EL Rincón de Yanka: 📒 EL EPÍLOGO DE HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES DE MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

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viernes, 27 de septiembre de 2019

📒 EL EPÍLOGO DE HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES DE MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO





1. INTRODUCCIÓN: 

¿Cómo celebrar, haciendo honor y justicia a un personaje, el centenario  de su muerte? Quizás una de las mejores maneras sea difundir su obra. Eso  es lo que pretende este pequeño trabajo. El «Epílogo» de la Historia de los  heterodoxos españoles, el texto que voy a presentar y comentar, constituye  en mi opinión la expresión más clara, hermosa y sintética de la obra de Marcelino Menéndez Pelayo, especialmente en lo relativo a su visión de España y de su  historia plurisecular1. 
Precisamente es en el ámbito de sus análisis acerca de  esta historia donde encuentra su marco último de referencia, y con respecto  a los móviles y criterios que guiaron sus investigaciones debe ser interpretado  y explicado. 
En relación con esta cuestión, el 30 de noviembre de 1890 el obispo de Montevideo, D. Mariano Soler, escribe a M. Pelayo una larga carta en la que le hace partícipe de un antiguo anhelo personal: realizar un «tratado teórico—práctico de filosofía de la historia e historia de la civilización universal». A la vez que le rinde tributo de aprecio y homenaje, el prelado uruguayo le sugiere que emprenda tan ardua tarea, convencido de que nadie como él tiene las aptitudes precisas para la misión.

La respuesta de D. Marcelino, fechada en Santander el 16 de noviembre de 1891, es muy interesante para nuestro propósito. En ella expresa la intención general de sus ensayos: «No es otra que la de contribuir en la pequeña medida de mis fuerzas al restablecimiento de nuestras gloriosas tradiciones cristianas y españolas». De paso, rechaza educada y humildemente la invitación del prelado por lo inmenso y desproporcionado de la empresa respecto de su capacidad: «Gracias que con mucho esfuerzo y labor incesante llegue uno a darse cuenta y razón más o menos clara de las leyes históricas que 
han presidido al desenvolvimiento de un solo pueblo o de una sola raza. 
Esta consideración me ha movido hace tiempo a contraer mis estudios a la historia de la civilización española en la cual hay tanto nuevo que decir... Por mi parte, he concentrado mis estudios en nuestra historia literaria y científica que es una de las partes más interesantes y descuidadas de nuestra historia general»2. 

¿Desde qué perspectiva afronta don Marcelino esta crucial cuestión? Frente a  una concepción positivista de la historia, Menéndez Pelayo apunta aquí más bien  hacia una historia de las ideas. «Nadie ha hecho aún la verdadera historia de  España (...) Contentos con la parte externa, distraídos en la relación de guerras, conquistas, tratados de paz e intrigas palaciegas, no aciertan a salir los investigadores modernos (...) Lo más íntimo y profundo se les escapa. Necesario es mirar la historia de otro modo, tomar por punto de partida las ideas, lo que da unidad a la época, la resistencia contra la herejía, y conceder más importancia a la reforma de una Orden religiosa o a la aparición de un libro teológico que al cerco de Amberes o a la sorpresa de Amiens»3. 

Este punto de vista tiene, de forma ya más concreta y cercana al texto que nos va a ocupar, consecuencias inmediatas. En el Discurso Preliminar a la Historia de los heterodoxos nuestro autor indica las tres perspectivas posibles de una historia de la heterodoxia española: indiferencia absoluta, criterio heterodoxo o criterio ortodoxo católico. El primer término es rechazado en la medida en que no se trata de narrar hechos externos sino de conformar una historia de doctrinas, y por tanto, cargada de contenido teórico. Tampoco es aceptado el segundo por dos razones: por un lado, Menéndez Pelayo es católico coherente y, por el otro, quien quisiera escribir una historia de España en sentido heterodoxo estaría condenándose al fracaso y abocado a una obra accidental y fragmentaria.

En definitiva, dirá: «Pienso que la historia de nuestros heterodoxos sólo debe ser escrita en sentido católico, y sólo en el catolicismo puede encontrar el principio de unidad que ha de resplandecer en toda obra humana. 
Precisamente porque el dogma católico es el eje de nuestra cultura, y católicos son nuestra .filosofía, nuestro arte y todas las manifestaciones del principio civilizador en suma». Y añade: «Mi historia será parcial en los principios, imparcial, esto es, veracísima, en cuanto a los hechos... respetando cuanto sea noble y digno de respeto, no buscando motivos ruines a acciones que el concepto humano tiene por grandes; en una palabra, con caridad hacia las personas, sin indulgencia para los errores»4. 
En estas pocas líneas se han definido las líneas directrices de la obra y del epílogo. Aunque fiel al criterio histórico, Menéndez Pelayo no puede ni quiere soslayar que el genio español es «eminentemente católico». La trayectoria de su estudio será larga, pero el pensamiento citado resume lo capital de nuestro pensador. A la expresión de esta tesis está dedicado el Epílogo. Veamos cómo se desarrolla concretamente su contenido.

2. ESPAÑA COMO UNIDAD DE DESTINO EN LO UNIVERSAL:
Unidad y universalidad son los dos rasgos que definen a una gran nación. En el análisis de Menéndez Pelayo serán también las notas cuyas raíces buscamos. 
Carentes de unidad de clima, raza, carácter, costumbres... ¿qué es lo que unificó a los españoles en esa empresa común que denominamos España y les impulsó en una misión de horizontes universales? 

