EL Rincón de Yanka

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jueves, 27 de noviembre de 2025

LIBRO "CUANDO LOS TONTOS MANDAN" 😵 por JAVIER MARÍAS

 CUANDO LOS TONTOS MANDAN

JAVIER MARÍAS

Este volumen reúne los noventa y cinco artículos publicados por Javier Marías en el suplemento dominical El País Semanal entre el 8 de febrero de 2015 y el 29 de enero de 2017.
Noventa y cinco piezas que ofrecen una instantánea de la realidad, del gran articulista de la prensa española actual.
«¿Se puede hacer algo en un mundo en el que contamos con grabaciones, con sonido e imágenes, con máquinas calculadoras más fiables que nunca, y todo ello se refuta con desfachatez? ¿Estamos adormilados, hipnotizados o simplemente idiotizados para creer más a los distorsionadores que a nuestros ojos y oídos, y aun que a la aritmética?», se pregunta el autor en uno de los textos incluidos en este libro. Y concluye su reflexión: «Si es así, rindámonos».

Vivimos tiempos en los que no se puede soslayar el triunfo de las radicalidades, de las militancias de todo signo y de los bulos cotidianos; la célebre posverdad se impone a lo real y gran parte de los ciudadanos solo lee, oye o ve a los de su cuerda, atrincherados en la comodidad de un pensamiento coincidente. En estas circunstancias, Javier Marías es un outsider necesario. Con su estilo elegante, su exquisita educación y su gran sentido del humor, lleva a cabo en sus artículos algo infrecuente: matizar, razonar, dar mandobles a unos y a otros cuando lo considera conveniente, no ejercer banderías ni lo políticamente correcto.

En medio del ruido global en el que estamos inmersos, las piezas de opinión recogidas en Cuando los tontos mandan resultan indispensables para formarnos una opinión personal sobre gran variedad de temas y para entender el mundo actual. Y confirman a Javier Marías como una de las voces más representativas y valoradas de la auténtica disidencia.

Reseñas:

«Quien no lea a Marías está condenado». The Nation
«Su mente es profunda, aguda, a veces turbadora, a veces hilarante, y siempre inteligente». Edward St Aubyn, The New York Times Book Review

***
Lo comentaba hace unas semanas Jorge Marirrodriga en este diario: el sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres “ha exigido que desaparezcan del programa filósofos como Platón, Descartes y Kant, por racistas, colonialistas y blancos”. Supongo que también se habrá exigido (hoy todo el mundo exige, aunque no esté en condiciones de hacerlo) la supresión de Heráclito, Aristóteles, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. La noticia habla por sí sola, y lo único que cabe concluir es que ese sindicato está formado por tontos de remate. Pero claro, no se trata de un caso aislado y pintoresco. Hace meses leímos –en realidad por enésima vez– que en algunas escuelas estadounidenses se pide la prohibición de clásicos como Matar a un ruiseñor y Huckleberry Finn, porque en ellos aparecen “afrentas raciales”. Dado que son dos clásicos precisamente antirracistas, es de temer que lo inadmisible es que algunos personajes sean lo contrario y utilicen la palabra “nigger”, tan impronunciable hoy que se la llama “la palabra con N”.
"El problema no es que haya idiotas desaforados exigiendo censuras y vetos, sino que se les haga caso y se estudien sus reclamaciones imbéciles".
El problema no es que haya idiotas gritones y desaforados en todas partes, exigiendo censuras y vetos, sino que se les haga caso y se estudien sus reclamaciones imbéciles. Un comité debía deliberar acerca de esos dos libros (luego aún no estaban desterrados), pero esa deliberación ya es bastante sintomática y grave. También se analizan quejas contra el Diario de Ana Frank, Romeo y Julieta (será porque los protagonistas son menores) y hasta la Biblia, a la que se objeta “su punto de vista religioso”. Siendo el libro religioso por antonomasia, no sé qué pretenden los quejicas. ¿Que no lo tenga?

Hoy no es nadie quien no protesta, quien no es víctima, quien no se considera injuriado por cualquier cosa, quien no pertenece a una minoría o colectivo oprimidos. Los tontos de nuestra época se caracterizan por su susceptibilidad extrema, por su pusilanimidad, por su piel tan fina que todo los hiere. Ya he hablado en otras ocasiones de la pretensión de los estudiantes estadounidenses de que nadie diga nada que los contraríe o altere, ni lo explique en clase por histórico que sea; de no leer obras que incluyan violaciones ni asesinatos ni tacos ni nada que les desagrade o “amenace”. Reclaman que las Universidades sean “espacios seguros” y que no haya confrontación de ideas, porque algunas los perturban. Justo lo contrario de lo que fueron siempre: lugares de debate y de libertad de cátedra, en los que se aprende cuanto hay y ha habido en el mundo, bueno y malo. No es tan extraño si se piensa que hoy todo se ve como “provocación”. 

Un directivo del Barça ha sido destituido fulminantemente porque se atrevió a opinar –oh sacrilegio– que Messi, sin sus compañeros Iniesta, Piqué y demás, no sería tan excelso jugador como es. Lo cual, por otra parte, ha quedado demostrado tras sus actuaciones con Argentina, en las que cuenta con compañeros distintos. Y así cada día. Cualquier crítica a un aspecto o costumbre de un sitio se toma como ofensa a todos sus habitantes, sea Tordesillas con su toro o Buñol con su “tomatina” guarra.

