EL MALESTAR DE LAS ÉLITES
Y LA REVOLUCIÓN DE LA AGENDA:
Ideología, moral
y el futuro de Occidente
(Reflejos de Actualidad)
Tras la caída del Muro de Berlín, aquellos destinados a liderar la sociedad creyeron que la tecnología y la globalización nos traerían un futuro espléndido. Sin embargo, se convirtieron en víctimas del pensamiento Pluto, una ideología perezosa que parecía invencible. Mientras tanto, algunos jóvenes activistas desde despachos universitarios estaban diseñando una nueva propuesta revolucionaria y social que, años más tarde, tendría en Occidente más influencia de la que jamás tuvo el comunismo. La caída del Muro no trajo la libertad esperada, sino nuevas cadenas invisibles. Hoy, quienes estudiaron en los años ochenta y noventa en costosas universidades privadas se preguntan por qué pasaron sus días aplicando políticas de igualdad y sostenibilidad basadas en principios que no compartían.
La respuesta radica en que se equivocaron al pensar que la economía y la tecnología resolverían todos los problemas.
El resultado contemporáneo es la disputada Agenda 2030, salpicada de dudas y muchos interrogantes, como:
¿Quién ha diseñado la agenda política actual? ¿Por qué el cambio climático es una prioridad por encima de la natalidad? ¿Es más poderoso el que hace la ley o el que logra imponer un nuevo sentido común?
Agenda o alternativa: el dilema de nuestro tiempo La Agenda propuesta desde las élites mundiales es una contienda moral que requiere del individuo y los ciudadanos el valor de explicar en qué se cree, obligándonos a estar debidamente informados.
Juande González reconstruye los errores que llevaron a toda una generación a abandonar el terreno de las ideas y la cultura. Además, ofrece una prospección sociopolítica del nuevo terreno de juego, donde el presente y el futuro nos exigen definir y promover los elementos esenciales que permitan calificar una vida humana como verdaderamente buena. Por último, el autor hace una llamada a elaborar una agenda alternativa sobre dos pilares clásicos iluminados con una nueva luz: la familia y la nación.
Vi "La vida de Brian (1979, Monty Python)" en una reposición a mediados de los años 90, en el antiguo cine Madrid, a pocos metros de la Puerta del Sol. Como tantos espectadores antes y después, lloré de risa con la historia de Loretta -un hombre empeñado en que se le reconociera el derecho a ser madre- y con el célebre “qué han hecho por nosotros los romanos”, sin entender del todo que aquellas escenas parodiaban ciertas tendencias intelectuales de la universidad anglosajona que habían permeado círculos políticos minoritarios pero ruidosos.
La Vida de Brian (Frente Popular de Judea)
El libro tiene origen en un artículo que publiqué en Vozpópuli hace algo más de un año, en el reflexionaba sobre el papel de las élites más o menos conservadoras y liberales en lo que hoy llamamos guerra cultural. Yo estudié en los años 90 en ICADE, un centro universitario católico. En el artículo, describía el mundo de aquel momento histórico, imbuido de un fuerte optimismo, una fe inquebrantable en la tecnología y una renuncia a defender en el espacio público los propios valores.
Veinticinco años después, nos encontramos en un mundo muy distinto, en el que los valores dominantes son los de un progresismo radical, en ocasiones desquiciado, que nos hacen sentir, a los estudiantes de entonces, como extranjeros morales. Por poner un ejemplo: la idea de que uno es hombre o mujer según cómo se sienta y lo exprese. No es tanto que no se pueda discrepar (aunque la cultura de la cancelación es una realidad) como que el que discrepa tiene la carga de la prueba y, además, es visto como sospechoso. Aquel artículo tocó alguna fibra, tuvo mucha difusión y lo leyó Manuel Pimentel, el editor de Almuzara, que me propuso convertirlo en libro en su sello Sekotia.
Llamo así a la ideología por defecto del periodo que va de la caída del Muro de Berlín en 1989 a, al menos, la gran crisis de 2008. La describo como un progresismo liberal y tecnocrático (PLT, de ahí Pluto). Es progresista porque entiende la historia como una escalera hacia un futuro cada vez más perfecto, liberal porque confía en las instituciones básicamente liberales (hasta el punto de considerarlas fines en sí mismas) y tecnocrático porque cree que para cada problema hay una solución tecnológica disponible, y si no la hay, entonces es que no hay problema. Y por solución tecnológica entiendo tanto la inteligencia artificial como una reforma constitucional. El pensamiento pluto fue una ideología vaga en sus dos acepciones (perezosa e imprecisa), que además no sabíamos que lo era, sino que creíamos sinceramente que el mundo era así y que no había alternativa. Su principio fundamental era la supremacía de la libertad en sí misma, desgajada de la verdad: si alguien hacía algo libremente, tenía que ser bueno o, en todo caso, sólo esa persona podía juzgarlo. Veíamos la globalización como una fuerza imparable y sin apenas aristas, creíamos que la democracia se abriría camino en países como China simplemente porque sus ciudadanos habían entrado en contacto con la prosperidad. Hoy da algo de risa recordarlo.
