Hay una corriente creciente en ciertos círculos católicos que se ha especializado en combatir al liberalismo con una mezcla muy española de solemnidad, gesticulación moral y un conocimiento más bien escaso de lo que dice realmente la tradición liberal. El artículo*"Liberalismo y fe", de Julio Llorente, tan aplaudido en esos ámbitos, es solo la punta visible de un fenómeno más amplio: la crítica al liberalismo hecha desde una caricatura que se parece al liberalismo tanto como un mapa del tesoro dibujado por un niño se parece a una carta de navegación. Que tantos lo hayan celebrado revela, más que una victoria intelectual, una metodología: la de apagar la luz antes de entrar en la habitación y describir lo que uno cree ver allí dentro.
Lo relevante no es el texto en sí, sino el entusiasmo con que muchos lo han difundido como si ofreciera una refutación decisiva. Se podría pensar que algo tan celebrado escondería un análisis riguroso del liberalismo, o una comprensión profunda de su historia intelectual. Pero lo que encontramos es otra cosa: un liberalismo imaginario que funciona de maravilla como adversario, siempre y cuando el lector no haya leído a Constant, ni a Tocqueville, ni a Berlin, ni a Hayek, ni a Smith más allá de un par de citas de sobremesa. Cuando uno lee que el liberalismo pretende ofrecer una visión del “cosmos”, no puede evitar imaginar a Benjamin Constant y a Isaiah Berlin escupiendo su té en la otra vida.
La crítica al liberalismo que ciertos sectores de la derecha celebran no combate una filosofía política real. Combate un espejismo útil, un muñeco de barro construido para justificar un regreso a formas de autoridad que la tradición cristiana siempre temió
El patrón es siempre el mismo. Primero se construye un liberalismo de laboratorio, casi un meme, una especie de doctrina total que pretende explicar la existencia entera. Después, se acusa a esa construcción artificial de competir con la fe o de minar la moral cristiana. Y finalmente se celebra la victoria. Pero vencer a un muñeco de barro no requiere demasiado esfuerzo. Solo requiere que la audiencia quiera creer, por comodidad o por afinidad tribal, que ese muñeco es el liberalismo. Es el tipo de ejercicio intelectual que consiste en mirar un semáforo ponerse en rojo y acusarlo de abuso de poder.
De ahí surge el gran malentendido, el mostrenco error intelectual: confundir la neutralidad política con la indiferencia moral. Muchos de los que han aplaudido el artículo repiten con convicción la idea de que el liberalismo obliga al creyente a renunciar a la verdad, a su telos, a su compromiso moral. Esto es falso, pero, claro, tiene algo de poético: imaginar al liberalismo como un fantasma relativista que exige al católico dejar su fe en el perchero antes de entrar en la vida pública. Lo cierto es que el liberalismo no exige indiferencia, sino limitación de la coacción. No dice “todo da igual”; dice “tu bien no debe imponerse por la fuerza, y el del vecino tampoco”. La mayoría de los santos, por cierto, vivieron conforme a esta distinción, probablemente porque entendían que evangelizar no es lo mismo que legislar una conversión obligatoria.
Tampoco ayuda que muchos de los entusiastas de esta nueva moda antiliberal hayan decidido instalarse intelectualmente en Hobbes, como quien decide mudarse a un edificio antiguo sin ascensor y luego culpa a la arquitectura moderna de que ha de subir por las escaleras cargado con la compra de Mercadona. Todo se reduce a una definición de libertad como “ausencia de impedimentos”, ¡como si no hubieran pasado tres siglos de teoría política!, y como si Berlin no hubiera afinado el concepto definiendo la libertad negativa como ausencia de coacción, Hayek no hubiera explicado que el enemigo es la autoridad arbitraria y no la ley justa, y Oakeshott no hubiera insistido en que la libertad moderna es un espacio civil, no una moral de diseño. Pero nada de esto suele aparecer en los textos compartidos con fervor; lo que aparece es una versión de la libertad negativa escrita en 1670.
Esta tendencia tiene otro rasgo inquietante: convertir la moral personal en arquitectura política. Muchos de los que celebran la crítica creen sinceramente que si el Estado no impone un telos sustantivo, entonces la sociedad cae en la disolución. Desde esa perspectiva, el liberalismo no sería lo que es, prudencia política, sino nihilismo. Y la neutralidad estatal no sería una técnica que preserva la convivencia, sino un síntoma de decadencia espiritual. El error de bulto es que esto ignora algo esencial: el liberalismo no renuncia al bien; renuncia a imponerlo por medios coercitivos.
Se ignora, incluso, que la tradición cristiana siempre ha desconfiado de los poderes que pretenden salvar almas desde arriba, y con razón. Basta un repaso superficial a la historia europea para constatar que los gobernantes que se consideraron custodios de la virtud terminaron siendo más peligrosos que los supuestos enemigos de esa virtud. La pretensión de fundir moral sustantiva y poder político ha producido muchos más asesinatos que conversiones.
Hay otro detalle del artículo de Llorente que merece mención aparte y que muchos de sus entusiastas probablemente han pasado por alto, quizá porque resulta doloroso mirarlo de frente. Me refiero la descalificación implícita y sutil al Padre Robert Sirico, uno de los pocos teólogos contemporáneos que ha razonado con auténtico rigor por qué liberalismo y fe no son antagónicos, ni siquiera siguiendo al pie de la letra los textos bíblicos. Para Sirico, no solo no existe contradicción entre la moral cristiana y orden liberal, sino que precisamente el liberalismo crea las condiciones para que la caridad, la virtud y la responsabilidad personal florezcan auténticamente, sin coacción.
Lo llamativo —y, seamos sinceros, alucinante— es que esta descalificación velada provenga de quienes, en la práctica, no renuncian a ningún lujo ni aspiran precisamente a un estilo de vida ascético. Es curioso contemplar cómo ciertos críticos del liberalismo, que defienden una supuesta pureza doctrinal en la teoría, en la práctica parecen más preocupados por gozar de una solvencia económica siempre creciente, por no perder comodidades y por rodearse de la seguridad material que proporciona el tipo de economía que ellos mismos demonizan en sus escritos.
En contraposición a la crítica de católicos aburguesados, Sirico, franciscano, ha hecho voto de pobreza. Su defensa del liberalismo no nace de la conveniencia personal ni de un interés material —sería difícil encontrar alguien menos movido por incentivos económicos—, sino de un análisis teológico serio y de un compromiso vital con la idea de que la libertad permite al ser humano responder moralmente, sin la interferencia de un poder que pretende sustituir su conciencia. Que se cuestione veladamente su posición desde la comodidad de despachos bien calefactados, sin asumir la más mínima parte del sacrificio material que su vida encarna, es una ironía que Chesterton no habría pasado por alto.
No podía faltar, en este ecosistema que celebra el antiliberalismo como señal de identidad, la caricatura de Adam Smith. Este meme es ya casi una tradición. Se repite un ritual casi litúrgico: se cita la “mano invisible” descontextualizada, se omite La teoría de los sentimientos morales, y se declara solemnemente que el liberalismo santifica la codicia. El procedimiento es tan rudimentario que se podría adaptar a una función escolar.
Sin embargo, quien haya leído a Smith sabe que era —¡ni más ni menos!— un moralista escocés preocupado por la prudencia, la benevolencia y la virtud, no un apóstol de la depredación económica. Que esta caricatura siga circulando y siendo aplaudida dice más de la cultura del meme que de la economía política. Y, desde luego, dice mucho más del entusiasmo con que algunos fabrican enemigos doctrinales que de la doctrina en sí.
Por eso no sorprende que el relativo éxito de discursos como el de Llorente no se deba a su solidez intelectual, sino a su utilidad tribal. Una parte de la derecha española, deseosa de combatir al progresismo, ha decidido que la mejor manera de hacerlo es atacando la libertad individual, el pluralismo y el Estado de derecho, como si todo ello fuese un invento globalista para debilitar la tradición. No es casualidad que muchos de esos mismos sectores celebraran, hace no tantos años, la libertad religiosa y la libertad de educación como logros históricos.
El giro antiliberal, más que una convicción, parece una moda reactiva, bastante infantil, por cierto, que confunde autoridad con orden y coacción con virtud. Es más sencillo acusar al liberalismo de tibieza que leer a Berlin; más rentable denunciar el pluralismo que asumir la enorme complejidad moral de una sociedad libre.
El liberalismo real —no el liberalismo de barro que algunos combaten con tanto entusiasmo— nunca ha impedido a nadie vivir su moral plenamente. Lo que impide es imponerla por decreto. Permite la evangelización, pero no la conversión administrativa; permite la tradición, pero no el integrismo a golpe de BOE; permite la fe, pero no la fe certificada con sello oficial y firma del ministro. Esa distinción es precisamente lo que protege la conciencia individual, especialmente la religiosa. Y es precisamente esa distinción la que muchos parecen dispuestos a sacrificar en nombre de una épica política mal entendida. Esta sí, producto de un nihilismo infantil acorde con los tiempos.
La crítica al liberalismo, tal como se está popularizando en ciertos círculos, no combate una filosofía política real. Combate un espejismo útil, un trampantojo, una ilusión proyectada para justificar un regreso a formas de autoridad política que, cuando se examinan con detenimiento, acaban pareciéndose demasiado a aquello de lo que la propia tradición cristiana ha intentado escapar desde hace siglos. Quizá ahí esté la verdadera paradoja o, mejor, la alucinante paradoja: parte de la derecha quiere luchar contra el progresismo adoptando justo aquello que históricamente ha destruido la libertad religiosa, la propiedad privada y el orden moral no coercitivo que emana de la comunidad.
No es que se critique al liberalismo; eso es legítimo y, a menudo, necesario. Es que se critica desde la ignorancia y se aplaude desde la comodidad. Se confunde la prudencia con tibieza, la libertad con relativismo, la neutralidad con vacío moral y el Estado de derecho con una especie de complot anticristiano. En ese clima, cualquier texto que confirme las sospechas del grupo se recibe como si hubiera desmontado dos siglos de filosofía política. Pero desmontar un espantapájaros no convierte a nadie en ingeniero: mucho menos en intelectual.
El liberalismo clásico no es perfecto, pero es sensato, modesto y extraordinariamente prudente. Se basa en una idea simple y profundamente humana: somos falibles, y por eso el poder debe estar limitado. Que una parte creciente de la derecha española esté olvidando esta lección para abrazar un moralismo político de diseño —pura ingeniería social— debería preocupar más que cualquier artículo aislado. Porque cuando se deja de entender por qué necesitamos limitar el poder, lo que viene después siempre es peor. Gracias a Dios —nunca mejor dicho— esta corriente antiliberal es bastante marginal. Lo preocupante, sin embargo, es que algunos sectores de la Iglesia la subvencionen y parezcan olvidar que lo que la ha salvaguardado del totalitarismo de izquierda ha sido, precisamente, el orden liberal.
El liberalismo es singular desde por lo menos un punto de vista. Su relación con la Iglesia católica es más amistosa que la de las demás ideologías. Considerada la promesa de un paraíso terrenal, consideradas las criminales aplicaciones de las tesis de Marx, nadie se pregunta a estas alturas si el comunismo es conciliable con la fe católica. Lo mismo ocurre con el fascismo: ¿cómo soslayar la incompatibilidad de su propensión paganizante y de su exaltación beoda de la voluntad con el credo de los apóstoles? Sólo al liberalismo se le ha concedido el privilegio de la duda. Hay quienes conjugan La riqueza de las naciones y el Evangelio con admirable ligereza, convencidos de que apenas encajan las piezas de un puzle. Para algunos teóricos, el liberalismo es la derivación política y económica del sermón de la montaña, algo así como el culmen natural del desarrollo de la fe.
El sacerdote Robert Sirico, defensor del libre mercado, descubre en las parábolas el origen remoto del capitalismo. Charles Gave, por su parte, aventura una tesis más audaz: según él, Jesús no habría sido un liberal avant la lettre, qué va, sino el Liberal por antonomasia, el arquetipo mismo de todos los liberales.