La presión sobre la libertad de opinión se ha hecho inaguantable. Se miden tanto las palabras –no se vaya a ofender cualquier tonto ruidoso, o las legiones que de inmediato se le suman en las redes sociales– que casi nadie dice lo que piensa. Y casi nadie osa contestar: “Eso es una majadería”, al sindicato ese de Londres o a los padres quisquillosos que pretenden la expulsión de clásicos de las escuelas. Antes o después tenía que haber una reacción a tantas constricciones. Lo malo es que a los tontos de un signo se les pueden oponer los tontos del signo contrario, como hemos visto en el ascenso de Le Pen y Putin y en los triunfos del Brexit y Trump. A éste sus votantes le han jaleado sus groserías y sandeces, sus comentarios verdaderamente racistas y machistas, sus burlas a un periodista discapacitado, su matonismo. Debe de haber una gran porción de la ciudadanía harta de los tontos políticamente correctos, agobiada por ellos, y se ha rebelado con la entronización de un tonto opuesto.

Alguien tan simplón y chiflado como esos estudiantes londinenses censores de los “filósofos blancos”. No alguien razonable y enérgico capaz de decir alguna vez: “No ha lugar ni a debatirse”, sino un insensato tan exagerado como aquellos a los que combate. Cuando se cede el terreno a los tontos, se les presta atención y se los toma en serio; cuando éstos imponen sus necedades y mandan, el resultado suele ser la plena tontificación de la escena. A unos se les enfrentan otros, y la vida inteligente queda cohibida, arrinconada. Cuando ésta se acobarda, se retira, se hace a un lado, al final queda arrasada.

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Artículo de Javier Marías publicado en El País Semanal el 29 de enero de 2017.


Nota del editor

Este libro contiene los artículos publicados por Javier Marías en el suplemento dominical El País Semanal durante el periodo que va desde el 8 de febrero de 2015 hasta el 29 de enero de 2017; en total, son noventa y cinco las columnas aquí reunidas. El título del volumen, como ya es tradición, el autor lo ha tomado prestado de uno de los epígrafes: el de la pieza que cierra la recopilación, «Cuando los tontos mandan». En ella el escritor señala, valiéndose de noticias recientes, algunas «reclamaciones imbéciles» que atañen, entre otras, a prohibiciones y censuras de clásicos universales en los programas universitarios. Y da en la diana al lamentar que «la presión sobre la libertad de expresión se ha hecho inaguantable. […] Se miden tanto las palabras que casi nadie dice lo que piensa».

Los lectores de Marías saben que éste sí dice lo que piensa; es más, confían en que, domingo tras domingo, haga caso omiso del clima de opinión reinante en los medios de comunicación y en las redes sociales y exponga su parecer sobre cualquiera que sea la cuestión que trate. Y jamás defrauda.

La nuestra es una época sin duda rara, confusa y complicada: nadie puede soslayar el triste triunfo de las radicalidades, de las militancias de todo signo y de los bulos cotidianos; los políticos, ya plenamente adaptados a la posverdad, nos mienten sin parar; el sistema judicial es tan lento que los ciudadanos, sobre todo en los casos de corrupción, tenemos la impresión de que la justicia en España funciona más bien nada. En este panorama poco halagüeño, quizá lo peor sea la constatación de que la gente, salvo excepciones, se halla asombrosa y paradójicamente desinformada, puesto que sólo leemos, oímos o vemos a los que son de nuestra cuerda, atrincherados en la comodidad de un pensamiento coincidente. Así, Javier Marías es un outsider más necesario que nunca en estos tiempos. Con su estilo elegante, su exquisita educación y su gran sentido del humor, lleva a cabo en sus artículos algo infrecuente: matizar, razonar, dar mandobles a unos y a otros cuando lo considera conveniente, no ejercer banderías ni lo políticamente correcto. Sus columnas de los domingos, en las que tan a menudo combate con pasión la ideología oficial y el pensamiento trillado, han convertido a Marías en una de las voces más representativas y valoradas de la auténtica disidencia.

En esta recopilación, se plantean cuestiones cruciales como las promesas incumplidas del Gobierno de Rajoy, el procés en Cataluña, el descontento social por los recortes, la crisis económica —«que nunca termina ni amaina», en palabras del escritor— y las terribles consecuencias que aún padecen sobre todo las clases más desfavorecidas, el Brexit, las elecciones que auparon a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos…

Sin embargo, el autor no se dedica a la opinión política de manera estricta ni continuada; bien al contrario, si algo caracteriza su labor articulística es la enorme variedad de temas que suele tratar. Haciendo un somero repaso, en Cuando los tontos mandan hay también textos sobre películas, series de televisión, libros, cuadros, evocaciones personales de amigos y familiares, viajes de trabajo, la Semana Santa, el fútbol, los Óscars, el papa Francisco, el neoespañol, el bajo porcentaje de gente que lee en nuestro país, etcétera. Y por descontado, los que abordan algunas de las plagas de nuestros días: el terrorismo del Estado Islámico, los desahucios en España, las redes sociales y sus nefastos linchamientos masivos, la manía por fotografiarlo todo, la discriminación salarial que sufren las mujeres y lo que Marías califica como el «progresivo abaratamiento del sistema democrático», por citar los más significativos.

