Ministerialidad laical
y secularidad presbiteral
versus
Secularización del laicado
y sacralización del presbiterado
Se tocan tangencialmente temas delicados, como el de la autoridad y el poder en la Iglesia, el de la tensión entre la comunión misionera y la comunión ~ el de la colaboración al interior de la Iglesia entre los distintos carismas. Los laicos deseamos participar del discernimiento de la misión en la Iglesia, y también asumir sus consecuencias en términos de recibir encargos o envíos de parte de la comunidad apostólica. Lo uno no funciona sin lo otro, y hemos de avanzar en esto.
La participación intraeclesial del laico: en este aspecto, se echa en falta una referencia explícita a un tema recurrente en el Sínodo de la Amazonía * y que trasciende sus fronteras: la ministerialidad laical: una cuestión que no resulta baladí si lo que se busca es desarrollar en plenitud la corresponsabilidad del laico.
* “Reconocemos la necesidad de fortalecer y ampliar los espacios para la participación del laicado, ya sea en la consulta como en la toma de decisiones, en la vida y en la misión de la Iglesia” (94), defienden los obispos en aras de “la corresponsabilidad de todos los bautizados”. Es más, se llega a afirmar que “el obispo pueda confiar, por un mandato de tiempo determinado, ante la ausencia de sacerdotes en las comunidades, el ejercicio de la cura pastoral de la misma a una persona no investida de carácter sacerdotal, que sea miembro de la comunidad” (96). Eso sí, se apostilla a continuación que “deberán evitarse personalismos y por ello será un cargo rotativo”. Del mismo modo, se reclama una mayor promoción y mejor formación del diaconado permanente (104).
En otro punto se reclama que “se confieran ministerios para hombres y mujeres de forma equitativa” (95).
“Yo en ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno”
(Jn 17,23)
86. Para caminar juntos la Iglesia necesita una conversión sinodal, sinodalidad del Pueblo de Dios bajo la guía del Espíritu en la Amazonía. Con este horizonte de comunión y participación buscamos los nuevos caminos eclesiales, sobre todo, en la ministerialidad y la sacramentalidad de la Iglesia con rostro amazónico. La vida consagrada, los laicos y entre ellos las mujeres, son los protagonistas antiguos y siempre nuevos que nos llaman a esta conversión.
La sinodalidad misionera en la Iglesia Amazónica
a. La sinodalidad misionera de todo el Pueblo de Dios bajo la guía del Espíritu
87. “Sínodo” es una palabra antigua venerada por la Tradición; indica el camino que recorren juntos los miembros del pueblo de Dios; remite al Señor Jesús, quien se presenta como «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), y al hecho de que los cristianos fueron llamados «los seguidores del Camino del Señor» (Hch 9,2); ser sinodales es seguir juntos «el camino del Señor» (Hch 18,25). La sinodalidad es el modo de ser de la Iglesia primitiva (cf. Hch 15) y debe ser el nuestro. «Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo» (1 Co 12,12). La sinodalidad caracteriza también la Iglesia del Vaticano II, entendida como Pueblo de Dios, en igualdad y común dignidad frente a la diversidad de ministerios, carismas y servicios. Ella «indica la forma específica de vivir y actuar (modus vivendi et operandi) de la Iglesia del Pueblo de Dios, que manifiesta y realiza de manera concreta su ser “comunión”, en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en la participación activa de todos sus miembros en su acción evangelizadora», es decir, en la «corresponsabilidad y participación de todo el pueblo de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» (CTI, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, nn. 6-7).
88. Para caminar juntos, la Iglesia de hoy necesita una conversión a la experiencia sinodal. Es necesario fortalecer una cultura de diálogo, de escucha recíproca, de discernimiento espiritual, de consenso y comunión para encontrar espacios y modos de decisión conjunta y responder a los desafíos pastorales. Así se fomentará la corresponsabilidad en la vida de la Iglesia con espíritu de servicio. Urge caminar, proponer y asumir las responsabilidades para superar el clericalismo y las imposiciones arbitrarias. La sinodalidad es una dimensión constitutiva de la Iglesia. No se puede ser Iglesia sin reconocer un efectivo ejercicio del sensus fidei de todo el Pueblo de Dios.
Nuevos caminos para la ministerialidad eclesial
a. Iglesia ministerial y nuevos ministerios
93. La renovación del Concilio Vaticano II sitúa los laicos en el seno del Pueblo de Dios, en una Iglesia toda ella ministerial, que tiene en el sacramento del bautismo la base de la identidad y de la misión de todo cristiano. Los laicos son fieles que por el bautismo fueron incorporados a Cristo, constituidos en el Pueblo de Dios y, a su modo, hechos partícipes del munus sacerdotal, profético y regio de Cristo, por lo que ejercen su rol en la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo (cf. LG 31). De esta triple relación, con Cristo, la Iglesia y el mundo, nace la vocación y la misión del laicado. La Iglesia en la Amazonía, en vista de una sociedad justa y solidaria en el cuidado de la “casa común”, quiere hacer de los laicos actores privilegiados. Su actuación, ha sido y es vital, sea en la coordinación de comunidades eclesiales, en el ejercicio de ministerios, así como en su compromiso profético en un mundo inclusivo para todos, que tiene en sus mártires un testimonio que nos interpela.
94. Como expresión de la corresponsabilidad de todos los bautizados en la Iglesia y del ejercicio del sensus fidei de todo el Pueblo de Dios, surgieron las asambleas y consejos de pastoral en todos los ámbitos eclesiales, así como los equipos de coordinación de los diferentes servicios pastorales y los ministerios confiados a los laicos. Reconocemos la necesidad de fortalecer y ampliar los espacios para la participación del laicado, ya sea en la consulta como en la toma de decisiones, en la vida y en la misión de la Iglesia.
95. Aunque la misión en el mundo sea tarea de todo bautizado, el Concilio Vaticano II puso de relieve la misión del laicado: «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra» (GS 39). Para la Iglesia amazónica es urgente que se promuevan y se confieran ministerios para hombres y mujeres de forma equitativa. El tejido de la Iglesia local, también en la Amazonía, está garantizado por las pequeñas comunidades eclesiales misioneras que cultivan la fe, escuchan la Palabra y celebran juntos cerca de la vida de la gente. Es la Iglesia de hombres y mujeres bautizados que debemos consolidar promoviendo la ministerialidad y, sobre todo, la conciencia de la dignidad bautismal.