Tal vez esta excepcionalidad responda a la misma naturaleza del liberalismo. ¿Cómo repudiarlo cuando no ha sido abiertamente hostil a la fe? ¿Cómo cuando los católicos han vivido libremente -o al menos eso se afirma bajo regímenes liberales? El liberalismo no impondría un sistema; propondría un talante. Ampliaría el espacio público, derribaría sus antiguas murallas. Las revoluciones liberales habrían clausurado la época de los discursos indecibles y de los ritos impracticables. Tras siglos de opresión -eso nos recuerdan sus entusiastas-, hoy conviven en el ágora la palabra blasfema y la palabra devota, el ateísmo y la religiosidad. Lo mismo sucedería en el ámbito económico: el capitalismo - declinación económica del liberalismo no impondría un ideal; permitiría al individuo emancipado seguir el suyo. El maestro Enrique García-Máiquez expresa el sentir de muchos católicos cuando dice, demasiad o a menudo, que el liberalismo económico es el único sistema que tolera un modo de vida chestertoniano. Descubrimos, de este modo, la razón última de la fraternidad liberal-católica: la neutralidad institucional pretendida por el liberalismo propiciaría el florecimiento religioso anhelado por la Iglesia.
Pero el hombre, incluso el liberal, está condenado a la doctrina; para él, la neutralidad constituye tan sólo una quimera. Quien se encoge de hombros también toma partido. Los enemigos de los dogmas son, para su desgracia, unos dogmáticos. Cuando el liberal propone la convivencia armoniosa de cosmovisiones, delinea sin pretenderlo una cosmovisión. Tal vez su fe sea vaporosa, pero no es por ello menos militante.
¿Puede el católico profesar dos credos, el de la indiferencia pluralista y el de la cruz? ¿Puede uno desear la ciudad de Dios y, al tiempo, bendecir la torre de Babel?
"El liberalismo no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción
determinada del hombre y del cosmos".
Las razones de una incompatibilidad
Por el momento apenas hemos identificado el liberalismo como ideología: no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción determinada, aunque brumosa, del hombre y del cosmos. Nos corresponde ahora, por tanto, regresar a la pregunta inicial. ¿Son conciliables el liberalismo y la fe católica? Amparado en la autoridad de muchos pontífices, yo sostengo que no. El indiferentismo liberal se funda en una imagen del hombre y de la Libertad diferente, podría decirse que antagónica, de la imagen católica. Para el liberal, la libertad consiste en una mera ausencia de impedimentos (Hobbes); para el católico, en la elección consciente del bien (Agustín). Para el primero, la libertad constituye una meta; para el segundo, un viacrucis. La libertad liberal es una prebenda; la libertad católica, un compromiso. El teólogo William Cavanaugh escribe al respecto en el primer capítulo de Ser consumidos, donde compara las filosofías de san Agustín y de Hayek:
"La libertad, desde el punto de vista de san Agustín, no consiste simplemente en la falta de interferencia externa. La visión de libertad que tiene san Agustín es más compleja: la libertad no es simplemente una libertad negativa de, sino una libertad para, una capacidad para lograr ciertas metas que valen la pena. Todas esas metas se integran en el telos que rige la totalidad de la vida humana, el retorno a Dios". (...)
El fenómeno de la religión política no es extraño a la historia de la modernidad europea. Las ideologías utópico-revolucionarias nacidas en torno a la deriva reformista del calvinismo eclosionarían entre los XVIII y XIX, dando el pistoletazo de salida al modo de pensar occidental posmoderno, cuya savia doctrinal, fundada en la revolución como elixir farmacológico-emancipatorio, se extendería hasta bien entrado el siglo XX. La culminación de estos nuevos dogmas de fe decididamente ateos, pero marcadamente religiosos, llegaría como consecuencia del auge y del posterior triunfo de los regímenes totalitarios. Estas nuevas formas de mesianismo político compartían entre ellas no solo las características típicas de todo pensamiento total -siendo la más prominente, quizá, la invasión de la conciencia-, sino también la necesidad de erradicar el mal -trasunto secular del pecado- como condición sine qua non para la victoria definitiva de la ideología en la historia. La materialización del paraíso en la tierra -una idea puritana- no era otra cosa que la construcción de la sociedad perfecta, el prurito revolucionario por antonomasia. La promesa en la bienaventuranza eterna del cristianismo fue, por tanto, sustituida por el discurso prometeico de la bienaventuranza terrestre, conquistada y garantizada por la política. No resulta arriesgado afirmar que el precedente más nítido de religión secular, y futuro material genético totalitario, se halle en el socialismo marxista, aunque se podría legítimamente alegar también que la verdadera embriogénesis se remonte al jacobinismo francés o incluso en los experimentos proto-anarquistas del milenarista Juan de Leiden.
En cualquier caso, el marxismo presentó un sistema filosófico que sentaría la base de los futuros dogmas totalitarios. El principal estandarte fue el materialismo histórico, de cuño hegeliano. En el marxismo supuso la liquidación definitiva del sentido lógico-objetivo, y también natural, de la realidad, a favor de una interpretación mecánica y científica de la historia, sostenida por la dialéctica entre las clases como motor del progreso y del futuro. La violencia, partera de toda revolución según Marx, sería el instrumento de acción necesario para catalizarla. La recompensa final era el paraíso terrenal, liberado de toda desigualdad; una suerte de edén intrahistórico donde una nueva categoría antropológica se declaraba vencedora y redentora de todos los males del mundo. Una hipótesis, con acentuado tono soteriológico, reproducida hasta la saciedad casi un siglo más tarde por todos los grandes movimientos totalitarios del momento.
Así, el pensamiento totalitario abrazó, sin excepción -aunque con ciertas variaciones según cada evangelio ideológico- todos los elementos clásicos del marxismo, empezando por la explicación mecánico-materialista, antirreligiosa, nihilista y secularista de la realidad, la cual incluye una escatología terrestre, así como la hondura hegeliana en la dialéctica existencial entre las estructuras sociales. Posteriormente, los diversos movimientos fueron añadiendo sus características propias: la palingenesia a través de la sociología moral de la nación -un hito romántico-, el utopismo y la perfectibilidad humana mediante la política – que exige el culto a la juventud y el rechazo de lo vetusto-, la hagiografía de los mártires, la extirpación política del mal, la megalomanía estética, el nominalismo subyacente en el uso del lenguaje, el derecho auto percibido y la identidad auto construida, y, en algunos casos, la mitificación de la raza mediante la mística alrededor del bios. En fin, un largo etcétera que constituye los ingredientes de la receta clásica de religión secular y la devoción sistémica hacia la idea del hombre nuevo, hijo predilecto del progreso.
Tras la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazismo, la cuestión de la religión política como sustituta de la espiritual, pareció haber perdido cierta relevancia, y el debate sobre sobre la posibilidad de un culto inmanente o laico en los tiempos de la democracia, ha quedado desplazado o directamente postergado al ámbito de la especulación académica. Sin embargo, creo que el fenómeno ha experimentado una intensificación al asociarse con determinadas expresiones políticas propias y exclusivas del modelo democrático, que particularmente sirve como plataforma de propagación y, a menudo, ocultamiento.
2. LA RELIGIÓN DEMOCRÁTICA Y SUS SUBPRODUCTOS
En nuestro tiempo hodierno, la cuestión religiosa ha quedado limitada al ámbito de lo privado. La aconfesionalidad de los Estados occidentales y el triunfo de las sociedades laicas son testimonio de la culminación final del proceso de secularización inaugurado en la era de Lutero. Lo que comenzó como una maniobra para preservar la fe del poder contaminador de lo mundano, acabó por desplazar lo religioso del espacio público, confinándolo en la esfera individual de la conciencia. De esta manera lo religioso abandonó su papel, antes fundamental como constitutivo del êthos social, para quedar relegado a la intimidad espiritual individual. Este modelo ha logrado perdurar en Europa al encajar operativamente con el espíritu de neutralidad de los sistemas democráticos. Esto no fue óbice sin embargo para la confección de una moral pública y colectiva, desalojada ya de toda sustantividad o trascendencia. Un tipo de moral que habría de servir como remedo de la otrora moral religiosa ante el vacío metafísico que provocó la ausencia de un sentido verdaderamente espiritual en la vida pública del hombre. Así, las sociedades modernas habrían de suplir la falta de fe en la vida ultramundana por una fe en el sistema.
En el contexto de la superación de la etapa de los totalitarismos, el modelo liberal parlamentario -cuya legitimidad internacional había quedado probada tras las guerras mundiales-, gozaría de una presencia -bajo la fórmula de la socialdemocracia- cuasi omnímoda en Europa. Un remedio apotropaico aplicado a todas estructuras políticas posibles, imponiendo no sólo la fórmula representativa y electoral, sino los valores europeos laicos, herederos del humanismo cristiano -libertad, igualdad, dignidad- ahora neutralizados y atravesados por el matiz ideológico del liberalismo occidental. Un sistema fundado en las libertades individuales, los derechos civiles y la igualdad jurídica que, sin embargo, parece a menudo funcionar en contra del pensamiento crítico y la libertad de conciencia, supuestamente objeto de protección jurídica. Oponerse a la democracia constituye un anatema, puesto que esta representa el bien político por excelencia, y cualquier otra alternativa es susceptible de ser expulsada del espacio público. En el crisol pluriideológico de la democracia, dominado por el relativismo y la neutralidad política, cualquier forma de pensar es válida siempre y cuando esté subsumida al valor supremo del sistema. Dicho de otra manera, ningún discurso es moralmente superior a otro porque todos se articulan dentro del mismo código de valores instituidos por la democracia. Se ha generado así, desde mediados del siglo XX, un universalismo moral democrático sobre el que no cabe reproche, pues oponerse a la democracia constituye una felonía política o, cuanto menos, una herejía secular. El concepto del pecado ha transitado desde la prevaricación moral contra el orden divino, hacia la desobediencia -legal o moral- al orden de cosas establecido. El centro metafísico de la mácula religiosa ahora es sustituido por el estigma sociopolítico que supone sospechar de un sistema que aparentemente existe para proteger la libertad. Una libertad en la que no es posible la disidencia.
Por todo esto, me aventuro a colegir que la democracia ha devenido en la última religión política de nuestro tiempo, aunque esta afirmación exige sin duda matices. El más importante es que la religión democrática se diferencia ampliamente de las religiones seculares “tradicionales”, que todavía se articulaban alrededor de una explicación objetiva de la realidad -mecánica o biológica-, ya que la religión democrática apuesta directamente por la fragmentación del pensamiento y la hipertrofia solipsista de la voluntad. De esta forma, la democracia, más que una religión en sí misma, busca proporcionar una legitimidad al resto de ideologías que ven la luz como subproductos de ella. Se trata por tanto de un medio conductivo para la conformación de nuevas y muy numerosas formas de religión laica. Estas, como digo, solo existen o pueden sobrevivir dentro de la tuición del pluralismo y la pretendida neutralidad democrática, por eso entiendo que son subyacentes al sistema y jamás podrían reproducirse fuera de este.
La agenda ideológica de la religión democrática es muy variada y variopinta. El denominador común es doble: el sustrato nominalista y el sentido materialista e indeterminado del progreso.
3. EL ÓBITO DE LA REALIDAD
Empezando con lo primero, resulta inevitable rescatar la idea de Baudrillard, quien lamentaba que la realidad posmoderna, carente de sentido y desahuciada ontológicamente, parece haber devenido en un simulacro, una ficción representativa o una “performance”. En otras palabras, lo que el filósofo francés denunciaba, en definitiva, es que la posmodernidad es el verdugo de la realidad, y que lo que estamos presenciando, no es otra cosa que su ejecución o asesinato: lento, tortuoso e irreversible. Una suerte de tiempo patibulario en el que el orden objetivo de las cosas, con antaño referencia en lo universal -a lo que el hombre siempre ha podido acceder, desde los tiempos de Aristóteles, por medio de la razón y de la inteligencia- periclita a favor de la vindicación identitaria y emocional del individuo, solo accesible vía deconstrucción del orden mismo del ser y de su propia naturaleza. La sindéresis tomista -aquella que nos hacía partícipes del orden de lo creado mediante la razón- deja paso a la letanía de la auto referencia absoluta del sujeto.
Defenestrado el binomio universal-racional, la religión laica posmoderna reclama un nuevo sintagma fundado en lo personal-identitario o subjetivo-emocional. La naturaleza y la razón, antaño estandartes de la vida política y social, en tanto ordenaban el quehacer humano en torno al bien lo común según una naturaleza -política y antropológica- compartida, son resignificados ahora por la conjura arbitraria de la voluntad privada del agente reflexivo, recipiente último de la voluntad superior del Estado, quien colma vía deus ex machina sus más bizantinos designios. El interés común de la vida pública queda desplazado por el capricho individual, al quedar confundido el deseo con derecho -el gran problema del derecho subjetivo-, haciéndolo mudar desde su sentido ordenador de lo común, hasta su instrumentalización por parte de lo que exigen unos pocos para la asunción de todos.