Jueces no humanos

No es que los jueces hayan sido nunca demasiado de fiar. A lo largo de la historia los ha habido venales, cobardes, fanáticos, por supuesto prevaricadores, por supuesto desmesurados. Pero la mayoría de los injustos mantenía hasta hace no mucho una apariencia de cordura. Recurrían a claros sofismas o retorcían las leyes o bien se aferraban a la letra de éstas, pero al menos se molestaban en urdir artimañas, en dotar a sus resoluciones de simulacros de racionalidad y ecuanimidad. Recuerdo haber hablado, hace ya más de diez años, de un caso en que el juez no apreció «ensañamiento» del acusado, que había asestado setenta puñaladas a su víctima, algo así. El disparate, con todo, buscó una justificación: dado que la primera herida había sido mortal, no podía haber «ensañamiento» con quien ya era cadáver y no sufría; como si el asesino hubiera tenido conocimientos médicos y anatómicos tan precisos y veloces para saber en el acto que las sesenta y nueve veces restantes acuchillaba a un fiambre.

Pero ahora hay no pocos jueces que no disimulan nada, y a los que no preocupa lo más mínimo manifestar síntomas de locura o de supina estupidez. Uno se pregunta cómo es que aprueban los exámenes pertinentes, cómo es que se pone en sus manos los destinos de la gente, su libertad o su encarcelamiento, su vida o su muerte en los países en que aún existe la pena capital. Si uno ve series de televisión de abogados (por ejemplo, The Good Wife), a menudo reza por que lo mostrado en ellas sea sólo producto de la imaginación de los guionistas y no se corresponda con la realidad judicial americana, sobre todo porque cuanto es práctica en los Estados Unidos acaba siendo servilmente copiado en Europa, con la papanatas España a la cabeza. Hace unas semanas hubo un reportaje de Natalia Junquera sobre los tests a que se somete a los extranjeros que solicitan nuestra nacionalidad, para calibrar su grado de «españolidad». Por lo visto no hay una prueba standard («¡Todo el mundo se aprendería las respuestas!», exclama el Director General de los Registros y del Notariado), así que cada juez pregunta al interesado lo que le da la gana, cuando éste se presenta ante el Registro Civil. Al parecer, hay algún juez que, para «pulsar» el grado de integridad del solicitante en nuestra sociedad, inquiere «qué personaje televisivo mantuvo una relación con un conocido torero» o «qué torero es conocido por su muerte trágica» (me imagino que aquí se admitirían como respuestas válidas los nombres y apodos de todos los diestros fallecidos a lo largo de la historia, incluidos suicidas). 

El mismo juez preguntó quién era el Presidente de Navarra, y el marroquí interrogado lo supo, inverosímilmente. Pero tal hazaña no le bastó (falló en la cuestión taurina), y hubo de recurrir, con éxito. Otros jueces quieren saber qué pasó en 1934, o cómo fue la Constitución de 1812, o nombres de escritores españoles del siglo XVI. A un tal juez Celemín, famoso aunque yo no lo conozca, le pareció insuficiente que un peruano mencionara el de Lope de Vega, y se lo cargó. Todo esto suena demencial, y encima, en los exámenes sobre «personajes del corazón», resulta muy difícil seguirles la pista o incluso reconocerlos, tanto cambian de aspecto a fuerza de perrerías (hace poco creí estar viendo en la tele a la actriz de la película Carmina o revienta y después descubrí que era, precisamente, quien «mantuvo una relación con un conocido torero»).

Pero la epidemia de jueces lunáticos se extiende por todo el globo. Se ha sabido que los magistrados venezolanos del Tribunal Supremo (o como se llame el equivalente caraqueño) han fallado 45.000 veces a favor de los Gobiernos de Chávez y Maduro… y ninguna en contra, en los litigios presentados contra sus directrices y leyes. Empiecen a contar, una, dos, tres, y así hasta 45.000, no creo que nadie lo pueda resistir, y sin embargo existe tal contabilidad. Pero quizá es más alarmante (el caso venezolano sólo prueba que esos jueces reciben órdenes y son peleles gubernamentales, lo habitual en toda dictadura) el reciente fallo de unos togados argentinos que dictaminaron que una orangutana del zoo era «persona no humana», con derecho al habeas corpus (como si hubiera sido arrestada) y a circular libremente. 

Que haya articulistas y espontáneos que abracen en seguida la imbecilidad y reivindiquen la «definición» también para las ballenas, los perros y los delfines, no tiene nada de particular. Al fin y al cabo ya hubo aquel llamado Proyecto Gran Simio que suscribió con entusiasmo el PSOE de Zapatero. Pero que unos jueces (individuos en teoría formados, prudentes y cultos) incurran en semejante contradicción en los términos, francamente, me lleva a sospechar que son ellos quienes forman parte del peculiar grupo de las «personas no humanas». Y a ellos sí, pese a su desvarío, habría que reconocerles el derecho al habeas corpus, faltaría más. Confío en que la orangutana (ya puestos) sea proclive a concedérselo. No vería gran diferencia si fuera ella quien vistiera la toga y enarbolara el mazo con el que dictar sentencias. La capacidad de raciocinio de la una y los otros debe de ser bastante aproximada.
8-II-15
Un Papa

