EL Rincón de Yanka: PÉREZ-REVERTE

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sábado, 20 de julio de 2019

LA EUROPA QUE ESTAMOS MATANDO: EUROPICIDIO 💀


La Europa que estamos matando
PATENTE DE CORSO

Es posible que me equivoque; pero creo que a la Europa cultural, a esa antigua, formidable e interesante señora que en sus 3.000 años de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Virgilio y aquellos fulanos –y fulanas– de entonces hasta los de hace pocos días, pasando por Shakespeare, Leonardo, Cervantes, Velázquez, Montaigne, Voltaire, Van Gogh y el resto de la peña, no la matarán el terrorismo islámico, la inmigración o la multiculturalidad; ni siquiera la pandilla de políticos semianalfabetos que legisla y trinca en Bruselas con el objetivo, que se diría deliberado, de igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía puede brillar. 
En mi opinión, lo que destruye la Europa que en otro tiempo fue faro intelectual y referencia moral del mundo es el turismo de masas: 
la invasión descontrolada, imparable, de multitudes –entre las que nos contamos ustedes y yo– que circulan arrasándolo todo a su paso. Transformándolo, allí donde se posan como plaga de langosta, en un escenario diferente al que fue, reconvertido ahora a su, o nuestra, imagen y semejanza.

Nada puede sobrevivir, porque es imposible, a diez o veinte mil turistas arrojados de golpe por cruceros y viajes baratos –suena mejor low cost–, en un solo fin de semana sobre ciudades como Roma, Florencia, París, Madrid o Barcelona. Y no se trata únicamente del efecto de masas que las hace intransitables, complica el acceso a museos y puntos de interés, degrada el entorno, ensucia y satura. Se trata también, y sobre todo, de cómo los lugares van perdiendo poco a poco, y a veces con extraordinaria rapidez, los rasgos que los hacían singulares, adaptándose, qué remedio, a la nueva situación.
Tiendas de toda la vida, restaurantes, librerías, comercios, establecimientos que durante décadas o siglos dieron carácter local, desaparecen o se adaptan a los nuevos visitantes. Ofreciendo, naturalmente, lo que ese nuevo cliente exige, o exigimos: tiendas de souvenirs, bares y cafeterías impersonales, comida rápida y sobre todo ropa, mucha ropa. 
De Algeciras a Estambul, de Palermo a Oslo, de cada dos comercios que cierran y reabren, uno lo hace como tienda de ropa. O de teléfonos móviles, también, a fin de que todos podamos ir dándole con el dedo a la pantallita; e incluso enterarnos, gracias a ella, de lo que tenemos alrededor sin necesitar la tontería viejuna de mirarlo. Paseando por lugares cuya historia ignoramos, fotografiándonos ante monumentos y cuadros que nos importan un carajo, pero que se indican como parada obligatoria. Trofeo del safari.

Pienso en eso en Lisboa, sentado en la terraza de la pastelería Suiça, mientras compruebo en qué hemos convertido, también, esta hermosa ciudad hasta hace poco elegante y tranquila. Los operadores turísticos se lanzan ahora sobre Portugal, y todo está lleno de gente en calzoncillos que bloquea las calles caminando tras guías políglotas que levantan en alto banderitas y paraguas de colores. Eso trae dinero, claro. A ver quién se resiste a eso, así que toda Lisboa está en fase de adaptarse a los nuevos tiempos y las nuevas gentes. No hay un taxi libre, ni una mesa en un café. Los abueletes que necesitan subir al Barrio Alto ya no pueden utilizar el elevador de Santa Justa, porque colas enormes de turistas aguardan turno para subir en él y hacerse una foto. Frente a La Brasileira, docenas de guiris que ni saben quién fue Pessoa ni les importará jamás se retratan junto a la estatua del escritor que, de verse tan sobado, se ciscaría en su puñetera madre. Y el barrio de Alfama, donde antes te atracaban de noche como Dios manda, y podías pasear a oscuras sólo si te arriesgabas a ello, ahora rebosa de locales de fado, con ingleses y alemanes preguntando dónde pueden comer la típica paella portuguesa.

Esto es hoy Lisboa. En la vieja Suiça, donde intento leer tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol, grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la terraza. Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: «He tenido que venir a una mesa que esté lejos». Y el camarero, con ademán triste y elegante de viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: «Ya no hay mesas lo bastante lejos».


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sábado, 6 de julio de 2019

CUBA 98: NI BARCOS NI HONRA 🚢💥


Cuba 98: ni barcos ni honra

Ante el próximo aniversario del desastre del 98 –el año que viene se cumplirán 120 años–, recuperamos un texto ya clásico de Arturo Pérez-Reverte publicado en el centenario de la guerra de Cuba. (Publicado en XLSemanal en 1998, en el centenario de la Guerra de Cuba.

  • 60 000 soldados españoles muertos (50 000 por enfermedades​ y 10 000 en combate o por heridas de guerra), 13 000 heridos o enfermos.
  • 10 665 cubanos muertos
  • 5000 estadounidenses muertos (2000 por enfermedades)
«Salga V.E. inmediatamente», fue la última y escueta orden oficial. Después, por supuesto, todos se lavaron las manos y nadie fue responsable de nada, como ocurre y ocurrirá siempre en este país desgraciado: ni el gobierno timorato y débil, ni los generales y almirantes que callaron por no comprometer su carrera, ni la prensa demagógica y bocazas que durante meses enardeció los ánimos y empujó a los políticos a tomar decisiones en las que no creían. Después, cuando las viudas y  los huérfanos preguntaron el porqué de aquella carnicería estúpida, todos miraron hacia otra parte o plantearon vagos lugares comunes sobre la patria, la honra y la bandera. Una vez cometidos, durante largos años, todos los errores y torpezas imaginables en lo que a España le quedaba de colonias ultramarinas, sólo quedaba por determinar el lugar exacto donde rubricar el desastre. Y el lugar acababa de ser elegido: Santiago de Cuba. Aquel 2 de junio de 1898, ellos, los marinos españoles bloqueados en el puerto por la potente escuadra norteamericana, sin el armamento adecuado y sin carbón para las máquinas, recibían la orden de hacerse a la mar a toda costa, en sus buques de madera frente a los acorazados de acero yanquis. La isla estaba a punto de perderse y la flota bloqueada podía caer en manos enemigas en el mismo puerto. Así que, ignorando la sugerencia de volar los barcos y hacer que las dotaciones combatieran en tierra, desde Madrid y desde la Habana se les ordenó salir al día siguiente y ofrecer combate, sabiendo bien que los mandaban de cabeza al desastre.

