica -análoga a la más famosa entre Las Casas y Sepúlveda a cuenta de América-sobre la conquista de China. En ella se disputó si la ley evangélica debía o podía reinar en el orbe entero. Y así culmina Pedro Insua su trabajo, con el momento en el que Felipe II, en El Escorial, debe escuchar y valo­rar si es prudente o ambicioso utilizar la plataforma de las Filipinas como antesala para la conquista del misterioso Imperio del Centro. Para entonces, holandeses e ingleses ya estaban aprovechándose de los «caminos del agua» -en poética expre­sión del cosmógrafo y filósofo Pedro de Medina que Insua recoge- surcados por primera vez por los españoles.

Reparemos en el hecho, ciertamente curioso, de que fueran las potencias pro­ testantes, es decir, quienes establecían diferencias insalvables entre los hombres en virtud no de sus obras, sino del decreto que ab aeterno se hallaba en la mente divina, las que levantaran sus imperios sobre lo ya descubierto por obra de los pa­pistas españoles y portugueses. A falta de catolicismo, estos imperios depredado­ res recuerdan la versión platónica del mito de Prometeo: aunque poseen las virtu­des de Hefesto -la técnica, reducida en términos modernos a la bomba atómica, carecen de las virtudes de Hermes, las civilizatorias. Una carencia que hoy se hace visible en África o la India, en donde tales imperios protestantes dominaron.

Ahora, en el presente, al percibir la preocupación de Estados Unidos por ex­ tender la democracia en todo el mundo, comprobamos que la experiencia histó­rica española aún puede ser útil como arquetipo civilizador. Y como los tripulan­tes de la memorable expedición, aprendamos, gracias al viaje que Pedro Insua nos propone a través de ese desconocido «lago español», que llegó a ser el océano Pacífico, que merece la pena engolfarse hacia nuevas aventuras, aunque solo sea leyéndolas.
ATILANA GUERRERO

Prefacio

La efeméride del quinto centenario de la partida, en 1519, de la expedición capita­neada por Fernando de Magallanes, y que se coronó con la primera vuelta al globo por parte de Juan Sebastián Elcano tres años después, sirve -o servirá, quizá- de ocasión para sacar consecuencias sobre lo que tal hito representa en el terreno de la filosofía de la historia.

Esta disciplina, cuyo fundamento, en cierto modo, supone desmarcarse de cualquier concepción teológica de la misma, se puede decir que comienza en el siglo XVIII, y no antes, ligada a lo que el historiador y filólogo John Bury llamó, en su libro de título homónimo, la idea de progreso (frente a la idea teológica de pro­videncia, que se agotó en esa misma época, y que representaría la negación de cualquier planteamiento filosófico de la historia).

Así, figuras como Volney, Voltaire, Turgot, Condorcet, Kant, Fichte, Hegel o Marx van roturando y abriendo camino en torno a esa concepción filosófica de la historia, y destacan determinados hitos -en función, por supuesto, de sus distin­ tos planteamientos (no es la filosofía una disciplina científica)- que marcan los distintos períodos históricos, tratando de sacar adelante una periodización que tenga, realmente, alcance y capacidad de penetración en el campo histórico. Repa­sando los planteamientos de estos autores, ninguno nombra -ni siquiera nom­bra, subrayo- la vuelta de Magallanes y Elcano (tan solo Hegel, y Engels después, la insinúan).

Pues bien, el objetivo de esta obra es destacar la expedición de Magallanes y Elcano, y considerarla como un hito histórico en ese sentido filosófico -ofreciendo razones para ello, claro-, en la medida en que, eclipsada por visiones in­teresadas o sesgadas, no se ha subrayado su importancia con suficiente claridad.

Ello implica conocer los detalles históricos de su desarrollo como empresa, desde que se plantea por parte de Magallanes hasta que Elcano la culmina, y, por tanto, sumergirse en los archivos, en los legajos, en el rastro escrito que deja una acción de la magnitud histórica que tiene esta expedición.

El peso de los Archivos de Indias, de Simancas, del Archivo Histórico Nacional y de otros muchos es el testimonio del paso de un imperio, el español, por la historia. De obviarlos, o de pasar por ellos de puntillas, es de donde han nacido la fábula o la leyenda, el error, en definitiva, que nubla y obstaculiza una visión más esclarecida y verdadera de la historia. Solo sumergiéndose en los archivos se puede afirmar algo con sentido histórico, esto es, verdadero, y la verdad en la his­toria significa una relación de acontecimientos vinculados por las acciones de los seres humanos, que, justamente, aparecen definidos en el campo histórico como causa de dichos acontecimientos.

Existe, pues, muy amplia documentación sobre el asunto, compilada -junto a la de la conquista casi coetánea de Hernán Cortés- por el marino e historiador Martín Fernández de Navarrete (1765-1844) y que deja poco margen para la fantasía.l En ella aparecen todos los detalles, con la reunión de casi todos los do­cumentos vinculados a la expedición, que giran en torno a la preparación de esta gran empresa, a su desarrollo y a su final (a la luz de esta documentación, se puede contar hasta el número de alcaparras que llevaban).

Por supuesto, está el relato más conocido sobre la vuelta al mundo, el escrito por el geógrafo y explorador italiano Antonio Pigafetta (h. 1491-h. 1531), con sus varias ediciones, que es el más exhaustivo en cuanto a la relación de los pueblos asiáticos de Insulindia -el archipiélago situado entre la península de Malaca y Australia- con los que se toparon (llama la atención especialmente, por cierto, la curiosidad lingüística de Pigafetta y la colección de términos léxicos que reúne). 

Por otro lado, ya de un modo más oblicuo, se ofrecen igualmente muchas re­ ferencias de lo sucedido durante la expedición en otros lugares que, con algunas variantes interesantes, vuelven a describir el desarrollo de la tournée magallánica.

Muy principalmente en las Décad as del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), probablemente recogiendo fuentes de primera mano, así como en las obras de Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-15 57), Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar Océano, y de Francisco López de Gómara ( 1511-1566), historiador del entorno de Hernán Cortés y autor de Hispania Vic­trix. También es muy rica en referencias la monografía de Antonio Herrera y Tor­desillas (1549-16), cronista de los reyes Felipe II y Felipe III, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar Océano que llaman In­dias Occidentales (también conocida como Décadas). Por último, ya a principios del XVII, la eonquista de las islas Malucas de Bartolomé Leonardo de Argensola (1562-1631) quiere culminar la consagración del posicionamiento español en Asia, y vuelve a repasar la peripecia expedicionaria de Magallanes y Elcano.

Una política en Asia, en definitiva, cuyos inicios, al margen de su suerte ulte­ rior, están marcados por una expedición que surge a iniciativa de un hombre más bien menudo, pero cuya perseverancia se impone aun con el viento en contra de numerosas rivalidades (personales, nacionales, políticas) y en medio de la tempes­ tad geoestratégica del siglo XVI. Ese hombre se llamaba Fernando de Magallanes.

Magallanes-Elcano, el orbe rueda a sus pies

A Magallanes se debe el logro de hallar el «paso» estrecho que une el Atlántico y el Pacífico, sorteando así el muro que, para la navegación, representó el continente americano recién descubierto por Cristóbal Colón apenas treinta años antes. Tras atravesar por primera vez el vasto océano Pacífico, la expedición comandada por el capitán portugués -naturalizado español- recala en los, hasta ese momento, desconocidos archipiélagos de las Marianas (Ladrones), primero, y de las Filipinas (San Lázaro) después. Gracias a la capacidad lingüística de un criado, Magallanes reconoce que la expedición se encuentra, por fin, próxima al ámbito malayo y, así, cercana a cumplir su objetivo. Este no era otro que el de la Especiería -el con­ junto de islas de donde procedían preciadas especias como la nuez moscada y el clavo de olor-, en el archipiélago de las Malucas («el Maluco»), por una ruta occi­dental, netamente española, que sirviera de alternativa a la africana, en manos de Portugal, abierta por Vasco de Gama hacia la India en 1498.

El caso es que, enredado en asuntos de rivalidad entre caciques locales cebua­nos, Magallanes, como Moisés antes de llegar a la tierra prometida, muere en ac­ción de guerra en la isla de Mactán, a las puertas de lograr su meta, pero sin conse­guirlo. La arribada a las Malucas, después de muchas peripecias, se producirá con el español Gonzalo Gómez de Espinosa al mando, que se había enrolado en la ar­mada de Magallanes como alguacil, y que fue, además, una personalidad decisiva en varios momentos de la expedición. La empresa la consumará finalmente con éxito el también español Juan Sebastián Elcano en la nao Victoria, atravesando el océano Índico desde Timor, sin hacer escalas, para, remontando la carrera afri­ cana por el Atlántico, retornar y llegar por fin el 6 de septiembre de 1522 a Sanlú­car de Barrameda, de donde habían partido tres años antes.

No deja de ser curioso que, de la esfera repartida en el Tratado de Tordesillas -el convenio firmado en 1494 en esa localidad entre los Reyes Católicos y Juan II de Portugal-, sea un portugués el que atraviese el hemisferio reservado a Castilla y un español el que atraviese el hemisferio portugués. Aunque Elcano alcanzó la gloria en vida -se le concedió, a él y a Gómez de Espinosa, un escudo de armas con el lema «tu primus circumdedisti me» («fuiste el primero que me rodeó»)- tras los esfuerzos y enormes sacrificios del portugués, incluido el de su propia vida, indudablemente fue Magallanes quien llevó todo el peso de la expedición (sin me­noscabo de la audacia de Elcano en la operación de regreso). Cierto es que el ma­rino guipuzcoano tampoco disfrutará mucho tiempo de esa reputación, pues mo­rirá a causa del escorbuto en 1526 -en el mismo escenario donde había fallecido Magallanes- durante el desarrollo de la siguiente expedición enviada a la Especie­ría, comandada, en este caso, por García de Loaysa. Y lo hace convertido ya, por fin, en capitán general -tras el fallecimiento, días antes, de Loaysa-, siendo el Pa­cífico motivo de su grandeza, pero también sepultura para estos tres insignes navegantes.

Nunca, en cualquier caso, Magallanes podría haber llegado a imaginar que su nombre permanecería vinculado en la posteridad a ese vasco, más bien reservado y taciturno, que no pasó de maestre mientras vivió el capitán general portugués, y que, al poco tiempo, volvería a atravesar el estrecho que lleva su nombre -el de Magallanes-, esta vez como piloto mayor y guía de esa segunda flamante armada enviada desde La Coruña a las Malucas en 1525, pero que, al final, fracasa estrepi­tosamente en sus objetivos.

Fuera como fuese, el resultado es que un hombre, Juan Sebastián Elcano, con sus diecisiete compañeros de regreso en la nao Victoria, dio la vuelta a la Tierra por primera vez en la historia, convirtiendo en un hecho de experiencia lo que hasta ese momento no era más -tampoco menos- que un concepto matemático, geométrico, cosmográfico, situado en los libros solo como posible, pero que pasa, con el «arte de navegar» renacentista, a transformarse en una realidad.

La esfericidad del orbe terrestre, cuya circunferencia había sido medida ya en el siglo III a. de C. con sorprendente precisión por Eratóstenes en Alejandría, se vio por primera vez rodeada, recorrida y «sujeta a los pies de un hombre» (dirá el cronista y misionero José de Acosta), espantando, además, con esa misma acción globalizadora, a modo de experimentum crucis o prueba concluyente, toda especu­ lación «antigua» acerca de las «inhabitables», tenebrosas y caóticas antípodas.