96. Además, el Obispo pueda confiar, por un mandato de tiempo determinado, ante la ausencia de sacerdotes en las comunidades, el ejercicio de la cura pastoral de la misma a una persona no investida del carácter sacerdotal, que sea miembro de la comunidad. Deben evitarse personalismos y por ello será un cargo rotativo. El Obispo podrá constituir este ministerio en representación de la comunidad cristiana con un mandato oficial mediante un acto ritual para que la persona responsable de la comunidad sea reconocida también a nivel civil y local. Queda siempre el sacerdote, con la potestad y facultad del párroco, como responsable de la comunidad.
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Los momentos más fecundos de la teología católica han sido aquellos en los que ésta ha sabido mantener el equilibrio —permanentemente inestable— entre verdades aparentemente contradictorias, pero nucleares en la revelación cristiana.
Los concilios cristológicos y trinitarios avalan la entidad veritativa que presenta la perspectiva “católica” y muestran, por ejemplo, la improcedencia de sacrificar el Jesús histórico al Cristo de la fe y de éste último en favor del primero. Con lenguaje menos formal y más contemporáneo: si el Jesús histórico sin el Cristo de la fe se desliza por la pendiente del masoquismo irredento, el Cristo de la fe sin el Jesús histórico se adentra en una Arcadia supuéstamente tan feliz como inconsciente del dolor y de la muerte que atenaza la existencia. Ni una ni otra extrapolación se hacen cargo de la “catolicidad” de la revelación cristiana y ninguna de ellas se aproxima a su corazón. Solo una teología que acentúe —legítimamente, por cierto— el Jesús histórico o el Cristo de la fe, sin renunciar a articular el uno con el otro, puede asomarse al misterio de Dios, a su luz, belleza y amor.
Cuando se analiza la recepción del Vaticano II se constata la dificultad que tienen algunos sectores de la iglesia para acogerlo sin alterar el equilibrio permanentemente inestable —propio de lo “católico”— que ha pretendido y, muy frecuentemente, ha logrado formular dicho concilio. Se trata, obviamente, de un equilibrio que, al encontrarse referido a la revelación del misterio de Dios en Jesucristo, es permanentemente inestable y, por ello, espacio abierto a diferentes y complementarias aproximaciones. La “catolicidad”, así comprendida, se conjuga perfectamente con la pluralidad, a la vez que rehuye las acentuaciones unilaterales y las descalificaciones prematuras.
Esto es perfectamente apreciable, al menos, en cinco grandes apartados referidos a la relación entre el primado y la colegialidad; la iglesia universal y la local; la revelación y la fe o la escritura, la tradición y el magisterio; la iglesia y el mundo; y, también, a la relación entre el laicado y el ministerio ordenado.
Son cuestiones importantes en las que se está jugando no solo la recepción eclesial del Vaticano II, sino también el mismo futuro de la iglesia, ya que el descuido o la escasa atención a esta “catolicidad” tiene indudables consecuencias doctrinales y pastorales.
Concrétamente, el análisis de la deseable articulación entre ministerialidad laical y secularidad presbiteral —intentando superar la “sacralization” del sacerdocio ministerial y la “secularización” del laicado— permite mostrar la importancia de una metodología “católica” no sometida, por tanto, a diagnósticos socioeclesiales propuestos por el sector mayoritario de la curia vaticana, tan comprensibles (por los temores que canalizan e incuban) como criticables (por el modelo de iglesia y de cristiano que favorecen).
1. La ministerialidad laical
En el origen de la tipificación como “ministerio” del servicio pastoral que prestan los laicos se encuentran —además del fundamento bautismal recuperado por el Vaticano II— tres importantes aportaciones: el motu propio “Ministeria quaedam” de Pablo VI; la autocrítica de su teología sobre el laicado por parte de Y. M. Congar; y la caracterización de lo que es un ministerio, por parte de las conferencias episcopales francesa (1973) y alemana (1977 y 1978).
Curiosamente, las primeras reticencias a la tipificación como ministerial del servicio pastoral prestado por algunos laicos también se deben a Pablo VI y —de su mano— al sínodo de obispos del año 1971. El es quien inaugura una consideración recelosa que se va a consolidar en la encíclica postsinodal “Christifideles laici” de 1988 y que culmina en la Instrucción Interdicasterial de 1997.
El sínodo episcopal de 1971
Pablo VI tiene la convicción de que el ministerio ordenado —y, particularmente, el presbiterado— no ha sido debidamente tratado en el Vaticano II. Avalarían semejante conclusión el espectacular aumento de los abandonos de presbíteros y la publicación de un diagnóstico de la congregación para la doctrina de la fe según el cual las causas de la crisis serían la fe inestable y el celibato. Estas dos constataciones determinan que Pablo VI convoque al sínodo de obispos de 1971 para abordar la cuestión del sacerdocio ministerial1.
La celebración del sínodo viene precedida de una tensa relación entre la Comisión Teológica Internacional y la curia vaticana a causa de la conceptualización teológica que se ha de emplear para referirse al presbiterado. La Comisión Teológica se decanta por seguir usando la expresión “sacerdocio ministerial” del Concilio Vaticano II (PO II, 1,4) con una doble finalidad: visualizar —incluso semánticamente— una concepción más articulada del presbiterado con los ministerios laicales y acentuar su misión evangelizadora que, ciertamente, comporta una dimensión litúrgica y sacral, pero que no se agota en ella.
La curia vaticana propone abandonar esta conceptualización (y las opciones teológicas y eclesiológicas que comporta) en favor de la de “ministerio sacerdotal” porque entiende que es menos funcional que la de “sacerdocio ministerial”, a la vez que permite resaltar mucho más el carácter sagrado del presbiterado, algo que está quedando peligrosamente eclipsado también por la eclosión de los ministerios laicales y por los discursos teológicos —inaceptablemente homogeneizantes— que se están formulando entre estos ministerios y el ordenado.
