EL Rincón de Yanka: LIBRO "¿EN QUÉ PUNTO ESTAMOS?": LA EPIDEMIA COMO POLÍTICA TIRÁNICA 🔆🔒🔆

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viernes, 5 de noviembre de 2021

LIBRO "¿EN QUÉ PUNTO ESTAMOS?": LA EPIDEMIA COMO POLÍTICA TIRÁNICA 🔆🔒🔆



Los artículos reunidos en este libro son el resultado de las intervenciones del filósofo italiano en el debate internacional en torno a la crisis sanitaria mundial. Los tres últimos artículos son inéditos, y los últimos dos están escritos especialmente para la edición en castellano que presentamos hoy, advirtiendo que se trata de un libro coyuntural que además de sus artículos incluye la respuesta a los críticos de sus posiciones respecto a las políticas en relación con la epidemia/pandemia.
“He recopilado estos textos escritos durante los meses del estado de excepción debido a la emergencia sanitaria. Se trata de intervenciones concretas, en ocasiones muy breves, que buscan reflexionar sobre las consecuencias éticas y políticas de la así llamada pandemia y, a la vez, definir la transformación de los paradigmas políticos que las medidas de excepción iban delineando.” Giorgio Agamben
Contagio (11 de marzo de 2020) 
¡Al untador! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí, al untador! 
Alessandro Manzoni, "Los novios"

¿Cómo puede el Estado acusar de irresponsabilidad a quienes deciden no vacunarse, cuando el propio estado NO se quiere hacer responsable de los efectos secundarios de las vacunas?

Una de las consecuencias más deshumanas del pánico que se busca por todos los medios propagar en Italia durante la llamada epidemia del corona virus es la idea misma del contagio, que está a la base de las medidas excepcionales de emergencia adoptadas por el gobierno. La idea, que era ajena a la medicina hipocrática, tuvo su primer precursor inconsciente durante las plagas que asolaron algunas ciudades italianas entre 1500 y 1600. Se trata de la figura del untore, el untador, inmortalizada por Manzoni tanto en su novela como en el ensayo sobre la Historia de la columna infame. Una «grida» milanesa para la peste de 1576 los describe así, invitando a los ciudadanos a denunciarlos:

Habiendo llegado a la noticia del gobernador que algunas personas con débil celo de caridad y para sembrar el terror y el espanto en el pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que dicen pestíferos y contagiosos, las puertas y las cerraduras de las casas y los cantones de los distritos de dicha ciudad y otros lugares del Estado, con el pretexto de llevar la peste a lo privado y a lo público, de lo que resultan muchos inconvenientes, y no poca alteración entre la gente, más aún para aquellos que fácilmente se persuaden a creer tales cosas, se entiende por su parte a cada persona de cualquier calidad, estado, grado y condición, que en el plazo de cuarenta días dejará claro a la persona o personas que han favorecido, ayudado o sabido de tal insolencia, si le darán quinientos escudos… 

Dadas las debidas diferencias, las recientes disposiciones (adoptadas por el gobierno con decretos que quisiéramos esperar —pero es una ilusión— que no fueron ratificados por el parlamento en leyes en los términos previstos) transforman de hecho a cada individuo en un potencial untador, de la misma manera que las que se ocupan del terrorismo consideran de hecho y de derecho a cada ciudadano como un terrorista en potencia. La analogía es tan clara que el untador potencial que no se atiene a las prescripciones es castigado con la cárcel. Particularmente invisible es la figura del portador sano o precoz, que contagia a una multiplicidad de individuos sin que uno se pueda defender de él, como uno se podía defender del untador. Aún más tristes que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los hombres que ellas pueden producir. 

El otro hombre, quienquiera que sea, incluso un ser querido, no debe acercarse o tocarse y debemos poner entre nosotros y él una distancia que según algunos es de un metro, pero según las últimas sugerencias de los llamados expertos debería ser de 4.5 metros (¡esos cincuenta centímetros son interesantes!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que estas disposiciones se dicten en quienes las han tomado por el mismo temor que pretenden provocar, pero es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente la que los que nos gobiernan han tratado de realizar repetidamente: que las universidades y las escuelas se cierren de una vez por todas y que las lecciones sólo se den en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y sólo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.

Aclaraciones (17 de marzo de 2020) 

Un periodista italiano se ha propuesto, según el buen uso de su profesión, distorsionar y falsificar mis consideraciones sobre la confusión ética en la que la epidemia está arrojando al país, en el que ya no hay ni siquiera consideración por los muertos. Así como no merece ser mencionado su nombre, tampoco vale la pena rectificar las obvias manipulaciones. Quien quiera leer mi texto Contagio puede leerlo en el sitio de la editorial Quodlibet. Más bien público aquí algunas otras reflexiones, que, a pesar de su claridad, presumiblemente también serán falsificadas. 

El miedo es un mal consejero, pero hace que aparezcan muchas cosas que uno pretende no ver. Lo primero que muestra claramente la ola de pánico que ha paralizado al país es que nuestra sociedad ya no cree en nada más que en la nuda* vida. Es evidente que los italianos están dispuestos a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas ante el peligro de caer enfermos. La nuda vida —y el miedo a perderla— no es algo que una a los hombres, sino que los ciega y los separa. Los demás seres humanos, como en la peste descrita por Manzoni, se ven ahora sólo como posibles untadores que hay que evitar a toda costa y de los que hay que guardar una distancia de al menos un metro. 

Los muertos — nuestros muertos— no tienen derecho a un funeral y no está claro qué pasa con los cadáveres de las personas que nos son queridas. Nuestro prójimo ha sido cancelado y es curioso que las iglesias guarden silencio al respecto. 