Este Papa actual cae muy bien a laicos y a católicos disidentes, y bastante mal, al parecer, a no pocos obispos españoles y a sus esbirros periodísticos, que ven con horror las simpatías de los agnósticos (utilicemos este término para simplificar). Las recientes declaraciones de Francisco I respecto a los atentados de París (qué es esa coquetería historicista de no llevar número: Juan Pablo I lo llevó desde el primer día) no parecen haber alertado a esos simpatizantes y en cambio me imagino que sus correligionarios detractores habrán respirado con alivio. 
Un Papa es siempre un Papa, no debe olvidarse, y está al servicio de quienes está. Puede ser más limpio o más oscuro, más cercano a Cristo o a Torquemada, sentirse más afín a Juan XXIII o a Rouco Varela. Pero es el Papa.

Francisco I es o se hace el campechano y procura vivir con sencillez dentro de sus posibilidades, pero esas declaraciones me hacen dudar de su perspicacia. Repasémoslas. «En cuanto a la libertad de expresión», respondió a la pregunta de un reportero, «cada persona no sólo tiene la libertad, sino la obligación de decir lo que piensa para apoyar el bien común … Pero sin ofender, porque es cierto que no se puede reaccionar con violencia, pero si el Doctor Gasbarri, que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñetazo. ¡Es normal! No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás … Hay mucha gente que habla mal, que se burla de la religión de los demás. Estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri si dijera algo contra mi mamá. Hay un límite, cada religión tiene dignidad, cada religión que respete la vida humana, la persona humana … Yo no puedo burlarme de ella. Y este es el límite … En la libertad de expresión hay límites como en el ejemplo de mi mamá».

El primer grave error —o falacia, o sofisma— es equiparar y poner en el mismo plano a una persona real, que seguramente no le ha hecho mal a nadie ni le ha impuesto ni dictado nada, ni jamás ha castigado ni condenado fuera del ámbito estrictamente familiar (la madre del Papa), con algo abstracto, impersonal, simbólico y aun imaginario, como lo es cualquier religión, cualquier fe. Con la agravante de que, en nombre de las religiones y las fes, a la gente se la ha obligado a menudo a creer, se la ha sometido a leyes y a preceptos de forzoso y arbitrario cumplimiento, se la ha torturado y sentenciado a muerte. En su nombre se han desencadenado guerras y matanzas sin cuento (bueno, no sé por qué hablo en pasado), y durante siglos se ha tiranizado a muchas poblaciones. 

Las religiones se han permitido establecer lo que estaba bien y mal, lo lícito y lo ilícito, y no según la razón y un consenso general, sino según dogmas y doctrinas decididos por hombres que decían interpretar las palabras y la voluntad de Dios. Pero a Dios —a ningún dios— no se lo ve ni se lo oye, solamente a sus sacerdotes y exégetas, tan humanos como nosotros. La madre de Francisco I fue probablemente una buena señora que jamás hizo daño, que no intervino más que en la educación de sus vástagos, y contra la cual toda grosería estaría injustificada y tal vez, sí, merecería un puñetazo. Pero la comparación no puede ser más desacertada, o más sibilina y taimada. A diferencia de esta buena señora, o de cualquier otra, las religiones se han arrogado o se arrogan (según los sitios) el derecho a interferir en las creencias y en la vida privada y pública de los ciudadanos; a permitirles o prohibirles, a decirles qué pueden y no pueden hacer, ver, leer, oír y expresar. 

Hay países en los que todavía las leyes las dicta la religión y no se diferencia entre pecado y delito: en los que lo que es pecado para los sacerdotes, es por fuerza delito para las autoridades políticas. Hasta hace unas décadas así ocurrió también en España, bajo dominación católica desde siempre. Y hoy subsisten fes según las cuales las niñas merecen la muerte si van a la escuela, o las mujeres no pueden salir solas, o un bloguero ha de sufrir mil latigazos, o una adúltera la lapidación, o un homosexual la horca, o un «hereje» ser pasado por las armas. No digamos un «infiel».

Así que, según este Papa, «la fe de los demás» hay que soportarla y respetarla, aunque a veces se inmiscuya en las libertades de quienes no la comparten ni siguen. Y en cambio «no se puede uno burlar de ella», porque entonces «estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri…». Sin irse a los países que se rigen por la sharía más severa, nosotros tenemos que aguantar las procesiones que ocupan las ciudades españolas durante ocho días seguidos, y ni siquiera podemos tomárnoslas a guasa; y debemos escuchar las ofensas y engaños de numerosos prelados en nombre de su fe, y ver cómo la Iglesia se apropia de inmuebles y terrenos porque sí, sin ni siquiera mofarnos de la una ni de la otra, no vayamos a «provocar» como ese pobre Doctor que se ha llevado los hipotéticos guantazos de Francisco I. 

Con semejantes «razonamientos», no se hace fácil la simpatía a este Papa. Al fin y al cabo es el jefe de una religión.

