VENEZUELA:
1830 A NUESTROS DÍAS
En Venezuela: 1830 a nuestros días, el lector hallará una relación y un análisis de los hechos en forma sucinta y moderna. Desde hace décadas no se publicaba una investigación como ésta. Ahora podemos detenernos en todo el proceso de formación de la República, desde los tumultuosos años del siglo XIX hasta los no menos turbulentos de la actualidad. Se comprenderá mejor que los días de hoy vienen del pasado y que la continuidad ha estado más presente de lo que solemos imaginar.En este libro puede seguirse el esfuerzo de los venezolanos por formar una República dentro del marco de un Estado de derecho, así como las enormes dificultades que hemos enfrentado en la tarea de crear instituciones, bien sea por la dificultad misma o por la tendencia autoritaria que hemos padecido, que se presenta como un escollo para la construcción comunitaria.El autor no abandona la búsqueda de características de nuestra historia política y advierte en la Libertad, la Igualdad y la Justicia, tres valores centrales, así como el difícil norte de la Democracia, dentro de un marco definitorio ineludible: el del Estado petrolero, con las ventajas y desafíos que ello comporta.
INTRODUCCIÓN
Esta breve historia política comienza con la fundación de la República de Venezuela en 1830 y culmina con los furores de nuestros días, de modo que no estudiaremos el período de la Guerra de Independencia, ni la dilatada etapa de la conquista y colonización del territorio por parte de los españoles. Conviene, entonces, que nos detengamos someramente en la época anterior a la que abordaremos en este trabajo, de modo de auxiliarnos con un mínimo panorama, previo al período que nos disponemos trabajar.
Los españoles que navegaron el océano Atlántico para llegar hasta nuestras costas, penetraron por los extremos oriental y occidental de nuestro territorio. Posteriormente, desde tierra firme o por vía marítima, fueron explorando y conquistando el centro del país. A algunos de estos españoles del siglo XVI los movía el afán de la riqueza, por eso mordieron fácilmente el anzuelo del mito de Manoa, o El Dorado, como también se le conoció; pero a otros los movía el propósito de echar raíces, de fundar ciudades, de establecerse para siempre. Como es natural, encontraron la resistencia de los indígenas que habitaban esta tierra, y que les pertenecía, sin la menor duda, pero la resistencia en Maracapana o Paria, que era como denominaban estos territorios los aborígenes, aunque férrea y valiente, no fue suficiente ante los recursos con que contaban los europeos.
En el caso de nuestras tierras, las etnias originales no habían llegado a un grado de desarrollo suficiente como para haber construido entornos urbanos. Por el contrario, los rasgos nómadas de su cultura pesaban singularmente, lo que facilitó y complicó la tarea de los conquistadores. La facilitó porque no fue necesario sepultar la cultura aborigen urbana por otra, de naturaleza europea y católica, como ocurrió en Centro América y Perú, donde los templos de adoración a unos dioses fueron tapiados por otros; y la complicó porque la versatilidad guerrera de los habitantes originales hizo ardua la tarea del establecimiento español. Sin embargo, es un hecho incontestable que durante el siglo XVI se fundaron la mayoría de las ciudades principales de nuestros días, y que durante el XVII la tarea pobladora continuó e, incluso, se prolongó hacia el XVIII.
A lo largo de la centuria del XVI los conquistadores establecieron la cuadrícula urbana de 24 ciudades (Nueva Cádiz, Coro, El Tocuyo, Borburata, Barquisimeto, Valencia, Nirgua, Trujillo, Mérida, San Cristóbal, La Asunción, Caracas, Cara-balleda, Maracaibo, Cumaná, Carora, La Grita, Barinas, La Guaira, Guanare, Gibraltar, San Tomé, La Victoria, Mucuchíes), en el XVII de cerca de 120, y durante el XVIII alrededor de 240, con lo que para el momento de la independencia la trama urbana venezolana, en sus bases fundamentales, estaba constituida. Como vemos, no puede afirmarse que los conquistadores venían exclusivamente a expoliar a los aborígenes y a buscar El Dorado, otros llegaron para quedarse y establecerse sine die.
A la par que echaban raíces fue dándose un proceso conocido como «mestizaje», que no es otro que la unión amorosa entre blancos europeos, indígenas y negros africanos, que fueron traídos como esclavos y «mano de obra» para las plantaciones. Ese proceso de mestizaje, que va a extenderse por tres siglos, fue conformando una sociedad con cuatro estamentos distintos. En el vértice de la pirámide se ubicaban los blancos peninsulares, para quienes estaba destinado el Poder Político; luego los blancos criollos, que llegaron a detentar el Poder Económico, y algo del Poder Político en la institución del Cabildo; y en la base, los pardos y los esclavos que, naturalmente, conformaban la mayoría de la población. Como vemos, la sociedad colonial venezolana fue «pluricultural y multiétnica».
