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MARANATHÁ, VEN SEÑOR JESÚS, MARAN ATHA, EL SEÑOR VIENE

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CALENDARIO DE ADVIENTO 2025





jueves, 11 de diciembre de 2025

LIBRO "CÓMO SÁNCHEZ DESTRUYE ESPAÑA" por MIQUEL GIMÉNEZ


CÓMO SÁNCHEZ 
DESTRUYE ESPAÑA


España atraviesa una crisis inédita bajo el sanchismo. 
La mentira se ha convertido en norma, la división en estrategia 
y el futuro nacional es rehén de intereses personales y partidistas.

Miquel Giménez, periodista con más de treinta y cinco años en los medios y veintitrés como militante del PSC, define el sanchismo como un virus: una patología política que destruye España desde dentro.
España atraviesa una crisis inédita bajo el sanchismo. La mentira se hace norma, la división estrategia y el futuro nacional, un rehén de intereses personales y partidistas. 
Este libro disecciona cómo Pedro Sánchez ha convertido cada institución en un instrumento de poder personal. La justicia colonizada por jueces afines. 
La educación entregada al adoctrinamiento woke. Los medios comprados con subvenciones. Los sindicatos transformados en correas de transmisión. 
Las Fuerzas Armadas ninguneadas. La inmigración ilegal como arma electoral.
TODO AL SERVICIO DE UN SOLO OBJETIVO: PERPETUARSE EN LA MONCLOA ALIADO CON SEPARATISTAS, COMUNISTAS Y HEREDEROS DE ETA.
Con estilo incisivo, Giménez traza un paralelismo inquietante: la coalición que sostiene a Sánchez reproduce el Frente Popular de 1936. El mismo revanchismo, el mismo sectarismo, el mismo desprecio por España. Pero este no es solo un libro de denuncia. Es también una llamada a la resistencia civil. Porque todavía estamos a tiempo de decir basta. De recuperar la verdad frente a la mentira, la unidad frente a la división, el orgullo de ser españoles.
Una advertencia. Un diagnóstico. Un grito de alarma antes de que sea demasiado tarde.

ANTES DE EMPEZAR
ACLAREMOS CONCEPTOS 

El sanchismo es mucho más que la consecuencia funesta de unir varias ideologías, de un Frente Popular 2.0, de la derivación del socialismo e incluso de los delirios megalomaníacos de Pedro Sánchez. Es más que la unión de una banda de perdedores históricos ávidos de revanchismo o de un simple hatajo de bandoleros. 
El sanchismo no puede interpretarse solamente desde esos puntos de vista, aunque todos sean ciertos, ni siquiera de que es movimiento subvencionado por potencias extranjeras para desbaratar a España y convertirla en lacaya sin capacidad de respuesta. No es ni un experimento social ni un ensayo de cara al conjunto de Europa, ni el demérito de unos o el mérito de otros. 
El sanchismo, para entendernos, es una patología, un virus, una enfermedad que ha conseguido insertarse en el débil sistema inmunitario de nuestro ordenamiento jurídico y que, en vez de ser combatido, ha sido potenciado por todos los interesados en ver a la nación de libres e iguales como un cadáver del que apropiarse los despojos. 
El sanchismo es la sinrazón del malvado que hace el mal porque sí, sin motivo, aunque los haya, sin preguntarse nada, sin recriminación, sin empatía. 
El sanchismo es el epítome del mal convertido en obra de gobierno y no tiene más razón que la suya ni más explicación que la de sus actuaciones.
El sanchismo es un veneno que nos destruirá si no lo combatimos. Ya se perciben los graves síntomas y eso es lo que pretenden explicar los siguientes capítulos.

El autor

INTRODUCCIÓN

Escribir acerca de España es un ejercicio de alto riesgo que en tiempos pasados tenía como consecuencia duelos al pie de la tapia de algún convento al despuntar el alba. A sable o pistola. De ahí que Larra, prudentemente, escribiera en uno de sus imprescindibles artículos: «No se admiten duelos ni desafíos». 
El autor comparte ese criterio. Sé que nadie como los españoles para sentirse aludidos, aunque nadie los haya mentado. Somos gentes que viven pendientes de lo que piensen los demás. Hay particularidades, por vía de ejemplo, que presentan los idiomas. Así como en alemán existe la palabra schadenfreude, la alegría ante el mal ajeno, que hubiera debido ser española por lo que tiene de envidia, en español existe el concepto de picaresca, cosa que no existe en otros idiomas. 

En nuestro país, triste es decirlo, se admira más al pícaro que al honrado, al que roba que al que no. Tenemos una pésima opinión de nosotros mismos y solemos salir del paso con un… «Si yo pudiera, también robaría» o el más ecléctico, pero igualmente terrible… «Aquí todos roban». Ambos quedan superados por el sectario… «Si han de robar, mejor que sean los míos», argumento que tengo muy escuchado entre separatistas catalanes a propósito de la familia Pujol. La inmoralidad se eleva a algo no tan solo cotidiano, sino inevitable, fatal, consuetudinario con nuestro modo de ser. 

La tolerancia con el pillo, cuando no la abierta simpatía, es uno de los factores que nos ha llevado a dónde estamos. Porque el sanchismo, además de muchas otras cosas que iremos desgranando a lo largo de estas páginas, no es más que la secular picaresca española elevada a la enésima potencia. Casos como el de Ábalos, que en cualquier otro país hubiera sido motivo para hacer caer a un gobierno, aquí se contempla por parte de la opinión pública de forma amable, jocosa, incluso quitándole hierro al asunto, como haría un padre indulgente ante las calaveradas de su hijo. Todo eso deviene del complejo de inferioridad que propios y extraños han introducido en la médula de nuestro sentimiento nacional. Ocasión tendremos de extendernos más acerca del asunto, porque si los españoles ya nos sentimos acomplejados de por sí, la izquierda es el sector patrio que más inferior se siente. 

Cuando se trata de emitir un juicio acerca de nuestro pasado, de nuestra sociedad, de nuestros dirigentes o de nuestros personajes históricos sentimos una vergüenza que no se corresponde para nada con todo lo que España ha hecho a lo largo de su historia. Si el sanchismo ha conseguido romper el frágil puente de la convivencia que se había trenzado tras muchos años y no pocos esfuerzos —y tascar el freno, digámoslo todo— es porque ha sabido explotar nuestros defectos de manera habilísima, canallesca y anti española. 

Existe, repito, un tremendo complejo de inferioridad que viene de siglos ha, que nos arrastra, impeliéndonos a no acabar de consolidarnos nunca del todo. Me parece que con esto se entenderá mejor lo que supone de arriesgado —temerario, diría más bien— escribir acerca de por qué hay lo que hay, máxime si lo hace un español como es el caso. Porque si quien lo hace es de allende de nuestra tierra los prejuicios, la falta de conocimiento real, el tópico o la mala fe suelen ser cosa habitual. No es que desde fuera nos vean distorsionadamente, lo que tendría cierta explicación debido a lo poco y mal que nos hemos explicado a lo largo de la historia y lo mucho y sesgado que lo han hecho los demás. Es que incluso entre los hispanistas de buena fe, que haberlos haylos, se nota el acento negativo y uno comprueba que quien ha pergeñado ese libro, artículo o ensayo no es de aquí y, claro, le faltan claves. 

