EL Rincón de Yanka: MÁRTIRES DEL SIGLO XX EN ESPAÑA: "NO SE AVERGONZARON DEL EVANGELIO" 💗🕂19 GALLEGOS, ENTRE LOS MÁRTIRES DE LA PERSECUSIÓN RELIGIOSA

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martes, 21 de junio de 2022

MÁRTIRES DEL SIGLO XX EN ESPAÑA: "NO SE AVERGONZARON DEL EVANGELIO" 💗🕂19 GALLEGOS, ENTRE LOS MÁRTIRES DE LA PERSECUSIÓN RELIGIOSA

 MÁRTIRES DEL SIGLO XX EN ESPAÑA

«NO SE AVERGONZARON DEL EVANGELIO»

«Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus vestiduras y las blanquearon con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, y le rinden culto día y noche en su templo, y el que está sentado sobre el trono tenderá su tienda sobre ellos.» (Ap 7,13-14)
En la década de los treinta del siglo XX se llevó acabo una de las persecuciones religiosas más sanguinarias de la historia de España. Hoy se honra a aquellos que perecieron por su Fe.

El nombre de la fiesta causó mucha polémica en su momento, decidiéndose asentarse en la conmemoración de los «Mártires del siglo XX», con carácter de fiesta obligatoria, para así agrupar a los mártires de la II República Española y la Guerra Civil en su conjunto. El número de mártires asciende a cantidades incalculables, aunque han sido beatificados y canonizados tan solo aquellos de quienes se guardaron testimonios verosímiles que aseguraran que era su Fe la causa de su asesinato. Por supuesto, el número de mártires anónimos puede aumentar en mucho al de los conocidos, y a todos ellos se pretende recordar este día.

Con motivo de la beatificación de nuevos mártires en Tarragona en el año 2013, Mons. Martínez Camino, secretario general de la Conferencia Episcopal, afirmó que la cifra de mártires españoles del siglo XX, beatificados y canonizados, ascendía a 1523, pero que como era sabido, durante esos años inicuos, la Fe fue el motivo del asesinato de más de siete mil miembros del clero, de los cuales se encontraban doce obispos, cuatro mil sacerdotes, tres mil religiosos y religiosas, así como otros miles de fieles laicos, cuya cifra es difícil de determinar.

Como es bien sabido, en la primera mitad del siglo XX existió un impulso coordinado mundialmente por perseguir a los cristianos e intentar la aniquilación total de la Iglesia Católica. En España, esta tarea fue ostentada por numeroso representantes de la II República Española, así como otros de los que hoy algunos se afanan por restaurar su deshonra, pero cuya memoria vive en la desgracia.

Estos coordinados esfuerzos mundiales por intentar acabar con la Fe, tuvieron su primer testigo en el genocidio armenio (1915.1923) en el cual se cifra en más de un millón de cristianos los asesinados por el gobierno turco. En 1917, la Revolución Bolchevique también fue una ocasión en la que la Fe se vio amenazada en la Rusia cristiana. El «terror stalinista» representó una aún peor persecución de la cristiandad. En México, el gobierno del PRI fue el responsable de un intento de aniquilación de la Iglesia Católica, cosa que despertó una admirable respuesta por parte de los miles católicos que se levantaron en defensa de la Fe, y provocó el martirio de miles de sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos. 
El grito de los cristeros mexicanos, de «¡Viva Cristo Rey!», volvió a resonar en España durante la II República y la Guerra Civil, en donde se ejecutó un verdadero baño de sangre, en ocasiones dejado de lado de los libros de historia, pero que constituyó la principal afrenta al pueblo español de la época.

522 mártires españoles que dieron su vida en testimonio de su fe durante la persecución que sufrió la Iglesia en España durante la guerra de 1936. Aún están vivas en el recuerdo las dos anteriores celebradas en Roma, también muy numerosas, las de los años 2001 y 2007, cuando fueron beatificados 233 y 498 mártires respectivamente. Junto con las restantes beatificaciones ya son 1523 los mártires españoles del siglo XX que han sido elevados a los altares, once de ellos ya canonizados. Este es el gran tesoro y la gran lección que la Iglesia nos ofrece para seguir fieles a los ejemplos que ellos nos dieron. Al dedicar nuestras páginas a glosar la vida de los tres obispos beatificados y de diversos grupos de religiosos y sacerdotes, además de querer con ello sumarnos con gozo y agradecimiento al homenaje que justamente merecen, invitamos a nuestro lectores a admirar una vez más el testimonio de amor a Dios que dieron con su vida y con su heroica muerte. En unas circunstancias de especial manifestación de odio y crueldad dieron tales muestras de santidad que se les puede aplicar las palabras evangélicas «aprended de ellos que fueron mansos y humildes de corazón». Como dijo el cardenal Amato en la homilía de la misa de beatificación: «A la atrocidad de los perseguidores no respondieron con la rebelión o con las armas, sino con la mansedumbre de los fuertes». 

Este acontecimiento es motivo muy especial de acción de gracias y de esperanza. En primer lugar, de acción de gracias por ser nosotros los herederos en la fe de estos mártires. La fecundidad de la Iglesia en los años siguientes a la guerra da testimonio de ello y, a pesar de todas las crisis, abandonos y secularización progresiva en tantos ambientes, tenemos la convicción de que si España aún es tierra de fe, se lo debemos a ellos, por ser tierra bendecida por la sangre de los mártires. También es motivo de esperanza para la Iglesia: en estas horas difíciles para la supervivencia de algunas de las órdenes religiosas que dieron numerosos mártires, tendrán una especial protección para que de nuevo encuentren el camino que ha llevado a tantos de los suyos a los altares. También de esperanza para España: cuando parece que por todas partes y desde distintas instancias se quiere dar por definitivamente cancelada toda su historia preñada de fe cristiana, la beatificación de estos 522 mártires será ocasión para que sus vidas de fe y de fidelidad a la fe recibida de sus mayores, vivida con fervor ejemplar, pueda ser modelo para todos y su intercesión nos alcance pronto aquello que nos ha sido prometido: que Cristo reine en España. Esta petición, que es un grito de esperanza y de reparación, la tuvieron en sus labios muchos de ellos en el ultimo momento de su vida y al recordarla hemos de ver realizada, como afirmaba Canals en escrito que hoy reproducimos, la promesa del Señor: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, os aparten de sí, y os maldigan y proscriban vuestro nombre como malo por amor del Hijo del Hombre».

Los mártires no se han avergonzado del Evangelio Homilía de monseñor Angelo Amato en la misa de la beatificación de los mártires españoles Tarragona, 13 de octubre de 2013

l. La Iglesia española celebra hoy la beatificación de 522 hijos mártires, profetas desarmados de la caridad de Cristo. Es un extraordinario evento de gracia, que quita toda tristeza y llena de júbilo a la comunidad cristiana. Hoy recordamos con gratitud su sacrificio, que es la manifestación concreta de la civilización del amor predicada por Jesús: «Ahora –dice el libro del Apocalipsis de san Juan– se cumple la salvación, la fuerza y el Reino de nuestro Dios y la potencia de su Cristo» (Ap 12, 10). Los mártires no se han avergonzado del Evangelio, sino que han permanecido fieles a Cristo, que dice: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Quien quiera salvar la propia vida, la perderá, pero quien pierda la propia vida por mí, la salvará» (Lc 9, 23-24). Sepultados con Cristo en la muerte, con Él viven por la fe en la fuerza de Dios (cf. Col 2, 12). España es una tierra bendecida por la sangre de los mártires. Si nos limitamos a los testigos heroicos de la fe, víctimas de la persecución religiosa de los años treinta del siglo pasado, la Iglesia en catorce distintas ceremonias ha beatificado más de mil. 