Tras un complejo proceso de reconducción del debate entre la curia vaticana y la Comisión Teológica Internacional, se abandona la expresión “sacerdocio ministerial” en favor de la de “ministerio sacerdotal”. Es cierto que ambas acentuaciones se complementan mutuamente, pero también lo es que provocan distintas evaluaciones, tanto prácticas como teóricas, y que suscitan diferenciadas comprensiones del ministerio ordenado.
Sorprendentemente, la mayor parte de los obispos participantes en el sínodo no se percatan del alcance teológico y eclesiológico que encierra el cambio del término. Entienden que es una cuestión de escasa entidad o meramente conceptual. Sin embargo, es un cambio que abre las puertas a una recepción involutiva tanto de la teología sobre el ministerio ordenado como sobre el laicado2. A partir de ahora, lo que preocupa es recuperar la sacralidad perdida por el presbiterado en el postconcilio y asignar la secularidad como misión propia —cuando no, exclusiva— del laicado.
Es cierto que este sínodo ha pasado a la historia como aquel en el que se retoma a fondo la opcionalidad del celibato y la ordenación de varones casados (abriéndose tímidamente la puerta a esta última modalidad). Pero también lo es que los padres sinodales aconsejan que los presbíteros no ejerzan profesiones civiles (y no solo como consecuencia del proceso sacralizador incoado, sino también en nombre de la optimización de recursos humanos) y que se limiten sus actividades civiles hasta acabar prácticamente reducidas a una genérica defensa de los derechos humanos.
Obviamente, los padres sinodales no cuestionan formalmente la secularidad del presbiterado recuperada por el Vaticano II, pero recelan de ella y piden —sin negarla— una mayor atención a las demandas litúrgicas, sacramentales, catequéticas y a la presidencia de la comunidad cristiana. La promoción de la justicia y la posibilidad de una presencia transformadora en el mundo —algo que el concilio había reivindicado como tarea inscrita en el corazón del ministerio ordenado— empiezan a ser reconsideradas desde la necesidad de recuperar la sacralidad perdida y, por tanto, comienzan a ser respetuosamente aparcadas.
Pero el cambio terminológico adoptado por la curia vaticana, y acríticamente asumido por los padres sinodales, también afectará a la recepción de la teología del laicado, ya que si bien es cierto que solo una pequeña parte de ellos recela de considerar el servicio pastoral que los laicos prestan como “ministerio”, es igualmente cierto que se pone la primera piedra para diagnosticar, más adelante, que semejante tipificación también contribuye a la disolución de la identidad y espiritualidad presbiteral. A partir de este sínodo episcopal se ponen las bases para activar no solo un proceso —por cierto, nada conciliar— de “sacralización” del presbiterado, sino también de “secularización” del laicado, pues se comienza a enfatizar que lo “propiamente” suyo es la presencia en el mundo.
Sin embargo, esta irrupción de una lectura sacralizante del presbiterado no puede ocultar que para la gran mayoría de los padres sinodales es incuestionable la promoción e institucionalización de los ministerios laicales en las comunidades cristianas, sin dejar de seguir buscando, por ello, una más equilibrada articulación con el presbiterado. De hecho, no faltarán padres sinodales que apunten la conveniencia de contar con unos presidentes de las comunidades que, ordenados, ejerzan su cargo temporalmente; una audaz propuesta anticipada por H. Küng3, W. Kasper4 e Y. Congar5, y posteriormente desarrollada por C. Vogel6, P. Grelot7, C. Vagaggini8, A. Lemaire9, H. Denis10, L. Boff11, C. Duquoc12 y J. Moingt13. Es una propuesta reactivada recientemente —con desigual fortuna— por los dominicos holandeses (Kerk en Ambt. Onderweg naar een kerk met toekomst)14, F. Lobinger15 y P. Tihon16, entre otros.
La carta apostólica “Ministeria quaedam” de Pablo VI (1972)
Si es cierto que Pablo VI pone las bases para recuperar una concepción más sacral del presbiterado, también lo es que ha pasado a la historia como el papa que propició un espectacular desarrollo de los ministerios laicales —particularmente, en las iglesias alemana, francesa y helvética— gracias al “motu propio” “Ministeria quaedam” (1972).
La carta apostólica de Pablo VI es importante porque establece una distinción entre los ministerios instituidos (que pasan a ser dos: el lectorado y el acolitado) y los “confiados” (que pueden ser muchos y cuyo reconocimiento descansa en las necesidades de las respectivas iglesias locales). Es una tipificación ministerial que será respetada por los papas posteriores y, más recientemente, por conferencias episcopales tan relevantes como la brasileña17 y la estadounidense18. Los críticos subrayan que este “motu propio” presenta una cierta estrechez de miras al erigir únicamente dos ministerios instituidos (lector y acólito), además de reservarlos exclusivamente a los varones19.
Sin embargo, esta acertada y oportuna consideración crítica no eclipsa la importancia que Pablo VI concede a las iglesias locales en la promoción de otros posibles ministerios (catequista, animación litúrgica, consejero conyugal, ayuda a novios, pastoral conjóvenes, caridad y justicia, coordinador parroquial, etc.). De hecho, es la decisión magisterial más definitiva para la explosión ministerial que va a experimentar la iglesia en esta primera fase de la recepción conciliar. Y también de la tipificación como “ministerio” del servicio pastoral que prestan los laicos.
Y. M. Congar: autocrítica y binomio “ministerios-comunidad”
El posicionamiento favorable de Pablo VI viene acompañado de la autocrítica a la que somete Y. M. Congar su teología del laicado. Tal revisión le lleva a abandonar el binomio “sacerdocio-laicado” que empleaba en Jalons pour une théologie du lai'cat (1951) y a proponer el de “ministerios o servicios-comunidad” como el más adecuado para comprender la relación entre el presbiterado y la institucionalización de los diferentes carismas laicales en el seno de la comunidad cristiana.