La Tierra quedaba ceñida realmente a la escala humana, y su enormidad superada por su conmensuración geométrica (el concepto esférico no dejaba margen a la fantasía ni a la imaginación medievales) y, por fin, recorrida. Así, con esta ro­tunda literalidad -encareciendo el logro «moderno» frente a esas fantasías anti­guas-, lo expresará Acosta en su Historia natural y moral de las Indias, publicada escasamente sesenta años después del regreso de Elcano:
¿Quién dirá que la nao Victoria, digna, cierto, de perpetua memoria, no ganó la victo­ria y triunfo de la redondez del mundo, y no menos de aquel tan vano vacío, y caos infi­nito que ponían los otros filósofos debajo de la tierra, pues dio vuelta al mundo, y rodeó la inmensidad del gran océano? ¿A quién no le parecerá que con este hecho mostró, que toda la grandeza de la tierra, por mayor que se pinte, está sujeta a los pies de un hombre, pues la pudo medir?
Además de la redondez de la Tierra, los expedicionarios prueban otro hecho, hasta ese momento también teórico, pero esta vez de orden físico (geodésico, si se quiere). Al llegar de regreso a Cabo Verde, en los diarios de a bordo llevados por Pi­gafetta y el marino griego Francisco Albo -quien terminó el viaje como piloto de la nao Victoria- figura que es miércoles, cuando los portugueses de la isla de San­tiago aseguran que es jueves, lo que indica que ese orbe terrestre, esa esfera recién circunnavegada, gira sobre su propio eje. Se tiene pues, también por primera vez, constancia física, experimentada en las propias carnes de esos dieciocho tripulan­tes, de que la Tierra gira sobre sí misma en el sentido este-oeste, de tal manera que, explica el propio Pigafetta, «habiendo navegado siempre al occidente, si­ guiendo el curso del sol, al volver al mismo sitio teníamos que ganar veinticuatro horas sobre los que estuvieron quietos en el mismo en un lugar; basta con reflexio­ nar para convencerse».  Si la Tierra permaneciese estable, y fuera el resto del uni­ verso el que girase a su alrededor, no se produciría tal retraso respecto al Sol (hay que tener en cuenta que la obra en que Copérnico expuso su teoría heliocéntrica, De revolutionibus orbium coelestium, no se publica hasta 1543, veinte años después del regreso de Elcano).

Por último, se descubre también el hecho -esta vez de naturaleza geográfica-de la continuidad de las aguas oceánicas, al haber realizado el recorrido sin ba­jarse de un barco, descubriendo, a su vez, esa masa enorme de agua interpuesta entre el continente americano y el asiático que representa el océano Pacífico (el «descubrimiento» del «Mar del Sur» por Vasco Núñez de Balboa desde el Darién en 1513 fue más intencional que real).

La expedición de Magallanes-Elcano, como culminación del proyecto colom­ bino de ir al Oriente por el Occidente, supone un hito decisivo para la «Historia Universal» en la medida en la que con él se cierra el campo de la geografía terres­ tre, definiendo los límites de la ecúmene, del escenario en el que se despliega la vida humana, pero abriendo, a su vez, múltiples rutas virtuales que invitan a su recorrido real, pues la esfera, aunque definida y conmensurada por el ser humano, no está aún saturada en su superficie (se hace evidente, por la propia consistencia de aquella, que existen partes suyas incógnitas con las que aún no se ha entrado en comunicación).

En este sentido, vinculada con la empresa magallánica estará la obra carto­ gráfica de Nuño García de Toreno y, por supuesto, la de los hermanos Rui y Fran­cisco Falero (las «cartas de marear » que lleva Magallanes son obra, encargos, de Rui y de Toreno). El portugués Diego Ribero entró al servicio de España unos me­ses antes de partir la expedición. Su mapamundi, fechado en 1527, el más célebre de los asociados a la gesta, rectifica la tradición cartográfica (mediterránea) de los portulanos, y comienza a poner las cosas en su sitio (continentes, mares y océa­nos), desbordando el carácter regional, fragmentario y, en ese sentido, especula­tivo, de toda la cartografía anterior. Es ahora, con la cartografía americana y pací­fica, cuando en efecto -como dice Engels- la ciencia geográfica «derribó las fron­teras del viejo orbe y descubrió, realmente, por primera vez la tierra».

De hecho, cuando cuatro siglos y medio después, el astronauta soviético Yuri Gagarin, también por primera vez, observe la Tierra desde el espacio exterior, no descubrirá nada nuevo, distinto de lo representado por la cartografía esférica, sino que lo que va a ver se ajusta perfectamente a los mapas, a los tipos de mapas, que comienzan a elaborarse tras la proeza magallánica (y solo tras ella) intentando proyectar el concepto de esfericidad en un plano. No habrá sorpresas para Gagarin en este sentido.

En definitiva, que la Tierra es una bola habitable en toda latitud, rodeada de mar, y que gira sobre su eje, dejaba de ser una concepción especulativa o imaginaria, para convertirse en una realidad experimentada por los dieciocho hombres, de aspecto macilento y astroso, llegados a Sanlúcar de Barrameda en la nao Victoria.

El circumgiro y la caíd a d el mund o antiguo

Por supuesto, con mayor o menor acierto, los coetáneos no dejarán de tomar con­ ciencia de ello y, sobre todo, lo asumirán como el hito «moderno» más decisivo, frente a la concepción antigua del mundo.

Así, el geógrafo italiano Juan Bautista Ramusio, en el discurso que precede a la carta-relación del viaje escrita por Maximiliano Transilvano -secretario de Car­los I y vinculado a la empresa al estar casado con una sobrina de Cristóbal de Haro, factor de la Casa de la Especiería coruñesa y prestamista del monarca-, afirmará lo siguiente, haciendo balance del significado de la expedición magallánica:

El viaje hecho por los españoles en el espacio de tres años alrededor del mundo es una de las cosas más grandes y maravillosas que se han ejecutado en nuestro tiempo, y aún de las empresas que sabemos de los antiguos, porque ésta excede en gran manera a todas las que hasta ahora conocemos. [...] Publicamos este viaje como uno de los mayores y más admirables de que jamás se haya tenido noticia, y de cuyo éxito y acontecimientos, si oyeran ahora razonar aquellos grandes filósofos de la antigüedad se quedarían pasma ­ dos y como fuera de sí.

Fernández de Oviedo dirá, parafraseando al propio Maximiliano Transilvano en su famosa carta, que esta hazaña deja en un lugar muy secundario a Jasón y los argonautas yendo a la Cólquide en busca del vellocino de oro.
La flota de Salo­món, de nuevo la nave de Argos de Jasón, los viajes de Ulises «fueron nada», dice Gómara, comparado con la nao Victoria.  Argensola, por su parte, proclamará que Elcano «cuenta con el respeto y admiración con que todos le miraban, como el primero que rodeó el Globo de la habitación de los mortales. Y a la verdad, ¿de qué estimación quedaran dignos los fabulosos argonautas Tiphis, Jasón y los demás navegantes, que la elegancia o el atrevimiento de Grecia celebra, comparados con nuestro Cano?». 

Y es que, insisto, cualquier travesía anterior se convertirá retrospectiva­ mente en «regional», frente a esta primera realmente «global», superando en esto sin duda los «modernos» a los «antiguos», de tal manera que, proclama orgulloso el matemático Juan Pérez de Moya, sabe hoy más cualquier ignorante piloto que dirige una nao a las Indias que el más sabio de los antiguos sabios, «Y por esta causa en cosas de navegación en más tengo la opinión de un moderno que la de Aristóteles». 

En escasamente un tercio de siglo, entre 1492 y 1522, el mundo se ensanchará extraordinariamente gracias a la exploración de los océanos, derribando, a través de la conducción de esos «frágiles leños», en expresión del poeta portugués Luis de Camoens, las murallas a las que se ceñía el mundo antiguo. Una exploración oceánica que tenía como guía y puntos de referencia, exclusivamente, el mo­vimiento de los astros y su relación de altitud variable con la línea del horizonte. El arte de navegar en el Atlántico, con el uso de la brújula, el manejo de las cartas marinas y la observación astronómica se desarrollarán hasta alcanzar este hito fundamental de rodear la esfera terrestre (impensable apenas un siglo antes, en el que doblar el cabo Bajador en 1434, a escasas millas de las pindáricas columnas de Hércules, fue todo un reto para la navegación recién salida del ámbito mediterráneo).

Hablando de las «grandezas y cosas memorables de España» y de los españo­les (en su libro de título homónimo), el cartógrafo Pedro de Medina -su Arte de navegar (1545) y el Breve compendio de la esfera y de la arte de navegar (l551), del cosmógrafo Martín Cortés de Albacar, fueron los manuales con los que aprendie­ ron a navegar en toda Europa- encarecerá, sobre cualquier otra, justamente esta acción de rodear la Tierra, un logro de «nuestro tiempo», dice Medina, que pa­reciera imposible en otro y solo comparable «a la creación del Mundo». Un logro debido no ya solo al esfuerzo y ánimo de los españoles, sino, sobre todo, a la capa­cidad del desarrollo de las técnicas de navegación que, desafiando y sometiendo a la naturaleza, son capaces, teniendo al cielo por guía, de trazar «caminos en el agua». 

En este sentido, la «revolución» de Magallanes-Elcano va a conmover el orbe entero, desmoronándose a su paso la concepción pliniana-ptolemaica (tripartita: Asia, Europa, África) de la cosmograf ía terrestre antigua, para añadir definitiva­mente una cuarta parte -América-con un océano interpuesto -el Pacífico- se­ gún avanzan en su derrota esos «frágiles leños» buscando el contacto con China, con el Catay de Marco Polo. El Mediterráneo, en donde reinan las galeras y los por­ tulanos, dejaba de ser el escenario de la historia universal para dar paso a una nueva era oceánica, la de la nao y la carta esférica, que es la nuestra.

Porque, en efecto, sobre esta arquitectura del orbe creada por el circumgiro de Magallanes-Elcano se forma definitivamente la ecúmene actual contemporá­nea, marcando un hito que no tiene parangón en la historia, ni puede ya tenerlo nunca (salvo que se hallase vida -vida personal-extraterrestre).

En cualquier caso, y al margen de los detalles, será la navegación atlántica, la penetración en el mar Tenebroso del que hablaban los antiguos, lo que produzca el derrumbamiento de los muros mediterráneos (non plus ultra) en los que estaba encerrada la ecúmene occidental (el orbe mediterráneo, digamos, preoceánico). Primero los portugueses, hacia el sur, estableciendo el giro sobre el cabo de Buena Esperanza y uniendo el océano Atlántico y el Índico (orbe protooceánico), y des­pués los españoles hacia el Occidente, estableciendo el giro entre el Atlántico y el Pacífico, y su vuelta por el Índico, ensancharán el orbe hasta conseguir conmensu­rar -por obra de ambos pueblos ibéricos- su enormidad global (orbe oceánico). De este hito, de esta primera globalización, a la que supieron finalmente dar cima Magallanes y Elcano, y que mereciera ser llamado «día de la universalidad», en fe­liz expresión hegeliana, trata este libro.

1
En busca de un estrecho hacia las Molucas 

El objetivo magallánico de encontrar un paso entre el Atlántico y el mar del Sur hacia la India, para establecer una ruta occidental hacia el Oriente, implicaba necesariamente la misma concepción esférica del orbe terrestre que tenía Colón. Se trataba de realizar una maniobra de envolvimiento para alcanzar el levante por el poniente, dado que, con la inesperada aparición de América, esta terminó por ser un obstáculo que debía sortearse para que dichos planes geoestratégicos y comerciales se cumplieran. Por el lado oriental los accesos hacia la Especiería para Castilla — que, se suponía, caía dentro de su demarcación hemisférica— eran dos: 

el terrestre tradicional (mediterráneo) y el oceánico índico, dependiente de Portugal. Pero por el lado occidental, se encuentra con un muro continental que no hay modo de atravesar. 

El muro americano, un obstáculo para llegar al mar del Sur 

Cristóbal Colón pensaba que las corrientes que se notaban en el mar Caribe provenían de algún canal, estrecho o angostura que daba paso al mar de la India y que, de encontrarlo, facilitaría la vía de acceso a las islas donde se «crían los aromas» (como dice Mártir de Anglería). 

