EL Rincón de Yanka: LIBRO "CONVIVIR CON EL ENEMIGO": Una lectura crítica de "La rebelión de las masas"

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lunes, 27 de junio de 2022

LIBRO "CONVIVIR CON EL ENEMIGO": Una lectura crítica de "La rebelión de las masas"


CONVIVIR CON EL ENEMIGO
Una lectura crítica de "La rebelión de las masas"


¿Existen los hombres excelentes, superiores, egregios, en contraposición a los hombres vulgares, inferiores, llamados también por Ortega y Gasset «hombres-masa», o todos los seres humanos somos iguales? ¿Las masas amenazan realmente la soberanía e independencia del individuo, de las minorías, como creía el filósofo, o se trata solo de un prejuicio clasista? ¿Es posible «convivir con el enemigo», o lo que es lo mismo: es posible la cohabitación de personas de ideologías diferentes en el marco de una democracia liberal, o tal pretensión es una quimera, una utopía? ¿Se cumplieron algunas de las numerosas profecías que hizo Ortega en "La rebelión de las masas" o fracasaron todas ellas estrepitosamente? ¿Siguen vigentes las ideas y teorías que expuso el filósofo en su famoso libro o han quedado ya completamente desfasadas? A estas y a otras apasionantes preguntas intenta responder Pedro Menchén en este ensayo contrastando su opinión con las de otros brillantes conocedores de la obra de Ortega, tales como Mario Vargas Llosa, Julián Marías, Francisco Ayala, Thomas Mermall, Saul Bellow o Luis Araquistáin.

Este libro, sin embargo, es mucho más que un estudio sobre otro libro. Es, ante todo, una reflexión sobre la condición humana y la necesidad del ser humano de convivir con sus semejantes, sin renegar por ello de su propia identidad, de su yo inalienable e irrevocable, ya que, como dice Menchén, «la masa es un concepto abstracto de algo que no existe. O mejor aún: una ilusión óptica, la que se produce cuando observamos diversos individuos que, aun estado separados entre sí, consideramos partes integrantes de un todo. Pero empíricamente, objetivamente, la masa no existe. Sólo existe un conjunto de individuos radicalmente independientes, por más cerca que estén los unos de los otros, cada uno de ellos atrapado en su circunstancia personal, tan digno y respetable como el más eximio de los hombres, mientras no se demuestre lo contrario».

En octubre de este año que se encamina a su extinción, la editorial Sapere Aude ha puesto en circulación el libro “Convivir con el enemigo” del escritor de Argamasilla de Alba Pedro Menchén.

Menchén ha publicado “¿Alguien es capaz de escuchar a un hombre completamente desnudo que entra a medianoche por una ventana de su casa?”, “Buen viaje, muchacho”, “Una playa muy lejana”, “Te espero en Casablanca”, “Y no vuelvas más por aquí”, “Horrores cotidianos en el Miami Beach Hotel”, “Escrito en el agua”, “Labios ensangrentados”, “Un señor de Washington”, “Viaje a Texas con un señor de Kentucky”, “Diario de un señor frustrado” y “Ortega y Gasset y Antonio Machado”, entre otros textos, aparte de haberse ocupado de la edición de varios libros, entre los que citaría “Mi amistad con Gregorio Prieto” de Pascual-Antonio Beño, “Poemas, obra lírica completa” o “Epistolario maldito”.

Hace un par de años que sigo de cerca a Pedro Menchén, y, si la vida nos los permite a ambos, continuaré leyéndolo mientras pueda. Porque, Menchén, aparte de un gran narrador, poeta y ensayista, es un lector empedernido y eso se nota y mucho en su decir certero, consultivo, además de en las referencias a las que alude cuando afirma o sentencia, en las que hay un poso de estudio y exhaustiva investigación dignas de encomio.

“Convivir con el enemigo”, tal como se define en el subtítulo, es una lectura crítica de “La rebelión de las masas” de José Ortega y Gasset. Y no crean que es fácil superar las vicisitudes que suponen enfrentarse a semejante texto de culto y además salir airoso del intento. Ya de por sí, el solo hecho de afrontar “La rebelión de las masas” para analizar con ojo crítico al filósofo, ensayista y político Ortega y Gasset, uno de los componentes de lo que se vino a llamar novecentismo, una corriente estética situada entre la generación del 98 y la del 27, que incluiría aparte del citado a Manuel Azaña, Rafael Cansinos Assens, Eugenio d’Ors, José Bergamín, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala o Gabriel Miró entre otros, es una empresa que no todo el mundo iniciaría. Pero, Pedro Menchén lo ha hecho y yo diría, sin envoltorio alguno, que con éxito.

El libro se compone de dos partes, la primera contiene la lectura que Pedro Menchén hace de “La rebelión de las masas” de Ortega y Gasset, y, la segunda, una serie de adendas en las que el escritor repasa minuciosamente lo que sobre dicha obra han manifestado otros analistas, bien para ensalzarla, para hacer alguna aclaración sobre un punto determinado o, en pocos casos, muy pocos, denostarla. Ahí, en esa segunda parte, aparecen las opiniones sobre “La rebelión de las masas” de Julián Marías, Paulino Garagorri, Ryszard Kapuscinski, Anselmo Sanjuán, Domingo Hernández Sánchez, Saul Bellow, Fernando Salmerón, Thomas Mermall, Ignacio Sánchez Cámara, Mario Vargas Llosa, Salvador Giner, Francisco Ayala, Fernando Ariel del Val o Luis Araquistáin, entre otros muchos pensadores o escritores pretéritos o contemporáneos a Ortega Gasset, y, lógicamente también posteriores, que tuvieran como referencia esta obra del escritor, filósofo y pensador madrileño.

Para la elaboración de este texto, Pedro Menchén ha utilizado una exhaustiva bibliografía compuesta no solo de libros editados que hacen referencia al tema que nos ocupa, sino también de artículos insertados en revistas especializadas y periódicos variopintos.
Lo que es obvio de la lectura de “Convivir con el enemigo” es lo siguiente: Pedro Menchén relativiza con sólidas argumentaciones las verdades o axiomas que Ortega y Gasset da por ciertas e irrefutables en “La rebelión de las masas”, con una limpieza de palabras y una contundencia que hacen de este libro -que usted podrá calificar cuando lo finalice como estime oportuno-, algo inédito y novedoso respecto a lo que se ha dado por sentado respecto al pensador español.

Sería demasiado extenso desgranar en un artículo cómo Pedro Menchén desmonta el mito surgido alrededor de este libro de culto de Ortega y Gasset. Solo puedo decirle que su lectura es amable, clarificadora y que induce a la meditación sobre el rigor de los pilares que a veces conforman la historia de lo que somos.
¡Convivir con el enemigo! 
¡Gobernar con la oposición! 
¿No empieza a ser ya 
incomprensible semejante ternura? 
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Prólogo

Espoleado por las dudas sobre mi propio criterio y temeroso de haber sido injusto con Ortega y Gasset al expresar una opinión excesivamente negativa sobre "La rebelión de las masas" en mi "Diario de un escritor frustrado", cuando preparaba la edición de ese libro, en enero de 2016, decidí volver a leer dicha obra, esta vez con muchí simo más cuidado, para analizar su contenido. Y la verdad es que mi opinión sobre la misma, después de la relectura, no cambió con respecto a la que expresé en el mencionado diario en octubre de 1980, sino que empeoró. Intenté explicar brevemente en una nota, en el apéndice de aquel diario, mis impresiones o, mejor dicho, mis disensiones, sobre las teorías de Ortega, pero después de escribir unas treinta páginas y hallándome todavía al principio de mi argumentación (lo que ya era excesivo tratándose de una «nota»), comprendí que había empezado, sin yo mismo darme cuenta, un libro sobre la obra de Ortega, algo que me asustó un poco, ya que yo no soy un filósofo ni un ensayista, sino un escritor de narrativa, además de un eventual lector de filosofía, motivo por el que he subtitulado este libro "Una lectura crítíca de «La rebelíón de las masas»"; por tanto, me presento aquí como un simple lector y, como tal, analizaré las ideas de Ortega, sin complejos ni pudor, con la sencillez pero también con la libertad que lo haría cualquier lector que comenta un libro en la reunión informal de un club de lectura.