Con palabras del mismo padre Congar: “la Iglesia de Dios no se construye solamente por los actos del ministerio oficial del presbiterado, sino por una multitud de servicios diversos más o menos estables u ocasionales, más o menos espontáneos o reconocidos y, eventualmente, hasta consagrados por la ordenación sacramental (catequesis, lector, visita a presos y enfermos, responsable de acción católica, de misiones, ayuda a parados, emigrantes...). Existen, pero hasta ahora ni se los había llamado por su verdadero nombre, el de ministerios, ni se les había reconocido su puesto y su estatuto en la eclesiología. La pareja decisiva no es precisamente ‘sacerdocio-laicado’ que yo usaba en Jalons pour une théologie du lai'cat (1951), sino más bien ‘ministerios o servicios-comunidad’”20.
Y. M. Congar es el primer teólogo que aplica, como consecuencia de tal revisión en el postconcilio, la expresión “ministerios” al laicado (algo que todavía no se encuentra en el Vaticano II). Se trata de una tipificación que tiene una excepcional acogida en la comunidad cristiana y que va a llegar hasta nuestros días, a pesar de los intentos de algunos sectores —sobre todo de la curia vaticana— por reservar su empleo para referirse únicamente al presbiterado.
El “ministerio” según los obispos franceses (1973)
Si a Pablo VI se debe la aparición, por primera vez en la historia de la iglesia, de la expresión “ministerios confiados a los laicos”, a los obispos franceses se debe la formulación magisterial más importante en esta época sobre lo que se ha de entender por “ministerio”21.
Es una precisión que ofrecen, así lo indican, tratando de superar un uso lato del mismo: la misión global de la Iglesia o el servicio espontáneo y ocasional de un cristiano determinado. Los obispos franceses descartan esta acepción y se decantan por su uso teológico, lo que les lleva a designar como ministerios
• los servicios definidos, de importancia vital, que llevan consigo una verdadera responsabilidad, reconocidos por la iglesia local y que suponen una cierta duración; • los “instituidos” por un acto litúrgico; y • los confiados mediante ordenación (diaconado, presbiterado, episcopado).
No está de más recordar que una formulación de este calado viene facilitada por el asesoramiento de Y. M. Congar. Estas tres aportaciones, de Pablo VI, de Y. M. Congar y de la conferencia episcopal francesa, abren las puertas a un espectacular desarrollo de los ministerios laicales: de una manera más llamativa y conocida en el viejo continente (particularmente en Alemania, Francia y Suiza) y menos conocida, pero mucho más importante, en las iglesias del Tercer Mundo22.
La conferencia episcopal alemana
La conferencia episcopal alemana es una de las primeras que ofrece en 1977 una reflexión sistematizada sobre la identidad de demás laicos, así como sobre la oportunidad de armonizar dicha identidad laical con la de los presbíteros, diáconos; una cuestión que se va a convertir en capital en las décadas siguientes23. Al año siguiente dan a conocer el primer estatuto jurídico en el que se tipifican las diferentes clases de laicado profesionalizado, a la vez que se indican sus respectivas áreas de compromiso, su proceso de formación, el tipo de contrato, el salario, etc.24.
Unidad sin confusión
Sin embargo, estos primeros y matizados posicionamientos no van a poder evitar la apertura del debate sobre la identidad ministerial del laicado y del mi nisterio ordenado, asunto que va tener en E. Schillebeeckx y L. Boff a dos de sus exponentes más criticados25. Sus escritos suscitan la cuestión del “poder” del laicado en la Iglesia, algo que ocasiona diversas intervenciones de la Santa Sede. En el caso de E. Schillebeeckx se solucionó sin condena alguna, y en el de L. Boff comportó la calificación de enseñanza “que pone en peligro la doctrina de la fe”26. Estos dos conflictos han condicionado, quizá más de lo que parece, el desarrollo posterior de las regulaciones sobre los “ministerios confiados a laicos” por el riesgo de confusión que podían acarrear entre el ministerio ordenado y el no ordenado27.
La mayoría de los teólogos que abordan la cuestión de la identidad de los laicos con encomienda pastoral explícita o implícita (que son pocos) se posicionan a favor de entender que siguen siendo laicos. Tal es el caso de S. Dianich, B. Forte, H. J. Pottmeyer, M. Kehl, J. Manzanares y R. Amau. Sin embargo, no faltan tampoco quienes sostienen que, al ejercer un ministerio pastoral, no son puramente laicos en el sentido tradicional de la palabra. En este grupo se encuentran, entre otros, K. Rahner, Y. Congar, G. Philips, D. Borobio, B. Sesboüé, A. Borras, M. Pelchat, W. Kasper y J. Rigal.
La nota teológica de los obispos franceses apunta en la misma dirección cuando sostiene que los laicos con encomienda pastoral “son constituidos en una nueva responsabilidad que les hace comprometer de una forma particular el signo sacramental de la Iglesia en el mundo”28.
(...)
Los obispos estadounidenses parten de la llamada a la santidad de todos los bautizados e indican que si bien es cierto que la mayoría de ellos desarrollan dicha llamada a la santidad en la secularidad, también lo es que algunos lo hacen trabajando en la Iglesia y concentrando sus fuerzas en la edificación de la comunión eclesial que tiene, entre sus objetivos, la transformación del mundo39. Estos laicos son tipificados como “ministros eclesiales laicos”, indicando que se les reconoce como ministros porque —apelando literalmente a la Instrucción Interdicasterial de 1997— “prolongan, en el interior y para el mundo, la misión y el ministerio de Cristo”40.
Es propio de una eclesiología de comunión —señalan los obispos estadounidenses— que se reconozcan los diversos dones que Dios entrega a la comunidad cristiana y que no se les presente antagónicamente, sino, más bien, como fuente de riqueza de mutua complementariedad. Es cierto que todos los ministerios participan del ministerio de Cristo. Y es igualmente cierto que lo propio del episcopado es —porque se fundamenta en el sacramento del orden— perpetuar el ministerio, constituyente y constitutivo, de los apóstoles. Por eso, todos los ministerios están referidos y relacionados con el ministerio propio de los sucesores de los apóstoles.
Sin embargo, esta incuestionable verdad no puede eclipsar la raíz cristológica y penumatológica de los ministerios laicales, ya que, con palabras del Vaticano II, el Espíritu Santo distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición con las que ‘les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y mayor edificación de la Iglesia” (LG 12).