La nueva teodicea identitaria, marca también de forma definida sus ritos y liturgias seculares, así como la democracia lo hace con el sacramento del voto -que incluye jornada institucional de reflexión-, la perícopa de la religión política posmoderna celebra sus conmemoraciones, cabalgatas y “parades”, reivindicando orgullosamente la libertad, la igualdad y la integración de aquellos que, según su discurso, han sido tradicionalmente desplazados y que ahora, en una suerte de revanchismo histórico, tienen el deber moral de invertir la dinámica superestructural de hegemonía política. En todo este proceso, se configuran símbolos, se enarbolan banderas, se elaboran consignas y, sobre todo, se produce ingente cantidad de nuevo lenguaje. Las palabras constituyen la principal munición en la batalla política por doblegar la realidad y la naturaleza. La plasticidad ínsita del lenguaje se presta para esta peculiar tarea: allí donde no existe una categoría, se inventa, porque solo mediante su invocación nominal es posible determinar su existencia sobre el vacío de una realidad ya sustancialmente debelada. Dicho de otra manera, de lo que se trata es de pujar por un emplazamiento en el espacio político en esta enorme subasta de las ideas y los conceptos que es la posmodernidad.
Un carnaval orgiástico del capricho humano, donde la voluntad es confundida con un deseo sicalíptico auto referencial, y en el que el narcisismo patológico se extiende endémicamente como una enfermedad crónica e histérica, ansiosa por reclamar todo aquello que imagina como suyo. O, al menos, aquello sobre lo que tiene capacidad de poseer puesto que, en el fondo, la lógica oculta a esta dinámica del deseo, capaz de reclamar lo imposible mediante ficciones jurídicas útiles, delata una actitud sumamente mercantilista que persigue capitalizar lo humano -su identidad, su naturaleza, su razón-, como un bien de consumo. Como vemos, el germen nominalista es infranqueable.
Algunas de estas religiones subproducto, tienen un claro fetiche genital-identitario, como otras parecen desplegar micro dogmas alrededor de cuestiones también puramente materiales como la raza o el derecho reproductivo, resultado de una interpretación negativa de la libertad sexual, que reducen la vida a una cuestión emocional-psicosocial. De ahí que se haya dado pábulo sin mucho miramiento a la “cultura de la muerte”, donde se justifica la eutanasia y el aborto por motivos fundamentados en la voluntad individual, despreciando la dignidad de la vida humana. Como la categoría “vida” ha quedado rebajada a una imputación nominal, esta deviene sujeta a la veleidad médica y jurídica pertinente, que puede legislar -y así lo hace- sobre la existencia humana hasta el punto de hacer de ella una situación se excepcionalidad, en el que la volición individual hace las veces de poder soberano, así sea sobre el propio cuerpo o el ajeno. En el caso de este último, al no reconocerse su realidad óntica -tampoco fenomenológica- puede liquidarse sin contemplaciones morales, pues no se trata más de una extensión corpórea, tan desechable como cualquier otro apéndice potencialmente deforme del cuerpo.
La eugenesia sistémica del nonato se ha convertido, no solo en un motivo de reclamo político, sino en la gran tragedia de nuestro tiempo. Lo humano -en su sentido ontológico, integral- ha quedado desplazado a favor de los intereses particularistas del mercado, la conveniencia privada y la dimensión psíquica de la madre, aunque esta ya no puede ser considerada a tal efecto. Porque, en todo esto, el uso del lenguaje por supuesto, que como venía adelantando más arriba, juega un papel crucial. El niño es un zigoto, la madre es una progenitora o, incluso, es referida únicamente como persona gestante, porque admitir su sexo sería algo así como asumir que efectivamente existe un vínculo genético, natural y biológico entre ella y el no nacido. El objeto de toda esta oligofrenia terminológica no es otro que desnaturalizar lo humano, vía politización, haciendo de la noción del hombre algo artificioso. La naturaleza, antes inscrita en el magma antropológico del ser, ahora es impostada, performativa y, por tanto, sujeta a todo desplazamiento político posible. Así se derogan las categorías, o como mínimo se hace de ellas nada más que una representación fugaz e intrascendente que ya nada tiene que decir o imponer sobre la vida de las personas. Se puede ser hombre y menstruar porque el dato de experiencia biológico no es suficiente argumento de peso a la hora de dictaminar la providencial agenda identitaria de este “nuevo hombre nuevo”, que ya difícilmente puede ser hombre, pero que desde luego busca ser incesantemente nuevo en la quimérica obsesión por ser relevante en el escaparate monstruoso de la posmodernidad.
Como vemos, el discurso de la libertad ha quedado retorcido, ya que ahora parece versar exclusivamente en términos de autopercepción. El problema radica en que esa percepción se hace vinculante al resto. No en vano, en todo esto subyace una velada tiranía democrática que, como los viejos totalitarismos, ejecutan sus designios motivados por el sentido indeterminado del progreso.
4. EL PROGRESO ETERNO
La primera ideología progresista de la historia, si se me permite expresarlo con estas palabras, fue el cristianismo. Esto es así al menos si tomamos el concepto de progreso como un proceso de perfeccionamiento que alcanza una plenitud en un determinado momento de la historia. Con el cristianismo, esa plenitud es satisfecha fuera de la historia, y además es conclusiva, es decir, se agota sobre sí misma. No puede existir más progreso humano que la salvación, y el hombre no pude ser más perfecto que en su elevación hacia lo trascendente. Al individuo se le abre la posibilidad de este progreso gracias a la inmolación de Cristo, y comienza a recorrer ese sendero progresivo en el momento en el que abre su corazón y acepta la llamada de Jesús. Cuando el hombre encuentra la muerte, sino indefectible en la vida terrenal, comienza a verdaderamente a vivir, sin máculas, sin imperfecciones. El hombre ha progresado y ese progreso termina ahí y se conserva infinitamente. En adición a esto, la historia del mundo también avanza en un sentido progresivo-escatológico. De ahí el entendimiento, desde la perspectiva de la teología política, que la vida terrenal es un espacio intermedio entre el primer Reino de Dios, aquel que es proclamado con la vida y muerte de Jesús, y el segundo, que es consumado en la Parusía que sigue al tiempo apocalíptico. Como vemos, progreso y salvación guardan una muy estrecha relación, algo que el credo secular asumiría muy bien.
Ya desde los tiempos de las comunidades auto proclamadas santas, se entendió que el progreso absoluto puede darse en el mundo, siempre y cuando el pecado sea exterminado por el camino. El calvinismo, en su deriva angelista, tenía claro que la precipitación del Reino de Dios en la tierra era el camino para la salvación y la única vía posible del progreso. La secularización de esta idea trajo lo que ya se ha mencionado: el pensamiento utópico revolucionario, obsesionado con la perfección. La religión política del siglo XIX y XX actualizaría esta propuesta, como he insistido. En lo que respecta a las religiones subproducto de la democracia, esa suerte de culto emotivo-identitario fundado en la voluntad humana, la idea del progreso no sólo no se ha abandonado, sino que se ha intensificado problemáticamente. Quizá la ideología más representativa de este sentir es el transhumanismo, que puede entenderse también como una tentativa por conquistar lo post humano, situando en los altares religiosos la ciencia, la bio-tecnología, la informática y la robótica. En este sentido, el transhumanismo se constata como una filosofía ecléctica, heredera de esa mentalidad progresista que ha acompañado al espíritu revolucionario desde los tiempos jacobinos, pero suavizada mediante los mimbres de la convivencia democrática, la neutralidad política y la sofisticación deducida de las aparentes bonanzas que genera la transformación tecnología.
La diferencia con aquel modo de pensar anterior, mucho más sanguinario, es que el transhumanismo verdaderamente no reconoce el límite de lo humano, o al menos no lo imputa, como hicieron los anteriores, en el mundo. La revolución transhumanista más bien lo que busca no es tanto un perfeccionamiento de lo humano mediante la política, sino superar esa misma naturaleza, por atávica, caduca e imperfecta. En otras palabras, lo que el transhumanismo propone es la transmigración del individuo desde su naturaleza actual hacia una completamente nueva, mejorada y en constante estado de potencial perfección. Esto, constituye, en el fondo, la culminación de siglos de voluntarismo, de sacralización e hipertrofia de la voluntad individual sobre la realidad existencial del hombre, ahora transmutada y pergeñada en algo superior mediante los sortilegios de la ciencia. El enemigo para batir ya no es por tanto un sistema o una superestructura, sino el propio ser, al que se le niega, como ya he dicho, cualquier fundamento antropológico. El punto de partida, insisto, es el deseo de superar lo humano, puesto que lo humano por sí mismo es insuficiente. Su naturaleza, caduca o marchita, o bien se transforma o bien se evacúa. La transexualidad es, quizá, el mejor ejemplo para ilustrar la convergencia entre el viejo nominalismo -uso del lenguaje para resignificar realidades de suyo abstractas- y el transhumanismo como metodología de superación del ser. La discusión sobre los roles de género -que son un excedente social- es relativamente ajena al debate sobre la entidad del sexo. El transexualismo, alimentado por la agenda transhumanista, anima a despreciar lo natural a favor de lo percibido.
En fin, para el transhumanismo, lo humano no es más que una ideación conjetural, una predicación nominativa, siempre modal, siempre potencial y, por lo tanto, siempre subjetiva y no verdadera. Negada la sustancia y toda dimensión entitativa del ser humano, ya no queda nada y, por lo tanto, es fácilmente susceptible de ser reconstruido y mejorado. Aquel viejo mito del “hombre nuevo” alcanza aquí pues un grado de abstracción sin precedentes que somete la realidad y la naturaleza humana a la mera especulación ideológica. Lo humano quedada desalojado de toda sustancia y queda disuelto en la vorágine implacable del progreso.
Desde el punto de vista filosófico, como vemos, el transhumanismo es un legítimo heredero del voluntarismo, pero también, de forma extensiva, del nihilismo. De esto se deduce la lógica capitalista y mercantilista en su aplicación. De este sumatorio, nace un pensamiento necesariamente antirreligioso, que desvía el culto hacia un tipo de progreso que, aunque definido por la tecnología, es en el fondo indeterminado, ya que carece de todo límite. Las viejas religiones políticas definían con gran nitidez las características y las condiciones de su paraíso intramundano e intrahistórico. Al transhumanismo parece no bastarle el mundo, apuntando incluso a las estrellas.
5. EL NUEVO PURITANISMO LAICO
La articulación de una moral pública bajo la cual dar pábulo a todas estas nuevas formas de culto laico viene acompañada de la necesaria persecución de todo aquello que niegue, comprometa o violente las premisas antes expuestas. El paso a las sociedades de rendimiento, típicas de la cultura capitalista, en el que la agresividad ya no es ejercida al modo disciplinario por el Estado, sino que se realiza desde la interioridad del yo, es vital la conformación de un inconsciente colectivo, ese psicopoder al que se ha referido ya Byung-Chul Han. Solo así es posible aplicar una moral compartida sin necesidad de reprimir violentamente al individuo, puesto que él mismo ya lo hace solo mediante la autocensura y la corrección política. Aunque esto no significa que las estructuras de poder sean ajenas, y que la muerte civil, el ostracismo político y social no hayan sustituido al ius vitae ac necis. De hecho, la lógica patibularia del Estado, que imprime un complejo victimista a los individuos, juega este doble papel: por un lado, figura de autoridad que dirime lo bueno, lo socialmente aceptable, del anatema. Por otro, es brazo ejecutor, muchas veces sin tener que recurrir a los procedimientos legales o punitivos tradicionales. Basta con el señalamiento, el estigma, el oprobio y la desaprobación conjunta para generar el castigo. Pero para ello se ha tenido que desplegar previamente toda una maquinaria moralizante al servicio de este trasunto de dictadura no proclamada de la tolerancia. Esta, por cierto, opera como sucedáneo laico del amor al prójimo cristiano. A continuación, veamos esto, así como los mecanismos de control mediante los cuales la religión democrática y sus subproductos hacen la labor de vigilancia y aseguran el correcto mantenimiento de la moral pública al tiempo que reinventan los códigos antropológicos y sociales de nuestro tiempo.