2.1. Romanización y cristianización: 
La obra «culturalizante» de Roma es el primer elemento conformador de unidad: sin devastar lo tradicional, Roma nos concede la unidad legislativa, nos dota de infraestructura de comunicación, configura nuestra primera organización administrativa y comercial, reestructura la propiedad y la familia, nos regala la unidad de lengua ... En arte, lengua y derecho, somos uno por Roma.  
Pero no puede decirse que con ello la obra esté cumplida: aún queda alcanzar la unidad espiritual de las conciencias y del sentir, la UNIDAD DE LA CREENCIA. Menéndez Pelayo dirá: «Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios, sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común... ¿qué pueblo habrá grande y fuerte?, ¿qué pueblo sabrá arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?»5. 

Será el cristianismo el llamado a completar esta unidad, pero para ello deberá vencer primero la resistencia de los cultos tradicionales. Don Marcelino quiere hacer ver, no obstante, que este combate no es el de una religión antigua y decadente contra una nueva doctrina llena de juventud y brío. Se trata, más bien, de un estilo de vida que viene a herir el corazón de la sociedad clásica predicando nueva filosofía y nueva moral. De ahí la reacción violenta del politeísmo reinante, de ahí las infinitas persecuciones que sembraron de sangre martirial las tierras de la península ibérica. Pese a todo,«la insania crucis... había triunfado en España. Lidió contra ella el culto oficial defendido por la espada de los emperadores, y fue vencido en la pelea, no sólo porque era absurdo e insuficiente y habían pasado sus días, sino porque estaba, hacía tiempo, muerto en el entendimiento de los sabios y menoscabado en el ánimo de los pueblos. Pero lidió Roma en defensa de sus dioses porque se enlazaban a tradiciones patrióticas, traían a la memoria antiguas hazañas, y parecían tener vinculada la eternidad del imperio. Y de tal suerte resistió, que aun habida consideración al poder de las ideas y a la gran multitud de cristianos, no se entiende ni se explica sin un evidente milagro la difusión prestísima del nuevo culto»6. 

En tiempos de Tertuliano, el cristianismo se había extendido hasta los últimos confines del imperio, y más aún en España, en donde dice Arnobio que los cristianos eran «innumerables». Ya «desde entonces quedó signado nuestro pueblo con los carismas de una misión histórica para cuyo servicio iba gradualmente conformando su personalidad»

2.2. Obra de la Iglesia en España

A este respecto, la tarea de la Iglesia en la historia española ha resultado esencial: «La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus Concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbres de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso»8. Menéndez Pelayo se recrea en una enumeración sin fin y de gran belleza literaria: la Iglesia española fue semillero de legiones de mártires, triunfadora de las primeras sectas y herejías, custodia y propagadora del saber universal, civilizadora de los pueblos germánicos y de la Francia carolingia después, popularizadora de la teología y de la ciencia etc.
Sobre todos estos retazos, aunándolos, destaca la figura egregia de San Isidoro de Sevilla, puente entre la herencia latina y la novedad «bárbara», «heredero del saber y de las tradiciones de la antigua y gloriosísima España romana, algo menoscabadas por injuria de los tiempos, pero no extinguidas del todo, heredero de todos los recuerdos de aquella Iglesia española ... ; artífice incansable en la obra de fusión de godos y españoles, a la vez que atiende con exquisito cuidado a la general educación de unos y otros, autor de las Etimologías, etc.»9. 

La ciencia española, por él comenzada, será la que finalmente difunda sus rayos más allá de los Pirineos en los albores de los ss. X y XI, y cultivada por Alcuino, dé abundante fruto en la época del renacimiento carolingio. Españoles serán también la mitad de los sabios que promueven este, y que contribuyen por primera vez a lo que podría llamarse una «conciencia de europeísmo»: «En cierto modo puede afirmarse, dice De la Calzada, que con el S. XI nace la conciencia de una comunidad europea supernacional, fundada en el unánime reconocimiento, por encima de secundarias compartimentaciones políticas, de una triple realidad unitiva, histórica, religiosa y cultural, los tres factores que, desde la caída de Roma, venían dando sentido y continuidad a este afán de ser, permanecer y trascender que es España»10. 

¿Qué sino el espíritu cristiano unificará también a los dispersos reinos en lucha contra el «invasor árabe»? No puede hablarse todavía de patriotismo cuando las divisiones políticas y los intereses parciales predominan sobre cualquier otro tipo de unidad. «El sentimiento de patria —dirá Menéndez Pelayo— es moderno: no hay patria en aquellos siglos, no la hay, en rigor, hasta el Renacimiento, pero hay una fe, un bautismo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna, y una legión de santos que combaten por nosotros, desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera»11.
Conseguida la unidad política bajo la tutela de un mismo sentimiento religioso, la personalidad forjada al través de largos y esforzados siglos comenzará a dar sus frutos de universalidad. 