Es difícil y les pondré un ejemplo. Analizar los separatismos vasco y catalán partiendo del carlismo, la fractura social que supusieron en el siglo XIX esa facción y su opuesta, la liberal, hijas del mal gobierno y de la guerra de la Independencia, para después ligarlo con los espadones groserotes y unos republicanos más ateneístas que políticos, sumándolo todo a la Restauración, el turnismo, la pérdida de las últimas partes de la España de ultramar para, finalmente, enlazarlo con el auge de los movimientos obreros anarquistas y socialistas mezclándolo con Lagartijo, la novela de folletón, el Tenorio, Larra, La canción del pirata y la Exposición Universal de Barcelona del 1888 quizá sea pedir mucho. Ya ni les cuento, basándonos en esto, lo imposible para alguien de fuera hacer un análisis de cómo nuestro pasado pesa y mucho en lo que sucede en la actualidad y lo que podría acabar sucediendo en un futuro próximo si no sajamos ese absceso llamado «¿Y a mí qué?» que tantas veces acude a la boca de un español cuando de política se trata. 

La historia, por desgracia, se analiza y contempla al por menor, al detalle, y cuando se quiere hacer a lo grande lo grueso de la pincelada se lleva por delante asuntos de muchísimo peso e importancia. Lo malo que tiene intentar abordar algo tan complejo como España es que no bastan las cifras, las estadísticas, las fechas o los nombres propios. Pero no seamos parciales. Lo mismo nos pasa con frecuencia, quizá demasiada, a los españoles cuando pretendemos vislumbrar como hemos llegado hasta aquí y qué nos depara el futuro. 

Nadie peor que un español para diseccionar esa España que tiene tantas versiones como españoles. Nuestro cáncer no son las dos Españas, son las mil y una Españas que existen según el acomodo de la mayoría, añadiendo a esto la pasividad suicida de esa mayoría silenciosa. Esos compatriotas que parecen impermeables a lo que vivimos a diario, a la degradación del país, de las instituciones, de la vida pública y privada. Uno se pregunta, no sin cierta angustia, qué tendría que suceder para que reaccionasen, saltando del sofá o abandonando el taburete de la barra del bar del barrio, para reaccionar. Justamente para no caer en circunloquios de café ni en melancolías de lo que fuimos un día y ya no seremos jamás, entiendo, y permítanme que me arrogue esa posible solución, que la única forma de hacerlo es abordar el problema con la curiosidad del entomólogo, la escrupulosa imparcialidad del juez, el corazón del poeta y, hecho todo eso, encomendarse a Dios, porque seguro que los palos me caerán de un lado, del otro o de ambos. 

Así las cosas, lo más honesto es decir que lo que pueden encontrar en las páginas siguientes es el fruto de reflexionar sobre lo que somos como sociedad e individuos, llevado a cabo desde la atalaya de quien se dedica a hacerlo diariamente en los medios. Eso no es garantía de nada, pero sí podría tener el incierto valor del flaneur que pasea por las calles observando a las gentes y tomando nota. Solo en Voz populi, los últimos siete años, he escrito más de dos mil artículos que muchos lectores —empezando por mi querido editor Jesús Cacho y mi no menos querido jefe de opinión Alejandro Vara— han soportado con estoicismo ejemplar. 
Si cuento esto es porque, a fuerza de cortar árboles, uno puede considerarse leñador según reza el viejo refrán. No se trata de pontificar ni de sentar cátedra, que para eso ya están los que viven de la hagiografía. 

Si este libro debiese tener alguna guía me gustaría que fuese el de ser una reflexión, puede que equivocada, pero honesta a carta cabal. No pretendo más que dar una visión personal, que acaso concuerde con unos y disguste a otros. Personal y, añado, basada en los sesenta y siete años que tengo en los que he visto desarrollarse la política nacional desde ángulos distintos, puesto que uno también cambia con el tiempo, y de la misma manera que no puedes bañarte dos veces en el mismo río tampoco analizas igual a los treinta que a los cincuenta que a mi edad. La memoria siempre es útil cuando de trazar líneas histórico políticas de trata. 

Esa memoria que ahora se quiere mixtificar, uno de los errores que nos hacen ser como somos. Como sea que el sanchismo es el virus que en el momento actual ha activado lo que de peor tenemos como pueblo, agitando limos que deberían haberse aquietado para siempre y destruyendo lo poco que manteníamos a duras penas en pie, he querido analizar a nuestra patria con el microscopio enfocado sobre esa bacteria denominada izquierda sanchista que, pareciendo múltiple y distinta, es vieja y apolillada. Si tuviésemos un calco de lo que fue el malhadado Frente Popular y lo colocásemos encima de la coalición que hoy le permite a Pedro Sánchez sentarse en la silla de presidente del Gobierno de España veríamos que coinciden en un noventa y nueve por ciento. 

Toda aquella carga de inquina, frustración individual, medianías, envidias, iniquidad, egoísmo y mentira ha revivido merced a una izquierda que parecía haber evolucionado con la Transición, como supo hacerlo la derecha, siendo así que en realidad lo que hacía era camuflarse bajo el ropaje de la social democracia de los Willy Brandt y los Mitterrand para mejor resurgir cuando fuera más conveniente. Estos cuarenta años de democracia parlamentaria no sirvieron para que se fraguase una España más sólida y vertebrada, al contrario. Cuando ha sonado la hora, nos hemos encontrado con que la vajilla de la mesa común estaba tan agrietada que se ha roto al primer empujón. De todo esto habrá que hacer un análisis y los historiadores del futuro son los más adecuados para ello. A quienes estamos viviendo estos tiempos nos queda el recurso de poner lo que vemos por escrito, siquiera por vocación de notarios de la historia, de esa memoria de la que tanto habla la izquierda pero que tan poco aplica cuando le es manifiestamente adversa. 

En este libro encontrarán esa memoria junto a mis opiniones expresadas de manera libre y sin ataduras con ninguna formación política. Ninguna, ni siquiera las que defienden algunas de las ideas que pudiera yo tener. A mi edad se cree en pocas personas dedicadas a la cosa pública, poquísimo en los partidos políticos y absolutamente nada en quienes pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino. No creo que pueda pedirse más.