"El almirante Cervera y los comandantes de su escuadra eran profesionales veteranos y no se hacían ilusiones. Sabían que no podían ganar".
Porque la desproporción de fuerzas era abrumadora: tres cruceros (Infanta María Teresa, Oquendo, Vizcaya) con débil blindaje, un crucero (Cristóbal Colón) que con improvisación muy española de entonces, y de siempre, había zarpado de Cádiz sin tiempo para que le montaran la artillería gruesa, y dos modernos y frágiles destructores contratorpederos (Furor, Plutón), por completo vulnerables a las bocas de fuego de la escuadra norteamericana mandada por el almirante Sampson: cuatro potentes acorazados (Indiana, Oregon, Iowa, Texas), dos cruceros acorazados (Brooklyn, New York) y un navío ligero (Gloucester), sin contar buques auxiliares y transportes, blindados los cuatro primeros con planchas de acero de casi medio metro de espesor y cañones de 330, 305 y 203 mm.: artillería pesada que que sumaba, entre todos, 52 bocas de fuego de grueso calibre frente a las seis piezas grandes que sumaban los barcos españoles, piezas cuyo calibre máximo era de 280 mm. Aquello, resumiendo, iba a ser para los norteamericanos un simple ejercicio de tiro al blanco; y Pascual Cervera, el almirante español, había intentado disuadir de semejante locura al gobierno de la nación. Pero la guerra es fácil vivirla desde el velador de un café, en Madrid reinaba un momento de exaltación patriótica. Así que se le recordó a Cervera aquello de don Casto Méndez Nuñez cuando el bombardeo de los fuertes del Callao: que más valía honra sin barcos, que barcos sin honra.

El almirante Cervera y los comandantes de su escuadra eran profesionales veteranos y no se hacían ilusiones. Sabían que no podían ganar; y la noche anterior a la salida, en la última reunión de oficiales, éstos se habían estrechado las manos, despidiéndose unos de otros. Iban al suicidio irremisible, pero las órdenes no admitían réplica. Así que no quedaba otra que calentar calderas y hacerse a la mar. En tales condiciones, sólo había una doble táctica posible: salir del puerto forzando el bloqueo norteamericano, abrirse paso a cañonazos y tratar de escapar forzando máquinas, en la única esperanza de que, saliendo de improviso, los norteamericanos no tuvieran tiempo de calentar las suyas; y, en caso de no poder escapar, acortar distancias quien pudiera y pelear de cerca, intentando suplir así la diferencia de alcances y calibres. Sobre si el anciano almirante albergaba o no dudas respecto al desenlace de aquella locura, nos aporta un preciso dato el hecho de que, desde el primer momento, fue guardando cuidadosamente todos los partes con las órdenes recibidas y sus propias objeciones y protestas, y antes de zarpar las remitió al arzobisbo de Santiago. Saliera vivo o muerto de aquella, no quería que en Madrid arrastrasen su honor y su nombre por el suelo. A fin de cuentas don Pascual era español, y sabía que cuando todo se fuera al diablo y la prensa bramara, y los ministros y los almirantes de Madrid se quitaran de en medio como de costumbre, eludiendo responsabilidades, todos iban a buscar una cabeza de turco en la que justificar los platos rotos. Como así fue, en efecto; aunque toda aquella documentación le permitió salvar luego la faz y la carrera ante el consejo de guerra que, como era de esperar, le organizaron a su regreso del cautiverio.
"De esa forma se estableció lo que sería el mapa de la tragedia: los buques españoles queriendo ganar distancia corriendo la costa, y la escuadra norteamericana navegando mar adentro, paralela a la derrota de éstos, cañoneándolos de lejos y a placer".
De ese modo, en la mañana de aquel negro 3 de julio, con buen tiempo y mar en calma, el Infanta María Teresa, buque insignia de la escuadra española, izó la bandera de combate y pasó por delante de los otros cruceros, que hicieron los honores de ordenanza al primero de ellos que iba al sacrificio. A bordo, en sus puestos, los pobres y leales marineros e infantes de marina, que ignoraban el dramático alcance de la situación y hartos del bloqueo deseaban de veras salir a pelear, empezaron a barruntar en el ambiente lo que les aguardaba allá afuera. El silencio a bordo se hizo mortal. A las 9,30 dobló el Teresa (capitán de navío Concas) el bajo del Diamante y salió a mar abierto, observado por la multitud que se había congregado en los fuertes del Morro y Socapa para ver el combate. El almirante Cervera estaba en el puente, los artilleros listos para disparar sus piezas desprotegidas de blindaje, expuestas al fuego enemigo. El plan era que el buque insignia intentaría atraer los fuegos de la escuadra enemiga mientras los otros cruceros y contratorpederos intentaban forzar la suerte navegando a lo largo de la costa como se corre a lo largo de una galería de tiro. Así que los artilleros del Teresa abrieron fuego con la segunda batería de cubierta, y ese fue el primer disparo de la batalla.

El buque norteamericano más próximo era el crucero Brooklyn, y hacia él ordenó el comandante Concas poner proa, intentando embestirlo. Pero viró el Brooklyn en ese momento, metiendo sobre estribor, y descargó una andanada con las piezas de popa, viéndose de inmediato el Teresa bajo el fuego de toda la artillería enemiga. Ante la enormidad del castigo y resultando imposible acercarse más a los norteamericanos, que lo cañoneaban de lejos, el Teresa arrumbó al oeste intentando alejarse a lo largo de la costa, y de esa forma se estableció lo que sería el mapa de la tragedia: los buques españoles queriendo ganar distancia corriendo la costa, y la escuadra norteamericana navegando mar adentro, paralela a la derrota de éstos, cañoneándolos de lejos y a placer.
"Desde sus observatorios privilegiados en tierra firme, los aterrados testigos de la carnicería vieron como, a pesar de lo que estaba ocurriendo allá afuera, los barcos españoles seguían saliendo impávidos por la bocana".
Porque ya eran dos. En cumplimiento de las órdenes recibidas, con la marinería apretando los dientes tras sus inútiles cañones, los fogoneros paleando carbón en el infierno de sus calderas —aunque eran una trampa mortal, no hubo deserciones de fogoneros durante el combate— y los oficiales resueltos y sin esperanza en los puentes de mando, los buques españoles seguían saliendo por la bocana uno tras otro: diez minutos después del Teresa, el Vizcaya salía a mar abierto y los norteamericanos dividieron sus fuegos. A esas alturas, el María Teresa ya tenía la cubierta sembrada de cadáveres, estaba en llamas, destrozadas las chimeneas, los puentes y la superestructura, disminuía su andar, y tenía a todos los hombres del puente muertos o heridos. Bajaron al comandante Concas a la enfermería y tomó el mando el almirante Cervera, también herido, decidiendo meter sobre estribor para embarrancar el buque en la costa y que no fuese capturado por el enemigo; y así se hizo a las 10,15, siempre bajo intenso fuego norteamericano, tras haber navegado cinco desesperadas millas hacia el oeste.

En cuanto al Vizcaya, aprovechando que los cañones enemigos aún se cebaban en el Teresa, se lanzó —siguiendo las órdenes recibidas— a toda máquina hacia el oeste, intentando romper el cerco y alejarse de la escuadra norteamericana; pero el mal estado de sus máquinas y los fondos sucios le impedían desarrollar el andar suficiente, y cuantos iban a bordo comprendieron que no escaparían a su destino: pronto los acorazados norteamericanos, dejando al agonizante Teresa, empezaron a centrar su tiro sobre el nuevo crucero.