2.3. España, evangelizadora de la mitad del orbe: 
Nuestro autor resume en unas líneas esta explosión de grandeza que no es sino resultado de la riqueza interior de España: «A la robustez de la organización interior, a la enérgica disciplina que, respetando y vigorizando la genuina espontaneidad del carácter nacional, supo encauzar para grandes empresas sus indomables bríos, gastados hasta entonces míseramente en destrozarse dentro de casa, correspondió inmediatamente una expansión de fuerza juvenil y avasalladora, una primavera de glorias y de triunfos, una conciencia del propio valer, una alegría y soberbia de la vida, que hizo a los españoles capaces de todo, hasta lo imposible.

La fortuna parecía haberse puesto resueltamente de su lado, y como que se complaciese en abrumar su historia de sucesos felices y aun de portentos y maravillas. Las generaciones nuevas crecían oyéndolas, y se disponían a 
cosas cada vez mayores. Un siglo entero y dos mundos, apenas fueron lecho bastante amplio para aquella desbordante corriente. ¿ Qué empresa humana o sobrehumana había de arredrar a los hijos y nietos de los que en el breve término de cuarenta y cinco años habían visto la unión de Aragón y Castilla, la victoria sobre Portugal, la epopeya de Granada y la total extirpación de la morisma, el recobro del Rosellón, la incorporación de Navarra, la reconquista de Nápoles, el abatimiento del poder francés en Italia y en el Pirineo, la hegemonía española triunfante en Europa, iniciada en Orán la conquista de África, y surgiendo del mar de Occidente islas incógnitas, que eran leve promesa de inmensos continentes nunca soñados, como si faltase tierra para la 
dilatación del genio de nuestra raza, y para que en todos los confines del orbe resonasen las palabras de nuestra lengua?»12. 

En particular, la obra de España en América se resume en: fe, idioma, cultura. En el mismo Colón, tantas veces criticado y del que se ha dicho casi todo: navegante y cosmógrafo, hombre de ciencia, escritor, supersticiosamente enamorado del oro, gran hombre perseguido por la envidia etc, pueden descubrirse tintes de cristianismo y aún de misticismo. Es el Colón cristiano que soñaba también con la total conversión de los infieles y el rescate del Santo Sepulcro, tal como se nos da en sus Profecías. 

Para Menéndez Pelayo existe un cierto profetismo no sólo en Colón sino, en general, en toda la España de la época. No en balde, afirma nuestro autor, «España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera»13. 
Don Marcelino fue consciente de los estrechos lazos que unen a España con América, y defiende la idea de que un americanismo real no puede ser antihispánico. En carta a Rafael Obligado dice: «Cuanto más argentino sea usted, 
tanto más español llegará a ser, aunque esto parezca una paradoja»14. Y al poeta peruano Santos Chocano le insta: «Sus brillantes e inspiradas poesías han de ser un nuevo lazo entre España y América»15.Ciertamente, Menéndez 
Pelayo lo ha sido. No habría, para cerciorarse de ello, más que echar un vistazo sobre su enorme epistolario con personalidades hispanoamericanas y la gran cantidad de estudios publicados sobre este tema16. 

2.4. Luz de Europa y cuna de la Reforma Católica: 
Es un hecho innegable que la España de los ss. XVI y XVII resiste la comparación con todas las grandes naciones del mundo en la mejor de sus épocas. ¿En dónde radicaban el motor de su actividad y la fuente de sus energías? En medio de un estado social anómalo y muy peculiar, sin clase media ni aristocracia —tierra de abono para hidalgos y pícaros, con una tercera parte de la población compuesta de frailes y monjas—, costumbres no muy sanas y primando por doquier una moral del honor, es una vez más el móvil de la catolicidad —universalidad— el que aúna las conciencias en la creencia religiosa y da unidad y carácter propio a nuestra raza e historia.

De hecho, el carácter más importante y fecundo de la Edad de Oro es, sin lugar a dudas, el fervor religioso, por encima del sentimiento monárquico o el honor. Desde esta perspectiva se comprende el sacrificio ofrecido por la nación entera para defender a la cristiandad de la ola protestante. «Un pueblo de teólogos y de soldados, que echó sobre sus hombros la titánica empresa de salvar con el razonamiento y con la espada la Europa latina de la nueva invasión de bárbaros septentrionales, no por inicua razón de estado sino por todo eso que llaman idealismos y visiones los positivistas, por el dogma de la libertad humana y de la responsabilidad moral, por su Dios y por su tradición, fue a sembrar huesos de caballeros y de mártires en las orillas del Albis, en las duna de Flandes y en los escollos del mar de Inglaterra. ¡Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana! Y no lo fue, con todo eso, porque si los cincuenta primeros años del s. XVI son de conquistas para la Reforma, los otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso (...) Que nunca fue estéril el sacrificio por una causa justa»17. Nuestros abuelos, acabará diciendo nuestro autor, no entendían de utilitarismos, ni subordinaban lo absoluto a lo relativo.
Pero la España de esta época no se limitará a un mero activismo. Además de que la actividad está, como vemos, orientada por el ideal, y que, como dirá Ganivet, el espíritu español habla por medio de la acción, una legión de teólogos de gran talla plantará cara en la esfera del pensamiento al cisma protestante. No de Nacional de Educación, otra forma pueden entenderse la reforma de Cisneros y la contribución española en el Concilio de Trento: la primera como obstáculo insuperable a la entrada de la herejía en España, el segundo a la vez con un sentido reformador y ecuménico.