En su cuarto viaje, intenta recorrer la costa norte de Cuba en busca del paso, «para abrir la navegación del mar de Mediodía, de lo que tenía necesidad para descubrir las tierras de la especiería», dice su hijo Hernando Colón. Su intención era ir a reconocer la tierra de Paria (en el norte de Venezuela) y continuar por la costa, hasta dar con el estrecho que tenía por cierto que se hallaba hacia Veragua y Nombre de Dios (en el actual Panamá).1 La realidad del Nuevo Continente representa, en este sentido, un fracaso, el de Colón, una vez desechada su interpretación «asiática», pues la vastedad de la Tierra Firme americana impedía encontrar, tras varios intentos, el acceso occidental al mar de la India, que había sido el propósito original del Almirante. Juan de la Cosa, Alonso de Ojeda, Américo Vespucio, Vicente Yáñez Pinzón, Peralonso Niño y Juan Pedro Díaz de Solís exploraron sin éxito, en continuidad con el proyecto colombino, la costa centroamericana en busca del deseado paso a la Especiería y al mar del Sur, visto por Núñez de Balboa por primera vez en 1513.

«Hay tal furor de buscar ese estrecho, que se exponen a mil peligros; pues cualquiera que lo encontrara, si se puede encontrar, obtendrá en sumo grado la gracia del César y gran autoridad. Porque si se hallara paso del océano austral al septentrional, sería más fácil el viaje a las islas que crían los aromas y las perlas. Y no valdría la empeñada cuestión con el rey de Portugal [...]. Pero hay poca esperanza de encontrarlo», concluye Mártir de Anglería, hablando de la búsqueda septentrional del estrecho. El caso es que, impulsada por el hallazgo de Núñez de Balboa, la Corona le encargó de nuevo a Solís, sucesor de Américo Vespucio como piloto mayor de la Casa de Contratación, la misión de ir hacia el sur en busca del deseado paso y así, en palabras de Fernando el Católico, encontrar «la espalda de la Castilla de Oro» (Panamá). Con este objetivo, los tres barcos comandados por Solís parten de Sanlúcar de Barrameda el 8 de octubre de 1514, tocan Tenerife, dan el salto atlántico y, bordeando la costa de Brasil, llegan a lo que se llamará mar Dulce, el actual estuario del Río de la Plata, dada la escasa salinidad que en él se encuentra. 

Allí morirá Solís a manos de los indígenas caníbales el 20 de enero de 1516. Con la pérdida de su capitán y sin encontrar el estrecho, la expedición regresará a España tras un nuevo fracaso. Es verdad que, con anterioridad, había sido Vespucio, solo que a las órdenes del rey de Portugal, el que había llegado más al sur, más de lo que llegaría Solís después, al parecer. Según Gómara, «en el año 1501, yendo a buscar estrecho para las Molucas y la especiería por mandado del rey don Manuel de Portugal»,4 la expedición de tres carabelas había alcanzado los 52° de latitud (ya muy cerca del estrecho, que está casi a 54°), no pudiendo avanzar más ante las embestidas de una tormenta que los obligó a regresar.5 Será, finalmente, el contumaz Fernando de Magallanes, ya bajo bandera castellana, el que continúe con esta pretensión de búsqueda meridional, pero teniendo que solventar un doble obstáculo, técnico uno, diplomático el otro, que va a determinar la suerte de la expedición e influir decisiva y constantemente en ella. 

América representaba un muro físico y se requerirán para sortearlo profundos conocimientos cosmográficos y pericia marinera. Por su parte, el Tratado de Tordesillas era un muro diplomático, al establecer una «raya» que convierte el hemisferio portugués en intransitable para la navegación castellana. En cualquier caso, Magallanes va a tener que arrostrar esos dos grandes obstáculos — América y el Tratado de Tordesillas— desde el comienzo, con los propios preparativos de la expedición, hasta el final, cuando Elcano se vea obligado a realizar una penosa travesía por el Índico para poder terminar con éxito la empresa. 

A la Especiería por el Oriente 

Portugal, bajo el virreinato de Francisco de Almeida (1505- 1510), logra dominar el espacio índico africano, por el hemisferio oriental, accede con menor dificultad — sin un muro continental de por medio— a las regiones del Quersoneso Áureo (península malaya). 

Para doblar el estrecho de Malaca y llegar a la misma fuente de las especias, se prepara una flota dispuesta bajo el mando del general Diogo Lopes de Sequeira. Magallanes ya participa en ella, distinguiéndose por su bravura y como experto navegante. Con la pretensión de instalarse sobre las islas de Banda, Amboina y, por supuesto, las Molucas, en 1510 — ya con Alfonso de Alburquerque como nuevo virrey— Portugal envía por diferentes vías a Antonio Abreu, Francisco Serrano y al propio Magallanes a la exploración y conquista del archipiélago de la Insulindia. Abreu llega a la isla de Banda, mientras que Serrano arriba a Ternate, en las Molucas, donde permanecerá nueve años. Aún no se sabe muy bien cuál fue el recorrido de lo explorado por Magallanes y su alcance en esas latitudes (Argensola dice que estuvo en unas islas «seiscientas leguas más allá de Malaca»), pero lo que sí está claro es que mantuvo correspondencia con Serrano sugiriéndole este que fuera al Maluco, en donde existía un comercio próspero. Y este será el objetivo de Magallanes, en efecto, a partir de ese momento: llegar a la Especiería para reunirse con Serrano. 

Mientras tanto, la Corona portuguesa parece tener otros planes, poniendo de manifiesto que, a pesar de las pretensiones castellanas sobre las Molucas, no va a renunciar a ellas ni mucho menos. Y es que cuenta ahora con la ventaja, bastante decisiva en apariencia, de que Portugal ya ha llegado a las Molucas, centro neurálgico de la Especiería, mientras que Castilla sigue sin poder hallar (si es que existe) un paso a través de la barrera continental americana. Además, a instancias del rey de Portugal, en noviembre de 1514 el Tratado de Tordesillas será confirmado en la bula Praecelsae Devotionis del papa León X, donde se adjudicaban a los portugueses todas las tierras al oriente, cualquiera que fuese la longitud en la que estuvieran localizadas, siempre que no perteneciesen a reyes cristianos.

Ahora bien, entre el proyecto de Magallanes (llegar a las Molucas para reunirse con Serrano) y su empeño para ponerlo en práctica, va a ocurrir algo decisivo para el ulterior desarrollo de los acontecimientos. De regreso a Portugal, y tras su paso por África — donde participa en una aceifa contra los moros de la Berbería que lo dejará cojo—, Magallanes se encontrará con la desafección de Manuel I. El rey no atiende sus (al parecer) justas demandas a propósito de la compensación en correspondencia a sus méritos y comienza a barajar la idea, bien por desistimiento, bien porque así lo marcaba la cartografía y el cálculo (imperfecto) de las longitudes geográficas, de que las Molucas estaban fuera del límite de pertenencia a Portugal, cayendo estas más bien, y así lo sostiene también Serrano, del lado del hemisferio de Castilla. 

Esta situación, la afrenta a su persona por parte de Manuel I, y el hecho de que, según los cálculos, lo mejor de la Especiería cae dentro de la demarcación castellana, explica el paso dado por Magallanes a continuación. Magallanes, capitán portugués y español Según Pigafetta, la inspiración, e incluso la determinación, de Magallanes para sacar adelante el proyecto le vienen de Serrano, plenamente instalado en las Molucas: Serrano era gran amigo y creo que pariente de nuestro desdichado capitán general, y fue quien le decidió a emprender este viaje, porque durante la estancia de Magallanes en Malaca supo por sus cartas que Serrano estaba en Tadore, donde se podía hacer un comercio ventajoso. Magallanes no olvidó lo que Serrano le escribió cuando el difunto rey de Portugal, D. Manuel, rehusó aumentar su sueldo en un testón [una moneda de plata portuguesa] al mes, recompensa que creía sobradamente merecida por los servicios prestados a la Corona. Para vengarse vino a España y propuso a su majestad el emperador ir al Maluco por el Oeste, obteniendo el real permiso.

Navarrete, en la noticia biográfica de Magallanes que precede a su compilación de los documentos sobre la expedición, ofrece varias referencias de los autores portugueses Manuel Faria de Sousa, por un lado, y de Diogo Barbosa Machado, por otro, en el que ambos hablan de la «desnaturalización» portuguesa de Magallanes y su intento de hacer méritos para ser admitido en Castilla. «Viéndose, Magallanes, sin aquel precio de calidad que su rey le negaba y él creía serle debido por su nacimiento y servicios, que todo era bueno, se desnaturalizó del reino con actos públicos, y pasose a servir al Emperador Carlos V», dice Faria de Sousa.7 Barbosa, por su parte, precisa que Magallanes «pasó a Castilla, donde para que en ningún tiempo fuese acusada su fidelidad de menos pura para la Corona de Portugal, se desnaturalizó con públicas y solemnes demostraciones, y buscando la majestad cesárea de Carlos V, le prometió descubrir un nuevo camino para las Molucas, de cuya navegación y conquistas recibirían los españoles opulentas conveniencias». 

Es decir, Magallanes busca ganar, poniéndose públicamente al servicio del emperador Carlos, la «naturalización» castellana, y con tal propósito ofrece la posibilidad de descubrir aquel estrecho, aquel paso meridional que sortearía el muro americano, para establecer una vía de conexión marítima íntegramente castellana con la Especiería. A Magallanes se le une el insigne astrónomo, también portugués, Ruy Falero, agraviado igualmente por el rey Manuel, y ambos se dirigirán a la corte castellana. La rivalidad con Portugal va a ser extrema (aquí la idea de una «civilización ibérica», propuesta por el historiador luso Oliveira Martins, se desdibuja), y exasperante para Magallanes. Su condición de portugués hará que buena parte de la tripulación castellana lo mire con desconfianza, a pesar de que la propia expedición, planteada en favor de los derechos castellanos sobre las Molucas, fuera una solemne demostración pública de fidelidad hacia el emperador. 

Los portugueses, por supuesto, trataron de ponerle todo tipo de trabas para lograr que esa expedición no saliese adelante, que incluyeron la posibilidad de terminar — en Zaragoza— con la vida del tenaz capitán portugués. El embajador portugués Álvaro de Costa, desplazado a Castilla con ocasión de las próximas nupcias entre el rey Manuel y la infanta Leonor — hermana del emperador Carlos—, buscó a toda costa impedir que la empresa de Magallanes y Falero prosperase, tratando de disuadir primero a Magallanes, acusándolo de agravio contra su rey natural, y después al propio emperador Carlos, tildándolo de poco diplomático al recibir vasallos de un rey amigo, como lo era el portugués, con proyectos que lo perjudicaban. Carlos acudió a la Junta de Indias, presidida por el obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonseca, para confirmarse en su propósito de sacar la empresa adelante. También es cierto que, tanto Carlos como Fonseca, que llevaba los asuntos indianos, procuraron que el peso del protagonismo portugués en la armada no fuera excesivo, manteniendo ciertas cautelas que, veremos hasta qué punto, influirán decisivamente en la expedición. 

En definitiva, puestos al servicio del rey de Castilla, Magallanes y Falero proyectan un plan que brinda la posibilidad de encontrar, por fin, el deseado «paso» dirigiéndose más al sur de lo que habían llegado Solís y Vespucio, con la garantía de ir siempre, por supuesto, por el hemisferio castellano y evitar así conflictos (y dependencias) con Portugal. América es el problema, Magallanes la solución Según Magallanes y Falero, las Molucas entraban dentro de la demarcación castellana, pero los portugueses, tras instalarse en ellas y blindarse allí, no van a dejar tan fácilmente que el objetivo castellano se cumpla, y menos de la mano de un renegado portugués. La cuestión, y aquí reside el riesgo de la operación, es que ese paso interoceánico no tenía en absoluto por qué existir. Magallanes contaba con ciertas pruebas técnicas, pero, desde luego, no eran definitivas. 