No es, pues, éste un ensayo filosófico al uso, ni un estudio exhaustivo sobre la obra de Ortega, ya que no he querido traer aquí a colación nada que dijera en ninguno de sus otros libros ni comentar siquiera su vida personal, su trayectoria política o la evolución de su pensamiento filosófico (aunque, por lo que sé, se mantuvo fiel a las mismas ideas a lo largo del tiempo). En este libro he intentado reflexionar, única y exclusivamente, sobre lo que Ortega dijo en "La rebelión de las masas". Nada más. Dejo al margen, por tanto, lo que dijera en otros libros suyos sobre el mismo tema, si se contradijo o no, si su comportamiento personal fue coherente con lo que afirmó en este libro o no. Leí desde muy joven buena parte de la obra de Ortega, pero no volví a leerla o releerla, salvo la obra que nos ocupa, y no soy, por tanto, un especialista en Ortega. Insisto en que sólo me presento aquí como lector y que, como tal, reflexionaré en voz alta, como lo haría ante los atentos miembros de un club de lectura, sobre las ideas o los pensamientos que más me han llamado la atención de La rebelión de las masas. Eso es todo. Frase a frase, analizaré su contenido, ateniéndome a la más escueta literalidad del texto, sin ignorar la circunstancia histórica en que fue escrito, naturalmente, pero con la perspectiva y la distancia que proporcionan los casi cien años que han pasado desde que se publicara dicho texto, por entregas, en el periódico "El Sol", en 1929 y, al año siguiente, en forma de libro, convirtiéndose rápidamente en un best seller internacional.

Nada más acabar mi «lectura crítica» (de la que doy cuenta en la primera parte de este trabajo), decidí conocer las opiniones de otros lectores sobre la misma obra para contrastarlas con la mía, lo que me llevó a leer una larga lista de trabajos sobre el tema (ensayos, prólogos, artículos), algunos de los cuales comento en la segunda parte, titulada «Otras lecturas de La rebelión de las masas». Pero quiero dejar bien claro que eso fue después de haber escrito mis propias opiniones, no antes, por lo que no recibí influencia alguna de nadie al escribirlas. Pues mi plan, a modo de experimento, era precisamente ese: releer "La rebelión de las masas" careciendo por completo de cualquier referencia o información adicional sobre dicha obra, anotar mis impresiones de manera espontánea y, después (pero sólo después), conocer las opiniones de otros lectores, contrastarlas con las mías y comentarlas en la segunda parte del libro.

Aunque, a decir verdad... debo reconocer que ya había leído el prólogo de Julián Marías en la edición de Espasa-Calpe de 1976. Lo había leído en 1980 y lo releí en 2016, antes de enfrentarme a la relectura, por tercera vez (la segunda aquel año y no sería la última), de la obra de Ortega. Pero Marías no plantea la menor duda o reticencia sobre el pensamiento del filósofo. Como epígono aventajado, muy útil y leal a los propósitos de su maestro, no traspasa jamás los límites del halago o del encomio más complaciente, por lo que no despertó en mí el menor interés. También conocía, por supuesto, las abundantes reseñas periodísticas que originó la reedición del libro de Ortega en su cincuentenario (es decir, en 1980), las cuales, que yo recuerde, eran todas muy elogiosas. Decían básicamente que el libro no había perdido actualidad, sino todo lo contrario, que todas las predicciones de Ortega se habían cumplido y ese tipo de cosas, algo que me llamó mucho la atención y que me llevó a cuestionar, en el "Diario de un escritor frustrado", con un tono un tanto desabrido, el cuadro apocalíptico que nos pintaba el filósofo con sus predicciones acerca del futuro del hombre-masa, ninguna de las cuales, a mi entender, se había cumplido, y añadía: 

«Por lo demás, el "hombre-masa" que Ortega describe no existe ni existió nunca. No puede generalizarse ni esquematizarse bajo ningún fundamento un tipo homogéneo de hombre... El error habitual de muchos pensadores, periodistas, sociólogos, etc., es el de atribuir una mente común a individuos dispares. Hablan de la masa como si fuera un solo cuerpo orgánico, cuando eso que lla mamos masa no es sino una pura abstracción metafísica... De este modo, y puesto que no existe (ni existió) ese "hombre-masa" del que habla, y puesto que tampoco tienen fundamento los problemas de tipo operativo que plantea, ni afortunadamente se ha cumplido su profecía apocalíptica de los treinta años, habría que decir que "La rebelión de las masas" es hoy, francamente, un libro superado, un libro anacrónico, de escaso interés filosófico, incluso en el sentido anecdótico. Pues bien, ahora se intenta relanzar este libro a bombo y platillo, con motivo de su cincuentenario. Hablan de él con un tremendo respeto y consideran sus tesis de plena vigencia y actualidad. ¿Están ciegos o qué? ¡Me inclino a pensar que quienes tanto lo en salzan es porque, sencillamente, no lo han leído!».

Estos comentarios, entre otros, escritos en octubre de 1980 en mi diario, son los que me indujeron, en enero de 2016, a releer "La rebelión de las masas" y, como consecuencia de ello, a escribir este libro.

Como ya dije, pensé que sería interesante, o incluso divertido, después de escribir mis impresiones, conocer cuáles eran las opiniones de otros lectores sobre el mismo libro, pero la tarea de recopilar tales opiniones se me hizo de pronto excesiva. Me di cuenta de que desbordaba mi capacidad e incluso mi tiempo, que ya había planificado para otro asuntos, y hasta mi propósito inicial cuando decidí escribir este libro, que era sólo el de exponer, de manera libre y espontánea, con sencillez pero con rigor, mi impresión sobre las ideas de Ortega. Aparte de que ya hay trabajos bien documentados sobre eso, que el interesado puede consultar en las bibliotecas o en las hemerotecas. Repito una vez más que no soy ni pretendo ser un especialista en Ortega. No aspiro a tal honor. 