La primera, en 1987, fue la beatificación de tres carmelitas descalzas de Guadalajara. Entre las ceremonias más numerosas recordamos la del 11 de marzo de 2001, con 233 mártires; la del 28 de octubre de 2007, con 498 mártires, entre los cuales los obispos de Ciudad Real y de Cuenca; y la celebrada en la catedral de La Almudena de Madrid, el 17 de diciembre de 2011, con 23 testigos de la fe. Hoy, aquí en Tarragona, el papa Francisco beatifica 522 mártires, que «derramaron su sangre para dar testimonio del Señor Jesús». Es la ceremonia de beatificación más grande que ha habido en tierra española. Este último grupo incluye tres obispos –Manuel Basulto Jiménez, obispo de Jaén; Salvio Huix Miralpeix, obispo de Lleida y Manuel Borràs Ferré, obispo auxiliar de Tarragona– y, además, numerosos sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas, jóvenes y ancianos, padres y madres de familia. Son todos víctimas inocentes que soportaron cárceles, torturas, procesos injustos, humillaciones y suplicios indescriptibles. Es un ejército inmenso de bautizados que, con el vestido blanco de la caridad, siguieron a Cristo hasta el Calvario para resucitar con Él en la gloria de la Jerusalén celestial. 2. En el periodo oscuro de la hostilidad anticatólica de los años treinta, vuestra noble nación fue envuelta en la niebla diabólica de una ideología que anuló a millares y millares de ciudadanos pacíficos, incendiando iglesias y símbolos religiosos, cerrando conventos y escuelas católicas, destruyendo parte de vuestro precioso patrimonio artístico. 

El papa Pío XI con la encíclica Dilectissima nobis, del 3 de junio de 1933, denunció enérgicamente esta libertina política antirreligiosa. Recordemos de antemano que los mártires no fueron caídos de la Guerra Civil, sino víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia. Estos hermanos y hermanas nuestros no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres y mujeres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, sólo porque eran católicos, porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos, porque eran religiosas, porque creían en Dios, porque tenían a Jesús como único tesoro, más querido que la propia vida. No odiaban a nadie, amaban a todos, hacían el bien a todos. Su apostolado era la catequesis en las parroquias, la enseñanza en las escuelas, el cuidado de los enfermos, la caridad con los pobres, la asistencia a los ancianos y a los marginados. A la atrocidad de los perseguidores, no respondieron con la rebelión o con las armas, sino con la mansedumbre de los fuertes. 

En aquel periodo, mientras se encontraba en el exilio, Don Luigi Sturzo, diplomático y sacerdote católico italiano, en un artículo de 1933, publicado en el periódico El Matí de Barcelona, escribía con intuición profética que las modernas ideologías son verdaderas religiones idolátricas, que exigen altares y víctimas, sobre todo víctimas, miles, e incluso millones. Y añadía que el aumento aberrante de la violencia hacía que las víctimas fueran con mucho más numerosas que en las antiguas persecuciones romanas. 3. Queridos hermanos, ante la respuesta valiente y unánime de estos mártires, sobre todo de muchísimos sacerdotes y seminaristas, me he preguntado muchas veces: ¿cómo se explica su fuerza sobrehumana de preferir la muerte antes que renegar de la propia fe en Dios? Además de la eficacia de la gracia divina, la respuesta hay que buscarla en una buena preparación al sacerdocio. 

En los años previos a la persecución, en los seminarios y en las casas de formación los jóvenes eran informados claramente sobre el peligro mortal en el que se encontraban. Eran preparados espiritualmente para afrontar incluso la muerte por su vocación. Era una verdadera pedagogía martirial, que hizo a los jóvenes fuertes e incluso gozosos en su testimonio supremo. 4. Ahora planteémonos una pregunta: ¿por qué la Iglesia beatifica a estos mártires? La respuesta es sencilla: la Iglesia no quiere olvidar a estos sus hijos valientes. La Iglesia los honra con culto público, para que su intercesión obtenga del Señor una lluvia beneficiosa de gracias espirituales y temporales en toda España

La Iglesia, casa del perdón, no busca culpables. Quiere glorificar a estos testigos heroicos del evangelio de la caridad, porque merecen admiración e imitación. La celebración de hoy quiere una vez más gritar fuertemente al mundo, que la humanidad necesita paz, fraternidad, concordia. Nada puede justificar la guerra, el odio fratricida, la muerte del prójimo. Con su caridad, los mártires se opusieron al furor del mal, como un potente muro se opone a la violencia monstruosa de un tsunami. Con su mansedumbre los mártires desactivaron las armas homicidas de los tiranos y de los verdugos, venciendo al mal con el bien. 

Ellos son los profetas siempre actuales de la paz en la tierra. 5. Y ahora una segunda pregunta: ¿por qué la beatificación de los mártires de muchas diócesis españolas adviene aquí en Tarragona? 

Hay dos motivos. Ante todo, el grupo más numeroso de los mártires es el de esta antiquísima diócesis española, con 147 mártires, incluido el obispo auxiliar Manuel Borràs Ferré y los jóvenes seminaristas Joan Montpeó Masip, de veinte años, y Josep Gassol Montseny, de veintidós. 

El segundo motivo nos viene del hecho de que, en los primeros siglos cristianos, aquí en Tarragona, ecclesia Pauli, sedes Fructuosi, patria martyrum, tuvo lugar el martirio del obispo Fructuoso y de sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, quemados vivos en el 259 d. de C. en el anfiteatro romano de la ciudad. Recordemos brevemente el martirio de estos dos primeros testigos tarraconenses, porque reproduce la dinámica esencial de toda persecución, que, por una parte, muestra la arbitrariedad de las acusaciones y la atrocidad de las torturas, y, por otra, la fortaleza sobrehumana de los mártires en el aceptar la pasión y la muerte con serenidad y con el perdón en los labios. Tarragona, sede de una floreciente comunidad cristiana, en el siglo III d. de C. fue objeto de una violenta persecución, por obra del emperador Valeriano. Fueron víctimas de ella el obispo Fructuoso y los diáconos Augurio y Eulogio. De su martirio tenemos las Actas, que nos transmiten los protocolos notariales del proceso, del interrogatorio, de las respuestas, de la condena y de la ejecución. 

La captura de Fructuoso y de sus diáconos tuvo lugar la mañana del domingo del 16 de enero del 259. Llevado a la cárcel, Fructuoso rezaba continuamente y daba gracias al Señor por la gracia del martirio. Además, también allí continuó su obra de pastor y de evangelizador, confortando a los fieles, bautizando y proclamando el Evangelio a los paganos. Después de algunos días, el 21 de enero, los tres fueron convocados por el cónsul Emiliano para el interrogatorio. Fructuoso y los dos diáconos se negaron a ofrecer sacrificios a los ídolos, reafirmando su fidelidad a Cristo. Los tres fueron entonces condenados a ser quemados vivos. Llevados al anfiteatro, el santo obispo gritó con fuerza que la Iglesia no quedaría nunca sin pastor y que Dios mantendría la promesa de protegerla en el futuro. ¿Qué mensaje nos ofrecen los mártires antiguos y modernos? Nos dejan un doble mensaje. Ante todo nos invitan a perdonar. 

El papa Francisco recientemente nos ha recordado que «el gozo de Dios es perdonar... Aquí está todo el Evangelio, todo el cristianismo. No es sentimiento, no es “buenismo”. Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor colma los vacíos, la vorágine negativa que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto, y este es el gozo de Dios». Estamos llamados, pues, al gozo del perdón, a eliminar de la mente y del corazón la tristeza del rencor y del odio. Jesús decía «Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre celestial» (Lc 6, 36). 

Conviene hacer un examen concreto, ahora, sobre nuestra voluntad de perdón. El papa Francisco sugiere: «Cada uno piense en una persona con la que no esté bien, con la que se haya enfadado, a la que no quiera. Pensemos en esa persona y en silencio, en este momento, recemos por esta persona y seamos misericordiosos con esta persona». La celebración de hoy sea, pues, la fiesta de la reconciliación, del perdón dado y recibido, el triunfo del Señor de la Paz. 

7. De aquí surge un segundo mensaje: el de la conversión del corazón a la bondad y a la misericordia. Todos estamos invitados a convertirnos al bien, no sólo quien se declara cristiano sino también quien no lo es. La Iglesia invita también a los perseguidores a no temer la conversión, a no tener miedo del bien, a rechazar el mal. El Señor es padre bueno que perdona y acoge con los brazos abiertos a sus hijos alejados por los caminos del mal y del pecado. Todos –buenos y malos– necesitamos la conversión. Todos estamos llamados a convertirnos a la paz, a la fraternidad, al respeto de la libertad del otro, a la serenidad en las relaciones humanas. Así han actuado nuestros mártires, así han obrado los santos, que –como dice el papa Francisco– siguen «el camino de la conversión, el camino de la humildad, del amor, del corazón, el camino de la belleza». 