15-II-15
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miércoles, 26 de noviembre de 2025

50 PREGUNTAS PARA FOMENTAR EL PENSAMIENTO CRÍTICO EN LA EDUCACIÓN 🙋


El pensamiento crítico es la capacidad de plantear constantemente preguntas, identificar supuestos y evaluar hechos; lo cual permite ampliar la mirada y entender que, detrás de lo que aparece a simple vista, hay muchos más aspectos por cuestionar y reflexionar.

El concepto de pensamiento crítico hace referencia a un tipo particular de pensamiento de orden superior, que es complejo y profundo, y que a su vez involucra habilidades específicas como comprensión, integración, interpretación, categorización, deducción, emisión de juicios y solución de problemas de manera práctica (López Aymes, 2012; Moreno-Pinado y Velázquez Tejeda, 2017).

Hay autores que destacan que pensar críticamente no tiene que ver con generar ideas, sino más bien con comprenderlas y examinarlas para identificar supuestos y argumentos, realizar inferencias en torno a su credibilidad, evaluar evidencias y llegar a conclusiones respecto a un tema o curso de acción. En ese sentido, se dice que una persona con esta habilidad es aquella que puede pensar por sí misma (López Aymes, 2012; Moreno-Pinado y Velázquez Tejeda, 2017).

En la vida cotidiana, una persona que piensa críticamente se preocupa por permanecer bien informada, confía en sus propias habilidades para razonar, mantiene la mente abierta para considerar distintos puntos de vista, comprende las opiniones de otras personas, y hace una valoración justa e imparcial de los razonamientos que encuentra (López Aymes, 2012).

El desarrollo de esta habilidad se relaciona con la misión escolar de generar las condiciones para aprender a aprender. Debido a esto, se plantea que es una habilidad esencial para que las y los estudiantes lleguen a adquirir autonomía intelectual (López Aymes, 2012).

Finalmente, en el nuevo Plan de Estudios, el pensamiento crítico es un eje articulador de carácter transversal, que enaltece la recuperación del otro ante la diversidad, habilidad necesaria para la formación de la ciudadanía con valores democráticos, empatía y justicia.

En este manual enfatizamos la importancia de aplicar el pensamiento crítico al relacionarnos con nuestra propia mente y emociones, con otras personas y con la resolución de conflictos.

Esto incluye aprender a identificar que muchas veces tenemos pensamientos que son sesgados, que exageran la realidad, que omiten ciertos elementos, generalizan o incluso, proyectan o crean historias que no son ciertas. Ejemplos de ello pueden ser pensamientos como: “esa persona nunca me escucha”, “voy a reprobar por culpa del profesor” o “sólo me felicitan porque sienten lástima por mí”. Desarrollar pensamiento crítico implica aprender a observar nuestros propios pensamientos y a no creerlos sólo porque son nuestros. Hay que saber identificar las trampas de pensamiento, cuestionarlas y ampliar nuestra perspectiva (Kahneman, 2012).

Cuando aplicamos estos aspectos del pensamiento crítico a situaciones emocionalmente cargadas o conflictivas, aprendemos a no dejarnos llevar por conclusiones apresuradas o juicios. Por ejemplo: si sentimos enojo porque una persona no se presenta a una cita acordada, podríamos saltar a la conclusión de que se trata de alguien irresponsable, desinteresada o que no merece nuestra consideración. Pero, si aprendemos a evaluar críticamente estos pensamientos y logramos considerar otras opciones -como que tal vez la persona tuvo un contratiempo-, entonces el pensamiento crítico nos permite regular las emociones y tomar decisiones más empáticas y constructivas (Beck, 2015).

¿Cómo trabajamos el pensamiento crítico en este manual?

El propósito de este manual es brindar los conocimientos y las herramientas necesarias para trabajar el pensamiento crítico con estudiantes de secundaria.
Para lograr este objetivo, vamos a trabajar con los siguientes cinco temas principales, los cuales se encuentran plasmados en el temario y en las lecciones de este manual:

1. Características del pensamiento crítico. Primero abordamos qué es el pensamiento crítico y por qué es importante desarrollarlo. Una idea central del manual es que fortalecer esta habilidad nos ayuda a ampliar nuestro punto de vista y a tener una visión más objetiva de la realidad.
2. Observar e inferir. Un aspecto esencial del pensamiento crítico es distinguir la diferencia entre hechos y evaluaciones. En esta sección aprendemos a describir situaciones de la manera más objetiva posible, evitando juicios y calificativos que puedan lastimar a otras personas.
3. Analizar fuentes de información externas. En estas lecciones se practica cómo evaluar diversas fuentes de información para identificar aquellas que ofrecen información verídica y confiable, y aquellas que no lo hacen.
4. Analizar fuentes de información internas. Otro aspecto del pensamiento crítico consiste en identificar la influencia que tienen nuestros pensamientos en nuestra manera de ver la realidad, para darnos cuenta de que no todo es necesariamente como lo pensamos, y que nuestros sesgos pueden generar conflictos y disminuir nuestro bienestar. En ese sentido, identificaremos algunos tipos de pensamientos disfuncionales y sesgos comunes, para así poder observar y analizar nuestro propio pensamiento.
Aunado a lo anterior, emplearemos el pensamiento crítico para analizar pensamientos disfuncionales como una estrategia para regular nuestras emociones.
5. Practicar el pensamiento crítico. Para concluir, la última lección de este manual se enfoca en poner en práctica lo aprendido, utilizando el pensamiento crítico para evaluar la veracidad de información controversial.