Por tanto, todos los bautizados son llamados a servir a la misión de la Iglesia, pero algunos experimentan una posterior vocación específica al ministerio eclesial laical que ha de desarrollarse corresponsablemente con los demás ministerios y, particularmente, con el episcopado.
A la luz de estas consideraciones teológicas hay que leer su interés por tipificar el servicio que prestan estos laicos como “ministerio eclesial laical”, así como por subrayar “la estrecha colaboración recíproca con el ministerio pastoral de obispos, sacerdotes y diáconos”41. Semejante “colaboración recíproca” no les impide reconocer la innegable diferencia entre ministros ordenados y laicales ni su incuestionable complementariedad, ya que prosiguen “en la Iglesia la misión salvífica de Cristo por el mundo”42. El reconocimiento de tal singularidad y complementariedad les habilita para “colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial”43. Se agradece que los obispos estadounidenses, una vez asentados estos principios teológicos, tengan un interés especial en emplear una ajustada terminología canónica. Esta inquietud les lleva, por ejemplo, a diferenciar entre “encomendar” y “delegar”, “mandar” o “encargar”44. Normalmente, el término “encomendar” es empleado para referirse a aquellas personas que desempeñan un oficio en el que se precisa una gran creatividad en cuanto a los programas y a los métodos específicos. Por ejemplo, a un obispo se le “encomienda” una diócesis (CIC 369).
Por su parte, puede encomendarse la atención pastoral de una parroquia a un párroco (CIC 515), a varios sacerdotes “in solidum” (CIC 517 &1) o a un instituto religioso (CIC 520) y también a los diáconos y laicos (CIC 517 & 2). En cambio, existe una cierta diversidad para referirse al oficio eclesiástico. En sentido amplio, el “oficio” es semejante a la “tarea” o al “deber” en diversos ámbitos, desde los familiares hasta los relativos a las funciones litúrgicas. Y en sentido más técnico se entiende por “oficio eclesiástico” “todo encargo conferido de manera estable para un fin espiritual”45. Por tanto, el concilio no vincula el “oficio” al orden sagrado o a la asignación de una jurisdicción particular. Deja abierta la posibilidad de atribuir también a los laicos determinados oficios, lo que tampoco cierra la posibilidad de que haya “oficios para cuyo ejercicio se requiera la potestad de orden o la potestad de régimen eclesiástico”, es decir, que solo puedan ser obtenidos por los clérigos (cfr. C.274, § 1). Obviamente, quienes ejercen oficios eclesiásticos gozan de una cierta estabilidad en dicho oficio. Y lo normal es que las obligaciones y derechos inherentes a un oficio específico queden determinados por el mismo oficio, cesando con la pérdida de dicho oficio.
Habitualmente, se emplea el término “mandato” cuando se nombra a alguien para una instancia específica o cuando se recibe una responsabilidad relativa a un oficio que esa persona no desempeña. La “delegación” se refiere a una situación en la que la persona que tiene un poder ejecutivo ordinario en virtud de un oficio permite que dicho poder sea ejercido por otra persona en situaciones generales o específicas.
2. La secularidad presbiteral
Pero en la recepción de la teología laical y presbiteral del Vaticano II aparece una segunda cuestión íntimamente conectada con la ministerialidad y de enorme importancia para la comunidad cristiana: la reivindicación de la índole secular como algo “propio y peculiar de los laicos” (LG 31), dando a entender que es algo exclusivo de ellos.
Es muy interesante recordar, en primer lugar, el debate sobre esta cuestión entre B. Forte, S. Dianich y G. Lazzati en la fase de recepción eclesial más creativa de la teología del laicado49. G. Lazzati sostiene —iniciando una clase de discurso teológico que parece haber hecho fortuna entre algunos sectores eclesiales— que la “índole secular” no es generalizable ni atribuible a toda la iglesia, ya que si así fuera se diluiría la responsabilidad específica de los laicos en el mundo.
Por su parte, B. Forte y S. Dianich argumentan que lo “propio” del laicado no viene determinado ni por una misión ni por el empleo de unos determinados medios, sino por el bautismo, en cuya gracia se encuentra la consagración y el fundamento de su misión. Del bautismo brotan positivamente toda una serie de carismas y ministerios que son dados para ser recibidos por la comunidad. Por tanto, toda la iglesia (sacerdotes, religiosos y laicos) es secular y es toda la Iglesia la que ha de hacerse presente en la secularidad.
Consecuentemente, ha de desterrarse el miedo a una existencia, a la vez, consagrada a Dios y contingente en el mundo. Sorprende, a la luz de este debate postconciliar, que el Directorio de la Diócesis de Bilbao sostenga —refiriéndose a los laicos que ejercen un ministerio— que ‘la encomienda pastoral no recorta la condición laical y su secularidad específica, que sigue determinando teológicamente los servicios y tareas”50. Y sorprende porque no tiene presente ni la secularidad “propia” de todo bautizado ni la del ministerio ordenado ni, por tanto, presta atención alguna a la necesidad de su articulación con la “propiamente” laical.
Por eso, resulta particularmente interesante traer a colación, en segundo lugar, la aportación de la conferencia episcopal brasileña sobre la ministerialidad y la secularidad que prolonga el debate reseñado entre S. Dianich, B. Forte y G. Lazzati. No es procedente separar —afirman los obispos brasileños— “Iglesia” y “mundo” ni la “vida interna de la comunidad cristiana” de la “misión” de la Iglesia en el mundo. De la misma manera, tampoco tiene sentido distinguir y separar el apostolado laical en el interior de la Iglesia (“ad intra”) del realizado en las llamadas realidades temporales (“ad extra”), ya que se trata de dos dimensiones igualmente radicadas en la única misión de todo bautizado y, por ello, complementarias la una de la otra.