Desde el punto de vista jurídico-administrativo, las provincias que conformaban el futuro territorio de la República de Venezuela dependieron en muchos aspectos del Virreinato de Santa Fe de Bogotá hasta 1777, año en que la Corona española le confirió el rango de Capitanía General de Venezuela, designando un Gobernador para tal fin. De modo que aquella provincia de integración territorial tardía, sin embargo, fue conociendo la prosperidad económica a lo largo del siglo XVIII, cuando los cultivos del cacao, añil, algodón, café y caña de azúcar fueron arrojando considerables excedentes para la exportación. Entonces Venezuela llegó a ser la tercera provincia productora de todas las españolas de América. Tan solo la antecedían México y Perú. Coinciden estos años con los del establecimiento de la Compañía Guipuzcoana, empresa de los vascos y la Corona Española, que tuvo vigencia entre 1730 y 1784, y que fue favorecida con un monopolio comercial por parte del Rey. Por otra parte, esta sociedad se desenvolvía dentro de un marco jurídico claramente establecido, que no solo arbitraba las diferencias entre la gente, y entre los súbditos y la Corona, a través de la Audiencia de Santo Domingo, sino que consagraba un sistema de Deberes y Derechos, con todas sus bondades e imperfecciones.
Es esta sociedad estable y contradictoria a la vez y, como vimos, próspera, la que recibirá con asombro la rebelión de Gual y España en 1797, y la que ignorará a Francisco de Miranda en 1806, cuando el precursor se allegue hasta las costas de Coro, buscando un respaldo que brilló por su ausencia. En esta sociedad, rica en un sentido y pobre en otros, se funda en 1725 el primer centro de educación superior, y no será hasta 1810 que de una imprenta salga el primer libro editado en Venezuela.
En otras provincias españolas en América las universidades se fundaron casi dos siglos antes que la nuestra, y la imprenta funcionó con centurias de anticipación a la primera que se instaló entre nosotros. Es esta sociedad contradictoria la que desconocerá el mando de José Bonaparte en España, y forme una Junta Defensora de los Derechos de Fernando VII en Caracas el 19 de abril de 1810, y de la que emergerá una generación que liberará a casi toda la América del Sur del dominio imperial español.
La sociedad colonial venezolana irá configurándose sobre la base de una lengua que termina por imponerse sobre las precedentes: el español. Esta lengua nos vincula con un universo de grandes proporciones geográficas, y nos hace partícipes de una comunidad lingüística y cultural de vastas dimensiones. El saldo más importante del período de conquista y colonización es la instauración de una lengua común, que nos permite integrar una comunidad histórica con las naciones hermanas del continente, con quienes mantenemos lazos indestructibles, fundados en la consagración de experiencias y pasados comunes e, incluso, nos vincula para siempre con España, con quienes formamos una comunidad cultural e histórica evidente. Esa sociedad multiétnica y pluricultural, en donde se hallaron juntas la cultura precolombina, la europea y la africana, fue perfilando una combinatoria singular, que nos identifica.
Fue el estamento dirigente de esta sociedad el que a partir del 19 de abril de 1810 dio los pasos necesarios para que se declarara la independencia de la Corona Española el 5 de julio de 1811, y se creara la República de Venezuela. Entonces comenzó el período más sangriento y difícil de nuestra historia, aquel que se inicia en esta fecha y concluye con la Batalla de Carabobo el 24 de junio de 1821. Además, la fuerza libertadora comandada por Simón Bolívar no se satisfizo con la independencia de Venezuela sino que se consagró a la liberación de Colombia, Ecuador y Perú e, incluso, se esmeró en la creación de una nueva República: Bolivia.
CONCLUSIONES
Aunque el período histórico que trabajamos no incluye los trescientos años de la provincia española que fue Venezuela, la huella de esta etapa en nuestra formación como nación es evidente. Son muchos los elementos culturales y sociológicos que se fueron constituyendo en estos tres siglos, y que forman parte de la venezolanidad. A los efectos de esta historia política señalaremos dos, que perfectamente pueden ser considerados contradictorios.