CONSIDERACIONES SOBRE 
ESPAÑA Y LOS ESPAÑOLES 

LA UNIDAD DE ESPAÑA

El mal denominado problema territorial se fundamenta, obviamente, en que a Sánchez no le gusta la unidad en nada y mucho menos la que se refiere a la nación española. Y excuso comentar lo que opinan acerca de lo mismo sus socios separatistas catalanes, culpables de un intento de golpe de estado en toda regla, o de sus socios ex batasunos, culpables del terror en las Vascongadas. En su condición de mentes totalitarias que desdeñan la discusión prefiriendo eliminar por vía de hecho a su oponente, —y no digamos los comunistas, con millones y millones de asesinados en el mundo debido a su sanguinaria doctrina— solo aceptan conceptos unitarios si se basan en la adoración al líder y a su política. Ahí sí que exigen, so pena de defenestración, una lealtad digna de aquellos jóvenes a los que, esclavizados por el consumo del hachís, el Viejo de la Montaña enviaba desde su nido en Alamut a los confines del mundo para ejecutar sus misiones de asesinato. No en vano la palabra asesino proviene del árabe al-hassassim.

Desde los tiempos en que Hasan-i Sabbah, fundador de esa secta nazarí, escindida de los ismaelitas, emitía sus sentencias de muerte sentado en su trono en pleno Imperio fatímida, hasta hoy, han cambiado muchas cosas pero no tantas como la masa imagina. Porque la condición humana sigue siendo la misma, por desgracia. En lo que se refiere a que un sátrapa criminal decida quien ha de morir a kilómetros de distancia en base a sus creencias insanas es evidente que no hemos avanzado nada. La Fatwa promulgada por algún Ayatola puede costarle la vida a más de uno, como bien sabe nuestro querido amigo Alejo Vidal Cuadras. O el mega zarismo putiniano puede hacer que a kilómetros del Kremlin alguien te pinche con un paraguas, condenándote a una muerte terrible por infección de polonio. 

Pero, volviendo al ejemplo del Viejo de la Montaña, los jóvenes embriagados por la sustancia alucinógena que vivían en un paraíso artificial a los que seleccionaba para sus misiones de muerte se veían súbitamente privados de ella; Hasan les decía que si cumplían el encargo de matar a quién él les indicase morirían seguramente en el empeño, pero volverían a gozar de los placeres que creían reales merced al hachís, pero ya en el Paraíso de Alá, el de las mil huríes siempre vírgenes. Como no había asesinos mujeres desconocemos si a éstas les prometía miles de efebos también siempre intactos, porque en esa ordalía fanática se prometen vírgenes tan solo, como si las mujeres no pudiesen ascender al paraíso. Lógicamente, deseosos de retornar a aquel Edén puramente artificial, hacían lo que se les ordenase felices y contentos y marchaban decididos y fanatizados hasta acabar con la vida de su objetivo, satisfechos de cumplir con su mentor y convencidos de que el premio que les aguardaba era una eternidad de placeres sin cuento en el más allá. Igual que los terroristas de ahora.

Como el sanchismo tiene mucho de secta en la que se obedecen sin discutir las órdenes del jefe, sus integrantes siguen al pie de la letra las consignas esperando, no algo sublime como entrar en el paraíso celestial, sino una cosa mucho más mundana: el cargo, la prebenda, la canonjía y, en no menor medida, el poder figurar entre los elegidos del líder. Reconozcámoslo: en este sentido, los sanchistas son mucho más prácticos que los seguidores de Hasan. Eso sí, también son mucho más caros porque aquellos no cobraban y, en cambio, estos sí. Y del erario público. De todos modos, pretender que ese odio por España, su unidad, su historia —de la que ya hablaremos en su momento con motivo del revisionismo histórico aberrante— o su profunda repugnancia hacia la democracia liberal, justa, limpia y regida por normas iguales para todos sea motivado solo por motivos egoístas sería blanquear al sanchismo. Y no. 

Aquí hablamos de la idea secular que ha tenido la izquierda en general y la española en particular de destrozar a la nación dividiéndola en reinos de taifas para luego volver a juntar los pedazos en una especie de confederación extrañísima, porque no se puede confederar más que entre desiguales y este no sería el caso español. Así pues, primero deben romper a la patria y luego volver a unir las piezas a su gusto y conveniencia. No están solos en el empeño, aunque la contradicción ideológica sea aberrante. Que sea precisamente una ideología como el socialismo que pretende, es un decir, que todos los seres humanos seamos iguales la que vaya de la mano del supremacismo catalán, que tiene sus más hondas raíces en un racismo profundamente crudo, implacable y sin contemplaciones hijo de los racistas Howard Stewart Chamberlain o Gobineau —lo describí en forma de novela en mi obra Operación Barcelona: matar a Hitler, publicada en esta misma editorial— o con los separatistas vascos, hijos de un orate llamado Sabino Arana que era incluso más racista que los propios nazis, tiene una lógica aberrante, pero lógica al fin y al cabo. 

Lo unitario va en menoscabo de su estrategia. Si no se puede partir una roca sólida y fuerte, lo mejor es irla troceando en pequeñas porciones y, al final, la roca acabará por romperse en su integridad. Las justificaciones ideológicas que desde la izquierda se han empleado para este fin son tan pobres intelectualmente como mendaces. Cuando en el PSC yo hablaba de esto solían citarme a Comorera, un comunista admirado por propios y extraños desde Jordi Pujol y Esquerra hasta el PSUC, pasando por el propio PSC, que fue consejero de la generalidad varias veces durante la República. Sin entrar a fondo lo que significa en el fondo que un socialista tenga que acudir al comunismo para definir por qué España está mal hecha y hay que cambiarla —también citan a personajes oscuros como Serra y Moret del que nadie se acuerda— hablaban de la «cuestión nacional». Según aquellas luminarias pequeño burguesas del socialismo catalán, que ha acabado contaminando al de toda España, Comorera ponía el dedo en la llaga al afirmar, y el lector me perdonará la cita farragosa, «Cataluña es, pues, una nación. Pero Cataluña, camaradas, no es una comunidad de destino. 

El principio de Lenin que afirma que dentro de cada nación moderna hay dos naciones se adapta perfectamente a Cataluña como a cualquier otra nación. Importa, compañeros, que meditemos y asimilemos este principio de Lenin. Su incomprensión abre las puertas a todas las desviaciones nacionalistas pequeño burguesas, nos conduciría a un callejón en el cual nunca ha hallado ni hallaría solución nuestro problema nacional». El resto, por resumir, viene a decir que, puesto que el proletariado es la clase mayoritaria en Cataluña, debe ser la clase trabajadora la que dirija la nación. 

El proletariado se erige en clase nacional, en la misma «Nación» entendida como corpus totalitario sujeto al dictado de quien la conforma. Es decir, retóricas comunistoides a un lado, un dirigente comunista que tomó parte activa en la República, en el estatuto de autonomía, que fue consejero de la Generalidad y detentó responsabilidades concretas mientras se torturaba y asesinaba a miles las personas opuestas al régimen republicano comunista en las siniestras checas a manos del asqueroso SIM, no ponía en discusión lo sustancial: Cataluña es una nación pero, eso sí, «el problema nacional» solo puede solventarse con la asunción del poder por parte del comunismo. Nación y problema nacional, dos conceptos que podría haber ser sido formulados, y de hecho lo son, por Puigdemont o Junqueras y que han sido el principal ariete del nacionalismo pujolista. Resulta chocante la actitud que el PSUC mantuvo con la Convergencia de aquellos primeros años de nuestra democracia —y en los últimos del franquismo, en los que desde el despacho de Pujol en Banca Catalana se subvencionaba a cualquier piernas con tal de que fuera contra España, ojo, decimos España y no Franco— y viceversa. 