De hecho, no figuraba en el planisferio elaborado por el cosmógrafo portugués Lopo Homem en 1519 (quizá creado ad hoc para disuadirlos del proyecto). Y, de ser así, la empresa se convertiría en un completo y perentorio fracaso. No había ninguna evidencia cosmográfica ni geográfica que sirviera como prueba terminante y, sin embargo, ello no fue freno para que un audaz y decidido Magallanes fuera capaz de involucrar a la Corona española en tal aventura. La opinión de Magallanes de que existe un paso, una conexión, entre el Atlántico y el mar de la India viene de lejos, según Anglería. Pigafetta, por su parte, afirma que Magallanes había visto, en la «tesorería» del rey de Portugal, un mapa hecho por el cosmógrafo Martin Behaim (célebre por ser el creador del globo terráqueo, que aún se conserva en excelentes condiciones, pero que fue elaborado antes de descubrirse el continente americano) en el que se recogía la existencia de ese estrecho. 

Puesto que Magallanes había tenido acceso, como piloto portugués, a la tesorería lusa, Portugal vería con disgusto cómo su potencia rival en la navegación oceánica se beneficiaba con la revelación de los secretos allí guardados y que Magallanes y Falero, de algún modo, conocían. Pero seguramente la prueba cartográfica más decisiva es la que trae consigo Magallanes desde Portugal — como recoge Argensola—, y que a la postre será utilizada como modelo en la preparación de las cartas que se elaborarán ex profeso para el viaje: [...] vuelto a Portugal no le hicieron merced, antes se juzgó por agraviado, y sintiendo el disfavor pasó a Castilla, trayendo un planisferio dibujado por Pedro Reinel; por el cual, y por conferencias que por cartas había tenido con Serrano, persuadió al Emperador Carlos V que las Molucas eran de su derecho. Dicen que confirmaba su opinión con escritos y autoridad de Ruy Faleiro Portugués, astrólogo judiciario, y más con la de Serrano.

El cartógrafo portugués Pedro Reinel y su hijo Jorge Reinel, junto con el cosmógrafo Lopo Homem, son, al parecer, los responsables del Atlas Miller, un conjunto de mapas manuscritos realizados en Portugal, algunos de los cuales quizás esté inspirado por ese planisferio que, según Argensola, Magallanes traía de Portugal, y con el que convenció al emperador de que las Molucas quedaban en el lado castellano. Podría tratarse también, según afirma Colomar Albájar, de la representación en un plano en forma circular o de una proyección polar similar a la de 1522 atribuida a Pedro Reinel y que se conserva en el Museo Topkapi de Estambul. Además, se le atribuye también el mapamundi conocido como Kunstmann IV, fechado en 1518. Ya en Sevilla, Jorge Reinel elaboró un globo que, concluido por su padre, sirvió de patrón para la elaboración de las cartas del gran cosmógrafo Diego Ribero. La expedición de Magallanes, de esta manera, será un polo de atracción para los cartógrafos más importantes del momento y, a su vez, la Casa de Contratación sevillana se convertirá en el centro principal de la producción cartográfica, desplazando a Lisboa en este sentido. Así, entrarán al servicio de la Casa de Contratación, además de los hermanos Falero — Ruy y Francisco—, Nuño García de Toreno y el propio Diego Ribero, todos ellos vinculados, de un modo o de otro, con el viaje magallánico. 

De hecho, todo el instrumental técnico (cartas de marear, cuadrantes, astrolabios, agujas de marear, relojes) serán encargados a Ruy y a Toreno, según figura detalladamente en la Relación del coste que tuvo la armada de Magallanes. Esto va a representar una transformación verdaderamente revolucionaria en la historia de la cartografía, por la que Sevilla absorberá, y se beneficiará, de la obra portuguesa en este sentido, convirtiéndose la ciudad andaluza en el centro neurálgico desde el que, a partir de este momento, el Imperio español se orientará sobre esa esfera, sobre ese orbe que, en breve, va a ser rodeado, medido, conmensurado. El alcance de la acción imperial española, dominando desde Sevilla las rutas oceánicas, sobre todo cuando en 1580 se anexione Portugal, va a hacer ciertas las palabras del ateniense Temístocles: «Todas las cosas posee quien posee los mares». El caso es que — con estas pruebas, y con ese instrumental técnico para la navegación— Magallanes presenta al recién llegado rey de Castilla, Carlos, su proyecto. Este contará inmediatamente con el apoyo del obispo Fonseca y, tras algunas dudas, con la financiación de la Corona. 

El viaje estaba previsto que durase al menos dos años, y esto generaba muchas dificultades dado su carácter sui generis. La carrera de Indias, establecida por Colón por vez primera, duraba alrededor de un mes, y el viaje portugués a la India por la carrera africana, con Vasco de Gama como pionero, duraba seis. Se trataba, pues, de un viaje que rompía los cánones, lo que exigió una preparación muy minuciosa, además de costosa (por ser más difícil encontrar personal para incorporarse, dadas las expectativas tan inciertas). A medida que se desarrollan los preparativos, el coste se incrementa hasta el punto de que la Corona tiene que acudir a capital privado, y lo obtendrá de la mano de Cristóbal de Haro, también descontento con Manuel I. Portugués de origen, era un rico mercader de Amberes que había hecho fortuna con el comercio con la India, conociendo con bastante detalle aquella región y que, además, según la carta de Transilvano, «había tenido contratación con los pueblos de los sinas», es decir, con China. 

En cualquier caso, esta primera expedición es costeada, casi en su integridad, por la Corona, echándose sobre sus espaldas su financiación, otra novedad, sin apenas participación de capital privado. Es interesante también destacar el hecho de la geografía peninsular recorrida por Magallanes, durante los preparativos, detrás de la corte itinerante de Carlos I, llegado apenas unos meses antes que el navegante. Al margen de Valladolid y Sevilla, que, por supuesto, tienen un papel destacado, el periplo de Magallanes discurre por Zaragoza, Barcelona... Es un recorrido aragonés, más que castellano, viéndose claramente cómo los compromisos del reino de Aragón con las empresas imperiales — e imperialistas, y con la de Magallanes-Elcano lo es destacadamente— son totales. De hecho, las instrucciones para el gobierno y dirección de la armada dadas a Magallanes y a Falero son firmadas por el rey en Barcelona. 

Magallanes, además, va a ser muy bien acogido en Sevilla por una suerte de colonia lusa que orbitaba en torno a la figura de don Jorge de Portugal, uno de cuyos miembros más destacados era Diego Barbosa, comendador de la Orden de Santiago —a la que terminará perteneciendo también Magallanes— y teniente de alcaide de los alcázares y atarazanas reales de la capital andaluza. Barbosa contaba, además, con experiencia marinera habiendo navegado hasta la India, en 1501, como capitán de uno de los navíos de la armada del gallego Juan de Nova (o Novoa). Tan bien acogido fue Magallanes por los Barbosa que se casará con la hija, Beatriz, a principios de 1518, y con ella tendrá su único hijo. Pero ni la Corona castellana, que veía excesivo el peso de los portugueses en la armada recién organizada, ni la de Portugal, dispuesta a estorbar para impedir, o por lo menos dilatar, la partida lo más posible, están conformes con lo dispuesto por Magallanes. 

De tal modo, en una maniobra final inducida por el agente Sebastián Álvarez, quien servía de factor para el rey portugués en Andalucía, logran que Ruy Falero — afectado de cierto desequilibrio mental, al parecer— caiga como componente principal de la expedición, y sea sustituido por el noble castellano Juan de Cartagena (muy probablemente «sobrino» del obispo Fonseca). De este modo se compensaba el papel protagonista portugués, según había dejado las cosas Magallanes, teniendo en cuenta, además, que Cartagena pasará a ser considerado como «conjunta persona» al lado del capitán general Magallanes. Tras la caída de Falero, el cosmógrafo más autorizado que irá en la expedición — lo hará como piloto de la nao San Antonio— será Andrés de San Martín. Las dificultades técnicas y diplomáticas, en fin, fueron de la mano. 

La falta de resolución en un ámbito aumentaba, como por vasos comunicantes, los problemas en el otro, produciéndose así una espiral que pesaba, produciendo cada vez más presión, sobre las espaldas de Magallanes, que en tales condiciones tuvo que sacar adelante el proyecto. Y lo logró. Resultado exitoso A pesar de los varios imprevistos, el más notable el que obligó a Elcano a regresar por la vía portuguesa desde las Molucas, el objetivo fundamental de la expedición organizada por Magallanes se cumplirá (aunque él no sobreviva). 

La hazaña de Magallanes-Elcano 

Naos: Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago. 
Tripulantes al partir: 265; capitán general, Fernando de Magallanes. 
Coste: 8.346.379 maravedíes. 
Salida: 10 de agosto de 1519, del puerto de Mulas (Sevilla). 
Destino: Las Molucas. 
Llegada (nao Victoria): 6 de septiembre de 1522, al puerto de Sanlúcar de Barrameda (Huelva). 
Tripulantes al llegar (nao Victoria): 18. 
Recorrido total (nao Victoria): 85.700 km (46.270 millas). 
Tiempo (nao Victoria): 1.084 días. 

La armada había encontrado el deseado estrecho o paso que unía el océano septentrional con el océano austral, pudiendo llegar, por fin, a la Especiería yendo hacia el oeste. Una vez llegados allí, hacen negocio y, con los beneficios obtenidos con la venta del clavo y de otras especias que habían traído en las bodegas de la nao Victoria, se salda el coste de la armada completa. Además, se había mantenido contacto diplomático con los reyezuelos del archipiélago, ganando su fe — con algunas conversiones al cristianismo—, su amistad e, incluso, el reconocimiento y subordinación al césar Carlos. 

Cuando Elcano firma, el mismo día de la llegada a Sanlúcar (6 de septiembre de 1522) y a bordo aún de la nao Victoria, la carta dirigida al emperador en la que hace breve balance de lo logrado, menciona principalmente estos objetivos y, además, las tierras que la expedición descubre por la región: [...] y porque V. M. tenga noticia de las principales cosas que hemos pasado, brevemente escribo esta y digo: primeramente hemos llegado a los 54 grados al sur de la línea equinoccial [ecuador], donde hallamos un estrecho que pasaba por la tierra firme de V. M. al mar de la India, el cual estrecho es de cien leguas, del cual desembocamos. 

Por fin, podía dar noticia del hallazgo del paso, aunque todavía no habla de un océano que distinga al Pacífico del Índico, como si el estrecho saliera, directamente al «mar de la India», sin más. Informa también Elcano de que, después de una larga y dura singladura, llegaron finalmente al Maluco, trayendo una muestra de las producciones que allí encontraron y, además, y no sin cierto entusiasmo por su parte, «la paz y amistad de todos los reyes y señores de las dichas islas, firmadas por sus propias manos [...], pues desean servirle y obedecerle como a su rey y señor natural». La operación, a pesar del dramático regreso y de la penosa situación en la que se encuentran los tan solo dieciocho tripulantes que vuelven ese día capitaneados por Elcano, es — esta vez sí— un éxito completo.



La batalla de las especias: 
En la muerte de Sebastián Elcano

ORACIÓN AL AMANECER 
DE LOS MARINEROS DE HACE 500 AÑOS

Bendita sea la luz
y la Santa Vera Cruz
y el Señor de la verdad
y la Santa Trinidad.

Bendita sea el alba
y el Señor que nos la manda.
Bendito sea el día
y el Señor que nos lo envía. 