Los temas se abordarán explícitamente a través de las 10 lecciones que constituyen este manual, las cuales se han elaborado siguiendo el criterio SAFE (acrónimo de las palabras en inglés: sequential, active, focused and explicit) (Durlak, Weissberg, & Pachan, 2010) (De acuerdo con un metaanálisis realizado por Durlak, Weissberg, & Pachan, M. (2010), los programas de educación socioemocional que siguen el criterio SAFE, son más efectivos que aquellos que no lo siguen):



 

Manual de Pensamiento Crítico by Yanka


"La filosofía sirve para detestar la estupidez, 
hace de la estupidez una cosa vergonzosa.
Solo tiene este uso: denunciar la bajeza del pensamiento 
bajo todas sus formas, la filosofía no es sierva de nadie". 

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martes, 25 de noviembre de 2025

"EL ÚLTIMO AMANECER POSIBLE EN VENEZUELA" 😭 por XAVIER PADILLA

EL ÚLTIMO AMANECER POSIBLE

Veinticinco años en un país sin alternancia. La infancia sucede a la luz de una vela. La casa huele a querosén, la nevera se apaga como un animal cansado, los juguetes se alumbran con linternas de pilas que se gastan rápido. El techo suena a gota cuando arrecia la lluvia y no hay planta eléctrica que encienda la casa. La electricidad se convierte en promesa incumplida. El barrio aprende a escuchar el timbre del transformador cuando estalla y el silencio posterior se acepta con resignación. La gente celebra con murmullos el regreso de la luz, aunque sepa que será breve.
El agua sube por las tuberías a horas inhumanas. La familia despierta a las tres de la mañana, los tobos se alinean como soldados, los niños se turnan para sostener botellas bajo el chorro débil. En algunos edificios se organizan silbatos para avisar a los vecinos. Quien se queda dormido amanece sin agua en toda la semana. El sonido del goteo establece la cadencia de la casa. La madre riega una sábila con un vasito medidor y repite que cura. El desvelo se acepta con disciplina y un dejo de resignación.

La vida ocurre en colas. Pan al alba, gasolina que serpentea por kilómetros, gas por cilindros con listas escritas a mano, cajas de alimentos que llegan con retraso. La gente aprende a leer la paciencia en los hombros ajenos. En la estación, un guardia reparte números con solemnidad de sorteo.
La fila se vuelve paisaje. Algunos venden café, otros juegan dominó sobre cajones vacíos, alguien reza, alguien repite que hoy sí.

El «Carnet de la Patria» reposa en la cartera como un salvoconducto obligatorio. Se muestra sin orgullo. La luz del lector da permiso o niega. Un muchacho recibe la bolsa con dos latas y harina, con la mirada clavada en el piso. La bolsa llega con retraso, vigilada por funcionarios que toman fotos de la fila. En la cocina, la mesa se convierte en mesa de inventario. El arroz se cuenta como si fuese oro. La comida huele a trámite.

Las paredes hablan con pintura. Rostros repetidos de Chávez, afiches de Maduro con consignas trazadas a brochazos, vallas que prometen victorias sin fecha. El poste de luz sostiene cables y slogans. Cada pared parece boleta electoral nunca firmada. La propaganda funciona como clima. El espacio público permanece secuestrado por un solo lenguaje.

En el barrio, el rugido de motos negras administra el miedo. Colectivos que giran en doble fila, cascos cerrados, miradas que no necesitan palabras. El sonido vacía una calle en segundos. Una mujer recoge la ropa del tendal sin levantar la vista. Un viejo baja la santamaría con gesto preciso. Las ventanas aprenden a parecer deshabitadas. El silencio se vuelve norma.

La represión tiene rituales nocturnos. Una camioneta sin placas se detiene frente a un edificio, cuatro encapuchados tocan una puerta, dos hombres salen esposados. La escalera queda con olor a caucho caliente. Los vecinos cuentan los peldaños en susurros. La familia inicia una ronda por comisarías y cuarteles. En un mostrador de fórmica reciben respuestas vagas, papeles sin firma. La palabra paradero se vuelve hueco. A veces hay regreso con un cuerpo flaco y mirada metida hacia adentro. A veces hay ausencia que se instala como mueble.

En la ciudad corren historias de casas discretas. Fachadas comunes, cortinas corridas, vecinos que saludan con prudencia. Quien entra allí pasa días sin reloj. Quien sale cuenta la bolsa plástica apretada sobre la cara, la asfixia en oleadas, el perro ladrando a centímetros de la piel, la silla metálica, los insultos repetidos hasta volverse clima, la desnudez como humillación, la amenaza contra la familia como herramienta de quebranto. La memoria guarda esos relatos con respeto áspero.

Las cárceles oficiales reciben con golpes de bienvenida.
Celdas húmedas, olores viejos, pasillos sin ventilación. Hombres amarrados a sillas durante días. Mujeres obligadas a favores sexuales para comer. Adolescentes con morados en las costillas. Paredes con marcas de uñas y sangre. Las noches se interrumpen con gritos. La madrugada trae interrogatorios con la cabeza pesada y un vaso de agua que arde en la garganta. Algunos no sobreviven. Otros salen con cuerpos destruidos que no aguantan mucho.