El reconocimiento de la sacramentalidad de la Iglesia les lleva a sostener que cuando empleamos expresiones tales como la “misión de la Iglesia” o “ministerio de la Iglesia” nos estamos refiriendo a un único dinamismo que engloba tanto la vida interna de la Iglesia como su actuación en el mundo. Y en coherencia con ello, lo propio de todo bautizado es estar presente en el mundo y escuchar, a la vez, el Espíritu de Cristo en el Evangelio, en la celebración de la liturgia y en el encuentro con las personas humanas, especialmente con los pobres. Por tanto, “la misión de la Iglesia no es responsabilidad de algunos, sino de todos”51. Precisamente, por ello, se puede hablar de una “Iglesia toda ella ministerial” o de “corresponsabilidad diferenciada”. Igualmente se puede afirmar que “todos somos responsables en la Iglesia” o de “Iglesia con responsabilidades apostólicas compartidas”, de “comunidad enviada al servicio”, de “comunión y participación” (Puebla) y de “comunión y misión” (CNBB)52.
Son muchos los laicos y laicas que testimonian la consistencia de esta articulación entre misión y ministerio. Y lo hacen comprometiéndose en favor de la justicia y de la paz y, al mismo tiempo, prestando innumerables servicios o ministerios con generosidad y competencia. Por tanto, hay que superar el viejo esquema preconciliar de servicio o ministerio en el interior de la Iglesia (“ad intra”) y compromiso secular en el mundo (“ad extra”).
A la luz de la teología del Vaticano II no es necesario “salir” de la Iglesia para ir al mundo, de la misma manera que no es necesario “salir” del mundo para “entrar” y “vivir” en la Iglesia53. Sencillamente, porque los laicos a los que se les confía un ministerio eclesial son y siguen siendo laicos. Viven la ministerialidad en relación con Cristo y con la Iglesia y de manera particular con el mundo, es decir, como laicos que ejercen la misión del pueblo cristiano “en la Iglesia y en el mundo”54. El debate postconciliar sobre lo “propio y peculiar” de los laicos permite concluir que se ha entender por tal la vocación laical, es decir, la invitación a vivir coherentemente la fe profesada en la existencia cotidiana, algo que, obviamente, es propio de todo bautizado y de cualquier cristiano55.
A la luz de esta concepción de la “secularidad”, se entiende que los obispos brasileños la comprendan de diferentes y complementarias maneras56. En primer lugar, como “secularidad” del mismo mundo: la realidad terrena y la sociedad gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco (cfr. GS 36 b). Pero existe, en segundo lugar, una ‘laicidad” de la misma Iglesia, ya que es toda ella la que está en el mundo y la que participa de sus actividades en todos los campos, a pesar de que sean muy diversificadas las relaciones que tejen la vida humana: familia, economía, sociedad, política, cultura, religiones, etc. Es incuestionable la existencia, en tercer lugar, de una “índole secular” propia y peculiar de los laicos y de las laicas {cfr. LG 31) que los vincula “especialmente” con el mundo para hacer presente a la iglesia en aquellos sitios a los que ella no puede llegar.
Todo laico es al mismo tiempo —y en virtud de los dones que se le han concedido— testigo e instrumento vivo de la propia misión de la Iglesia (cfr. LG 33b. EN 70). Y existe, finalmente, una “laicidad en la Iglesia” que consiste en vivir en su seno aquellos valores (llamados “laicos” en Occidente, pero de raíz cristiana) que son la referencia ideal para la convivencia en la sociedad civil (libertad, fraternidad, solidaridad e igualdad). Evidentemente, son valores potenciados por la Iglesia pero que no siempre tienen plena vigencia en la vida y en las relaciones intraeclesiales.
La ampliación de horizontes que traen los obispos brasileños converge con el interés de los prelados estadounidenses por superar tanto la “clericalización” del laicado (que acertadamente denuncia el Directorio de la Diócesis de Bilbao) como su “secularización” (en la que desgraciadamente acaba incurriendo) con el fin de ofrecer una “católica” articulación entre secularidad y ministerialidad. “En nuestra época —sostienen los obispos de Estados Unidos— han surgido los ministros eclesiales laicos, hombres y mujeres que trabajan en colaboración con obispos, sacerdotes, diáconos y otros laicos, cada uno de ellos respondiendo a los carismas concedidos por el Espíritu. Debido a su carácter secular, en un modo particular ellos ‘son la Iglesia en el corazón del mundo y traen al mundo al mismo corazón de la Iglesia’ al atender a las necesidades de la comunidad actual”57. Una feliz formulación en la que se reconoce no solo la raíz penumatológica de los ministerios laicales, sino sobre todo la secularidad “propia” de ministerialidad laical.
Como contrapartida, el Directorio de la Diócesis de Bilbao no tiene presente ni el debate entre G. Lazzati, S. Dianich y B. Forte ni las matizadas articulaciones y sugerentes aportaciones que proponen las conferencias episcopales de Brasil y de los Estados Unidos. Todo un preocupante olvido que facilita la vuelta a una visión preconciliar de la Iglesia y que corre un alto riesgo de sancionar como teológica lo que no pasa de ser una decisión de estrategia pastoral tomada por los padres sinodales en 1971: “se debe dar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo pleno”, lo que quiere decir que “la participación en actividades seculares de los hombres no puede fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar para reflejar toda la responsabilidad específica de los presbíteros”58.
Se trata de una decisión que intenta optimizar el debilitado número de efectivos pastorales sin negar —porque no lo puede hacer— la posibilidad de un compromiso secular en determinadas circunstancias y, evidentemente, con el consentimiento del obispo. La autoridad magisterial de LG sigue siendo mucho más consistente —también formalmente— que esta directiva práctica. Por tanto, la secularidad también es una dimensión constitutiva y constituyente del presbítero y del religioso, como bautizados que son. Obviamente, ha de ser prudentemente modulada, pero jamás negada y, siempre, articulada con la que es “propia” del laico que ejerce un ministerio laical.
3. Elogio de la “catolicidad”
Una buena parte de la teología sobre el laicado y, sobre todo, la gran mayoría de las decisiones pastorales que se están tomando, presentan dificultades para superar críticamente el diagnóstico del sector mayoritario de la curia vaticana sobre el momento actual del ministerio ordenado y su relación con la ministerialidad laical; algo que, afortunadamente, se supera en las aportaciones de los obispos de Estados Unidos y de Brasil. Semejante dependencia explica que se haya asumido la apuesta vaticana por recuperar una concepción “sacralizante” del ministerio ordenado y otra más “secularizante” del laicado; una concepción —no se puede olvidar— que acaba sintonizando más con los acentos teológicos y pastorales preconciliares que con los propiamente conciliares. La asunción de tales concepciones —y la estrategia que le es propia— está llevando a proponer una articulación escasamente “católica” entre la ministerialidad laical (participación en la misión de Cristo en la iglesia y en el mundo, gracias al bautismo) y la identidad y espiritualidad propias del ministerio ordenado (cimentada en el sacramento del orden).