6. LA MORAL INVERTIDA
Esto engarza directamente con el ya mencionado sustrato nominalista, performativo y representativo del credo laico. Si el viejo puritanismo de cuño protestante demonizaba la naturaleza y todas sus expresiones -especialmente el sexo, lo carnal, esencialmente diabólico por su poder de seducción-, pues lo natural pertenece al orden del mundo y por tanto al pecado, la actual maquinaria de higienización social ha invertido los parámetros. El sentido ideológico del progreso, especialmente desde la revolución de mayo de 1968, ha tendido a sacralizar el cuerpo como un templo de devoción privado, -y a veces colectivo-. Un territorio de satisfacción de la libertad, el gusto y la satisfacción estética y libidinal por lo material. El deseo inmanente por lo corpóreo se deduce del proceso emancipatorio por el cual el hombre se aliena del orden trascendente del ser. Rendida la sexualidad en términos reproductivos y teleológicos, la carne es despojada de todo límite y, una vez más, aparece como un objeto consumible y mercadeable. El cuerpo se fagocita a sí mismo mediante una sexualidad animalizada, como parte de un delirante proceso de auto canibalismo psicológico y moral. El amor erótico, que responde a esa identidad compartida con el otro, la persona amada, con quien se completan los vínculos afectivo-emocionales de ajenidad y otredad que nos permiten ser nosotros mismos y más aún, ser para el otro, queda replegado y depuesto frente al ascenso del amor carnívoro, despiritualizado. Y en los términos de moral colectiva, esta sexualidad hiperbólica pero simplificada constituye un hito social sin precedentes. Nada es más importante hoy que la moral sexual y todas las consecuencias jurídicas y humanas que de ello se derivan en términos de libertad y realización personal.
7. LA VIOLENCIA INTERIOR Y LA CORRECCIÓN POLÍTICA
En consonancia con lo anterior, el aparato moral de la religión democrática favorece el autocontrol del individuo, quien se ve obligado a reprimir sus ideas – y a veces pensamientos- para poder ser integrado en el magmático conjunto social e ideológico al que pertenece o quiere pertenecer. Esta auto agresividad, ya explicada por Han, genera una violencia subjetiva de carácter psicológico, que queda expresada también en las dinámicas típicas de las sociedades de consumo, en las que el hombre busca desesperadamente aliviar el burnout emocional y profesional. El clima moral de la sociedad posmoderna impone al hombre una experiencia de vida famélica, controlada fundamentalmente por un mecanismo tanto externo como interno de represión psicosocial. La culpa y el arrepentimiento, antes inseparables de su significado espiritual, ahora transitan hacia una demoledora dinámica de auto sanción. El individuo que no piensa como el sistema le induce a pensar, es el individuo subversivo, el que se aparta de la lógica falazmente samaritana de la tolerancia civil.
Comenzando con el uso del lenguaje, el aparataje ideológico revisa cada sustantivo para asegurar su conveniencia moral al sistema de valores. A partir de ahí, la terminología es de sobra conocida. La inclusión de las “minorías” se convierte en una agenda de religioso cumplimiento. Las cuotas raciales y de género se tornan vinculantes. Se juridifican los sentimientos y se condena el pensamiento mediante anomalías legales como el muy famoso “delito de odio”. En todo ello, las “víctimas” juegan un papel imprescindible. En la cultura de la cancelación, inherente al eón de la corrección política -que como su propio nombre indica, busca corregir aquello que es de dominio público para la satisfacción exclusiva de unos pocos-, existe una lógica victimaria que replica con inteligencia la legitimidad moral cristiana, como observó René Girad. Es decir, la de la víctima inocente, aquella que sufre la persecución y, como chivo expiatorio, es sacrificado para expirar el mal ajeno. Allende sus matices y diferencias particulares -que además no permiten su jerarquización-, ideologías tales como la de género, el feminismo, el identitarismo, el transexualismo, el homosexualismo -sintetizado en lo queer- el indigenismo, el ecologismo o ambientalismo comparten un claro denominador común, el cual reza que la hegemonía política tradicional ha ejercido una violencia sistémica que se ha sido perpetuada con la connivencia del resto de agentes sociales. En este discurso, la supuesta superestructura, siempre verdugo, se impone agresivamente sobre estos colectivos, los cuales reclaman un nicho de existencia. Esta neurosis colectiva ha generado un sentimiento constante de ofensa e incesante afección que, revestida de concienciación, se jacta de haber “despertado” la lucha por igualdad social, según reza al menos el mantra de lo que actualmente se conoce como woke. En fin, lo cierto es que más allá de esa conciencia de agente reprimido, lo que este ideologismo ha logrado es secuestrar el lenguaje, depauperar el arte, neutralizar la inteligencia y apagar la llama de la libertad.
8. LA DICTADURA DE LA TOLERANCIA
Más arriba adelantaba la idea de que la tolerancia es un remedo del amor al prójimo cristiano. La justificación de esta idea la deduzco de su natural proceso de secularización. Para entender la diferencia, me fundamento en que la propuesta cristiana se ejerce desde la caridad. En la teología cristiana, el pecado no tiene aceptación, al contrario de quien lo padece, que es buscado para ser sanado, y así lo dijo Jesús, quien comparó al pecador con un “enfermo”. Pero en esta analogía no existe desprecio, sino compasión. Jesús no se rodeaba de pecadores porque tolerase el pecado. El pecado, entendía Jesús, debía ser extirpado porque solo así se puede acceder a su Reino. Pero paras ser curado, debe existir voluntad de quien padece el mal. El remedio cristológico no se impone. Es el hombre quien, en el ejercicio de su libertad, decide aceptarlo o no. La hodierna tolerancia exige la aceptación del mal, aunque es un mal relativo. Relativo a quien lo interpreta, no a quien lo padece, pues este, bajo su propia interpretación, no lo sufre. En estos términos no puede darse la caridad, porque el que está en el error no desea ser corregido o no es consciente de ello, y el que lo observa no desea cambiarlo porque parte de la premisa de que ese mal puede ser tal vez un bien para el otro. El relativismo moral, insisto, liquida la posibilidad de la caridad. Y, sin embargo, la farmacología política se aplica con fines claramente apotropaicos. El mal debe ser extinto, pero al no existir una idea sustancial y ontológicamente inmutable del mal, hay que resignificarlo. Al carecer de sustancia, el mal ahora solo puede surgir del gran demonio de nuestro tiempo: la intolerancia, que quizá sea el único elemento en el que parece haber una cierta coincidencia entre las partes ideológicas, las minorías políticas y las religiones subproducto. No tolerar al otro, incluso cuando existe convicción de su error, mal o padecimiento, constituye una falta grave, cuya ofensa puede tener consecuencias civiles y jurídicas.
La articulación horizontal de la libertad negativa, como espacio de acción intersubjetiva, privativa y excluyente -frente a la libertad positiva del Estado, que se ejerce verticalmente para dirimir disputas privilegiando al vulnerado-, se presta muy bien para la consecución de esta lógica pragmática. Además, responde muy bien al concepto de libertad individualista y material de las sociedades posmodernas. De nuevo, lo que es tuyo, es tuyo, y lo que es mío, es mío. Y ese mantra se reza como una plegaria sagrada en la que la libertad humana queda reducida a un dominio privado, lo que incluye, por supuesto, la esfera del pensamiento. Se puede pensar con cierta libertad siempre y cuando ese pensamiento no penetre el espacio vital ajeno, aun si quiera para cuestionarlo. En este peculiar tablero de la existencia humana, los individuos se desplazan con cautela dentro de su pequeña e invisible celda de ideas, con mucho cuidado de no entrar en contacto con la del prójimo. Esto parece describir un escenario de apocalíptica neutralidad, donde no existe la verdadera política al no haber tensión o conflicto en las relaciones humanas. El presagio de Schmitt sobre la era de la neutralización ha resultado ser espeluznantemente cierto.
9. COROLARIO
La religión democrática ha triunfado donde las viejos cultos neopaganos, violentos y represivos no pudieron hacerlo, al carecer de la legitimidad social necesaria para mantenerse en el poder. El poder, que es una categoría política, se ejerce con mayor destreza cuando no hay una verdadera resistencia política. El miedo a la aniquilación solo puede conservarse transitoriamente. El éxito de la democracia radica en su pericia para presentarse ante el mundo en términos salvíficos y ciertamente escatológicos. Esto no supone necesariamente una novedad respecto de las religiones políticas tradicionales, pero el modo difuso en el que lo hace, a través de estos micro dogmas o subproductos religiosos ha logrado una gran difusión social y política. En añadido, el termómetro religioso-espiritual de las sociedades occidentales está en franca decadencia. Y de la derrota de la fe en lo trascendente no puede sino nacer la fe en aquello que está en el mundo, como también he venido explicando. Quizá convendría analizar el papel que juegan otras confesiones no cristianas en Europa, y como pueden invertir la ecuación de la religión democrática -todavía más a costa de la cristiana-, lo que sin duda pondrá en jaque el humanismo laico occidental. Pero eso, sin duda, será motivo de otro ensayo.
Un día como ayer, el 16 de noviembre de 1700, llegó a España el primer rey de la familia Borbón, sin saber una palabra del idioma español, lleno de torpeza y creando problemas que todavía persisten. Aquel Felipe de Anjou, que reinó con el nombre de Felipe V, fue el primer rey de la dinastía Borbón y puede que el actual Felipe VI sea el último de esa familia reinante, cuyo balance general está más cerca de la decepción y del fracaso que del éxito. Han sido tres largos siglos de monarquía lamentable, que quizás se ha salvado de ser expulsada del poder porque los políticos de España, durante ese tiempo, han sido todavía más nefastos y decepcionantes.
Desde Fernando VII, todos los reyes de España han fracasado. Los errores de los dos últimos, Juan Carlos I y Felipe VI están siendo aprovechados por los republicanos para arremeter contra la monarquía, poniendo en peligro la Corona, una institución que hace medio siglo, cuando la democracia despuntaba en España, gozaba de una salud espléndida.
Fernando VII fue un felón, traidor y cobarde, que frenó el progreso de España por más de un siglo; su hija, la reina Isabel, una ninfómana caprichosa y frívola que ni siquiera sabía quien era el padre de sus hijos; Alfonso XII nunca estuvo a la altura de su misión; Alfonso XIII fue un cobarde que huyó del país dejándolo cuando le caía encima una guerra civil; juan Carlos I, recibido con entusiasmo como rey de la nueva democracia española, fue un corrupto mujeriego que se hizo multimillonario; su hijo, el rey Felipe VI, está fracasando al no hacer nada por salvar España ante los embates totalitarios, destructivos y traiciones del dúo gobernante integrado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.
La Corona española está hoy en peligro, no tanto porque Pedro Sánchez y Pablo Iglesias la quieran sustituir por una república manejada por politicastros como ellos, sino porque los reyes de España no están dando la talla y el último de ellos, el actual rey Felipe, está cambiando, con velocidad de vértigo, su gran popularidad como rey preparado y moderno por un creciente rechazo de la ciudadanía que antes le apoyaba, la cual le reprocha ahora su silencio, su inactividad y su sumisión ante las atrocidades contra la nación que protagoniza el gobierno de Pedro Sánchez y la chusma separatista y llena de odio a España con la que se ha aliado.
Las encuestas reflejan un preocupante descenso de popularidad de la Corona española, que hace cuatro décadas era la más popular de Europa, porque millones de ciudadanos no entienden que el rey no haga nada para detener las agresiones a España de Pedro Sánchez y su gobierno, integrado por totalitarios y apoyado por los peores enemigos de España.
El rey Felipe se encontraba en un momento propicio para restablecer el crédito de la Corona y de su familia, después de los escándalos de su padre, pero su cobardía y pasividad ante las agresiones de Pedro Sánchez a España le están enterrando en reproches y desilusión popular.
Al rey no lo quieren las izquierdas porque desean sustituirlo por una República, pero ya también le abandonan las derechas y los demócratas, poco a poco, por su pasividad ante las agresiones que está sufriendo España desde la izquierda y el nacionalismo gobernantes. El rey, si quiere conservar la Corona, no sólo necesita tener de su parte a la Constitución, sino que el pueblo, que es su gran defensa, le ame y le valore.
La familia Borbón no ha dado la talla, ni ha sabido cumplir con su importante misión de liderazgo. En realidad, ni siquiera ha sabido defender el enorme privilegio que representa ostentar una corona hereditaria en Europa y en un país como España.