Las audiencias suceden sin público. Un cuarto cerrado, un funcionario que lee cargos de terrorismo o de odio, un abogado impuesto que asiente con el mentón, un papel que se firma sin posibilidad de corrección. Algunos ven una cámara encendida en un teléfono a medianoche y entienden que la justicia cambió de hora y de forma. Una madre pregunta por qué y recibe una fotocopia con sellos. La fotocopia no contiene respuestas.

Los muertos bajo custodia aparecen en notas breves. «Complicación», «paro», «desvanecimiento». La familia pide el cuerpo y recibe condiciones: nada de prensa, nada de velorio público, nada de discursos. El dolor se administra con reglamento. En la sala de una casa un ataúd se rodea de ocho sillas. Un sacerdote pronuncia «descanso» con un hilo de voz. La palabra justicia se ahoga antes de salir.
Las protestas traen su propia contabilidad. Siete cuerpos tendidos en San Jacinto, testigos que señalan disparos desde instalaciones militares. Más al norte, dos muchachos caen en El Valle frente a una cámara mientras un arma corta asoma detrás de un escudo. Los nombres circulan en chats, acompañados de fotos de carnet. La memoria popular los pronuncia en voz baja, como si aún doliera decirlos en volumen completo.

Entre los caídos hay adolescentes. Quince, diecisiete años. La casa de uno guarda la franela con olor a muchacho.
La madre de otro plancha una camisa que nunca se puso. Las abuelas imprimen rostros en camisetas blancas. Las velas convierten las aceras en capillas. En la esquina se reparten botellas de agua con vinagre para los ojos. La juventud aprende que crecer significa atreverse a salir y soportar que la noche no traiga a todos de vuelta.

En los pasillos de los tribunales, los familiares intentan designar abogados de confianza. Un funcionario recomienda aceptar defensa pública. La carpeta pesa como un ladrillo húmedo. Nadie lee todo. Se firman hojas por cansancio. Un defensor promete llamar y no llama. El tiempo de la justicia se escurre hacia la tarde. La tarde huele a café recalentado.

El hostigamiento alcanza a terceros. La puerta de una madre se toca a medianoche. Un hermano queda retenido mientras el buscado cruza una trocha. La trocha se pisa con barro hasta la rodilla. La culata golpea a cualquiera. Algunos regresan con fiebres, otros siguen con la esperanza puesta en un pariente que envía remesas. En la frontera, un funcionario pide un dinero que no aparece en ninguna ley. La palabra vacuna se usa para todo.

La vida cotidiana ocurre sin adjetivos heroicos. En un hospital, una sala de neonatología recibe luz de celulares cuando falla la planta. Una enfermera calienta suero con las manos. Una madre agradece sin solemnidad. En otro piso, un paciente de diálisis mide la oportunidad con los dedos. La máquina arranca tarde y se apaga antes del tiempo. En oncología faltan fármacos. Un señor con gorra camina hacia el ascensor con pasos muy cortos. La enfermedad avanza al ritmo de la burocracia.

En una escuela, la maestra llega con un bolso que pesa menos que un almuerzo. El salario desapareció detrás de tres reconversiones. Los niños llevan cuadernos usados en ambos lados. Un pizarrón con grietas recibe la palabra «historia» y el polvo del borrador la borra con facilidad. La maestra insiste en que la historia importa. La clase lo cree a medias. Afuera un perro duerme bajo una camioneta vieja.

El mercado mezcla dólares, bolívares y silencio. El datáfono está caído. El pago móvil no entra. El billete local se percibe como papel de colores. Un bodegón con luces frías exhibe marcas importadas que no existen en el barrio. Entrar allí genera vértigo. Salir produce vergüenza. Afuera un vendedor ofrece empanadas con pinza oxidada y sonrisa de siempre. El desayuno barato sostiene biografías enteras.

En el banco, una fila de jubilados ocupa la acera. Algunos llevan silla. Otros un frasco de pastillas. La caja paga en efectivo mínimo. Un abuelo guarda los billetes en la media y camina con pasos cortos. Una moto lo sigue. Un muchacho con gorra le susurra que la esquina es peligrosa. El señor apresura el paso. El miedo se pega a la piel como sudor.

Dentro de las casas se comenta la suerte de un extranjero detenido. Nadie conoce detalles. Se escuchan versiones de canjes, semanas de incomunicación. La palabra mercenario se usa como etiqueta. Algunos entienden que la vida puede convertirse en ficha de intercambio.

Quien vuelve de prisión trae el cuerpo distinto. La piel cuelga en otra dirección, los hombros parecen cargar secretos. Cuenta poco, calla mucho, duerme a ratos. Tres conocidos no resistieron el deterioro. La muerte tardía también es efecto de una detención. El duelo se reparte en cuotas. Hay pudor en preguntar y pudor en responder.

En la azotea, una antena casera busca captar una emisora que todavía transmite. La voz llega como si cruzara un río. El periodista habla con frases cortas, mide cada palabra, sabe que al otro lado hay oídos que muerden. Una radio regional dejó de existir la semana pasada. Su número en el dial ahora guarda silencio. Las emisoras se apagan como luciérnagas.