Todo ello trae como consecuencia el apuntalamiento de una eclesiología verticalista (el laico recibe un “encargo” para participar en la misión del ministerio ordenado, pero no se le “confía” o “encomienda” una responsabilidad pastoral) en detrimento de la eclesiología corresponsable del Vaticano II (la ministerialidad laical se funda en el bautismo y en la participación en la triple función de Cristo como sacerdote, profeta y rey y, por tanto, en su misión en la iglesia y en el mundo). Pero, al reivindicar la secularidad como lo propiamente laical, no solo se descuida que dicha secularidad sea nota constitutiva y constituyente de todo bautizado y de toda comunidad cristiana, sino que se acaba aparcando que el mismo ministerio ordenado es y no puede dejar de ser secular.
Un preocupante descuido de enormes consecuencias.
1. E. Colagiovanni, Le defezioni dal ministero sacerdotale, Vaticano, 1971, p. 262. Cfr. M. Alcalá, “¿Sacerdotes célibes y sacerdotes casados?”, Razón y Fe (1971), pp. 384 400. Cfr. M. Alcalá, Historia del sínodo de los obispos, Madrid, 1996, pp. 71-97.
2. Sínodo de los obispos 1971, Documentos, Salamanca, 1972, pp. 13 y ss.
3. Cfr. H. Küng, La Iglesia, Barcelona, 1968.
4. Cfr. W. Kasper, “Acentos nuevos en la comprensión dogmática del servicio sacerdotal”, Concilium 43 (1969).
5. Cfr. Y. Congar, “Quelques problèmes touchant les ministères”, N RT 93 (1971), pp. 785-800.
6. Cfr. C. Vogel, “Le ministre charismatique de l’eucharistie. Approche rituelle”, en Ministères et célébration de l ’eucharistie (colección Studia Anselmiana, 61), Roma, 1973, pp. 191-209.
7. Cfr. P. Grelot, “Réflexions générales autour du thème du symposium: Le ministre de l’eucharistie”, en Ministères et célébration de l ’eucharistie, op. cit., pp. 17-93.
8. Cfr. C. Vagaggini, “Possibilité e limiti del riconoscimento dei ministri non cattolici. Riflessioni a partiré dalla prassi délia ‘economía’ e dalla dottrina del ‘carattere’”, en Ministères et célébration de l ’eucharistie, op. cit., pp. 250-320.
9. Cfr. A. Lemaire, Les ministères dans l ’Eglise, Paris, Cerf, 1974, pp. 123-124. “’
10. Cfr. H. Denis, Des sacrements et des hommes, Lyon, 1975, pp. 157-160.
11. Cfr. L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Santander, 1982.
12. Cfr. C. Duquoc, “Théologie de l’Église et crise du ministère”, Etudes, janvier (1979), pp. 101-113.
13. Cfr. J. Moingt, “Service et lieux d’Église”, Études,\\im (1979), pp. 835-849.
14. Cfr. “‘Kerk en Ambt’, Iglesia y Ministerio. Interesantes iniciativas de los dominicos holandeses”, 10 de diciembre de 2007. Disponible en http://www.redescristianas.net/2007/12/10/% E2% 80% 9Ckerk-en-am bt% E2% 80% 9D-iglesia-y-m inisteriointeresantes-iniciativas-de-los-dominicos-holandeses/. Cfr. J. Perea, “Arriesgada propuesta de los dominicos holandeses ante la escasez de presbíteros”, Iglesia Viva 236 (2008), pp. 127-134. Presentación del texto y de algunas reacciones criticando acertadamente cuestiones menores, pero sin afrontar la cuestión de fondo.
15. Cfr. F. Lobinger, Priests fo r Tomorrow, Quezon City, Philippines, 2004. Cfr. ibid., “Derecho de la comunidad a un pastor. VI: Países africanos”, Concilium 153 (1980). 16. Cfr. P Tihon, “Sur l’animation des communautés catholiques. La présidence de l’eucharistie, un débat d o s?”, Revue Théologique de Louvain 39 (2008), pp. 492-519.
17. Cfr. Conferencia Nacional dos Bispos do Brasil, Missao e ministérios dos cristaos leigos e leigas, Edifáo aprovada na 37a Assembléia Geral da CNBB, Itaici, SP, 22 de abril de 1999.
18. Cfr. United States Conference of Catholic Bishops, Co-Workers in the 'Vineyard o f the Lord: A Resource fo r Guiding the Development o f Lay Ecclesial Ministry, Washington D. C., 2005.
19. Cfr. Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción ‘Fidei cusios’sobre los ministros extraordinarios de la comunión, Roma, 1969.
20. Y. M. Congar, Ministerios y comunión eclesial, Madrid, 1973, pp. 11.31.19.
21. Cfr. J. Martínez Gordo, Los laicos -y el futuro de la iglesia. Una revolución silenciosa, Madrid, PPC, 2002, pp. 91 y ss.
22. Cfr. ibid., pp. 240, 91-137, 241-283.
23. Cfr. Die Deutschen Bischöfe, Weiner Diözesanblatt, IV, 1977 [Traducción francesa: “Le prêtre, le diacre et le laie dans la pastorale. Déclaration de la Conférence épiscopale allemande”, DC 1721, 5 ju in (1977), pp. 517-522],
24. Cfr. Grundsätze der Deutschen Bischofskonferenz vom 2. März 1977. Cfr. Die Deutschen Bischöfe, Rahmenstatut der Deuschen Bischofkonferenz vom Herbst 1978 fü r Pastoralreferenten (innen), Archiv für Katholisches Kirchenrecht/AKK, 147, 1978, pp. 486 y ss.