Es cierto que el rey tiene los poderes muy limitados por la Constitución, pero no es menos cierto que, como jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas tiene un enorme poder de persuasión e influencia que en modo alguno parece estar empleado para defender España.
Si tuviera que explicarle a un extraterrestre qué fueron los Borbones en España en poco tiempo, le enseñaría el mapa de España en el año 1700 y el mapa de hoy. Es tan palpable lo que ocurrió que hasta en los mapas está claro. Multitud de problemas se iban a dar cuando se trae una dinastía protestantizada a un país forjado en la reconquista, unas instituciones polisinodiales, la subsidiariedad y la contrarreforma (realmente la reforma) donde no existe una institución con poder para reemplazar a un monarca tirano. Casi todos los borbones españoles fueron una pérdida neta debido a su forma de gobierno ajena al funcionamiento de España. En ese sentido, su proyecto de país de meternos en el eje absolutista para hacer una mejor España ha fracasado. El resultado fue que, efectivamente, perdimos tanto el imperio como el norte y así fue como ocurrió.
Felipe V, el peor Rey de España
El cambio de paradigma que se produjo con su llegada fue total. Además de todo el problema fundamental ya mencionado, vino con la leyenda negra, un cambio en nuestras alianzas de los últimos dos siglos y medio, gran pérdida de territorio, varias guerras, un desprestigio de la monarquía y un estado de dependencia permanente respecto a Francia.
Cuando llegó al trono, había desconcierto en las élites previas al centralismo que iba a traer (proceso que explica bien Elvira Roca Barea en Fracasología). Cuando pareció que Luis XIV se iba a aprovechar de su nieto de 17 años para avanzar la política francesa (véase el tratado de Versalles de 1701 o los primeros intentos de reformar la burocracia para hacerla pro-Francia, y por tanto absolutista) el Reino de Aragón y los partidarios del candidato Habsburgo (el Archiduque Carlos) se alzaron contra Felipe V para unirse a la guerra que habían declarado Inglaterra, Holanda y Austria al ver que Luis XIV se reforzaba en lo que hoy en día es Bélgica. Como consecuencia se produjo una guerra de sucesión desde los años 1701 al 1713-4 en casi toda Europa.
Los tratados de paz que terminaron la guerra fueron los Tratados de Utrecht y Rastatt, ambos una humillación para España. En el primero se perdieron Gibraltar, Menorca y el monopolio comercial español en los territorios de ultramar (los ingleses obtienen el navío de permiso y el derecho a comerciar con esclavos). También hay que mencionar que fue negociado entre Francia y Gran Bretaña ya que nuestros diplomáticos fueron excluidos hasta el final. El segundo tratado nos hacer perder: los países bajos españoles (Bélgica y Luxemburgo), Milán, Nápoles y Sicilia. En todos estos tratados Francia -nuestro nuevo supuesto aliado- negocia a su favor y siempre a expensas de España mientras que nuestros viejos y nuevos enemigos se llevan lo que quieren.
En política extranjera nos volvimos unos subordinados a Francia gracias a “los pactos de familia” en los que Luis XIV, XV y XVI usaron nuestras tropas para avanzar los intereses geopolíticos de Francia, aunque España no se beneficiase. La guerra de sucesión polaca, la guerra de sucesión austríaca, la guerra de los 7 años, la guerra de independencia de EEUU y las guerras napoleónicas desde 1796 a 1808. Cuando España trató de defender sus intereses con otras guerras, Francia se puso en nuestra contra (véase la guerra de la cuádruple alianza 1717-1720), en las guerras que ganamos -sucesión polaca y de independencia de EEUU- lo que gana España es marginal ya que no somos capaces de recuperar Nápoles como parte de España o sólo fue posible recuperar Menorca; Gibraltar está todavía pendiente en 2025. Por último, la unión dinástica únicamente se daba de Francia a España ya que los borbones españoles simplemente tuvieron que renunciar a sus derechos sucesorios franceses en el ya mencionado tratado de Utrecht (1713). Francia siempre nos vio como un alfil en su tablero de ajedrez y desde Felipe V no tenemos una política extranjera propia (al menos cuando los borbones estaban en el trono).
Otro gran problema de política extranjera fue que, alrededor de esta época, Gran Bretaña se recuperó de su inestabilidad interna y comenzó a ganar fuerza para convertirse en una posible gran potencia. Lo único que faltaba era una oportunidad y los borbones españoles resultaron ser la oportunidad perfecta. Durante la guerra de sucesión, se publicó en Gran Bretaña un panfleto anónimo -se cree que su autor fue Henry Pulleyn- llamadouna propuesta para humillar a España. En él se reconoce que la América española era una gran potencia económica gracias a sus grandes minas en el virreinato del Perú que acuñan el real de a ocho se combinan muy bien con la producción agrícola de del futuro virreinato del Río de la Plata. Si se combina con el galeón de Manila, la rentabilidad es aún mayor. El plan consistía en hacerse con esa producción agrícola del sur de América y los puertos del Caribe para hacer colapsar la América española y hacerse con los recursos económicos del territorio para Gran Bretaña.
Ya en el tratado de Utrecht se ve parte del plan al exigir derechos del comercio en el Caribe con el navío de permiso y con los derechos sobre la esclavitud para ganar dinero desestabilizando las poblaciones españolas en el caribe al pasar de una pequeña población esclava a una población notoria (seguro que eso no dará problemas en Cuba en el futuro). Posteriormente, se produjeron dos guerras más en el caribe (la guerra anglo-española de 1727-29 y la guerra de la oreja de Jenkins 1739-1748), cuando España se resistió a reconocer estos derechos. Los objetivos de guerra ingleses siempre fueron hacerse con los puertos comerciales en América. Tras un parón para imponerse a Francia en otras partes del mundo, los ingleses volvieron a invadirnos en el virreinato del Río de la Plata (1804-1807) o la invasión de las Canarias por parte de Nelson (1797) para cumplir el plan Maitland. Una vez que fracasaron se dieron cuenta de que era más fácil cumplir el plan con el apoyo local, lo que ocurrió. A lo sumo, las secesiones de Hispanoamérica se pudieron llevar a cabo gracias a que nuestras élites pasaron a defender intereses franceses.
En política interior, deshace el sistema polisinodial que había en España todo lo que pudo. Cambió el sistema de consejos al sistema de ministerios para echar a los nobles que le llevaban la contraria y reforzar más la burocracia profesional del Rey. Además, los nobles que apoyaron a la dinastía Habsburgo a la sucesión se vieron discriminados por el sistema para que no molestasen en el futuro, lo que significó un afrancesamiento y cambio de mentalidad en las élites hacia las posturas absolutistas a futuro. También introdujo en España una ley incongruente con nuestra historia por su influencia francesa, la ley sálica. Prohibió a las mujeres a hacerse con el trono de España como si no fuesen aptas para gobernar (seguro que esto no derivará en ninguna guerra civil).
Al menos, fue en esta área donde se encuentran partes positivas a su Reinado. Primero, aprovechó la ocasión para sacar adelante los decretos de la Nueva Planta para deshacerse de la división entre los Reinos de Aragón y Castilla y León para formar el Reino de España ya de manera formal. Este plan lo intentó llevar a cabo el conde-duque de Olivares sin éxito. Por otro lado, mantuvo las mismas relaciones con la Iglesia (aunque al cambiar la mentalidad católica del Rey no será así con los siguientes Reyes). También reformó el ejército, que ya se estaba quedando obsoleto tras la batalla de Rocroi, reformó la moneda y reformó financiación del Estado mediante bonos.
También, queda tratar el aspecto negrolegendario de Felipe V. Los borbones habían sido la monarquía que heredó la lucha contra los católicos Habsburgo de los Valois y la continuaron en el siglo XVII y XVIII con la guerra de los 30 años. Durante este tiempo se habían dedicado a hacer también la campaña de desprestigio para justificar su postura de porqué iban a la guerra. Respecto a España, nos trataban como un país oscurantista (curioso que llegáramos a América 100 años antes que ellos entre otros muchos logros), inquisidor (como si la inquisición francesa hubiera sido mejor), pobre (como si no tuviésemos la próspera América) e irrelevante (como si no hubiesen podido derrotar a los tercios hasta 1642).
Al llegar con la propaganda como justificación de su Reinado, no era posible simplemente cambiar el discurso y hablar bien sobre la España previa -porque tendría que ser Habsburgo entonces-; era necesario justificar a los Borbones como la solución al problema que es España. Ellos y sus afrancesados serían los que arreglasen el atraso fundamental español (el cómo estaba por ver). En la práctica, esto fue la semilla de que no tengamos hoy un buen concepto de España unificado (los pueblos de la península ibérica, hechos romanos por la conquista y convertidos en Reino por los Visigodos que heredaron esa Roma) y que no se sepan ni nuestros logros mayores ni nuestras personas más importantes. Si pregunta por la calle o por el mundo, ¿Cuánta gente conoce a San Isidoro, la Universidad de Salamanca, la de Alcalá, el calendario gregoriano, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, Juan de Mariana, Domingo de Soto, Jerónimo de Ayanz, Lope de Vega, Calderón de la barca, etc.?
Incluso para la gente que mejor sirvió a la causa borbónica en la guerra de sucesión no es recordada por sus méritos. ¿Cuántos saben quién fue Blas de Lezo y Olavarrieta? Hoy en día son más porque su figura se está recuperando, sin embargo nunca fue el caso en su día. Blas de Lezo probablemente ha sido el mejor militar y navegante que ha tenido España. En su juventud perdió varios miembros de su cuerpo con valor y honor, creció para ser el medio-hombre que no perdía batalla en la que se presentaba y cuando la monarquía hispánica le necesitaba más en Cartagena de Indias en el año 1741 produjo la mayor victoria militar española junto con el virrey Eslaba. Sus acciones alargaron la vida del Imperio unos 70-80 años a la vez que se aseguró de mantenerlo hispánico posteriormente y no anglosajón. Por este servicio, nadie sabe dónde está enterrado y no hubo estatuas suyas en Madrid hasta el siglo XXI (por iniciativa ciudadana, añado).
Por último, Felipe V también nos dio un aspecto curioso a la corte y éste es que perderíamos nuestro prestigio. Primero desapareció, progresivamente, el aspecto internacional que se había forjado al unir el prestigio interno de los Trastámara con el internacional de los Habsburgo, dejando a España con la condición de títere francés. Segundo, la parte interna se debilita (aunque nunca llega a desaparecer) con el afrancesamiento de las élites. Hoy en día el Toisón de Oro sigue siendo un título de gran importancia, pero no tanto como en antaño. Tercero, a partir de ahora la corte pasaría a tener más escándalos internos empezando por la locura de Felipe V y su segunda mujer Isabel de Farnesio. Esta señora estaba dispuesta a controlar la política de la corte todo lo posible, en especial que uno de sus hijos fuese Rey de España hasta tal punto de alterar nuestra política extranjera.
Luis I de España, olvidado
¿Cuántos de ustedes sabían que hubo un Luis I de España? Seguro que pocos porque su Reinado duró menos de un año. Lo único notable sobre fue que nos trajo más desprestigio a la Corte.
Llegó al poder por una inexplicable abdicación de Felipe V en su hijo de 17 años en 1724 (llegó al trono en el 1700). La mejor parte fue que nunca gobernó realmente ya que Felipe V mantuvo otra corte paralela en el Real Sitio de La Granja. Por otro lado, su mujer estaba aún más loca que Felipe V hasta el punto de limpiar las paredes con su vestido. Al morir poco después de tuberculosis, su padre Felipe V volvió al trono para seguir gobernando ya que esta etapa sencillamente era un chiste.
Carlos III, un Rey sobrevalorado.
La historiografía general coloca a Carlos III como un monarca tremendamente positivo para España al ser quien nos empieza a sacar de la decadencia inherente a España. Él es el monarca ilustrado (¡por fin!). Sin embargo, su política positiva no es más que una continuación de la obra de su hermanastro y esta continuación vino con un gran coste para el Reino del cuál no nos hemos recuperado realmente hoy en día -en algunos aspectos-.