En este marco de compra de voluntades y adhesiones con maletín interpuesto algún día habrá que hablar de cómo cierto cantante muy conocido recibió millones, así, en plural, suministrados por esa clase nacionalista escondida tras los negocios, así, para adoptar determinada postura política provocando con esto un tremendo escándalo nacional. La persona en cuestión quedó como un héroe, la causa nacionalista estuvo así bien servida y aquí paz y después gloria. Repito, se sabrá. Y esto que digo lo entenderá al menos un lector, parafraseando a Conan Doyle. El día en que se haga púbico veremos hasta dónde podía llegar el poder del dinero. Cosa que no ha cambiado nada, por cierto. Ahí lo dejo. Sigamos. Entre ambas formaciones, CiU y PSUC, existía una complicidad absoluta. Ahí está la relación entre el historiador Benet, comunista, y Pujol, que no se cansaba de loarlo. Si eso no se mostraba públicamente de manera tan clara entre socialistas y pujolistas era, en primer lugar, porque competían por gobernar la autonomía y, segundo, porque el votante del PSC siempre ha sido refractario al nacionalismo, de origen castellano parlante, de extracción humilde, proveniente de otras partes de España y admirador de Felipe y Guerra. Un español de izquierdas, resumiendo. 

Me refiero al de aquellos tiempos; ahora, ni eso. Por lo tanto, las colusiones con todos quienes deseaban romper la igualdad entre los españoles han sido y son muchas. Por otra parte, al sanchismo le viene de perlas enfrentar territorios como una forma más de tapar sus vergüenzas. Véase la campaña a cara de perro que mantiene Moncloa con la presidenta Ayuso y, de resultas, con los madrileños. O esa batalla por llevar al patíbulo político al presidente valenciano Mazón por la DANA. Otro asunto del que algún día la historia tendrá que decir mucho y no bueno respecto hasta qué extremos pueden llegar los socialistas cuando de mentir e intoxicar se trata. No, a Sánchez nunca le ha convenido ni la unidad de España ni las instituciones y organizaciones que la representan. 

De ahí se desprende también su desprecio hacia la figura del jefe del Estado, su majestad el rey Felipe VI, el empeño en que el rey Juan Carlos no retorne a su patria, la colonización de las Fuerzas de Seguridad del Estado —véase la tremenda injusticia que el ministro Marlaska cometió contra el para mí general Pérez de los Cobos—, la Justicia, el lento y disimulado intento de desmantelar determinadas unidades policiales, el mantener al ejército alejado de sucesos como la terrible DANA o, ya en el plano de la representación nacional, el menosprecio que mantiene desde el minuto uno hacia el Congreso de los Diputados y ya no digamos el Senado donde tiene mayoría el PP. Podríamos concluir que, al fin y al cabo, a Sánchez lo que no le gusta de la unidad de España es la propia España y sus instituciones, y que preferiría derribarlo todo para crear un estado ex novo con él mismo al frente como presidente, a lo Chávez.

Todos sus pasos, todas sus actuaciones, incluso su histrionismo barato, copian el estilo chavista y se encaminan justamente a una república de corte bolivariano. Esta es una acusación que molesta a los pro gubernamentales, pero ya me dirán ustedes qué puede deducirse de alguien que va colocando en lugares estratégicos como la presidencia del Tribunal Constitucional o la Fiscalía General del Estado a personajes adictos a su causa, alguien que apenas acude al parlamento a rendir cuentas o que ni siquiera se digna convocar un Debate del Estado de la Nación, refugiándose en actos diseñados ad hoc con sus fieles para decir cuatro consignas falaces. 

Un individuo que ante una desgracia o el estallido de la corrupción más nauseabunda de sus más próximos espeta: «Yo estoy bien», «Si quieren ayuda que la pidan» o el estúpido «Son las cinco y no he comido» ya demuestra lo que es como persona. Nada. Con todos esos precedentes, es inaudito que un dirigente europeo se niegue de manera tan pertinaz a rendir cuentas. Sánchez lo hace porque de la dispersión de voto ha hecho virtud, porque a base de tanto mensaje propagandístico aquel antaño sólido edificio llamado España está cada día más cuarteado por quienes lo quieren derribado desde dentro y desde fuera —léase Marruecos— y porque la oposición no ha sabido, podido o querido organizarse en un frente unido y beligerante, dedicándose las más de las veces a pelearse entre ellos que contra el adversario común. A ellos también la historia los juzgará y no será amable, lo digo con pesar. 

A Sánchez, pues, le molesta España, su historia, sus instituciones, sus tradiciones seculares, incluso su bandera. Quiere otra cosa totalmente diferente y sabe que para conseguirla debe borrar todo lo hecho en España. Hablando en plata, lo que ansía es dejarla como un solar y sobre ese solar alzar un edificio que poco o nada tendría que ver con lo que hemos sido. Con una historia debidamente modificada a su gusto, con una sociedad artificialmente inventada por él, con instituciones que actuasen como la voz de su amo, en fin, lo que viene siendo una dictadura con todos los atributos que componen la misma. Todo esto está sucediendo ante nuestros ojos y vemos como cada día surge un nuevo nacionalismo en el solar patrio. Que eso tiene mucho de interés mezquino y posee un asqueroso tufo de cacique local es indiscutible, pero no perdamos de vista que detrás de esos folclorismos de salón también hay un plan muy bien trazado. 

Me recordaba el otro día un amigo historiador que, durante la guerra, Santander emitía moneda pública. A eso quiere llegar Sánchez y de ahí que ahora se hable del andaluz como idioma, que se fomenten partidos separatistas en León o en El Bierzo, que la furia por imponer el asturiano haya alcanzado cotas que hace pocos años nadie hubiera sospechado o que en Aragón digan que su idioma es el aragonés, la fabla, que, dicho sea con todos los respetos, es un dialecto que se habla solamente en la franja pirenaica en la tierra de mi abuela materna. ¿Llegaremos a ver traducción simultánea en el Congreso del panocho murciano o el castúo extremeño? Si la hay para catalanes, vascos, etc., sería lo justo, porque aquí, o todos o ninguno. Y el españolito de a pie, al que no le alcanza el sueldo, el que ve como lo fríen a impuestos mientras los gobernantes están instalados en una dorada corrupción, el que paga en definitiva la fiesta del chivo se pregunta ¿y a mí qué me importa que se hable catalán en el Congreso? ¿En qué mejora mi vida ese tipo de cosas? La respuesta es lapidaria: en nada. El culmen de todo este odio hacia España llegará cuando introduzcan al traductor del silbo gomero. Pero me detengo en lo que respecta a este asunto, no sea que Sánchez lea o le lean —lo más probable— estas páginas y le esté dando ideas.