Pero ya había un tercer protagonista del drama. Desde sus observatorios privilegiados en tierra firme, los aterrados testigos de la carnicería vieron como, a pesar de lo que estaba ocurriendo allá afuera, los barcos españoles seguían saliendo impávidos por la bocana. Era el turno del Cristóbal Colón. Desprovisto de artillería pesada, este buque sólo podía confiar en la potencia de sus máquinas; y de ese modo, pasando bajo el fuego de los acorazados próximos, se lanzó tras la estela de su hermano el Vizcaya, que se alejaba barajando la costa.
"La costa era ya una sucesión de buques embarrancados y en llamas, de cientos de hombres ensangrentados que intentaban ganar la costa a nado o se hacinaban heridos en las playas y sobre los arrecifes".
Hubo una pausa, y pareció que todo terminaba allí. Pero de pronto, y ante los incrédulos ojos de cuantos presenciaban la tragedia, un nuevo crucero español apareció entre El Morro y Socapa, con el pabellón de combate izado. Era el Oquendo, y desde el momento de su salida quedó sellada su suerte: lo hizo bajo el fuego continuo y devastador de los acorazados Oregon y Iowa, y a pesar de ello dobló el bajo del Diamante maniobrando con increíble sangre fría entre los piques, columnas de agua e impactos de la artillería pesada norteamericana, en una de las más impecables faenas marineras que registran los anales de la marina militar española. A pesar de saberse perdido de antemano, el crucero español devolvió fuego por fuego, observando impotente la dotación cómo sus proyectiles apenas arañaban los blindajes norteamericanos. Desesperadamente intentó forzar máquinas, pasó muy cerca del Teresa cuando éste iba ya a encallar en la costa, y destrozado, con todo el costado de babor ardiendo, un último y sólo cañón disparando hasta que todas las torres enmudecieron, sin chimeneas y con 126 muertos a bordo —incluido el propio comandante Lazaga, su segundo, su tercero y los tres tenientes de navío más antiguos—, fue a embarrancar a toda máquina en la costa, una milla más al oeste de su buque almirante.

La costa era ya una sucesión de buques embarrancados y en llamas, de cientos de hombres ensangrentados que intentaban ganar la costa a nado o se hacinaban heridos en las playas y sobre los arrecifes, cuando una nueva silueta gris se destacó en la bocana, y tras ella aún siguió otra: salían los últimos dos barcos de la escuadra, los destructores contratorpederos Furor y Plutón, cuyas órdenes incluían acompañar a los mayores y ponerse a sotafuego de éstos hasta que, merced a su andar, lograran escapar a toda máquina; pues sus endebles estructuras y armamento nada podían contra los acorazados enemigos: bastaba un solo cañonazo para partirlos en dos. Se ignoran las causas del retraso, que los dejaba expuestos sin la menor esperanza al fuego enemigo; pero el hecho es que, a la hora de salir, lo hicieron solos, uno tras otro, navegando valerosamente a toda máquina, frágiles y patéticos entre el zumbido de las granadas y el impacto de los proyectiles, siendo destrozados en el acto por los buques menores norteamericanos y la artillería de tiro rápido del Indiana. Se fue a pique el Furor con su comandante muerto en el puente (capitán de navío Villaamil), y embarrancó en la costa el Plutón (teniente de navío Vázquez), arrasados ambos de proa a popa por el fuego enemigo, y con uno de cada tres hombres de las dotaciones muerto en su puesto de combate.

Aún seguían a flote dos cruceros españoles, perseguidos por la jauría de acorazados yanquis. El Vizcaya continuaba su desesperada navegación hacia el oeste, vueltos ya hacia él casi todos los cañones de la escuadra norteamericana. Lo seguía a poca distancia el Cristóbal Colón, y los dos intentaban, como lo habían intentado sus compañeros, navegar corriendo la costa para escapar al fuego enemigo. Sus cañones, aunque el porcentaje de impactos en el adversario fue mayor por parte de los artilleros españoles, seguían sin hacer mella en los blindajes norteamericanos. En cambio, las devastadoras andanadas del adversario les mataban a los marineros en las mismas piezas, incendiaban las maderas, hacían saltar torres y superestructuras. Aquello ya no podía durar. Daban caza implacable el Brooklyn, el Texas, el Iowa y el Oregon, así como el buque insignia New York, alejado al principio e incorporado a mitad del combate. El Colón, que pese a no llevar artillería pesada era el buque más rápido de la escuadra española, consiguió adelantarse mientras sus tripulantes, angustiados, veían quedar por el través y luego atrás al infortunado Vizcaya, más lento, al que el desesperado esfuerzo de sus fogoneros, paleando carbón como condenados, no bastaba para darle el andar necesario. De ese modo, el Vizcaya fue quedando abandonado a su suerte, bajo el fuego de todas las unidades enemigas. Pero se batió bien, con el coraje de la desesperación, hasta el final. Viendo su comandante (capitán de navío Eulate) que era imposible proseguir, con cuatro oficiales muertos y el barco ya en llamas, los ascensores de la munición de las torres inutilizados y sin poder sostener el fuego artillero más que unos pocos minutos más, ordenó caer bruscamente a babor sobre el Brooklyn, que era el enemigo más cercano, a fin de acortar distancias y embestirlo para arrastrarlo consigo al fondo del mar. Pero se lo impidieron los fuegos concentrados del Oregon y el Iowa, que se interpusieron, obligando al Vizcaya a caer de nuevo a estribor, embarrancando sobre las 11,30 de la mañana unas quince millas al oeste de Santiago, en Aserraderos, ardiendo y sin arriar la bandera.
"Así fue como acabó todo, y como el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos".
Quedaba el último, el Cristóbal Colón (capitán de navío Díaz Moreu), que había pasado junto a la costa jalonada por los compañeros en llamas, peleando con su inútil artillería de mediano y pequeño calibre, y ahora navegaba seis millas adelante, a toda máquina, aún con la esperanza de dejar atrás a sus perseguidores. Y lo cierto es que, de la escuadra española, fue el único que realmente estuvo aquel día a punto de conseguirlo. Pero la jornada iba a ser fatal para todos, y cuando ya se creían fuera de peligro, el maquinista mayor del Colón subió al puente a comunicar al comandante que el carbón bueno se había acabado, y que el que ahora estaban usando reducía en tres nudos la velocidad. Con la muerte en el alma, el comandante Moreu comprobó que, en efecto, las máquinas perdían potencia y la escuadra norteamericana acortaba distancias dándole caza sin remedio. Le disparaban desde lejos, y el Colón, desprovisto de su artillería pesada de popa, solo podía combatir de cerca con piezas ligeras y atravesándose a los adversarios, lo que significaba renunciar a la maniobra y ofrecer más blanco al enemigo. Según reconoció el propio almirante Sampson más tarde en el parte oficial de la escuadra victoriosa, para el comandante del navío español quedarse en alta mar significaba ser capturado, y ya el Oregon procuraba interponerse entre él y la costa. Como los buques españoles no llevaban botes de salvamento, abrir los grifos de fondo y hundirlo allí significaba para Moreu la muerte de casi toda la tripulación, que era de 500 hombres. De modo que ordenó maniobrar para eludir al Oregon, y luego arrojó el navío a toda máquina contra la costa tras haber navegado 48 millas, abrió las válvulas, inundó el buque y arrió la bandera.

Así fue como acabó todo, y como el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos. Cesó entonces el fuego norteamericano, pues ya no había contra quién disparar. Eran las 13,30 de la tarde. Aunque el tiro de los artilleros españoles había sido continuo y preciso durante las cuatro horas de combate —el Brooklyn recibió 41 impactos del Teresa y del Vizcaya— los norteamericanos, protegidos tras sus blindajes y sus cañones de largo alcance, no tuvieron más que un muerto, dos heridos y nueve contusos, en lo que para ellos fue un cómodo ejercicio de impune tiro al blanco. Pero en el fondo del mar, en los barcos en llamas y en las playas ensangrentadas, había 323 españoles muertos y 151 gravemente heridos: uno de cada cuatro hombres de la escuadra del almirante Cervera.