Es un mensaje que concierne sobre todo a los jóvenes, llamados a vivir con fidelidad y gozo la vida cristiana. Pero hay que ir contra corriente: «Ir contra corriente hace bien al corazón, pero es necesario el coraje y Jesús nos da este coraje. No hay dificultades, tribulaciones, incomprensiones que den miedo si permanecemos unidos a Dios como los sarmientos están unidos a la vid, si no perdemos la amistad con Él, si le damos cada vez más espacio en nuestra vida. Esto sucede sobre todo si nos sentimos pobres, débiles, pecadores, porque Dios da fuerza a nuestra debilidad, riqueza a nuestra pobreza, conversión y perdón a nuestro pecado. Así se han comportado los mártires, jóvenes y ancianos. Sí, también jóvenes como, por ejemplo, los seminaristas de las diócesis de Tarragona y de Jaén y el laico de veintiún años, de la diócesis de Jaén. No han tenido miedo de la muerte, porque su mirada estaba proyectada hacia el Cielo, hacia el gozo de la eternidad sin fin en la caridad de Dios. Si les faltó la misericordia de los hombres, estuvo presente y sobreabundante la misericordia de Dios. Perdón y conversión son los dones que los mártires nos hacen a todos. El perdón lleva la paz a los corazones, la conversión crea fraternidad con los demás. Nuestros mártires, mensajeros de la vida y no de la muerte, sean nuestros intercesores por una existencia de paz y fraternidad. Será este el fruto precioso de esta celebración en el Año de la Fe. 

María, Regina Martyrum, siga siendo la potente Auxiliadora de los Cristianos. Amén.

CRÓNICA DE LA BEATIFICACIÓN

Firmes y valientes testigos de la fe 

OLEGUER VIVES
«Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor, con el perdón de sus perseguidores» (Benedicto XVI, Porta fidei, 13).
Estas palabras de Benedicto XVI, que encabezan el mensaje de la Asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española con motivo de las beatificaciones que vivimos el pasado 13 de octubre en Tarragona, contienen el mensaje principal que se nos transmitió a lo largo del fin de semana y resalta lo que caracterizó a aquellos que no dudaron ni un instante en dar su vida, por amor a Jesucristo, en diversos lugares de España, durante la persecución religiosa de los años treinta del siglo XX: fe y perdón, además de la llamada que se nos hizo a la conversión. Este es el ejemplo que nos han dejado los 522 nuevos beatos, a los que la Iglesia ve como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón. Un ejemplo, ofreciendo este testimonio supremo de fidelidad, que nos tiene que estimular a confesar la fe con valentía y a ser auténticos apóstoles del Evangelio. Estos mártires nuestros, «son verdaderos creyentes que, ya antes de afrontar el martirio, eran personas de fe y oración, particularmente centrados en la Eucaristía y en la devoción a la Virgen. 

Hicieron todo lo posible, a veces con verdaderos alardes de imaginación, para participar en la misa, comulgar o rezar el rosario, incluso cuando suponía un gravísimo peligro para ellos o les estaba prohibido, en el cautiverio» (CEE). En la que ha sido la ceremonia de beatificación más grande que ha habido en tierra española, en esta «ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad», en palabras de la CEE, hemos podido dar gracias a Dios por este «ejército inmenso de bautizados que, con el vestido blanco de la caridad, siguieron a Cristo hasta el Calvario para resucitar con Él en la gloria de la Jerusalén celestial» y, al mismo tiempo, nos hemos acogido a la intercesión de aquellos que son modélicos confesores e intercesores principales en el Cuerpo místico de Cristo. Esta gran fiesta de toda la Iglesia y, en especial, de la Iglesia en España, tierra bendecida por la sangre de los mártires (como nos recordaba el cardenal

Angelo Amato, en la homilía de las beatificaciones), comenzó la vigilia, día 12, festividad de Nuestra Señora del Pilar, con dos actos que había por la tarde: la celebración de las Vísperas, y la representación de la pasión de san Fructuoso y sus diáconos Augurio y Eulogio, protomártires del siglo III en Tarragona.

A las 7 de la tarde, en la catedral basílica de Tarragona, metropolitana primada, tuvo lugar la celebración de las primeras Vísperas del domingo, cuyo himno reflejaba lo que sentía la asamblea que allí estaba congregada:

Sanctorum meritis inclyta gaudia
pangamus, socii, gestaque fortia;
nam gliscit animus promere cantibus
victorium genus optimum.

(Los gozos bien merecidos de estos santos
cantemos, hermanos, y sus hechos heroicos:
pues a nuestro ánimo gusta de ensalzar con himnos
a esta raza de vencedores.)

Efectivamente, para eso estábamos en Tarragona: para cantar, con el corazón lleno de alegría, los gozos merecidos de esta raza de vencedores que ya está gozando de las alegrías eternas del Cielo, participando de la victoria de Cristo sobre la muerte y sobre el pecado. Monseñor Jaume Pujol Balcells, arzobispo de Tarragona, en la homilía de estas Vísperas nos recordaba este hecho, que los mártires forman parte de la victoria de Cristo, a la vez que esclarecía la causa de su muerte y el por qué la Iglesia no los puede olvidar, desvaneciendo falsedades y tergiversaciones que se han podido escuchar acerca de ello: «Los mártires son del Señor, pertenecen a la victoria del Señor, no a la de los hombres. Son un anuncio de paz y de reconciliación. Es simplemente la Iglesia que, retomando la tradición desde los primeros siglos, no puede olvidar a aquellos que murieron por causa del Señor y del Evangelio. Ellos escribieron el Libro de la Verdad rubricado con sangre. Son los que siguieron al Señor imitándole». 

En esta homilía, el arzobispo de Tarragona también nos invitaba a ser cristianos valientes, a no vivir acomplejados por el hecho de ser cristianos, a salir de nosotros mismos y ser luz, con nuestra fe y nuestra actitud, para los demás, tal y como lo fueron nuestros mártires a pesar de saber que se jugaban la vida, cosa que no impidió que se mostraran ‘firmes y valientes en la fe’: 
«nuestros mártires no se avergonzaron ni de su bautismo, ni de su condición sacerdotal ni de su consagración religiosa ni de ser cristianos, católicos. En un momento límite no escondieren ni renegaron de su condición. Pido al Señor, a través de la intercesión de nuestros mártires, que nuestros cristianos salgan de todo anonimato, que no escondan el tesoro de la fe, sean luz en el celemín para iluminar a todos. ¡Nunca jamás una actitud vergonzante de la fe! ¡El mundo necesita estos cristianos!». 
El Santo Padre insistió en esto mismo en el breve mensaje que nos dio al día siguiente, momentos antes de iniciarse la ceremonia de las beatificaciones. «Cristianos con obras y no de palabras», pedía el Papa, «cristianos hasta el final, aunque haya dificultades, y no cristianos mediocres, cristianos barnizados de cristianismo pero sin sustancia» para ser, de este modo, «fermento de esperanza» en este mundo. No es la primera vez que el Papa nos exhorta a salir de nosotros mismos. Para poner dos ejemplos, podemos recordar su primera audiencia general, en la que nos invitaba a ir al encuentro de los demás, y también el famoso Hagan lío, en la pasada Jornada Mundial de la Juventud. 

El otro acto que tuvo lugar la vigilia de las beatificaciones, fue la representación de la Passio de san Fructuoso, que narra el proceso martirial del obispo de Tarragona, san Fructuoso, y de sus diáconos Augurio y Eulogio, protomártires hispánicos, ejecutados en la hoguera, en el anfiteatro de la ciudad el año 259, en la persecución de Valeriano. En Tarragona se conserva la tradición de estos primeros mártires hispanos a los que san Agustín se refiere con admiración. La representación se realizó dos veces, en la plaza de toros de Tarragona, a lo largo de toda la tarde. Nos puso en contexto con el acontecimiento que íbamos a celebrar al día siguiente y, a lo largo de las seis escenas, nos ayudó a penetrar en este mensaje que llena de gloria las páginas de la Iglesia hispánica, ya desde los primeros siglos: 

el mensaje que nos han dejado aquellos que han dado un testimonio preclaro de la fe; el mensaje de aquellos cristianos ganados por Cristo, discípulos que han aprendido bien el sentido de aquel ‘amar hasta el extremo’ que llevó a Jesús a la cruz; un mensaje que nos anima a no tener miedo, a ser valientes. Fue muy emocionante el momento final de la representación, en el que podíamos ver los rostros de los mártires, que serían beatificados al día siguiente, proyectados en la cubierta de la plaza de toros, cosa que obligaba a los asistentes a levantar la vista hacia el Cielo, donde se encuentran estos hermanos nuestros, mientras la coral cantaba «Pugeu, pugeu» («Subid, subid») de la Pontifical de flames. Estos rostros de los mártires, que también pudimos contemplar al día siguiente, mientras el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, los iba nombrando, eran rostros que transmitían paz, serenidad. 