LA BUROCRACIA COMO REFUGIO DE LOS INÚTILES 

De la misma forma que Vargas Llosa, que Dios tenga en su Gloria, se preguntaba cuándo se jodió el Perú, los españoles podríamos formularnos la misma cuestión. ¿Cómo una nación que dominó un Imperio mundial ha acabado pordioseando ante los plutócratas de Bruselas? ¿Qué razones hay para que nuestra voz no sea escuchada por nadie ni nuestra opinión valga una higa? ¿Qué mano —o manos— negras han hecho que España haya ido de mal en peor desde el siglo XVIII? 
Seguramente los conspiranoicos tengan muchas causas a las que atribuir nuestra decadencia, pero la realidad siempre es mucho más cruel y trágica que la mejor de las ficciones dramáticas. Si estamos como estamos es única y exclusivamente por culpa de nosotros mismos, de los españoles. 

Una nación poblada por patriotas que se sienten orgullosos de su tierra puede ser atacada, pero jamás podrá desaparecer de manera deshonrosa ante la indiferencia de sus pobladores. Que es, justamente, lo que nos sucede. Respondiendo a la pregunta de Vargas Llosa aplicada a nuestra patria, España se empezó a joder cuando los españoles empezamos a abandonarla, a ser más egoístas que españoles, a preferir nuestra bandería, nuestra patria chica o nuestros asuntos al conjunto nacional. Decía el poeta que el reino perdido de Tebas murió cuando no tuvo poetas que lo cantasen. 

Esto es lo que nos ha pasado a nosotros, que, por creernos, incluso hemos tragado con falacias como la «Leyenda Negra», ingenioso artificio propagandístico anglo sajón para ocultar sus tropelías y genocidios en las Indias. Es la paradoja del español: suele tener devoción por la Semana Santa, pero es ateo; dice que esto de España no tiene arreglo pero ojito con meterte con su pueblo; asegura no sentirse patriota porque eso es de fachas, pero se pone como un loco cuando ganamos al fútbol, al tenis o en cualquier competición deportiva. En suma, nuestra españolidad —comprendan que no hablo de todos ni de la mayor parte siquiera— es de una hipocresía tremenda. Nos da vergüenza sentirnos españoles y proclamarlo en voz alta. Decimos una cosa y hacemos otra, lo cual además de ser un rasgo muy nuestro es de una esterilidad social, política, económica e histórica brutal. 

El provincianismo ha sido y es un virus mortal para la nación española. Y cuando nos toca ejercer de españoles es, por lo general, para hablar mal de nuestra patria. Es aquella vieja frase que reza: «Si está hablando pésimamente de España seguro que es español». Despreciamos a nuestros genios, los ignoramos, permitimos que se hayan ido históricamente a trabajar a otros países donde han dado a la humanidad auténticos logros, pero se nos cae la baba con cualquier piernas con apellido extranjero que venga a decirnos que el agua moja. Es puro papanatismo intelectual y la razón por la cual en España se admira más a una famosa que lo es solo por abrirse de piernas delante de un señor conocido y dejarse preñar, o a un futbolista que apenas sabe hilvanar una frase medianamente inteligible, antes que a un científico que se pasa la vida investigando sobre cómo curar el cáncer por una miseria de sueldo. 

Y encontramos espléndido que a los primeros se les retribuyan sus miserias con millones y millones, muchas veces extraídos del dinero de todos los españoles, mientras que al científico le regateamos todo. Recuerdo al gran Doctor Joan Oró, a quien tuve el honor de conocer, cuando me dijo que, tras su regreso de los EE. UU. donde era una eminencia —el Doctor Oró fue un bioquímico eminente que trabajó para la NASA donde lo trataban como lo que era, un sabio—, pensando que con la democracia podía hacer algo en su tierra, se volvía otra vez a su país de acogida. Grave error. «Mire —me confesó— allí pido una probeta y al momento tengo una caja; aquí, además de tardar meses en darme respuesta, al final, no me las envían. Existe una especie de pereza, de inactividad, de burocracia que todo lo retrasa y entorpece y nadie parece dispuesto a hacer nada por solventarlo. 

Y así no farem res, no haremos nada». Se hizo político esperando poder intervenir en ese estado de cosas. Fue peor. Retornó a los EE. UU. donde no le faltaron nunca los medios ni el dinero para su trabajo y donde, además, se le brindaba el respeto que sus compatriotas le negaban. Y a eso vamos. El diagnóstico es tan válido ahora como lo fue en los inicios de la Transición. Junto a la envidia, la pereza y la falta de interés en lo intelectual, la burocracia es uno de los grandes frenos al progreso español. Esto lo sabe muy bien la izquierda y por eso multiplica los cargos, los asesores, los asesores de los asesores, los organismos inútiles, los ministerios y los departamentos oficiales aunque sepa que no han de servir para nada que no sea colocar a sus conmilitones. Es obvio que eso obedece al temor a la libertad que tienen los que provienen de ideologías marxistas. 

El empleador por excelencia ha de ser el Estado, dicen, que, gobernado por el partido, es quien ha de regular los trabajos e ingresos de sus habitantes asegurándose así un control social absoluto. Cuando Berlinguer empezó a hablar del eurocomunismo, que algunos interpretaron como una ruptura con el viejo estalinismo y un rapprochement con la democracia liberal, no lo creí a pesar de mi juventud. Los cantos de sirena pudieron engatusar a muchos, cierto, pero me resultaba imposible creer que, a nivel español, el responsable de las sacas, de Paracuellos y de tantos otros crímenes como fue Santiago Carrillo pudiese vendernos ese comunismo con rostro humano, él, que había servido a Stalin sin abrir la boca. Porque comunismo y democracia son conceptos totalmente antagónicos. 

Y nunca he creído que el comunismo, como el nazismo, tengan un rostro ni humano ni vagamente parecido a eso. Me permito un inciso: si el nacional socialismo se considera una atrocidad —y lo es— y la apología del mismo es delito en Europa habiendo sido condenado por el Parlamento Europeo que al menos por una vez ha acertado, ¿cómo puede ser posible que existan partidos comunistas legales y la exhibición de banderas y símbolos comunistas o estén proscritos siendo como son los causantes de millones de muertes? 
Si usted le grita «nazi» a cualquiera eso se interpreta como insulto, pero no pasa lo mismo si dice «comunista». Lo vemos a diario. Los comunistas se vanaglorian, se ufanan, se pavonean, e incluso con Sánchez están en el Gobierno desde que éste empezó su andadura en la presidencia. Es una mixtificación histórica que proviene del final de la II Guerra Mundial y que se mantiene viva a día de hoy. 