A pesar de lo cual, creo saber ya demasiado sobre el filósofo madrileño, mucho más de lo que me gustaría saber. Y ya es sufi ciente. Aun así, tenía mucha curiosidad por conocer las opiniones de otros lectores sobre "La rebelión de las masas"; quería saber, sobre todo, hasta qué punto tales opiniones eran coincidentes o divergentes con la mía. Sin embargo, y aunque parezca extraño, no fue una tarea fácil recabar opiniones verdaderamente críticas. La mayoría de las veces me encontraba con apologistas, más o menos disimulados, prosélitos, acólitos y epígonos de todo tipo entre los estudiosos de su obra. Lo cual era un tanto frustrante. Busqué aquí y allá en prólogos, introducciones y ensayos específicos dedicados al libro de Ortega y encontré muy poco. La mayoría de los autores elogiaba la obra, en algún caso con tímidas reservas, pero admitiendo siempre la validez y «la plena vigencia del pensamiento de Ortega», como asegura Rafael Soler Medem (escritor y profesor de Sociología de la Universidad Politécnica de Madrid), quien añade que «el paso de los años ha subrayado los aciertos del pensamiento de Ortega». Por suerte, unos autores me llevaron a otros y, al final, conseguí dar con algunas voces no tan complacientes, como las de Gregario Morán, Luis Araquistáin o Fernando Ariel del Val, cuyos incisivos y fundamentados trabajos sobre el filósofo hicieron que me sintiera avalado y legitimado en mi propia opinión.

Y fue, precisamente, en base a lo que dice Fernando Ariel del Val en el capítulo de uno de sus libros, titulado «Los intelectuales ante la crisis de 1936: la actitud de Antonio Machado», por lo que quise analizar, en una tercera parte de este libro, la posición filosófica del poeta Antonio Machado con respecto a la teoría de las «dos clases de criaturas», o dos «clases de hombres», de Ortega, una posición, la del poeta sevillano, que me reafirma también, si cabe aún con más fuerza, en mi propia posición.

Pero la tercera parte de este libro, como puede comprobar el lector, no existe. Ello se debe a que creció y creció tanto que, al final, se convirtió en un libro indepen diente (parece que algunos de mis libros se reproducen por fisión binaria, como las amebas). Así, pues, el proyecto inicial se dividió en dos y en vez de un libro tenía dos. He titulado ese segundo libro Ortega y Gasset y Antonio Machado, el dilema de las dos Españas y el interesado puede hallar en él la información complementaria que le falta a éste. O viceversa. 

P. M.
Benidorm, mayo de 2021



PRIMER PARTE
LECTURA CRÍTICA DE 
"LA REBELIÓN DE LAS MASAS".

“Pensar es, quiérase o no, exagerar; 
quien prefiera no exagerar tiene que callarse… 
tiene que paralizar su intelecto
 y ver la manera de idiotizarse”. 
José Ortega y Gasset

LAS DOS CLASES DE CRIATURAS

La primera sorpresa que se lleva uno al comenzar a leer "La rebelión de las masas" es la división que establece Ortega de los seres humanos en «dos clases de criaturas» o dos «clases de hombres»: por un lado, el «hombre-masa», al que denomina a veces «hombre medio», «hombre inferior», hombre «mediocre» u «hombre vulgar», y, por otro, el «hombre excelente», también llamado por el filósofo «hombre superior», «hombre selecto», «hombre noble» u «hombre egregio».

La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son incl individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas (67).

Eso es algo que uno puede entender perfectamente, pues en la sociedad hay unas personas más preparadas que otras o que ocupan puestos de responsabilidad más importantes que otros. Hay médicos, ingenieros, jueces, arquitectos, profesores, científicos, y hay albañiles, camareros, barrenderos, dependientes, taxistas, mineros... No veo por qué no puede decirse de los primeros que son, efectivamente, una «minoría especialmente cualificada», y de los segundos, que son una mayoría «no especialmente cualificada». El problema es que Ortega no lo ve así. Ortega no habla de funciones o de oficios, ni siquiera de clases sociales:

No entiendo, pues, por masas sólo ni principalmente «las masas obreras». Masa es el «hombre medio» (67).

Y el hombre medio se caracteriza por su hermetismo intelectual. El hombre medio se encuentra con «ideas» dentro de sí, pero carece de la función de idear (113).

O sea, que es un tipo humano muy limitado, tanto que es incapaz de «idear»; es decir: de pensar, en contraste con el hombre excelente, que es mucho más listo. Ortega habla, por tanto, de dos tipos de seres humanos. Pero dejemos que nos lo explique él mismo:

Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva (68- 69). De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida vulgar e inerte, que, estática mente, se recluye a sí misma, condenada a perpetua inmanencia, como una fuerza exterior no la oibligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre -no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es inerte (107).

Este es un asunto del que Ortega habla ampliamente en el capítulo VII de su libro, titulado «Vida noble y vida vulgar, o esfuerzo e inercia» (103). Así que unas personas se esfuerzan más que otras, se exigen más que otras, luchan más, tienen más inquietudes, más afán de superación, etc., lo cual es evidente. Ya sabemos que unas personas son más activas o más voluntariosas que otras, pero, aún así, sorprende que el filósofo haga una división tan «radical» de la sociedad en «dos clases de criaturas», declarando a la mayoría de ellas «inertes», condenadas «a perpetua inmanencia», incapaces de «idear», «sin esfuerzo de perfección», como «boyas que van a la deriva».

La mayor parte de los hombres -y de las mujeres- son incapaces de otro esfuerzo que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad externa. Por lo mismo quedan más aislados, y como monumentalizados en nuestra experiencia, los poquísimos seres que hemos conocido capaces de un esfuerzo espontáneo y lujoso. Son los hombres selectos, los nobles, los únicos activos y no sólo reactivos (107).

Así que sólo unos «poquísimos» hombres tiene iniciativa propia y son «capaces de un esfuerzo espontáneo», mientras que la inmensa mayoría de hombres y mujeres son (o somos) «incapaces de otro esfuerzo que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad externa». Desde luego que la vida es reactiva. Todos los seres vivos son reactivos. Es un principio elemental de la vida (y no sólo de la vida humana) reaccionar a los estímulos externos. Y claro que hay unas personas más activas que otras, pero yo he creído siempre que si algo distingue al ser humano, en general, es su inquietud y su curiosidad por las cosas. Por necesidad o por gusto, por ambición, por afán de conocimiento o de superación, todo el mundo hace cosas, experimenta con las cosas. Cuando utilizas o manipulas algo, sin darte cuenta siquiera, ya estás experimentando, ya estás reinventando las cosas. 

Todo el mundo nunca se sentirá «idéntica a las demás», entre otras cosas porque no se sabe cómo son las demás: cada persona es distinta de las demás. Por otro lado, ¿cómo es posible saber que alguien es «masa»; o sea, una criatura humana vulgar, mediocre, de clase inferior, sólo con echarle un vistazo? ¿Quién puede conocer la capacidad intelectual de una persona con una simple mirada? ¿Y quién le ha dado titulación o acreditación para decidir eso? Desde luego, no parece un método muy científico. ¿Y qué es eso del «hecho psicológico»? 

Sigamos leyendo:

La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por lo tanto, una división en cla ses sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores (69).

Lo que quiere decimos aquí Ortega es que, cuando habla de «masas» y de «minorías excelentes», se refiere a dos tipos de hombres, a dos tipos de criaturas humanas, no a dos clases sociales (ricos y pobres, burguesía y proletariado). A Ortega le preocupa que alguien pueda pensar de él que es clasista, que desprecia a las clases bajas. Por eso dice que puede haber personas con mentalidad «masa» entre las clases privilegiadas (incluso entre los intelectuales) y personas «egregias» entre las clases trabajadoras:

En la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la cualificación, se advierte el progresivo triunfo de los seudointelectuales incualificados, incalificables y descalificados por su propia contextura... En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, que antes podían valer como ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almas egregiamente disciplinadas... En rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica (69).