Nada más llegar a España desde Nápoles, no tuvo mejor idea que volver a los pactos de familia cuando el país no estaba preparado para enfrentarse a los ingleses u otros vecinos. Sin embargo, la dirección de la guerra de los 7 años por parte de Luis XV estuvo mal planteada y, como buen Borbón, usó tropas españolas para sacarle las castañas del fuego a los franceses. Además, trató de invadir Portugal de manera preventiva (antes de que atacasen los ingleses) en una campaña sin resultado estratégico o táctico alguno, siendo el único ganador las enfermedades en nuestras filas.
Mientras que España se unió para ayudar a una Francia contra las cuerdas, los ingleses no se olvidaron de su plan para humillar a España. En 1762 nos declaran la guerra por el tercer pacto de familia (1761)e ipso factoinvadieron sin apenas resistencia Cuba y Filipinas durante casi un año. Durante su estancia en Cuba se calcula que la población esclava pasó de alrededor de 15.000 personas -una población pequeña, pero notoria- a cerca de las 80.000 -una población muy considerable-. El plan era causar un cambio social sustancial en Cuba (mientras se forraban en el proceso con la venta, claro está) para que los terratenientes tuviesen mucho más control y España no pudiese abolir la esclavitud en 1812 durante las Cortes de Cádiz. No sólo eso, sino que cuando se intentase hacer se podría intervenir “para garantizar la paz social” y apropiarse con la isla (¿a alguien le suena EE. UU. en 1898?).
En conclusión, se metió en una guerra innecesaria sin estar preparado, no consiguió ninguno de sus objetivos, Menorca y Gibraltar se mantuvieron inglesas, murieron varios soldados españoles, nos endeudamos, nos invadieron Cuba y Filipinas con daños irreversibles, y pasamos a tener que ceder Florida a los ingleses (la empezamos a poblar a principios del siglo XVI) con tal de recuperar Cuba y Filipinas en el tratado de París de 1763. Quien lleve la cuenta sabrá que estos eventos transcurrieron en únicamente cuatro años.
Acabada la guerra, tocaba pagar la deuda contraída. Para ello el valido de Carlos III por excelencia, el Marqués de Esquilache, no tuvo más opción que acelerar la reforma fiscal de Fernando VI y subir los impuestos. Uno de ellos fue la lotería nacional. Además, aceleró las reformas del comercio para mejorar la productividad, pero en lo que desembocó la reforma fue en una hambruna ya que el grano dejó de ser suministrado en el corto plazo por la urgencia de estas reformas para paliar los efectos de la guerra. Es archiconocida su reforma de la vestimenta como causa del motín de Esquilache (1766) sin embargo, esto no fue más que el detonante. Hubo revueltas en toda la península contra Esquilache porque le culpaban de los desastres de Carlos III en los últimos 7 años. El marqués de Esquilache fue cabeza de turco para calmar los ánimos y sus ministros ilustrados que apoyaron esas reformas (Conde de Floridablanca, Campomanes y el Conde de Aranda) se hicieron con el poder, marcando así la segunda parte de su Reinado.
Para acabar su política extranjera, mencionaré que los borbones españoles pasaron a ganar su segunda guerra importante (la primera fue la guerra de sucesión polaca donde recuperamos el control de la monarquía en Nápoles) que fue la guerra de independencia de EEUU. Conseguimos recuperar Menorca y Florida además de hacer que las trece colonias dejasen de ser controladas por Gran Bretaña. En cambio, todo se obtuvo a un alto coste. Gibraltar no se recuperó, la guerra duró otros cuatro años (más deuda y bajas), Francisco de Miranda se puso a trabajar para los franceses al conocer al Marqués de La Fayette, la élite criolla pasó a ver viable un gobierno independiente, y el papel de España durante las negociaciones fue anecdótico. Cuando John Jay se presentó en Madrid para buscar apoyo, le ignoraron como a un vagabundo -incluso cuando Benjamin Franklin vino a apoyarle-. Es decir, entramos en la guerra por servilismo a Francia principalmente y el no haber negociado con EEUU la paz significó que no íbamos a controlar su expansionismo a largo plazo. Los derechos pesqueros del Caribe estaban en el aire y la frontera con Florida, Alabama, Luisiana y luego Texas y Oregón estaban por definir (seguro que esto luego no lo aprovecharán).
Respecto a la economía, continuó con las reformas económicas y de comercio de Fernando VI hasta el punto de permitir el libre comercio entre los virreinatos. El cambio ayudó a fomentar una proto industrialización en la América española y condiciones de vida similares o mejores a las europeas como deja claro el estudio de Alexander von Humboldt. En cambio, en las áreas portuarias la élite criolla se vería empoderada lo que cambió en parte la estructura social (véase los mantuanos) y abría la puerta a una posible revuelta. Además, creó el Virreinato de Granada y Río de la Plata a partir del territorio del Virreinato del Perú para ajustarse a la situación de esa época. Por otro lado, resolvió la situación del grano y mejoró las infraestructuras de la península con su política de que todos los caminos llevasen a Madrid.
En el área cultural avanzó los progresos realizados por Fernando VI. Promovió las academias de Artes, invitó a artistas extranjeros a la corte como Boccherini (escuchen su minueto), creó monumentos como la puerta de Alcalá y mejoró la ciudad de Madrid para ponerla a la par con Ciudad de México o Lima. Además, se fabrica la Corona Tumular y además aparece la roja y gualda. Una cuestión que trató a diferencia de su predecesor fue que creó el Archivo de Indias para combatir la leyenda negra. Aunque alojó y aloja mucha información para desmentir mitos, se creó como un archivo mudo donde no había nadie encargado de transmitir el conocimiento almacenado (por eso apenas se conoce hoy).
Por último, y de extrema relevancia, hay una política de Carlos III de un daño irreparable (incluso él trató de reparar el daño causado mucho tiempo después). La otra cabeza de turco del motín de Esquilache fue la compañía de Jesús fundada en 1540 por San Ignacio de Loyola para combatir el protestantismo y otras herejías a la vez que la fe católica se consolidaba en los valores de la contrarreforma. Alguien educado por los jesuitas estaba 14 años estudiando intensamente varios temas cuando entraba a los 18 años. Además, educaron a muchas personas en todo el mundo, especialmente en las misiones de Hispanoamérica a los indígenas. Las personas que salían de la educación jesuítica eran maestros en todas las materias que se podían plantar en cualquier lugar del mundo para llevar a cabo cualquier misión, pero en especial élites que se podría oponer al poder real.
El haberles echado significó tres cosas: un profundo desprestigio, la analfabetización de España yel pistoletazo de salida a la descristianización de España. Respecto a la primera, es humillante hasta hoy pensar que las autoridades españolas se llevaron a los jesuitas de las misiones como criminales de poca monta cuando fueron, en gran parte, los que construyeron la sociedad después de la conquista. Además, tuvieron que mendigar a lo largo y ancho del mundo en busca de refugio (llegaron hasta la Rusia zarista). En lo segundo, los indios se volvieron a los bosques sin misión en la que alojarse, se cerraron colegios y hasta universidades y se perdió la élite ultra educada jesuítica. Por último, comienza a hacer acto de presencia un grupo de pensamiento político que todavía no he mencionado.
Por un lado, estaban los tomistas polisinodiales que supieron reconciliar el Aristotelismo con el catolicismo tras Averroes (origen divino del poder) y por otro están aquellos que le dieron un rol distinto al poder temporal menos restringido al no haber reconciliado bien las posturas Averroístas (derecho divino). Por un lado, hay un sistema donde el poder temporal necesita estar equilibrado, y el poder atemporal está siempre por encima moderando, mientras que el otro es un poder temporal desconectado del atemporal y el Rey hace lo que quiere porque se ha apoderado de la moralidad en el mundo. Ahora aparece un tercer grupo, el ateísmo. Este grupo considera que no existe diferencia entre los poderes atemporal y temporal, simplemente existe el poder temporal y éste tiene las características de ambos -es decir, el eventual positivismo-. Vienen de un contexto donde el poder temporal está concentrado en la cúpula y ahora ya ni hay nada por encima que busque aminorarlo. En otro artículo mío llamadola república de consejos y las protestas en Ferraztrato con más detalle los aspectos más básicos del positivismo así que no los voy a tratar aquí. En cambio, son con los Borbones absolutistas que se les acaba abriendo la puerta a estos grupos con una agenda profundamente contraria con la creación de España (“Yo no puedo decir España” Pablo Iglesias, 2013 en la Universidad de La Coruña). Eventualmente se harían con más y más poder ya que son la conclusión lógica de un gobierno relativista.
Carlos IV, el ingenuo
Acabado el Reinado largo de Carlos III, llegó al trono alguien cuya ingenuidad sorprendió hasta a su padre. Si por algo fue recordado el periodo de Carlos IV fue por su fallida política contra la revolución francesa y Godoy.
Las piezas clave para entender este Reinado son Godoy y su ingenuidad. Carlos IV le dejó el gobierno desde 1792 en adelante y éste aplicó política afrancesada. Después de terminar la guerra de la convención -que nos declaran-, lo primero que intenta es un reacercamiento a una Francia que perdió la cabeza (toda Europa estaba en su contra). Esto es una vez más otra forma de servilismo porque España se endeudó con la guerra para luego unirse al bando francés -que se oponía a nuestra forma de gobierno- con la esperanza de parar a los ingleses y que estos nos respeten. Más aun, no hay que olvidar como se devuelve a la Francia napoleónica el territorio de la Luisiana y el ducado de Parma a cambio de Toscana (al final no le sirvió de mucho la Luisiana sin Haití y se lo vendió a EEUU). Sin embargo, la flota inglesa era grande (si además no contamos la flota de otros países de la coalición) y no se pudo parar con la hispanofrancesa en Trafalgar (1805). Por otro lado, los franceses nos tenían tanto respeto que se pensaron que con secuestrar a nuestra monarquía iba a ser suficiente para conquistarnos. Además, esto le permitió a los ingleses atacar nuestras costas de manera legítima como pasó con Canarias o las ya mencionadas invasiones inglesas a hispanoamérica porque nuestra flota no podía pararles.
Teníamos una oportunidad de mantenernos neutrales en las guerras napoleónicas tras la paz del tratado de Basilea (1795) y recuperarnos mientras los ingleses se endeudaban (hasta un 200% de su PIB) mientras que los franceses masacraron a su juventud en los años venideros. Sin embargo, adoptamos una política extrajera poco realista y práctica para pagarlo con toda la hispanidad.
Para financiar la guerra de la convención, decidió adoptar una política nunca planteada en España; la desamortización de la Iglesia. Desde la edad media, la Iglesia se dedicó a adquirir propiedad durante el caos social de la época para reestructurar la sociedad acorde a su misión social de caridad. Se crearon monasterios para educar y generar cultura, algunos campesinos se volvieron pequeños propietarios con ayuda de la Iglesia para cultivar, se crearon hospitales, etc. En resumen, eran la asistencia social de la época y sus propiedades estaban protegidas para sostener la cohesión social. El movimiento para desamortizar comenzó con el pre-absolutismo y el protestantismo porque permitía engrosar las arcas reales y reducir el poder de la Iglesia a la vez que las élites leales al Rey se podrían enriquecer además de empoderarse. Ahora, nos llegaba ese movimiento a España. Sin embargo, su desamortización fue moderada considerando las que vendrían después.
Godoy pasó a tener tanto poder en la Corte que en el tratado de Fontainebleau en el que invadimos Portugal, el territorio se repartió en 3 áreas: una para España, una para Francia y otra para él. Todo este afrancesamiento, desamortización, guerras, derrotas e invasión práctica de España por parte de Francia -habían ocupado todas las plazas importantes del país- hizo que el pueblo se amotinase al ver que querían evacuar a Carlos IV a América para abandonar a la península a su suerte. El resultado fue el motín de Aranjuez (1808) en el que Godoy fue despuesto, Carlos IV abdicó y Fernando VII (el deseado) llegó al trono. Sin embargo, había cierto francés que quería la Corona de España y no iba a dejar que se le escapase.
Fernando VII, el primer felón
Si Carlos IV cometió varios errores durante su Reinado (principalmente fiarse de Godoy), Fernando VII iba a tener un Reinado con muchos más errores en esa línea. Sus acciones son pieza clave para entender el desarrollo político y social de España durante el siglo XIX, XX y XXI.