Nadie les echa en cara el estalinismo y sus terribles matanzas como el Holomodor ucraniano que mató a miles de seres humanos de hambre o a los terribles gulags, o a los juicios de Moscú; tampoco se les avergüenza con el régimen de Pol Pot, que llegó a proscribir el canto de los pájaros por considerarlo antirrevolucionario o asesinó a las personas que llevaban gafas por presuponerles una condición de intelectuales reaccionarios con el movimiento de los Jemeres Rojos, la banda de asesinos que no desmerece ni a las SS ni a la NKVD; mucho menos su agresión constante a los países del Este que vivieron sojuzgados a Moscú durante décadas o, por hablar de la actualidad, las dictaduras norcoreanas, vietnamitas, venezolanas o cubanas. 

Finalizo el inciso con la perplejidad de quien no comprende ese doble rasero de medir, atribuyéndolo a la complacencia de la izquierda socialista y a la aquiescencia criminal de las fuerzas no marxistas que han estado durmiendo el sueño de los justos, por decir algo, desde el siglo pasado. De ahí que los Gobiernos socialistas en España, que han virado de manera brutal hacia el viejo largo caballerismo de la malhadada República, hayan seguido a pies juntillas las tesis más ortodoxas del PCE y vean con malos ojos a la iniciativa privada, siendo su primer objetivo pulverizar las clases medias, abrumándolas con impuestos voraces y sometiéndolas a normativas absurdas que, prácticamente, hacen que a nadie le salga a cuenta ser autónomo o montar un pequeño negocio. 

La clase media, auténtico colchón de revoluciones suicidas y experimentos socialistas, está prácticamente trinchada en España gracias al sanchismo y sus adláteres. Que la mayoría de la juventud prefiera ser funcionario a tener su propia empresa es un síntoma alarmante de la eficacia de estas políticas que he mencionado. Decía Antonio Banderas en una entrevista concedida a «El Hormiguero» que, mientras en los EE. UU. los alumnos de las universidades pensaban en emprender un proyecto propio, en España la mayoría de los jóvenes lo que querían era sacarse una oposición y ser funcionarios. Añado que el error de este tipo de jóvenes es de dimensiones estratosféricas, porque no es el Estado quien crea la riqueza, son las empresas, los emprendedores, los trabajadores, en fin, los que participan de la economía real y cotidiana, esa en la que circula el salario directo e indirecto y en la que se promueve la prosperidad. 

Claro que la consecuencia de todo esto, y volvemos a lo de antes, es una clase media robusta y sólida y eso no interesa a la izquierda sanchista, que prefiere un país de ricos y pobres, sin colchón amortiguador, lo que le da carta blanca para hacer demagogia. Evidentemente, si los pobres dependen de una paguita, una subvención o, directamente, trabajan para papá Estado —la izquierda confunde estado y partido, como es harto conocido— miel sobre hojuelas. Sánchez ha hecho crecer la burocracia enormemente, pero tengamos claro que el mal viene de lejos, de aquel siglo XIX de las cesantías, en el que los nuevos que llegaban al Gobierno echaban de sus despachos a los que había colocado el anterior para sustituirlos por los suyos, los adictos como se denominaban entonces. 

Las Comunidades Autónomas, de las que tendremos ocasión de hablar más detalladamente, han sido el paroxismo de esta idea. Esa excusa torticera de acercar la administración al administrado, basándose en el concepto de proximidad unida a la de reconocer Dios sabe qué «hechos diferenciales», ha permitido que el monstruo de la gente que acude a un despacho —si es que en realidad es así— para no hacer nada productivo sea inmensa. 
Las leyes, reformas, añadidos, reglamentos, normas y demás palabrería que solo sirve para poner palos en las ruedas a la marcha de la economía y la sociedad es tan grande en nuestra patria que la motosierra de Milei se quedaría chica ante la selva de cosas a recortar.

Eduardo García Serrano: "La Nación Española ha muerto"

miércoles, 10 de diciembre de 2025

PELÍCULA "NUNCA ES DEMASIADO TARDE" (STILL LIFE), 2013


NUNCA ES DEMASIADO TARDE 
(STILL LIFE)
NATURALEZA MUERTA (BODEGÓN), 2013

"Ahora soy huérfano, pase cuando pase".

Pasolini, que ha escrito asimismo el guion y ha producido la película con un presupuesto ínfimo, se ha inspirado en el trabajo real de los funcionarios que organizan los funerales de las personas que mueren solas. A partir de ello extrae una reflexión sobre la pertenencia a una comunidad, sobre el valor que damos a la persona que vive junto a nosotros en la más absoluta soledad.
"La idea de las tumbas solitarias y los funerales desiertos me llamaba mucho la atención", explica Pasolini. Es una imagen muy poderosa. Empecé a pensar en la soledad y en la muerte, y en lo que significa formar parte de una comunidad, y en cómo el concepto de vecindad ya no existe para mucha gente. Escribiendo el guion me sentí culpable de no conocer a mis vecinos ni la comunidad en la que vivo. Por primera vez fui a la fiesta de mi calle, porque quería participar en ese pequeño intento de crear un vínculo entre vecinos".
Esta sensación de falta de compromiso con la comunidad dio lugar a reflexiones más profundas sobre la sociedad moderna.
"¿Qué estamos diciendo sobre el valor que la sociedad adjudica a las vidas individuales?
¿Cómo es posible que haya tanta gente olvidada, que muere sola?", se pregunta el cineasta. "La calidad de nuestra sociedad se juzga por el valor que otorga a sus miembros más débiles, y ¿quién es más débil que un muerto?
Nuestra forma de tratar a los muertos es un reflejo de cómo nuestra sociedad trata a los vivos. Y en la sociedad occidental parece fácil olvidar cómo se honra a los muertos. Estoy convencido de que el reconocimiento de las vidas pasadas es algo fundamental para una sociedad que se pretende civilizada".

Para comenzar esta crítica, les proponemos una serie de naturalezas muertas. Varios encuadres fijos que Uberto Pasolini encadena con ritmo lacónico y con las que parece condensar una vida apagada. Traten de recrearlos en su cabeza como imágenes serenas, frías, sin vitalidad. Porque constituyen la perfecta síntesis de cómo se construye "Still Life" NUNCA ES DEMASIADO TARDE. Comencemos. 
Un impersonal despacho de blanco apagado y estanterías de metal vacías. 
La esquina de una calle residencial de casas de ladrillo pardo, en las que incluso sus elementos vivos parecen perennes: un hombre que siempre fuma en la ventana, un perro que siempre ladra en la lejanía. Una pequeña mesa con un mantel de blanco inmaculado, sobre la que se disponen una plancha y una austera bandeja de corcho. Un pulcro escritorio sobre el que reposa un flexo común, una cajita de herramientas y un álbum de fotos cerrado. Un cementerio en el que la niebla apaga los verdes de la vegetación y los grisáceos de las lápidas, mientras se escucha algún trinar de pájaros y el viento mece con suavidad la hierba. Un sencillo epitafio: nombre, nacimiento, muerte.