Nosotros vivíamos en el pensamiento pluto, pero mientras tanto había una élite cultural de izquierdas que estaba elaborando y difundiendo propuestas de vida basadas en el pensamiento posmoderno desarrollado entre los años 50 y 70 en universidades primero francesas y luego anglosajonas. Estaban generando una alternativa al pensamiento pluto absolutamente radical, basado en la supremacía del deseo y que veía opresiones por todas partes: de los hombres contra las mujeres, de los blancos contra los negros, de los cis contra los trans, de los humanos contra los animales y contra el planeta… Una filosofía de la sospecha. A esto se le llama hoy políticas identitarias o, en ocasiones, marxismo cultural, aunque yo creo que hay una ruptura con el marxismo clásico en algunas cuestiones esenciales. En cualquier caso, esta élite cultural (académicos, escritores, guionistas, periodistas…) desarrolló una capacidad para decirle a todo el mundo cómo debía comportarse en cada aspecto de su vida: desde las relaciones entre los sexos hasta el coche que había que conducir, cómo debían ser tus vacaciones, qué debías comer y qué no… lo cual termina cuajando en una agenda política.
En el libro explico que el primer punto es volver a unir a la libertad con la verdad. El pensamiento pluto contribuyó a desligarnos de la noción de verdad, y el progresismo radical nos ha tratado de vender como verdades toneladas de chatarra intelectual. Necesitamos recuperar una verdad compartida, elementos sagrados desde los que fundar nuestra comunidad. Lo que enmascara la agenda política progresista, en realidad, es un profundo nihilismo. No hay verdades últimas, sólo construcción social y poder. Se da por hecha una antropología absurda, la del hombre como plastilina en manos del Estado o de unas instituciones supraestatales entregadas a la ingeniería social. Frente a eso, hay que afirmar que existe una naturaleza humana, que el hombre tiene un telos, una finalidad, y que para alcanzarla puede y debe practicar unas virtudes concretas. No soy ingenuo, entiendo que no será fácil encontrar en una sociedad tan fragmentada esos elementos comunes y veraces, pero al menos habrá que intentarlo. La familia y la nación pueden ser buenos puntos de partida, aunque no niego que pueda haber otros.
Va a ser seriamente revisado. En parte, por el malestar al que aludo en el título del libro, pero también porque una parte importante de las sociedades occidentales sienten que las están estafando, incluso materialmente. Están pidiendo ya un regreso a políticas de lo concreto (vivienda, empleo, seguridad personal…), están rechazando la falsa autoridad de las instituciones globales y de sus líderes, que no hacen sino fracasar (recordemos el papelón de la OMS durante la pandemia). Se percibe un regreso a lo local, a la tradición y también a la religión. Dentro de no mucho tiempo nos preguntaremos cómo pudimos creer o callar ante ciertas afirmaciones delirantes y no hicimos nada ante problemas mucho más graves. Pero la lección que espero que extraiga el lector es que es necesario compartir nuestras verdades. Somos humanos, somos falibles, podemos estar equivocados en muchas cosas, pero si no creemos en verdades sólidas, en que el ser humano es algo más que materia, entonces volverán los sofistas y las falsas agendas a llenar el vacío.
INTRODUCCIÓN
Si has abierto este libro y estás leyendo estas líneas, probablemente se deba a que te sientes incómodo con la agenda política actual. Los temas que se tratan y los enfoques desde los que se abordan responden a una forma de ver la vida que no es la tuya. No se trata simplemente de que el «debate público» transite unos caminos que no te interesan; es algo peor: tienes la sensación de que tratan de imponerte un nuevo sentido común. Escuchas a presuntos expertos y a altos cargos de respetables instituciones hablar con la suficiencia de quien tiene los hechos de su parte. Son discursos de apariencia científica, técnica, objetiva. Pero sabes que fuera de foco agitan el dedo acusador de quienes imparten lecciones morales.