Amén
Alentado por el éxito comercial de la expedición de Magallanes tras el regreso de la Victoria cargada de clavo al mando de Juan Sebastián Elcano, Carlos I decide enviar a Las Molucas una segunda flota más ambiciosa a las órdenes de don García Jofre de Loaísa, secundado por el propio marino de Guetaria. Si en la primera expedición la división entre marinos españoles y portugueses estuvo a punto de dar al traste con los objetivos más importantes, en esta segunda será la división de clases entre los nobles capitanes castellanos lo que pondrá los resultados en el filo de la navaja, pues si por una parte considerarán a Loaísa falto de los conocimientos náuticos suficientes para encabezar la flota de siete barcos, por otra despreciarán a Elcano por no reunir la hidalguía suficiente para mandarlos. Desde la salida de La Coruña en julio de 1525 la desconfianza y los recelos irán minando el necesario espíritu de equipo que requiere una expedición de siete naves, lo que terminará por traducirse en desobediencias, deserciones, abandonos y motines, un maremagno de infortunios en el que tanto Loaísa como Elcano encontrarán la muerte en aguas del Pacífico.
En el siglo XVI, cuando los países del mundo apenas navegaban sus mares ribereños España ya estaba presente en cuatro: Medi­terráneo, Atlántico, Mar del Norte (Flandes) y Pacífico. La diás­pora de navegantes españoles en este último mar fue tal que el océano Pacífico llegó a ser conocido universalmente como el Lago Español. Se cuentan por centenares las islas que los españo­les fueron los primeros europeos en hollar. Esta novela está dedi­cada a todos ellos, a los exploradores y marinos que con su arrojo y coraje llevaron nuestra lengua y costumbres a tantos lugares lejanos , extendiendo el mapa del imperio a los confines de todos los mares y continentes.

1

Adiós a España
LA CORUÑA, JUNIO DE 1525

El estruendo metálico de copas y vasos rodando y el de las voces e insultos de los que peleaban tuvieron la virtud de acallar el ru­mor de voces de la clientela habitual de la posada el Lagar do Cuadrado. Inopinadamente la hoja de un cuchillo brilló a la luz de los pábilos de los candiles y uno de los contendientes cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Los mismos hombres que hasta ese momento habían asistido a la pelea como meros espec­ tadores e incluso jaleado a alguno de los beligerantes adversarios, acorralaron y redujeron al que todavía conservaba en la mano el cuchillo salpicado con la sangre de su oponente y lo en­ tregaron a los alguaciles que no tardaron en aparecer por el local. Una vez que estos abandonaron el lugar llevándose al agresor, el rumor de voces volvió a apoderarse del ambiente en el Lagar do Cuadrado, donde se alojaban los marinos más veteranos de la ex­ pedición a punto de zarpar, pues era norma que los novatos de­ bían arranchar en los barcos.

- ¿Os dais cuenta? A esto me refería cuando señalaba la conve­niencia de prohibir a bordo los juegos de naipes y otros que inevitablemente suelen acabar en discusiones y peleas.
El fuerte acento extremeño de Hernando de Bustamante per­maneció flotando sobre la mesa en la que el resto de hombres permanecía en silencio, sobrecogidos, quizás, por la escena que acababan de presenciar.

Bustamante, que había embarcado en el primer viaje al Maluco, como barbero1, trabó a lo largo del periplo una sólida amistad con Juan Sebastián Elcano, hasta el punto de que este le escogió para acompañarle a la audiencia con el rey Carlos apenas un mes después de la arribada a Sanlúcar de los dieciocho primeros cir­cunnavegantes del globo. Persona ponderada, justa y de probado sentido común, a iniciativa de Elcano se le habían asignado fun­ciones de alguacil en el viaje que estaban a punto de comenzar.

- ¿Qué opináis vos, señor Elcano?

La voz que se escuchó en esta ocasión denotaba un evidente ori­gen vasco. Pertenecía al joven Andrés de Urdaneta, nacido en Vi­llafranca de Ordicia, localidad cercana a Guetaria, tierra natal de Elcano, a quien habían llegado noticias de su desparpajo, sus buenas nociones de matemáticas, latín y filosofía, y, sobre todo, de sus ansias de ampliar conocimientos, por lo que había reco­mendado su embarque a don Francisco José García Jofre de Loaísa, comandante general de la segunda expedición al Maluco.

Ante la pregunta del joven Urdaneta todas las miradas conver­gieron en la figura de Juan Sebastián Elcano, segundo jefe de la expedición subordinado directamente a Loaísa, unos por cono­cer la respuesta a la pregunta formulada por Urdaneta, otros es­ perando algún tipo de rapapolvo al mismo por su osadía y los más por escuchar la voz del experto navegante vasco, introver­tido hasta el punto de evitar pronunciarse si no resultaba del todo necesario.

- Lo que diga Bustamante- sentenció el de Guetaria-. Es el al­guacil y en cuestiones de disciplina solo le escucharé a él. Por lo demás, quisiera terminar de escuchar el relato de Zeballos.

Los rostros se giraron hasta confluir en la barbuda faz del mari­nero natural de la coruñesa localidad de Puentedeume, experto en todo tipo de labores marineras tanto por encima como por de­ bajo del agua.

- Señor, como os decía no resulta sencillo explicar lo que suce­dió a bordo de la San Antonio en los vericuetos del pasaje que une los dos grandes océanos más allá del cabo de las Once Mil Vírge­nes y, en cualquier caso, insisto en que ya fuimos juzgados por aquella falta, si es que la hubo.

Con el rostro crispado por el peso de aquellos acontecimientos que ahora recordaba a instancias del que en esos momentos era su superior, Gonzalo Zeballos insistía en proclamar su inocencia respecto a la deserción de la flota de Magallanes de la nao San An­tonio, de cuya tripulación había formado parte en su día.

- No se os juzga Zeballos. Decís bien al recordar que toda la tripulación de la San Antonio fue sometida a juicio por aquella de­fección y ni a vos ni a nadie os encontró culpable.

Gonzalo Zeballos bajó la mirada y la posó en su vaso de vino in­tentando encontrar las palabras que mejor expresaran lo que su­cedió realmente en aquellos días que ya parecían lejanos para to­ dos menos para Elcano.

En realidad, el marinero gallego no había tenido ninguna res­ponsabilidad en aquellos hechos, que, aunque, efectivamente la justicia ya había juzgado habiéndole exonerado de toda culpa, la historia había vuelto a revisar a partir del jubiloso regreso a San­lúcar en 152 2 de los dieciocho valientes de la nao Victoria.2

Parco en palabras, en realidad Elcano no estaba interesado en los extraños acontecimientos acaecidos en medio del paso que unía por el sur los dos grandes océanos Atlántico y Pacífico, ni tampoco en la extraña deserción de la San Antonio que tantas preocupaciones diera en su día a Magallanes, al que consideraba principal responsable de la misma como consecuencia del pri­mero de los cuatro errores graves cometidos por el marino por­tugués a lo largo del periplo, el último de los cuales le conduciría a su propia muerte en Mactán.

A Elcano nunca le pareció bien señalar los errores del capitán general de la expedición y no los mencionó en las investigacio­nes sobre su figura que siguieron a su regreso a España tras com­pletar la vuelta a toda la redondez de la tierra, sin embargo tam­poco encontraba reparos en exponerlos privadamente, por eso, aunque la mayoría de los marinos reunidos en torno a aquella mesa conocían su punto de vista respecto a Magallanes, Zeballos, desertor a la fuerza de la primera expedición junto a sus compa­ñeros de tripulación de la San Antonio y recién enrolado para la segunda, no era conocedor de esta circunstancia como tampoco lo eran algunos otros de los hombres de mar reunidos en aquella ruidosa posada, como el joven Urdaneta, que había sido reclu­ tado como asistente de Juan de Santandrés, nombrado piloto mayor de la expedición. De ese modo, el taciturno marino de Guetaria encontró apropiado recordar una historia que podría servir para que los marinos más bisoños aprendieran hasta dónde podían llegar a conducirlos los enredos en la mar.

- Desde mi puesto de maestre de la Concepción yo escuchaba a unos y a otros -arrancó al fin el marino de Guetaria-, y en mi opinión Magallanes mintió al rey Carlos en Valladolid cuando le dijo ser conocedor del punto exacto donde se unían los dos ma­res. En realidad, nunca lo expuso de manera rotunda, a menos que lo hiciera secretamente ante el rey, pero no lo hizo ante noso­tros ni tampoco ante los hidalgos castellanos que capitaneaban la mayoría de las naos. De haberlo sabido realmente habrían sobrado los esfuerzos por buscarlo en el mar de Solís3, donde otros lo habían intentado localizar antes sin éxito y el propio explora­dor Juan Pedro Díaz de Solís, Piloto Mayor de la Casa de Contrata­ción, perdió la vida devorado por indios caníbales en el estuario del mar que lleva su nombre desde su sacrificio y que antes del mismo era conocido como mar de Jordán.

Obviamente, no encontramos el paso en aquel mar sencilla­mente porque no era allí donde se encontraba, lo que movió a los capitanes castellanos a desconfiar de su comandante, al que acu­saban de mentir al rey, y en aquellas trifulcas y dudas pudo es­conderse la semilla del motín posterior en San Julián. Algunos de los capitanes llegó incluso más lejos y acusó a Magallanes de en­gañar a Carlos I haciéndole creer que era portador del famoso mapa secreto de Martin Béhaim, un reputado astrónomo alemán al servicio de la corona portuguesa. El paso de los años demos­traría que su famoso mapa, que en realidad resultó ser un globo terráqueo, era precolombino, por lo que ni siquiera contemplaba el continente descubierto por el Almirante.

Magallanes, en realidad, no era un navegante experto y buena parte de sus méritos los había acumulado en batallas pie a tierra. De hecho, su proverbial cojera era el resultado de una escaramuza en Africa en la que fue herido en una pierna. La razón de que Magallanes consiguiera convencer al rey de Castilla y al exi­gente Juan Rodríguez Fonseca, obispo de Burgos y presidente de la Casa de Contratación, radicaba en que cuando se presentó a Carlos I en Valladolid ofreciéndole su secreto y sus servicios lo hizo acompañado de Rui Faleiro, un reputado astrónomo portu­gués del que algunos aseguraban que había perfeccionado un método para el cálculo de la longitud. Eso, el hecho de que en sus servicios al rey de Portugal hubiera llegado hasta cerca de las Molucas, su amistad con el renegado portugués Francisco Serrano, del que se decía que había alcanzado importantes acuerdos con los caciques de la Especiería, su supuesta posesión del mapa de Béhaim, en el que, según se decía, aparecía localizado el paso al Mar del Sur y, sobre todo, su certeza compartida con Faleiro de que el Maluco quedaba del lado castellano respecto a la línea de demarcación convenida en Tordesillas, movieron al rey Carlos, en aquellos momentos necesitado con urgencia de caudales con los que afianzar el imperio y mantener la lucha ideológica contra el protestantismo de Lutero, a confiarle la expedición de cinco naos que, a pesar de que solo vio regresar una, constituyó un ro­ tundo éxito comercial.

Finalmente, Faleiro no formó parte de la tripulación al mostrar ciertos signos de enajenación, y para sustituirle y apoyar a Maga­llanes en materia de navegación la corona dispuso el embarque junto a él de Estevan Gomes, un experimentado navegante por­ tugués naturalizado castellano que llevaba más de diez años al servicio de Castilla. Gomes prestó un buen servicio, al menos du­rante las primeras semanas de navegación. Pero teniendo un ma­yor conocimiento del mar que Magallanes y más años de servicio en Castilla asumió con disgusto no haber obtenido un puesto de mayor rango en la expedición y cuando, a raíz de la deposición de Juan de Cartagena como capitán de la San Antonio tras el inci­dente de los sodomitas en medio del Atlántico, vio como Maga­llanes nombraba capitán de la San Antonio al piloto Antonio de Coca, al que relevaría poco después por su primo Álvaro Mes­ quita, sin ningún conocimiento del mar y cuyo único mérito a la hora de acceder al cargo era su parentesco familiar con el coman­dante, ardió de rabia y comenzó a esparcir a diestro y siniestro rumores mal intencionados contra la figura de Magallanes, que en un barco pequeño como era la Trinidad, nao insignia del co­mandante portugués, no tardaron en llegar a sus oídos.