Si se animan a descubrir el segundo largometraje de Pasolini (ninguna relación de parentesco, ni sanguínea ni estilística, con el controvertido director de Salò), descubrirán que la concepción desapasionada de la vida que parece haber en esta serie de imágenes es solo una apariencia, parte del juego que intenta crear Still Life. Consideremos el doble sentido que permite su título (cuya desacertada traducción al español, Nunca es demasiado tarde, viene a destrozar). Porque el término “still life”, en inglés, designa lo que en español llamamos naturaleza muerta, el género pictórico del bodegón. Ahora bien, mientras que el nombre castellano tiene una connotación más lúgubre, en el inglés (literalmente traducido sería “todavía vida”) hay un deje esperanzador, que es precisamente al que se aferra Pasolini. Aunque lánguida en forma (sus colores apagados como por una especie de vaga niebla y sus escenas de composiciones estáticas, unidos a un montaje de estrictos planos fijos, remiten al rigor [cuasi] mortis del bodegón clásico), Still Life parece apuntar a un fondo en cierto modo optimista.

Eddie Marsan da cuerpo a John May, un trabajador del ayuntamiento que se dedica a encontrar a los familiares o allegados y organizar los funerales de las personas que mueren solas. El filme retrata su inquebrantable dedicación al trabajo, a la vez que su rutina solitaria, la de un hombre con una mesa de despacho ordenada y sin adornos que al regresar a casa, sin nadie que lo espere, cena una lata de atún con una rebanada de pan de molde, una manzana y una taza de té (un menú que, por cierto, constituye un buen ejemplo sobre cómo Pasolini utiliza la estética del bodegón para revelar psicológicamente a su personaje). Pero, lejos de la banalidad del típico funcionario kafkiano, a John le otorga un sentido de lo heroico su apasionamiento (velado por el semblante invariablemente mortecino que le pone Marsan) por el trabajo. 

La épica callada que hay en el único hombre que se preocupa por brindar despedidas dignas a los que han fallecido exiliados de la sociedad. Una labor que, vista desde la perspectiva materialista dominante (encarnada en las críticas que recibe John por parte de su jefe, que no entiende por qué dedica tantos gastos a las exequias de gente muerta y sin familiares), se manifiesta carente de significado. Lo que para un John en el fondo profundamente ascético es vanitas (el dinero, la comida, las convenciones sociales...), para la sociedad que le rodea es lo principal, el ruido que acalla la consciencia de la mortalidad.

Pasolini escoge contagiarse de la concepción espiritual de su protagonista. Y aunque juegue a ratos a acercarse al pastelón romántico (todo ese discurso sobre las segundas oportunidades, el empezar una nueva vida y el descubrimiento del amor, que además alimenta el título español), termina desvelando que su búsqueda no es la de la felicidad “material” de su protagonista, sino la de una salvación incorpórea de todos los personajes solitarios a los que él ha enterrado y a los que tanto se parece. El fallecido al que John investiga durante la trama principal de la película, un vagabundo que murió entre decenas de botellas vacías, da buena cuenta de ello: cómo el escarbar en una vida llena de equivocaciones y malas decisiones, pero de vivencias intensas al fin y al cabo, puede terminar encauzada hacia una dignidad final que, más allá del logro de reunir a los damnificados en torno a su tumba, tiene un valor en sí misma. Para John, al menos. Y quizá para el espectador contagiado.

Aunque precisamente en este último aspecto está el mayor defecto de Still Life: el director, más que la empatía, parece buscar el ejercicio de fe del espectador, para a través del sentimentalismo infundirle esta concepción mística. Las melancólicas notas de piano, o los primeros planos del álbum de fotos que John elabora con sus “protegidos”, van preparando una atmósfera sensiblera que desemboca en el gran golpe de efecto final. Que, en el caso del que suscribe, no llegó a dar resultado. Porque el andamiaje dispuesto para despertar las emociones no está demasiado bien escondido. Y lo que se impone, más que la identificación, es el deseo teñido de compasión de que la entrega de John May sirva para algo. 

Con todo, Still Life tiene méritos innegables. Sobre todo en su forma de jugar a indagar en un sentido profundo de la vida tras la aparente languidez de su forma. Su manera de presentar la vida cotidiana con un barniz lúgubre, de colores sin brillo, combina bien con sus acercamientos, bajo el mismo tono tranquilo, a realidades tan alejadas de ella como un cementerio y unas misas fúnebres, que son precisamente las escenas que abren la película. Además del buen hacer de Eddie Marsan (al que es una gran noticia ver en un papel protagonista) en su interpretación, que encarna perfectamente esa dualidad entre la apariencia indolente y la meticulosidad en esencia apasionada de John. | ★★ |


Tráiler NUNCA ES DEMASIADO TARDE


martes, 9 de diciembre de 2025

LIBRO "CLAMORES DE UN ESPAÑOL" por ANTONIO MORENO RUIZ

CLAMORES DE
UN ESPAÑOL

ANTONIO MORENO RUIZ

“Clamores de un español” es un poemario que, de principio a fin, reúne un patriotismo hispánico tan autocrítico como sincero y ardiente, buscando la esperanza futura en el virtuosismo de las esencias tradicionales a través de unos versos que mezclan la lírica y la épica, las gestas y las tragedias, el terruño y el universo.
COLUMNAS DE HÉRCULES

Columnas de Hércules,
¿acaso no sustentan,
el punto más importante, 
de este planeta?

Una bandera, el héroe heleno, 
dejó allí ondeando,
hacia la leyenda del tiempo, 
los mares juntando .

Columnas de Hércules:
¿No llamáis a l Atlas, 
pidiendo el natural, 
regreso de España?

¿Y acaso no pedís también, 
el concurso de Portugal, 
que ejecutó con sus quinas, 
la cruzada del mar?

Por el peñón de Gibraltar, 
Dios nos puso el Estrecho, 
hemos ahí nuestra grandeza, 
hemos ahí nuestro derecho.

Columnas de Hércules, 
sostén de nuestro blasón, 
Gades tu santuario,
tuyo es el sol.

Columnas de nación y universo, 
columnas de mito y realidad,
¡sea hercúlea la epopeya, 
de una nueva Hispanidad!

CANTOS IBEROCELTAS

A la memoria de Gabriel Celaya

Somos a muerte lo ibero, 
somos a muerte lo celta, 
somos la grandeza romana, 
contada en goda epopeya.

Hay algo de chispa rifeña,
en nos, peninsulares e isleños, 
somos a muerte los celtas, 
somos a muerte los iberos.

Hoy somos leones mellados, 
hoy somos águilas sin alas, 
hoy somos castrados bueyes, 
y no toros de lidias bravas.

Hoy somos osos sin zarpas, 
hoy somos linces sin vista, 
hoy somos lobos sin fauces, 
somos una triste pantomima .

Mas un nervio de atávica sangre,
de iberia Sumergida e Hispania Arcana, 
un nervio de espada de libertad,
truena en nombre de España.

Ay, esta Iberia sumergida, 
en sus rumores clandestinos, 
empeñada en ser anormal,
empeñada en viles cainismos.