Es tentador ver la parte de la realidad que no nos gusta como una conspiración, sobre todo cuando percibes que la nueva agenda lo ha permeado todo -el diario que lees, las series que ves, el trabajo con el que te ganas la vida y hasta la educación que reciben tus hijos-, cuando te cuesta encontrar argumentos para oponerte o, al menos, un lugar silencioso donde descansar de esta tabarra moralizante. No niego que haya gente ganando dinero y ostentando poder gracias a la toma de decisiones políticas y a la imposición de discursos dominantes. Pero este libro te va a proponer una mirada diferente. Voy a adelantarte algo: no es una conspiración, sino algo peor.
Detrás de la disputa por la agenda hay una contienda entre diferentes visiones del mundo. El problema es que la batalla ya tuvo lugar y algunos ni nos enteramos. Cuando abrimos los ojos ya habíamos sido derrotados y nos habíamos convertidos en extranjeros morales, habitantes de un país cuya lengua apenas entendiamos. No nos ganaron con dinero ni con poder: eso vino después. Nos ganaron con palabras y con ideas escritas en oscuros despachos universitarios por académicos, activistas y periodistas que diseñaban una nueva propuesta radical que iba a tener en Occidente más influencia de la que jamás tuvo el comunismo.
¿Vamos a culpar a los ideólogos radicales por defender sus ideas, por elaborar propuestas culturales y encontrar la forma de convertirlas en hegemónicas? Sería un error. En el origen de este libro está la perplejidad ante la rendición sin condiciones de mi generación. En especial de quienes, como yo, disfrutamos de una educación en universidades de élite en las que, supuestamente, se nos preparaba para liderar el futuro al tiempo que se nos formaba en los valores del humanismo cristiano. Si vamos a impugnar la actual agenda progresista necesitamos ver con claridad nuestros errores antes que los de nuestros adversarios,y esto no va a suceder si no recuperamos la vista.
Los que estábamos llamados a cierto liderazgo social caímos rendidos ante un sistema ideológico vago y reticente (al que en el libro llamaremos pensamiento pluto) que nos desconectó de las intuiciones y creencias que nos constituían como personas. Nos dejamos llevar por el espíritu de los tiempos y solo vimos problemas técnicos donde, en realidad, había serios problemas éticos. Todavía hoy, cuando en el grupo de Whatsapp de mis amigos de la facultad alguien expresa su descontento por el mundo en el que vivimos, es habitual que se proponga reformar alguna ley, como si todo fuera cuestión de legalismos, semiconductores y análisis de procesos. La aversión a expresar nuestra idea de qué es una vida buena nos ha privado del lenguaje y el ánimo para defender racionalmente nuestras intuiciones morales, que terminan aflorando de mil maneras, algunas de ellas enfermizas.
La mayor parte de mis campaneros de promoción viven bien. Tienen puestos de cierta responsabilidad en grandes empresas y ganan sueldos que los protegen de las angustias financieras que padecen tantas familias. En general, se casaron relativamente jóvenes, tienen varios hijos a los que educan en buenos colegios y, hasta la fecha, apenas ha habido divorcios. Sus vidas no son interesantes, sino algo mejor: estables y predecibles. Son afortunados y diría que así lo experimentan.
Pero experimentan algo más: un malestar difuso que afecta a su día a día y proyecta sombras sobre su futuro y el de sus hijos. Dedican buena parte de sus largas jornadas a la elaboración de planes de igualdad, a implantar políticas de sostenibilidad y a vigilar el cumplimiento de los objetivos ESG (Environmental, Social and Governance). Al vivir dentro de la agenda, no tienen la impresión de liderar nada, en contra de la promesa que se les hizo. Los que son más jóvenes que nosotros se sienten traicionados; su malestar es más patente y la búsqueda de respuestas más acuciante.
Como parte de la generación que no se enteró ni de cuál era la pregunta, no estoy en condiciones de dar lección alguna. Pero, por el mismo motivo, sí me considero obligado a poner mis vivencias y mis aprendizajes a disposición de las generaciones que solo han conocido una crisis tras otra, con un propósito de utilidad, no justificatorio: la experiencia es una valiosa forma de conocimiento. Además, mis compañeros de promoción y todos los profesionales que lean este libro y puedan identificarse con lo que estoy relatando, tal vez encuentren argumentos y motivación para revisar y desafiar la visión moral que permea su trabajo diario. No renuncio a dialogar con el lector de izquierdas: aunque recurra de vez en cuando a la sátira, me tomo muy en serio sus ideas y trataré de explicar, sin construir hombres de paja, por qué, a mi juicio, está equivocado. Por último, cuando eres padre lo haces todo por tus hijos. Los míos están empezando la adolescencia. No puedo adivinar los contornos del tiempo que les tocará vivir y, precisamente por ello, me gustaría dejarles el mapa de mis exploraciones, una relación de dilemas a los que se van a enfrentar y unas cuantas ideas con las que empezar la travesía.