Dice un viejo adagio que siendo importante mantener cerca a los amigos, más lo es aún hacerlo con los enemigos, y ese fue pre­cisamente el primero de los cuatro errores graves de Magallanes, pues cuando supo de las habladurías con las que Gomes trataba de erosionar su gobierno de la expedición, en lugar de mante­nerlo cerca para vigilarlo ordenó su desembarco a la San Antonio para no tener que escuchar sus insidias. Lo que no imaginó es que desde el mismo momento en que puso un pie a bordo comenzó a encizañar la convivencia hasta convencer a la tripulación de que Magallanes trabajaba secretamente para el rey de Portugal, con lo que no tardó en quitar de su puesto a Mesquita para amotinarse, desertar a continuación y regresar a España cuando las naos estaban a punto de encarar el paso al Pacífico.

Atento a las palabras de su jefe, Gonzalo Zeballos asintió con vehemencia al llegar a este punto, pues el marino vasco lo descri­bía tal y como había sucedido y quedado sentenciado en el juicio. Lo que ocurrió al regreso a España de la San Antonio y sus deser­tores permanecía fresco en la memoria del marinero de Puentedeume.

Sucedió que Gomes fue interrogado varias veces y lo mismo pasó con los otros cuarenta y nueve tripulantes de la San Anto­nio, que fueron sonsacados uno a uno coincidiendo todos en la versión extendida por Estevan Gomes: Magallanes era un traidor y trabajaba silenciosamente para poner las riquezas del Maluco en manos de su verdadero rey y señor: Manuel l. Como conse­cuencia de lo expuesto por Gomes y su tripulación se juzgó a Ma­gallanes en ausencia, se embargaron sus bienes, su mujer sería recluida en su domicilio y se encarceló a su primo Alvaro Mesquita, que, según Gomes, había actuado en connivencia con el comandante de la expedición.

Lo que no imaginó Gomes es que, tres años después de zarpar de Sanlúcar la Victoria arribaría al mismo puerto cargada de ri­quezas. Inicialmente los dieciocho supervivientes de la épica y dramática vuelta al mundo no conocieron otra cosa que agasajos y homenajes, pero los administradores de la Casa de Contrata­ción tampoco tardaron en pedirles cuentas y, entre otras cuestio­nes, los interrogaron respecto a la decisión de Gomes de regresar a España con la San Antonio. Ninguno de los dieciocho dudó: la deposición de Mesquita fue la consecuencia de un motín que como conclusión llevó a la deserción de la nao; para los hombres de la Victoria un delito en toda regla con el agravante de que la San Antonio era la nao despensa que cargaba el grueso de los ali­mentos, por lo que, además de dejar a la expedición con una nao y casi cincuenta hombres menos, se condenó al resto de expedi­cionarios a pasar hambre y, en la opinión de todos, muchas de las muertes habidas en el agónico tránsito del Pacífico tuvieron su origen en la falta de alimentos y por lo tanto debían ser cargadas en el debe de Gomes.

La justicia del rey se volvió entonces contra él, pero el marino naturalizado español guardaba un as en la manga y consiguió convencer a Carlos I de que, sabido ya que América era un ex­tenso continente, tenía que haber un paso al Pacífico por el norte que no estuviera expuesto a las penalidades que habían conocido en el sur, pidiendo una nave para explorar tal posibilidad. Nece­sitado de caudales, el rey prefirió que el experto navegante jugara sus cartas en la mar antes que pudrirse en una mazmorra, de modo que fue enviado a buscar el paso por el norte a bordo de la Anunciada, una carabela que se aparejó en la Casa de Contrata­ción de La Coruña, la misma que ahora organizaba la expedición de Loaísa.

En 1520, aprovechando la estancia en Galicia del rey Carlos, al­ gunos nobles locales entre los que destacaba Fernando de An­drade, solicitaron centralizar en La Coruña el comercio de espe­cias que esperaban abrir a raíz de la expedición de Magallanes. Argumentaban que La Coruña era un puerto seguro y sin los fue­ros que limitarían el poder de la Corona en otros puertos cantábricos, pero, sobre todo, que estaba más cerca que Sevilla de los mercados de especias en Flandes. De este modo, poco después de la llegada de la Victoria a Sanlúcar cargada con más de quinien­tos quintales de clavo el rey accedió al establecimiento en La Co­ruña de la que llamaron Casa de la Especiería, aceptando tam­bién la oferta de Gomes de explorar el norte de América en la búsqueda de un paso al Pacífico, para lo que, en todo caso y como lanzadera, La Coruña estaba mejor situada geográficamente que Sevilla.

Uno de los personajes relevantes que intercedieron en favor de la creación de la Casa de la Especiería fue don García Jofre de Loaísa, quien, junto con un poderoso grupo de comerciantes, se comprometió a sufragar y liderar una expedición con objeto de tomar posesión de las islas Malucas en nombre del rey de Castilla, precisamente la misma expedición que por aquel entonces se aprestaba a zarpar del puerto de La Coruña y que habría de capi­tanear el propio Loaísa secundado por Juan Sebastián Elcano.
Pero un año antes de que partiera aquella ambiciosa expedición de siete naves, la ciudad herculina vio zarpar a la carabela Anun­ciada al mando de Estevan Gomes, acompañado de veintinueve marineros escogidos entre los desertores de la San Antonio que se pudo localizar, entre ellos Gonzalo Zeballos.

En realidad, el marinero de Puentedeume nunca tuvo ánimo de desertar. Se consideraba un servidor leal al rey, pero pudieron más las circunstancias ajenas a su voluntad. Conocedor de esta lealtad y de que Zeballos deseaba fervientemente poder demos­trarla, Elcano le ofreció la oportunidad de embarcar con él, y ahora que había aceptado era el momento de conocer la información que realmente le importaba, para lo cual evacuó en su amigo Hernando de Bustamante sus incertidumbres para que fuera este quien tratara de obtenerla de boca del marinero gallego.

- ¿Cómo se produjo la deserción? -preguntó el alguacil de la expedición inclinando el cuerpo sobre la mesa para que Zeballos sintiera la fuerza de su mirada.

- No fue cosa de un día para otro, señor Bustamante. Desde que Estevan Gomes se presentó a bordo en Santa Lucía, comenzaron a circular rumores que cuestionaban la lealtad de Magallanes al rey Carlos.4
- No me llaméis señor. No soy un hidalgo ni tampoco un inqui­sidor, pero hay detalles de vuestro embarque a las órdenes de Gomes que podrían resultar interesantes para el viaje que nos aprestamos a iniciar. ¿Quién propalaba esos rumores?

- No podría decirlo -respondió Zeballos a la defensiva-. Yo era un marinero más, hacíamos lo que se nos pedía, pero lo cierto es que el ambiente comenzó a deteriorarse cuando el capitán Juan de Cartagena fue depuesto del mando de la San Antonio en beneficio de su segundo, el contador Antonio de Coca. El hecho de que este relevo se produjera en medio del Atlántico, al parecer a causa de un oscuro caso de sodomía ocurrido en la Victoria, nos puso algo nerviosos. Más tarde, en Santa Lucía, se produjo el em­barque de Estevan Gomes procedente de la Trinidad , al parecer por discrepancias con el comandante, y a su vez Coca fue rele­vado por Mesquita, que no tardó en demostrar que no tenía conocimientos del mar ni de los barcos y que su único mérito a la hora de nombrarle capitán era ser primo de Magallanes. Se decía que antes de la partida de Sevilla el presidente de la Casa de Contratación había purgado la expedición por encontrar excesivos portugueses entre los cargos más encumbrados, y de ese modo Juan de Cartagena tomó el mando de la San Antonio en perjuicio de Rui Faleiro, de quien se dijo que había perdido la razón. 

Con la llegada de Mesquita tomó sentido el rumor de que Magallanes trataba de quitar peso a los castellanos y volver a situar a los por­ tugueses en los puestos principales. Puede que Gomes fuera el origen de aquellos rumores, yo no lo sé, pero lo cierto es que los marineros estábamos intranquilos y nos sentíamos mal gober­ nados por un capitán que no lo era. Más tarde el paso resultó no estar en el mar de Solís como decían que Magallanes había ase­ gurado al rey y volvieron a circular nuevos rumores de que nues­ tro comandante había engañado al rey de España y que trabajaba secretamente para el de Portugal. 

Por otra parte, los días pasaban sin que apareciera el paso y conforme ganábamos leguas al sur la navegación se tornaba más comprometida debido a que las tor­ mentas se encadenaban unas a otras sin piedad y el frío comen­ zaba a hacer mella en nuestro ánimo. Luego llegaron los sucesos de San Julián y a muchos de nosotros se nos juzgó por amotina­ miento y algunos, incluso, fueron condenados a muerte, pena que se conmutó en la mayoría de los casos por la de trabajos sin descanso. En San Julián pudimos conocer que en el resto de los barcos cundía también el desánimo y cada vez que nos movía­ mos sobre la nieve entre las cabañas levantadas en el campamento, al alzar los ojos al cielo nos encontrábamos con aquellos cuerpos colgando de una soga que el frío extremo que nos azo­ taba conservaba prácticamente intactos. 

Comenzaron entonces a circular voces que decían que Magallanes nos quería muertos a todos los españoles y el miedo se instaló en nuestros corazones. Cuando pasó el invierno austral y reanudamos la navegación las condiciones climatológicas fueron a peor y el paso seguía sin aparecer, entonces corrió la voz de que, de acuerdo con otros ca­pitanes, nos dirigiríamos al Maluco por el cabo de las Tormentas5, pero que para lograrlo era del todo necesario poner a Gomes donde estaba Mesquita, pues con el ignorante capitán primo del comandante corríamos el riesgo de estrellarnos contra los acantilados, de forma que cuando vimos que Gomes tomaba la voz nos pareció lo más natural, a pesar de que el nuevo rumbo que ordenó sabíamos que no nos llevaba al cabo de las Tormen­tas, sino de regreso a España por el golfo de Guinea. 

Nos dijeron que, aunque no los viéramos los otros barcos andaban cerca, pero nos extrañaba porque éramos la nao que llevaba los alimen­tos y contrariamente a lo que sucedía antes de cambiar de rumbo ya no se hacían repartos al resto de las naves, que por otro lado no aparecían por ninguna parte. Pero Gomes llenaba nuestros es­ tómagos generosamente, el vino corría a raudales, volvíamos a casa después de muchos padecimientos y éramos felices. Ade­más, el tiempo volvió a mejorar y el frío pasó a ser solo un mal re­cuerdo. Fue entonces cuando empezaron a reunirnos en el alcá­zar para decirnos que al llegar a España los alguaciles de la Casa de Contratación nos preguntarían y también para hacernos sa­ber las contestaciones que debíamos dar si no queríamos pasar el resto de nuestros días en una mazmorra. Y justo eso fue lo que hicimos.