Eran un reflejo vivo del amor que esos hombres tenían por Cristo. Con estos rostros todavía en el pensamiento, nos despedimos hasta la mañana siguiente. A la mañana siguiente, nos levantamos con un sol radiante. Decenas de miles de católicos llegados desde diversos puntos de nuestra geografía, fieles devotos de nuestros mártires, iban llenando el Complejo Educativo de Tarragona, lugar donde iba a celebrarse la ceremonia de las beatificaciones. A medida que los autocares iban acercándose, uno se daba cuenta de la magnitud de la fiesta que íbamos a celebrar sólo con ver como se paralizaban las carreteras colindantes. 

La procesión de fieles que iban llegando apresuraba el paso hasta el acceso al recinto. Momentos antes de la ceremonia, tuvimos el gran gozo de ver cómo se hacía presente el Papa, transmitiéndonos un breve mensaje en el que nos animaba a ser cristianos con sustancia. Acto seguido dio comienzo la celebración en la que, después de la aspersión del agua, monseñor Jaume Pujol Balcells, arzobispo de Tarragona, lugar donde se instruyó la causa con mayor número de mártires, acompañado de todos los arzobispos y obispos en cuyas diócesis se introdujeron las 33 causas, elevó su demanda ante el representante del Papa, el cardenal Amato: 

«Eminencia: los arzobispos y obispos en cuyas diócesis se introdujeron las 33 causas que agrupan 522 mártires del siglo XX en España pedimos humildemente a Su Santidad el papa Francisco que se digne inscribir en el número de los beatos a estos venerables siervos de Dios. […] No pocos de ellos tuvieron explícita ocasión de evitar el martirio mediante algún gesto o palabra de renuncia a su fe, pero todos antepusieron, con gozo y firmeza, la fidelidad al Señor a su propia vida. […] En todos ellos brilla la fe, la esperanza y el amor como testimonio de la verdad del Evangelio». 

El cardenal Amato, por mandato del papa Francisco, dio lectura a la carta apostólica en la que Su Santidad inscribía en el Libro de los Beatos a los venerables siervos de Dios que dieron la vida en defensa de la fe: «Nos, acogiendo el deseo de nuestros hermanos en el episcopado y de muchos fieles cristianos, obtenido el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, con Nuestra autoridad apostólica, concedemos la facultad de que los venerables siervos de Dios (fue nombrando a los integrantes de las distintas causas) que en España, en el siglo XX, derramaron su sangre para dar testimonio del Señor Jesús, desde ahora en adelante sean llamados beatos, y se pueda celebrar cada año su festividad, en los lugares y según los modos establecidos por el derecho, cada año el día 6 de noviembre. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». 

Inmediatamente, la multitud congregada entonó con fervor el Christus vincit. Acababan de ser beatificados tres obispos: los siervos de Dios, Salvio Huix, de Lérida; Manuel Basulto, de Jaén y Manuel Borràs, de Tarragona. También un buen grupo de sacerdotes diocesanos, sobre todo de Tarragona. Y muchos religiosos y religiosas: benedictinos, hermanos hospitalarios de San Juan de Dios, hermanos de las Escuelas Cristianas, siervas de María, hijas de la Caridad, redentoristas, misioneros de los Sagrados Corazones, claretianos, operarios diocesanos, hijos de la Divina Providencia, carmelitas, franciscanos, dominicos, hijos de la Sagrada Familia, calasancias, maristas, paúles, mercedarios, capuchinos, franciscanas misioneras de la Madre del Divino Pastor, trinitarios, carmelitas descalzos, mínimas, jerónimos; también seminaristas y laicos; la mayoría de ellos eran jóvenes; también ancianos; hombres y mujeres. 

En su homilía, una homilía preciosa, una homilía valiente y atrevida, el cardenal Amato, nos recordó que los mártires derramaron su sangre a causa de su fe, en un momento de especial persecución para la Iglesia de nuestra tierra: 

«Recordemos de antemano que los mártires no fueron caídos de la Guerra Civil, sino víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia. Estos hermanos y hermanas nuestros no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres y mujeres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, sólo porque eran católicos, porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos, porque eran religiosas, porque creían en Dios, porque tenían a Jesús como único tesoro, más querido que la propia vida. No odiaban a nadie, amaban a todos, hacían el bien a todos. Su apostolado era la catequesis en las parroquias, la enseñanza en las escuelas, el cuidado de los enfermos, la caridad con los pobres, la asistencia a los ancianos y a los marginados. A la atrocidad de los perseguidores, no respondieron con la rebelión o con las armas, sino con la mansedumbre de los fuertes». 

Al mismo tiempo, expuso claramente el porqué de las beatificaciones, dando, principalmente, tres motivos. El primero de ellos es recordar el sacrificio que hicieron y honrar esta entrega: 

«la Iglesia no quiere olvidar a estos sus hijos valientes. La Iglesia los honra con culto público, para que su intercesión obtenga del Señor una lluvia beneficiosa de gracias espirituales y temporales en toda España
La Iglesia, casa del perdón, no busca culpables. Quiere glorificar a estos testigos heroicos del evangelio de la caridad, porque merecen admiración e imitación». 

El segundo motivo es porque son un ejemplo de perdón: 

«Ante todo nos invitan a perdonar. El papa Francisco recientemente nos ha recordado que «¡El gozo de Dios es perdonar! ¡Aquí está todo el Evangelio, todo el cristianismo! No es sentimiento, no es “buenismo”. Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual». 

Y por último, quiso subrayar que estos testimonios nos invitan a la conversión, a hacer el bien y no el mal, a ser cristianos auténticos y no barnizados de cristianismo: «el de la conversión del corazón a la bondad y a la misericordia. Todos estamos invitados a convertirnos al bien, no sólo quien se declara cristiano sino también quien no lo es. La Iglesia invita también a los perseguidores a no temer la conversión, a no tener miedo del bien, a rechazar el mal. […] 

Todos –buenos y malos– necesitamos la conversión». Durante la comunión se entonó el tradicional Cantemos al amor de los amores, seguido fervorosamente por la totalidad de los fieles, y la celebración concluyó con el Virolai, interpretado por la Escolania de Montserrat, que ya habían cantado en el ofertorio y en la postcomunión, en un día especial para ellos, ya que habían sido beatificados veinte monjes de esa comunidad, y el Himno a los mártires del siglo XX. Era hora de volver cada uno a su casa, acogiéndonos a estos nuevos intercesores y con el coraje que nos da el testimonio de sus vidas para vivir plenamente la fe. Con la oración del mensaje de la Conferencia Episcopal Española, pidámosles a los mártires su ayuda para que, a ejemplo suyo, mantengamos firme la fe, aunque haya dificultades, y seamos así fermento de esperanza y apóstoles del Evangelio en nuestra sociedad: 

Oh Dios, que enviaste a tu Hijo para que muriendo y resucitando nos diese su Espíritu de amor: 
nuestros hermanos, mártires del siglo XX en España, mantuvieron su adhesión a Jesucristo de manera tan radical y plena que les permitiste derramar su sangre por Él y con Él. 
Danos la gracia y la alegría de la conversión para asumir las exigencias de la fe; ayúdanos, por su intercesión, y por la de la Reina de los Mártires, a ser siempre artífices de reconciliación en la sociedad y a promover una viva comunión entre los miembros de tu Iglesia en España; enséñanos a comprometernos, con nuestros pastores, en la nueva evangelización, haciendo de nuestras vidas testimonios eficaces del amor a ti y a los hermanos. 
Te lo pedimos por Jesucristo, el testigo fiel y veraz, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Iglesia de mártires Al dirigir una mirada de fe al siglo XX, los obispos españoles dábamos gracias a Dios, con el beato Juan Pablo II, porque «al terminar el segundo milenio, la Iglesia ha vuelto a ser de nuevo Iglesia de mártires» y porque «el testimonio de miles de mártires y santos ha sido más fuerte que las insidias y violencias de los falsos profetas de la irreligiosidad y del ateísmo». 