Todo eso está muy bien en la teoría, pero en la práctica Ortega tiende a identificar a las «minorías excelentes» con las clases altas privilegiadas y a las «masas» con el proletariado o el pueblo llano en general. Él mismo lo admite cuando dice:

Claro está que en las [clases] superiores... hay más verosimilitud de hallar hombres que adoptan el gran «Vehículo» [es decir: que sean «excelentes»], mientras las [clases] inferiores están normalmente constituidas por individuos sin calidad (69).

«Individuos sin calidad», he aquí otra definición del hombre medio u hombre masa. Así que en las clases altas es más verosímil (más probable, más frecuente) que haya personas excelentes, mientras que en las clases bajas es más normal que haya hombres-masa. ¿Por qué? Ortega no nos lo dice. Sea como fuere, pertenezcan a una clase social o a otra, lo cierto es que (según el filósofo) hay dos tipos distintos de seres humanos: los hombres excelentes o selectos y los hombres vulgares u hombres-masa. Los primeros conforman una pequeña minoría, y los segundos, una gran mayoría; o mejor dicho: el resto de la sociedad.

La minoría excelente está compuesta por individuos inteligentes, cualificados, esforzados, que se exigen mucho a sí mismos, etc., y la mayoría vulgar o «masa» está compuesta por «individuos sin calidad», que no se esfuerzan ni se valoran a sí mismos y tan limitados que carecen incluso de «la función de idear». Pero ¿realmente las cosas son tan sencillas? ¿Acaso la sociedad no está compuesta por grupos sociales mucho más complejos y variados, no sólo por dos? Por otro lado, la clasificación que hace Ortega es tan esquemática y radical que te obliga a elegir, a dilucidar si tú mismo perteneces a la «masa» o a la «minoría excelentes». No te gusta lo uno ni lo otro, pues no te consideras a ti mismo «inferior» o «vulgar», pero tampoco «superior» o «egregio».

He intentado filiar un nuevo tipo de hombre que hoy predomina en el mundo: le he llamado hombre-masa, y he hecho notar que su principal característica consiste en que, sintiéndose vul gar,proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él ( 160).

Las «instancias superiores» son los hombres excelentes, a los que Ortega cree que el hombre-masa debe someterse y obedecer. El problema es que el hombre-masa se ha vuelto rebelde y ya no lo hace. Cree «que se basta» a sí mismo (108), «sintiéndose vulgar», dice el filósofo, y especifica que esa «es su principal característica». Pero ¿quién se siente vulgar? Y ¿cómo es posible eso? Que yo sepa, nadie se despre cia o se infravalora hasta el punto de considerarse a sí mimo vulgar o cualquier cosa semejante. Por instinto, por amor propio, toda persona se considera a sí misma muy digna y respetable. Yo puedo considerar vulgar a una persona, pero ella misma jamás se considerará vulgar. Aparte de que cualquier persona aparentemente «vulgar» puede ser potencialmente «excelente». Nada impide que alguien sin cualificar acabe, algún día, formando parte de la minoría selecta. 

Por otro lado, resulta difícil de creer que haya gente que viva «sin esfuerzo de perfección», como «boyas que van a la deriva». Cualquier persona, estoy seguro de ello, tiene inquietudes y afán de superación. De un modo o de otro, cada ser humano aspira a mejorar su vida. Sea más o menos inteligente, tenga un carácter más o menos inquieto, como mínimo, se esforzará por conseguir el mejor medio posible de subsistencia, un hogar confortable, riquezas, seguridad, poder y todo lo demás.Asimismo, intentará seducir a otras personas con objeto de satisfacer sus deseos sexuales y, en último término, formar pareja con alguna de ellas y crear un hogar, una familia, lo que le dará motivación para luchar. Consciente o inconscientemente, todo el mundo tiene un deseo, una ilusión, y se esfuerza al máximo para cumplirlo. Además, los seres humanos nunca se sacian. Siempre quieren más de lo que tienen: más seguridad, más confort, más poder, más riquezas, más felicidad, así que la lucha es permanente.

Pero es que el propio Ortega piensa lo mismo cuando dice: «La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o hu milde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexo rable, inscrita en nuestra existencia» (166). O cuando dice: «Quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro.Desde el instante actual nos ocu pamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro?» (191). 

«Conste, pues: nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir» (192). Por tanto, si todo lo que hacemos los seres humanos, «siempre, siempre», es «en función del porvenir», no es posible vivir, al mismo tiempo, «sin esfuerzo de perfección», como «boyas que van a la deriva». Eso sería menos aún que vegetar y no lo hacen ni siquiera las plantas.

La humanidad ha ido avanzando a lo largo de la historia, no sólo gracias a unas cuantas personas «excelentes», sino al conjunto anónimo de la sociedad. Todo el mundo contribuye, de un modo o de otro, a mejorar las cosas, a perfeccionar los instrumentos que utilizamos, pequeños o grandes, con los que se mueve la maqui naria de la civilización. No hay, pues (exceptuando casos marginales), vidas «inertes», «como boyas que van a la deriva». Cada vida humana tiene un plan por pe queño o humilde que sea. El plan puede ser estúpido o genial, puede ser incluso un plan equivocado, un plan suicida, pero a fin de cuentas es un plan y la persona que lo conciba se esforzará por llevarlo a cabo; es decir, se marcará una dirección, un rumbo, no irá a la deriva. Todos estamos interrelacionados de algún modo con nuestros planes. 

Las sociedades humanas son como colmenas bien organizadas en las que cada uno cumple con su función. Ahora bien, los seres humanos tenemos libre albedrío, tenemos capacidad discursiva, tenemos sentido ético de la vida, so mos animales dialécticos, de ahí que no paremos de buscar fórmulas nuevas de gobierno con las que mejorar la convivencia en la colmena, y de ahí también las luchas intestinas, las revoluciones y las guerras. 
La humanidad ha cometido muchos errores a lo largo de la historia, ha dado muchos pasos en falso. Por cada dos pasos que avanza, es posible que retroceda uno,pero al final avanza; siempre avanza.

No se puede establecer, pues, una división tan simplista de la sociedad en «dos clases de criaturas», en base al «hecho psicológico», no ya en base a la clase social, a la ideología política, a las creencias religiosas o a la situación económica concreta de cada persona, por ejemplo (que sería más creíble), pues es cierto que hay diferen tes visiones de la vida, diferentes clases sociales, diferentes creencias, diferentes sensibilidades, diferentes ideologías... 

La psicología o el carácter moral de los individuos no se puede medir o calibrar y menos aún se puede diseccionar en dos grupos: los «excelentes» o «superiores», por un lado, y los «vulgares» o «inferiores» por otro. La mente humana es dinámica y, por lo tanto, imprevisible. A decir verdad, hay tantas clases de personas como personas mismas, por lo que no se puede decir que alguien es idéntico a otro u otros. Una misma persona ni siquiera permanece idéntica e inmutable durante toda su vida. Con el tiempo, acaba convirtiéndose en alguien completamente diferente de quien fue. Las circunstancias y las experien cias influyen en su carácter, los conocimientos, pensamientos, creencias, e ideologías varían y también los comportamientos y las reacciones. Hoy puedes optar por una cosa y pasado mañana por la contraria. En tu juventud puedes ser ateo y pro gresista y en la vejez creyente y conservador. Durante una época puedes ser militarista y, al cabo de algún tiempo, pacifista. 