Por estas fechas, todo español tiene alma de teólogo. En medio de la literatura picaresca y la flaqueza en costumbres de muchos, resplandece el vigor humano e intelectual de otros, y hasta la firmeza en la fe de los primeros. Sólo España —junto, quizás, con Italia— había comprendido que el verdadero espíritu de reforma no puede confundirse con el afán de disidencia y división. 
Pelayo dirá de esta Edad que es la más gloriosa y deslumbrante de España: «Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios»18. Tras ella, sin embargo, comenzará un largo y paulatino declive. ¿Por qué? 

3. UN PROCESO DEGENERADOR Y SU DIAGNÓSTICO 
Según Pelayo, si en el plano internacional España pierde su poderío desangrándose en constantes guerras de religión, asediada también por los intereses económicos extranjeros, en la perspectiva nacional la decadencia se traduce y expresa en un proceso de deshispanización, esto es, en una pérdida de su identidad nacional. Derrotada política, económica y militarmente, sufre un aluvión de doctrinas extrañas. Don Marcelino lo vio así: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio ...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al acantonalismo... A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido, no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle»19. 
He aquí la escena dramática de un pueblo que, adoctrinado por falsos sabios, ha dado la espalda a su historia y parece ignorar e incluso renegar de que en otras épocas fue Imperio20. 

«Hoy presenciamos, dice nuestro autor, el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a sus gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia los hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. ¡De cúan distinta manera han procedido los pueblos que tienen conciencia de su misión secular!»21. 

En efecto, también en nuestros días contemplamos el absurdo de una nación olvidada de sí misma y de su Tradición, e incapaz por ello de rendir fruto a ningún nivel. «Donde no se conserve piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo 
menos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia, muy próxima a la imbecilidad senil»22. 

Quizás aquí se encuentren las raíces de nuestra esterilidad creativa en los últimos siglos. Sergio Rábade se hizo eco de ello cuando expresó el lamentable destino filosófico de nuestro país durante todo el s. XIX y parte del XX: en contacto con Gran Bretaña, Balmes importa la filosofía del «common sense»; de Francia recogimos el tradicionalismo fideísta de De Biran, De Bonald y De Mais-
tre; de Alemania, nos atrajo el pensamiento de un filósofo de no excesiva proyección internacional como Krause... Y cuando surgen, excepcionalmente, figuras universales, en la ciencia, como la de Don Ramón y Cajal, son debidas más a lo que Maeztu denomina «tenacidad española» que a un espíritu de vanguardia en los saberes humanos. Huelga comparar esta situación con el avance de las ciencias españolas durante los ss. XVI y XVII: filosofía, teología, literatura, geografía, biología, colocan a España en los primeros lugares del progreso humano. 
No se trata de que carezcamos de aptitudes para avanzar al compás de la Europa Moderna, sino que nos hemos desorientado en el camino. Mientras que cada país se ha buscado a sí mismo primero, para después encauzar y centrar sus esfuerzos en explotar la riqueza de su personalidad —se habla así de tradición teutónica, inglesa, francesa—, España, habiendo perdido el rumbo se lanzó a un activismo alocado e inconsciente de su misión secular. 

Ganivet lo ha ratificado bellamente: «Las sociedades tienen personalidad, ideas, energías. Aunque la conciencia colectiva no se muestre tan clara y determinada como la de un individuo, existe y puede obrar mediante actos colectivos que obedecen a ideas colectivas en el fondo, no obstante aparecer concentradas en un reducido número de inteligencias ... En tanto que el pensamiento de una nación no está claramente definido, la acción tiene que ser débil, indecisa y transitoria... Hay naciones en las que se observa por encima de las divergencias secundarias una rara y constante unanimidad para comprender sus intereses.. En otras sociedades, por el contrario, predomina el desacuerdo; los intereses parciales, que son como las representaciones aisladas en los individuos, no sintetizan en un interés común, porque falta el entendimiento agente, la energía interior que ha de fundirlos; las apreciaciones individuales son irreductibles y la actividad derivada de ella tiene que ser pobre y desigual»23. «Nuestra fuerza está en nuestro ideal con nuestra pobreza, no en la riqueza sin ideales. Hoy que los ideales andan dando tumbos, nos agarramos al negocio, para agarrarnos a alguna parte; pero nuestro instinto nos tira de los pies, y así vamos naufragando. Curiosa manera de ir»24.

Sólo comprendiendo esto pueden entenderse en su justo sentido las pretensiones que al comienzo de nuestro estudio vimos en Menéndez Pelayo, sus polémicas con krausistas y tradicionalistas, la disputa sobre la Ciencia española etc., Hemos visto a Pelayo diagnosticar el mal de la España contemporánea. Su denuncia no ha sido una excepción. En el Idearium español Ganivet dirá: «Si yo fuese consultado como médico espiritual para formular el diagnóstico del padecimiento que los españoles sufrimos, diría que la enfermedad se designa con el nombre de no querer, o, en términos más científicos, por la palabra griega «aboulia», que significa eso mismo: extinción o debilitamiento de la voluntad»25. Pero la falta de voluntad tiene dos raíces: su poca ejercitación y la ausencia de un ideal-motor. Apurando más, podrían incluso reducirse a esta sola, y nos encontraríamos con la tesis de Maeztu que amplía en la misma línea las conclusiones de Ganivet: «La tragedia de los países nuestros es la de aquellas almas superiores que se han dejado ganar por el escepticismo que las condena a vivir sin ideales. Así la vida misma acaba por hacerse intolerable. El alma del hombre necesita de perspectivas infinitas hasta para resignarse a limitaciones cotidianas. Lo que echamos de menos lo tuvimos, hasta que en el s. XVIII lo perdimos: un gran fin nacional. Esto es lo que hemos de buscar»26. 
El mismo Azorín, ajeno ciertamente a estos sentimientos, afirmará no obstante: «Lo que el pueblo español necesita es cobrar confianza en sí, aprender a pensar y sentir por sí mismo y no por delegación, y sobre todo tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de su valor»27.