El Concilio dice también que la mejor respuesta al fenómeno del secularismo y del ateísmo contemporáneos, además de la propuesta adecuada del Evangelio, es «el testimonio de una fe viva y madura (...) Numerosos mártires dieron y dan un testimonio preclaro de esta fe». El siglo XX ha sido llamado, con razón, «el siglo de los mártires». 

La Iglesia que peregrina en España ha sido agraciada con un gran número de estos testigos privilegiados del Señor y de su Evangelio. Desde 1987, cuando tuvo lugar la beatificación de los primeros de ellos –las carmelitas descalzas de Guadalajara– han sido beatificados 1001 mártires, de los cuales once han sido también canonizados. Ahora, con motivo del Año de la Fe –por segunda vez después de la beatificación de 498 mártires celebrada en Roma en 2007– se ha reunido un grupo numeroso de mártires que serán beatificados en Tarragona en el otoño próximo. (…) 

La vida y el martirio de estos hermanos, modelos e intercesores nuestros, presentan rasgos comunes, que haremos bien en meditar en sus biografías. Son verdaderos creyentes que, ya antes de afrontar el martirio, eran personas de fe y oración, particularmente centrados en la Eucaristía y en la devoción a la Virgen. Hicieron todo lo posible, a veces con verdaderos alardes de imaginación, para participar en la misa, comulgar o rezar el rosario, incluso cuando suponía un gravísimo peligro para ellos o les estaba prohibido, en el cautiverio. Mostraron en todo ello, de un modo muy notable, aquella firmeza en la fe que san Pablo se alegraba tanto de ver en los cristianos de Colosas (cf. Col 2, 5). 

Los mártires no se dejaron engañar «con teorías y con vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col 2, 8). Por el contrario, fueron cristianos de fe madura, sólida, firme. Rechazaron, en muchos casos, los halagos o las propuestas que se les hacían para arrancarles un signo de apostasía o simplemente de minusvaloración de su identidad cristiana. 

Como Pedro, mártir de Cristo, o Esteban, el protomártir, nuestros mártires fueron también valientes. Aquellos primeros testigos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, «predicaban con valentía la Palabra de Dios» (Hch 4, 31) y «no tuvieron miedo de contradecir al poder público cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: 

“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Es el camino que siguieron innumerables mártires y fieles en todo tiempo y lugar». 
Así, estos hermanos nuestros tampoco se dejaron intimidar por coacción ninguna, ni moral ni física. Fueron fuertes cuando eran vejados, maltratados o torturados. Eran personas sencillas y, en muchos casos, débiles humanamente. Pero en ellos se cumplió la promesa del Señor a quienes le confiesen delante de los hombres: «no tengáis miedo... 
A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los Cielos» (Mt 10, 31-32); y abrazaron el escudo de la fe, donde se apagan la flechas incendiarias del Maligno (cf. Ef 6, 16).

Mensaje de la Conferencia Episcopal Española (19 de abril de 2013)

Los obispos españoles 
hablan de los mártires

La beatificación del Año de la Fe es una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad. Vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón. Son nuestros intercesores, para que pastores, consagrados y fieles laicos recibamos la luz y la fortaleza necesarias para vivir y anunciar con valentía y humildad el misterio del Evangelio (cf. Ef 6, 19), en el que se revela el designio divino de misericordia y de salvación, así como la verdad de la fraternidad entre los hombres. Ellos han de ayudarnos a profesar con integridad y valor la fe de Cristo. Los mártires murieron perdonando. Por eso, son mártires de Cristo, que en la cruz perdonó a sus perseguidores. Celebrando su memoria y acogiéndose a su intercesión, la Iglesia desea ser sembradora de humanidad y reconciliación en una sociedad azotada por la crisis religiosa, moral, social y económica, en la que crecen las tensiones y los enfrentamientos. Los mártires invitan a la conversión, es decir, «a apartarse de los ídolos de la ambición egoísta y de la codicia que corrompen la vida de las personas y de los pueblos, y a acercarse a la libertad espiritual que permite querer el bien común y la justicia, aun a costa de su aparente inutilidad material inmediata.»[8] No hay mayor libertad espiritual que la de quien perdona a los que le quitan la vida. Es una libertad que brota de la esperanza de la gloria. 

«Quien espera la vida eterna, porque ya goza de ella por adelantado en la fe y los sacramentos, nunca se cansa de volver a empezar en los caminos de la propia historia».
Mensaje de la Conferencia Episcopal Española 
(19 de abril de 2013)

El martirio pertenece a la entraña misma de la fe cristiana. Mártir fue Jesucristo, mártires fueron los apóstoles, muchos obispos y no pocos papas de los primeros siglos, y mártires han sido, con mucha frecuencia, los primeros evangelizadores y evangelizados de los países donde se implantaba el cristianismo. Ha habido momentos de especial virulencia, como las persecuciones durante el Imperio romano. Pero el siglo XX se lleva la palma, como lo atestiguan la persecución hitleriana, y las soviética y china. La que tuvo lugar en España entre 1934 y 1939 no les queda a la zaga. La Iglesia no busca intencionadamente el martirio. Más aún, desea que todos sus hijos puedan vivir en paz su fe y que ninguno sea represaliado por tratar de vivir como discípulo de Jesucristo. Sin embargo, cuando se encuentra ante la alternativa de conservar la vida o traicionar la fe, la Iglesia no duda en aceptar la muerte, antes que ser infiel a su Fundador. No importan la edad ni las demás circunstancias. De hecho, en la persecución española antes citada, murieron sacerdotes y religiosos en plena juventud, otros en la madurez de su vida, otros cuando daban clase en un colegio de enseñanza o regían una diócesis como obispos.
Monseñor FRANCISCO GIL HELLÍN, 
arzobispo de Burgos

Con la beatificación de estos mártires, testigos en grado máximo de la fe cristiana, se sella y casi finaliza, en España, –precisamente en Tarragona, asociada a la fe que constituye la base y el cimiento de los pueblos de España– el Año de la Fe, convocado para fortalecer nuestra fe, que es la más rica y la mejor herencia que nos han legado nuestros antepasados. Nuestros mártires son aliento, estímulo e intercesión, ayuda y auxilio para nosotros, para que demos testimonio público de fe en Dios vivo en un mundo que vive a sus espaldas y como si no existiera, y por tanto, contra el hombre y su futuro, para una verdadera convivencia en paz y justicia, en la verdad y en el amor, en libertad verdadera fruto del amor en que se expresa la verdad. Acudimos a la intercesión de nuestros mártires y seguimos con esperanza la estela que ellos nos han dejado –el testimonio y confesión de fe en Dios, que es amor– para alcanzar las verdaderas metas de humanidad y de paz que necesitamos en estos delicados momentos.