La trama jurídica provincial, el llamado Derecho Indiano, instituyó un poder local bastante más considerado por la Corona de lo que suele reconocerse. Me refiero al cabildo, ámbito en el que los terratenientes del patio, y otros criollos con poder, ventilaban sus asuntos, y gobernaban sobre ellos mucho más de lo que cierta historiografía admite. Estos criollos reunidos en cabildo durante los años provinciales serán los que en el momento de la independencia den el paso hacia la república. En el conjunto, preponderaba el civil sobre el caballero de armas, y ello se verá reflejado en los sucesos del 19 de abril de 1810, que fueron el preámbulo del 5 de julio de 1811, fechas ambas de mayoritaria sustancia civil y jurídica, no en balde el doctor Juan Germán Roscio será el redactor fundamental de la primera Constitución Nacional.
Si bien es cierto que ningún criollo fue designado máxima autoridad de la provincia, y siempre se envió un peninsular para ejercer el cargo, no es cierto que los criollos vegetaban a las órdenes del Gobernador o Capitán General, y tampoco lo es que este hacía lo que le venía en gana, escapando a un marco jurídico; los juicios de residencia con que se evaluaba la actuación de estos gobernantes son prueba de ello. La anotación anterior sobre el papel del cabildo tiene mucha importancia, ya que los cabildantes provinciales serán los mismos que defiendan la descentralización del poder frente a la corriente centralista e, incluso, serán los mismos que se avengan circunstancialmente con formas constitucionales que incluyen tanto el centralismo como la descentralización.
El otro elemento que fue cocinándose a lo largo de los siglos provinciales será el del caudillo, el mito del hombre fuerte y providencial. En la conformación de este mito hispanoamericano, calificados autores han señalado que probablemente su origen se encuentre en los setecientos años de colonización musulmana en la Península Ibérica. Recordemos entonces que muchos de los primeros españoles que llegaron a estas tierras eran andaluces, y difícilmente la estructura mental del caudillo no anidaba en sus psiques. En cualquier caso, conviven dos elementos contradictorios en la maleta de la herencia provincial española: la institución dialogante del cabildo, y la imperativa del caudillo, del que se coloca al frente de una hueste y busca imponer su voluntad.
A lo largo de la etapa de formación de la República de Venezuela, entre 1811 y 1830, previa al período que estudiamos, se hace evidente que la tensión entre estos dos elementos llegó a tener características de dicotomía, reflejándose el conflicto en los textos constitucionales y en el forcejeo entre el Libertador, desde Bogotá o el campo de batalla ecuatoriano-peruano-boliviano, y los venezolanos que hallaron en el general Páez un abanderado de la descentralización, pero con rasgos personales caudillistas. Bolívar buscaba centralizar, y hacía de la Constitución de Bolivia su proyecto político, con presidencia vitalicia incluida, y los venezolanos paecistas buscaban la separación de Colombia la grande, y abogaban por formas parlamentarias de ejercicio del poder, sin que por ello dejaran de seguir la fuerza de un caudillo militar.
Esta tensión se resolvió a favor de Páez y el intento de creación de una república, con alternabilidad electoral, no reelección inmediata, libertades económicas, y separación de poderes. No obstante, diversos factores fueron atentando contra la institucionalización de un sistema republicano, y la alternabilidad en el poder se tradujo en que durante diecisiete años los generales Páez y Soublette se alternaron en el mando, con las breves excepciones civiles de Vargas y Narvarte. Finalmente, entre forzado por las circunstancias y convencido de la necesidad de hacerlo, el caudillo Páez le abre las puertas de la presidencia de la república a José Tadeo Monagas. A partir de entonces la Venezuela del siglo XIX pasará de manos de un caudillo a otro, se sumergirá en prolongadas guerras hasta que otro hombre fuerte, el general Antonio Guzmán Blanco, domine el espacio durante dieciocho años. Pero será el general Juan Vicente Gómez el que acabe con el caudillismo, como muchas veces se ha señalado, pero no solo porque llevó al exilio, la cárcel o la muerte a quienes lo adversaban, sino porque creó un Ejército Nacional, institución que no pudo constituirse durante el siglo XIX, y que al no hacerlo dejaba al país a merced de la voluntad de los hombres a caballo y de armas, que buscaban el poder denodadamente. Treinta y nueve alzamientos o revoluciones contabilizó entre 1830 y 1903 Antonio Arráiz en su libro Los años de la ira. Será Gómez el último caudillo y el primer dictador, ya que será el primero que disponga de un Ejército Nacional.
En medio de tan persistente escaramuza guerrera es difícil que «la República» de Venezuela llegara a constituir instituciones republicanas, y ante la debilidad o ausencia de estas, se erigió la figura del caudillo, ya constituido en mito. Además, de la mano del mito del caudillo fue conformándose otra suerte de confusión paralela: la de creer que el hombre de armas estaba en condiciones de gobernar. Este cortocircuito se acentuó todavía más con la creación de un ejército profesional a partir de 1911, ya que el militar recogió en su seno el mito del caudillo, a la par que fue instituyendo unas prácticas que se tornaron en creencias populares. Me refiero a la disciplina, el orden, la obediencia debida, la verticalidad del mando, que fueron asentándose como valores fundamentales para el ejercicio del poder civil, cuando provenían de fuente militar.