4. ¿QUÉ HACER? 
Pese a todo, Menéndez Pelayo no se dejó arrastrar por el pesimismo de muchos, como Cánovas o Cajal. En otra línea —y quizás por ello— aún mantiene esperanzas: «No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación, pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales, mientras sea capaz de creer, amar y esperar, 
mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos, mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que le precedieron, aún puede esperarse su regeneración»28. En el diagnóstico está ya, en potencia, la salud: «Trabajemos con limpia voluntad y entendimiento sereno, puestos los ojos en la realidad viva, sin temor pueril, sin apresuramiento engañoso, abriendo cada día modestamente el surco y rogando a Dios que mande sobre él el rocío de los cielos. Y al respetar la tradición, al tomarla por punto de partida y de arranque, no olvidemos que la ciencia es progresiva por su índole misma, y que de esta ley no se exime ninguna ciencia»29.
No se trata, por tanto, de una beatería pasiva que ha atenazado a otros bajo una confianza falsamente providencialista. Respetando la Tradición, conociendo nuestro espíritu revelado en la historia, tomémoslo como punto referencial y marchemos al unísono en progreso con los demás pueblos, pero por nuestro propio camino. Como diría García de Andoain, la lección de Menéndez Pelayo es que no podemos dejar de mirar a nuestro pasado para aprender a vivir en el futuro30.
Maeztu demuestra con multitud de ejemplos históricos esta tesis y, comentando precisamente un texto de don Marcelino, advierte que la originalidad de las ideas sólo suele ser fecunda y tener éxito si se ve acompañada por un ambiente propicio, por un caldo de cultivo intelectual en el que arraigue: sólo así podrá calar en el espíritu del pueblo y con su apoyo triunfar31. Por todo ello, repetirá: 
«Esta España de ahora, que vive como si estuviera de más en el mundo, no es sino la sombra de aquella otra que fue el brazo de Dios en la tierra. ¿Cómo resurgirá la verdadera? Por nuestras ansias, y aun por el mismo espíritu de aventura que nos extranjerizó hace dos siglos. Porque todas las otras pruebas están hechas, y andados todos los caminos. No nos queda más que uno sólo por probar: el nuestro. Tómense las esencias de los ss. XVI y XVII: su mística, su religión, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora. Nos mostrarán una obra a medio hacer, una misión inacabada»... 

«Esa misión hay que continuarla. En ella está la orientación que echábamos y echamos de menos. El mundo no ha concebido jamás un ideal más alto que el de la hispanidad. La vida del individuo no se eleva y ensancha sino por el ideal... Lo esencial es que defendamos nuestro ser. La vida del hombre se rige por la causa final. Su finalidad se encuentra en sus principios. Los pueblos señalan su porvenir en sus mismos orígenes, apenas se va plasmando en ellos la vocación de su destino»32. 
Pero ¿cuál es el «destino» de España? Lo hemos ido delineando al hilo del análisis histórico de Menéndez Pelayo: la catolicidad (universalidad). Maeztu coincidirá básicamente con él: «Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe el cristianismo, y con el cristianismo, el idea!»33.
Los españoles de hoy, concluirá Maeztu, no somos ni más listos ni más tontos que los de antaño. El ideal, por lo demás, no puede agotarse. Tenemos en nuestro poder, por tanto, todos los instrumentos y quizás lo que más necesitamos es conocernos mejor, estudiar y comprobar que si los españoles de la Edad de Oro fueron capaces de crear la unidad física del mundo, fue esencialmente porque antes buscaron crear la unidad moral del género humano. Hénos aquí de nuevo frente a una llamada a la universalidad y a la restauración de nuestro humanismo 
español. Este es, ni más ni menos, el «deber del patriotismo»34.

5. CONCLUSIÓN 
Hablar en nuestros días de «espíritu» español puede parecer, cuanto menos, una cursilería sin el menor apoyo científico. Pero, por espíritu de una nación no debe entenderse una entidad orgánica y tangible; ni siquiera es una sustancia extraña de orden superior que determinaría el actuar de un pueblo35. Es un campo de posibilidades, tierra abonada que condiciona la operatividad de las disposiciones de sus gentes, y que, forjado en el decurso de los siglos, permanece latente aun en los tiempos más críticos. Presto a aparecer de nuevo y a mover las conciencias en cuanto sea redescubierto o asumido por alguien con capacidad suficiente para arrastrar a otros en la empresa, se traduce para nosotros en lo que denominamos Tradición. Es, en definitiva, el «ideal» en el sentido menos banal del término. Con él se identifican los hombres o a él se oponen, y una u otra actitud es motor de las conductas más propiamente humanas. Pero no debe considerársele como un fantasma: debe tener un fundamento objetivo desde el momento en que la persona que se adhiere a entidades axiológicamente relevantes como esta, se perfecciona en su ser propio merced a ellas. 