Propongo al lector un viaje en cuatro etapas, que se corresponden con las cuatro partes del libro. En la primera se tratará de averiguar dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí. Exploraremos los hechos históricos y las ideas que dieron lugar al pensamiento pluto, una forma de entender el mundo que nos volvió insensibles a las amenazas que crecían a nuestro alrededor.También haremos una visita a las élites actuales y viajaremos al surrealista país del progresismo del siglo XXI, donde conoceremos a sus habitantes.
Entonces sabremos cómo nos extraviamos, pero nos quedará conocer los contornos del territorio en el que nos hallamos. Parto de la certeza de que hemos desconectado de nuestras intuiciones morales y adoptado ciertas creencias sobre la libertad y la verdad que nos están lastrando y de las que nos debemos librar para continuar el viaje. En la segunda parte, por lo tanto, saldremos a la búsqueda de algún elemento sagrado que nos permita imaginar vidas que merezcan ser llamadas buenas y, desde ahí, proponer una nueva agenda. Ya que valoramos la belleza por encima de la originalidad, mi propuesta no será revolucionaria, sino veraz: encontraremos estos elementos sagrados en la familia y la nación.
En la tercera parte descubriremos que si pensamos los más acuciantes temas de la actualidad (y alguno que debería serlo) desde la familia, el resultado es mucho más fructífero que si lo hacemos desde la estéril ideología. En la cuarta y última parte defenderemos la vigencia de la nación como algo más sutil y valioso que un entramado de leyes e instituciones, y veremos su relación (menos simple de loque nos han contado) con la democracia. Como setrata de ser concretos, tendremos que hablar de la nación que el autor conoce mejor: España.
Para hacer este viaje, me he enfrentado a ideas que no siempre eran asequibles al primer contacto. He hecho lo posible por explicarlas con sencillez y sin desvirtuarlas. Pero lo que confío que dé auténtico valor al libro es mi experiencia personal. No porque sea única o fascinante, sino porque es verdadera.
Cuento lo que pasó a la luz de mis vivencias, como estudiante de ADE en una universidad de élite madrileña; como padre que se enfrenta a una doble crisis económica y personal;como profesional de la comunicación política que está aburrido de argumentarios que no solo se apoyan en falacias, sino que son socialmente corrosivos.
Recurro ocasionalmente al cine para ilustrar algunos de los puntos del libro, siempre a películas muy conocidas. Hasta la fragmentación inducida por las plataformas digitales, el cine (junto con la música pop) era la forma de cultura popular más extendida. Los miembros de cada generación se reconocían en unos cuantos diálogos e imágenes convertidas en referencias y lugares comunes. Espero que esto contribuya al tono ligero y poco solemne que he procurado dar al texto. El lector juzgará hasta qué punto lo he conseguido.
Este libro es el resultado de una improbable serie de acontecimientos que no habrían sucedido sin la participación de unas cuantas personas a las que estoy muy agradecido. Pedro Herrero me animó a publicar columnas en prensa y me puso en contacto con Víctor Lenore, que me acogió en la sección, de Cultura de Vozpópuli. Tras una conversación sobre nuestras experiencias universitarias, Víctor me propuso que escribiera un artículo que tuvo un impacto inesperado. Uno de sus lectores fue Manuel Pimentel, fundador y editor de Almuzara, que sugirió al responsable de Sekotia, Humberto Pérez, que en aquella columna tal vez latiera un ensayo.
Entre los dos me convencieron de que así era. María Campos leyó una primera versión y me hizo con delicadeza valiosos comentarios que han mejorado el texto original. Mi hermano Eduardo González también dejó sus notas. A todos ellos, muchas gracias.
Por último, mi mujer, Arantxa, y mis hijos, Álvaro y Julia, han soportado con paciencia que, durante diez meses, su marido y padre dedicara los fines de semana y festivos a escribir y a refunfuñar. Aparte de eso, en un libro que ha terminado girando en torno al sentido, a los tres se les puede considerar tanto coautores como protagonistas. Gracias, familia.
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