El pasaporte se convierte en objeto mítico. La oficina abre a horas caprichosas. Un guardia gira la muñeca y mira el sol. La cola reparte rumores. La página pide citas que nunca se otorgan. Algunos logran la prórroga gracias a un intermediario que cobra en dólares. La palabra derecho suena lejana.
Un muchacho ríe cuando oye «libre tránsito». La risa dura poco.

En la autopista, una alcabala pide papeles y algo más.
Los bolsillos responden. El viaje se resume en pagos pequeños. A veces el camión con verduras no llega al mercado. La cosecha pierde peso y precio. Un productor mira sus manos y dice que sembrará menos. La tierra acusa la ausencia como un animal al que dejaron de alimentar.

En el sur, la fiebre corre con la velocidad del mercurio que cae al río. Campamentos de minería ilegal rugen con generadores. Disparos se escuchan al atardecer. 
Los mineros viven entre malaria, explotación y miedo. Quienes intentan salir vuelven con piel amarilla y ojos hundidos. La selva guarda secretos que no se nombran.

Las universidades se despueblan. Profesores emigran, pupitres vacíos, pizarras agrietadas. Los estudiantes sobreviven con cuadernos usados en ambos lados. El campus se convierte en ruina lenta. Las bibliotecas cierran salas enteras. La propaganda oficial ocupa el lugar de carteles culturales. 
La juventud estudia entre ruinas.

La diáspora multiplica la orfandad. Hijos en Chile, padres en España, hermanos en Perú, abuelos en Venezuela.
Las videollamadas se cortan justo en la palabra «te extraño».
Los aeropuertos son salas de despedida con abrazos apretados. La migración se convierte en rito de paso.

El país se resume en catálogo de agravios. Cortes de luz, agua racionada, gasolina escasa, gas intermitente, medicinas ausentes, alimentos insuficientes, justicia cooptada, cárceles como centros de tortura, desapariciones sin respuesta, ejecuciones en protestas, velorios vigilados, hostigamiento a familiares, persecución de periodistas, clausura de radios, allanamiento de ONG, universidades desmanteladas, fronteras dominadas por mafias, selvas devastadas por minería ilegal, barrios controlados por colectivos, migración forzada, impunidad absoluta. Todo vivido, todo sabido, todo padecido.

La esperanza se reduce a una palabra pronunciada en voz baja. Flota. No designa sólo barcos. Designa la posibilidad de que el país recupere su nombre. Cada chisporroteo de radio parece un aviso. Cada rumor en la calle se convierte en posibilidad. El aire mismo vibra con la tensión de lo que puede llegar.

En la azotea de las casas, algunos miran el cielo en busca de un ruido distinto. La respiración se detiene unos segundos, como si el aire mismo aguardara un anuncio. Cada madrugada se vive como ensayo de lo que aún no llega.

El día que se parezca a un desenlace no llegará con trompetas. Llegará con la naturalidad de un cambio de viento. 
La radio encontrará una emisora extranjera que describa movimientos en idioma sobrio. La señal caerá y volverá. La antena casera captará más de lo habitual. El rumor correrá por los edificios como un animal pequeño. Una señora subirá dos sillas a la azotea. Un niño preguntará si hoy hay fiesta. La madre responderá con sonrisa corta.

La calle aprenderá otra vez a juntar gente sin miedo. Un vecino desenrollará una bandera que olía a armario. El color parecerá más vivo que antes. Otro bajará una caja de velas, por si acaso. Un señor afinará una guitarra olvidada. Habrá mezcla de vigilia y de domingo.

Nadie pronunciará la palabra indebida. Se protegerá con silencio aquello que importa. La emoción caminará por pasillos con calcetines. Los teléfonos vibrarán con mensajes cortos. «Atentos». «Escuchen». «Miren hacia el norte». La gente mirará hacia el norte. El norte aún no responderá.

Un brillo aparecerá cerca del horizonte. Podrá ser reflejo o deseo. El deseo se alimentará con disciplina. La radio dejará de chisporrotear por un instante. Una voz entrará limpia, dirá algo que sonará a orden nueva. El barrio, por un segundo, quedará en blanco. El blanco producirá un latido. El latido producirá una lágrima que no se luce ni se niega. La lágrima caerá y secará. La contención mandará.

Si lo que se espera sucede, el país volverá a pronunciar su nombre sin miedo. Las paredes perderán poder. Las colas quedarán como anécdota de resistencia. El carnet de plástico quedará como testigo de un método en desuso. Las casas con cortinas corridas se abrirán a la luz. Las audiencias volverán a tener público. Las vetas de sangre en un muro serán prueba y no costumbre. Las sirenas volverán a significar ambulancia y no amenaza. Las motos volverán a significar transporte y no control.

Si lo esperado se dispersa, décadas de silencio tomarán asiento. Los niños memorizarán consignas como poemas.
Los jóvenes aprenderán a no esperar. Los viejos acomodarán la historia para que duela menos. 
Las libretas con nombres se guardarán en cajas. Las cajas se apilarán en armarios. El armario olerá a naftalina y renuncia.

En esa encrucijada se vive. Con hechos, con inventario, con memoria exacta. Con la respiración entrenada para el anuncio. Con la vista fija en el horizonte porque el horizonte, por fin, podría responder. Con la convicción de que lo que llega, si llega, es el último amanecer posible en Venezuela.

Xavier Padilla