* * *
Era tarde de domingo. A la misma hora que los supervivientes españoles eran capturados por los buques norteamericanos, agonizaban en las playas o se abrían penosamente paso por la selva para intentar llegar a Santiago y seguir combatiendo en tierra, en Madrid lucía un sol espléndido y la gente, incluidos algunos miembros del gobierno, se divertía en los toros. Según cuenta Francos Rodríguez: «Asistió gran cantidad de público y hubo dos corridas, una en la plaza de Madrid y otra en Carabanchel. Ambas con resultado feliz».



Años después, Miguel de Unamuno escribiría: «Cuando en España se habla de cosas de honor, un hombre sencillamente honrado tiene que echarse a temblar».


VER+:


de los soldados extremeños de Cuba





jueves, 11 de abril de 2019

SOBRE HISTORIAS Y SOBRE ESPAÑAS DE ARTURO PÉREZ-REVERTE



«Desde siempre, ser lúcido y español 
aparejó gran amargura y poca esperanza.» 


"Somos un país en demolición y quizás nos lo merezcamos. Pero hay que saber por qué nos lo estamos cargando. Ningún país de Europa tiene un impulso suicida parecido al nuestro. Es una batalla perdida. Echo en falta cultura y generosidad por su parte. No buscar la aniquilación del otro, el exterminio o la anulación, sino la solidaridad. La historia no nos sirve para construir un mejor futuro. Pero si asumes lo que eres, si te sientes cómodo en tu camisa puedes empezar a hacer cosas. No somos inferiores a nadie, somos incluso mejores en muchas cosas. Pero también debemos ser conscientes de que podemos convertirnos en seres muy peligrosos. Debemos buscar las condiciones para no serlo. Conocer las causas para intentar no caer. Eso requiere un esfuerzo nacional. He visto lugares aparentemente civilizados irse en poco tiempo al diablo. Todo es posible"
1. TIERRA DE CONEJOS

Érase una vez una hermosa piel de toro con forma de España llamada Ishapan, que significa, o significaba, tierra de conejos —les juro que la palabra significaba eso—, y que estaba habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo. Es más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para reventar al vecino que era más débil, destacaba por las mejores cosechas o ganados, o tenía las mujeres más guapas, los hombres más apuestos y las chozas más lujosas. Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus a las que les caías mal y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara.

Envidia y mala leche eran marca de la tierra ya entonces, cual reflejan los más antiguos textos que nos mencionan. Ishapan, como digo. O sea, esto de aquí. Y el caso era que así, en plan general, toda esa pandilla de animales bípedos, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas. Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros factores económicos interesantes. Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las iberas; que, aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo castizo (véase, por ejemplo, la Dama de Elche).

Los iberos, claro, solían tomárselo a mal, y a menudo devolvían la visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en plan doméstico en su propia casa, iberos y celtas se lo hacían unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata, prodigio de herramienta forjada en hierro —Diodoro de Sicilia la califica de magnífica— que cortaba como hoja de afeitar y, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo (tiene su premonitorio simbolismo que una de las primeras cosas que griegos y romanos elogiaron de aquí fuera una espada). Ayudaba mucho que, como entonces la Península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas y las ganas. Animaba mucho. De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones en plan romántico piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el disparate, la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo.

Según los historiadores de entonces, aquellos abuelos nuestros morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras, puestas en plan broncas, eran de armas tomar. De manera que, si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia, que era la cerveza de la época, ya ni te cuento. Imaginen los botellones que liaban mis primos. Y primas. Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta todavía de teléfono móvil, de Operación Triunfo y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, cerca de ochocientos años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero (la que más) y el alfabeto (la que menos). También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que hoy bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida hablaremos en un próximo capítulo. O no. 

2. ROMA NOS ROBA

Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior (si nos vemos ahora como nos vemos, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás) y dijeron: pues va a ser que no, gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi suegra, si tiene huevos. Y los huevos, o parte, los tuvieron unos fulanos que, en efecto, eran primos de los fenicios —«Venid, que lo tenéis fácil», dijeron éstos aguantándose la risa— y se llamaban cartagineses porque vivían a dos pasos, en Cartago, hoy Túnez o por allí. Y bueno. Llegaron los cartagineses muy sobrados a fundar ciudades: Ibiza, Cartagena y Barcelona (esta última lo fue por Amílcar Barca, creador también de la famosa frase Roma nos roba). Hubo, de entrada, un poquito de bronca con algunos caudillos celtíberos llamados Istolacio, Indortes y Orisón, entre otros, que fueron debidamente masacrados y crucificados; entre otras cosas, porque allí cada uno iba a su aire, o se aliaba con los cartagineses el tiempo necesario para reventar a la tribu vecina, y luego si te he visto no me acuerdo (me parece que eso es Polibio quien lo dice). Así que los de Cartago destruyeron unas cuantas ciudades: 

Belchite, que se llamaba Hélice, y Sagunto, que se llamaba igual que ahora y era próspera que te rilas. La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces —siglo III antes de Cristo, echen cuentas— empezaban a montárselo de gallitos en el Mediterráneo. Y claro. Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal. Encima, para agravar la cosa, el hijo de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de pequeño lo habrían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele cada Semana Santa, o algo así, y acabó la criatura jurando odio eterno a los romanos. De manera que, tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban discos de Manolo Escobar. Además, bajo el lema Vente con Aníbal y verás mundo, alistó a treinta mil mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes (ésa fue la primera mano de obra española cualificada que salió al extranjero) y se paseó por Italia dando estiba a diestro y siniestro. 

El punto chulo de la cosa es que, gracias al tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios, precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más vistosa de todas, donde palmaron cincuenta mil enemigos, romano más, romano menos. La faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres licenciosas y otras rimas procelosas. Y mientras ellos hacían el zángano en Italia, un general enemigo llamado Escipión desembarcó astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia. Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra; hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de Zama, tras la que se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera, ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados ahora ante el juzgado —actitudes ambas típicamente celtíberas— llamándolo cobarde y chorizo. El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se calzó Hispania entera. Sin saber, claro, dónde se metía. Porque si la Galia, con todo su postureo irreductible en plan Astérix y Obélix, Julio César la conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos. Calculen la risa. Y el arte. Pero es normal. Aquí nunca hubo patria, sino jefes (lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio). Uno en cada pueblo: Indíbil, Mandonio, Viriato. Y claro. A semejante peña había que irle dándole matarile uno por uno. Y eso, incluso para gente organizada como los romanos, llevaba su tiempo. 