La Iglesia, y en concreto la Iglesia en España, agradecida hasta lo más íntimo, quiere y debe conservar y vivir la memoria de sus mártires de la persecución religiosa del siglo XX. Ellos han sido y son una fuerza de la fe cristiana vivida hasta el extremo del amor, testigos singulares de Dios vivo, que es Amor en la vida de los hombres; ellos son fuego, luz, renuncia a todos los egoísmos, espléndida manifestación de vida de entrega a Dios por las causas más nobles que puedan darse: la del amor sobre el odio, la del perdón sobre la venganza, la de la paz sobre la guerra, en definitiva, la del triunfo de Cristo en la sociedad. Conservar y vivir la memoria de los mártires es un deber del cristiano.
Cardenal ANTONIO CAÑIZARES LLOVERA

También hoy nosotros, como los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia en su peregrinar hacia la patria celestial, buscamos guías seguros que garanticen la meta, mediante la proximidad y vecindad de aquéllos –los santos mártires– que, habiendo entregado su vida por Dios, gozan ya de su confianza. «El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta le harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, puesto que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar».
Monseñor JULIÁN BARRIO BARRIO, 
arzobispo de Santiago de Compostela

Cumplimos así con un deber de justicia y gratitud al poner sobre el candelero la fortaleza y heroísmo de estos cristianos que, por amor a Jesucristo, prefirieron la muerte antes que renegar de su fe. Fueron testigos del Evangelio de Jesucristo, modelos de amor y fidelidad en su tiempo. Descubrimos en ellos el rostro de Dios que se ha encarnado y ha tomado forma en los rostros de aquellos que hicieron de Cristo la razón suprema de su existencia (cf. LG. 50). A través de sus vidas podemos descubrir cómo Él sigue presente en el mundo y transforma las vidas de sus discípulos. Son testigos de la fe cristiana que sellaron con su martirio, y, por eso, celebramos su fidelidad a Dios, al mismo tiempo que su grandeza humana. Cristo es el prototipo de los mártires. La salvación del mundo se realiza a través del sufrimiento y la muerte del supremo testigo del amor de Dios al hombre: Jesucristo (Cf. Mt 16, 21; Lc 17, 25). Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron (Cf. Jn 1, 11), pero Él «los amó hasta el fin» (Jn 13, 1) y fue condenado a muerte (Cf. Jn 19, 7) y crucificado (Cf. Jn 19,18). Así consumó la entrega de su vida, por amor, para que tuviéramos vida (Cf. Jn 19,50 y 10, 10). Precisamente porque la muerte salvífica de Cristo en la cruz es de una importancia tan trascendental para la redención de la humanidad se comprenderá también por qué ha habido siempre mártires en su Iglesia y seguirá habiéndolos.

El hecho, sin embargo, de que el martirio sea un don y una gracia de Dios no significa que quede disminuida o suprimida, por esta gracia, la personalidad humana del mártir y nuestra más preciosa prerrogativa que es la libertad. Precisamente la libertad humana y el amor en la persona del mártir quedan enriquecidos y ennoblecidos por esa gracia. En el mártir precisamente la persona realiza, bajo el impulso de la gracia de Dios, su más auténtica respuesta desde la libertad y el amor, a su unión con Jesucristo. Por eso el martirio es el acto supremo de fe, esperanza y caridad. El mártir se abandona radical y totalmente en manos de su Creador y Redentor. No sólo se enfrenta libremente con la experiencia tremenda de la muerte, sino que, sobre todo, la acepta en su corazón como un medio eminente de asociarse radicalmente a la muerte de Cristo en la cruz. Al ser el martirio el acto más grande de amor a Dios es el camino, asimismo, más noble y certero hacia la santidad. Al seguir a Cristo hasta el sacrificio voluntario de su vida, el mártir, más que cualquier otra persona, queda consagrado y unido como nadie a Cristo, transformándose en su imagen. Por eso, nadie está más cerca de Dios y participa más intensamente de la gloria de Cristo que aquellos que murieron por Él, en Él y con Él. Desde el principio del cristianismo los discípulos de Jesucristo tenían conciencia clara de que, con el mismo acto que se adherían a su persona y aceptaban su Evangelio, tenían que enfrentarse con el mundo que les rodeaba, contrario a sus compromisos. Sobre todo en los dos primeros siglos sabían que la seriedad de la fe cristiana, solía tener como sello el martirio, como supremo testimonio de su fe. Entonces, como hoy y siempre, el mártir nos interroga en qué se basa y fundamenta nuestra fe, y nos habla del Reino de Dios entre nosotros (Cf. Mt 5, 11-12). El mártir protesta, diríamos, contra las situaciones en que prevalece el mal. Por el martirio el vencedor termina vencido, no por revancha, sino por la fuerza que le sostiene en el martirio. Su victoria no humilla al vencido, sino que nos habla de fidelidad y coherencia a su fe. Nos anima a caminar al encuentro del Señor, soportando la cruz y tribulaciones, desde la esperanza (Cf. Job 19, 25).

El Concilio Vaticano II en la constitución Lumen gentium profundiza en la comprensión teológica del martirio al decirnos que: «Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros (cf. 1 Jn 3, 16; Jn 15, 13)», así el martirio «en el que el discípulo se asemeja a su Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la prueba suprema del amor» (núm. 42). El martirio, por tanto, no es fruto del esfuerzo o deliberación humana, sino la respuesta a una iniciativa y llamada de Dios, que invita a dar ese testimonio de amor. Por la unión íntima existente entre Cristo y sus discípulos es el mismo Cristo el que, mediante su Espíritu, habla y actúa en el mártir (Cf. Mt 10, 19-20). En virtud de esa unión a su Cuerpo, que es la Iglesia, nunca faltarán en ella persecuciones, porque es la misma vida de Cristo que continúa en su pueblo.

Monseñor RAMÓN DEL HOYO LÓPEZ, 
obispo de Jaén

una de las principales aportaciones de los mártires de la persecución religiosa en el siglo XX, es la forma en que testimoniaron la doctrina evangélica del perdón al enemigo. Imitando a Cristo en su muerte, ellos también murieron rezando por sus verdugos, y expresándoles abiertamente su perdón. Más aún, conocemos el testimonio de mártires que antes de ser fusilados repartieron sus últimas monedas entre quienes se disponían a ejecutarlos. Su testimonio tiene un especialísimo valor en cuanto a que ilumina e inspira nuestro particular momento histórico. ¡Cuánto nos cuesta pedir perdón! ¡Cuánto nos cuesta perdonar las ofensas! La segunda de las grandes aportaciones de la espiritualidad martirial en nuestros días, es el amor a la verdad, tanto frente al relativismo como frente a los fundamentalismos. En efecto, la beata Madre Teresa de Calcuta decía que el mal principal de Occidente es la indiferencia… Frente al ‘todo vale’ y frente al ‘nada importa’, nuestros mártires nos recuerdan que hay ideales que son demasiado grandes como para regatearles el precio… Y, por otra parte, frente al fundamentalismo de quienes piensan que el amor a la verdad justifica quitar la vida al prójimo, los mártires creen que el amor a la Verdad bien merece sacrificar la propia vida.
Monseñor JOSÉ IGNACIO MUNILLA, 
obispo de San Sebastián
Iglesia de mártires

Al dirigir una mirada de fe al siglo XX, los obispos españoles dábamos gracias a Dios, con el beato Juan Pablo II, porque «al terminar el segundo milenio, la Iglesia ha vuelto a ser de nuevo Iglesia de mártires» y porque «el testimonio de miles de mártires y santos ha sido más fuerte que las insidias y violencias de los falsos profetas de la irreligiosidad y del ateísmo». El Concilio dice también que la mejor respuesta al fenómeno del secularismo y del ateísmo contemporáneos, además de la propuesta adecuada del Evangelio, es «el testimonio de una fe viva y madura (...) Numerosos mártires dieron y dan un testimonio preclaro de esta fe». 

El siglo XX ha sido llamado, con razón, «el siglo de los mártires». La Iglesia que peregrina en España ha sido agraciada con un gran número de estos testigos privilegiados del Señor y de su Evangelio. Desde 1987, cuando tuvo lugar la beatificación de los primeros de ellos –las carmelitas descalzas de Guadalajara– han sido beatificados 1001 mártires, de los cuales once han sido también canonizados. Ahora, con motivo del Año de la Fe –por segunda vez después de la beatificación de 498 mártires celebrada en Roma en 2007– se ha reunido un grupo numeroso de mártires que serán beatificados en Tarragona en el otoño próximo. (…) 

La vida y el martirio de estos hermanos, modelos e intercesores nuestros, presentan rasgos comunes, que haremos bien en meditar en sus biografías. Son verdaderos creyentes que, ya antes de afrontar el martirio, eran personas de fe y oración, particularmente centrados en la Eucaristía y en la devoción a la Virgen. Hicieron todo lo posible, a veces con verdaderos alardes de imaginación, para participar en la misa, comulgar o rezar el rosario, incluso cuando suponía un gravísimo peligro para ellos o les estaba prohibido, en el cautiverio. Mostraron en todo ello, de un modo muy notable, aquella firmeza en la fe que san Pablo se alegraba tanto de ver en los cristianos de Colosas (cf. Col 2, 5). Los mártires no se dejaron engañar «con teorías y con vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col 2, 8). Por el contrario, fueron cristianos de fe madura, sólida, firme. Rechazaron, en muchos casos, los halagos o las propuestas que se les hacían para arrancarles un signo de apostasía o simplemente de minusvaloración de su identidad cristiana. 