La psicología humana está en constante evolución y, por lo tanto, es inestable e inclasificable. Es imposible que «delante de una sola persona», como dice Ortega, podamos «saber si es masa o no». Hay individuos de apariencia torpe o estúpida que luego resultan ser genios (de jovencito, al mismo Einstein le tomaban por idiota), personas ineptas en una materia, pero muy hábiles en otra. Las apariencias engañan. Nadie puede saber de qué es capaz un hombre o una mujer en una determinada circunstancia. Cualquiera puede sorpren dernos con su reacción. Personas que creías muy inteligentes cometen de pronto enormes estupideces, tipos que parecían muy valientes se comportan de un modo cobarde (o viceversa), tipos bondadosos resultan ser asesinos en serie y tipos malvados se transforman en santos... 

No se puede conocer nunca a una persona en profundidad, ni siquiera después de exhaustivos análisis psiquiátricos, cuando menos a simple vista. ¿Cómo un filósofo, o alguien que se considera tal, puede decir una cosa semejante? ¿Acaso no fue el propio Ortega quien dijo que los seres humanos carecemos de «identidad constitutiva», que no estamos adscritos «a un ser determinado», que podemos ser otra persona distinta de la que éramos porque «lo único que hay de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva inestabilidad?». También fue Ortega quien dijo esto otro:

Cuando al ver llegar a nuestro amigo por la vereda del jardín decimos: «Este es Pedro», cometemos deliberadamente, irónicamente, un error. Porque Pedro significa para nosotros un esquemático repertorio de modos de comportarse física y moralmente -lo que llamamos «Carácter»-, y la pura verdad es que nuestro amigo Pedro no se parece, a ratos, en casi nada a la idea «nuestro amigo Pedro» (157).

Y eso mismo podría decirse de Juan, de Francisco o de Patricia... Es decir, de cual quiera. Ortega se contradice, pues, al afirmar que es posible saber si una persona es «masa o no» sólo con echarle un vistazo. Pero las contradicciones de Ortega forman parte de su sistema ontológico y es algo a lo que uno acaba acostumbrándose. No así a su arrogancia.


EL HOMBRE-MASA REBELDE

Una vez desglosados los seres humanos en «dos clases de criaturas», veamos con más detalle el retrato psicológico que hace Ortega de una de ellas; o sea: del hombre-masa, con frases extraídas aquí y allá a lo largo de su libro. Algunas de dichas frases las hemos citado ya y volveremos a citarlas, si es preciso, más adelante. Según el filósofo, 

[el] hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado... Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre...; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar (42). El hombre-masa se siente perfecto (109), está satisfecho tal y como es. Tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos. ¿Por qué no, si nada ni nadie le fuerza a caer en la cuenta de que él es un hombre de segunda clase, limitadísimo? (104). El hermetismo nato de su alma le impide lo que sería condición previa para descubrir su insuficiencia (110). El hombre-masa carece simplemente de moral (204). [Es] incapaz de atender a nada ni a nadie, cre yendo que se basta -en suma: indócil-.
La textura radical de sualma está hecha de hermetismo e indocilidad, porque les falta, de nacimiento, la función de atender a lo que está más allá, sean hechos, sean personas (108). Siguiendo el hombre medio su índole natural, se ha cerrado dentro de sí (107). La clave está en el hermetismo intelectual. El hombre medio se encuentra con «ideas» dentro de sí, pero carece de la función de idear (113). El eterno hombre-masa consecuente con su índole, deja de apelar y se siente soberano de su vida (105). [Tiene] una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar (111). Este hombre lleno de tendencias inciviles, este novísimo bárbaro (133), no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especialies, sino que se siente «Como todo el mundo», no se angustia al sentirse idéntico a los demás. Mediocre, vulgar, mal dotado (68), ·es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado ( 119). Su principal característica consiste en que, sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él (160).

Con estas frases agrupadas aquí, un tanto al azar, podemos hacernos ya una idea bastante aproximada de cómo es el individuo, según Ortega. A los hombres-masa «les falta, de nacimiento, la función de...», nos dice, «el hermetismo nato de su alma le impide...», tienen «una innata conciencia de...», «consecuente con su índole», «siguiendo... su índole natural. ..» O sea, que los hombres-masa ya vienen al mundo hechos así, de fábrica, como se suele decir. Sus cualidades (o mejor dicho: sus defectos, porque en realidad sólo tienen defectos) no son adquiridas, sino genéticas. Pues ¿qué puede significar, «de nacimiento», «nato», «innata» o de «Índole natural» sino que es algo genético, algo que le viene dado biológicamente? Aunque Ortega no quiere hablar de herencia y parece sugerir que todo ocurre por generación espontánea: unos hombres nacen siendo masa y otros no. Por lo visto, la cosa es así de simple.

Pero sigamos. 

¿Qué más vemos en el retrato psicológico de esa criatura cosida o pergeñada a base de frases inconexas? Pues un ente vacío, sin pasado ni memoria personal, una especie de monstruo de Frankenstein, sin un verdadero yo, un bruto elemental, un humanoide más que un ser humano propiamente dicho, un autómata, un ente robotizado con escasa inteligencia, incívico, sin conciencia moral, sin empatía, sin capacidad discursiva (o peor aún: sin capacidad para pensar), auto complaciente en su estupidez, adocenado, vulgar y, sobre todo, rebelde y desobe diente, ya que se muestra «indócil» y «Se niega a reconocer instancias superiores a él». Y aquí llegamos a la cuestión básica. Pues parece que una de las funciones del hombre-masa es obedecer a sus amos, los hombres excelentes, y como ya no lo hace porque se ha vuelto rebelde, Ortega se siente obligado a denunciar tal anomalía.

Por otro lado, si toda la sociedad, exceptuando a los hombres excelentes, que son «poquísimos», está compuesta por hombres (y mujeres) masa, hay que deducir que ese retrato que acabamos de ver incluye a la humanidad entera, lo cual es una te meridad, por no decir una barbaridad, pero ¿quién dijo que «pensar es, quiérase o no, exagerar»? (159). Pues Ortega no habla de dos clases de hombres-masa, unos mejores que otros, unos más dóciles o indóciles que otros, unos listos y otros ton tos. Ni tampoco habla de tres clases de criaturas: Los hombres excelentes, los hom bres normales y corrientes y los hombres-masa . No, para él sólo hay dos tipos de criaturas: los hombres excelentes, superiores, selectos, egregios, etc., que son una minoría, y los hombres-masa o inferiores, vulgares, mediocres, limitadísimos, sin calidad, que son (o somos) la inmensa mayoría, o sea: el resto de la humanidad.

El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz -déracinées de su destino- se dejen arrastrar por la más ligera corriente (137).

Lo que nos está diciendo aquí Ortega es que los hombres-masa rebeldes, al negarse a reconocer la autoridad de sus amos, se hallan desarraigados de su destino, el cual no es otro que la dependencia tutelada de los hombres-excelentes. Y es que los hombres-masa, como son «limitadísimos», no tienen iniciativa propia y sólo sa ben vegetar. Son muy volubles e influenciables y, sin un amo que los controle, no saben qué hacer con sus vidas y actúan de manera irracional, dejándose arrastrar «por la más ligera corriente». Los hombres-masa, por tanto, dependen del amparo y de la tutela de los hombres excelentes. Ellos son «la firmeza inconmovible de su sino». Están obligados a obedecerles, puesto que el destino -lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser- no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos (136).