Para 1928, los militares sin estudios y de campaña espontánea tenían noventa y ocho años gobernando el país, con brevísimos paréntesis. Ese año se alzó la primera generación civil que buscaba la construcción de una Venezuela democrática y, en su mayoría, estos jóvenes eran, además, socialistas. De modo que el proyecto de la democracia nacional nace de la izquierda, y después se va macerando en toneles de la socialdemocracia o de la democracia cristiana, pero su origen es ese, mientras las formas teóricas del liberalismo económico fueron acogidas por Gómez y López Contreras con igual énfasis, hasta que Medina Angarita introdujo algunos matices, que incluso apoyaban los líderes de la Acción Democrática de entonces. Para mayor contradicción, la democracia venezolana va a llegar de mano de una combinación civil-militar que llevó al poder a los muchachos socialistas de 1928, que entonces blandían lanzas en contra del imperialismo y buscaban otras formas de desempeño económico en la sociedad.
Vuelto el péndulo a tocar el extremo militar, los años entre 1948 y 1958 serán de retroceso para las formas políticas democráticas, y de menores cambios en lo económico. Será a partir del Pacto de Puntofijo que los partidos políticos que buscaban el juego democrático puedan contener la impronta militar, evitar la autodepredación a que dio lugar el sectarismo de 1945-1948, y se exprese a partir de las elecciones de 1973 un sistema bipartidista, que tendrá vigencia hasta las elecciones de 1993, cuando ya el ensayo de la democracia de partidos hacía aguas por todas partes. La segunda presidencia de Rafael Caldera, uno de los creadores de la democracia representativa y de partidos, será la de la antipolítica: último esfuerzo de un coautor del sistema de salvarlo por la vía de la separación de una de sus columnas fundamentales: el partido Copei.
Luego, la crisis de la democracia representativa, como todas ellas asentada sobre la institución de los partidos, se hizo indetenible, y los venezolanos elegimos a quien ofrecía enterrar el sistema: el teniente coronel retirado Hugo Chávez. Con las banderas de Bolívar, Zamora, Simón Rodríguez y la elección de una Asamblea Constituyente, alcanzó el poder en las elecciones de 1998, y alentó la redacción de una nueva Constitución Nacional que buscara pasar de la Democracia Representativa a la Directa, que en Venezuela es llamada «participativa o protagónica». Ahora busca pasar del liberalismo económico al socialismo, así como a la reelección indefinida, mediante una reforma constitucional. Todo esto ha podido hacerse gracias a los altísimos precios del petróleo, que ha permitido la instauración de una retórica izquierdista que no se oía en el planeta desde hace años, desde que se comprobó que el socialismo autoritario, que negaba la propiedad privada, después de setenta años en la URSS nunca alcanzó a ser productivo, y sumió a la enorme nación en la pobreza, al igual que a sus satélites de la Europa del Este.
De la historia política venezolana puede decirse que está determinada por dos factores principales: el militar y el petrolero. El primero ha dificultado la instauración de una práctica democrática, aunque también puede decirse que ha sido expresión de un espíritu autoritario de tradición histórica. El segundo ha terminado por hacer del Estado venezolano un Leviatán que cada día deja menos espacio para la iniciativa particular, dificultándole gravemente a la nación la diversificación de su economía. Además, ha conducido a que al elegir presidente de la república en Venezuela estemos prácticamente seleccionando un monarca, con muy pocos contrapesos democráticos, ya que dispone de la llave de la principal industria del país.
¿Cómo salimos de este laberinto? No lo sé, pero estoy seguro que por el camino que nos lleva el gobierno de Hugo Chávez cada día somos más dependientes del petróleo, hay menos actividad económica productiva y menos espacio para la libertad, ya sea individual o colectiva. Nadie puede decir que ahora los venezolanos somos menos pobres, más libres, y que construimos una república con certezas. Es cierto que ahora hay más recursos que repartir, dado el precio del petróleo, pero las fuerzas económicas productivas, las que pueden construir una economía independiente no gozan de las condiciones mínimas de funcionamiento. Las importaciones crecen día a día. Todo se sustenta sobre el precio del petróleo. El día que baje, constataremos una vez más que fuimos gobernados por un «hombre fuerte» que no entendió que su tarea era preparar al país para las vacas flacas, mientras estaban gordas.
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