A este respecto, son válidos en la medida en que den respuesta a la cuestión, los análisis psicológicos, sociológicos o de cualquier otro tipo. Pero, en última instancia, el ideal no puede reducirse a ellos, de la misma forma que la superestructura no puede ser explicada exhaustivamente por la infraestructura. El ideal se forja a través de una trayectoria histórica de los hombres, pero sobre todo es el desarrollo de un germen doctrinal práctico, esto es, de un teoría acerca del vivir. Así, por ejemplo, el cristianismo, como doctrina y estilo de vida, se irá extendiendo en los primeros momentos de nuestra historia merced al sacrificio de muchos y a su coherencia, hasta conferirnos la unidad total. A partir de este momento, se puede decir que los españoles de la edad clásica han descubierto su ideal, y no harán ya otra cosa sino transmitirlo a las generaciones siguientes, no como cuerpo de creencias enquistadas sino como Tradición viva y dinámica.

A veces se ha dicho que hay en la historia «épocas de la razón», «épocas del sentimiento», «épocas de los instintos» o «épocas de la voluntad». Frente a todas estas perspectivas reduccionistas, urge recuperar las diversas esferas de actividad humanas y aunarlas para configurar un concepto integral del hombre que no mutile ninguno de sus aspectos o dimensiones. Para la percepción del ideal, espíritu y materia deben cesar su secular enemistad, los intentos de apropiación y dominación de uno por otro, y nosotros reconocer la verdadera armonía que ya en nuestra experiencia se da de hecho, aunque no sea más que implícita e inconscientemente. 
No podemos omitir un juicio valorativo sobre Menéndez Pelayo sin afirmar primero, prudentemente, que nuestro autor sufrió los excesos tanto del cientificismo naciente como del tradicionalismo decimonónico. Históricamente, a una etapa del saber en la que la filosofía del espíritu, pugnando por recuperar su puesto en el orden del pensamiento, había alcanzado cotas de primacía absoluta, siguió una reacción también radical que arrojó sus pretensiones al último rincón. 

Sólo en esta coyuntura pueden comprenderse la filosofía de la historia de Pelayo y la Defensa del Espíritu de Ramiro de Maeztu. No en balde, el amor, la razón y el sentimiento —al unísono— fluyen de la obra de Don Marcelino y permiten barruntar la idea de una empresa reconstructora de España.

Pero ¿qué valor tienen estas consideraciones? Hemos visto a nuestro pensador describir su programa criticando la concepción de la historia que se limita a enumerar hechos externos sin calar en el espíritu que vivifica las acciones. Para él, lo fundamental son las ideas, lo único capaz de dar unidad a una época. Ni el genio ni el pueblo hacen historia por sí solos: quienquiera que la conforme empieza por asumir o rechazar el campo de posibilidades que el momento le ofrece, la Tradición y la mentalidad predominante en su siglo. Pero la historia no es sólo depósito de ideas y hechos inspirados por ellas, es también pedagoga y escaparate del espíritu.

Si Pelayo y Maeztu lo han hallado tras una ardua búsqueda intelectual, ha sido fundamentalmente porque dieron con el método adecuado. En un texto que no tiene desperdicio en el punto que tratamos, Maeztu dirá: «Son pocos los españoles e hispanoamericanos que nos damos cuenta de que vivimos espiritualmente en la historia. Cuando era joven, en el atropello del 98, que fue nuestro «Sturm und Drang», llamé a Menéndez Pelayo triste coleccionador de naderías muertas, porque, en mi ignorancia, no me daba cuenta de la supervivencia de lo 
histórico. Pocos años después me horroricé cuando en un discurso de la Biblioteca Nacional exclamó D. Marcelino, con voz tonante y retadora: ¡Entre los muertos vivo! Me pareció oír decirle que vivía entre cadáveres, y aunque recuerdo, y todavía me parece estar oyendo sus palabras precisas: entre los muertos vivo, yo sentí como si proclamase que se estaba muriendo entre los fallecidos.

La idea de que se pudiera vivir entre los muertos y la de que sólo entre ellos pueda vivirse con plenitud la vida del espíritu me eran entonces completamente extrañas y hasta repugnantes». Por esto, «para evocar el espíritu de la hispanidad... tenemos el camino de Menéndez Pelayo: el de la historia. Sólo que no ha de pensarse que la historia es sólo útil a los que la enseñan o a los historia-
dores. Es útil, sobre todo, a los hombres de acción»36. 
Si insistimos en preguntar qué grado de certeza pueda tener este tipo de investigaciones que concluyen con el supuesto descubrimiento de un espíritu nacional o, como diría Ganivet, de la «personalidad de una sociedad», contestaremos que el mismo que el de cualquier otra ciencia humana. Quizás no puedan aquí aplicarse principios de causa y efecto lineales o unilaterales: vale más hablar, como dirá D’Ors, de «principios de funcionalidad» al modo de la matemática, y ser conscientes de que multitud de variables condicionan los hechos históricos. Con todo, y aceptando todas las interpretaciones posibles que den luz sobre el asunto, lo cierto es que el elemento principal vendrá siempre dado por el ideal de un pueblo forjado durante siglos.