¿Qué pasa con las relaciones humanas en un país que se acostumbra a vivir de esta manera por quién sabe cuánto tiempo? ¿Y qué es una sociedad que no tiene más valor que la supervivencia? 
Lo segundo, no menos preocupante que lo primero, que la epidemia deja aparecer con claridad es que el estado de excepción, al que los gobiernos nos han acostumbrado desde hace mucho tiempo, se ha convertido realmente en la condición normal. Ha habido epidemias más graves en el pasado, pero a nadie se le había ocurrido declarar por esto un estado de emergencia como el actual, que incluso nos impide movernos. Los hombres se han acostumbrado tanto a vivir en condiciones de crisis perpetua y de perpetua emergencia que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y ha perdido todas las dimensiones, no sólo sociales y políticas, sino también humanas y afectivas. 

Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre. De hecho, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad a las llamadas «razones de seguridad» y se ha condenado por esto a vivir en un perpetuo estado de miedo e inseguridad. No es sorprendente que por el virus se hable de guerra. Las medidas de emergencia en realidad nos obligan a vivir bajo condiciones de toque de queda. Pero una guerra con un enemigo invisible que puede acechar a cualquier otro hombre es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está fuera, está dentro de nosotros. Lo que preocupa es no tanto o no sólo el presente, sino lo que sigue. Así como las guerras han legado a la paz una serie de tecnologías nefastas, desde el alambre de púas hasta las centrales nucleares, de la misma manera es muy probable que se buscará continuar, incluso después de la emergencia sanitaria, los experimentos que los gobiernos no habían conseguido realizar antes: que las universidades y las escuelas cierren y sólo den lecciones en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y sólo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.

Reflexiones sobre la peste (27 de marzo de 2020) 

Las siguientes reflexiones no tratan sobre la epidemia, sino sobre lo que podemos entender de las reacciones de los hombres a ella. Se trata, por consiguiente, de reflexionar sobre la facilidad con la que toda una sociedad ha aceptado sentirse apestada, aislarse en casa y suspender sus condiciones normales de vida, sus relaciones de trabajo, de amistad, de amor e incluso sus convicciones religiosas y políticas ¿Por qué no hubo protestas y oposiciones, como era posible imaginar y como suele suceder en estos casos? La hipótesis que me gustaría sugerir es que de alguna manera, aunque inconscientemente, la peste ya estaba allí, que, evidentemente, las condiciones de vida de la gente se habían vuelto tales, que una señal repentina fue suficiente para que aparecieran como lo que eran — es decir, intolerables, como una peste precisamente. Y esto es, en cierto sentido, el único hecho positivo que puede extraerse de la situación actual: es posible que, más adelante, la gente comience a preguntarse si el modo en que vivía era justo. Y sobre lo que debemos reflexionar es la necesidad de religión que la situación hace aparecer. Indicio de esto es, en el discurso martillante de los medios de comunicación, la terminología tomada en préstamo del vocabulario escatológico que, para describir el fenómeno, recurre obsesivamente, sobre todo en la prensa estadounidense, a la palabra «apocalipsis» y evoca, a menudo explícitamente, el fin del mundo. 

Es como si la necesidad religiosa, que la Iglesia ya no es capaz de satisfacer, buscara a tientas otro lugar en el que tener consistencia y lo encontrara en lo que a partir de ahora se ha convertido de hecho en la religión de nuestro tiempo: la ciencia. Ésta, como cualquier religión, puede producir superstición y miedo o, en cualquier caso, ser usada para difundirlos. Nunca antes se había asistido al espectáculo, típico de las religiones en los momentos de crisis, de opiniones y prescripciones diferentes y contradictorias, que van desde la posición herética minoritaria (incluso representada por científicos prestigiosos) de quien niega la gravedad del fenómeno hasta el discurso ortodoxo dominante que lo afirma y, sin embargo, a menudo diverge radicalmente en cuanto a las modalidades de afrontarlo. Y, como siempre en estos casos, algunos expertos o autodenominados expertos logran asegurarse el favor del monarca, que, como en los tiempos de las disputas religiosas que dividieron al cristianismo, toma partido según sus intereses a favor de una corriente o de otra e impone sus medidas. Otra cosa que da que pensar es el colapso evidente de todas las convicciones y creencias comunes. 

Se diría que los hombres ya no creen en nada, excepto en la nuda existencia biológica que hay que salvar a toda costa. Pero sólo una tiranía se puede fundar en el miedo a perder la vida, sólo el monstruoso Leviatán con su espada desenvainada. Por eso —una vez que la emergencia, la peste, sea declarada terminada, si es que lo será— no creo que, al menos para quien ha conservado un mínimo de lucidez, será posible volver a vivir como antes. Y esto es quizá hoy lo que más desespera — aunque, como se ha dicho, «solo para quien ya no tiene esperanza ha sido dada la esperanza».

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La nuda propiedad es el derecho de una persona sobre una cosa de la que es únicamente propietaria, con la limitación de no tener derecho a su posesión y disfrute, que serán derechos del tercero que disponga del usufructo.


Discurso sobre el Pasaporte COVID ante el Comité de Asuntos Constitucionales del Senado italiano, 7 de octubre de 2021.
¿Cómo puede el Estado acusar de irresponsabilidad a quienes deciden no "vacunarse", cuando es el mismo Estado el primero en declinar cualquier responsabilidad por las posibles graves consecuencias de la “vacuna”?
La “vacuna” es una forma de obligar a las personas a tener un pase COVID, un dispositivo de control y seguimiento de las personas sin precedentes.