O sea, que el hombre-masa, si no acepta que su destino es la obediencia a los hombres excelentes, caerá en «la negación» y en «la falsificación» de sí mismo. Para ser «auténtico», no tiene más remedio que someterse a la voluntad de los hombres excelentes. Y es que pretender la masa actuar por sí misma es rebelarse contra su propio destino, y como eso es lo que hace ahora, hablo yo de la rebelión de las masas. Porque a la postre la única cosa que sustancialmente y con verdad puede llamarse rebelión es la que consiste en no aceptar cada cual su destino, en rebelarse contra sí mismo (145).

Su destino de esclavo, naturalmente. La rotundidad de las palabras del filósofo no ofrecen la menor duda: el destino del hombre-masa no es otro que la obediencia y el sometimiento a los hombres excelentes. Lo explica aquí de manera aún más clara y contundente:

La masa es lo que no actúa por sí misma. Tal es su misión. Ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada... Pero no ha venido al mundo para hacer todo eso por sí. Necesita referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes ( 144).

Es decir, que la mayoría de los seres humanos («la masa»), según Ortega, no tiene derecho a la libertad. Su existencia sólo se justifica en función del servicio que presta a los hombres excelentes. Nació para servir y obedecer a los hombres exce­lentes. No puede tomar decisiones propias ni organizarse socialmente como le plazca, ya que «no ha venido al mundo para hacer todo eso por sí». Al estar com­ puesta la masa por seres inferiores, mediocres, limitadísimos, sin calidad, estos de­ ben dejarse dirigir, representar y organizar como crean más conveniente los hom­bres excelentes. Para ser «auténticos», los hombres-masa deben asumir su condi­ción de esclavos, de vasallos, de los hombres excelentes. Ese es «SU destino», «tal es su misión».

Para definir al hombre-masa actual, que es tan masa como el de siempre, pero que quiere su­ plantar a los excelentes... ( 107). El eterno hombre-masa consecuente con su índole, deja de ape­lar y se siente soberano de su vida (105). Nos encontramos con una masa más fuerte que la de ninguna época, pero, a diferencia de la tradicional, hermetizada en sí misma, incapaz de atender a nada ni a nadie, creyendo que se basta -en suma: indócil- (108).

Lo que Ortega nos está diciendo aquí es que el hombre-masa no es un fenómeno nuevo (lo único nuevo es su rebeldía), sino que existe desde los orígenes mismos de la humanidad, de ahí que hable del «eterno hombre-masa» y diga que es «tan masa como el de siempre». El hombre-masa y el hombre excelente, según Ortega, serían, pues, dos variedades distintas del ser humano, por eso dice que siempre hubo «masa» y «minoría auténtica», que siempre hubo «dos clases de criaturas» huma­nas: unas inferiores, vulgares, mediocres, y otras superiores, selectas, egregias... 

El problema, según el filósofo, es que ahora la «masa» se ha vuelto «indócil» y «quiere suplantar a los excelentes», a diferencia de lo que ocurría en otros tiempos, cuando las personas inferiores asumían mucho mejor «SU limitación», «conocían su papel» en la sociedad y obedecían a sus amos, los hombres excelentes. ¡Aquellos eran bue­ nos tiempos, parece decir el filósofo, cuando las minorías mandaban y las masas obedecían sin rechistar! ¡Mejor aún: sin atreverse siquiera a pensar!

Las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas... por minorías calificadas... La masa no pretendía intervenir en ellas... Conocía su papel en una saludable dinámica social (70). Nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas... Nunca se le ocurrió oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer... Una innata conciencia de su limita­ción, de no estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente» (111).

«Innata conciencia de su limitación». O sea, que las masas eran tontas y además lo sabían. El problema surgió cuando empezaron a pensar por sí mismas y a tener «ideas» propias sobre las cosas. Entonces asumieron un papel que no les correspon­día en la «dinámica social», quisieron ocupar el lugar de los hombres excelentes, tu­vieron incluso la osadía de creer que podían valerse por sí mismas y, como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regen­tar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, nacio­nes, culturas cabe padecer (65).

Ortega llega aquí, por fin, al quid de la cuestión: las masas, según él, no deben participar en la gestión de lo público, no deben opinar siquiera sobre asuntos rela­cionados con la política ni, por supuesto, deben tratar de gobernar. Se lo impide su «limitación» y su incapacidad «para teorizar». 

El poder sólo puede ejercerlo la mi­noría excelente, ya que ese es su destino, nació para tal función y, además, es la única que está dotada para ello. Ortega le niega así a la gran mayoría de la sociedad; o sea, al pueblo -pues «las masas» son el pueblo-, el derecho a elegir a sus represen­tantes o a que alguien del pueblo pretenda ser elegido para ejercer algún cargo pú­blico. Eso es lo que significa literalmente «las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad». 
Lo cual signi­fica, a su vez, que Ortega rechaza la democracia, que no cree en la democracia. Simple y llanamente. Si los seres humanos no vuelven al viejo orden, parece que in­ tenta decirnos, si los que nacieron para mandar no mandan, y los que nacieron para obedecer no obedecen, la sociedad tendrá graves problemas de convivencia. De hecho, ese es el motivo por el que «Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer», crisis de la que el único responsable es el hombre-masa por tratar de arrebatarle el poder a la minoría excelente. «La masa actúa directamente sin ley» (70), dice el filósofo en un intento por demonizarla, por degradarla, la masa ejerce una «arrolladora y violenta sublevación moral» (74), el hombre-masa está «lleno de tendencias inciviles», es un «novísimo bárbaro» (133),

«Carece simplemente de moral» (204), «no construye nada» (95) y pone «en peligro inminente los principios mismos» de la civilización (97). Por si fuera poco, la rebel­día del hombre-masa le llevó también a protagonizar los dos movimientos políticos más denostados de su época:

Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hom­ bre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas (113). Bolchevismo y fascismo , los dos intentos «nuevos» de política que en Europa y sus aledaños se están haciendo, dos claros ejemplos de regresión sustancial... Movimientos típicos de hombres-masa, dirigidos, como todos los que lo son, por hombres mediocres, extemporáneos y sin larga memoria, sin «conciencia histórica» ( 127).

El bolchevismo no era, desde luego, un intento nuevo de política, ya que había te­nido su revolución en Rusia en 19 17 y arrastraba una larga tradición desde que, en 1848, Marx y Engels publicaron en Londres el Manifiesto comunista. Lo que sí podía calificarse de nuevo era el fascismo, que había llevado a Mussolini al poder en 1922, y, sobre todo, el nacionalsocialismo, del que Ortega no habla en su libro. Ni una sola vez cita a Hitler o a los nazis, y eso que eran ellos los que estaban protagonizando en aquel momento, con mayor espectacularidad que ningún otro grupo, los movi­ mientos de masas. 