El examen histórico realizado por Pelayo y Maeztu, entre otros, confluirá en una conclusión tajante: si algo puede definir la historia de España y dotarla de unidad y sentido, eso es la realidad de una creencia unitaria —el cristianismo— y su traducción en un «humanismo español» exportado por nuestro pueblo a dondequiera que emigrara o se aventurara. Si Goethe dijo que todas las épocas creadoras de la historia habían sido épocas de fe en el espíritu, mientras que las edades disolventes y destructoras se habían distinguido por su escepticismo, en España esa fe tiene un nombre y una proyección: catolicismo y universalidad. 
Hemos visto a los españoles cruzar los océanos para —entre otras cosas «menos trascendentes» y de la forma más natural— propagar su fe a nuevos pueblos. Los hemos visto, como diría Maeztu, ser conscientes de un misión todavía inacabada. Desde este punto de vista, es secundario creerse el brazo de Dios o no; se trata sólo de una fe viva que, por su misma energía interna, se propaga merced al compromiso del hombre que no hace dicotomías entre su vida y su credo. Con humildad, los españoles creyeron, vivieron y transmitieron su fe. Gracias a ellos, la mitad de los católicos hablan hoy en español y nuestra lengua es una de las más difundidas en todo el mundo.

Pero no se puede ser realista —como hemos pretendido serlo— sin reconocer los múltiples errores y lunares que mancharon la faz de nuestra nación. Nadie ha agotado nunca un ideal —Berdiaeff y Hartmann han visto esto muy claramente— ni tampoco ha habido un momento siquiera en que se haya estado a su nivel. Menéndez Pelayo no es un iluso; hemos de volver al comienzo de nuestra investigación si queremos comprender su afán por recuperar nuestra tradición histórica. Su estudio, decía, sería parcial en la orientación, pero imparcial en los hechos. ¿Quién puede negar la realidad de lo narrado? El catolicismo en España es una veta que, aun enterrada en épocas, sale a la luz como mina a cielo abierto con sólo arañar su superficie. Incluso en las etapas históricas más oscuras y contrarias, si no las leyes, las costumbres —que, en definitiva, es por lo que se rige la vida cotidiana de un pueblo— siguen siendo las mismas con ligeros retoques de adaptación a los tiempos. 

Ciertamente, no hay que contentarse con este humus favorable, dirá Pelayo. Si de algo puede acusarse a los españoles de hoy, es de «aboulia» y de falta de ideales. Dos siglos enteros a la defensiva deben dejar paso a una toma de iniciativa audaz y decidida, resultado de un reflexión profunda sobre nuestro ser. España puede y debe tomar el carro del verdadero progreso en lo material y en lo espiritual: capacidad no le falta. Nos falta una creencia unitaria fundamental —no necesariamente homogena y monolítica —que impulse al compás a todo un pueblo. Las naciones han avanzado históricamente así, y no hay otra ley histórica más segura. Alemania fue capaz de reconstruirse tras la segunda guerra mundial pues la batuta de un hombre privilegiado —K. Adenauer—, símbolo de las mejores virtudes y valores de la tradición teutónica, aunó en una empresa común a todos, haciendo a la vez de la necesidad virtud. Lo mismo puede contemplarse en otros países con mucha menos historia que el nuestro.

Este es el sentido del nacionalismo de Menéndez Pelayo, y no hay otro por mucho que se haya polemizado37. Esta es la base de su espíritu universal y de su ética política. Pero muchas veces hemos confundido nuestro camino con el de la mítica Europa del progreso, esa Europa que hoy se halla postrada también en grave crisis de identidad que intenta paliar con sucedáneos de fusiones de carácter eminentemente mercantil. Hoy estamos preocupados por otras angustias y urgencias particulares que nos impiden levantar la vista y contemplar el horizonte en su conjunto. Quizás sea el momento de recordar las palabras que sobre Pelayo diría Laín Entralgo: «La catolicidad de su fe y la universal anchura de su saber darán a su ambiente de español, espacio más dilatado que la morosa complacencia en los límites de una presunta casta. En su madurez irá advirtiendo con claridad cada vez más luciente cómo la universalidad de los grandes españoles estaba más en el vuelo del espíritu que en la castiza condición de la estirpe. Su sueño no será, entonces, excavar en el subsuelo castizo de la historia pasada, sino, apoyándose en esta, volar, volar hacia una historia futura y creadora»38. De ahí la actualidad que su figura tiene, incluso cien años después de su muerte.