Como Pedro, mártir de Cristo, o Esteban, el protomártir, nuestros mártires fueron también valientes. Aquellos primeros testigos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, «predicaban con valentía la Palabra de Dios» (Hch 4, 31) y «no tuvieron miedo de contradecir al poder público cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Es el camino que siguieron innumerables mártires y fieles en todo tiempo y lugar». 

Así, estos hermanos nuestros tampoco se dejaron intimidar por coacción ninguna, ni moral ni física. Fueron fuertes cuando eran vejados, maltratados o torturados. Eran personas sencillas y, en muchos casos, débiles humanamente. Pero en ellos se cumplió la promesa del Señor a quienes le confiesen delante de los hombres: «no tengáis miedo... 

A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los Cielos» (Mt 10, 31-32); y abrazaron el escudo de la fe, donde se apagan la flechas incendiarias del Maligno (cf. Ef 6, 16). 

Mensaje de la Conferencia Episcopal Española 
(19 de abril de 2013)


Diecinueve gallegos, 
entre los 498 mártires 
de la persecución religiosa
La geografía del martirio en los años treinta afectó a todas las diócesis de Galicia y algunos de los procesos canónicos comenzaron en los años cincuenta ·· Unos 200 peregrinos acudirán a Roma a la ceremonia.
Ni estuvieron implicados en luchas políticas o ideológicas, ni quisieron entrar en ellas. Simplemente murieron por ser fieles a su fe. Diecinueve gallegos, entre los que figuran dos religiosas, serán beatificados el próximo domingo 28 en Roma. Encontraron la tortura, el martirio y la muerte durante la persecución religiosa desatada en España contra la Iglesia católica en los años treinta del pasado siglo. La beatificación llegará a 498 mártires españoles, entre sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares. De los diecinueve gallegos, siete pertenecían a la Diócesis de Santiago de Compostela. Todos ellos fueron asesinados fuera de Galicia. En una reciente carta pastoral, el arzobispo compostelano, monseñor Julián Barrio, afirma que su testimonio es un recuerdo permanente "de amor, de perdón, de bondad y de paz", ya que ninguno de ellos expresó el menor reproche a sus torturadores y asesinos.

La geografía del martirio en los años treinta afectó a todas las diócesis gallegas. De Ourense eran nueve asesinados: siete salesianos y dos agustinos. A las diócesis de Lugo y Mondoñedo-Ferrol pertenecían dos religiosas; a Tui-Vigo, un salesiano; y a Santiago, cinco salesianos, un franciscano y un carmelita.

Los procesos de beatificación de los mártires de la persecución religiosa en España se iniciaron, en muchos casos, en los años cincuenta del pasado siglo. "Las causas son muy rigurosas, exigen mucho tiempo y esfuerzo", explica Ricardo Vázquez, delegado diocesano en Santiago para la Beatificación.

La Iglesia en Galicia prepara peregrinaciones para acudir a Roma a la ceremonia. Ricardo Vázquez estima que viajarán al Vaticano unos doscientos gallegos. En su carta pastoral, monseñor Julián Barrio apunta que "es una hora de gracia para la Iglesia que peregrina en España" .

Los asesinatos de católicos comenzaron en 1934 y se extendieron hasta 1939. La Conferencia Episcopal cree que en estos tiempos en que la "reconciliación parece amenazada", el testimonio de los mártires, "que murieron perdonando, es el mejor aliento para que todos fomentemos el espíritu de reconciliación".

EL DATO
Entre las seis y las siete mil víctimas

Los historiadores discrepan todavía hoy sobre la cifra exacta de los católicos torturados y martirizados durante la persecución religiosa en España en el siglo XX. En una de las obras más recientes, el historiador británico Antony Beevor (La guerra civil) dice que el número de asesinados fue 6.900. Entre ellos, 13 obispos, 4.184 sacerdotes diocesanos, 2.365 religiosos y 283 religiosas. Un auténtico genocidio. La población total eclesiástica era, según el hispanista, de 115.000 personas.

Por su parte, el obispo emérito de Badajoz, monseñor Antonio Montero, autor de la clásica obra Historia de la persecución religiosa en España, cifra el número en 6.832: del clero secular, 4.184; religiosos, 2.365; y monjas, 283. En la Causa General se hablaba de 7.937 católicos asesinados por no renegar de su fe. Algunos historiadores dicen que en tiempos del emperador romano Diocleciano, la gran persecución dejó entre dos y tres mil mártires .

LA CLAVE
Un recuerdo vivo para la reconciliación

Desde que Juan Pablo II impulsó las beatificaciones de mártires europeos del siglo XX, "un papa que venía de la Polonia mártir", según precisa Ricardo Vázquez, las ceremonias se han convertido en un canto de reconciliación. La Conferencia Episcopal Española recuerda que los mártires "fueron fuertes cuando eran maltratados y torturados; perdonaron a sus verdugos y rezaron por ellos".

Los otros mártires gallegos son: de Tui-Vigo, el salesiano Salvador Fernández Pérez; de Mondoñedo-Ferrol, María García Ferreiro, de las Adoratrices del Santísimo Sacramento; de Ourense, los salesianos Antonio Cid Rodríguez, Francisco Míguez Fernández, Manuel Borrajo Míguez, Victoriano Fernández Reinoso, Pío Conde Conde, José Blanco Salgado y Manuel Fernández Ferro, así como el agustino Manuel Formigo Giráldez, además del sacerdote diocesano José López Piteira; de Lugo era Concepción Vázquez Áreas, de las Adoratrices del Santísimo Sacramento .

LAS BEATIFICACIONES EN LA DIÓCESIS DE SANTIAGO

Carmelo J. Pérez Rodríguez. Fusilado sólo por ser religioso

Nació en Vimianzo, en 1908. Subdiácono salesiano. Hizo la profesión en Carabanchel, en Madrid, en julio de 1927. Estudió Teología en Turín. La persecución religiosa de julio de 1936 le sorprendió en Madrid, donde estaba de paso. Encarcelado y puesto en libertad la primera vez, vivió escondido hasta el día 1 de octubre en que fue fusilado.

Daniel Mora Nine. Muerto en Toledo con otros carmelitas

Carmelita, nacido en Pontevedra en 1908. De joven ocupó un puesto de músico en la banda del Regimiento de Zaragoza, con guarnición en Santiago. Tras descubrir su vocación religiosa hizo su primer año de noviciado en Medina del Campo. Fue martirizado en Toledo el 31 de julio del 36 junto a otros miembros de su comunidad.

Francisco Carlés González. Misionero en Tierra Santa y en Siria

Nacido en San Julián de Requijo, en Pontevedra, en 1894. Ingresó en el Colegio de Misiones para Tierra Santa y Marruecos, de Chipiona, en Cádiz, de la orden franciscana. Estuvo en Tierra Santa y Siria. Hablaba árabe a la perfección. En 1935 regresó a España, al convento de Fuenteovejuna, de donde salió, con sus hermanos, camino del martirio, el día 22 de septiembre de 1936.

Virgilio Edreira Mosquera. Asesinado tras salvar a varios hermanos

Salesiano, nacido en A Coruña en 1909. Era candidato al sacerdocio cuando lo destinaron a Carabanchel, Madrid. En julio de 1936 los milicianos asaltaron la casa y él logró salvar a los aspirantes. El 29 de septiembre fue reconocido como religioso en compañía de su hermano Francisco. Fue fusilado en Madrid cuando contaba con 26 años de edad.

Francisco Edreira Mosquera. Sólo contaba con 21 años de edad

Como su hermano, también era candidato al sacerdocio con los salesianos. Nació en A Coruña en 1914. Tras estudiar Filosofía fue destinado al Colegio de San Miguel Arcángel, en Madrid. Tras levantarse la persecución, vivió escondido, pero en septiembre del 36 fue reconocido, junto a su hermano, como religioso y fusilado en Madrid. Sólo tenía 21 años.