Que el filósofo ignorara a los nazis al hablar de los movimientos de masas como si estos no tuvieran nada que ver con todo eso, es desde luego muy sorprendente. No obstante, habla sin complejos de la revolución bolchevique en Rusia cuando no se producían ya, en dicho país, desde hacía más de dos lustros, al­ teraciones del orden público ni movimientos de masas de ningún tipo. También habla del fascismo en Italia, o más exactamente de Mussolini, un excomunista, hijo de un herrero, por quien, naturalmente, no sentía muchas simpatías (150). Sin em­bargo, no escribe en su libro ni una sola palabra sobre el fascismo español y, que yo sepa, tampoco lo hizo en ningún otro sitio, antes o después de la Guerra Civil. De hecho, Ortega no citó ni una sola vez en sus escritos a Franco o a José Antonio Primo de Rivera, a pesar de que este último encontró inspiración ideológica en su li­bro "España invertebrada" (1921), cosa que el propio filósofo reconoció años después, en su curso 1948-49, cuando, sin citarle por su nombre, se refirió a él como «un egregio joven, a quien nunca traté y que fue una de las más ilustres, trágicas vícti­mas de la Guerra Civil».

Reparemos en que los dos movimientos de masas a que hace referencia: el bolche­vismo ruso y el fascismo italiano (excluyendo deliberadamente el nazismo alemán y el fascismo español), no sólo estaban compuestos por hombres-masa, sino que eran también dirigidos por hombres-masa, según Ortega: 
Stalin y Mussolini, dos «hombres mediocres»; o lo que es lo mismo: pertenecientes al «vulgo», a «la masa», lo cual era totalmente inaceptable para el filósofo, quien ya nos dijo que «la masa ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada... Pero no ha venido al mundo para hacer todo eso por SÍ». Dichos personajes ocupaban, por tanto, el poder de manera ilegítima, motivo por el que muestra tanta acritud hacia ellos. Sin embargo, a José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española, como era hijo de un general (exjefe de gobierno, además, entre 1923 y 1930) y miembro, por tanto, de la «minoría excelente», no lo considera «mediocre», como a Stalin y Mussolini, sino «egregio» y, consecuentemente, con legitimidad para diri­ gir el movimiento fascista español. 

Ese es el motivo, sin duda, por el que evitará nombrarle o asociarle siquiera con los «movimientos típicos de hombres-masa», a pesar de ser su partido una traslación mimética del que fundó Mussolini en Italia. Lo que nos lleva a la conclusión de que Ortega, para hablar con propiedad, no se oponía al fascismo o a las organizaciones fascistas como tales (¿por qué habría de hacerlo si él mismo era un ideólogo del fascismo?); se oponía a que éstas fueran di­ rigidas por hombres-masa, que es algo muy distinto. Los dirigidos, los vasallos, na­turalmente, tienen que ser hombres-masa, pero sus dirigentes, sus líderes y caudi­ llos, sólo pueden ser hombres excelentes. Aun así, resulta paradójico que el filósofo se muestre tan desdeñoso al hablar del fascismo, pero parece que le gustaba con­fundir al lector con este tipo de paradojas y ambigüedades. Lo hacía, tal vez, para demostrar que él estaba au dessus de la melée, o lo que es lo mismo: que no era un hombre de partido.

Sigamos leyendo:

La formación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de deseos, de ideas... [Cada individuo de dicha muchedumbre] se siente «Como todo el mundo»... idéntico a los demás (68). Masa es el «hombre medio». De este modo se convierte lo que era meramente cantidad -la mu­chedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico (67).

Vemos de nuevo que «masa», para Ortega, no era sólo un conjunto de individuos, sino también un concepto psicológico, una cualidad humana que aplica a las cria­turas que él considera inferiores; o sea: a todo el mundo, excepto a los que compo­ nen las minorías excelentes.

Pero veamos, ¿qué es la masa en sentido estricto? ¡Pues una entelequia! Un con­cepto abstracto de algo que no existe. O mejor aún: una ilusión óptica, la que se pro­ duce cuando observamos diversos individuos que, aun estado separados entre sí, consideramos partes integrantes de un todo. Pero empíricamente, objetivamente, la masa no existe. Sólo existe un conjunto de individuos radicalmente indepen­ dientes, por más cerca que estén los unos de los otros, cada uno de ellos tan digno y respetable como el más eximio de los hombres, mientras no se demuestre lo contra­rio.

La masa, repito, no existe. Es un concepto abstracto, una entelequia. Sólo exis­ten las personas, atrapadas cada una de ellas en su circunstancia personal, se ha­ llen solas o acompañadas . Y si no existe la masa, no puede existir tampoco la cuali­dad masa o el factor psicológico masa. Esa idea es una completa falacia, por no de­ cir una aberración. Hablar de «un tipo genérico» de hombre (o de mujer) es absurdo, ya que no hay dos seres humanos iguales. No los hay ni en sus rasgos físicos ni en sus rasgos mentales. No hay dos seres humanos que sientan, que piensen exactamente lo mismo. No hay dos seres humanos que amen exactamente las mis­mas cosas, que gusten de las mismas cosas, que estén de acuerdo en las mismas co­sas. Ni siquiera dentro de una misma religión o de un mismo partido político hay dos personas que tengan los mismos pensamientos, las mismas ideas. 

Cada ser hu­mano es único y exclusivo en su ser y tiene, por tanto, una idiosincrasia única y ex­clusiva, irrepetible e intransferible. El hecho de que una persona pueda coincidir con otras en una calle, en un teatro, en una parada de autobús, en una manifesta­ción, en un acto público, en un evento deportivo o simplemente por azar y sin nin­ gún motivo concreto, en el sitio que sea, el hecho de que una persona vote al mismo partido político, o que practique la misma religión o el mismo deporte que otras personas, el hecho de que le guste el mismo tipo de música, de literatura, de cine o de teatro que a otras personas, no significa que tengan todas ellas una identidad o una «Cualidad» común. Hablar de personas homogéneas, intercambiables, conside­ rar que cualquiera de ellas es «como todo el mundo», «idéntica a las demás», no solo es anticientífico, sino que denota una falta total de empatía y un desconoci­miento elemental de la condición humana.

UN MUNDO PERFECTO

Pero ¿qué es lo que ocurrió? ¿Por qué hubo aquellos movimientos sociales como el bolchevismo y el fascismo? ¿Qué provocó la rebeldía del supuesto hombre-masa? La tesis de Ortega es que éste «desde la segunda mitad del siglo XIX, no halla ante sí barreras sociales ningunas... tampoco en las formas de vida pública se encuentra al nacer con trabas y limitaciones. Nada le obliga a contener su vida» (99) y eso hace que se convierta en un individuo autosuficiente y arrogante, hasta el punto de creer que puede valerse por sí mismo y dejar de obedecer a los hombres excelentes, lo cual irrita tanto al filósofo que exclama: 

«Es preciso revolverse contra el siglo XIX. Si es evidente que había en él algo extraordinario e incomparable, no lo es me­ nos que debió de padecer ciertos vicios radicales, ciertas constitutivas insuficien­ cias cuando ha engendrado una casta de hombres -los hombres-masa rebeldes­ que ponen en peligro inminente los principios mismos a que debieron la vida» (97). Y es que en el siglo XIX hubo una civilización que, según él, «puede resumirse en dos grandes dimensiones: democracia liberal y técnica», y precisamente esa «civili­zación del siglo XIX ha producido automáticamente el hombre-masa» (138). 