3. ROSA, ROSAE. HABLANDO LATÍN

Estábamos con Roma. En que Escipión, vencedor de Cartago, una vez hecha la faena, dice a sus colegas generales «Ahí os dejo el pastel», y se vuelve a la madre patria. Y mientras, Hispania, que aún no puede considerarse España pero promete, se convierte, en palabras de no recuerdo qué historiador, en sepulcro de romanos: doscientos años para pacificar el paisaje, porque pueblos tipo Astérix tuvimos a punta de pala. El sistema romano era picar carne de forma sistemática: legiones, matanza, crucifixión, esclavos. Lo típico. Lo gestionaban unos tíos llamados pretores, Galba y otros, que eran cínicos y crueles al estilo de los malos de las películas, en plan sheriff de Nottingham, especialistas en engañar a las tribus con pactos que luego no cumplían ni de lejos. El método funcionó lento pero seguro, con altibajos llamados Indíbil, Mandonio y tal. El más altibajo de todos fue Viriato, que dio una caña horrorosa hasta que Roma sobornó a sus capitanes y éstos le dieron matarile. Su tropa, mosqueada, resistió numantina en una ciudad llamada Numancia, que aguantó diez años hasta que el nieto de Escipión acabó tomándola, con gran matanza, suicidio general (eso dicen Floro y Orosio, aunque suena a pegote) y demás. Otro que se puso en plan Viriato fue un romano guapo y listo llamado Sertorio, quien tuvo malos rollos en su tierra, vino aquí, se hizo caudillo en el buen sentido de la palabra, y estuvo dando por saco a sus antiguos compatriotas hasta que éstos, recurriendo al método habitual -la lealtad no era la más acrisolada virtud local- consiguieron que un antiguo lugarteniente le diera las del pulpo. Y así, entre sublevaciones, matanzas y nuevas sublevaciones, se fue romanizando el asunto. De vez en cuando surgían otras numancias, que eran pasadas por la piedra de amolar sublevatas. Una de las últimas fue Calahorra, que ofreció heroica resistencia popular -de ahí viene el antiguo refrán «Calahorra, la que no resiste a Roma es zorra»-. Etcétera. 

La parte buena de todo esto fue que acabó, a la larga, con las pequeñas guerras civiles celtíberas; porque los romanos tenían el buen hábito de engañar, crucificar y esclavizar imparcialmente a unos y a otros, sin casarse ni con su padre. Aun así, cuando se presentaba ocasión, como en la guerra civil que trajeron Julio César y los partidarios de Pompeyo, los hispanos tomaban partido por uno u otro, porque todo pretexto valía para quemar la cosecha o violar a la legítima del vecino, envidiado por tener una cuadriga con mejores caballos, abono en el anfiteatro de Mérida u otros privilegios. El caso es que paz, lo que se dice paz, no la hubo hasta que Octavio Augusto, el primer emperador, vino en persona y le partió el espinazo a los últimos irreductibles cántabros, vascones y astures que resistían en plan hecho diferencial, enrocados en la pelliza de pieles y el queso de cabra -a Octavio iban a irle con reivindicaciones autonómicas, mis primos-. 

El caso es que a partir de entonces, los romanos llamaron Hispania a Hispania, dividiéndola en cinco provincias. Explotaban el oro, la plata y la famosa triada mediterránea: trigo, vino y aceite. Hubo obras públicas, prosperidad, y empresas comunes que llenaron el vacío que (véase Plutarco, chico listo) la palabra patria había tenido hasta entonces. A la gente empezó a ponerla eso de ser romano: las palabras hispanus sum, soy hispano, cobraron sentido dentro del cives romanus sum general. Las ciudades se convirtieron en focos económicos y culturales, unidos por carreteras tan bien hechas que algunas se conservan hoy. Jóvenes con ganas de ver mundo empezaron a alistarse como soldados de Roma, y legionarios veteranos obtuvieron tierras y se casaron con hispanas que parían hispanorromanitos con otra mentalidad: gente que sabía declinar rosa-rosae y estudiaba para arquitecto de acueductos y cosas así. También por esas fechas llegaron los primeros cristianos; que, como monseñor Rouco aún no había sido ordenado obispo -aunque estaba a punto-, todavía se dedicaban a lo suyo, que era ir a misa, y no daban la brasa con el aborto y esa clase de cosas. Prueba de que esto pintaba bien era la peña que nació aquí por esa época: Trajano, Adriano, Teodosio, Séneca, Quintiliano, Columela, Lucano, Marcial… Tres emperadores, un filósofo, un retórico, un experto en agricultura internacional, un poeta épico y un poeta satírico. Entre otros. En cuanto a la lengua, pues oigan. Que veintitantos siglos después el latín sea una lengua muerta, es inexacto. Quienes hablamos en castellano, gallego o catalán, aunque no nos demos cuenta, seguimos hablando latín.


4. ROMA SE VA AL CARAJO 


Pues aquí estábamos, cuatro o cinco siglos después de Cristo, en plena burbuja inmobiliaria, viviendo como ciudadanos del imperio romano; que era algo parecido a vivir como obispos pero en laico, con minas, agricultura, calzadas y acueductos, prósperos y tal, con el último modelo de cuadriga aparcado en la puerta, hipotecándonos para ir de vacaciones a las termas o comprar una segunda domus en el litoral de la Bética o la Tarraconense. Viviendo de puta madre. Y con el boom del denario, y la exportación de ánforas de vino, y la agricultura, la ganadería, las minas y el comercio y las bailarinas de Gades todo iba como una traca. Y entonces -en asuntos de Historia todo está inventado hace rato- llegó la crisis. La gente dejó el campo para ir a las ciudades, la metrópoli absorbía cada vez más recursos empobreciendo las provincias, los propietarios se tornaron más ambiciosos y rapaces atrincherados en sus latifundios, los pobres fueron más pobres y los ricos más ricos. Y por si éramos pocos, parió la abuela: 

nos hicimos cristianos para ir al Cielo. Ahí echaron sus primeros dientes el fanatismo y la intransigencia religiosa que ya no nos abandonarían nunca, y el alto clero hispano empezó a mojar en todas las salsas, incluida la gran propiedad rural y la política. A todo esto, los antiguos legionarios que habían conquistado el mundo se amariconaron mucho, y en vez de apiolar bárbaros (originalmente, bárbaro no significa salvaje, sino extranjero) como era su obligación, se metieron también en política, poniendo y quitando emperadores. Treinta y nueve hubo en medio siglo; y muchos, asesinados por sus colegas. Entonces, para guarnecer las fronteras, el limes del Danubio, el muro de Adriano y sitios así, les dijeron a los bárbaros de enfrente: «Oye, Olaf, quédate tú aquí de guardia con el casco y la lanza que yo voy a Roma a por tabaco». Y Olaf se instaló a este lado de la frontera con la familia, y cuando se vio solo y con lanza llamó a sus compadres Sigerico y Odilón y les dijo: «Venid pacá, colegas, que estos idiotas nos lo están poniendo a huevo». Y aquí se vinieron todos, afilando el hacha. Y fue lo que se llamaron invasiones bárbaras. Y para más Inri (que es una palabra romana) dentro de Roma estaban otros inmigrantes, que eran los teutones, partos, pictos, númidas, garamantes y otros fulanos que habían venido como esclavos, por la cara, o voluntarios para hacer los trabajos que a los romanos, ya muy tiquismiquis, les daba pereza hacer; y ahora con la crisis esos desgraciados no tenían otra que meterse a gladiadores -que no tenían seguridad social- y luego rebelarse como Espartaco, o buscarse la vida aun de peor manera. Y a ésos, por si fueran pocos, se les juntaron los romanos de carnet, o sea, las clases media y baja empobrecidas por la crisis económica, enloquecidas por los impuestos de los Montorus Hijoputus de la época, asfixiadas por los latifundistas y acogotadas por los curas que encima prohibían fornicar, último consuelo de los pobres. Así que entre todos empezaron a hacerle la cama al imperio romano desde fuera y desde dentro, con muchas ganas. Imagínense a la clase política de entonces, más o menos como ahora la clase dirigente española, con el imperio-estado hecho una piltrafa, la corrupción, la mangancia y la vagancia, los senadores Anasagastis, la peña indignada cuando todavía no se habían puesto de moda las maneras políticamente correctas y todo se arreglaba degollando. Añadan el sálvese quien pueda habitual, y será fácil imaginar cómo aquello crujió por las costuras, acabándose lo de «Para frenar el furor de la guerra, inclinar la cabeza bajo las mismas leyes» (que escribió un tal Prudencio, de nombre adecuado al caso). Las invasiones empezaron en plan serio a principios del siglo V: 