1 El epílogo, fechado el 7 de junio de 1882, ha sido considerado por muchos como Carta magna del espíritu español y cierra el vol. V de una de las obras más monumentales de este egregio cántabro, probablemente el último de los grandes sabios que hasta hoy ha dado España
2 Junta Central Centenario M. Pelayo, Menéndez Pelayo y la Hispanidad—Epistolario, 2» ed., Santander, 1955, pp. 298-299.
3 MENÉNDEZ PELAYO, M. Historia de los heterodoxos españoles (en adelante, Het.,), Tomo V, en Obras completas, e.S.Le., Madrid, pp. 394-397.
4 Het., Tomo 1, op. cit., pp. 55-56. 
5 Het., Tomo V, op. cit., Epílogo, pp. 505-506.
6 Het., II, pp. 12-16.
7 DE LA CALZADA RODRÍGUEZ, L. La Historia de España en M Pelayo, Universidad de Murcia, 1957, pág. 88 Het., V, Epílogo, pág. 506
8 Het., V, Epílogo, pág. 506
9 MENÉNDEZ PELA YO, M. Historia de España, Ed. Cultura española, Madrid, 1958, pág. 21.
10 La Historia de España en Menéndez Pelayo, op. cit., pág. 23.Menéndez Pelayo, op. cit., pág. 23.
11 Het., V, Epílogo, pág. 507. 
12 Historia de la poesía castellana en la Edad Media, Tomo III, pp. 7-14. Cit. en Historia de España, op. cit., pp. 77-78.
13 Het., V, pág. 507.
14 Epistolario, op. cit., pág. 369, n° 238.
15 Ibidem., n° 159.
16 Pueden consultarse entre otros: RIVAS GROOT, Menéndez Pelayo y la América española,Madrid, 1917,pp. 21-30; PEREYRA, «Menéndez Pelayo en su aspecto de americanista», en Boletín de la Biblioteca de M. Pelayo, Madrid, 1921, pp. 229-250; FERNÁNDEZ y MEDINA, «La América española en la obra de M. Pelayo», en Boletín de la Biblioteca de M. Pelayo, Madrid, 1928, pp. 101-115; REDONDO, M. Pelayo, primer defensor de la Hispanidad, Universidad de Granada, 1937; BALLESTEROS-GAIBROIS, «Menéndez Pelayo y el americanismo», en Revista 20 Mar Oceana n.º 31
17 Nacional de Educación, Madrid, Abril, 1942, Año II, núm. 16, pp. 23-33; MOLlNA, «Menéndez Pelayo and América», en The Americas, Washington, January, 1946, núm. 3, pp. 263-279; WOODBRIDGE, «An american bibliografphy of M. M. Pelayo», en Revista lnteramericana de bibliografía, Washngton, 1956, núm. 4, pp. 329-350.
17 Het., V, pp. 388-394.
18 Compárese este cierto nacionalismo religioso de Don Marcelino con la postura de Maeztu: «El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior o elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario» (Defensa de la Hispanidad, en Obras de Ramiro de Maeztu, Editora Nacional, Madrid, 1974, pág. 897). y en otro momento, dirá: «Jamás pretendimos los españoles vincular la Divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos, como Juana de Arco: los que hacen la guerra al santo reino de Francia hacen la guerra al Rey Jesús, aunque estábamos ciertos de haber peleado, en nuestros buenos tiempos, las batallas de Dios. Nunca creímos, como los ingleses o los norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros mismos» (op. cit., pág. 859).
19 Het., V, op. cit., pág. 508.
20 Don Marcelino sitúa el comienzo del ocaso en el reinado de Carlos IV y los primeros influjos del enciclopedismo. Cfr. Textos sobre España, Ed. Rialp, Madrid, 1962 (Recopilación de Florentino Pérez-Embid), Prólogo, pág. 59.
21 Ensayos de crítica filosófica, pág. 364. Cit. en Historia de España, op. cit., pág. 343.
22 Ibídem., pp. 306-307. Cít. en Historia de España, op. cít., pág. 344.
23 ldearium español, pág. 151. Cit. en Antología, Breviarios del Pensamiento español (Recopilación de Luis Rosales), Ed. Fe, Madrid, 1963, pág. 56.
24 Granada la Bella, pág. 59. Cit. en Antología, op. cit, pág. 23.
25 Pág. 143. Cit. en Antología, op. cit., pág. 50.
26 Defensa de la Hispanidad, op. cit., pág. 1028.
27 «Madrid», cit. en ABELLÁN, J. L.—Visión de España en la Generación del 98. Ed. Magisterio español,
Madrid, 1977, pág. 466.
28 Het., V, op. cit., pág. 509.
29 Ensayos de crítica filosófica, pág. 307. Cit., en Historia de España, op. cit., pág. 344.
30 Cfr. Un español ejemplar, II, V. Ed. Sever Cuesta, Valladolid, 1959.
31 Cfr. Defensa de la Hispanidad, op. cit., pp. 1001-1007.
32 Defensa de la Hispanidad, op. cit., pp. 1028 y 1031.
33 Ibidem., pág. 858.
34 Cfr. Defensa de la hispanidad, op. cit., pág. 995 y ss.
35 En este punto pueden dar lugar a confusión el lenguaje organicista de Ganivet o las encendidas elevaciones literarias de Pelayo
36 Defensa de la Hispanidad, op. cit., pp. 1016-1017.

37 Cfr. TOVAR, A.— La conciencia española, España, Madrid, 1948; PALACIO ATARD, V. «Razón de 
España en el mundo moderno», en Arbor, no 50, enero de 1950; «El nacionalismo en M. Pelayo». En Revista de 
Archivos, Bibliotecas y Museos. LXII, 1, Madrid, 1956; MARAÑÓN, G. Menéndez Pelayo visto desde su preco-
cidad, Bedia, Santander, 1959; D’Ors, E. «Menéndez y Pelayo», en Estilos del pensar, Epesa, Madrid, 1945. 
38 Textos sobre España, op. cit., pp. 57-58.