- Está bien. Recordad que ya no se os juzga, únicamente esta­mos interesados en conocer algunos aspectos de vuestra navega­ción. ¿Tocasteis tierra en algún lugar antes de llegar a España?
- No, señor..., perdón. Quiero decir que no, que navegamos di­ rectamente desde el cabo de las Once Mil Vírgenes a Sanlúcar sin escalas.
- ¿Estáis seguro? Pensadlo bien.
- Bueno, a bordo corrió que poco después de iniciar el regreso a España pasamos cerca de unas islas, poco más que unas rocas al parecer. Fue todo muy rápido y mis recuerdos son muy difusos. Por aquel entonces hacíamos agua por la sentina y éramos mu­ chos los que pasábamos las horas en las bombas de achique y al menos yo no fui testigo, pero algunos aseguraron que una tarde, en el crepúsculo, apareció aquel grupo de rocas y que Gomes en­vió un bote a tomar posesión de ellas en nombre del rey de Es­paña. Fuese lo que fuese, parece ser que Gomes bautizó aquel trozo de tierra como islas de San Antón. Igual que con tantas otras cosas se nos pidió que guardáramos silencio al respecto, pero lo cierto es que a nuestro regreso a España nadie nos preguntó.6

- Está bien, Zeballos. Contadnos ahora cómo se os reclutó a vuestro regreso para embarcar en la Anunciada.
- Una vez en España y después de la toma de declaraciones fui autorizado a abandonar Sevilla, aunque debía permanecer locali­zado. Pasó el tiempo y vinieron a buscarme. Para mi sorpresa no era la leva, sino hombres de la justicia. Me dijeron que viajara a La Coruña, donde debería presentarme al Alguacil real. Fue él quien me notificó que el compromiso adquirido para viajar al Maluco en la San Antonio no se había extinguido y que para completarlo debía hacerlo de nuevo en la Anunciada. La mayoría de los nombres de los marineros que leí en el banderín de enganche habían viajado conmigo en la San Antonio. Nunca supe si embar­caba como castigo y cuando hablé del asunto con mis compañe­ ros ellos tampoco lo sabían y albergaban las mismas dudas que yo. En cualquier caso a mí no me importó en lo personal, pues quería navegar y servir al rey y, sobre todo y en lo tocante al Ma­ luco, alcanzarlo comenzaba a ser una obsesión.

- ¿Y qué podéis decir del viaje en sí? ¿Encontrasteis algún paso que en vuestra opinión pudiera conducir al Pacífico?
- No lo creo. El piloto y el capitán pasaban largas horas juntos,
pero sus conversaciones apenas trascendían. Particularmente pienso que ponían tanto ahínco en encontrar el paso como en confeccionar mapas.
Al escuchar esto último Elcano y Bustamante cruzaron una mi­rada que pasó inadvertida para la mayoría de los contertulios.
- Lo que sí recuerdo -continuó Zeballos-, es una palabra que de tanto repetirse a bordo terminó convirtiéndose en una obse­sión: Anián.
- ¿Conocéis su significado?
- Al parecer se trata de un paso estrecho en el noroeste como el que se da en sur y que ahora conocemos como de Magallanes, que desembocaría plácidamente en el Pacífico a los buques pro­ cedentes del Atlántico.
- ¿Tenéis idea de las latitudes hasta las que os remontasteis?

- Diría que alcanzamos los setenta grados. A la salida de La Coruña pusimos rumbo oeste con algunos pocos grados al norte. El tiempo era infame y los vientos contrarios casi todo el tiempo. Nos tomó diecinueve días ver tierra y a partir de entonces nave­ gamos al norte buscando un posible paso, pero se trataba de na­ vegaciones difíciles y peligrosas, pues generalmente los días amanecían envueltos en niebla por lo que no había más remedio que acercarse a tierra para reconocer la costa, si bien, en cuanto la niebla comenzaba a levantar la reemplazaban horribles tor­mentas que trataban de arrojarnos contra los acantilados. Quien más quien menos evocaba en tales ocasiones la desgracia de la pequeña Santiago, quebrada contra las rocas no lejos de San Ju­lián, entonces nos alejábamos de la costa e inmediatamente dejá­bamos de verla. De ese modo navegamos al norte a pesar de que a cada grado de subida el tiempo empeoraba miserablemente.

Con todo y con eso, hubo días, los menos a decir verdad, en que las condiciones meteorológicas se presentaban tan bonancibles que podíamos desembarcar y recolectar alimentos y agua. Nunca vimos a ningún ser humano, pero todos coincidíamos en que nos sentíamos observados y vigilados, por lo que las patru­ llas de alimentos se hacían con escolta de soldados armados. El silencio era tan abrumador que daba miedo. A pesar de que cuando navegábamos anhelábamos días claros para poder bajar a tierra, cada vez que desembarcábamos para recolectar alimen­tos deseábamos regresar a bordo nada más poner pie en tierra.

También recuerdo que cuando nos tocaba guardia de vigía el capitán insistía exageradamente en que no dejáramos de otear el horizonte en busca de alguna posible nave, a pesar de que jamás vimos una sola vela. Al parecer, había informes de que, tiempo atrás, en los días de Colón, un tal Giovanni Caboto, marino de origen italiano al servicio de la corona de Inglaterra, había efec­tuado algunas exploraciones por aquellas mismas aguas y Go­mes temía que los ingleses pudieran mantener exploradores en la zona. En cualquier caso, llegó un momento en que la tierra que apenas veíamos por la niebla comenzó a ser sustituida por capas de hielo cada vez más compactas que no dejaban resquicio al­guno a la posibilidad de que tras ellas pudiera encontrarse alguna forma de paso al otro lado de América. Fue cerca de los se­tenta grados cuando en uno de los fondeos descubrimos un cam­pamento que terminó de instalar el miedo en nuestros corazones.

A tenor de los restos encontrados pudieron haber sido vikin­gos, pues, varados en tierra encontramos un par de barcos largos y estilizados que así lo sugerían. Estaban en perfecto estado de conversación; si cierro los ojos todavía recuerdo los coloridos es­ cudos sujetos a los cascos de ambos barcos a lo largo de toda la eslora. Los palos estaban abatidos y alineados en el centro de las naves junto a los remos, pero lo que más nos sobrecogió fueron los cuerpos. Contamos cerca de treinta, la mayoría hombres adultos, aunque también había mujeres y niños. En perfecto es­tado de conversación, aunque con la ropa ajada por el paso del tiempo, permanecían congregados y abrazados como si hubieran esperado la muerte tratando de darse calor unos a otros. 

No ha­bía signos de violencia; alguien sugirió alguna enfermedad y la palabra peste comenzó a correr de boca en boca mientras todos nos embozábamos con nuestras capas, asustados ante tal posibi­lidad. Huimos de allí como alma que lleva el diablo. Gomes nos prohibió retirar ningún objeto y mientras él y el piloto permane­ cieron juntos a lo largo de algunas singladuras tratando de dibu­jar un mapa de la zona, nosotros pasamos los días observándo­ nos unos a otros a hurtadillas, esperando ver aparecer en algún rostro el rastro de la temida enfermedad.

A partir de aquel día volvimos a navegar hacia el sur, dando por hecho que más al norte de aquellas latitudes resultaba del todo imposible encontrar un paso en dirección a aquel estrecho de Anián que, a fecha de hoy, la mayoría seguimos considerando un mito.

- ¿Conocéis el destino de aquellos mapas que trazaba Gomes con ayuda del piloto?
- No sabría deciros. Supongo que ya conocéis cómo fue el final de mi participación en aquella expedición. Mientras permanecí a bordo de la Anunciad a y hasta donde yo sé, los mapas se iban acumulando en un armario en el camarín de Gomes y dado que no he tenido noticias del regreso de la carabela imagino que aún deben seguir allí.
- Está bien, continuad, por favor.

- Hacia los cuarenta y cinco grados, en una descubierta fuimos interceptados por una tribu de indios armados. Nos doblaban en número, aunque, afortunadamente, resultaron ser amistosos. Pasamos dos semanas entre ellos y nos trataron como a sus huéspedes. Hablaban un lenguaje difícil de comprender que al­ternaban con el uso de signos, tanto con las manos como trazados sobre la arena con una rama. Por suerte nuestro lenguaraz fue capaz de entenderse con ellos, y gracias a él supimos que aquellos territorios estaban habitados por unas veinte tribus pertenecientes todas a una misma raíz que llamaban algonqui­nos. Esta tribu concreta con la que nos topamos se llamaban a sí mismos Massachusetts y solían habitar cerca del mar del que ob­tenían la mayor parte de sus recursos alimenticios, aunque tam­bién cazaban y cultivaban trigo y maíz. Eran nómadas que se movían también tierra adentro. De hecho, cuando los conocimos estaban a punto de mudarse. Les hablamos del campamento vi­kingo y no parecían comprender cómo habíamos podido escapar del mismo con vida. Para ellos los territorios del norte estaban habitados por demonios y espíritus malignos. No conocían la pa­labra epidemia y mucho menos habían oído hablar de la peste.

Preguntamos por un paso hacia el oeste y varios de ellos apunta­ ron con sus dedos en dirección al sur, lo que espoleó nuestro ánimo de continuar la exploración. Gomes consignó el campa­mento en sus mapas antes de despedirnos de aquellos indios que quedaron muy agradecidos y sorprendidos por las baratijas que les obsequiamos, especialmente los espejos, clavos y anzuelos.
Eramos los primeros europeos que veían y trataban, y aunque intentamos iniciarlos en la fe, ni teníamos tiempo suficiente para sedimentar la idea de Dios ni ellos parecían demasiado dispues­ tos a aceptar otros más allá de los suyos propios.
El ambiente mejoró conforme empezamos a progresar al sur. A bordo había un extraño convencimiento en cuanto a que el paso al oeste que nos habían señalado los indios algo más al sur po­dría llevarnos, al fin, a conseguir nuestros objetivos y en cual­ quier caso las condiciones meteorológicas mejoraban con cada legua, lo que nos mantenía a todos de buen humor a pesar de que el frío persistía y de algún agorero que señaló que cuando se en­ cadenan tantas singladuras de buen tiempo es señal de que el diablo prepara una de las suyas.

En los cuarenta grados encontramos varios estuarios y los re­montamos pacientemente uno a uno, pero todos conducían a la­gos de agua dulce de mayor o menor extensión. Finalmente, fon­deamos frente a una isla en la desembocadura de un río que no pudimos remontar. En esta isla habitaba otra tribu de indios pa­cíficos con los que entablamos una buena relación. Se llamaban a sí mismos Manna-Hata, pero nosotros los rebautizamos como Manhattan. Como digo, yo nunca pude ver los mapas, pero re­cuerdo que el piloto dijo que Gomes había bautizado el río y la bahía que formaba en su desembocadura con el nombre de San Antonio, y yo pensé que quizás recordó el nombre de la nao con la que nos obligó a desertar de la expedición de Magallanes. 

De las conversaciones con aquellos indios nació la idea de que el paso al oeste, de existir, no se encontraba por allí, pues nos ha­blaron de extensas praderas habitadas por tribus de indios extre­madamente belicosos de los que ellos mismos se tenían que es­ conder cuando aparecían por sus tierras.
De este modo continuamos navegando al sur y ya en tierras más cálidas nos visitó aquella tormenta que pronosticaban los agoreros, en realidad una tempestad de vientos violentos como yo había visto pocas veces, tanto es así que una ola barrió la cu­bierta de la Anunc iada de proa a popa arrastrándome con ella al mar. Cuando me vi en medio de aquellas olas espantosas encomendé mi alma a Dios dándome por muerto, aunque el tronco de un árbol a la deriva me permitió mantenerme a flote hasta que la tormenta terminó de pasar. Entonces divisé costa a lo lejos y poco a poco la corriente me condujo mansamente a ella. Cuando me vi sano y salvo en tierra firme di gracias a Dios y caí rendido sobre la arena de la playa.

Desperté en el interior de una cabaña de adobe. A mi lado do­cenas de ojos me contemplaban curiosamente y todos pronun­ciaban la misma palabra en referencia a mí: «Nal-hu», más tarde supe que significaba algo así como «venido del mar» y que aque­ llos hombres y mujeres pertenecían a una tribu india llamada Miami. Me trataron bien, me cuidaron y me alimentaron hasta que recuperé las energías. A cambio, y dado que no tenía nada que ofrecerles, les enseñé algunas cosas útiles. Debía llevar un mes entre ellos cuando me explicaron que no lejos de allí exis­tían algunas colonias de hombres como yo, preguntándome si quería unirme a ellos. Naturalmente les dije que sí y pocos días después me condujeron en una piragua hasta las proximidades de un pequeño fuerte habitado por españoles, aunque no quisie­ ron acercarse demasiado porque les inspiraban miedo.