Nada más comenzar a gobernar, se dio cuenta rápido de que no tenía el control sobre el trono. Napoleón tenía aLa Grande arméecontrolando todas nuestras capitales de provincia y quería negociar las condiciones de su llegada inesperada al trono. El fracaso aquí era de Carlos IV, pero Fernando VII no tenía más remedio que negociar con Napoleón para evitar una masacre. Lo que él no sabía es que Carlos IV había acordado abdicar en quien Napoleón quisiera (Carlos IV y su hijo Fernando no se podían ver por un intento fallido de remplazarle en el trono) y por tanto las negociaciones ya estaban pactadas antes de empezar lo que resultó en las abdicaciones de Bayona (5 de mayo de 1808). El hermano de Napoleón se hizo con el trono y el resto de la familia Real española quedó secuestrada (en palacios, como apunte).
Debido al último fracaso de Carlos IV, se produjo en España una masacre desde el 2 de mayo de 1808 hasta diciembre de 1813. Se tuvo que declarar la guerra desde las alcaldías y se tuvo que reformar el gobierno desde las juntas provinciales para sacar al invasor francés de la península. Desde los virreinatos, se organizaron grupos diplomáticos para negociar el apoyo de la coalición al gobierno de la Junta Suprema Central (JSC) contra el falso gobierno de José Napoleón (Simón Bolívar fue parte de una de estas). Por ello, hay que examinar lo que ocurrió en ambas retaguardias para ver qué estaba pasando en España.
Por el lado napoleónico, formalmente gobernaba José Napoleón pero las cuestiones importantes las dictaba su hermano en Francia como por ejemplo anexionarse Cataluña o qué política se debía aplicar para mantener el orden público. Más aún, José ninguno se dedicó a organizar un apoyo afrancesado a su gobierno ya que todo el mundo le consideraba ilegítimo. Todo el apoyo que obtuvo no era ni absolutista ni tradicionalista, era de la categoría atea/positivista (es decir, buscó y formó afrancesados, deístas y masones). Lo último en la retaguardia francesa fue que Fernando VII intentó hacer todo lo posible para gobernar en España y no paró de mandarle cartas a Napoleón congratulándole con esa esperanza en mente.
En la retaguardia española, los ilustrados de Carlos III tenían la mayor influencia en el gobierno de la Junta Suprema Central y su agenda fue la que eventualmente sacó adelante la Constitución de 1812 en el Consejo de Regencia de Cádiz. Por otro lado, nuestros nuevos “amigos” los ingleses se dieron cuenta de que tenían vía libre en nuestra tierra y se dedicaron a influir en ambos lados del Atlántico con una masonería fiel a Londres. En esa misma línea, se dedicaron a destruir toda la proto-industria en la península y retrasar a España en su industrialización varias décadas.
Una vez expulsados los franceses de la península en 1813, Fernando VII gobierna por primera vez de manera efectiva, pero se encontró con un problema. Tras la guerra, se produjeron dos coaliciones distintas con los liberales por un lado (compuesto de los afrancesados (ilustrados radicales de tradición francesa), masones e ilustrados) y los monárquicos por otro (absolutistas y tradicionalistas). Es decir, en un bando estaban los que creían en un gobierno sin diferencia entre poder temporal y poder atemporal -y tampoco creen en una presencia real de Dios en el mundo- y por otro una coalición de los que creen en la diferencia de ambos poderes (los del antiguo régimen). Tras pasar Fernando VII por Valencia, ve que existen estas dos coaliciones y la del antiguo régimen le pide que no acate la Constitución de 1812 como había prometido. Esa carta magna se redactó con una mayoría liberal en la ciudad de Cádiz, mientras que no fue así con el resto del país y el otro grupo quiso reestablecer el orden que tenían -tanto en la península como en la América española-. En vez de tratar de reconciliar ambas partes con una convención Constitucional con el país ya liberado (y así hacer una Constitución más favorable a la facción del antiguo régimen), decide darle un espaldarazo total al antiguo régimen tras haber jurado firmar la Constitución, lo que justificó incontables pronunciamientos contra el gobierno.
Paralelamente, también se produjo desorden en el nuevo mundo con la usurpación del trono de España -razón por la que Napoleón invadió; él quería controlar la América española- y en 1814 las revueltas activas estaban en el Virreinato de la Nueva Granada con Bolívar y el Virreinato del Río de la Plata con los revolucionarios de mayo. En esa fecha, parecía que los realistas iban a ganar ya que los revolucionarios ya no podían decir que luchaban por Fernando VII en contra de José Bonaparte y dos fuerzas expedicionarias en total a cada lugar podrían haber pacificado la situación sin problema para volver a la normalidad previa a la invasión. Sin embargo, la vida palaciega de Fernando VII (especialmente durante el cautiverio) le hizo pasar de ser el deseado a ser el felón. Sus ministros en el gobierno fueron en su mayoría amigos suyos y todo tipo de gentes que le caían bien. Aunque el único competente fuese el ministro de marina Luis María Salazar y Salazar y tuviese un plan para comprarle 6 navíos a la Francia de Luis XVIII para las fuerzas expedicionarias, un ruso en la corte convenció al Rey para comprarle tres navíos inservibles al Zar los cuales se desguazaron al llegar a España.
Al final únicamente se envió la expedición de Pablo Morillo en la Nueva Granada y se preparó en la península otra para el Río de la Plata la cual se estaba retrasando constantemente. La primera expedición fue exitosa gracias al apoyo local y casi acaba con la rebelión de Bolívar, pero la segunda nunca salió de la península porque el teniente coronel Riego tenía que apoyar a sus aliados en la América española con un golpe de Estado (lo llaman pronunciamiento, pero fue un golpe de Estado porque su objetivo era inutilizar al Rey) y así dar paso al trienio liberal en 1820.
En España esta etapa de tres años se postula como lo mejor que le pudo pasar al país, aunque fue lo contrario. Por el lado americano, no sólo no íbamos a pararle los pies a los revolucionarios de mayo si no que se fueron hacia el norte y comenzaron a amenazar con separar el Perú de España, se le dieron órdenes a Morillo de pactar una paz con Bolívar -cuando estaba contra las cuerdas-, para que luego Bolívar no cumpliese con ella, y la aristocracia de la Nueva España se tomó esto como la gota que colmó el vaso. Agustín de Iturbide (conservador que paró los pies al cura Hidalgo) se cansó de la locura atea/positivista de la península y consideró que el Virreinato no era gobernable si se podía inhabilitar a su Rey con tanta facilidad. Es por ello que decidió convertir el Virreinato de la Nueva España en la Nueva España con la misión de ser el único país hispano estable después de la invasión napoleónica (hasta quiso poner a la familia Real gobernando en México). Por no haber reconocido la influencia de los liberales en España -traída por sus predecesores- y no haberse decantado por una convención Constitucional con verdaderos representantes de todo el país además de no comprarle los barcos a Francia, se nos fue de las manos toda la América española (lo último que nos quedó fue Cuba y Puerto Rico en América y Filipinas y Guinea Ecuatorial en el resto del mundo).
Respecto al plano peninsular, se produjo un caos en la política. En el gobierno se comenzó a romper la coalición liberal con los ilustrados por un lado (pasaron a ser los doceañistas o moderados) que apoyaban el sistema de la Constitución de 1812 y los afrancesados y masones por otro (los exaltados que posteriormente se llamarían progresistas) los cuales apoyaban un sistema más radical. La ruptura se debió a que como ahora les tocaba gobernar, las disputas internas hicieron acto de presencia. Sin embargo, algo en lo que estaban todos de acuerdo era en hacer la desamortización a la Iglesia y controlar al clero. Se hicieron intentos de acabar con “las manos muertas” además de cerrar órdenes monásticas porque se consideraban innecesarias. Muchos conventos se cerraron y los clérigos pasaban a ser controlados más y más por el gobierno de maneras indirectas (una manera más sutil de hacer la constitución civil del clero).
Como es evidente, esto vino como un golpe para el resto del país ya que se hizo por las armas -y no un proceso social- y segundo, estos ataques nuevos a la religión (porque al gobierno le apetecía) no comulgaban con la mayoría del país. Además, no existía una estructura de partidos u organizaciones que pudiesen actuar en el sistema y por tanto los revolucionarios se vieron sobrerrepresentados (sólo ellos estaban preparados). La diferencia fue tal que las potencias extranjeras de la Santa Alianza (Rusia, Austria, Prusia y Francia) decidieron que iban a acabar con el caos de España con los 100.000 hijos de San Luis. Por la falta de apoyo al sistema, se hicieron un paso fácil por el país en 1823 poniéndole fin de manera súbita para evitar su expansión por Europa.
Gran parte se podría haber arreglado con una posible convención constitucional (haciendo uso de suauctoritaspara reformarla potestaspresente) pero no haberlo hecho nos costó gran parte de Hispanoamérica junto con la estabilidad en el gobierno, entrando así en la década ominosa. En esta década pasaron a gobernar primordialmente los tradicionalistas y absolutistas en contra de la coalición liberal).
El último error de Fernando VII fue sucesorio. Bajo la nueva ley sálica de Felipe V, quien tenía que gobernar era su hermano Carlos María de Isidro -alguien que no iba a ser muy amigable a la coalición liberal-. Sin embargo, sus detractores vieron en la hija de Fernando VII, la futura Isabel II, una oportunidad para establecerse permanentemente en el poder debido a su edad de 4 años. Si convencían al Rey de revocar la ley entonces éstos la apoyarían en la sucesión de manera indiscutible. Al final éste se decanta por aquella opción en contra de su hermano y comienza a poner a liberales en el cargo -como Cea Bermúdez- con tal de crear una transición hacia un sistema dominado por ellos en los denominados sucesos de la granja.
Los efectos de esta decisión son primordialmente 2. El primero fue que el Rey ahora dejaba de ser la figura más importante del Reino. Al depender de personas cuya mentalidad de gobierno parte de premisas positivistas/ateas -es decir, toda legitimidad tiene que ser pactada por la sociedad constantemente sin alguna premisa eterna o trascendental- significa que el Rey es una figuraper seilegítima (nadie ha elegido al Rey en las urnas, su posición es vitalicia y no hay cabida para un renegocio). Como resultado, esto lleva a restringirle suauctoritascasi por completo porque se considera que el origen de laauctoritasviene únicamente de las urnas -y por lo tanto de los políticos- de ahora en adelante (si el Rey hace algo contra la voluntad del pueblo, es decir las Cortes, entonces es tiranía). El Rey pasa a ser un instrumento más del sistema, y por tanto sometido a éste, en vez de una fuerza política y cultural capaz y autorizada para armonizar el país respecto a las cuestiones atemporales y temporales además de la organización de las cuestiones temporales.
El segundo efecto que se produjo fue que, al haber aceptado premisas positivistas/ateas como punto de partida del gobierno -de manera voluntaria, ya no por las armas-, los bandos se reorganizaron en 3. La facción progresista (afrancesados y masones) se puso a favor del cambio -aunque siempre con miras a minar la autoridad del Rey porque lo veían como un obstáculo-, la facción predominante pasó a ser la liberal moderada (ilustrados y ahora se les añaden parte de los absolutistas por el respaldo de Fernando VII a la iniciativa) y por último la facción carlista (compuesta por los tradicionalistas y parte de los absolutistas no contentos con la facción liberal).
19 años después de ganar la guerra de independencia, para no vivir con un gobierno afrancesado, Fernando VII le da el poder a aquellos que heredaron las ideas detrás de la revolución dando paso a una guerra civil a su muerte, la primera guerra carlista.
No hay un rey en España que tenga peor prensa que Fernando VII. El apelativo con que ha pasado a la historia, el Rey Felón, es indicativo del desprecio que su persona suscitó en vida y después de muerto. Sin duda merecido, pero hay aquí un punto de exageración porque Fernando VII es el resultado del afrancesamiento. Y si adoramos el afrancesamiento, tendremos también que adorar sus consecuencias. A partir de las perplejidades que se manifiestan en Cádiz, el reparto de buenos y malos en la historia de España va variando hasta convertirse en un galimatías inextricable y absolutamente contradictorio en sus propios términos. Vamos a intentar explicar esto de una manera simplificada y esquemática, porque la aplicación de la lógica, de cuando en cuando, no es mala:
1. Llega Felipe V en 1700. Los Habsburgo pasan a ser los malos y se decreta condena y silencio sobre este periodo. Aquí tenemos ya la primera dicotomía moral: Habsburgos atrasados, inquisitoriales y arruinados frente a Borbones reformadores, ilustrados y modernizadores.
2. Los Borbones «reformadores» e «ilustrados» afrancesan a las élites y la dependencia de Francia llega a tal punto que España ve seriamente comprometida su existencia como nación independiente.