25. Cfr. E. Schillebeeckx, El Ministerio eclesiástico, Madrid, 1983; L. Boff, Iglesia: carisma -y poder, Santander, 1982.
26. Cfr. Enchiridion Vaticanum 9:830-836 (Schillebeeckx); 9:1421-1432 (Boff).
27. Cfr. S. Pié, “Los ministerios confiados a los laicos”, Phase 224 (1998), p. 145.
28. Cfr. Les Evêques de France, Bureau d’Etudes Doctrinales, Les Ministres ordonnés dans une Eglise-communion, Paris, 1993, pp. 51-59.
40. “Instrucción Interdicasterial ‘Ecclesiae de mysterio’”, óp. cit., Disposiciones prácticas, art. 1 y 2
41. Ibid., Introducción. 42. Ibídem.
43. Ibid., “I. Fundamentos. A. Describir y responder a realidades nuevas. La llamada de los fieles laicos”.
44. Cfr. óp. cit., pp. 54 y ss.: “El nombramiento de los ministerios eclesiales laicos”.
45. Decreto Presbyterorum ordinis sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, 20. Cfr. CIC 145 & 1.
47. Ibíd., n.° 29. 48. Ibíd., n.° 35.
49. Cfr. J. Martínez Gordo, “Ser laico en la Iglesia”, Razón y fe 1292 (2006), pp. 437-451; “La identidad laical en el postconcilio”, Lumen 4-5 (2006), pp. 301-328; “La teología conciliar sobre el laicado: aciertos, ambigüedades y consecuencias”, Surge 635 (2006), pp. 171-189.
50. Diócesis de Bilbao, “Directorio de laicos y laicas con encargo pastoral”, óp. cit., n.° 36.
51. Conferencia Nacional dos Bispos do Brasil, Missao e ministérios dos cristaos leigos e leigas, óp. cit., n.° 77.
52. Cfr. ibidem. 53. Cfr. ibíd., n.° 90. 54. Ibíd., n.° 98. 55. Cfr. ibíd., n.° 100-101.
56. Cfr. ibid., n.° 107.
57. Cfr. United States Conference of Catholic Bishops, Co-Workers in the 'Vineyard o f the Lord, óp. cit., versión española, p. 22, citando a USCCB, Subcomité para el m inisterio laico, “El M inisterio Laico de la Iglesia: El Estado de las Interrogantes” (Washington D. C., USCCB, 2001), n.° 15
58. Sínodo de los Obispos 1971, Documentos, óp. cit., p. 19.
VER+:
Como cristianos adultos, cristianos activos y comprometidos a la causa de Jesús; como cristianos con vocación de servicio, como Pueblo de Dios; queremos presentar nuestros puntos de vista para la construcción eclesial:
Primeramente, no es fácil sacudirse un clericalismo -por culpa de tod@s nosotr@s- de siglos que ha moldeado y configurado la Iglesia y también nuestras diócesis durante muchos siglos y ahora estamos pagando las consecuencias.
Esto no puede seguir así...
No estamos en una época de cambios, no.
Es un cambio de época, una nueva época. No nos resistamos a la realidad que se percibe desde hace varios años. Es un nuevo paradigma (un nuevo modelo de realidad cultural y social y eclesial).
Sabemos que los límites del lenguaje son los límites del mundo y que los límites de nuestro mundo son los límites de nuestro lenguaje. Así lo enseñó Wittgenstein, filósofo austriaco dedicado al estudio del pensamiento y de la representación lógica de los hechos. Entre sus preocupaciones se encuentra el entender hasta dónde se extiende la realidad que podemos representarnos a través del lenguaje, pues cuanto más amplio -y auténtico- sea el lenguaje que se domina, más extensa y verdadera será la realidad que se proyecte.
Todo nuevo paradigma requiere actualizar y renovar el mismo lenguaje: darle nuevo –verdadero, auténtico, genuino, legítimo- significado a las palabras o definiciones conceptuales. Por ejemplo: los conceptos IGLESIA, CLERO, LAICO, SEGLAR, SAGRADO, PROFANO, ETC. Tienen que acomodarse o re-convertirse a los nuevos tiempos y, re-significar nuevas realidades...
El mismo concepto de CLERO, que en griego significa “suerte” o porción de herencia, designaba y correspondía a la totalidad de la Iglesia (del Pueblo de Dios), del Pueblo afortunado, el Pueblo cuya suerte es Dios; por eso mismo, son “pueblo sacerdotal” (Apoc. 1,6; 1Pe 2,5)
LAICO no significa “profano” en oposición a una “jerarquía sagrada”, sino simplemente miembro del Pueblo de Dios.
Recordemos que la palabra "fanático", viene del latín "fanum", que significa "templo" o "faro" e incluye a los que están en el templo, a los iluminados que estrujan en sus manos la verdad única y no abrigan ni permiten dudas. Para ellos, todos los que actúan fuera del templo, o de la luz, son "pro fanum", de donde viene "profanos": gente que no respeta lo sagrado. Ellos, en cambio, siempre tratan de fanatizar a los que los apoyan.
Los nuevos paradigmas de concepción del mundo que vamos percibiendo y emergiendo y, que van cambiando otros paradigmas como en el eclesial, las definiciones de relación diferenciadora y opuestas como clero-laico; sagrado-seglar; jerarquía-fieles, etc. No tienen sentido opuesto. Tienen relación de pertenecer a la misma unidad, función y complementariedad. O es que, un sacerdote no es miembro del Pueblo de Dios. Esto confunde y no se funda en la realidad.
Como la palabrita "SECULARIZACIÓN" Y SUS DERIVACIONES:
El término secularización viene de saeculum, SIGLO. Etimológicamente quiere decir que todo lo que pertenece al siglo es secular, que debe ser autopromocionado y respetado como tal. Secularizar significa hacer que el siglo sea lo que es, con todas sus potencias y cualidades. Bueno, históricamente se entendía que la secularización como el polo opuesto de la sacralización; lo secular venía a marcar el mundo opuesto a lo religioso, lo que quedaba fuera de la Iglesia; secularizarse era lo mismo que “pasar de la Iglesia al mundo”. (Esto parece dimensiones de la tercera fase).
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