suevos y vándalos, que eran pueblos germánicos rubios y tal, y alanos, que eran asiáticos, morenos de pelo, y que se habían dado -calculen, desde Ucrania o por allí- un paseo de veinte pares de narices porque habían oído que Hispania era Jauja y había dos tabernas por habitante. El caso es que, uno tras otro, esos animales liaron la pajarraca saqueando ciudades e iglesias, violando a las respetables matronas que aún fueran respetables, y haciendo otras barbaridades, como el sustantivo indica, propias de bárbaros. Con lo que la Hispania civilizada, o lo que quedaba de ella, se fue a tomar por saco. Para frenar a esas tribus, Roma ya no tenía fuerzas propias. Ni ganas. Así que contrató mano de obra temporal para el asunto. Godos, se llamaban. Con nombres raros como Ataúlfo y Turismundo. Y eran otra tribu bárbara, aunque un poquito menos.

5. EL PUÑAL DEL GODO

Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. Y es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas. Porque los visigodos, llamados por los romanos para controlar esto, eran arrianos. O sea, cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute. Así prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no está conmigo está contra mí, tan español como la tortilla de patatas o el paredón al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los reyes godos, que se llamaban Ataúlfo, Teodoredo y tal. 

Hasta que en tiempos de Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato, con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó. Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo, abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias. 

De todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en política desarrollaban cosas muy decentes. Llenaron el paisaje de monasterios que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas salieron fulanos de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente enciclopedia Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la noche que las invasiones bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente oscura. Con la única luz refugiada en los monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios, púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en España nunca tuvimos. De los treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.

6. Y NOS MOLIERON A PALOS

En el año 711, como dicen esos guasones versos que con tanta precisión clavan nuestra historia: «Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos; / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos». Suponiendo que a los hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos. Porque a ver. De una parte, dando alaridos en plan guerra santa a los infieles, llegaron por el norte de África las tribus árabes adictas al Islam, con su entusiasmo calentito, y los bereberes convertidos y empujados por ellos. Para hacerse idea, sitúen en medio un estrecho de solo quince kilómetros de anchura, y pongan al otro lado una España, Hispania o como quieran llamarla -los musulmanes la llamaban Ispaniya, o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en plan visigodo, o sea, cuatro millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada uno de su padre y de su madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos por reyes que se asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a su negocio, con unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho feliz a Mariano Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma, desunidos y bordes, con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a clases sociales inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda todavía fresca en su prepotencia de ordeno y mando. Añadan el hambre del pueblo, la hipertrofia funcionarial, las ambiciones personales de los condes locales, y también el hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las señoras más de lo prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y los padres, y tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso monarca unas ganas horrorosas. O eso dicen. De manera que una familia llamada Witiza, y sus compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado, norte de África, que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban mauras, o moros: 

nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales. Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida, señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo. 

Ocurrió en un sitio del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron «Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente». Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos. Los españoles de entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así que, como era de prever, después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir.

7. UN NIÑO PIJO DE ORIENTE

Estábamos en que los musulmanes, o sea, los moros, se habían hecho en sólo un par de años con casi toda la España visigoda; y que la peña local, acudiendo como suele en socorro del vencedor, se convirtió al Islam en masa, a excepción de una estrecha franja montañosa de la cornisa cantábrica. El resto se adaptó al estilo de vida moruno con facilidad, prueba inequívoca de que los hispanos estaban de la administración visigoda y de la iglesia católica hasta el extremo del cimbel. La lengua árabe sustituyó a la latina, las iglesias se convirtieron en mezquitas, en vez de rezar mirando a Roma se miró a La Meca, que tenía más novedad, y la Hispania de romanos y visigodos empezó a llamarse Al Andalus ya en monedas acuñadas en el año 716. Calculen cómo fue de rápido el asunto, considerando que, sólo un siglo después de la conquista, un tal Álvaro de Córdoba se quejaba de que los jóvenes mozárabes -cristianos que aún mantenían su fe en zona musulmana- ya no escribían en latín, y en los botellones de entonces, o lo que fuera, decían «Qué fuerte, tía» en lengua morube. El caso fue que, con pasmosa rapidez, los cristianos fueron cada vez menos y los moros más. Cómo se pondría la cosa que, en Roma, el papa de turno emitió decretos censurando a los hispanos o españoles cristianos que entregaban a sus hijas en matrimonio a musulmanes. 

Pero claro: ponerte estrecho es fácil cuando eres papa, estás en Roma y nombras a tus hijos cardenales y cosas así; pero cuando vives en Córdoba o Toledo y tienes dirigiendo el tráfico y cobrando impuestos a un pavo con turbante y alfanje, las cosas se ven de otra manera. Sobre todo porque ese cuento chino de una Al Andalus tolerante y feliz, llena de poetas y gente culta, donde se bebía vino, había tolerancia religiosa y las señoras eran más libres que en otras partes, no se lo traga ni el idiota que lo inventó. Porque había de todo. Gente normal, claro. Y también intolerantes hijos de la gran puta. Las mujeres iban con velo y estaban casi tan fastidiadas como ahora; y los fanáticos eran, como siguen siendo, igual de fanáticos, lleven crucifijo o media luna. Lo que, naturalmente, tampoco faltó en aquella España musulmana fue la división y el permanente nosotros y ellos. Al poco tiempo, sin duda contagiados por el clima local, los conquistadores de origen árabe y los de origen bereber ya se daban por saco a cuenta de las tierras a repartir, las riquezas, los esclavos y demás parafernalia. Asomaba de nuevo las orejas la guerra civil que en cuanto pisas España se te mete en la sangre -para entonces ya llevábamos unas cuantas-, cuando ocurrió algo especial: 