3. Frente a este grupo que apoya a los franceses se levantan los liberales con su idea de soberanía como patrimonio de la nación.
Pregunta: ¿ahora quiénes son los malos? Los clichés ideológicos estallan porque la España atávica, inquisitorial y oscura de los Austrias no existe ya en 1800. No queda en pie ni un solo circuito de poder vinculado a la vieja dinastía. La ocupación de los mecanismos políticos y culturales por los Borbones es plena y perfecta. Lo fue desde el primer momento casi, como hemos intentado explicar en la primera parte. Los afrancesados son los partidarios del absolutismo y el Ancien Régime. O sea, ¿son los malos? Horror, esto no puede ser. La idea de que los afrancesados son los malos hace rechinar la caja de cambios de la mecánica habitual de buenos-malos, progresistas-conservadores, etc., que cualquier español medio tiene en el cerebro. No se puede soportar. Pero... por más que el afrancesado haya representado en el imaginario nacional al héroe de la modernidad frente a lo atávico-español, lo cierto es que sus ideas están vinculadas a la monarquía absoluta.
La «tragedia de los afrancesados» mil veces mentada en nuestros libros no existe hasta que el liberalismo se pone en pie en las Cortes de Cádiz. Porque lo atávico-español inquisitorial y austracista no gobierna ni en tiempos de Carlos IV ni de Fernando VII. Si se quiere considerar la posibilidad de vida ectoplasmática para Felipe II... pudiera ser, pero la parapsicología escapa a los límites de este ensayo. No queda un austracista vivo desde hace generaciones, así que irse a aquella España de los Habsburgo, cuya hegemonía incontestada provocó el nacimiento de la leyenda negra, para explicar la «tragedia» de los ilustrados es querer resucitar a los muertos. Pero no importa. El «demonio del Mediodía» admite resurrección cada vez que alguien tiene necesidad de él para justificar sus fracasos. Como vamos a ir viendo en este trabajo, ese demonio español es gloriosamente inmortal.
El aborrecimiento que la figura de Fernando VII concentra sobre sí es el resultado de querer culpar a un solo hombre de un fenómeno colectivo muy complejo e inseparable del afrancesamiento. Significa que nos negamos a aceptar el papel que las élites afrancesadas jugaron en la ocupación napoleónica y nos negamos a aceptar también que una parte prestigiosa de la cultura española consideró como lo mejor para España su desaparición como nación independiente, con todo lo que esto significa. Parece como si Fernando VII estuviera a un lado y los afrancesados a otro, pero no es así. Hay incluso un empeño bastante ilógico en igualar el exilio de afrancesados y liberales *. Es imposible conectar a Fernando VII con lo atávico-inquisitorial previo al cambio dinástico sin resucitar a los muertos. Quizás haya dioses ideológicos que reclamen tales extremos, pero francamente no es aconsejable. (Del libro de María Elvira Roca Barea "FRACASOLOGÍA").
*«Hablar del retorno de los josefinos durante la Década Ominosa no es una idea reciente [...]. En 1950 Federico Suárez insistía en el papel de los antiguos josefinos y citaba a Boislecomte que escribía en 1836: “Esta escuela fue consejera del poder [...] y los afrancesados fueron más potentes que nunca al lado de Fernando” [...]. Josep Fontana ha sido el primero en subrayar el papel de los josefinos tras el Trienio Liberal [...]. Detrás de las figuras conocidas de Javier de Burgos o Sáinz de Andino, se produjo la reposición de antiguos josefinos menos destacados»: Jean-Philippe Luis, «La Década Ominosa y la cuestión del retorno de los josefinos», Ayer 95 (2014), pág. 135 (133-153). Se refiere a Federico Suárez, La crisis política del Antiguo Régimen en España, Rialp, Madrid, 1988, págs. 137-146 (3.ª edic.) y Josep Fontana, La crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Crítica, Barcelona, 1983, págs. 105-107 (2.ª ed.). Pero es realmente el libro de Juan López Tabar el que llamó la atención sobre el papel de los afrancesados después de 1814. El capítulo IV lleva por título «La hora de los afrancesados, 1824-1833»: Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Biblioteca Nueva, Madrid, 2001. Recuérdese que los liberales no pudieron regresar hasta la muerte de Fernando VII en septiembre de 1833.
⚖️ Los Borbones y la crisis de España: historia de una traición silenciosa.
Desde hace más de tres siglos, la dinastía borbónica ha marcado la historia de España. De Felipe V a Felipe VI, cada monarca ha dejado tras de sí una estela de cesiones, errores y decisiones que transformaron el corazón de la antigua Monarquía Hispánica. 👑 En este análisis abordo sin miedo —pero con rigor histórico— el papel de los Borbones en la pérdida de la soberanía española: cómo la llegada de Felipe V rompió el modelo político plural de los Austrias, cómo el centralismo francés desmanteló los fueros, cómo la ideología ilustrada vació la espiritualidad hispana, y cómo hoy Felipe VI parece continuar esa línea de sumisión ante poderes extranjeros y agendas globales. 📜 Este episodio no es un alegato contra la monarquía, sino una reflexión sobre la forma en que una casa reinante extranjera moldeó el destino de nuestra civilización. De la pérdida de América a la sumisión ante Bruselas, de la neutralización del Rey actual al olvido de nuestra identidad, España se encuentra hoy ante una pregunta fundamental: ¿puede seguir siendo nación bajo un modelo que ya no defiende su soberanía?
La Verdad sobre los BORBONES. [Prólogo: Así llegaron los Borbones al poder en ESPAÑA]
Creo en el Dios de Jesús y de María, el Dios de los bienaventurados, sencillos y sabios humildes como Abraham y Sara; Isaac y Rebeca; Jacob y Raquel. Y no el de los expertos racionalistas e ideologistas teólogos y entendidos escribas de todos los tiempos, El Mismo JesuCristo nunca los eligió ni como apostóles ni como discípulos. Ni antes ni ahora. Soy Venezolano, Maracucho/Maracaibero, Zuliano y Paraguanero, Falconiano; Soy Español, Gallego, Coruñés e Fillo da Morriña; HISPANOAMÉRICANO; exalumno marista y salesiano; amigo y hermano del mundo entero.
La Línea Editorial de este Rincón es la Veracidad y la Independencia imparcial.
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LITURGIA DE LAS HORAS DEL DÍA
#YoTambiénSoyCristianoPerseguido
#NoEstánSolos: Ya estamos hartos de que los criminales exterminen a los cristianos solo por su fe. Ha llegado la hora de movilizarse y defenderlos. Basta de cobardía. Se valiente y osado frente a los asesinos y defiende con ardor tu fe y a los que son perseguidos por la horda. Coloca en tu página el símbolo creado por el movimiento en defensa de los cristianos perseguidos para la campaña mundial que se ha iniciado para que no nos olvidemos de todos aquellos que están siendo perseguidos y masacrados por ser cristianos. El símbolo del centro es la letra N del alfabeto árabe, con la que los yihadistas están marcando las casas de los Nazarenos, que es como ellos llaman a los cristianos. Juntos hagamos que no se olviden aquellos hermanos perseguidos en todo el mundo por amar a su Dios. #NoEstanSolos #PrayForthem #ن #YoTambiénSoyCristianoPerseguido #Iglesia #Kenya #Siria #Irak #Afganistán #ArabiaSaudí #Egipto #Irán #Libia #Nigeria #Pakistán #Somalia #Sudán #Yemen y otros...
EL SILENCIO CULPABLE
QUE LA LUZ BRILLE SOBRE TI, TIERRA FÉRTIL #SOSVENEZUELA
VENEZUELA UN PAÍS PARA QUERER Y PARA LUCHAR
“Nací y crecí en un lugar donde dicen ” Pa’lante es pa’llá”, donde se pide la bendición al entrar, al salir, al levantarte y al acostarte, donde se comen arepas, cachapas y espaguetti con diablito, donde se menea el whisky con el dedo, donde se respira alegría aún en las adversidades, donde se regalan sonrisas hasta a los extraños, donde todos somos panas, donde aguantamos chalequeos, donde se trata con cariño sincero, donde los hijos de tus amigos son tus sobrinos, donde la gente siempre es amable, donde los problemas se arreglan hablando y tomando una cervecita, donde no se le guarda rencor a nadie y donde nadie se molesta por tonterías, donde hasta de lo malo se saca un chiste, donde besamos y abrazamos muchísimo, donde expresamos con cariño nuestros sentimientos, donde hay hermosas playas, ríos, selvas, montañas, nieve, llanos, sabana y desierto, un país de gente bella, cariñosa y alegre donde se mezclaron armoniosamente las razas, donde el extranjero se siente en casa y donde siempre encontramos cualquier motivo para celebrar con los amigos. Nací y crecí en VENEZUELA, me siento orgulloso de ser venezolano y seguiré manteniendo mi espíritu venezolano en cualquier lugar del mundo”
¡NO TE RINDAS!
♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥ Si la angustia te seca, si la ansiedad te asfixia, si la tristeza te ahoga, si el pesimismo te ciega... llora, grita, comunícate, exterioriza tu dolor.... pero JAMÁS te rindas.
Levanta tu mirada, respira hondo... ¡LUCHA..! amig@...lucha ... PORQUE Sí hay salida. Sí hay sentido. Sí hay ESPERANZA. Levanta tus manos y pide ayuda.
No te des por vencid@...y poco a poco verás La Luz. NO te rindas amig@, lucha. NO ESTÁS SOL@.
PORQUE VERÁS QUE SÍ VALIÓ LA PENA... ♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥
LA FUERZA INVENCIBLE DE LA FE
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"Ya veis que no soy un pesimista, ni un desencantado, ni un vencido, ni un amargado por derrota alguna. A mí no me ha derrotado nadie, y aunque así hubiera sido, la derrota sólo habría conseguido hacerme más fuerte, más optimista, más idealista, porque los únicos derrotados en este mundo son los que no creen en nada, los que no conciben un ideal, los que no ven más camino que el de su casa o su negocio, y se desesperan y reniegan de sí mismos, de su patria y de su Dios, si lo tienen, cada vez que le sale mal algún cálculo financiero o político de la matemática de su egoísmo.
¡Trabajo va a tener el enemigo para desalojarme a mi del campo de batalla! El territorio de mi estrategia es infinito, y puedo fatigar, desconcertar, desarmar y doblegar al adversario, obligándolo a recorrer por toda la tierra distancias inmensurables, a combatir sin comer, ni beber, ni tomar aliento, la vida entera; y cuando se acabe la tierra, a cabalgar por los aires sobre corceles alados, si quiere perseguirme por los campos de la imaginación y del ensueño. Y después, el enemigo no podrá renovar su gente, por la fuerza o por el interés., que no resisten mucho tiempo, y entonces, o se queda solo, o se pasa al amor, que es mi conquista, y se rinde con armas y bagajes a mi ejército invisible e invencible...."
(Fragmento de una página del discurso de Joaquín V. González "La universidad y alma argentina" 1918). ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
COMBATE Y DENUNCIA A LOS PEDÓFILOS (PEDERASTAS)
SEÑOR, TE PEDIMOS QUE PROTEJAS A L@S NIÑ@S, TE LO PEDIMOS EN EL NOMBRE DE JESÚS. AMÉN. ¡Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeñitos! Mejor le fuera que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos....... Lc 17,1-2 -- ÚNETE Y DENUNCIA --
SI LOS MEDIOS CALLAN, EL PUEBLO GRITA...
PARROQUIA VIRTUAL (VIRTUAL CHURCH) EN FACEBOOK
FORO DE CRISTIAN@S CATÓLIC@S LAIC@S SEGLARES EN FACEBOOK
TELÉFONO DE LA ESPERANZA 902 500 002
Cuando existe la esperanza, todos los problemas son relativos
EL SENTIDO COMÚN ES IMPRESCINDIBLE PARA EL BIEN COMÚN Y PARTICULAR
SOMOS ANTI-OBSOLESCENCIA: NUESTRA CALIDAD TIENE VALOR
OBSOLESCENCIA ES LA planificación o programación del fin de la vida útil de un producto o servicio de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante o empresa de servicios, durante la fase de diseño de dicho producto o servicio, nos conduce al CONSUMISMO exacerbado, por culpa de algo evitable, destruimos recursos, planeta y dinero por algo que podríamos tener durante mucho tiempo.