Luis Martínez Albarellos. En oración hasta la hora de la muerte

Nació en A Coruña en el año 1915. También era salesiano. Hizo el noviciado en Mohernando, en Guadalajara, y la profesión religiosa en julio del 34. El 23 de julio de 1936 fue encarcelado en la cárcel de Guadalajara con su comunidad. El 6 de diciembre recibió la absolución y se recogió en oración hasta el martirio. Fue fusilado con sus compañeros.

Ramón Eirín Mayo. Del hospital a la fosa de Paracuellos

Nacido en A Coruña en 1911. Frecuentando el Colegio Salesiano sintió su vocación como religioso. Trabajó en Italia y en Madrid dirigió la escuela de carpinteros y ebanistas. Cuando el colegio fue asaltado por los milicianos en julio de 1936, logró escapar y trabajar en un hospital. Su condición cristiana le hizo sospechoso y murió martirizado en Paracuellos.

EL MISTERIO DE LA CRUZ
Carta pastoral de Cuaresma ante la Cruz de Cristo, Redentor del Mundo.
Obispo de Barcelona, mártir de la persecución religiosa, 
que sufrió el martirio el 3 de diciembre de 1936

(...) Siempre la persecución religiosa se ha significado por sus ataques contra la Cruz y sus sagradas imágenes. Los wiclefitas llamaban a las cruces de madera troncos podridos y menos dignos de homenaje que los árboles del bosque, los cuales, al menos, son vegetales vivos, decían. Calvino prohibió llevar al cuello crucifijos; sus secuaces los reemplazaron por broches de oro y plata con la efigie del caudillo. Conocida es la blasfemia de Teodoro de Beza: “Confieso que detesto de corazón la imagen de la Cruz”. Y la de Lutero, en su discurso sobre la Invención (descubrimiento) de la Santa Cruz: “Al diablo con semejantes imágenes, puesto que no son causa de bien alguno; hay que destruir las imágenes de la Cruz, y también los templos donde sean adoradas”.
El primer cuidado de la Revolución Francesa fue destruir las cruces. Y ya sabéis que ese ha sido también el del sectarismo sacrílego que se ha desencadenado en nuestra desventurada Patria.
Pero ¿qué tiene la Cruz que tanto molesta e irrita los ánimos de los perseguidores de la Iglesia católica? Es que la Cruz es el signo de nuestra Redención; es el arma con que Jesús triunfó del mundo, del pecado y del infierno; es el abreviado compendio de la religión, de las verdades que hemos de creer, de las virtudes que hemos de practicar… Por eso, mientras la Cruz es objeto de amor y veneración para los fieles de la iglesia de Jesucristo, es para sus perseguidores objeto de execración y odio.

Carta pastoral de Cuaresma ante la Cruz de Cristo, Redentor del Mundo




VER+:


Se trata de veinticinco frailes dominicos martirizados en Almagro (Ciudad Real) y en Almería, además de un laico dominico, reputado periodista, que sufrió el martirio en Almería, y una monja dominica de Huéscar, que se convierte en la segunda monja dominica española en ser beatificada en toda la historia de la Orden.
Serán beatificados un total de 27 mártires. Veinte de ellos eran sacerdotes, estudiantes, novicios y hermanos del convento de Almagro. Otros cinco eran frailes del convento de Almería. Se beatificará también a un laico dominico de Almería y una monja dominica que fue martirizada en Huéscar, durante la sangrienta, salvaje y atroz persecución religiosa que sufrió la Iglesia católica en España durante la Guerra Civil española.

Biografías de algunos de los mártires

  • Ángel Marina Álvarez, sacerdote: Era el prior de la comunidad. Pasó buen parte de la vida por Almagro, Venezuela, Cuba, Tenerife, donde fue superior y párroco. Fue su lugar de nacimiento Barruelo de los Carabeos (Cantabria), en 28 de marzo de 1890. Fue bautizado el 31 de marzo de 1890. Tomó el hábito en la iglesia del Santísimo Rosario de Almagro (Ciudad Real), el 3 de octubre de 1906, y profesó al año siguiente, el 9 de octubre. De 1907 a 1917 estudió humanidades, filosofía y teología en Almagro. Presbítero el 21 de septiembre de 1916. Lo calificaban de buen religioso, de regular talento y dedicado al ministerio. Recibió el martirio a los 46 años. Sus reliquias reciben veneración en la iglesia de Santo Tomás de Aquino de Sevilla.
  • Manuel Fernández (Herba), sacerdote: Sufrió el martirio a los 56 años. Nació en Lisboa, el 30 de septiembre de 1878. Estudió en los escolapios de Celanova (Orense), seminario de Tuy, y comenzó de noviciado en Padrón (la Coruña), 20 de noviembre de 1895, pero lo terminó en Corias (Asturias). Apenas profesó dio su nombre para restaurar la provincia Bética en 1897. Moró como estudiante en el convento de Jerez de la Frontera. Estuvo en el colegio de Cuevas de Vera (Almería). Se decía de él que era asiduo en el estudio y apto especialmente para las ciencias naturales. Dos años más tarde estaba en Venezuela, Caracas, en el convento de San Jacinto, con el nombramiento de lector conventual de casos morales y litúrgicos y organista en la capilla del Sagrado Corazón de Jesús. En el curso 1918-1919 su convento de asignación fue el de Almagro y daba clases de química y lengua francesa. Fue elegido Prior provincial en el capítulo de 1919. Era en aquel momento Prior de Almagro. Pudo inaugurar un seminario menor, inmueble separado del resto del convento que albergaba 48 alumnos distribuidos en cinco cursos. En 1931 lo eligieron por segunda vez, aunque no consecutiva, Prior provincial. No pudo celebrarse el capítulo en mayo, como estaba convocado, por la situación de persecución religiosa que se vivía en algunas zonas de España. Se celebró, al fin, a partir del 17 de junio de 1935 en Almagro. Desempeñó el cargo hasta 1935. Representó a la provincia en dos capítulos generales. Sus reliquias se veneran en Sevilla.
  • Natalio Camazón Junquera, sacerdote: Procedía de Castromocho (Palencia), donde nació el 1º de diciembre de 1873, hijo de Marcelino y Jacoba. Recibió el bautismo en la iglesia parroquial de San Esteban, el 3 de diciembre de 1873, y la confirmación de manos de Mons. Apolinar Serrano, natural de Villarramiel y Obispo de la Habana, el 10 de diciembre de 1875, cuando estaba a punto de cumplir los dos años. En su pueblo natal hizo estudios de latín con el Párroco, hasta que fue al noviciado dominicano de Corias (Asturias) en 1888. Profesó en el convento de Corias el 29 de diciembre de 1889. Permaneció en Corias hasta que hizo la profesión solemne. Después pasó a San Esteban de Salamanca, a cursar teología.Ya en la Provincia Bética, su primer destino fue Almagro. Afectado ya por la sordera, que le impedía el trabajo en el confesonario y, de hecho, tampoco se ejercitaba en la predicación. Administró las revistas que se publicaban en la tipografía «el Santísimo Rosario». Fue varios años conventual de Sevilla, donde ejerció como catequista, y en Cádiz. Fue martirizado a los 62 años y sus reliquias se hallan en Sevilla.
  • Francisco Santos Cadierno, religioso estudiante: Nació en Nogarejas de la Valdería, diócesis de Astorga y provincia de León, el 7 de mayo de 1913. Ingresó en Almagro el 29 de septiembre de 1929, con los beatos Paulino Reoyo García, Santiago Aparicio López y Ricardo López López. Profesó el 30 de septiembre de 1930. Renovó la profesión el 7 de mayo de 1934, «hasta el servicio militar». Continuó regularmente los estudios.Lo describían como pequeño de cuerpo, cara redonda y morena, de mirar penetrante. Era de trato cariñoso y comunicativo. Ofrecía su trabajo y ayuda a todos, emprendedor de cosas grandes, simpático y deportista. Tuvo una inteligencia muy aguda, penetrante como una espada. Hallaba el flaco del sofisma al instante. Vivió de la piedad, de las visitas al Santísimo y de su amor acendrado a la Santísima Virgen. Lo mataron a los 23 años. Sus reliquias están expuestas a la veneración en Sevilla.
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