como en los cuentos de hadas, llegó de Oriente un príncipe fugitivo joven, listo y guapo. Se llamaba Abderramán, y a su familia le había dado matarile el califa de Damasco. Al llegar aquí, con mucho arte, el chaval se proclamó una especie de rey -emir, era el término técnico- e independizó Al Andalus del lejano califato de Damasco y luego del de Bagdad, que hasta entonces habían manejado los hilos y recaudado tributos desde lejos. El joven emir nos salió inteligente y culto -de vez en cuando, aunque menos, también nos pasa- y dejó la España musulmana como nueva, poderosa, próspera y tal. Organizó la primera maquinaria fiscal eficiente de la época y alentó los llamados viajes del conocimiento, con los que ulemas, alfaquíes, literatos, científicos y otros sabios viajaban a Damasco, El Cairo y demás ciudades de Oriente para traerse lo más culto de su tiempo. Después, los descendientes de Abderramán, Omeyas de apellido, fueron pasando de emires a califas, hasta que uno de sus consejeros, llamado Almanzor, que era listo y valiente que te rilas, se hizo con el poder y estuvo veinticinco años fastidiando a los reinos cristianos del norte -cómo crecieron éstos desde la franja cantábrica lo contaremos otro día- en campañas militares o incursiones de verano llamadas aceifas, con saqueos, esclavos y tal, una juerga absoluta, hasta que en la batalla de Calatañazor le salió el cochino mal capado, lo derrotaron y palmó. Con él se perdió un tipo estupendo. Idea de su talante lo da un detalle: fue Almanzor quien acabó de construir la mezquita de Córdoba; que no parece española por el hecho insólito de que, durante doscientos años, los sucesivos gobernantes la construyeron respetando lo hecho por los anteriores; fieles, siempre, al bellísimo estilo original. Cuando lo normal, tratándose de moros o cristianos, y sobre todo de españoles, habría sido que cada uno destruyera lo hecho por el gobierno anterior y le encargara algo nuevo al arquitecto Calatrava.

***

Un relato ameno, personal, a ratos irónico, pero siempre único, de nuestra accidentada historia a través de los siglos. Una obra concebida por el autor para, en palabras suyas, «divertirme, releer y disfrutar; un pretexto para mirar atrás desde los tiempos remotos hasta el presente, reflexionar un poco sobre ello y contarlo por escrito de una manera poco ortodoxa.»

A lo largo de los 91 capítulos más el epílogo de los que consta el libro, Arturo Pérez-Reverte narra los principales acontecimientos ocurridos desde los orígenes de nuestra historia y hasta el final de la Transición con una mirada subjetiva, construida con las dosis exactas de lecturas, experiencia y sentido común. «La misma mirada con que escribo novelas y artículos -dice el autor-; no la elegí yo, sino que es resultado de todas esas cosas: la visión, ácida más a menudo que dulce, de quien, como dice un personaje de una de mis novelas, sabe que ser lúcido en España aparejó siempre mucha amargura, mucha soledad y mucha desesperanza.»

«Arturo Pérez-Reverte sabe cómo retener al lector a cada vuelta de página.» The New York Times Book Review
«Arturo Pérez-Reverte consigue mantener sin aliento al lector.» Corriere della Sera
«No solo es un espléndido narrador. También maneja con pericia diferentes géneros.» El Mundo
«Hay un escritor español que se parece al mejor Spielberg más Umberto Eco. Se llama Arturo-Pérez-Reverte.» La Repubblica
«Su sabiduría narrativa, tan bien construida siempre, tan exhaustivamente detallada, documentada y estructurada, hasta el punto de que, frente a todo ello, la historia real resulta más endeble y a veces hasta tópica.» Rafael Conte
«Su estilo elegante se combina con un gran manejo de la lengua española. Pérez-Reverte es un maestro.» La Stampa
«Pérez-Reverte tiene un talento endiablado y un sólido oficio.» Avant-Critique
«Un repaso equidistante por los tres años de contienda [...] donde defiende la importancia de la memoria y la necesidad de no olvidar lo que fueron aquellos tres años de barbarie.» Antonio Lucas, El Mundo (sobre La guerra civil contada a los jóvenes)
«La capacidad de síntesis y la ecuanimidad crítica del autor abonan un trabajo de lectura obligatoria.» Sergio Vila-SanJuán, La Vanguardia (sobre La guerra civil contada a los jóvenes)







Conferencia Javier Barraycoa // "Vasconia hispánica" 


martes, 29 de agosto de 2017

UNA HISTORIA DE ESPAÑA: NADIE QUE CONOZCA BIEN NUESTRO PASADO PUEDE HACERSE ILUSIONES


Una historia de España (y XCII)




España, Patente de corso

«Ya estamos muy abatidos, porque los que nos han de honrar nos desfavorecen. El solo nombre de español, que en otro tiempo peleaba y con la reputación temblaba de él todo el mundo, ya por nuestros pecados lo tenemos casi perdido...» Las Aventuras del Capitán Alatriste 
Desde hace cuatro años, alternando con otros asuntos, he venido contando en esta página una visión de la historia de España. En ningún momento, como fue fácil deducir de tonos y contenidos, pretendí suplantar a los historiadores. Un par de ellos, gente de poca cintura y a menudo con planteamientos sectarios de rojos y azules, de blancos y negros, de buenos y malos, bobos más o menos ilustrados en busca de etiquetas, que confunden ecuanimidad con equidistancia, se han ofendido como si les hubiera mentado a la madre; pero su irritación me es indiferente.

En cuanto a los lectores, si durante este tiempo logré despertar la curiosidad de alguno y dirigirla hacia libros de Historia específicos y serios donde informarse de verdad, me doy por más que satisfecho. No era mi objetivo principal, aunque me alegro. En mi caso se trataba, únicamente, de divertirme, releer y disfrutar. De un pretexto para mirar atrás desde los tiempos remotos hasta el presente, reflexionar un poco sobre ello y contarlo por escrito de una manera personal, amena y poco ortodoxa con la que, como digo, he pasado muy buenos ratos oyendo graznar a los patos.

En estos noventa y dos artículos paseé por nuestra historia, la de los españoles, la mía, una mirada propia, subjetiva, hecha de lecturas, de experiencia, de sentido común dentro de lo posible. Al fin de cuentas, sesenta y cinco años de libros, de viajes, de vida, no transcurren en balde, y hasta el más torpe puede extraer de todo ello conclusiones oportunas.

Esa mirada, la misma con que escribo novelas y artículos, no la elegí yo, sino que es resultado de todas esas cosas: la visión, ácida más a menudo que dulce, de quien, como dice un personaje de una de mis novelas, sabe que ser lúcido en España aparejó siempre mucha amargura, mucha soledad y mucha desesperanza. 

Nadie que conozca bien nuestro pasado puede hacerse ilusiones; o al menos, eso creo. Los españoles estamos infectados de una enfermedad histórica, mortal, cuyo origen quizá haya aflorado a lo largo de todos estos artículos. Siglos de guerra, violencia y opresión bajo reyes incapaces, ministros corruptos y obispos fanáticos, la guerra civil contra el moro, la Inquisición y su infame sistema de delación y sospecha, la insolidaridad, la envidia como indiscutible pecado nacional, la atroz falta de cultura que nos ha puesto siempre –y nos sigue poniendo– en manos de predicadores y charlatanes de todo signo, nos hicieron como somos: 
entre otras cosas, uno de los pocos países del llamado Occidente que se avergüenzan de su gloria y se complacen en su miseria, que insultan sus gestas históricas, que maltratan y olvidan a sus grandes hombres y mujeres, que borran la memoria de lo digno y sólo conservan, como arma arrojadiza contra el vecino, la memoria del agravio y ese cainismo suicida que salta a la cara como un escupitajo al pasar cada página de nuestro pasado (muchos ignoran que los españoles ya nos odiábamos antes de Franco).
Estremece tanta falta de respeto a nosotros mismos. 