 De aquel fuerte salté a La Española, de donde más adelante me llevaron de regreso a España. En la Casa de Contratación de Sevilla me some­tieron a largos interrogatorios en los que buscaban conocer la suerte de la Anunciada, si Gomes había logrado sus objetivos de encontrar el paso y, sobre todo, si habían levantado mapas y si yo había tenido acceso a ellos.7 
Nunca más supe de mi capitán ni de mis compañeros de la Anunciada, aunque en Sevilla escuché que siguen explorando la existencia de algún paso por el norte de Sudamérica.
Tras un prolongado silencio y después de un largo suspiro, fue Elcano el que tomó la voz.

-Habéis de saber, Zeballos, que os elegí personalmente para este viaje por el valor y lealtad que habéis demostrado siempre.
Por otra parte sois un buen marinero, devoto de Dios, y vuestros conocimientos de buceo pienso que podrían resultarnos útiles si se nos presentara un caso como el de la Trinidad en Tidore, nao que estuvimos a punto de perder por no contar con buenos bu­zos. Ahora podéis retiraros a bordo, mañana os espera un día de mucho trabajo. Cuento con vos.
Una vez desaparecido Zeballos, Elcano quiso conocer la opinión del grupo e inmediatamente fue Urdaneta el que tomó la voz:

- Capitán, circula por los ámbitos marineros que cuando llegas­teis al mar de Solís en el primer viaje encontrasteis algún miem­bro de su expedición al que los caníbales habían respetado la vida. ¿Es cierto?
- Sabed, Urdaneta, que estáis aquí en atención a vuestro pro­tector Juan de Santandrés, pero por el momento será mejor que cerréis la boca y abráis los oídos. Es tiempo de aprender. Ya llegará el momento de preguntar y en cualquier caso podréis dirigi­ ros directamente a vuestro maestro.

Tras las desabridas palabras de Elcano, Juan de Acurio, el arti­ llero Roldán, Juan de Burgos y Juan de Santandrés, supervivien­ tes todos ellos del primer viaje, guardaron silencio, y lo mismo hizo Rodrigo de Triana, que no viajó con Magallanes pero había acompañado a Colón en su viaje del descubrimiento, siendo, de hecho, el vigía que cantó tierra desde la cofa de la Pinta.

Tomó entonces la palabra Hernando de Bustamante, que re­ cordó a todos la importancia del viaje que estaban a punto de ini­ ciar y que, como bien sabían por el resultado del anterior, podía hacerles ricos a todos, aunque para ello debían guardar y hacer guardar las normas que les fueran trasladadas desde la corona por el capitán general García Jofre de Loaísa. Así mismo, recalcó la importancia que el emperador hacía de la cartografía, asunto en el que todos, fuera o no su menester a bordo, debían esme­ rarse. 

Antes de la expedición de Magallanes Castilla se encon­ traba a gran distancia de Portugal en lo relativo a la confección de cartas náuticas, pero desde el regreso de la Victoria y gracias al extraordinario aporte del derrotero de Francisco Albo y las vici­situdes consignadas por Pigafetta en su diario de a bordo, las car­tas castellanas eran solicitadas de una parte a otra de Europa en perjuicio de las portuguesas , y lo que antes constituía un secreto que los lusos guardaban celosamente, ahora pasaban a ser los es­pañoles los custodios que atesoraban los anhelos de los navegan­ tes de todo el orbe. Por otra parte, el rey Carlos I gustaba lucirse ante los príncipes extranjeros obsequiándoles cartas confeccio­nadas en sus talleres de navegación, regalos que solían despertar la admiración de quienes los recibían, por lo que era encargo real personal a don García que al regreso de su misión trajera infor­mación gráfica de cuantos lugares hubiesen navegado e incluso que copiaran mapas antiguos de otros mundos, por muy que da­ taran de muchos siglos atrás.

Bustamante recordó que igual que Castilla había sido la primera en contar a Europa cómo era el mundo real con la incorporación de los territorios añadidos por Colón a la corona de Castilla me­ diante la carta levantada por Juan de la Cosa en 1500, y aunque luego otros cartógrafos extranjeros habían liderado la confec­ ción de mapas, como era los casos de Cantina, Reinel, o el alemán Martin Waldseemuller, España volvía a ponerse en cabeza en la noble ciencia de la cartografía gracias a Gerardo Mercator y, so­bre todo, Diego Ribero, cartógrafo portugués al servicio de la co­rona española, que en ese momento terminaba de confeccionar el primer mapamundi a la espera de la información que a su re­ greso trajeran los que estaban a punto de partir en demanda del Maluco.

La conversación fue languideciendo y comenzaron a aparecer los primeros signos de cansancio, por lo que Elcano tomó la voz para remarcar la importancia de la expedición que estaban a punto de iniciar tanto en los ámbitos estratégico y científico como en el económico, enviando a los asistentes a descansar des­ pués de dar gracias a Dios por permitir reunirse en torno a aque­ lla mesa a unos hombres privilegiados, pues la mayoría eran su­ pervivientes de una expedición que les había hecho sufrir las peores penalidades , pero que al mismo tiempo los había cubierto de gloria.

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1 Maluco o Moluco eran las formas con que los navegantes se referían al archipiélago de las Malucas, conocido también como la Especiería. En aquella época los barberos, además de las funciones propias de su oficio, ejercían a bordo también como sacamuelas y enfermeros.
2 La historia omite a menudo que el número de hombres arribados a Sanlúcar el 6 de septiembre de 1522 a bordo de la Victoria fue de 21, aunque solo 18 dieron la vuelta al mundo, pues los otros tres eran indígenas de las islas del Maluco que una vez en España corrieron diferente suerte.
3 Trozo de mar que hoy se correspondería con el estuario del Río de la Plata, entonces
tenido por el extremo más meridional de Sudamérica, porque era hasta donde alcanzaba el mapa del cartógrafo alemán Martin Waldseemüller, tenido por el más preciso de la época. Waldseemüller fue quien bautizó el continente con el nombre de América en agradecimiento al apoyo recibido de Américo Vespucio.
4 Santa Lucía fue el nombre que dieron inicialmente los españoles a Río de Janeiro, a su llegada el 13 de diciembre de 1519 a la bahía de Guanabara, siguiendo la costum­bre castellana de bautizar los lugares de acuerdo con el santoral del día.
5 Hoy cabo de Buena Esperanza
6 En el viaje de regreso a España es muy posible que los desertores de la San Antonio descubrieran, desembarcaran y tomaran posesión las islas Malvinas.
7 En los mapas primigenios de América, la parte septentrional de Norteamérica y meridional de Canadá aparece consignada con el nombre de «Tierra de Estevan Go­ mes». Por otra parte se da por hecho que Gomes fue el primer explorador europeo en pisar lo que hoy es la isla de Manhattan, aunque el rio y la bahía que bautizó como San Antonio llevan hoy el nombre de Hudson, en honor al navegante inglés Henry Hudson, a pesar de que los ingleses pisaron aquellas tierras 80 años después que los españoles.

La flota de las especias
Magallanes y Elcano. 
La Epopeya de la primera vuelta al mundo


Una historia de valor y obstinación en la que un grupo de hombres se enfrentaron en todos los mares del mundo a los peores elementos y calamidades, para dar cumplimiento a una epopeya que señala uno de los hitos principales en la historia de la humanidad. El autor propone la siguiente redacción: Una historia de valor y obstinación en la que un grupo de valientes se enfrentarán en los océanos más tenebrosos y hostiles a los peores elementos y calamidades, hasta completar una de las hazañas más importantes de la historia de la humanidad.

El seis de septiembre de 1522 una nao desvencijada y medio hundida arribaba al puerto de Sanlúcar de Barrameda con 18 espectros famélicos a bordo. Pocos acertaron a comprender que aquel buque era la “Victoria”, una de las cinco embarcaciones que habían zarpado de aquel mismo muelle cerca de tres años antes y menos aún que los miserables que componían su tripulación acababan de dar la primera vuelta al mundo, certificando de una manera práctica la redondez de la tierra.
Tras desembarcar entre patéticas demostraciones de emoción, los marinos besaron el suelo de la tierra que los había visto partir tres años antes y se abrazaron jubilosos entre ellos; atrás quedaban tres años de sufrimientos, hambre, escorbuto, enfrentamientos con todo tipo de salvajes y 16 prisioneros de los portugueses, que a todo trance habían intentado evitar el buen fin de su periplo.
Una historia de valor y obstinación en la que un grupo de hombres se enfrentaron en todos los mares del mundo a los peores elementos y calamidades, para dar cumplimiento a una epopeya que señala uno de los hitos principales en la historia de la humanidad.

Presentación del libro "La Batalla de las Especias en la muerte de Juan Sebastián Elcano"


No tuvo demasiados versos honoríficos el marino y, extrañamente, 
no escribieron sobre él los más 
grandes poetas españoles, salvo Unamuno.

Soneto compuesto 
por Miguel de Unamuno:

Olas gigantes de la mar bravía
que canta el sueño férreo de Vizcaya,
cunada en el sosiego de esta playa,
os sueña con morriña el alma mía.

Curtió vuestra salina la osadía
que traspuso del cielo azul la raya,
la que su suerte en el océano ensaya
y en él su vida al huracán confía.

Ciñó a la tierra por la mar Elcano,
pues era vasco y le venía estrecho
su golfo patrio; se lanzó al arcano;

rico artesón de estrellas le dio techo;
fue el timón laya en su segura mano;
con él del mundo se ensanchó su pecho.

En mayo de 1879, Pío Amando Valdivieso presentó un larguísimo poema dedicado a Juan Sebastián de Elcano, con motivo de la celebración del tercer aniversario de la Sociedad Geográfica de Madrid (IV), presidida por Antonio Cánovas del Castillo. Comienza su primera parte con el título Primo circumdediste me y dedica a Elcano unos primeros versos en octavas reales:

El que en Levante audaz surcó los mares
de capitán experto, y que marino
fue desde que dejó los patrios lares,
Juan Sebastián de Elcano, vizcaíno,
ya la partida espera en pos de azares
de la ardua empresa, que era desatino
para los que cobardes o envidiosos,
vieron la Escuadra preparar celosos.

Y poco más adelante, siempre en clave de las octavas de arte mayor, añade:

En pos de lauro y de anhelada gloria,
humilde puesto acepta en la escuadrilla
Juan Sebastián de Elcano, que en la historia
de la ardua empresa cual primero brilla;
el que marino de inmortal memoria
á Magallanes aguardó en Sevilla,
por su experiencia y su saber profundo,
tal vez ideando dar la vuelta al mundo.

Y cuando Elcano llega a Sanlúcar de Barrameda y a Sevilla, tres años después, lo canta así:

Ya ven la costa; sólo instantes faltan;
ya la Victoria el Betis surca leve;
á Barrameda arriba; a tierra saltan;
sólo diez y ocho son, y ver conmueve
la sed y el hambre que en su faz resaltan,
y la miseria de infortunio aleve,
cual de la débil nave el aparejo,
antes galano, ahora oscuro y viejo.
Y sigue:
Las banderolas de color precioso
son ya girones de vil tela parda,
y cual crespones, ante el día hermoso,
auguran muerte a la que fue gallarda;
deja la carga Elcano, y presuroso
con sus marinos en partir no tarda,
y entra en Sevilla, que hace ya tres años
que no la ha visto recibiendo daños.

Y versificó una reflexión sobre su muerte en el mar, años después de la gesta:

…víctima, como todo el que glorioso
sólo la muerte su laurel proclama;
lógica triste de este mundo vano,
cual sucedió a Juan Sebastián de Elcano.

POEMA "JUAN SEBASTIÁN DE ELCANO" DE PÍO ARMANDO VALDIVIESO

Expedición de Fernando de Magallanes

El gran viaje de Magallanes y Elcano

Carlos Pecker y Pedro Insúa / Magallanes y Elcano: 
cuando la cosmografía española midió el mundo

Pedro Insua - Magallanes-Elcano y el día de la universalidad

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