Empeñada en el robo y la mentira, 
empeñada en odios y desquiciamientos, 
siempre la vida complicando,
con artificiales y tormentosos sufrimientos.

No es cuestión de vivir,
sólo del esplendor del pasado, 
mas inaceptable es el suicidio, 
la queja inactiva y el descaro.

inaceptable el odio a nuestra historia, 
inaceptable el odio a nuestro ser, 
inaceptables rencores acumulados, 
inaceptable tantísima hiel.

¿Nos avergonzamos de lo nuestro, 
pero sólo nos sabemos divertirnos?
¿en esquizofrénicas contradicciones, 
habremos de sumimos?

España enlutada de sangre y polvo, 
sucia, sedienta, hambrienta,
¿no somos príncipes de Occidente?
¿no hay cantos de lo ibero y lo celta?

Será que podemos ser volubles, 
será que no aprendemos a vivir, 
será que el esperpento nos mata, 
será que insistimos en morir.

Lloro contra los babosos mediocres, 
lloro de rabia e impotencia,
somos a muerte lo ibero, 
somos a muerte lo celta.

Estas lágrimas son pensamientos, 
estas lágrimas son hachazos,
olas marinas y crespos montes, 
son ibero-celtas cantos.

La ruina de nuestro presente, 
va a aniquilar nuestro futuro,
han de sonar cantos de vida y esperanza, 
en lo alto del crepúsculo.

Resuenen cantos de iberos, 
resuenen cantos de celtas, 
proyectados y universalizados, 
sobre las Españas enteras.

Somos cuerpos estremecidos, 
somos sentimientos exagerados, 
somos espumas torrenciales, 
somos los ibero-celtas cantos.

Hacemos nerviosa la lengua latina, 
somos sobrios y austeros,
pero parece que nuestras bocas, 
quieren ahogarse con venenos.

Somos a muerte lo ibero, 
somos a muerte lo celta,
nuestra bronca textura se acicala, 
con el rayo y la centella.

Somos la leyenda golpeada, 
somos las piedras habladoras, 
ahora los cantos ibero-celtas, 
siempre es el momento. ¡Ahora!

Basta de enrevesados refunfuños, 
nuestra alma no está muerta,
¡somos a muerte lo ibero!
¡somos a muerte lo celta!

EL VASCÓN

Atavismo noble,
de leyenda ilustrada, 
se yergue el vascón, 
por toda España.

El caserío como núcleo, 
de la tallada piedra,
la que es levantada, 
con brío y fuerza.

Remoto pasado en marcha,
autóctono anterior a l indoeuropeo, 
labrado en bosques y mares,
como el más fértil astillero.

Hijo de la lucha y de la luna, 
cotejando el sol desde los montes, 
recio, austero y montaraz,
en los más sinceros horizontes.

Clamando a Jaungoikoa, 
desde una atalaya de arcanos, 
próspero, sencillo, laborioso 
forja de los manes hispanos.

¡Sigue nutriendo nuestro espíritu, 
oh, vascón admirable,
que tu ser nos proteja, 
con cerebro y con sable!

GARRA CELTIBERICA

Un celta llegó a la Península, 
con una ibera se unió,
fuerza nativa forjadora, 
de un magnífico corazón.

Cercaron las olas de los mares, 
tanto fenicios como griegos, 
entrambos asombráronse,
de la cultura de Tartessos.

La Piel de Toro querida, 
hunde antiquísimas raíces, 
desde las montañas vasconas, 
florecen arcanos sublimes.

Tú que fuiste la perla de Roma,
y de los godos patria ansiada, 
tú, martillo del mahometismo, 
tú: América, Flandes o Italia.

De tus legendarios orígenes, 
a tu desarrollo de esplendor, 
tanto trabajo y sacrificio,
¿por qué tanta falsa cuestión?

Vuelva la garra de Olindico, 
vuelva la garra de Viriato,
la de Indíbil y Mandonio, 
la de Culchas y Chalbo.

Vuelva la vieja estirpe, 
vuelva hacia el futuro, 
vuelva contra la decadencia, 
de este tiempo tan oscuro.

Vuelvan a crujir las falkatas, 
vuelvan los roncos cantos de guerra, 
vuelvan broncos y saludables, 
nombres de patria iberocelta.

CUNA ROMANA

Mi cuna es Roma,
porque Roma es mi lengua, 
porque Roma es mi alma, 
porque Roma es mi esencia.

Defiendo mi cuna romana, 
ante tantos barbarismos,
en un mundo de tinieblas, 
que cabalga hacia el abismo.

Soy hispanorromano, 
amo de veras a mi patria,
Roma: España es la que ostenta, 
el escudo de su raza.

Monarquía, Aristocracia, 
Democracia; soy senatorial y popular,
olivo, trigo y vid,
para la tierra y del mar.

in Hoc Signo Vinces, 
centro de la Cristiandad, 
gloria de Teodosio, 
fuente de legitimidad.

Laureles de victoria, 
inmortalidad de cultura, 
vocación universal,
que no halla sepultura.

Siempre en mi conciencia, 
Roma es mi cuna,
como romano quiero vivir, 
hasta la hora de la tumba.

LLANTO ROMANO

No llores romano,
que ya alguien te lo advirtió, 
que el bárbaro fiero,
te helaría el corazón.

¿Dónde tu pueblo, 
dónde tu senado, 
dónde tus ejércitos, 
dónde, caro romano?

Aún queda el Oriente, 
que se resiste a morir,
y en nombre del Vasileia Romaion,
helénico te querrá reconstruir.

Ay, pero escucha que
la bizantina suerte, 
a los siglos no será, 
de la tuya diferente.

Ah, pero la Cristiandad,
será tu más hermoso legado, 
ella recogerá tu cerro,
aun con barniz germano.

De ti brotará n dos hermanos, 
como Rómulo y Remo sin igual, 
serán dos patrias cuyos pilares, 
forjarán toda La Hispanidad.

No llores romano,
que las lágrimas no arreglan nada, 
mas aprende de los errores,
los mismos cometerás mañana....

DE ITÁLICA A CONIMBRIGA

Hierve en mí lo nativo,
del propio nervio iberocelta, 
mas ello no es obstáculo,
para admirar la Roma excelsa.

La Roma que civilizó, 
al godo caminero,
la Roma de Itálica,
que en Conirnbriga recreo.

Las ruinas del foro, 
gritaban al viento,
en el cerro escarpado, 
en el campo yermo .

El color del mármol,
la quietud de las columnas, 
las trabajadas termas,
las horas fecundas.

Cuánto sabio silencio,
ante el suave paso del aire, 
entretanto, aquellas ruinas, 
un día, edificio formidable.

¿Cómo que el teatro parece escondido?
¿Cómo que las lápidas yacen desvalidas? 
Con todo, los estragos del tiempo, 
permiten percibir la vida.

Y allí donde estuvo Roma, 
floreció el cristianismo, 
sus primeras basílicas,
se ofrecen como testigo.