Frente a eso, los libros, la educación escolar, la cultura como acicate noble de la memoria, serían el único antídoto. La única esperanza. Pero temo que esa batalla esté perdida desde hace tiempo. La semana pasada detuve mi repaso histórico en la victoria socialista de 1982, en la España ilusionada de entonces, entre otras cosas porque desde esa fecha hasta hoy los lectores tienen ya una memoria viva y directa.

Pero también, debo confesarlo, porque me daba pereza repetir el viejo ciclo: contar por enésima vez cómo de nuevo, tras conseguir empresas dignas y abrir puertas al futuro, los españoles volvemos a demoler lo conseguido, tristemente fieles a nosotros mismos, con nuestro habitual entusiasmo suicida, con la osadía de nuestra ignorancia, con nuestra irresponsable y arrogante frivolidad, con nuestra cómoda indiferencia, en el mejor de los casos. Y sobre todo, con esa estúpida, contumaz, analfabeta, criminal vileza, tan española, que no quiere al adversario vencido ni convencido, sino exterminado. Borrado de la memoria.
Lean los libros que cuentan o explican nuestro pasado: no hay nadie que se suicide históricamente con tan estremecedora naturalidad como un español con un arma en la mano o una opinión en la lengua.
Creo –y seguramente me equivoco, pero es lo que de verdad creo– que España como nación, como país, como conjunto histórico, como queramos llamarlo, ha perdido el control de la educación escolar y la cultura. Y creo que esa pérdida es irreparable, pues sin ellas somos incapaces de asentar un futuro.
De enseñar a nuestros hijos, con honradez y sin complejos, lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos ser si nos lo propusiéramos.


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"La incultura es una bestia manipulada 
por los fanáticos y canallas"


Defiende la razón frente al fanatismo: "El peor daño de la humanidad son el fanatismo y la estupidez. Cuando están aliados son devastadores".

El escritor y académico Arturo Pérez-Reverte publica Hombres buenos (Alfaguara), una novela de aventuras y "peripecias", pero también una "reflexión moral o intelectual" acerca de los motivos de que España "arrastre una desgracia histórica desde hace tantísimos siglos".

"Siempre ha habido radicalizaciones en España, la actual es una más. Se confunde tener razón con gritar alto, un error que nos ha costado mucha sangre y dolor", ha señalado el autor durante una entrevista concedida a Europa Press, con motivo de la publicación de esta nueva novela ambientada en el siglo XVIII, en el que teje paralelismos "indudables" con la situación actual.



El académico narra en este volumen el viaje que emprenden el bibliotecario don Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zárate a París con el cometido de conseguir de manera clandestina los 28 tomos de la Encyclopédie de D'Alembert y Diderot, que estaba prohibida en España. Otra pareja, Manuel Higueruela y Justo Sánchez, hará lo imposible para evitar que este texto cruce los Pirineos.


El autor de Hombres buenos ha asegurado que aquí hay "una lectura de presente muy concreta". Tal y como ha relatado, los dos malos de la novela son un académico "ultrareaccionario fanático del trono y del altar" y un "ultraizquierdista demagogo, irresponsable, arrogante, pedante y utópico". Los dos "se alían", porque esos dos extremos "se necesitan el uno al otro, entonces y ahora". "Al leer la historia de España repetimos los mismos tristes esquemas", ha agregado.

Perez-Reverte, quien prefiere no hablar explícitamente de la política nacional actual, cree que los sucesos históricos que ha vivido el país ha provocado una "violencia intelectual" que provoca la sustitución del "adversario" por un "enemigo" al que no se quiere convencer, sino "aniquilar". En este sentido, explica que Hombres buenos intenta demostrar que la única vía es "conversar y discutir" para crear "lazos".

Fanatismo y estupidez

"El peor daño de la humanidad son el fanatismo y la estupidez, y cuando están aliados ya son devastadores. Frente a eso, la cultura es el único antídoto, un pueblo culto no se deja manipular por los fanáticos ni por los estúpidos", ha dicho.

En este sentido, ha señalado que en España el problema es que "siempre ha habido un déficit cultural enorme", entre cuyas razones cita la inquisición o la presencia de la iglesia católica en España, lo que ha dejado al país "indefenso", y eso se sigue repitiendo "hoy en día".
Eso sí, advierte que aunque el Gobierno -"este y todos", según precisa- "son muy culpables", cree que "ninguna ratonera funciona sin la complicidad del ratón, que es el que come el queso". "El público ve Sálvame, y la culpa la tiene el espectador", ha resaltado el escritor.
A su juicio, la "gran diferencia con el siglo XVIII" es que entonces la incultura era una "consecuencia inevitable", puesto que "no había medios" para evitarlo, mientras que quien hoy es "una bestia inculta manipulada por los fanáticos y canallas lo es porque se deja".




"No os preguntarán por mi,
que en estos tiempos a nadie
le da lustre haber nacido
segundón en casa grande;
pero si pregunta alguno,
bueno será contestarle
que, español, a toda vena
amé, reñí, di mi sangre,
pensé poco, recé mucho,
jugué bien, perdí bastante
y, porque esa empresa loca
que nunca debió tentarme,
que, perdiendo ofende a todos,
que, triunfando alcanza a nadie,
no quise salir del mundo
sin poner mi pica en Flandes".

"¡Por España!
y el que quiera defenderla
honrado muera;
y el que traidor la abandone
no encuentre quien le perdone,
ni en Tierra Santa cobijo,
ni una Cruz en sus despojos,
ni la mano de un buen hijo
para cerrarle los ojos".

Diego Hernando de Acuña
Capitán de los Tercios de Flandes
y Poeta.


"España es un país raro. Nos repele el vecino y nos molesta la idea de compartir solar patrio con él; habla mal el valenciano del catalán y el catalán del valenciano, habla mal el vizcaíno del riojano y el riojano del navarro, habla mal el berciano del gallego y el gallego del maragato, llama el asturiano cazurro al leonés y éste tiene al de Oviedo por súbdito de su gloriosa corona, aborrece el granadino al sevillano y el sevillano considera la Alhambra un remedo provinciano de la gloria hispalense; y todos hablan mal del castellano, quien aguanta la afrenta y mira con rencor a esos todos.

Pero si alguno levanta la mano contra la suma de cuanto no apreciamos, eso que llaman España, entonces hierve no sé qué instinto sepultado en el moho de los siglos, no sé qué furor atávico, no sé qué derecho de la sangre y ley de los pretéritos, no sé qué grito de la tierra sagrada...


Y lo fulminamos". Jose Vicente Pascual

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ESQUILACHE, LA HISTORIA DE LA ESPAÑA ETERNAMENTE ENVIDIOSA E INDIVIDUALISTA





Catolicismo y comunidad política en la formación de España. FORJA 214





¿CATALUÑA INDEPENDIENTE? 
La idea secesionista catalana no es nueva, como tampoco es nuevo que todos los intentos han fracasado, lo que si debes saber es lo claro que ha sido la historia para decir siempre NO.


EN #FRANCIA: TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS.
EN #ESPAÑA: TODOS CONTRA UNO Y UNO CONTRA TODOS. 

#PARTIDOCRACIA: TODO PARA Y POR EL PARTIDO (ROBAR)


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