Ortega repite esa idea una y otra vez a lo largo de su libro:

La técnica -junto con la democracia liberal- ha engendrado al hombre-masa en el sentido cuan­ till:ativo de esta expresión. Pero también es responsable de la existencia del hombre-masa en el sentido cualitativo y peyorativo del término ( 139). La civilización europea -he repetido una y otra vez- ha producido automáticamente la rebelión de las masas (153).

La civilización europea del siglo XIX; o sea: los regímenes constitucionales y la in­ dustrialización, la libertad política, los derechos civiles, la justicia social, la prospe­ ridad, la mejora sustancial en los bienes y servicios, un mayor confort y, como con­ secuencia de todo ello, un grado mayor de felicidad de los ciudadanos. Todo lo cual conduce necesariamente a la rebelión de las masas, según Ortega. Los argumentos que aporta, en ese sentido, desde luego, son bastante convincentes:

Mientras en el pretérito vivir significaba para el hombre medio encontrar en derredor dificulta­ des, peligros, escaseces, limitaciones de destino y dependencia, el mundo nuevo aparece como un ámbito de posibilidades prácticamente ilimitadas, seguro, donde no se depende de nadie (103-104). El nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los de­seos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado (102). El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sen­ tido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio, pueden crecer indefinidamente... El hombre vulgar, al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto... (101).

Pero, ¿realmente el mundo del siglo XIX era «tan perfecto»? ¿La técnica del siglo XIX llegó a crear un entorno tan maravilloso, con «posibilidades prácticamente ili­ mitadas» para el hombre-masa, hasta el punto de malearle o malacostumbrarle y hacer de él una especie de «niño mimado», desagradecido y caprichoso? Ortega así lo cree y apunta que los rasgos que definen al «hombre-masa actual», como conse­ cuencia de ello, son la libre expansión de sus deseos vitales -por lo tanto, de su persona- y la radical ingratitud hacia cuanto lha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales ( 101). Este personaje que ahora anda por todas partes y donde quiera impone su barbarie íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la civilización -las comodidades, la seguridad en suma, las ventajas de la civiliza­ción-. Como hemos visto, sólo dentro de la holgura vital que ésta ha fabricado en el mundo puede surgir un hombre constituido por aquel repertorio de facciones inspirado por tal carácter. Es una elle tantas deformaciones como el lujo produce en la materia humana ( 130).

El lujo, desde luego, puede deformar y producir mucho daño a la materia humana, pero veamos cuáles fueron esos lujos exactamente: en el siglo XIX no exis­tían aún el avión, ni la televisión, ni el frigorífico, ni la lavadora, ni la radio, ni la pe­nicilina, ni los detergentes, ni el transistor, ni el cepillo de dientes, ni los ordenado­res y menos aún Internet... Sin embargo, existían muchas otras cosas, tales como el tren, la fotografía, el fonógrafo, el teléfono, la electricidad, las vacunas, la bicicleta, la máquina de escribir, el motor de combustión, el automóvil, el telégrafo, el plás­tico, el cine, la aspirina, la anestesia, las latas de conservas... Aunque la mayor parte de esas cosas fueron inventadas a finales del siglo XIX y no empezaron a co­mercializarse ni a usarse de manera masiva por la gente hasta bien avanzado el si­ glo XX, como el automóvil, el cine, la electricidad, el fonógrafo, el teléfono, el plás­ tico y casi todo lo demás. 

La luz eléctrica llegó por primera vez a Madrid (concretamente a la Puerta del Sol) en 1896, ¡cuatro años antes de acabar el siglo! Pero es que en Colonia, Alemania, cuando viajó hasta allí Ortega, en 1905, para ampliar sus es­tudios, según le cuenta en una carta a su padre, no había todavía «luz eléctrica en casi ningún sitio y muy poco gas». Y sin energía eléctrica, la vida en los pueblos o ciudades debía de ser todavía un tanto primitiva. Aparte de que el pueblo llano des­conocía la mayoría de los mencionados inventos (privilegio sólo de una minoría) y vivía como había vivido en siglos anteriores; es decir, sumido en la miseria y en la ignorancia más absolutas. Peor quizá, porque la incipiente industria, aunque había generado nuevos puestos de trabajo y una nueva clase social, el proletariado, había traído también una nueva esclavitud que no existía antes: 

nuevas formas de explo­tación con jornadas abusivas de 14 o 16 horas. En el Reino Unidos, el país más avanzado socialmente en el siglo XIX, la jornada media de trabajo era de unas 11 horas (aunque legalmente era de 10 a partir de 1847). «A las 2, a las 3, a las 4 de la mañana, se sacan a la fuerza de sus sucias camas a niños de 9 a 10 años y se les obliga a trabajar para ganarse un mísero sustento hasta las 10, las 11 y las 12 de la noche», decía el Daily Telegraph, de Londres, el 17 de enero de 1860. Y en un viaje que realizó Julio Verne, en 1859, quedó impresionado al descubrir la sórdida vida de los obreros de Liverpool cuando atravesó, por casualidad, uno de los barrios donde vivían: «Calles estrechas y lodosas, donde la miseria inglesa exhibía su es­ pantoso lujo... las criaturas más infelices del mundo... las pobres [mujeres], vestídas de insuficientes harapos, iban descalzas por el barro negro y viscoso; en ellas se podía reconocer, con sus andares cansinos, con su porte encorvado, con su rostro estigmatizado por la miseria, a la triste población de las ciudades fabriles. 

En sus numerosos talleres el trabajo sobrepasa a menudo las fuerzas humanas. La mano de obra se compra a vil precio; ¡cuántas obreras, encerradas en infectas cámaras, trabajan en ellas quince horas diarias, sin vestidos, sin enaguas, y aun sin camisa, envueltas en una sábana agujereada!... En las calles donde se pudría la clase obrera, el número de niños era ilimitado. No se podía dar un paso sin toparse con una do­cena de esos chicuelos medio desnudos que chillaban y se revolcaban en el fango».

En Francia los trabajadores consideraron todo un logro reducir la jornada a 12 horas después de la revolución de 1848. Más adelante, consiguieron reducirla un poco más, en 1873, después de otra revolución. Esa era la situación en que vivía el supuesto hombre-masa en el siglo XIX, y aun en las primeras décadas del siglo XX: niños trabajando en las fábricas, falta total de seguridad en el manejo de las máquinas, lo que provocaba graves accidentes, y, por supuesto, falta de protección y de derechos elementales, como la asistencia sanitaria, subsidio por enfermedad, etc., a lo que habría que sumar la contaminación descontrolada que producían las fábricas y talleres, la deshumanización de la vida en el trabajo y todo lo demás. Sí, ese era el mundo «tan perfecto» en el que vivían las masas en el siglo XIX o princi­pios del XX, un mundo lleno de «posibilidades prácticamente ilimitadas», en el que los hombres y mujeres del proletariado crecieron como «niños mimados» y donde, por puro egoísmo e ingratitud (no ya por la rabia y la frustración que generan la ex­plotación, la miseria y las injusticias), se volvieron rebeldes y se sublevaron contra sus amos, los hombres excelentes.
(...)

"Hay quienes pierden la mente por completo para ser alma: 
los locos.
Hay quienes pierden el alma por completo para ser mente: 
los intelectuales.
Y también hay quienes pierden ambos
para ser aceptados". 
Charles Bukowski

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